La gema amarilla
Publicado en Feb 08, 2009
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LA GEMA AMARILLA
  
Contaba yo con treinta y tres años por aquel entonces, mi esposa, María, y Marcos un pequeñín de tres, cuando el cartero arribó con una misteriosa carta.
La misiva provenía de una provincia del norte, de un estudio legal y contable de un tal Dr. Frank Norris.
Aquella fría mañana de un sábado de invierno, dispuesto a leerla, me arrellané en mi sofá favorito junto al calor del hogar de la modesta vivienda que rentábamos.
Su texto muy escueto decía: "Mr. Carl  Higgins. De mi mayor consideración: Tómese  Usted la molestia de viajar lo más pronto posible a Silver Tower City. Herencia disponible."
Firmado al pié y aclaración de la rúbrica, Dr. Frank Norris, abogado.
Di un respingo en mi sillón y lancé:
--¡María!....¡María.... somos ricos!....
Mi buena esposa acudió de inmediato, tal vez pensando que había enloquecido de repente, y con ojos intrigados preguntó:
-- ¿Puede saberse que es lo que ocurre?
-- ¡Es que recibiremos una herencia! -  exclamé emocionado al borde de las lágrimas.
Debo confesar en este punto, que en aquellos aciagos tiempos nuestra situación económica distaba mucho de ser floreciente, y mucho menos estable. Mi humilde empleo como vendedor de calzado en la pequeña ciudad donde vivíamos, sólo proveía un paupérrimo sueldo apenas suficiente para proveernos a los tres de las necesidades más básicas. Mi muy querida esposa, en más de una oportunidad, obligada se vio, y frente a aquellas apremiantes circunstancias, a  vender productos comestibles de fabricación casera puerta a puerta en la calle.
Cada tanto y con seriedad, discutíamos sobre la posibilidad de emigrar de aquel sitio que sin futuro nos tenía a ambos. Ahora y frente a semejante noticia, era de esperarse la tremenda emoción que había hecho presa de nuestros corazones.
Al día siguiente, decidido a no perder ni un segundo, solicité permiso para ausentarme de mi empleo durante toda una semana. Y provistos del escaso dinero que con mucho sacrificio mi esposa había ahorrado, luego de breves preparativos, emprendimos el viaje en nuestro desvencijado automóvil.
Aquel invierno fue muy crudo y con mucha nieve en los caminos,  de hecho, nos demandó interminables catorce horas aquel viaje. Pero gracias a nuestra ocasional buena fortuna, llegamos a destino casi sin contratiempos graves. Digo casi, pues durante el transcurso del mismo, en dos ocasiones, tuvimos que detenernos a reparar los neumáticos del viejo y achacado automóvil; el cual a decir verdad ya no se encontraba en condiciones de rodar el pavimento.
Silver Tower se trataba de una pequeña localidad campestre, lo que favoreció nuestra búsqueda del tal Norris. Preguntando un par de veces a ocasionales transeúntes, llegamos luego de un rato hasta la dirección indicada en el sobre de la misteriosa carta, y que correspondía a su estudio legal y contable.
Poco después, el pequeño y anciano hombre nos atendió amable, luego que su sesentona y coqueta secretaria le anunciara de nuestro reciente arribo. Su rostro mostró de inmediato una amplia y franca sonrisa, al anunciarme que había heredado una propiedad con todo lo que ella contenía; situada ésta en los suburbios del pueblo y propiedad de mi fallecida tía abuela Gertrudis.
Al mencionarlo aquel caballero, enseguida acudió a mi mente el recuerdo de tan agradable y bondadosa mujer. La última imagen de ella que guardaba en mi memoria, era la de una elegante mujer que rondaría los cuarenta años y cada tanto llegaba a visitarnos, además siempre, pero siempre, me traía algún valioso obsequio.
Sentí un poco de vergüenza al recordar estos hechos, pues pensé que tal vez había tenido yo una actitud ingrata hacia ella, debiendo haberla visitado por lo menos alguna vez durante sus últimos años. Pero, en fin, lo sucedido sucedió, y lo hecho, hecho está. Tal es  como decidí justificarme ante lo que a ingratitudes refiere y me achacaba la conciencia.
