LOS ESPACIOS INTERMEDIOS
Publicado en Sep 25, 2012
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Para escribir sobre esos lugares de clausura ocultos al trasiego, es necesario ser un escritor intermedio. Aquel era su caso. Era un escritor a medio camino de no serlo; un escritor en ciernes proclive al abandono. Pero, ¿qué son los espacios intermedios? ¿Dónde ubicarlos?, se preguntarán ustedes.  Nadie lo sabe con certeza; En consecuencia sólo se puede especular, y por eso nuestro malabarista de palabras especulará sin miramientos. Porque ni siquiera esos obreros de la prosa, que como él, pastorean a caballo de una ilusión mientras se encogen en el páramo de su propia incompetencia, lo saben. Ni siquiera ellos están en el secreto, y aunque ensayan respuestas al misterio con alguna ocurrencia literaria, la verdad es que ninguno de esos advenedizos pondría la mano en el fuego para refutar sus propios desvaríos.
Los espacios intermedios son como los agujeros negros, todo lo concitan y todo lo ocultan. Su densidad es la suma de los mundos atrapados en el laberinto de sus particulares telas de araña. Un espacio intermedio podría ser por ejemplo, el silencio que antecede al pronunciamiento de una mentira, ese erial sonoro tan lleno de connotaciones dispares que alberga más dudas que certidumbres, es sin duda un lugar sospechoso de «intermediatitis». Aunque para ello tengamos que estirar el lenguaje hasta inventarnos esa dichosa palabreja, intermediatitis: o lo que es lo mismo, la enfermedad congénita que padecerían los espacios intermedios. También podríamos citar como ejemplo de espacio intermedio, la holgura que hace castañear los dientes postizos en algunas bocas desafortunadas. Ese espacio entre la prótesis y el paladar que tantos pegamentos han intentado soldar en un abrazo fraterno, para acabar medrando en el fracaso. Hay algunos otros ejemplos posibles, y este relato intermedio trata precisamente de varios de ellos.
Lo que usted, amable lector, está leyendo desde hace unos minutos, en el supuesto de que tanta incongruencia no le haya hecho ya desistir, también pretende ser un homenaje a los mediocres con ínfulas, a los y las que cumplen con el peso de su trabajo diario, a aquellas cobayas que pululan en los espacios intermedios de la vida, dispuestas a ser carne de cañón en manos de algunos de sus avispados semejantes, ya sean estos políticos, carniceros, abogados, curas, militares, editores u otros depredadores de la floresta urbana, o rural, que en todas partes abundan. También es un halago indisimulado a esos escritores intermedios que, como Niamodo Arbucios, nuestro protagonista, viven con la atención puesta en el forro de la chaqueta, a decir verdad uno de los espacios intermedios más confortables.
Todo sucedió por primera vez, cuando Niamodo perdió el prólogo de su incipiente novela inspirada en el vía crucis de los patitos feos, por cierto un infortunado compendio de divertidas sandeces que nadie echará en falta. A pesar de que buscó y rebuscó entre los papeles que se amontonaban, más o menos peligrosamente, hasta las alturas del techo, cual estalagmitas alocadas, no logró dar con aquellas malditas cuartillas que tanta enjundia neuronal le habían consumido no hacía tanto tiempo. Y sin ellas, a modo de perro lazarillo que le iluminasen sobre el intríngulis de lo que debería venir a continuación, no habría continuación. Pero además, a medida que trasegaba papeles acumulados en sus diferentes etapas geológico-literarias, pues la manía de escribir historias le venía de niño, la poca información al respecto que acumulaba en su memoria sobre el mito del ánade repudiado, iba diluyéndose en el pozo de la nada, como aquel manoseado azucarillo que tantas veces había hecho lo propio en la taza del café. De manera que dos horas después de iniciadas las pesquisas, ya no recordaba ni una higa de lo que con tanto ahínco había estado buscando.
