CARTA CURSI PARA UNA MUJER INTELECTUAL
Publicado en Mar 08, 2012
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Lucero, mujer mía, luz de mi vida, amada por los siglos de los siglos, te escribo la carta más cursi de mi vida. En estos momentos me encuentro muy solo, en una habitación pintada del color del olvido donde se proyecta de manera indiferente el sol, parece a la luz mortecina dejado por tu adiós. Te voy a decir cuanto te recuerdo a través de estas palabritas poco relucientes. Ahora, aquí sentado frente al espejo donde se reflejan mis lágrimas de hombre sucumbiendo en la barca del dolor recuerdo nuestro primer beso. Sí, aquel día era el portento hecho realidad por el sólo hecho de saberte a mi lado. Tembloroso te observaba mientras degustabas una crema, la misma saboreada en el parque de mi niñez. Lucías un vestido amarillo contrastando con el amarillo de un pájaro silencioso y tierno, como eras tú en aquella ocasión. Hasta los árboles moribundos tenían la fertilidad del cielo cuando los mirabas con tus ojos de flamante azul, mientras tus labios volaban con la timidez de labios vírgenes hacia lo incasto de mi boca. Cuanto nos rodeaba se estremecía igual al aroma del verde en el ramaje del viento. Ejecutamos la carnalidad del deseo. Eras el oasis y yo el sediento. Fuiste agua. Agua amándome. Agua regando mi alma. Agua del sabor de la uva. Y me embriagué de tu ternura. De Lucero. De estrellas de mar y firmamento. Amada mía. Bebí el gozo del mundo en el receptáculo de tu hermosura. Escruté en mi espíritu la florescencia de tu existir. Tu beso fue el universo hablando lo radiante del amor. Eras la inocencia pura. Manantial de manantial.
Pronto te compartí la dialéctica del vivir. Me propuse explorar lo inédito de tu existencia desempolvando tu capacidad de asombro. Te di confianza absoluta, libertad total. Te hable del poder femenino. Te propuse decantar la palabra, el pensamiento mundano. Poco a poco te introduje en diversas filosofías, en distintas métodos para saborear la eternidad, de instante en instante. Dirigí tu atención hacia lo más recóndito del raciocinio. Permanecías atenta, como si estuvieras urgida de llenar el vacío de tu acontecer agreste. Te di a conocer el orgasmo a través del Sexo a la Súper Conciencia de Osho. Te comuniqué la felicidad de hacer el amor compenetrándonos con el palpitar misterioso de la vida. Dios está en el sexo, opiné. El sexo es Dios, sostuve. Dios es óvulo y espermatozoide fecundado de la existencia total. Falo y vagina de la poética humana. Núcleo en el centro del sexo mismo, concluí. Reías, mientras yo gozaba el entorno demarcado por tu ser angelical. Ahora rememoro el deleite de nuestra relación sexual en la habitación cerca de donde estaba el guayacán. El viento se revitalizaba en amarillo, en trino pródigo. La demagogia no habitaba nuestras razones. Éramos el fluir absoluto, energía emancipada, potencia redentora de nuestra sangre.
Luego te conduje de libro en libro. Absorbías el contenido y lo blindabas de heterodoxias socarronas a tal punto de formular tu libre albedrío sin temor a caer en grandilocuencias propias del “cretino fosforescente”. Le fuiste dando a la expresión el sonido del cántaro arrojado contra el suelo sin importarte el eco retumbando en oídos púdicos. Con atención miraba cómo te convertías en una gran exploradora de tus neuronas. Te admiraba. Ya pertenecías a la casta de los inteligentes. Eras parte del zoológico intelectual del pueblo, del departamento, de la nación, del horizonte sin fin. Te volviste irreverente, autónoma, enemiga del diálogo sin tinte erudito. Encumbrabas. Entre tanto empecé a guardar silencio, a escuchar  con preferencia la plática del agua con la piedra en el río, cuando paseábamos por la ribera junto a otros instruidos en el menester de sentirse grandes racionalistas. Un día, en tus impulsos de persona presuntuosa por haber cogido la cola de la literatura, nunca el tigre de la sabiduría, me gritaste: Los cerdos disfrutan más del cieno que del agua limpia. Contuve mi aliento para responderte la afirmación de Heráclito de Efeso, la cual en tu boca me pareció altanera, pedante, con otro aforismo presocrático: La mujer es mucho más pronta que el hombre para la extravagancia, sin embargo dejé dormir tranquilo a Demócrito.
Ya no decías amor, sino lo ridículo del amor. Tu ternura se  fue por el sumidero de la insensibilidad. Dejaste de admirar el caracol en la vereda, la hormiga con el día verde encima, porque  pregonabas ser el camino, el árbol, la sombra y el peregrino a la vez. Ahora, ¿cómo decirte amor, si la magia del acontecer ya no existe entre nosotros? No obstante te sigo amando.
Aunque me encuentro escribiendo una carta cursi para una mujer intelectual, quiero recordarte la noche de la leche azul-cursi- azul como aquellas maneras de coger mis manos entre tus manos, para luego en el vaso de la existencia consumir la infinitud del abrazo. La desnudez de la noche acampaba en la desnudez de nuestros cuerpos. Extensión de piel de la noche, tú y yo y noche articulándonos. Noche donde con el brazo de tu cuerpo entero, con la extremidad de todo mi ser, nos abrazamos. Tú y yo éramos la noche, la noche, nosotros mismos.
