El Paseo
Publicado en Aug 18, 2009
El sol comienza a insinuarse entre el follaje de los árboles, el cielo límpido y el aire primaveral, son razones, más que suficientes, para no quedarme en casa. Hoy dispongo de toda la mañana, aprovecharé el buen tiempo para caminar y disfrutarla. Me decido por una zona, no muy alejada del lugar en que vivo, pero mucho más próspera y elegante. Todo se ve perfecto, los jardines cuidados, las flores dispuestas en macizos, borduras, o macetas, en una variada y espectacular combinación de formas y colores. Los cercos prolijamente cortados, algunas glorietas cubiertas de rosas trepadoras, la naturaleza en todo su esplendor, disciplinada a la voluntad del hombre. Detrás de los parques, se levantan las residencias, algunas imponentes, modernas o clásicas, revelan la buena situación de sus propietarios. Me decido por esta. En la vereda, un banco de piedra, bajo la sombra de un añoso jacarandá, me invita a hacer un alto. La sólida reja que la protege, remata en el portón de diseño artesanal, de importante factura y dimensión. Detrás del prado, de un verde luminoso, se destaca la fachada, blanca, impecable. La puerta, doble, flanqueada por columnas cuyos capiteles sostienen el balcón central del piso superior donde tres grandes ventanales mantienen sus persianas cerradas. La espléndida mañana, realza la belleza y el encanto silencioso del lugar. Noto con cierta extrañeza la ausencia de sonidos familiares, voces, música, risas, lo que me lleva a pensar en los privilegiados seres, que habitan este paraíso. ¿Habrá niños que correteen por el césped? ¿Tal vez, adolescentes, que se reúnan con sus amigos para disfrutarlo? y los adultos... ¿Cómo serán sus veladas? Imagino una de esas noches de fiesta... la mansión iluminada, los autos que traen gente glamorosa, elegante...... la cena y luego bailarines que giran al compás de las melodías en el gran salón de la planta baja. No quiero arruinar este maravilloso momento con pensamientos negativos. Hago lo imposible para desalentar una inconfesable punzada de envidia que me acomete. En mi familia, toda gente de trabajo, no conozco a ninguno que haya logrado una situación desahogada con el fruto de su esfuerzo. Las últimas generaciones, pasamos por la universidad y conseguimos con sacrificios y privaciones acceder a un título, lo que fue una satisfacción personal y familiar, pero sólo nos habilitó para ganar el sustento, criar y educar a los hijos y vivir sin mayores pretensiones. Tal vez, no somos buenos para emprender negocios, o no sabemos invertir nuestro capital, en el poco probable caso de tenerlo. Lo cierto es que ninguno heredó propiedades ni fortunas, que pudieran cambiar radicalmente su situación, como algunos, que atribuyen el origen de sus cuantiosos bienes a un fortuito e improbable legado. Los argentinos, desde siempre, soportamos postergaciones y privaciones. La iglesia, que siempre estuvo del lado de los poderosos, aconseja aceptarlas con resignación y para consuelo de necios nos dice: Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico por las puertas del cielo. Debemos esperar a morir para gozar de la verdadera felicidad, que es despojada y es eterna. Mientras ese día llegue, veremos pasar la vida que otros disfrutan sin preocuparse de si van a pasar ó no por las dichosas puertas. Esa y otras cavilaciones ocupan mi pensamiento. No soy ambiciosa pero me haría feliz saber que mis hijos, pueden acceder, sin tener que hacer concesiones, a todas las posibilidades que ofrece la ciencia, la técnica y la información. Esos caminos que sólo están abiertos para algunos privilegiados, aunque deberían estarlo para todos, de esa forma cada uno podría encontrar el suyo. Por desgracia, no es así. Hay que poseer fortuna ó ser afortunado de tener un elevado coeficiente intelectual y una inquebrantable voluntad para no flaquear. . Es tiempo de regresar. Antes de irme, sería demasiada pretensión, de mi parte, ver a alguno de los felices seres, lo doy por descontado, que habitan este lugar de ensueño. Como respuesta a mi deseo, se abre la puerta principal. En una silla de ruedas, conducida por una enfermera, se balancea un cuerpo descarnado y macilento. La mirada triste y apagada, como pocas veces vi, recorre indiferente todo a su alrededor. Los huesos de las manos, trasparentes, sobresalen aferrados a los brazos de la silla. Físicamente deteriorado, es difícil atribuirle sexo y edad. Un lujoso coche importado, se estaciona junto al enfermo, el conductor baja y ayuda, con suma diligencia, a instalarlo en el asiento trasero. El rostro marchito y triste, sigue con su balanceo, cuando el auto pasa a mi lado, raudo, silencioso, impecable........ Haydée López Córdoba- R. A./ 68 líneas
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