El compañero de mis pensamientos, el mosquetero de mis sueños, el mago que concretaba en realidad mis más caprichosas fantasías.
El abrazo grandote, de brazos interminables y calientes.
La sonrisa cómplice, la mirada orgullosa, la mano apretando mi hombro y alentándome a ser valiente o supliéndome voluntariamente en mis actividades cuando me atosigaban y me veía padeciendo.
La escalera a mis cielos, la soga irrompible sacándome de los infiernos, la palabra justa y la compañía silenciosa cuando sólo necesitaba  de eso.
El consejo espontáneo, el ejemplo sincero, la presencia absoluta, el escudero de mi alma.
Mi más fiel devoto, entregado a mi altar, feliz y rendido; venerando mi vida por encima de la suya. Tu reina, tu princesa, la muñequita y el motivo de tu alegría; la dueña de tu corazón, desde el mismo día que nuestros ojos igual de chiquititos  se confundieron, entre mieles y esperanzas; entre proyectos y cariño.
El abuelo que dejó huellas en los que son ahora mi alegría  y mi propia vida. Marcadas a fuego tus enseñanzas dejaron puro caramelo; hermosos paisajes de la familia riendo, la carcajada sonora de alguno de tus cuentos…
El mejor y más dulce de mis recuerdos; el ser que más extraño y necesito.
¡Viejo! No me hagas caso, no es dolor; es una necesidad  imperiosa  de sentir el apretón conocido e irremplazable de tus brazos; es eso… ya se me pasa. Descansa en paz, tu princesa hoy sólo está un poco triste.