Nuestra imaginación, es decir la de María y la mía; volaron de inmediato evocando la imagen de alguna suntuosa y costosísima mansión, que luego y mediante su venta, acabaría con nuestro padecimiento  económico.
Norris se ofreció de buen talante a guiarnos hasta el sitio donde estaba la herencia, por lo que en mi automóvil trepamos de inmediato, y al cabo de recorrer un corto trecho llegamos a las afueras del pequeño  Silver Tower.
Minutos más, y Norris hizo que me detuviese frente a la propiedad heredada.
¡Ay que desazón nos embargó!
La casa en cuestión, aunque no pequeña en dimensiones, era muy antigua y de aspecto destartalado.
-- ¡En su época era muy linda! 
Quiso componer un poco las cosas el abogado, muy probable al percatarse  del cambio que se produjo en nuestros rostros.
-- Sí, puede que tenga razón, pero ahora.... - le respondí enseguida en tono de reproche.
El percibió enseguida nuestra intención subyacente, pues de tonto no tenía un pelo, y agregó sin perder tiempo:
-- Si ustedes me lo permiten, puedo ver de alguien con interés en comprarla.
-- Eso sí resultaría bueno. - acotó al instante María desde el asiento trasero, donde se hallaba sentada junto al pequeño y ahora dormido Marcos.
-- Por lo pronto descendamos para que conozcan su interior. - dijo Norris, intentando abrir la puerta de mi vehículo para salirse de él pero sin lograrlo.
Por más que tironeaba de la manijilla ésta no cedía. Presto descendí, y rodeando el automóvil logré abrirla desde afuera.
-- Je,je, estos automóviles.... - dijo en forma condescendiente.
Enseguida imaginé a su otro yo diciendo: 
-- ¡Estos cachivaches viejos!
Llave mediante, nuestro anfitrión abrió la rechinante y amplia puerta principal de aquella casa. Encendió la luz de la estancia, y de inmediato quedamos asombrados.
A pesar de su triste aspecto externo, una gran sala central se mostraba muy cuidada. Una importante araña de hierro forjado colgaba del alto techo de madera, que con sus múltiples tulipas  iluminaba muy bien el sitio. Una gran mesa con su respectivo juego de sillas de robusta y labrada madera ocupaban un lado. Todos los muebles eran antiguos, pero cuando fuimos retirando las telas que cubriéndolos servían de protección, observamos su fina manufactura y excelente estado.
La planta baja de la casona, además de su gran sala central, poseía una cocina, un cuarto de lectura pequeño y un comedor diario. Escaleras arriba, un pasillo de gastada alfombra con arabescos en color ocre y negro,  brindaba acceso a tres dormitorios, un baño, y sobre el final, una escalerilla angosta conducía hacia el desván.
-- Ustedes miren bien todo, tómense su tiempo. Yo debo retirarme. Mañana por la mañana pueden concurrir a mi oficina y hablaremos sobre el precio de venta... ¿Está bien? - dijo Norris.
-- Está bien. - le respondí, luego de consultar con la mirada a María.
Ya se retiraba cuando de improviso se detuvo, y volteando hacia nosotros dijo:
-- Creo que querrán comer algo y tal vez dormir....esteee, yo no les aconsejo que lo hagan aquí, es una casa grande y fría; además de estar sucia, llena de polvo y telas de araña. Conseguirán alojamiento en el Holliday, es el hotel que está en la entrada del pueblo, además podrán comer en su restaurant. --
Hizo una pausa como pensando agregar algo, pero concluyó diciendo:
- Hasta mañana.
Luego de retirarse el hombrecillo, pregunté a María:
-- ¿Y? ¿Qué opinas?
Ella me abrazó y me dijo:
-- Con la venta de esta propiedad, mucho o poco lo que obtengamos, estaremos mejor que antes.
Le sonreí y le di un beso sobre los labios.  Tenía razón.
Hicimos una pausa para ir a cenar, y más tarde, al regresar, continuamos revolviendo en todos los rincones de aquella vieja casa, por supuesto en busca de objetos que pudiéramos rescatar antes de su venta. Pero por desgracia para nosotros, no había nada de gran valor, vajillas viejas, adornos, cuadros, etc, etc, etc.
Entonces, decidimos que la entrega se efectuaría con todo lo que aquella propiedad contenía; resultaría menos problema para nosotros, pues considerábamos un incordio cargar con alguna pertenencia hasta nuestro hogar muy lejos de allí.
