LA CONSTANCIA DE CONSTANZA (Parte 1)
Publicado en Nov 24, 2011
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LA  CONSTANCIA  DE  CONSTANZA
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(PRIMERA  PARTE)
(Novela Colonial)
1 - NIÑA  Y  NIÑERA
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Un hilo de luz se filtraba débilmente por el ventanal enrejado, despidiéndose del día. Sobre el arco de su bordado Constanza dejaba volar el pensamiento y una multitud de imágenes se interponían en sus recuerdos, como racimos cargados con coloración a verano. Afuera anochecía.
El círculo de sombras comenzó a proyectarse sobre el adoquín del patio  y lentamente Cuca, la rolliza niñera de la niña con florido atuendo, le retiró el trabajo de la falda guardándoselo con sus negras manos en el costurero de mimbre. Constanza no la miraba. No tenía el pensamiento en ningún lugar acostumbrado. Ella había partido en ensueño dejando allí solamente su cuerpo, y lo entregó mansamente a su niñera sin las acostumbradas protestas, ni recibir sermones.
Cuca sorprendióse al verla tan sumisa, finalizando por aceptar la situación de hecho. Quizás era preferible que su niña permaneciera en un ensueño y no volcando una tristeza indoblegable, que empañara de dolor sus bellos dieciocho años. Que le quitasen su capacidad de fantasías.
¿Qué habría de hacer ahora Constanza sin Rosendo en aquel rincón apartado de la serranía cordobesa del Tucumán?
Cuca meditaba en ello, mientras íbale cubriendo hombros y cabeza con las galas de seda color crema traídas desde Alto Perú. Luego puso el rosario de nácar entre sus manos, encaminándola hacia el patio como una muñeca de lana que flotara sin nervio. Cuca la deslizaba y la conducía mansamente como a un adorno... y la adornaba como a un juguete. Era su juguete. Su muñeca de carne. Siempre lo había sido.
Los ojos fijos de Doña Leoncia, madrastra de Constanza, no tuvieron imperio sobre ella. No los tomó en cuenta. La niñera continuaba guiando a su muñeca. Pero Don Lucas Vázquez de Acosta, el padre de la niña, enfrentó su rostro con el de Cuca en su forma imperiosa de encomendero de aquella Merced. Y sin un gesto ni palabra alguna, la mulata dejaría de danzar en torno a Constanza, sometiéndose entonces a ocupar su sitio dentro del conjunto de personas reunidas en el patio de la casona, bajo los parrales desnudos, que comenzaban en ese momento del Angelus a responder los misterios del rosario. 
Constanza movía los labios casi milagrosamente. La gauchos iban emitiendo su voz ronca. Los mulatos hicieron notar sus amplias voces. Doña Leoncia y sus pequeños sobrinos quiteños organizaron un coro único a esa hora infaltable de a Oración, junto al murmullo cautivante de los grillos. La grave cadencia de Don Lucas volvía a pronunciar los comienzos y el rosario por él dirigido, era ya más que un rito continuo, un verdadero ritual mágico para aquella peonada mestiza con raíces míticas, como broche final a las tareas día. Era el instante indicado para iniciar el descanso en esa apartada Merced del Valle de Punilla, donde todos vivían en comunidad.
¡Qué lejos estaba Rosendo! ¡Qué distante de todos ellos! Una ausencia sin espacio, en la dimensión infinita del tiempo y sobre la extensión de los caminos, que lo llevaban paso a paso, día a día, sin tregua ni retroceso, con una firmeza incontenible para depositarlo en las tierras del Alto Perú.
Rosendo se distanciaba. Se apartaba. Se alejaba. Cada mañana más, cada hora más, cada instante más, continuando su marcha ...mucho... muchísimo más lejos hasta llegar al puerto de Arica. Y allí embarcarse por el océano Pacífico hacia tierras orientales. 
Cuca miraba el rostro de Constanza sin disimulo. Ya no advertía los gestos de Don Lucas. No le afligía la mirada de Doña Leoncia. Sólo le importaban sus lágrimas que parecieran las únicas.
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La noche caía, infalible. Llegaba el reposo para todos igual al de siempre, como si la ausencia del joven sólo importaran a ella y su niña.
-"¡Cuca! ...Tranquilidad... la madre de Rosendo soy yo"- le dijo Doña Leoncia casi implorando
Pero Cuca lloraba. Era imposible contenerla.
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La casa entera reposaba. Constanza dormía. Abría los ojos y los cerraba. De sus labios partieron frases inconexas. Cuca quería hablar con ella, conversar con esa niña que estaba a su lado y no estaba al mismo tiempo. Que hallábase presente y ausente. Por último entró allí Doña Leoncia y dio una orden definitiva:
-"¡Cuca! ... Se duerme todo el mundo de inmediato o soy yo quien me quedo esta noche en el dormitorio de Constanza".