Pronto otro buen tema substituyó el vacío proyectado por aquella pérdida, atribuible a un Alzheimer que empezaba a hacerse notar, y se puso a escribir de nuevo frenéticamente haciendo sudar tinta a una de sus estilográficas baratas. «Los Espacios Intermedios», intituló a aquel batiburrillo de ideas confusas sobre los rincones más inaccesibles o descuidados, según se mire, de la vida cotidiana. Tras pergeñar un prólogo inteligente, grapó la cuartilla a su mesa de pino de Flandes en previsión a nuevas pérdidas y se fue a orinar acuciado por los envites de una próstata tiránica. Mientras el esfínter le proporcionaba un placer inequívoco y el amarillo triscaba camino de aquel encharcamiento de aguas menores, pensó en recluirse en un monasterio benedictino para meditar largo y tendido sobre las humillaciones del cuerpo.
Volvió a incomodarse frente al prólogo crucificado en la mesa de pino, y contempló aquella superficie mugrienta desbordada por muchas iniciativas literarias huérfanas ya de toda voluntad. ¿Sería este el caso de sus Espacios Intermedios? ¿Conseguiría deshilar toda esa madeja coagulada en su cerebro?  «En tierra de nadie», —se dijo a sí mismo, parafraseando quizá el título de su próximo engendro. «Primero es menester que hagas un listado de esos lugares que no son ni chicha, ni limonada» —volvió a oír a su voz interior reclamándole un rigor estratégico del que él carecía. Cogió un folio ya escrito por uno de sus lados, del montón de papel para reciclar, y empezó a consignar algunos espacios que respondieran solidariamente con la razón de aquel empecinamiento narrativo. «Tengo las traseras de los muebles, el hueco que linda con la pared, siempre tan lleno de silencios y pelusillas donde la pintura no amarillea. Sí, es un buen sitio para perderse si fuéramos capaces de plancharnos lo suficiente. Allí el aire está enrarecido, con bajos índices de oxígeno, pero sabes a qué atenerte porque llegas a conocer esa atmósfera tan constreñida como la palma de tu mano. Por eso no hay nada mejor para los ataques de ansiedad, que hacerse un hueco tras el armario e hibernar hasta la próxima primavera. Después de todo, poco más se puede hacer que dormir chafado de esa guisa tantos meses seguidos, solo, con tus solos pensamientos aguantando el flujo de tus necesidades biológicas como una globo a punto de estallar». Niamodo se sentía cautivado por el tema.
«También puedo contar con el envés de los cuadros y la anchura de su frontera, que delimitada como un sándwich vive de bastidores y muros. Allí los listos con posibles esconden la jeta de las cajas de caudales, y entonces ese espacio intermedio se convierte en un corredor engañoso entre la decoración y las letras del tesoro. Deja de militar en esta liga de espacios intermedios para convertirse en una trampa, en un disparate del disimulo, en un firme candidato a la violación con violencia o habilidad en las artes descerrajeras. Pero pensemos por un momento en que no todos los cuadros colgados de las paredes encubren las vergüenzas económicas del dueño de la pared. Pensemos que hay retablos, que amparan lugares incólumes a la avaricia, y que su espesor medido en milímetros es el equivalente al del clavo que lo sujeta al yeso, medido en la misma fracción de metro. Entonces, en la tranquilidad trastera de ese cuadrilátero la vida se sosiega y es posible imaginar un universo propio y amable. Allí también la pintura de la pared conserva por más tiempo su ufana compostura y sólo tienes que desbaratar sus amarres para averiguar que también las casas envejecen a buen ritmo. No descuelgues jamás esas ventanas al pasado, porque no sabemos nunca qué o quién duerme atrincherado en ese espacio intermedio. Se dio el caso de doña Severina, una mujer a quien una generosa herencia puso al alcance de su plumero la fortuna de un centenar de retratos evangélicos, y que al descolgarlos para atender a una limpieza postergada durante decenios, más de un millar de negros murciélagos, que dormían la bartola intermedia, llenaron la sala con sus aleteos infernales. Y eso antes de emprenderla a mordiscos con la señora, que a duras penas pudo defenderse blandiendo la herramienta de limpieza hasta que ésta perdió todas sus plumas de gallinácea, y tuvo que retirarse en deshonrosa huida saltando por la ventada. Por lo tanto, y en previsión de la veracidad de lo contado es preferible pegar la cabeza a la pared y escrudiñar con el ojo factible la posible ocupación ilegal del terreno, antes de iniciar cualquier maniobra perturbadora. Aunque mi consejo, —y firmó Niamodo Arbucios, para dar más énfasis a sus palabras—, es dejarlos como están, que además de ahorrarnos dinero en pintar la pared contribuiremos a la preservación del medio ambiente».
