LA CONSTANCIA DE CONSTANZA (Parte 4)
Publicado en Nov 25, 2011
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LA  CONSTANCIA  DE  CONSTANZA
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NOVELA  COLONIAL
(CUARTA  PARTE)
 
24 - RETORNO  AL  TUCUMÁN
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Serafín azuzaba entusiasmado los caballos que devoraban el camino, a paso lento de caravana a pesar de los esfuerzos del mulatillo. Como él se adelantaba de continuo creaba problemas en la caravana, y debía el carruaje detenerse aguardando al resto de la comitiva. 
El inquieto Serafín cual auténtico auriga, llevaba de regreso hacia la Merced del Valle de Punilla a esos dos elegantes Indianos, erguidos en sus asientos en el interior del carruaje: Don Lucas y Don Fernán. El primero, un indiano occidental, y el segundo un indiano oriental, súbditos españoles de ultramar. Y el vanidoso mulatillo creíase jefe de una empresa dispendiosa pues durante aquel tiempo de gira por el Alto Perú no le faltaron paseos, convites y confites. Fue el suyo un sueño cumplido de auténtico auriga, y cantaba feliz sacudiendo su bolsa con monedas de plata recibidas como premio a su buen desempeño.
El paisaje variaba de ornato en forma constante desde las planicies del Alto Perú, las posteriores quebradas cortantes, las selvas chaqueñas y ese salario impresionante que preludiaba el arribo a destino. A cierta distancia, las carretas que partieran con ellos vigiladas por arrieros gauchos de lanza y caballos, con ponchos al viento bajo el mando del capataz Eufrasio, movíanse ahora con una pesadez distinta. Cargadas de cueros secos y harina en ruta hacia el Alto Perú, regresaban ahora al Tucumanao llevando en su interior telas ñandutí, platería, mobiliario, calzado y tejidos. Don Lucas pensaba en adelante llenarlas con sedas de Manila.
El carruaje privado de los Indianos escoltado por jinetes lanceros, deteníase numerosas veces esperando a la lenta caravana. De posta en posta. Frente a ellos en el asiento contrario del mismo, viajaba con ojo alerta y portando pistola en atención a las eventualidades del camino, el enorme mulato Fermín, guardaespaldas de Don Lucas.
Sobrio, callado, elegante y bastante dominante. Don Fernán había terminado por respetarlo. No discutirle nada y aceptar su despotismo protector durante el viaje, siguiendo el ejemplo de Don Lucas. Sólo Serafín siempre inconsciente, manteníase díscolo con él. Y el mulatón bajaba numerosas veces amenazándolo con su pistola.
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La tarde cuando arribaron Doña Leoncia hallábase bajo los parrales, nuevamente desnudos. Los sobrinos quiteños alborotaron alrededor del carruaje con sus gritos infantiles. Todo era quietud en la Merced, y transformóse en movimiento.
La ausencia de Constanza -quien aún residía en la ciudad de Córdoba junto a su tía Ifigenia- fue sentida con hondura por los viajeros. Cuca aprovechó el instante viendo la fatiga de Serafín, para ensañarse con él. Ante la circunstancia misma de hallarlo extenuado por el viaje, lo que proporcionaba un desahogo a su ira, dióle órdenes perentorias de aprontar carruaje para ir en búsqueda urgente de su niña... ¡Y el mulatillo agotado, la miró espantado! Ante la arbitrariedad intervino Don Lucas dejándose el apronte para dos días después.
Cuca, indignada, llorosa, ofendida y dolida, entró en el dormitorio de Constanza cambiando toda la cama y llenándola de ornatos normalmente guardados. Y dijo para que todos la oyesen:
-"Mi Constancita querrá ver todos sus recuerdos".
25 - AMADÍS  SALVA  A  ORIANA
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Al segundo día hubo que llamarla en forma insistente cuando amaneció. Hallábanse todo aprestados y sólo faltaba la niñera. Golpeada en su orgullo vistióse rápidamente. Al salir pudo contemplar con admiración a Don Lucas luciendo elegancias altoperuanas nuevas, pues él iba en visita de su prima Ifigenia. Don Fernán exhibía esa gola vaporosa y reluciente estrenada en Potosí. Fermín exhibía con aires de triunfo su novedosa pistola de mango labrado. Serafín aseado y lustroso, coqueteaba su librea nueva.