Más tarde, habiendo hurgado en todos los rincones, aún no habíamos hallado la llave del robusto candado que cerraba la puertita del desván. Sólo faltaba investigar su interior y todo sería asunto concluido.
Sin embargo, por más que nos esforzamos, no logramos hallarla por ninguna parte, y por supuesto, no estaba incluida en el llavero que Norris nos había dejado.
Utilizando la punta de un pico que hallé en un reducido cuartucho de herramientas de la planta baja, que contenía además alguno que otro cachivache; forcé  el asa del candado que cerraba la puertita de aquel desván empeñoso en ocultar su contenido.
A tientas busqué el interruptor que encendiera alguna luz en aquel oscuro recinto, y luego de encontrarlo, una bombilla suspendida solo por sus cables sujetos al bajo techo, echó claridad a aquel sitio.
Dos pequeños ventanucos ovales daban hacia el frente, por los que probablemente, durante el día penetraba la luz del exterior. Un segundo más tarde, cuando echamos una mirada , descubrimos algunos muebles y enseres viejos que se hallaban apilados unos sobre otros en un rincón.
Por lo pronto, no había nada en aquel lugar que llamara nuestra atención. 
Consultando mi reloj, descubrí que ya era muy tarde y sugerí a María que debíamos ir al hotel a pasar la noche; además el pequeño Marcos ya se hallaba entre bostezo y bostezo.
Pero luego, y con el objeto de comprobar si no quedaba algo de valor, decidí dejarlos en el Holliday para luego retornar a casa de Gertrudis; deseaba echar una última y final revisión, pues por la mañana nos esperaba Norris en su oficina. No convenía demorar nuestro retorno, pues con escaso dinero contábamos para permanecer  en aquella localidad por más tiempo.
Un buen rato mas tarde, me hallaba yo revolviendo en el desván de la casona heredada, cuando descubrí un viejo baúl entre aquel revoltijo.
Hacia el centro de la habitación y con bastante esfuerzo, arrastré aquella antigüedad para después de abrir su tapa mediante un fuerte golpe que apliqué al pequeño candado que lo cerraba.
Me topé con una gran cantidad de pequeños objetos y fotos viejas,  se trataba con toda seguridad de recuerdos y souvenirs que mi tía atesoraba, y supuse que sólo para ella tendrían algún valor.
Un buen rato permanecí contemplando toda una colección de viejas fotografías; muchas de ellas de parientes conocidos por mí, otras, de personas que yo nunca lograría identificar.
Por fin, ya dispuesto a terminar con todo el asunto y retirarme para siempre de la casona, un misterioso atadito de vieja tela llamó  mi atención. El misterioso envoltorio, estaba prolijamente rodeado con una cinta de color rojo, que en forma apretada remataba firme aquel paquete.
Al desatar la cinta y desenvolver la tela, encontré dentro una pequeña cajita de simple cartón. La sorpresa de aquel hallazgo, despabiló mi mente y disipó el persistente sueño que empeñoso estaba en apoderarse de mí.
La sorpresa que me produjo su contenido, hizo que mis ojos se agrandasen. Apareció ante mí, una hermosa y llamativa gema de color amarillo ámbar, que tallada con múltiples caras echaba reflejos de oro.
Tal hallazgo me arrancó una sonrisa, pues enseguida pensé en su probable  elevado valor. Debajo de ella, lo descubrí al tomarla, un pequeño, añoso, y amarillento papel escrito con negra tinta y prolija letra que decía:
"Si me aprietas firme en la palma de tu mano, con sinceridad dentro de tu corazón, y  dices en voz alta que crees en mí; todo lo que tú des, con creces recibirás."
No supe que pensar al leer aquella frase y esbocé una sonrisa. Releí un par de veces sin saber muy bien a que se refería, tal vez por la avanzada hora que era y producto de mi cansancio.
La cosa es que, sin dudarlo ni siquiera por un instante; tomé la gema apretada en mi mano derecha y dije en voz alta:
-- Creo en ti .
Con sinceridad, debo confesar que sentí un poco de vergüenza al hacerlo, pues pensé que era ridículo y me sentí tan estúpido que eché a reír. Metí dentro de su cajita la gema, y con ella en el bolsillo de mi abrigo, partí echando llave y abandonando aquella casa para siempre.