Tras otra pausa obligada para vaciar su incombustible vejiga, volvía del baño intentando subirse la cremallera, cuando al pasar junto a la puerta abierta de su dormitorio vislumbró otro de esos espacios ejemplares. Debajo de la cama entre los muelles y el duro suelo de gres se le apareció un universo polvoriento colonizado por extraños objetos que la desidia había convertido en islas independientes. Un libro mohoso de Zola, cuyo título gastado se refería al vientre de una ciudad ilegible, unos clínex espachurrados con mucosidades ya momificadas, un solitario preservativo de los tiempos en que rondaba el amor, algunos calcetines huérfanos de su media naranja, las zapatillas de estar por casa desaparecidas de su vista hacía ya tres inviernos, un trapo sospechoso de acoger poluciones nocturnas, y una foto en blanco y negro de una belleza de otro mundo que ya había pasado a la historia. De pronto no pudo más con el peso desorbitado de aquel estado de cosas, y aprovechó la presencia en habitación tan acogedora para dispensarse una reparadora siesta borreguera.
Despertó con sed de tinta y se encasquetó un poema maldito que no venía a cuento con la general cuestión que nos ocupa, y que por eso omito a pesar de que Niamodo amenaza con sacarlo a colación en el momento más impensable. Bien, nueva visita al excusado y vuelta al escritorio con el asunto en suspenso de los bajos fondos de la cama. «Espacio de temores ancestrales por ser un lugar factible al emboscamiento, no en vano su usual anchura permite encajonarse en él para acechar amores y/o perpetrar asaltos. Lugar de recomendable visionado antes de acostarse. Que quien es prevenido sabe de lo que hablo, pues nunca se está suficientemente a salvo de polizones cuando viajamos a pierna suelta por el tiovivo del inconsciente. Escuela también del amor, este espacio intermedio ha licenciado a más estudiantes del sofoco ajeno que las charlas paternas y sus dispensas. Cuántas primeras masturbaciones pueden esconderse en el ocultamiento de esta atalaya privilegiada, que tiene por música de cámara, el crujir de los muelles oxidados o el trinchamiento de las maderas laminadas. Cuántas confidencias oídas, cuántas historias de amor con los años marchitas, cuántos muertos salieron del palco acolchado superior dejando algo de sus particulares estribillos metafísicos flotando para siempre en esta atmósfera poco transitada. Si alguna vez me pierdo —escribió arrebatado Niamodo—, buscarme en los arrabales de mi cama, que allí mi momia descubriréis en posición fetal, abrazada a la nada».
Recordó sus años de niño y de cómo le paralizaba entonces el miedo.  Ese miedo, que chapoteaba en estas mismas tierras rastreras que ahora le merecían tanta elucidación, llegó a colonizar sus sueños de profundas pesadillas. Volvieron de nuevo las brujas infantiles a su memoria castigada por años de diazepam y no pudo reprimir un escalofrío. Gracias a aquellas musas del horror que creía inquilinas del subsuelo, se había meado en la cama hasta casi cumplir los trece. Pensó también en los ácaros del polvo, holgazaneando debajo de la cama, en la maqueta del Fort Apache que malvivía con sus soldaditos de plástico junto a la espada romana, el arco y las flechas de piel roja, la pelota de futbol o el Espirograf, aquel juego de la lógica geométrica con el que tantas curvas y recovecos intermedios trazó sin saberse aún escritor de lo absurdo. Por un momento estuvo tentado de volver al dormitorio en busca de sus orígenes, pero prefirió no tentar a la suerte y olvidarse de ese espacio fronterizo para hincarle el diente a otro menos comprometido, que ya parecía asomar la cabeza.