Cuca no sería menos que cualquiera de ellos, en ese día tan significativo para ella, tan especialmente aguardado. Entonces volvió al interior de la casa para buscar su atuendo más florido, que a Doña Leoncia le pareció inapropiado para la ciudad monasterio. Pero su opinión fue rechazada por Don Lucas, quien buscaba pacificar finalmente a la niñera. Conseguir de ella la aceptación de sus anhelos. Lograr la voluntad ulterior de su hija.
Don Fernán al verla subir al carruaje con aquel atuendo brillante decorado en rosas rojas, díjole muy ingenuo y sonriente olvidando todo lo anterior:
-"Esas sedas floridas son de Filipinas".
La mulata clavó en él su mirada de fuego, y el joven retrocedió dos pasos hacia atrás. Asombrado, temeroso, desconcertado. Pero fue retenido de los hombros por Fermín que reía a su lado, en su apostura de mulatón displicente, gigante y barroco, quien no guardaba reserva alguna hacia las miradas feroces de Cuca.
 
Doña Leoncia nuevamente despidió a los viajeros desde la galería. Esta vez su soledad duraría muy poco tiempo, y dispuso desde ese momento todos los preparativos necesarios para agasajar a Constanza. En la algarabía de ese amanecer los niños correteaban descalzos por no haberse vestido todavía. Para satisfacción de los pequeños sobrinos, los mayores parecieran haberlos olvidado.
El viaje fue alegre, más emotivo que el anterior para el joven Fernán. Se leía en su rostro una felicidad eufórica, como si se tratase de una empresa heroica para el paladín de Gaula, quien iba una vez más en rescate de la doncella Oriana, prisionera y amada por Amadís.
Camino. Posta. Suquía. En la sobriedad de las calles cordobesas, una vez que llegaron a la ciudad monasterio y universitaria, todos ellos bajaron completamente la fuerza de sus voces. El repiqueteo de los cascos de sus caballos volvióse más lento. En esa atmósfera de meditación, donde el tiempo pareciera no existir, descendieron cautelosos frente al convento de Sor Ifigenia.
Después de aguardar en una espera silente, apareció la "doncella prisionera", quien en realidad poco deseaba ser rescatada. Expresivamente alegre y jovial, con su piel de porcelana conventual, Constanza hizo estremecer a su padre. Y un temor a la repetición del pasado preocupó a Don Lucas. Comprendiéndolo... Sor Ifigenia tranquilizó a su perpetuo enamorado.
-"Tengo listo su equipaje. Me ha gratificado conocer a Don Fernán, es muy galante. Dejo en sus manos con sumo gusto a mi sobrina Constanza".
Ya no quedaba dudas, Amadís de Gaula había salvado nuevamente a Oriana. La religiosa observó gustosa la bella pareja que ambos jóvenes formaban. Constanza había adquirido una gracia de jazmín, como la fronda de los patios cordobeses que rodeaban lo aljibes, en los monasterios y los colegios. Embellecida por este período de descanso y aislamiento, se separó con efusión de Sor Ifigenia, quien despedíala como a una hija auténtica. La hija de su primo Lucas que también pudo ser suya, y que no dejaba de serlo.
El retorno fue cordial. La niña empero fue dueña de toda la circunstancia, habló mucho y escuchó poco. Manteníase apartada en un principio de su Amadís salvador, pero cual buena Oriana rescatada por el paladín de Gaula, comenzó a dirigirse a él dejándolo sorprendido. Y como toda jovencita que se sabe amada por un bello galán, mostró a todo el grupo que viajaba dentro del carruaje, un juego de coquetería muy femenina, que cautivó aún más a su enamorado filipino.
Las sierras recibieron a todos con su ceremonioso andamiaje invernal. Pero ya el sueño vencía a los hombres que aún no habían descansado plenamente de su gira por el Alto Perú, donde permanecieran por un largo tiempo. Y Don Fernán parecíale ahora a la niña, como una parte más de ese entorno familiar del cual había sido transitoriamente apartada. Era la consecuencia de la distancia. De las semanas. De los meses. De una lejanía adonde las emociones volviéronse diferentes.
La Merced en su conjunto, era ahora una sola para ella. Con todas sus nostalgias. No la de antaño, pero sí la misma que Constanza supo dejar un largo tiempo atrás.