Al día siguiente, acordamos con Mr. Norris un acomodado precio de venta para la casona, muebles y todo, y emprendimos el regreso.
Durante el largo viaje, no comenté a María en ningún momento  sobre mi extraño hallazgo. Sin embargo, mientras por la carretera y conduciendo mi automóvil me encontraba hacía más de una hora; recordé cierta pregunta que me había formulado como al descuido el abogado:
-- Esteee....y dígame Mr. Higgins...¿No encontró algo que resultase de su interés en la casona de Gertrudis....y que quiera usted conservar?
Lo miré fijo un instante y le respondí que no, en lo absoluto. Noté entonces que en el rostro del anciano se pintaba cierto reflejo de decepción. El mismo debió advertir aquel cambio en su actitud, por lo que enseguida buscó cambiar de tema.
¿También buscaría aquella misteriosa gema?
No sé el porque, pero me cruzó por la mente la idea de que aquel viejo zorro estaba detrás de algo.
Antes de retirarme, no sé tampoco la razón, mencioné que también por mi cuenta buscaría un ocasional comprador para la casona.
En estos pensamientos estaba, cuando más adelante y al borde del camino; divisé una mujer que hacía señas junto  un automóvil que detenido sobre la nieve aparentaba encontrarse averiado.
La apenada mujer en cuestión tendría alrededor de unos setenta y tantos años. Muy agradecida por haberme yo acercado, según me explicó luego, hacía largo rato que esperaba que alguien la recogiera, pero no había tenido suerte y se estaba congelando. La pinchadura de un neumático, había sido la causa de su infortunado percance, y ella no tenía fuerzas suficientes para reemplazar la rueda desinflada por la de auxilio que se encontraba dentro del baúl.
Presto le brindé mi ayuda, y luego de solucionarse el problema, dándome un efusivo agradecimiento continuó su viaje.
Un par de días más tarde, mis sospechas con respecto a Mr. Norris se confirmaron. Habló por teléfono mostrando evidente apuro, y para comunicarme que los cincuenta mil dólares que habíamos acordado, ya le habían sido ofrecidos por aquella propiedad.
Desconfié de inmediato de tan rápida transacción, y enseguida le manifesté mi cambio de parecer, diciéndole haberlo considerado bien, y que por ahora no  estaba dispuesto a deshacerme de aquella propiedad.
Algo que no pude entender dijo entre dientes, luego, refunfuñó un poco y se despidió de manera breve.
Sólo dos días pasaron y Norris llamó de nuevo. Esta vez, y según manifestó, el presunto comprador había ofrecido la suma de ochenta mil dólares.
Mi desconfianza aumentó en aquel punto, respondiendo escueto y enseguida, que desdeñara la oferta. Deduje de inmediato que los compradores, o aquel astuto anciano, buscaban algo que yo ignoraba.
La propiedad carecía de un valor tan elevado, ¿sería posible la causa de tanto interés, la misteriosa gema amarilla?
No lo sabía.
Una semana transcurrió cuando se produjo un tercer llamado. Esta vez, manifestó Mr. Norris, que si bien no era ni remotamente el valor real de aquella vieja casona, y trató de convencerme de que aceptar sería un pingüe negocio, la oferta había trepado a ciento cincuenta mil.
Alelado escuché pronunciar aquella cifra. Entonces, me dije que tal vez él, era el verdadero interesado en adquirir la propiedad. Recordaba muy bien, cuando aquel viejo zorro había preguntado si no había hallado yo algo interesante en la vieja casa. 
Luego de pensar un poco, afirmé que por menos de doscientos mil no vendería.
Protestó durante un largo rato, alegando que dicha suma de dinero era descabellada y no sé cuantas cosas más, pues a decir verdad no le presté demasiada atención.
A la semana siguiente, volvimos a Silver Tower a concretar el negocio.
Luego de obtener aquella jugosa suma de dinero, adquirimos nuestra propia  casa y un automóvil más nuevo. No crean dejé de pensar en la realidad del poder de aquella gema, pues a ciencia cierta lo hice. Y durante todo el tiempo que me fue posible, repartí a diestra y siniestra, limosnas y grandes propinas.
El dinero, luego llovió a manos llenas.
