• Linda Valenzuela
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Un clavo desnudo, torcido, cansado y oxidado pendía de una vieja pared color ocre, con la pintura descascarada y enmohecida en algunos puntos. Se mecía rítmicamente con el viento que entraba por la ventana, de la cual solo quedaban los trozos de madera que hacían la vez de marco. Había pasado mucho tiempo desde que había ejercido su función de sujetar cosas bellas y apreciadas por los dueños del lugar. Ahora solo quedaban vestigios de lo que alguna vez fue una bella hacienda. El clavo, triste y encorvado cual anciano cansado por los años, recordaba tiempos memorables de cuando era un clavo joven, fuerte y macizo, cuando podía sostener casi cualquier cosa. Numerosos objetos se habían recargado en su fuerte cabeza, el cuadro de orquídeas que recibió doña esperanza en su cumpleaños número 25, la foto de su boda con Serafín, el reconocimiento que éste recibió por su valentía en el ejército, la foto de los quince años de Lupita, la única hija de Esperanza y Serafín; y años después de su boda. No hacía mucho tiempo que todavía sostenía con orgullo y cariño la foto de Tristán, el hijo mayor de Lupita, recordaba nostálgico el clavo, pues siempre se había sentido parte de la familia.   Ahora solo le quedaban esos recuerdos. Habían pasado exactamente 15 años desde que doña Esperanza falleció y Lupita, al ver triste a su padre Serafín, decidió llevarlo consigo a vivir en su casa en Cuernavaca. Se llevaron casi todas sus pertenencias, testigos de una apacible y tranquila vida. Sin embargo, en esa pared carcomida por el tiempo y la humedad quedó solo el clavo, que con el tiempo y la soledad fue perdiendo su fuerza y fue cambiando de color, ahora lucía un color rojizo oscuro, tan oscuro como su ánimo.
Clavo en la pared
Autor: Linda Valenzuela  828 Lecturas
Se sentía contenta, un día excelente a pesar de no haber salido de su  cama en todo el día, quizá por eso le pareció agradable. Le hacía falta un descanso, se sentía extremadamente cansada, con "fatiga crónica" como diría ella. Quién haya dicho que la maestría es algo simple no podía estar más alejado de la realidad. Durmió hasta tarde y el resto del día dormitó a sus anchas, con las cortinas cerradas, sin que entrase el brillante y hasta cierto punto molesto sol de un día de verano en hermosillo, sobre todo cuando se esta desvelado después de una larga noche de fiesta. Tenía la refrigeración encendida al máximo, por lo que tuvo que hacer uso de su edredón a rayas cafés, amarillas y rojas para cubrirse del helado aire que llegaba directo hasta su cama.Un buen día para reposar y recargar baterías, en vista de que la siguiente semana prometía ser tremendamente ajetreada. Eran ya las 11:45 de la noche y ahora no podía dormir, por lo que se puso los audífonos y comenzó a escuchar música. Ésta era de un cantante que apenas descubrió hacía un par de días y que ahora le encantaba. A decir verdad las canciones de Jason Mraz tenían la habilidad de transportarla a un lugar tranquilo y apacible.  Cerró los ojos, dejándose llevar por la música. Ahora estaba en un gran campo cubierto de hierba fresca, que invitaba a descansar sobre ella, a la sombra de un árbol en un día soleado. Con el delicioso olor de una mezcla de hierba, flores y sol que le producían un inmenso placer a sus sentidos. Sintiendo el suave masaje del césped bajo sus pies. El viento refrescante recorriendo su piel ahora bronceada... Terminó la canción. Cuando abrió los ojos estaba de nuevo en la habitación del pequeño departamento que habitaba, sentada en su cama, recargada sobre la anaranjada pared y con la lap-top en su regazo.
