Las sombras del encierro (fragmentos)
Publicado en Oct 12, 2012
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Ella misma reclamó mi compañía para enfrentarse al desastre en casa de su hermana, que se había cocinado por tantos años de penumbras, encierros y reproches silenciosos.  Allí sentados en el taxi, trataba de ponerme al día sobre lo que ella conocía y sobre lo que sospechaba de los sucesos; callaba por momentos, como lamentándose interiormente y al sabor de los recuerdos, volvía a hablar, suponiendo que me importaban como a ella, los detalles de la familia de la tía. En una de sus pausas, me quedé mirando su cabeza blanca sin recordar con precisión cuántos años tenía; pensé que de todas maneras eran muchos y no obstante, conservaba su vitalidad y todas sus facultades, en una alerta asombrosa.
 
Años atrás había enviudado y asistido a tantos funerales de familiares y amigos que su abrigo negro ya empezaba a lucir desgastado y ella misma se decretaba en soledad, porque sus hermanos y su gente, “se habían ido, uno tras otro, sin la más mínima consideración, dejándome entre un montón de nietos y bisnietos rodeados de compinches, que hablan con palabrejas raras, que se contorsionan como epilépticos al ritmo de lo que llaman bailes modernos cada vez más vulgares, que ignoran a Carreño, que se despeinan en vez de peinarse, que hablan de sexo sin recato alguno, que los varones quieren parecerse a las niñas y las niñas casi parecen varones, que si los aretes, los piercings, y los tatuajes, que los calzones escurridos, que si la ropa interior a la vista, que Dios sabe en qué pasos andarán, porque ya los muchachos ni principios tienen y han olvidado hasta el temor a Dios, en un mundo cada vez más perdido”, protestando con frecuencia, sin asignar culpables pero sintiendo que este, hacía mucho tiempo, había dejado de ser su mundo y envidiando con nostalgia a sus muertos. “Este mundo ha cambiado tanto, que ya ni la nostalgia sabe a lo mismo”, decía cuando quería entretenerse con sus evocaciones y el vacío de las ausencias.
 
