Como era costumbre vino a las once. Con su perpetua desfachatez fue logrando, de a poco, un lugar que si bien sabía que jamás le pertenecería, tampoco era ello un verdadero motivo para, al menos, no alentar alguna ilusión.
Y en verdad podía decirse que tenía razón, porque así también lo demostraba su entorno.
Sin embargo, contrariamente a lo que cualquiera hubiera creído, mantenia oculto sus sentimientos. Siempre con la misma expresion en su rostro. No se mostraba como un ser feliz en absoluto. Muchos se cuestionaban a qué podía atribuirse semejante contradicción ya que, con tan solo pretenderlo lo hubiese obtenido.
Hasta que un día alguien se le acercó, saludó amablemente y con mucha delicadeza se animó a preguntarle:
–No es que en realidad me importe, pero con su permiso quisiera hacerle una pregunta –dijo.
–Hágala con toda confianza –respondió, como si supiera lo que vendría.
–¿Cómo puede ser posible que, teniéndolo todo, no logra ni siquiera parcialmente ser feliz?
–Es posible que en muchos aspectos tenga razón, pero sin embargo se equivoca –le dijo–, pues lo soy y mucho.
–No es mi propósito levantar alguna objeción sobre su respuesta, y en verdad mi insistencia radica en su contradicción porque... No lo demuestra. No es lo que se ve.
–Ocurre que, si lo demostrase, es decir, si todos ustedes pudieran verlo, ya no lo sería.