Descanso
Autor: Linda Valenzuela  737 Lecturas
Estaba en un barco, viajando con unas amigas cuando comenzó a llover muy fuerte. Se metieron a cubierta a esperar que amainara la tormenta, mientras tanto intentaban sacar el agua que se colaba por debajo de la puerta. Se asomó por la puerta de cristal y salió a la proa, observó el mar y vió unos delfines que nadaban alrededor del barco, en un instante ya no eran delfines, eran lobos marinos que se amontonaban al intentar trepar el barco. Una de las criaturas tomó la forma de un gorila y con una de sus manos se aferro al barandal del barco. Ella, desesperada y asustada trató de soltar los dedos del gorila del barandal, lo empujó de nuevo hacia el mar. De pronto, un pez enorme, casi de 10m de largo caía del cielo, frente a ella, como si hubiese saltado el barco de extremo a extremo. Era un pez hermoso, dorado, con escamas color verde y azul, que como si fueran piedras preciosas resplandecían con los rayos del sol. Se quedó pasmada, viendo tal hermosura mientras se preguntaba de donde había salido ese pez tan bello. Pasó solo un segundo pero ahora estaba comprando artesanías en el barco, estaba viendo unos aretes preciosos, de piedras brillantes. Cuando salió de esa habitación, vió a su exnovio con sus amigos. Ahí estaba él, muy cerca de una chica, a punto de besarla. En ese momento ella sintió que el corazón se le contraía, como si quisiera esconderse en su pecho, sintió un nudo en la garganta y no pudo mas que observar la situación con tal coraje y tristeza que no podía moverse ni articular palabra, por mas que sus amigas intentaban distraerla. Cambió la escena y ella ahora estaba viendo como llegaban en balsas todo un montón de cajas y valijas con equipo de sonido. Se preguntó que estaba pasando, a que se debía todo este ajetreo. Poco después se enteró de que los amigos de su ex habían arreglado que una conocida banda tocara en el barco. Todo el mundo estaba pendiente de los arreglos para el tan ansiado concierto, mientras ella solo observaba. Se volvió hacia un pilar del barco y ahí estaba él otra vez, sentado en un banco de madera.  Ella no se movió, sin embargo ahora estaba junto a él, observándolo. Se recargó en el pilar del barco y sintió que la rodeaban por la cintura, eran los brazos de él. No pudo resistir y lo abrazó con fuerza, no quería soltarlo. Era tan vívido, casi podía oler su aroma, sentía la calida opresión del abrazo. No lo soltaría… Despertó, eran casi las 10 am, había dormido demasiado.
Liz se encontraba como cualquier otro día, escribiendo en su portátil. Un aparato que le permitía comunicarse con las demás personas. Habían pasado décadas desde que las personas habían dejado de hablar entre sí. En la actualidad se consideraba anticuado e innecesario, incluso hasta carente de sentido común. Los portátiles habían pasado de ser un accesorio a un elemento indispensable, casi como una extremidad más del cuerpo. Las personas no podían desprenderse de este artefacto, pues en ese mismo instante eran presos del pánico y la desesperación al saberse incomunicados con el medio exterior. Ni siquiera al estar frente a frente se dirigían la palabra (hablada al menos), todo se reducía a un golpeteo de pantallas electrónicas, las cuales emitían mensajes a los destinatarios correspondientes. Una reunión de multitudes llegaba a ser ruidosa, debido a los cientos de golpeteos incesantes en las pantallas de los portátiles.Los hombres ya no sonreían o lloraban. Las expresiones faciales eran inusuales,  todo se reducía a símbolos que representaban las emociones de las personas. Las personas olvidaron cuando fue la última vez que vieron una mueca de verdad. La gente envejecía, sin embargo en sus rostros no se notaba el paso de los años, pues su piel era firme y lisa, casi rígida. Las nuevas generaciones, estaban tan adaptadas a esta forma de comunicación, que desconocían que existiera alguna otra. Solamente algunos ancianos de la ciudad recordaban vagamente los sonidos de las palabras y la articulación de las mismas con la boca.Ese día, mientras Liz caminaba rumbo al centro de abastecimiento de víveres, distraída con su portátil, sintió un fuerte golpe en su cabeza. Se había estrellado contra un sujeto. Adolorida, con la cabeza palpitante miró hacia el hombre que le había causado dicha conmoción. Lo observó fijamente, al principio no lograba enfocarlo claramente debido al golpe. Tras un par de minutos pudo verlo, el hombre tenía algo extraño en su rostro. Liz no sabía cómo describirlo, pues nunca había visto nada similar. Sus ojos estaban rodeados por minúsculas líneas, al igual que su frente y su boca. El hombre la miró y emitió una serie de sonidos que a Liz le parecieron extraños. Nunca había escuchado que alguien hiciera algo así. - ¿Qué le sucedía a ese hombre?-Pensó Liz.Al ver que Liz no respondía y solo lo miraba extrañada, el sujeto hizo algo rarísimo, durante un breve instante su rostro cambió. Su boca formó una gran curvatura en forma de “U” y sin más, comenzó a mostrar los dientes. Liz no podía estar más perpleja, era la primera vez que veía algo similar. ¿Quién era este sujeto y qué pasaba con su rostro?Pasados unos minutos, el sujeto parecía seguir preocupado por el estado de Liz, sin embargo, no lograba hacer que ella dejara de mirarlo fijamente. Finalmente, Liz pareció reaccionar, pues comenzó a teclear repetidamente en su portátil y sin mirar al sujeto siguió su camino. El hombre, visiblemente desorientado, observaba mientras Liz se alejaba entre la multitud de gente.
