• Diana Cruz
Cuerva
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Cuanto más asimilaba la situación, peor se volvía. No era que fuera empeorando cada vez más, sino que poco a poco iba dándose cuenta de cuan terrible era en realidad. Había tenido pesadillas sobre esto cuando era niño (todos los niños de Morroc las habían tenido alguna vez) pero ya no era un niño, esto no era una pesadilla, y la realidad sobrepasaba por mucho hasta sus delirios más descabellados. La ciudad ardía. Pequeñas lucecitas incandescentes flotaban en el viento y llovían sobre sus cabezas, sería una visión casi idílica de no ser por el hecho de saber que se trataban de las cenizas de los que fueron sus hogares y también de algunas personas que quedaron atrapadas en la zona de la explosión. Un cráter de tres cuartas partes el tamaño de todo Morroc ocupaba ahora lo que fue el centro de la ciudad y sus alrededores, y en él un vórtice negro como la más oscura de las noches giraba y giraba abriendo un pasaje hacia lo más profundo de la grieta donde hasta ahora había permanecido encerrado el Satán de Morroc. Cuando el demonio se liberó fue poderos y repentino. No hubo nada más que un temblor tres minutos antes de que todo estallara en caos y oscuridad. Zazoo había estado en las afueras de la ciudad cuando sucedió tratando de cazar algo que vender. Escuchó el estruendo ensordecedor del estallido, vio la luz negra completamente antinatural que engulló la ciudad, sintió la energía demoniaca de la bestia apoderarse del ambiente y a pesar del terror que lo invadió se vio obligado a correr de vuelta a buscar a sus padres y a su hermano menor. Él lo vio cuando entro en la ciudad, vio al demonio de la leyenda caminando por las calles de su ciudad rodeado de sus encarnaciones. Lo vio matar y devorar gente con la que nunca había hablado pero cuyos rostros le eran familiares. Vio a los escasos valientes soldados que se atrevieron a enfrentarlo ser aplastados bajo su poder. La ciudad estaba perdida y lo sabía, necesitaba encontrar a su familia y escapar. Su casa estaba del lado sureste de la ciudad. Lo suficientemente lejos del centro para evitar ser completamente barrida pero no para salir ilesa. Estaba en llamas y destruida, como todo a su alrededor. Las paredes y el primer piso habían colapsado y Zazoo no tuvo que buscar la puerta para poder entrar, pudo hacerlo desde el boquete que había quedado donde alguna vez estuviera la cocina. —¡¡Papá, Mamá!! ¡¡Marcell!! —gritó desesperado luchando por que le nudo en su garganta no lo dejara afónico. Tenía los ojos llenos de lágrimas aunque no sabía si era por terror, desesperación o enojo. Se movió con habilidad entre los escombros, levantando algunas trabes con las que podía solo. Pensó en gritar por ayuda pero de inmediato se dio cuenta de lo inútil que sería hacerlo y solo siguió buscando. Seguía llamando a su familia una y otra vez. Estaban ahí cuando se había marchado, mu madre preparaba la cena, su padre hacia las cuentas del negocio familiar y su hermano jugaba en su cuarto. Sintió un helado escalofrío recorrerlo de pies a cabeza al imaginarse su vida sin ellos, al empezar a sentir la terrible certeza de que quizás, si los encontraba, estarían muertos. Mientras rebuscaba entre los escombros escuchó nuevos clamores en la ciudad. El cielo se ilumino con una luz blanca enceguecedora y supo que la ayuda había llegado. Se escuchó el bramido de la bestia luchando contra sus poderosos y mejor preparados nuevos adversarios y el suelo volvió a temblar. Zazoo perdió el balance por un momento y cayó sobre una pila de cascajo, fue cuando escucho el apenas audible quejido debajo de sus pies. —¡¡Marcell…!! —exclamó y empezó a mover rocas y escombros, se ahogó un par de veces con la nube de polvo que levantó pero al final logro desenterrar a su familia. Estaban los tres juntos, sus padres cubriendo a su pequeño hermano de once años para protegerlo del derrumbe con sus propios cuerpos, con sus propias vidas. Zazoo intentó llamarlos, pero los ojos abiertos