Las silenciosas palabras del océano, cerca de una fría yerba salobre de mar, invocaron el alma de todas las caracolas muertas.

 De aquellas que naufragaron en las playas, quebrados navíos de ámbar. Y de todas aquellas atrapadas por pescadores, para que develaran el sonido exacto, la insondable música de la vocal que me ayudara a componer la palabra para hablarle a las cosas, al mundo y a los hombres, revelándoles sin divagaciones el sentido de la existencia. La razón de la vida y de la muerte.

 Por la playa, con el zumo del sol en la frente y escurriéndose por mis labios, fui entonces hasta el fondo de la gota de agua y desde allí hablé.

Desde ahí hablé. Desde allí lo revelé todo, sin detenerme.

Desde el silencio, con el silencio y para el silencio, hasta cuando  con algas y conchas el océano ordenó que me detuviese.

 Todo estaba dicho. Fue en noviembre, el seis de noviembre  mientras se festejaban los anturios negros y el olor del limón verde.