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“En todo cuento siempre existen bastantes matices de vivida realidad”. (No importa quién lo dijo, solo que es la verdad).                                                             25 años después…   Patricia es ella y yo soy Juan; somos quienes veinticinco años atrás hubimos estado  ilusionadamente unidos en un legitimo vínculo matrimonial que penosa y escasamente duró el fugas período de solo cinco, antes de capitular en un ingrato divorcio y acabar cada quien por rumbos diferentes arrastrando amarguras y un gran rencor.  En los inicios de nuestra relación, practicamente fuimos un par de adolescentes con aún mentalidades de niños,  tontos niños obnubilados con sueños de gente mayor y críos disfrutadores con las impresionables superficialidades del novedoso momento. Ella, Patricia, era una chiquilla caprichosa que recién había cumplido 17 primaveras,  todavía envueltas en candidez y dulzor; en tanto yo, pronto alcanzaría a festejar mi aniversario 24, y era un muchacho inexperto, solamente aventajado intelectualmente y un privilegiado con padres de buen sostén económico, hijo promisorio que, a edad  temprana, contaba ya con un futuro asegurado  por un tempranero título profesional otorgado en los salones ceremoniales de la más alta universidad del país.   Mientras que ella, aún era la alegre colegiala envidiada, secundada y emulada por sus compañeras y un segmento de hambrientos lobos la pretendía y asediaba insistentemente, de los cuales, por supuesto (lo debo reconocer), yo también formaba parte… Era la más linda y fragante flor entre todas las especies de aquel jardín y yo estaba verdaderamente encantado con su ser y cuando tuve la suficiente osadía para acercarme como un ave de presa, revolotear agresivamente por encima de la horda acechante y atacar, la abordé con una atrevida decisión y un especial estilo viril, logrando inferir en ella mi propósito y llenar ampliamente, hasta su borde, la agrandada y cristalina jarra donde acumulaba  sus volados y expectantes sueños, los mismos que modelaban su temperamento, actitud que hizo engranar vigorosamente el cuerpo de nuestros veloces motores con un vértigo irresponsable, propio de la correspondiente inmadurez juvenil que cree que toda gran sensación es blindada y eterna...   Ignorantes, entonces, juntamos todo: embelesos de amor, una ilusionada proyección de la imaginación, el visualizado, y no menos importante, respaldo económico garantizado por mi profesionalidad, además del cómplice consenso de nuestro entorno  familiar, todas razones más que suficientes para fraguarlas rápidamente en promesa y hecha en un breve y tórrido lapso de solo seis meses y acudir, sin pérdida de tiempo, hasta las oficinas del Registro Civil, donde un oficial, junto a la presencia de nuestros respectivos padres, algunos parientes y varios ocasionales amigos, legitimara nuestra unión matrimonial…   Bastó deshojar cinco calendarios de un caprichoso transcurrir de días de dulce y agraz, para establecer que aquel afamado fragmento textual citado siempre en cada protocolo universal  y  refrendado esta vez por el indicado oficial civil, es una mentira antojadiza y engañosa: el cliché HASTA QUE LA MUERTE LOS SEPARE… Además, así al paso de esos cinco años, dejar en evidencia toda la débil base del fantástico enamoramiento que tuvimos. Sin embargo, existe la mentira realizada con el prolijo arte falsificador de recrear realidades  perfectas, convirtiendo su efecto engañador en un asombroso poder para grabarse con firmeza en nuestro recuerdo y nunca tener  la capacidad para lograr --alguna vez-- borrarle. La ilusión edificada en nuestra juventud, de Patricia y mía, fue una de esas mentiras fraudulentas que amañaron nuestra futura felicidad… No obstante, luego de asimilar semejante fracaso, resultan obvios y justificados los innumerables factores que nos  llevan a tejer un nuevo e híbrido manto que nos devuelva el necesario abrigo para esta fría existencia social, porque no es un misterio que la vida desee intensamente continuar abriéndose paso a pesar de unos drásticos tropiezos.  