Hay una verdad entre el cielo y la tierra
en el ocaso y la bruma. Una verdad existente
entre el alba y el rocío, en las lágrimas cristalinas
de la rosa púpura. Es una verdad de siempre,
de antiquísimas dogmas, de futuras visiones.
 
En el mar, en el antro, en la cruz de madera.
En la luna desnuda de placeres paganos.
En la roca, en las estrellas. En la muerte.
 
Hay una verdad que se eleva sobre el cristal
del prisma que refleja la vida. Está en las sombras
del misterioso duelo de las almas que vagan
los espacios etéreos. En el grillo nocturno.
En la alondra que canta su trino en las mañanas,
en la flor que se abre al suspiro del viento.

En el cardo, en el árbol que busca con sus ramas
el infinito vuelo del espacio profundo.
Ella sobrevive a los tiempos, perenne y despiadada
se yergue sobre todo, permanece indeleble
eterna en el abismo de su propio destino.
 
Esa verdad es pura, repetible y constante
multiplica el asombro de nacer cada día, de morir,
de existir, sin ella no habría nada, no seríamos
nada, solo simas de soledad y ruinas. Sin nombres
sin historias, sin dolor y sin gloria. Esa verdad
es solo un milagro imperfecto. Es... ser humanos.