26 - EL  AJUAR  DE  NOVIA
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Cuca y Constanza se hallaban nuevamente juntas. Los arcones con el ajuar de novia comprado en el Alto Perú, fueron abiertos por ambas solemnemente, en el dormitorio de ella. Cuca estaba fascinada. Iba extendiendo aquellos tesoros para adornar a su niña igual que antaño, como si jugase con una muñeca. Siempre continuaría siéndolo.
Pero cada vez que su mirada cruzábase con la de Don Fernán, ponía el gesto más agrio de su colección. Constanza en cambio estaba feliz, pues tenía nuevos juguetes y estos eran infinitos. Un baúl lleno de tules y encajes elegidos para ella por Fernán. Resaltaban ahora ciertas diferencias en la jovencita, luego de aquel tránsito junto a su tía Ifigenia. Una suavidad nueva antes desconocida en esta niña caprichosa, permitíale adecuar las maneras a un trato más amable con su Amadís. Y aunque en otros aspectos no exteriorizaba mayores cambios, expuso sonrisas antes que risas, frente a Fernán. Sin embargo su padre advirtió en ella, esa fortaleza decisiva que él siempre admirara en su prima Ifigenia, para mantener ideas firmes. Fue así que Constanza dirigiéndose de frente, a su enamorado, díjole: 
-"Rosendo vendrá... ¿No es verdad?"
-"Sí, tengo dada mi palabra. Es una condición que ya fue aceptada. Soy un caballero hispano y oriental, mantengo mi rectitud. Pero yo debo ir hasta Filipinas para ocupar su lugar de modo que él retorne por un tiempo a la Merced".
Constanza comprendió entonces que estos dos hermanos habrían de cruzarse, pero sin poder convivir juntos en adelante, debido a la herencia recibida. Sintió pena por ellos, separados ya en la infancia, pero era el único medio de lograr aquel enlace con ella, tan deseado por su enamorado. Los hermanos filipinos, hijos de Doña Leoncia, madrastra de Constanza, supieron encontrar a partir de su juventud muy distintas fascinaciones. Sobre su lecho de doncella que aún ocupaba junto a Cuca, la carta enviada por Rosendo felicitaba a su siempre hermana deseándole una hermosa fiesta nupcial. Además de ello en el mismo escrito, describíale aquel paisaje oriental donde naciera Fernán, adornado con entusiasmo por su gran fantasía personal. Rosendo no había cambiado dentro de él mismo, sólo había cambiado de escenario.
Fernán por su parte, oculto detrás de las persianas, observaba a la niña en su dormitorio fascinada con el ajuar de novia, sintiéndose feliz de haber llegado a sus emociones por medio de aquellos regalos. Veíala extraer cintas de los baúles, guantes, mantones, mantillas, flores de nácar, gargantillas de perlas y puntillas. Pero aún no sabía el apuesto galán, si su Oriana estaba encantada con el ajuar por sí mismo, o por él como su Amadís, como su benefactor. Don Lucas por su parte, estaba temeroso de un cambio repentino en la niña, la cual iba a convertirse en mujer sin serlo todavía. Pero sorpresivamente, la reacción de su hija era muy favorable. No sólo por su encanto con el precioso ajuar de novia, sino también por la conducta idílica que demostraba a su novio. La lejanía, la distancia y Sor Ifigenia, habíanlo logrado.    
27 - REGALOS  DE  BODA
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La Merced entera preparábase para la ceremonia nupcial y el gran festejo. Se ornamentó la capilla doméstica con un gusto altoperuano, de donde procedían las imágenes. Los lienzos de lino paraguayo bordados al ñandutí, muy blanco, cubrieron el altar. Fueron abiertos ocultos arcones en busca de los adornos mejor guardados. El cura Don Plácido disponía con minucia cada uno de los detalles.
Desde la semana anterior los invitados procedentes de las Mercedes vecinas, gozaban de la hospitalidad de Don Lucas y Doña Leoncia. Muchos halagos hacia la nueva pareja venían sucediéndose, como cópula nueva a formarse que ampliaba las esferas sociales del Tucumanao. Como una esperanza a la salida de su aislamiento. Como un homenaje de las viejas familias hacia quienes iban a generar nuevos horizontes, entre aquellos ricos y elegantes Indianos, autócratas, pero abismalmente solitarios en la Sudamérica del siglo XVII.