Para aceptarlo se requiere reconocer que por nuestras venas circula sangre ansiosa que no se sustenta solo con oxígeno y nutrientes, que es primordial adoptar nuevos cuidados para ella dándole también una orientación adecuada, calculada y razonable, para que ese renacer tenga una expectativa distinta y convencida que, además de las necesidades del cuerpo  existe la continuidad con sus pensamientos, sus ideales, sus metas y, estos, unidos en consecuencias, hacen las historias comunes y las historias están tejidas junto a más personas que, al igual que nosotros, también portan en su alma sentimientos, hechos, sueños y recuerdos y ello es válido y preciado tanto para quienes se incorporan como los nuevos integrantes o los que han quedado en el pasado…  Y esa tarea de organizar adecuada y respetuosamente el pasado en sincronía con el presente, es compleja. Pues, no obstante lo dicho, es cierto que, detrás de cualquier nuevo rumbo que proyectemos, es injusto desconocer que antes hubo vestigios y circunstancias, es decir, por atrevidos, peligrosos e inviables que hayan sido, de todos modos fueron valiosos sueños. Han pasado 25 años desde que Patricia y yo conyugalmente nos separáremos y, a excepción de un par de ocasiones acaecidas al principio, no nos habíamos vuelto a ver, pero eso no significa que su recuerdo en mi corazón hubiera desaparecido… Y en acuerdo con ciertas circunstancias, imagino que ella experimentaba lo mismo… Ahora era quien bajaba desde uno de los exclusivos vagones del tren que arribaba a la estación central, venido desde Puerto Montt, ciudad donde ella residía actualmente desde la ruptura, y su viaje obedecía a una entrevista conmigo para zanjar un engorroso entrabe hereditario ocasionado por nuestro divorcio. Lucía espectacularmente elegante con un lindo y cuidada traje de pana color magenta, el que le hacía total justicia a su bien delineada figura y su caminar, aún llenos de prestancia y frescura. Al estar, finalmente, cerca y enfrente de mí, debo confesar, que me produjo un gran estremecimiento emocional al advertir todos los detalles de su presencia: Su aún tersa y juvenil armonía facial,  provocadora de una amplia admiración, a pesar de haber tenido que agregar el uso de gafas ópticas con marco exclusivo de titanio que, también, disimulaban unas incipientes cicatrices sembradas por el inflexible paso del tiempo, alrededor de su bella mirada de sus ojos pardos. Sus femeninos gestos y  sus movimientos corporales mostraban a su sonrisa y sus ademanes como un excitante bombón de puro chocolate; además del curioso registro rugoso y lento de su voz nacida tras su  tracto bucal, lo que contrastaba notoriamente con toda su destacada finura, pero que la situaban en la categoría de una mujer seductora y especial. Mas no puedo dejar de añadir que, lo más fascinante y por encima de todo lo anterior, estaba aquella invasiva y acostumbrada fragancia de Chanel que la destacaba indiscutiblemente, creadora –antes y ahora—de una fantástica y soñadora atmósfera que, en ese instante, agitaban mis nostálgicas cenizas del pasado.                Se aproximó hasta mi y depositó un calmo y sincero beso en mi mejilla, acto cuya calidez me sorprendió sobremanera debido al estar esperando yo de ella una supuesta frialdad producida, acaso, por viejas heridas y anidados rencores. Pero, no. No había tal actitud y honestamente, para mí, semejante paso inicial removió automáticamente los previos preparativos para ese encuentro, los que de inmediato rediseñé, indicándole que en mis planes figuraba invitarle a almorzar en un pertinente y distinguido restaurante, para aprovechar lo propicio de la hora y, a la vez, disponer de una discreta comodidad para tratar el tema que nos convocaba. Mentía, por supuesto, pero  lo importante era causar en ella un efecto positivo de mí. Como lo pensé, aceptó la invitación con sumo agrado y al señalarle yo el camino hacia el vehículo que nos esperaba, se colgó ella de mi antebrazo y caminamos muy ufanos como si no hubieran existido 25 años de separación. Evidentemente en ese nivel de circunstancias e