Invertí en una modesta industria farmacéutica, la cual pasado un corto tiempo creció en forma vertiginosa y me brindó tremebundos dividendos. Con el gran capital amasado hasta ese momento, volví a invertir en otros negocios, resultando en más y más dinero en mis manos.
Al cabo de cinco años, nos mudamos a una lujosa mansión con jardines, tres finos autos importados en la cochera. Viajamos a muchos sitios que siempre habíamos deseado conocer, y nos convertimos en nuevos ricos.
Sin embargo y por desgracia, el tremendo y radical cambio que se produjo en nuestras vidas terminó afectándome.
Ensoberbecido por el poder con que contaba y otorgado por el dinero, me volví frío, especulador, torcido y sobre todo muy arrogante.
La abundancia me llevó a una vida disipada, desenfrenada de fiestas, exceso de alcohol y hermosas mujeres.
Una infausta noche, cuando pasado de copas me encontraba, y regresando solitario de una cena de negocios en la capital, pues en una antojadiza  decisión había decidido prescindir del servicio de mis dos choferes, quiso la fatalidad que atropellara y sin mala actitud de mi parte pues fue a causa del alcohol, a una pobre anciana que cruzaba la calle y no advertí.
Me detuve de inmediato para luego descender de mi lujoso automóvil obnubilado y a duras penas. Entonces comprobé su estado de inconsciencia, junto con graves heridas producto del brutal golpe recibido.
Voló mi mente a cortes y demandantes. A un evidente culpable en estado de ebriedad y a juicios que no deseaba.
-- ¿Y si tenía la mala fortuna que la anciana muriera? ¿Echaría por la borda mi flamante condición de rico? - pensé.
¡De ninguna manera lo permitiría!
Decidí entonces, que no estaba dispuesto a sacrificar tanto dinero en lo absoluto.
Eché un vistazo a los alrededores, y comprobando la ausencia de ocasionales testigos del luctuoso accidente dado lo avanzado de la hora, decidí huir del sitio lo más rápido que pude, olvidándome de la anciana y del trágico suceso.
Tan profundo había resultado el cambio producido en mi persona en los últimos años, que con sinceridad debo admitir, ni una pizca de culpa sentí por lo sucedido.
Olvidado creí aquel asunto, cuando un par de semanas más tarde y a través de un llamado telefónico, un hombre, que por supuesto no se identificó, me advirtió que si no le entregaba medio millón de dólares, estaba dispuesto a acudir a la policía como testigo del accidente del que yo había sido protagonista.
Evitando tomar decisiones apresuradas, manifesté estar de acuerdo; pero así mismo le dije, que llamase al día siguiente para ultimar bien los detalles de la entrega del dinero.
Debía darme tiempo para buscar una salida a semejante extorsión.
En efecto, al siguiente día llamó para concertar conmigo el sitio donde le haría entrega de la abultada suma. Sin embargo, otra jornada transcurrió, hasta que acordamos, luego de una breve puja por decidir en que lugar sería efectuada la entrega, hacerlo en la parada número  doce del subterráneo del Este.
Para él resultaba perfecto un lugar lleno de gente, evitando por supuesto, que yo pergeñara algo malo en su contra.
A la hora y sitio señalados me presenté, y él, al verme, se acercó temeroso. Su rostro, aunque me resultó familiar, no pude identificarlo como conocido.
Un minuto más tarde, nos encontrábamos al borde del andén del subterráneo rodeados de gente apretujada, pues con toda premeditación yo había sugerido la hora de mayor afluencia de personas en aquella estación. Como así también mi cercanía al borde mismo de las vías por donde en pocos segundos más arribaría el tren.
Entonces, cuando sentí la vibración producto de la proximidad de aquel y divisé sus brillantes luces acercarse por la negra boca del túnel, estiré mi brazo ofreciendo el negro portafolios con una franca sonrisa en mi rostro. En ese preciso instante, cuando el maldito extorsionador extendió su mano para tomarlo, tremendo empujón le apliqué, por supuesto, luego de cerciorarme que la gente que nos rodeaba no reparaba en nosotros por estar pendiente del arribo del transporte.
El pobre cayó indefenso sobre las vías.
Sin detenerme para observar el resultado del fatal empellón, di con rapidez media vuelta y huí del lugar con disimulo. Luego, un ensordecedor griterío se escuchó a mis espaldas.