Don Fernán hallábase solicitado de continuo por cuantos encomenderos deseaban conocerlo. Mientras que Constanza era la mimada de todos. Los regalos de boda iban destinados a ella con preferencia. Y Cuca continuba adornándola con ellos a cada instante. Probábale brazaletes. Gargantillas. Zarcillos. Lujos diversos llegados como presentes de boda, y que la niña serrana sólo iba a lucir junto a los pájaros del arroyo, de donde no podría apartarse (en opinión de Cuca). Pero Don Fernán intervino con énfasis diciendo a todos, que Constanza luciría más adelante aquellos brillantes en las fiestas limeñas, adonde su familia materna deseaba conocerla.
28 - FIESTA  EN  LA  MERCED
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La mañana del día aguardado llenó los espacios de luz. El horizonte extendido de la sierra ofrendaba generoso su esplendor, y los aromos cubrían con copos de oro sus ramas mostrando el límpido escenario. La abeja reina iniciaba su danza nupcial perseguida por un cortejo de zánganos. Los venteveos cubrían de trinos la arboleda de talas circundantes.
Los polluelos se asomaban entre las alas de la madre, bajo la luminosidad matutina. La perdiz escabullíase con prisa atravesando los yuyales. Los guanacos escudriñaban a los visitantes extraños con desconfianza, desde el churquizal. La vertiente liberaba su energía al volcarse sobre la tierra para dar alimento a los helechos. En el retraso estacional de las sierras sometidas a fuertes ventoleras, la calma siempre llega con una intensidad casi embriagadora.
Apoyado en el marco de su enrejado ventanal, Don Fernán contemplaba toda esa armonía paisajística que habíase posesionado de él, alejándolo en distancia y tiempo de su Manila natal. Un colibrí de plumaje fosforescente transpuso aquel ventanal, atraído por el brillo del quinqué aún encendido, permaneciendo estático en medio de su dormitorio de soltero con un aleteo veloz, para retornar de nuevo al espacio irradiando colores.
En el extremo opuesto del caserón engalanado, Cuca intentaba despertar a la amodorrada novia. El mate de plata espumaba en sus manos azabache y Constanza no quería salir aún del sueño. Pero ya las guitarras del gauchaje comenzaron a saludarla ante su ventana, despidiéndola así de su última mañana de doncella -según tradición criolla- y la niña debió salir a la reja para agradecerles tantos buenos deseos.
A la mediamañana reuniéronse todos en la capilla doméstica de la Merced, y la ceremonia fue muy emotiva, llenando de la alegría los recintos. Constanza lucía con gracia su elegante vestido de novia y del brazo de Don Lucas acercóse al altar. La tía Ifigenia había llegado el día anterior con su coro de niñas, cuyas voces llenaron la ceremonia con hermosos cánticos religiosos. Dominaba al ambiente creado entre el conjunto que participaba, un hálito de ternura apropiada para una niña adolescente que llegaba al matrimonio.
Sirvióse más tarde el rico convite de almuerzo, postre y merienda, todo ello en forma consecutiva. La siesta fue recibida con placer por todos los participantes.  Afuera de la casa, a la noche, sobre los patios de tierra numerosos asados humeaban y los convidados de elegante atuendo acercábanse a ellos en busca del churrasco criollo, siempre preferido. Había cánticos folklóricos en el exterior, y malambos que ofrecía la peonada a los homenajeados.
La luna llena comenzaba a brillar en medio de la concurrencia, dentro de una noche calma y casi tibia. Los coyuyos y chilicotes mostraron su presencia. A la distancia el arroyo hacía cantar a las primeras ranas.
29 - NOCHE  DE  BODAS
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La noche caía mansamente mientras la fiesta continuaba. El silencio del monte era ignorado por los invitados. Las niñas del coro de Sor Ifigenia entonaron hermosos villancicos, como complemento fiestero.
Cuca llevó a Constanza hacia el interior de las habitaciones, para quitarle el traje de bodas. La peinó largamente. Untó sus manos con aceite de coco, suavizándole también la frente y las mejillas. Luego tomando un lienzo de lino paraguayo apenas húmedo, aromatizado en mistol, iría recorriendo sus blancas piernas y los brazos nacarados de la niña. Por último colocóle una bata color ámbar de seda asiática, dejándola finalmente sola en ese cuarto destinado a noche de bodas.