impulsado por las nostálgicas razones que de ellas se desprendían, mi ánimo había girado con el propósito de procurar  conmoverla emocionalmente y en mi rápido ideario escogí de manera premeditada el sitio más exclusivo que conociera yo en cuanto a calidades de servicio y elegancia. Una vez determinada mi elección, con ostensible orgullo y entusiasmo, fue ahí donde la llevé. La decisión, sin dudas,  fue todo un acierto, puesto que en cada uno de sus gestos se notó lo encantada que se sentía, ya hubiera sido con la comida, con la bebida, con el lugar, con la conversación, o con mi presencia, daba lo mismo, porque lo importante y evidente, era que se mostrara cómoda y dichosa conmigo, el ex cuyo amor un día fue suyo. El comienzo de los temas de conversación fueron intercambios de actualidades mutuas que nos sirvieron para restañar ese inmenso vacío causado por los años de distancia y luego, adueñados de una mayor confianza, comenzamos a sincerarnos respecto de los errores cometidos por ambos en aquel desnivelado período juntos, llegando a concluir que todo fue un desventurado error que nos condujo inevitablemente al distanciamiento y a una absurda odiosidad ( Así mismo lo definimos en la conversación: “ABSURDA ODIOSIDAD”). De ahí en adelante nuestro abierto y fluido diálogo versó en contextos de arrepentimientos, sentimientos, sueños e inolvidables lindos recuerdos. Habíamos abarcado tal cantidad de entrañables temas hilvanados en amena,  franca y entretenida plática que, sin darnos cuenta, la hora del almuerzo se había transformado mágicamente en un colorido atardecer intensamente aromado de delicioso café negro, bizcochos esponjados y panecillos recién horneados. Eran más de las seis de la tarde y la concurrencia del establecimiento había rotado, resaltando ahora un ambiente familiar donde supuestamente los padres acompañaban a sus hijos y disfrutaban la hora del té. --¿Te diste cuenta de cómo pasó el tiempo sin que nos percataramos? –me preguntó con una dulce voz. --Lo he notado toda la jornada –le respondí sin ocultar un profundo suspiro y también le hice una pregunta: --¿En algún momento te has aburrido? Deslizó delicadamente su mano derecha por encima del mantel, no sin antes despejar unas imperceptibles migas de pan, y la recostó sobre la mía para responder con una cariñosa mirada:--¿Quieres que te diga la verdad..? Me quedaría toda la noche, si fuere necesario, hasta saber el por qué fuimos tan tontos y nos negamos livianamente una maravillosa oportunidad que, de haber tenido más cordura y paciencia, hoy estaríamos residiendo en el cielo… ¿No lo sientes así, también? Ante lo oído quedé sin palabras y sentí como su mano apretó la mía por unos segundos, para luego dejarla juguetear con mis dedos. El silencio entre ambos nos fue propio; solo se escuchaba un imaginario latido apresurado buscando una salida adecuada, una respuesta inteligente que simplificara la bulla ocasionada dentro de mi mente --o de mi alma-- por el derrumbe estrepitoso de una estantería repleta de simbólicas y frágiles lozas. Al cabo de varios minutos de enmudecimiento por ambas partes, fui testigo como a Patricia se le escapaba una lágrima que ligeramente le afeó el maquillaje. Extraje rápidamente mi pañuelos y se lo tendí intentando demostrarle que me hacía cómplice de su pena y le dije con temblorosa voz: --Creo que es justo hacerte una confesión –deliberadamente introduje una pequeña pausa y después agregué: --Un maldito orgullo impidió muchas veces las intenciones de buscarte y conversar alguna posible compostura, porque debo admitir que nunca, hasta hoy, he logrado sacarte de mi corazón. --Siempre tuve esperanzas que así fuere, porque en mí ha pasado lo mismo… Cayó durante un buen momento y en él me pareció que intentaba ahogar un sollozo, para después de sorteado el intento y hecha la pausa, continuara: --Sin embargo, han pasado 25 años de agua circulando por debajo de este puente… y estamos cara a cara en medio de una verdad irreversible… ¿Qué se te ocurre, Juan, que ahora haremos..? _____________________
    
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