Debo confesar que, en aquel instante, sentí el compulsivo, irrefrenable, y morboso deseo de presenciar como aquel deleznable sujeto era descuartizado por el tren.
Me alejé con una sonrisa a flor de labios y por lo bajo murmuré:
-- Esto  te ocurrió por buscar problemas conmigo.
De manera definitiva y sin lugar a dudas, me había convertido en una persona maligna y sin escrúpulos. Claro estaba, que por aquel entonces no me daba cuenta en lo más mínimo del tremendo cambio sufrido.
Pero no terminaron allí mis problemas.
De la noche a la mañana y por cuestiones de la bolsa, cayeron todas las acciones que en inversiones tenía, dando por tierra con mis finanzas y con toda mi fortuna. Más pronto de lo que imaginaba me vi obligado a vender la mansión y los automóviles, junto con todas mis otras propiedades. Acabaron para siempre los viajes de placer junto con nuestra fortuna, y tuvimos que  mudamos poco tiempo más tarde a una casita sencilla.
De allí en adelante, las peleas con María resultaron cosa de todos los días y llegamos al extremo de agredirnos, cosa que antaño, resultaba  impensable. Descender de aquel encumbrado estatus, había sido terrible también para ella, pues al igual que yo, había cambiado en su forma de ser, convirtiéndola en una terrible y malhumorada mujer.
Una fatídica mañana, luego de protagonizar una agria discusión, me dirigí al garaje de la casa obnubilado por completo por la ira, y luego de poner en marcha mi automóvil, retrocedí con violencia.
Nunca, durante todo el resto de ésta miserable vida, podré perdonarme aquel suceso.
Sin advertirlo siquiera, arrollé a mi pequeño hijo Marcos de ocho años. Cuando me percaté de lo ocurrido, ya era demasiado tarde.
La defensa trasera había golpeado de menera fatal su cabeza.
Intenté quitarme la vida muchas veces, sin embargo, no tuve el valor suficiente.
Mi esposa María dejó de dirigirme la palabra. Permaneció encerrada en un total mutismo, y desde aquel desgraciado accidente, sólo odio hacia mí reflejaban sus ojos.
La pobre era consumida poco a poco por un estado de locura y silencio.
Un fatídico día, en circunstancias que me encontraba haciendo cuentas papel y lápiz en mano, en un intento de administrar nuestro escaso dinero; fue cuando de improviso, y sin que nada me lo advirtiera; clavó violencia inusitada sobre mi espalda una filosa cuchilla de cocina, para luego lanzar un desgarrador aullido propio de un animal salvaje.
Girando de inmediato, ensangrentado y con el atroz dolor que aquella herida me había causado, con inusitada e irracional furia incrusté en su ojo izquierdo, el lápiz que sostenía en la mano.
Por fortuna o por desgracia, la afilada hoja no tocó ningún punto vital y logré sobrevivir.
Pero María, cayó muerta al instante sobre el piso de la cocina.
Huí de allí enloquecido, abandonando lo poco que poseía, para transformarme más tarde en un insano prófugo de la justicia.
Dos años después, estaba yo convertido en un menesteroso, anónimo y mugriento que vagaba por las calles de una ciudad lejana. Así, un trágico día, trepando a un convoy ferroviario, perdí pié en el apuro por subir al tren en movimiento para caer bajo sus ruedas.
Estas, en forma inmisericorde, me cercenaron ambas piernas.
Mi vida ruin salvaron por un milagro los médicos de emergencias.
Tiempo después, recuperado de aquel horrible accidente, en mi destartalado sillón de ruedas que la caridad me había brindado, me desplacé hasta un cercano puente sobre el río, y a sus turbias aguas arrojé la maldita gema amarilla.
Aquella fuente de todos mis males. Y que como un idiota, por poder y por dinero, su culpa yo me empeñé en ignorar.
Amigo mío, si por mera casualidad la encontráis, olvida que la habéis visto; pues si no actúas haciendo el bien y por el resto de tu vida, ella te devolverá con creces todo lo que tu des.
FIN
 
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Descripción

Si por casualidad te topas con ella, por favor ignora que la has visto.

Palabras Clave: La gema amarilla

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Terror & Misterio


Creditos: carl stanley


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