Así fue como el «negro» Niamodo, dicho no por el color de su piel sino porque tal era el oficio que le pagaba las facturas, pasó a exprimir sus exangües meninges atareado en otro espacio sublime. Uno poco conocido, pero fuente de no menos conflictos. Sin embargo, antes de enfrentársele volvió a visitar al señor Roca, el magnate de los sanitarios, con quien tenía una relación de amor y odio según la naturaleza de la interpelación e inclinado sobre la porcelana orinó copiosamente. De seguir por ese camino, o Niamodo Arbucios dejaba de beber agua como un cosaco para retar a su próstata o mejor le iría trasladar el escritorio al retrete y no perder tanto tiempo en idas y venidas. Pero entretanto, quién no se ha preguntado alguna vez en la vida por el aire, genuinamente apestoso, que acolcha de bondad ese reducto intermedio que es la distancia entre la punta de los dedos de los pies y la frontera vacuna de los zapatos. Ese es el espacio intermedio que salía en esos momentos de la chistera mágica del autor. «Un lugar de reducidas medidas pero a la vez infinitas pretensiones, no hollado jamás por mirada alguna. Por eso sabemos tan poco de este territorio dominado por la fricción de los dedos contra el calcetín, donde es aconsejable mantener las distancias con el cuero so pena de enfrentarnos a dolorosas rozaduras. No me cansaré nunca de repetirlo, los zapatos holgados y las mujeres prietas, —escribió con una expresión de picardía este escritor que nos ocupa Es preferible una talla de más que enfrentarse al lamento de los juanetes. Y a más talla, más espacio intermedio para deleite digital. Aunque también tiene sus riesgos caer en la desmesura, porque a fuerza de holgarlo terminaríamos convirtiendo a los calcetines en skaters cavernícolas y al espacio libre en atiborrado cementerio textil. Busquemos pues el equilibrio, de unos dedos sanos enfundados en unos calcetines quietos, gozando de una noche eterna y cálida. Y no menos importante, unas uñas aseadas que no sobresalgan como garfios de los cinco, porque cuántas veces, a fuerza de impactar se ha abierto una brecha en el cuero, y la luz ha dado al traste con el este espacio de silencio y sudor. Atención entonces, es una tierra delicada esta de la que hablo, una tierra inexplorada, casi virgen dentro de sus costuras monacales y el menor atisbo exterior sería una tragedia de dimensiones épicas. Todo el mundo sabe por experiencia del largo tiempo de acomodo, de las intensísimas negociaciones, del toma y daca interminable, de las aparentes derrotas y frágiles victorias hasta llegar al armisticio de las partes. Es un campo de batalla sembrado de durezas que antaño fueron sangrantes ampollas. Cuanto tiempo de andar con escozores hasta que ambos contendientes se rinden a la evidencia y la calma reina en el espacio intermedio».