Mudos. Parte 1
Autor: Linda Valenzuela  554 Lecturas
Era un día como cualquier otro, Germán estaba deshuesando una pierna de cerdo. Hábilmente cortaba a lo largo y ancho del trozo de carne hasta lograr desprender el hueso. Tallaba animosamente este residuo óseo, a fin de que no quedara ningún minúsculo pedazo de carne adherido a el, mientras tarareaba una canción pegajosa que en ese momento sonaba en la radio…”tu-vi-mos un sire-ni-to ♫”. Tan entretenido estaba en su afán, que no se dio cuenta que entró alguien a la carnicería. -Buenas tardes don Germán, me pone dos kilos de chuleta ahumada, medio kilo de bistec y medio kilo de pechugas de pollo aplanadas- -Buenas Doña Jose, me espantó! Ahorita mismo le despacho su pedido- Germán comenzó a envolver los alimentos. Las pechugas de pollo, la chuleta ahumada, solo faltaba el bistec, pues se había terminado el que había en la vitrina, de modo que tendría que filetear un trozo de los que estaban en el congelador. -Se me terminó el bistec doña Jose, pero enseguida le fileteo el medio kilo.- -Está bien don Germán, y cuénteme, ¿Cómo le ha ido?- -Huy doña, pues fíjese que la venta está muy baja, pero pues ya ve usted, no queda de otra que echarle ganas-. -Eso sí- dijo doña Jose –No hay de otra- Doña Jose comenzó a platicarle a Germán todos los chismes de la colonia, pues era bastante sabido que ella era quien diseminaba todos los rumores que se escuchaban en la zona. Así, mientras le fluían los chismes, adicionados con el debido comentario crítico de doña Jose, Germán seguía fileteando la carne. Estaba tan acostumbrado a cortar la carne congelada, que incluso presumía de poder hacerlo con los ojos cerrados. Cortaba un bistec, luego otro y comentaba risueño con doña Jose acerca del chisme en cuestión. -Fíjese Germancito, que la Toña parece que le anda haciendo de chivo los tamales a Jacinto. Figúrese que vieron al susodicho saliendo de su casa a altas horas de la noche. Ya ve usted que el pobre de Jacinto se la pasa trabajando toda la noche.- -No me diga! A poco si? Lo que hay que ver en esta vida, ¿verdad doña Jose? -Si, caray. Está como mi comadre Chayito, que ya no aguanta a su marido. Ya hasta se quiere divorciar, ¿Usted cree?- Don Germán seguía cortando al tiempo que veía a doña Jose. Justo cuando estaba cortando el último bistec, sintió que el cuchillo se atoró en algo, como si se hubiera atascado con un hueso. Cuando volteó a ver la carne, soltó un grito que asustó incluso a doña Jose. Efectivamente, el cuchillo se había atorado con un hueso… el de su dedo pulgar. Al estar la carne congelada, sus dedos perdieron sensibilidad y no sintió dolor hasta que vio su dedo sangrante. Por fortuna no se desprendió todo el dedo, aunque era un corte bastante profundo. Se alcanzaban a distinguir las capas de piel, grasa y nervios colgando alrededor del hueso expuesto. Seguía sin tener demasiado dolor, pero la herida era muy aparatosa y el, a pesar de estar acostumbrado a ver sangre todos los días, al ver la suya fluir en abundancia, se asustó enormemente. Al ver la palidez de don Germán, doña Jose no aguantó la curiosidad y fue a asomarse detrás de la vitrina donde estaba parado don Germán. La mesa de metal tenia encima la carne a medio cortar, el cuchillo y un charquito de sangre sobre ella y otro en el piso. Don Germán estaba pálido y con la vista fija en su dedo mutilado. Rápidamente doña Jose tomó uno de los trapos con los que se limpiaba las manos el carnicero y le envolvió el dedo a don Germán. Como no había quien cuidara la carnicería, cerraron