Constanza quedó allí sola, aislada, muda, estática. El tiempo parecíale infinito. La habitación estaba separada del resto de la gran casa, pero la paz del ambienta era invadida desde la ventana por el canto múltiple de los chilicotes. Como un susurro muy lejano, oíanse las voces de los convidados. Un débil candelabro expandía su luz suave en derredor a ella.
Lentamente, desde el fondo del pasillo interno, fue escuchando los pasos de Don Fernán que se aproximaba. Giró entonces la niña con temor su cabeza. Miró en derredor suyo comprobando, que aquel dormitorio no era el propio. Observó su atuendo de noche de bodas ...¡Y todas las imágenes primeras de rechazo volviéronle a la mente de un golpe!... Frente a ella un espeso cortinado de ñandutí ofrecíale la única alternativa de refugio. Con ágil rapidez se escondió en la pared, envolviéndose en el ñandutí. Casi no respiraba.
El joven novio, que venía caminando por el pasillo detúvose a la puerta en ese momento, tomando de las manos de Serafín la lámpara que éste portaba. Y entró con ella iluminando la habitación. El mulatillo en tanto, volvió por sus pasos para confundirse otra vez en el festejo. La intensidad de luz de esa lámpara aclaró toda la alcoba, permitiéndole ver a Fernán los pliegues del cortinado que cubría la pared desde el suelo al techo, debajo del cual se destacaba el bulto formado por la silueta de Constanza.
Don Fernán miró aquello largamente... Y por último se sentó en el lecho nupcial. Admirado. Inerte.
30 - SECRETOS  DE ORIENTE
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Tenía que jugar como Rosendo. No sabía hacerlo. Nunca lo hizo y menos con una mujer. Pero era la suya, la bellísima Constanza, desdeñosa, despreciativa... y ahora espantada.
Recordó en ese instante a Rosendo en Arica, cuando él lo dejara tembloroso en la borda de una goleta rumbo a Manila, custodiado por varios criados filipinos. Entonces no supo Fernán advertir lo que significaba para el niño adolescente y montaraz, crecido en la serranía cordobesa, ese cambio tan abrupto. No. Pues había dispuesto asumir su tutoría legal como una deuda de responsabilidad, con su familia. Como un deber. Pero ahora debía asumir su matrimonio plenamente, y era como tener de nuevo a Rosendo mirándolo, desolado, desde la borda del navío que lo llevaría hacia Oriente.
Sin embargo Constanza no lo miraba, estaba oculta bajo el pesado ñandutí. Y Fernán hallábase inmóvil también, como poseído por un encanto. El auténtico encanto de una hada poderosa que no le permitía ningún movimiento, y que habíalo paralizado. Pero pudo observar los ojos verdes de Constanza, observándolo al través del enrejado con puntillas de su escondite. Advirtió el repliegue de su aliento bajo ese cortinado, y Don Fernán estremecióse como antes. Como el día anterior de su partida hacia el Alto Perú.
Se preguntó entonces... ¿Dónde habían quedado todas sus energías viriles, redivivas y reencontradas dentro de sí mismo, en los fastos de aquella ciudad cosmopolita del Potoche?
Comprendió entonces que Constanza volvía a someterlo al temor anterior, porque le transfería el suyo propio. El temor de una niña aferrada a los juegos en búsqueda de dar continuidad a una tiempo concluido, con miedo de traspasar el límite que la llevaría a ser mujer. Era allí donde se centraban las angustias de la joven, y el sentimiento arrollante que lo inhibía a él. Don Fernán dejaba de ser frente a ella el galancete de Manila, que cautivara a las limeñas, y que había extasiado últimamente a una hermosa y codiciada cortesana potosina... para convertirse ahora en otro niño muy asustado y cohibido.
-"Dos niños pueden estar juntos ¿Pero cuál es mi juego"- pensó para sí
  Era éste su reto en aquel momento. Sus ojos azules miraban fijos los pliegos escarlatas del lino, bordado con ñandutí blanco. Era imposible ser indiferente a ese hermoso diseño indio, pero que ocultaba a su amada Oriana. Y como él sentíase un auténtico Amadís, debía rescatarla de allí.   