La naturaleza se vertía con una tonalidad inmortal, concurría roja o del color de la avispa invisible rondando la mañana aquella cuando me comentabas de forma juguetona: Conozco un pueblo donde los perros se llaman Carlos. Los Carlos tienen una tienda. Las tiendas están en una esquina. Las esquinas quedan más allá de alguien de nombre Juan o Pedro. Las esquinas caminan hacia el perro, tienda surtida de ladridos. En este pueblo no hay personas, ni perros ni tiendas, ni esquinas, ni Juan, ni Pedro alguno. Es un pueblo merodeando por el mundo, acostumbrado a embriagarse en el mesón de las apariciones. Allí el único personaje real es la imaginación y por pura imaginación se deja llamar Carlos y no ladra. Y yo te respondía: Te amo junto a este árbol de fruto biche, desde la raíz hasta la redondez madura. Del espejismo a  la realidad del jugo. Desde el crepitar a la hoja germinando en cielo, donde se posan cantos frondosos. Bromeábamos. Nos disolvíamos en el cosmos, ante el cual giraba la tierra con su jaleo.
Exorcizamos el infinito. Al unísono nos dijimos: Estoy unido a mí. A quien pudo haber no sido. A mi sangre y mi esqueleto. Al día de la flor y al pliegue de mis años. Estoy unido a mis ojos y al viento olfateando la magia de la muerte. Estoy unido a mi colesterol y al mundo de mis palabras en sus esquinas. Estoy unido al alcohol y a la llama penitente, a la vela y al barco secreto de mis sueños, al mundo de mis testículos y al esperma deambulando en polvo eres. Estoy unido a mi levedad yendo hacia la raíz, al adiós de tu cuerpo recién vestido. Soy la calma y la tempestad.
Como sé de tu nueva postura respecto al amor, de tu lógica caricaturizando un asomo de ternura, permíteme por un momento embadurnarme de disertaciones relacionadas con dicho sentimiento: Al estar a tu lado sentí mi corazón palpitar a toda prisa. “La presión arterial sistólica subió”. “Se liberaron grasas y azúcares aumentando mi capacidad muscular”. “Se generaron más glóbulos rojos mejorando el trasporte de oxígeno por mi corriente sanguínea”. Alarmado averigüé con el médico, encontrándome en perfectas condiciones. Recurrí a exámenes endocrinológicos, leí sobre la “dinámica química, arrastrando las endorfinas” y supe de los anteriores síntomas como “descargas neuronales y hormonales” procreadoras del enamoramiento. Estoy inerme ante la ciencia del alma… ante el alma de la ciencia.
Escribo la carta más cursi de mi vida: Te amo mujer primera, primitiva esencia de mi pasado. En retrospectiva descubro la misma luciérnaga de un lunes imponderable iluminando tu cuerpo inexperto, tus vocablos inocentes, el aura de tu risa, gozo. Gozo sólo la saudade del amor. Hoy es jueves o domingo, poca importa. En el firmamento las nubes dibujan hombres melancólicos, en especial a uno semejante a este ser irreconocible por tu memoria.
Ayer te aprecié dando una conferencia en la biblioteca más importante del país. Estabas frente a un auditorio de grandes pensadores, con un público atento a tu intervención, exponías acerca de un novedoso procedimiento de aniquilar el idioma burdo, el cual consistía en fraccionar este lenguaje en eufemismos para luego blindar la palabra con vocablos ininteligibles para el vulgo, dignos de ser llevados al criterio de personas de sangre azul como ella misma, y perdonen la falta de modestia no obstante me duele el mal uso del idioma manejado siempre por mí con el máximo purismo, concluiste. Quedé desconcertado. Miro en la gaveta  del nochero dos voces, aún frescas, dichas por la mujer olvidada por ti, la misma Lucero de ayer: Tú. Manifiestan: Te amo. Enunciado puro, no despedazado, dicho por alguien sin arribismo alguno.
Por último, en esta carta cursi para una mujer intelectual, no te culpo por tu arribismo, por tu particular forma de manejar el saber, no. Sólo reflexiona. Está bien trascender el intelecto, yo mismo te revelé el camino, con todo es importante darnos cuenta de lo inconmensurable del conocimiento. Nos vemos dentro de unos años para rememorar la crema, el vestido amarillo contrastando con el amarillo de un pájaro silencioso y tierno, como eras tú en aquella ocasión, cuando los árboles moribundos tenían la fertilidad del cielo al mirarlos con tus ojos de flamante azul, mientras tus labios volaban con la timidez de labios vírgenes hacia lo incasto de mi boca, el estremecimiento de cuanto nos rodeaba igual al aroma del verde en el ramaje del viento. Cuando al ejecutar la carnalidad del deseo eras el oasis y yo el sediento. Cuando fuiste agua. Agua amándome. Agua regando mi alma. Agua del sabor de la uva. Agua extasiándome de ternura. De Lucero. De estrellas de mar y firmamento. Amada mía. Bebí el deleite del mundo en el receptáculo de tu hermosura. Escruté en mi espíritu la florescencia de tu existir. Tu beso fue el universo hablando lo radiante del amor. Eras la inocencia pura. Manantial de manantial. Son las siete y cuarenta, llueve, contesto el teléfono, eres tú averiguando el significado de: Te amo. Palidezco, ya has leído lo cursi de esta carta.
 
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Foto del autor Carlos Alberto Agudelo Arcila
Textos Publicados: 438
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Descripción

Sentirse persona trascendental por el solo hecho de alcanzar ciertas capacidades intelectuales - vale también en lo económico - demuestra el poco conocimiento de la existencia. La vida es generosa y palpita sin mezquindad alguna. La humildad es sinónimo de grandeza.El verdadero sabio se siente una semilla en el bosque sin fin.

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Categoría: Artículos

Subcategoría: Comentarios & Opiniones



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IRMA PERIBAN VILLA

bellas letra, agradable lectora,un placerr leerlas...saludos...irma periban villa----------mexico
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March 08, 2012
 

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busy