como pudieron el local y fueron en busca de un médico. Fiel a su costumbre, doña Jose iba informando de la situación del dedo de Germán a quien se le atravesaba en el camino. El dedo comenzaba a dolerle a don Germán, pues ya había pasado el frío y el dolor se hacía cada vez más insoportable. Como don Germán no podía manejar y doña Jose no sabía hacerlo, tuvieron que caminar por la colonia para ver si alguien podía llevarlos al hospital. Pasados 25 minutos después del suceso, ya iban en camino a urgencias. Gracias al cielo, como decía y no se cansaba de repetir doña Jose, se toparon con Javier, el mecánico de la colonia, quién vivía a unas cuadras de la carnicería y al ver la mano de don Germán envuelta en un trapo lleno de sangre se alarmó y se ofreció a llevarlos al nosocomio. Llegó al fin la comitiva al hospital y para la mala suerte de don Germán, la sala de urgencias estaba llena de gente. Desde un hombre con resfriado, un anciano en silla de ruedas, hasta un niño vomitando. Sin embargo, pasados quince minutos, una mujer de la recepción le indicó que pasara al consultorio 1. En este, le revisaron la herida y el médico en turno le comunicó a don Germán que debido al tiempo que tardaron en llegar sería difícil volver a unir todas las partes del dedo debido a la inflamación. Que lo intentarían, pero que lo más probable era que no lograran salvar su dedo y que de hacerlo, este no tendría la misma movilidad. Trasladaron a don Germán a un quirófano para intentar reacomodarle el dedo. Afortunadamente se lograron salvar la piel, los músculos y los nervios principales. El cirujano unió capa por capa del dedo y pasado el tiempo, aunque no recuperó por completo la movilidad del dedo, solamente le quedó una cicatriz en el pulgar izquierdo. Desde ese día, don Germán ya no dirige la vista a otro lado que no sea la carne que está cortando y platica con doña Jose únicamente cuando termina de despachar su pedido.  
Mientras iba en el autobús rumbo a mi casa, viendo pasar las montañas una tras otra en medio de la oscuridad de la noche, con la única luz tenue y difuminada que brindaba la luna, quién parecía sentir el frío de la noche y no quisiera salir, solo asomaba una pequeña parte de su circular silueta. El camión avanzaba a través del conocido y no tan ansiado camino donde la carretera serpenteaba con unas sorpresivas curvas que causarían malestar a más de uno. Comencé a acordarme de él, algo que no he podido evitar desde la última vez que lo vi. Mi cabeza, como si estuviese viendo una película pasó todas y cada una de las escenas donde aparecía él y revivía cada instante ansiando el momento de volver a verlo. Inmersa estaba entre mis pensamientos y deseos cuando de pronto vibró mi celular, inocentemente supuse que sería mi compañera de cuarto deseándome feliz viaje, sin embargo, al presionar el botón con un teléfono verde dibujado en el me lleve una gran sorpresa. ¡Era él! No sé si nos pensamos o se acordó de mí, según lo que decía el mensaje, se encontraba en un bar celebrando el cumpleaños de uno de sus amigos y quería saber como estaba yo, donde me encontraba. En ese mismo momento y sin poder evitarlo, mi corazón empezó a palpitar aceleradamente.  Quería decirle mil cosas, que lo extrañaba, que quería abrazarlo, pero como siempre, no pude. El tampoco. Nos quedamos en silencio y sutilmente entre líneas el mismo mensaje que no nos atrevemos a decir... te quiero, me haces falta.
Camino a casa
Autor: Linda Valenzuela  611 Lecturas

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