Allí estaba  Constanza  contemplándolo con su fantasía sobrecogedora. El no era ya para ella Don Fernán ¿Quién sabe quién sería? Tal vez un duende llegado desde el mar oriental. O un misterioso enviado de Pachamama para ser alojado en el corazón de la sierra, pero sólo en forma transitoria. Quizás no tuviera para ella todavía una identidad propia, y sólo fuese un ave migratoria que planeaba sobre la Merced, como los cóndores que Constanza veía todos los amaneceres sobre las lomadas.
Su mente fervorosa en imágenes serranas no le había dado todavía un nombre, y Fernán debería producir por sí mismo uno que le correspondiera y lo hiciese grato ¿Pero cuál iba a ser luego el juego para ofrendarle, afín a ella y posible para él?
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Continuaba inmóvil. Rígido como una estaca. Temía que un movimiento suyo rompiera en ella la incógnita y se transformase en una desilusión. Había llegado al punto de estar aún más asustado que Constanza, exhibiendo temor.
 Pensó entonces de nuevo en Rosendo, embarcado de improviso hacia Manila con su rostro de espanto. Pero ahora, viviendo el hermano menor emociones y novedades orientales habíase apartado, con ese natural encanto de la juventud, de estas tierras cordobesas que eran en cambio, para Don Fernán desde su arribo a ellas, toda la fascinación de lo nuevo e inesperado ...Como en esta noche de su boda.
Influía asimismo el contraste abierto entre indias orientales e indias occidentales, que a ambos separaban. Y en esta noche, en el cuarto nupcial ornamentado con lujo, ambos jóvenes se temían manteniéndose a distancia, cohibidos por un misterio que era indispensable develar y disipar. Un misterio escondido más allá del Océano Pacífico entre los oleajes saturados de perlas, donde ubicábase la dimensión de espacio que mantuvo todo el tiempo confundida a Constanza.
Pero era éste precisamente el encanto que ejercía Don Fernán desde su llegada a las Indias Occidentales: su hechizo de Oriente. Un misterioso y exótico Oriente hispánico que ornamentaba con sus sedas las salas, los tapizados, las alcobas, los hombros de las damas en sus mantillas, los abanicos, las galas de los caballeros, el decoro de los altares, los sayales de los sacerdotes. Y que estaba allí en presencia viva en aquella noche serrana de la provincia del Tucumán, entre los aromos espinosos de Punilla, bajo el abrigo del gran Virreinato del Perú... Lima los legislaba. Alto Perú los conducía. Córdoba los educaba... ¡Y ellos se temían!
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Cuando lo comprendió, Fernán se puso de pie. Fue acercándose al ñandutí y descubrió el rostro de Constanza abrazándola, pero sin quitarle el cortinado de lino que la envolvía. Apoyó su mejilla en la de ella, sin besarla. Luego la condujo tomándola de una mano, hacia el ventanal. Su brazo filipino rodeó la seda de Manila que contorneaba el cuerpo de Constanza.
El cielo sin nubes ofrecíales un manto salpicado de estrellas, donde la Cruz del Sur parecía homenajearlos. La noche continuaba y era de ellos. Don Fernán había dejado de temer a Constanza y de cohibirse frente suyo.
El era el hermano mayor de Rosendo, y también lo era en la emoción de esa hora, de ella. No podría nunca alterar ese sentimiento de comunidad, de coexistencia, de vínculo común dentro de una Merced. Debía pertenecer a esa Merced, a su tierra, incorporarse a la esencia de su Pachamama, o volver a Manila sin más esperanzas en el alma de la niña.
Cuando lo asumió, Don Fernán prodigaría sus encantos orientales logrando la pasividad de la joven. Como una nube envolvente surgió la exquisitez en medio de los temblores y lágrimas de ella, cuyo consuelo único en la soledad de ese curto decorado con lujo... era Fernán.
Finalmente la niña se abrazó a él, llorando en su hombro, porque sólo él estaba de toda su familia en aquel momento, a su lado. Don Fernán era después de esto parte de la Merced. Miembro de la serranía. Invitado a los juegos de Constanza... Y esa noche él le abriría los Secretos de Oriente.
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Foto del autor Alejandra Correas Vázquez
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Descripción

EN EL TUCUMÁN UNA BODA DE HIDALGOS CAMPESINOS SIGLO XVII

Palabras Clave: CONSTANCIA CONSTANZA

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Relatos



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