y libidos en el rostro de su madre hablaron por si mismos. Tuvo que hacerse de toda su fuerza de voluntad para poder moverlos un poco y sacar a su hermano de debajo de ellos y los escombros. —Marcell, Marcell no te mueras —le decía mientras lo acunaba en regazo y lo mecía como si fuera un bebé, como si eso fuera a protegerlo. Una parte de él sabía que debía salir de ahí y buscar ayuda para su hermano, pero el resto de su ser estaba completamente entumecido. Sus piernas no los sostenían, sus ojos no dejaban de llorar, sus labios no dejaban de rogarle a su hermano que se quedara con él. A su lado los ojos sin vida de su madre y la cara destrozada de su padre lo observaban con tenebrosa indiferencia. Sumido como estaba en si mismo no escuchó el clamor del demonio ni miró la luz que terminó con la batalla. La bestia fue enviada de vuelta a su grieta interdimensional aunque no había habido forma de volver a sellarla. Al menos no por ahora. Luego de largos minutos que parecieron años un paladín y un obispo, ambos en un estado lamentable (definitivamente tenían que haber estado en el frente) lo encontraron sentado en medio de lo que fue su casa mientras hacían una búsqueda de sobrevivientes. Los tomaron a él y a su hermano con ellos y los llevaron con el resto de los refugiados a la entrada principal de la ciudad, donde otros sacerdotes y sacerdotisas se ocupaban de atender a los heridos más graves y reconfortar a los más afligidos. Marcell fue atendido de inmediato y esa misma noche ya estaba despierto aunque aún bastante dolorido. Se quedaron muy juntos uno del otro mientras cenaban entre toda la demás gente que logro sobrevivir, Se tomaron de las manos, se abrazaron, lloraron. Marcell no dijo nada acerca de sus padres por que no era necesario, él mismo los había visto y escuchado morir mientras lo protegían. Zazoo tuvo que hacer fuerza y tratar de recuperarse. Su hermano lo necesitaba, y ambos necesitaban de Aldair, su hermano mayor que se había ido para convertirse en un Caballero Runico. Estaba convencido de que cuando escuchara lo que había pasado en Morroc vendría en su auxilio, vendría para ver que estuvieran bien, que sus padres estuvieran bien, vendría para ayudarle a cuidar de Marcell; pero Aldair nunca apareció. Lo esperaron durante días mientras se las arreglaban con lo que tenían para volver a construir su vida sobre las ruinas de la anterior. Esperaban que en cualquier momento los sorprendería mientras ellos intentaban rescatar lo que podían de lo que fue su casa, pero no sucedió. Fue el paladín que los rescató la noche del desastre quien les ayudó a montar una vivienda provisional y quien les ofreció su ayuda y protección. Zazoo no tenía planeado vivir a expensas de alguien más. Si ni siquiera su propio hermano mayor se había tomado la molestia de preocuparse por ellos no había razón para poner esa carga sobre un desconocido bondadoso. No obstante, aunque él rechazó la oferta si le pidió que tomara a Marcell y cuidara de él hasta que fuera capaz de hacerse fuerte y cuidarlo por si mismo. Al pequeño niño no le hizo gracia la idea pero Zazoo le dijo la verdad: En su actual condición jamás podría cuidarlo y darle lo que necesitaba. —Me hare fuerte pronto y volveré por ti. Nunca te abandonaré, Marcell. De esta manera Zazoo se despidió de su hermano con promesas de visitarlo tanto como pudiera en Prontera, y él permaneció en Morroc con planes de hacerse fuerte sin importar los obstáculos que enfrentara. Terminó uniéndose al gremio de los asesinos y siendo conocido como el Escorpión Rojo. Marcell mientras tanto, sintiendo que no debía dejar que todo el peso recayera en su hermano decidió hacer algo por su cuenta. Aprendió a tirar con arco y a domar a las fieras y se convirtió en un gran cazador. Ninguno de los dos escuchó nada de Aldair en muchos años, cuando por casualidad o por destino, Zazoo y él se encontraron en lo que quedó de la ciudad de Morroc.
El Diablo
Autor: Diana Cruz  318 Lecturas

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