Tiene nombre de cuadernillo de poemas escritos con plumas de aves de corral; pero es una escondida aldea ubicada a la distancia de siete kilómetros de la ciudad española de Cuenca, siguiendo la asfaltada carretera que discurre, curvas tras curvas, bordeando la Hoz del Huécar, el principal afluente del Júcar, y que termina en el poblado de Palomeras, partido judicial al que pertenece, después de haber arrancado desde las cercanías del Puente San Pablo, junto al Seminario y frente a las Casas Colgadas que parecen retar al equilibrio para no caerse hacia el abismo. Molinos de Papel pero sin molinos. Algo así como molinos de viento que se quedaron en el recuerdo de las viejas historias gracias a una noble familia inmigrante que volvió de Cuba. Nombre romántico -con sabor a antiguo Romancero de Castilla la Nueva- de pequeñas infancias jugando, en las orillas del río, a baños intrépidos en los remolinos, junto a niñas risueñas que olían a espliego y avena.
 
Ya no está poblada la aldea. Murió el Tío Cruz, al que veíamos sentado sobre los riscos o caminando con las ovejas por los oteros y los prados, entre enebros y veredas que, a veces, se pierden junto a los viejos y retorcidos olivos resecos. Murió la Tía María, la de los patos y las gallinas ponedoras, con quienes marchaba, todos los días, desde su pequeño huerto hasta la capital y viceversa; en un camino lleno de palpitantes traqueteos del carro que arrastraba la vieja mula. Murió Doña Rufina, la abuelita de las infancias de los infinitos paseares por las costanillas, con el pañuelo anudado en el moño. Y murió la Otilia y el Notario, y Don Pancho... murieron ya la vieja maestra, el boticario, el cura, el ingeniero... murieron casi todos y ya sólo quedaron el Benito y el Josele y unos pocos más. 
 
Toda la juventud de Molinos de Papel empezó a emigrar para hacer sus nidos en las ciudades del más allá... del más allá de los rocosos horizontes... y quedó abandonada la pequeña aldea y el frontón del juego de pelota y la escuelita y la ermita con su virgen dentro, cerrada la pequeña puerta de hierro a cal y canto, y la iglesia románica y las cochineras de los alrededores por donde se llegaba a través de los vericuetos arenosos y el panal de las abejas y, sobre todo, el recuerdo de los abandonados molinos que quedaron impresos en la memoria y la imaginación de los más viejos del lugar. 
 
Ya sólo en verano llegan los descendientes. Vienen de Madrid, de Valencia y de Castellón de la Plana... y entonces, esporádicamente, vuelven a brillar los colores del campo amarillo y los huertos verdes y el río parece que hace un último esfuerzo como queriendo volver a sonreír, con sus blancas espumas, a las esforzadas lavanderas.
 
Si alguna vez pasas por allí, haz un alto en tu caminar, detente un momento en el puente de piedra y asómate al petril. Deseo profundamente que encuentres y charles con un niño de tan sólo 7 años de edad que, con el alma blanca y desnuda de pecados, se baña en la poza columpiando su sonrisa en el vergel de la nostalgia, con los labios manchados de jugo de moras, escuchando a los jilgueros y escribiendo poemas sobre el agua dulce mientras muy cerca de él, en pleno carretero y junto a las tapias, batallan los moros y los cristianos durante las Fiestas de San Julián para después subastar las rosquillas de pan con anisetes y comenzar, al llegar la noche, el sonido de la banda musical que ameniza el baile bajo los farolillos y las coloristas banderas. Forma simbólica de hacerse universal mientras los pasodobles llenan la atmósfera y dan vida a la plaza donde el caño de la fuente sigue gorgoteando agua sobre el pìlón, allí donde los abuelos rondaban a las abuelas en sus años mozos.