En la cocina, husmeando entre los restos de la comida, llevado por un hambre ya canina, Niamodo dio con otro interesante territorio yermo. Varias olivas flotaban entre los fluidos de la ensalada con sus entrañas a la vista. Eran aceitunas mondas y lirondas, aceitunas deshuesadas, y allí el escritor atisbó en la ausencia forzada del hueso un cubículo intermedio que le hizo olvidar momentáneamente el hambre. Admiró el trabajo de la máquina responsable de cincelar con tanta precisión los límites físicos del espacio en cuestión, así como el sacrificio de la semilla por su mutis generoso en pro de la exaltación de la drupa comestible. «El resultado de esa combinación de factores convierte a ese habitáculo expedito en un firme candidato al relleno industrial con infinidad de posibilidades» Aunque a juicio de Niamodo, ninguna como la de embutir pedazos de anchoa por la angostura de su circunferencia superior; eso convertía a la humilde oliva en un manjar. Por el contrario le parecía una ordinariez optar por esas papillas de mil sabores, a cual más artificial, para acentuar un sabor ya de por sí único. Pero enfrentado al dilema de emancipar a aquellos frutos eviscerados a la luz de sus pesquisas literarias, tomó asiento frente a la mesa de la cocina y en una servilleta de papel empezó a garabatear lo que se le cruzaba por su mente. Proclamó a despecho de la anchoa que tanta salivación le causaba, las virtudes telúricas de aquel modesto agujero, obra del esfuerzo de la naturaleza para demostrarnos su poder de convicción. Acercó la oliva al ojo bueno para asomarse a su ventilada intimidad, cosa que logró con la última del plato ya que las otras dos corrieron peor suerte, a causa de la poca distancia que hay entre los órganos de ver y la trituradora que los alimenta. Nada vio en su interior, que de eso se trataba, pero intuyó un mundo de posibilidades, aunque todas ellas relacionadas con las artes culinarias. Pensó en la oportunidad de conquistar su oquedad con palabras de caviar, o experimentar con un cóctel de especies venidas de selvas recónditas, pero se decantó por insuflar vida en movimiento emparedando pequeños insectos necrófagos, que a su vez agrandaran el espacio disponible a base de horadar galerías de ventilación. Pensó en muchas otras cosas, y consignó algunas pocas en la celulosa poco antes de acabar con las últimas pruebas de su animada argumentación, mediante el procedimiento de deglutirla al igual que hizo con sus otras compañeras.
Cuando volvió a su mesa de escritorio después de otra parada obligada para atender a sus necesidades fisiológicas, Niamodo Arbucios ya había perdido todo interés por inmiscuirse en los espacios intermedios. Vio ante sí un montoncito de folios intrascendentales embadurnados de letrajos, algunos de ellos ilegibles a causa de sus recientes problemas con el túnel carpiano, llenos también de manchas comestibles más o menos apetitosas, y otros sembrados de simples goterones de tinta de su pluma estilográfica que ya perdía aceite por las costuras, y suspiró. Ese era su estilo, el mismo que lo había convertido en ese «negro» mal pagado que mendigaba una oportunidad en editoriales sin escrúpulos, en lugar de un novelista de fama. Todo le atraía, y en cualquier historia personal o periodística veía el desarrollo de un gran libro. La semilla de su propia trascendencia enraizando en la inmortalidad. Claro que no era capaz, ni por supuesto le interesaba, parir una novela al estilo de los best seller, porque él se consideraba una autor de minorías, un «Enfant terrible», solía decir en la intimidad cuando nadie podía cuestionarle las mentiras, «Sólo para paladares exclusivos» —subrayaba. Aunque sí soñaba continuamente, en terminar un libro que fuera interesante a criterio de ciertas masas no adocenadas por la industria editorial, que le garantizase una impagable anotación en Wikipedia. Sin embargo, su telón de Aquiles, el por qué de su estéril carrera literaria, era precisamente ese, la insolvencia por concentrarse en el tema, o dicho de otra manera, su atlética capacidad para saltar de un argumento a otro sin agotar nunca sus múltiples posibilidades. Sirva de ejemplo esta breve historia sobre los espacios intermedios, que ya descansa, junto con otros saltos al vacio, en lo alto de una de sus estalagmitas literarias. No tiene remedio y en el fondo Niamodo Arbucios lo sabe, pero eso no le impedirá que una nueva visión, esta vez la de una hoja de platanero flotando en la atmosfera del otoño, que acaba de cruzar por el rectángulo de su ventana, le subleve hasta tal extremo, que armado de papel y pluma lo intente de nuevo.
 
 
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Palabras Clave: espacios intermedios bsqueda escritor

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Relatos



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