Jueves 30.-  Desde La Campanella, de Niccolo Paganini, vuelan hacia mis manos centenares de mariposas de vidrio. Salpicadas unas por el sudor de las manos de Niccolo; otras, húmedas de rocío. Todas, hasta la más pequeña, cristal de luz calarqueña con el azul del cielo quindiano centelleando desde sus alas.

 Vuelan hasta mis manos. Su aleteo puntea el ritmo de La Campanella. Son las notas trasmutadas en mariposas. Por momentos, las mariposas convertidas en notas musicales. Y las gotas de sudor son otras tantas mariposas, surtiendo de aquellas. Mariposas de todos los verdes y combinaciones de estos con otros colores volando frente a mis ojos, sin llegar. No llegan.

 Como una prolongadísima escena en cámara lenta. Lentísima. No llegan aunque vienen hacia mí. Baten sus alas en un mismo punto. Es un vuelo sin término. No  hay lugar exacto del cual hubiesen salido ni otro hacia donde se dirijan. Las veo próximas a mí. Alargo mis brazos y abro mis manos porque una de ellas llega cerca. La atrapo.

Frente a mis ojos sucede la primavera. Primavera con mariposas verdes de vidrios verdes. Hoy también está verde la luz. Por mis venas debe correr savia, no sangre. ¡Dios mío, en tus manos encomiendo los verdes del Quindío y que se haga en nosotros, los poetas, según tu voluntad, pero después de los verdes, no antes!

 Total mariposa, total primavera en la mañana pluviosa de una región donde no existen estaciones, con esta mariposa verde en mi mano. La Campanella. Dios es primavera en La Campanella. El cristal, la seda, la luz, las transparencias y el amor, la compasión de la naturaleza hacia el ser humano, se resumen en millares de mariposas volando estáticas en un lugar de Calarcá: vereda La Virginia.

 Un ascendente camino que de la vereda La Virginia conduce a Peñas Blancas, santuario del  cacique Calarcá, histórico  líder de la resistencia indígena contra los conquistadores iberos, mohán de la tribu Pijao. Tal camino lo recorro, solo o acompañado, desde varias décadas atrás.  Las mariposas van y vienen mientras se escucha tal composición de Paganini. Suben o bajan pero no abandonan su sitio. No pueden salir del aquí ni del ahora.

En realidad ni van ni vienen, ni suben ni bajan. Están moldeadas en el paisaje. Han estado siempre ahí, desde cuando Dios las pensó. El místico sufí Ibn Arabi, me recordó: “Toda manifestación de Dios bajo una forma sensible, en el plano de la imaginación, exige una clase distinta de conocimiento, el único que posibilita  a un hombre la comprensión de lo que quiere decir Dios a través de esa forma particular”.

 Son mariposas y música que no acuden del pasado ni marchan hacia el futuro. Mis ojos, mis oídos y mi alma las admiten sin razonamientos ni demencias. No es necesaria ninguna técnica mística, ninguna oración, ningún mantra. Nadie es necesario porque la experiencia está ahí, siempre ha estado en ese o en cualquier otro lugar y no requiere de inspiradores sicotrópicos ni mucho menos de la bendición de gurúes o sacerdotes.

Esa bendición del paisaje, de Dios como paisaje, no depende de nadie. No pertenece a ninguna religión. No es producto de ninguna filosofía o dogmático sectarismo oriental u occidental. Músicos como Paganini dieron a Dios un lenguaje para que pudiera comunicarse con nosotros.
Embriaguémonos, buen Dios, y déjame llevarte de la mano por cuanto los hombres tienen de ti y por cuanto tienes de este barro material.

Las mariposas de Peñas Blancas danzan, a veces, con los compases de La Campanella. Las he visto. Me han convidado a su danza. He participado en su danza.