La tía Matilde había sido la más cercana de sus hermanas; casi la había criado o por lo menos le había servido de guía para salir de la niñez y meterse atrevida en la juventud y luego, intentar equilibrarse en la adultez. Matilde era la mayor de las hermanas y su confidente, que siempre la invitaba a la prudencia como ejercicio de la piedad y como preparación para que “cuando les tocara rendir cuentas, el señor tuviera misericordia de ellas y les valorara todos los sacrificios sufridos en este valle de lágrimas”.  Se hablaban mucho por teléfono hasta que la tía empezó a perder el oído y las ausencias se fueron prolongando y espaciando desde unos cinco años para acá, al punto que solo se veían unas tres o cuatro veces al año cuando mucho.  De todas maneras, a mamá no le gustaba frecuentar esa casona de los últimos años, cuando la vejez de todos allá, acabó por deteriorarlo todo. Vito, Helena y la misma tía, andaban por la casa sin hablarse, a menos que Matilde tomara la iniciativa para recibir monosílabos a cambio.
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 La tía, también quedó atrapada con su consentimiento entre aquellas paredes y sus matas, que juntas testimoniaban silenciosas, historias, cuentos y chismes de familia, arropándolos con sus apellidos y sus olores. “Cada casa tiene su propio olor y su propio estilo de familia que es lo que le da su calor, por eso se llama hogar”, me había dicho mi madre, cuando de niño comparaba nuestra casa pequeña pero llena de luz y sol, con lo espacioso de las paredes altas y tristes de la casona de las Cruces. Los hijos de Matilde y Venancio, pretendieron liberarse de aquellos aromas y de aquel estilo de familia, cuando empezaron a irse para armar sus propias familias, tratando de construir otros ambientes y otros destinos; lo que no conseguirían del todo, porque iban marcados por la crianza y la costumbre. Sin embargo, siempre parecían rezagados en el ayer, como en un juego de armonía con su casa, sus muebles y sus espantos y por eso los mantuve en el recuerdo, como estancados en una foto vieja, de las que mi madre conservaba en su álbum de hojas negras. 
Así se fueron convirtiendo en recuerdos guardados y encerrados, que tomaban distancia con el tiempo, sin hacerle falta a la memoria del cariño, mientras yo iba armando mi propia vida al compás de mis propias equivocaciones.  Primero se fueron las primas mayores del brazo de sus maridos, como lo ordenaban las buenas costumbres de aquellos días. Años después, fueron desfilando uno a uno los varones menores, cuando llegaban a la mayoría de edad y decidían liberarse de la asfixia de la casona familiar.  Al final de las despedidas, sólo quedaron allí Matilde, Vito, Helena y Ofelia, apagándose poco a poco, cada quien al amparo de sus propias nostalgias, pareciendo que la parsimonia de sus vidas los hacía envejecer más rápido que a los demás mortales, como tratando de igualar la vejez de aquella casa. 
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 Los días de Matilde empezaban a cualquier hora entre las cuatro y las siete de la mañana; se levantaba más temprano cuando alguna pesadilla la dejaba sentada en su cama, presa de pesares y nostalgias que le arrebataban el sueño más cálido y delicioso de la madrugada.  En ocasiones la sorprendía entre las cobijas, con los ojos abiertos, el viejo tintineo del reloj de pared del comedor, que hasta el fin de sus días produjo una leve y cansada campanada cada sesenta minutos, anunciándole las cinco, las seis o las siete de la mañana, produciéndole un cierto malestar de conciencia que le duraba todo el día, en una interna y secreta acusación de desperdicio del tiempo, que como ella misma recitaba “los ángeles lloran”.  Hablaba a diario con sus matas del patio delantero mientras las rociaba y les quitaba los deshechos vegetales, “para que se vieran hermosas” y hablaba con Helena como si la tuviera permanentemente a su lado. Vigilaba el quehacer de Ofelia, compartiendo los ocasionales desvaríos de senectud precoz de la fámula, sus quejas contra Dios, los hados y los destinos, culpables según ella, de tanto designio disparatado en el mundo, hasta que se fue cualquier día, huyéndole a sus encierros.  La partida sin despedida de Ofelia, sin quien guardara la casona, determinó el encierro casi definitivo de Matilde, para acompañar el que ella misma había decretado para Helena, tantos años atrás, que ya nadie recordaba cuántos ni por qué.
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No recuerdo tampoco con exactitud, cuántos años habían pasado desde la última vez que vi a la prima Helena, pero si recuerdo que todavía hablaba, aunque solo fuera en las ocasiones de visita. Lo hacía de manera atropellada, como en un esfuerzo necesario de sus monosílabos, para meterse de alguna forma en su pequeña sociedad de las señoras de la familia o para no dejarse sacar del todo de aquel grupo de mujeres de negro, con cabezas emblanquecidas por los años, que todavía añoraban abolengos y tiempos mejores.  Habían pasado tal vez, veinticinco años o más, desde esa última vez que vi reunidas a las tías en la sala de mi casa, para tomar las onces con el pretexto de algún aniversario y allí estuvo Helena. Desde entonces yo había diseñado y seguido otros caminos que se apartaron del olor a los afectos maternales de las tías y sus alcurnias perdidas, tal vez porque no encontraba por esos días torcidos, una identidad para compartir con ellas mi vida de todos los días.  Esa tarde, aunque siempre las había visto en detalle, me quedé mirándolas para intentar descubrir la razón de los adjetivos que la familia les había colgado a lo largo de los años, que me parecieron demasiado pocos para guardar tanta historia, pero con muy poco qué decir para mi futuro de esos días. 
Sus ojos que eran todavía vivaces, redondos y pequeños, con la dificultad de permanecer posados en algún objetivo por más de diez segundos, desfilaban sobre las caras de las tías, saltando por las paredes, los adornos, las lámparas y los cuadros, yendo a caer en las piernas y los zapatos de las mujeres, acompasando el divagar de su cerebro, mientras el ambiente se llenaba de voces y voces, que se distanciaban y volvían a encontrarse, para volver a perderse en los temas y razones de cada una de las señoras.  Helena escuchaba entretenida el desorden de las conversaciones con el que había crecido; le parecía divertido y se sentía arrullada por el ronroneo de las voces, todas conocidas, todas tan familiares, que le regalaban temas para entretejer con sus soledades de todos los días, que ocupaba en algunos oficios domésticos y en tareas auxiliares de costura para su madre, mientras escuchaba las radionovelas desgranadas una tras otra, todas las tardes, de lunes a viernes, viendo el tiempo pasar y esperando que le llegara su turno de vivir su propia novela, donde habría de cobrar sus suspiros de toda la vida, con grandes dosis de felicidad, entre los brazos de alguno de los galanes de sus radio episodios. 
Todas hablaban al tiempo y con mucha frecuencia, algunas de ellas desviaban la conversación a otros temas y personajes diferentes, pero con un esmero de costureras magistrales, lograban meterlos en el cuerpo general de la conversación, que finalmente resultaba en un tremendo sancocho de opiniones, anécdotas, chismes pequeños, divagaciones y recuerdos, en el que todas terminaban participando, metiendo y sacando tema para nuevas disquisiciones.  Nunca se supo cómo hacían para entenderse, corregirse y comunicarse aquellas seis mujeres que atropellaban cada una, hacia adentro de la charla, su muy personal pensar y sentir del momento, aunque se distanciaran los temas y las ideas. 
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Cada tarde volvía a reelaborar sus sueños y a reorientarlos hacia cualquier tiempo futuro, con cada nueva situación que le regalaba su radiecito marrón de la RCA Víctor, heredado en vida de su padre y que la había metido en las vidas aciagas de Albertico Limonta, de su negra nana y de tantas otras almas sufridas, desparramadas por el mundo radial de las angustias, recalentadas por los tubos de vidrio al vacío del aparato.  Las sufría como propias y las sentía como una realidad cercana y aplastante, pero las aguantaba olvidándolas temporalmente, al ocuparse de otras tramas y otras angustias. Empezaba su tarde con los episodios de la “doctora corazón” y seguía saltando por los dramas y las tragedias, hasta culminar la tarde con las aventuras de Kalimán y Kabir el árabe, dos héroes que luchaban en dos emisoras distintas contra la adversidad y la villanía, lo que le infundía la certeza en su imaginación, que todos los imposibles eran posibles, hasta que a fuerza del encierro que le decretó su madre, su mente se fue perdiendo en las quimeras de los sueños, borrándole la línea entre la realidad y la fantasía, que terminó desapareciendo para ella, no se supo cuándo, porque desde mucho tiempo antes, todos en la familia la venían mirando como anormal y los anormales no tienen esa línea divisoria. 
 
