Stephen Crane consideraba que el misterio de la poesía es que un hombre pueda dirigirse al universo y este le responde. Para mí, partiendo de la idea de Crane, el misterio más profundo y que no es necesario explicarlo ni encontrarle argumentos para justificarlo, radica en que el poeta, a partir de cualquier evento, cualquier experiencia o cualquier palabra, se dirige al universo, al mundo, a Dios, a sí mismo sin esperar respuesta alguna, aunque formule preguntas trascendentes.
El poeta en un momento específico confía que el universo establecerá algún tipo de diálogo con él. Al momento siguiente sabe que el universo o un  insecto, para no ir tan lejos, son incapaces de responderle la menor pregunta. Ellos también andan formulándose las suyas. Y  no a ti. ¿Qué ha respondido la filosofía? Nada, sino filosofía. ¿Qué ha respondido la teología? Nada, sino teología. ¿Qué ha respondido la ciencia? Nada, sino ciencia, con el agravante que desde tales respuestas considera que no puede haber otras, que son los únicos caminos. Todo cuanto parecen respuestas son puntos suspensivos o comas en una progresión que carece de final. Y sin embargo el poeta se expresa, escribe, habla, grita, murmura, llora, insulta, se silencia o monologa, sin cansancio. Por todos los medios el pobre poeta intenta escapar del universo hasta cuando le sucede el milagro: el universo sigue igual dentro de sus cambios y su dinámica interior o exterior, pero el poeta tiene ahora la certeza de haberle escuchado intimidades, de ser un profeta, de haber recibido indicaciones personales y revelaciones para que las comparta con el estilo que desee.