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 Un día cualquiera, Ofelia mirando al espejo su trenza plateada mientras terminaba de asegurarla con una cintilla negra, se encontró definida y distinta; siguió contemplándose con la serenidad de los viejos y recordó las dos trencitas de cabello negro brillante, que traía cuando llegó a la casa, siendo todavía niña. Su madre se las había hecho una madrugada, mientras le daba instrucciones de comportamiento, el día en que su tía la trajo para la ciudad y se la entregó a las hermanas de don Venancio.  Se miró el rostro cuarteado por las arrugas que había recogido día por día y año tras año, al lado de aquella familia y al lado de Matilde.
 Pensó que cada arruga y cada cana, traían el recuerdo de algún disgusto tirado sin consideración por los rincones de la casa. Se calzó sus gafas de montura plástica que Matilde le había comprado para mejorarle la visión deteriorada por la edad y se acercó más al espejo. “Ya estoy vieja, vieja de verdad”, se dijo con una serenidad concluyente, sin amarguras. “Aquí se quedó mi vida. No tiene sentido quedarme hasta morir. Si me muero aquí -pensó- de seguro el patipelao no me va a dejar en paz”. Suspiró con la profundidad de los recuerdos de sus primeros años en la casa, de su hijo, de la indiferencia hiriente de Venancio, de la bondad de su patrona, de la chifladura de Helena, de los desplantes de los hijos de Matilde. Sorbió de su nariz las lágrimas de adentro, con una arruga que le llegó hasta el nacimiento de las cejas ya grisáceas y otras dos lágrimas inmensas se dejaron caer de sus ojos cansados.
Se dejó escurrir sentada sobre su cama y acarició con la palma de su mano la cobija de cuadros, pensando en su hijo.  Allí nació; en esa misma cama compartió con él su ternura de niño y le pudo regalar el cariño de madre que le quedaba después de dieciocho horas de oficios domésticos. Sobre esa cama lo recordó ya hombre y pensó que seguramente allí mismo, habían pecado con Helena.  Hacía tantos años de aquello, que ya su memoria vieja podía olvidarlo, sin embargo, lo recordaba con el mismo dolor y el mismo desaliento del primer día, cuando los sorprendió.  Lo extrañaba como si se hubiera marchado apenas unos días atrás. Tal vez nunca pudo olvidarlo porque siempre estuvo pendiente de su regreso o por lo menos de sus noticias, que jamás llegaron. Además estaba Helena, más chiflada que nunca, recordándoselo. Suspiró de nuevo, profundamente, para recoger del ambiente sus nostalgias y decidió que ya no haría más oficio ni más compañía en aquella casa.
Había llegado por fin, la hora de su partida. La había esperado paciente por muchos años y había perdido la cuenta de cuántos, pero por fin había llegado y su corazón se lo confirmaba sin argumentos ni razones.  Pasadas las diez de la mañana recogió la poca ropa que tenía, la puso en una bolsa plástica y sacó algunos billetes arrugados que guardaba debajo del colchón; calculó someramente su valor y los introdujo indiferente entre sus senos viejos.  Se quitó el delantal y se colgó su pañolón negro gastado por los años; anudó su bolsa y sin decir palabra, atravesó el patio trasero, el pasillo de la cocina, el patio de las matas, el zaguán y sin mirar atrás, salió de la casa y cerró suavemente la puerta sin despedirse de nadie.  Matilde sintió el sonido del portón al cerrarse, más en su corazón que en su sordera, y se levantó a mirar mientras se decía en voz baja “no va y sea que esta muchacha se haya vuelto a salir”. 
Caminó con la lentitud de la edad hasta el portón y lo abrió despacio, para asomarse luego y mirar hacia arriba y hacia abajo de la calle, donde dos niños jugaban con una pelota de trapo, en medio de la tibieza de la mañana de abril, que seguramente era anuncio del aguacero de la tarde.  Sólo hasta la hora del almuerzo la echó de menos, cuando el estómago le avisó que eran las doce treinta. La buscó por la casa, para encontrar finalmente el vacío de la soledad que dejaba una amistad de cien siglos. 
 
  

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Foto del autor ERNESTO MORA
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Descripción

Helena es un personaje de la vida real que me prest, sin saberlo,muchos rasgos de su vida, de su familia y de su casa, para tejer esta historia en que caben todos los encierros con sus oscuridades y sus medias luces.

Palabras Clave: Las sombras del encierro

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Relatos


Creditos: Ernesto Mora

Derechos de Autor: Ernesto Mora

Enlace: http://jernestomora.blogspot.com


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