2 - REFLEJOS
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Los días pasaron como las cuentas del rosario. La Tormenta de Santa Rosa invadió en su polvareda las pircas, los corrales, las techumbres, los cortinados de ñandutí, los manteles de lino, los talas monumentales, el portón de quebracho colorado ... y los rostros gimientes de Constanza y Cuca.
Los días pasaban aplastados por el tiempo y los parrales brotaron en cada amanecer con una fuerza nueva ...Ya no se hablaba de Rosendo... ¡El Alto Perú y Arica parecían haberlo devorado!
El sol radiante del verano invadió las huellas sin su presencia. Las grandes cacerolas de terracota se llenaron con arrope de tuna. Cuca removía el negro y dulce contenido aún chirle, casi sin sentirlo. Ausente y chuzas sus ropas, mientras los pequeños sobrinos de Doña Leoncia, siempre inquietos, mortificaban todo lo posible a su alrededor pidiendo una cucharada.
-"¡Cuca!"- la llamó Doña Leoncia, como despertándola -"¡La olla está chingada y el arrope caerá al suelo!"
Cuca la miró sin ver. A través de los ojos transparentes de la madre, creyó contemplar aquéllos de Rosendo. Aún lo sentía pegado a su falda como antaño, siendo niñito, pasando su obscura mano de mulata sobre la cabecita de oro, mientras con la otra mano abrazaba a Constancita. Inseparables uno de otro en sus imágenes, no iba a renunciar a ellas. Eran entonces los dos muy pequeños y le pertenecían. En su mente nostálgica continuaba presionándolos junto a sí, acariciándolos como entonces, buscando todos sus escondites, retándolos por sus destrozos y negándose a aceptar esta ausencia presente, con toda la pasión de su sangre angoleña.
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Los días aumentaban la distancia de Rosendo. Cuca, quien no era afecta a los rezos, limpiaba con parsimonia el rosario de nácar de Constanza, conduciéndola ceremoniosamente a la hora prefijada, hacia el ritual de la Oración. Sus dieciocho años emitían allí un brillo entristecido, bajo el mantillón color crema de Manila. Y por las mañanas domingueras, al través de la rendija de la cocina la niñera contemplaba a su niña en el oratorio doméstico de la sala, dirigido por el cura Don Plácido, acompañar las preces de la familia.
Pero Constanza continuaba recluida, silente y muy pálida, el aire serrano casi no la percibía. Dormitaba de a ratos sentada en la sala. Su mirada perdíase más allá de los ventanales como hechizada por aquella imprevista partida de Rosendo, que repetíase en forma continua frente suyo. Para ella, los caballos aún estaban allí, lavados y lustrosos tirando de sus bridas. El carruaje pulido a espejo y muy negro. Rosendo hallábase todavía en la Merced con su atuendo de viaje y luciendo unas botas altas de cuero rojo.
Y todos los días, sin faltar ninguno, volvía a dirigirse hacia ella para repetirle la misma frase de entonces, de siempre, la última que le escuchara pronunciar. Esas palabras fijas en el pensamiento de Constanza como un revoloteo continuo:
-"Te dejo mirándome por un solo ojo"- y Rosendo sonriéndole subió al carruaje
Habíale dicho aquello en alusión a su párpado izquierdo hinchado por la picadura de un insecto, que sufrió Constanza junto a la vertiente en víspera de su partida, mientras ambos corrían juntos por la acequia en los bordes del monte silvestre. Porque todavía jugaban hasta ese momento. Todavía corrían. Todavía saltaban las peñas. Todavía cabalgaban en pelo. Todavía Cuca buscábalos para comer o dormir.
Era ese encanto, esa atmósfera impenetrable de un mundo sin edad, donde ellos dos permanecieran tanto tiempo y más allá de su margen, lo que realmente había concluido.
3 - NOSTALGIAS
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No bastaba con que Rosendo fuera en viaje hacia el Alto Perú. No interesaba que ahora bajo el radiante verano, se trasladara hasta Arica ...No... Nada de eso importaba. Aunque el Océano Pacífico abriera su magia ante él, aunque las olas marinas que Constanza no conocía ni conocería, bañaran su rostros. Aunque su piel serrana con aroma a peperina, adquiriese ahora el olor penetrante de las ostras ...No... Nada eso importaba.
No eran en sí mismas estas larguísimas rutas del inmenso Virreinato del Perú donde ambos habían crecido, quienes postrábanla a ella en un abismo sin retorno. Era que ellos dos juntos -Rosendo y Constanza- ya no retornarían a las peñas como antaño, brincando como los corderos entre el matorral agreste. Saltando por los churquis, resbalando entre las champas húmedas de la garúa.
Eran ellos dos, Rosendo y Constanza muy unidos, quienes no estarían nunca más en la voz estentórea de Cuca persiguiéndolos por el monte ardiente de la siesta y amenazándolos con las iguanas. Rosendo había vaciado un espacio ocupado por él, pero más que nada, era el propio espacio de Constanza el que ya no estaba presente allí como antes. Tal cual había sido...
Lo descubrió aquella tarde de la despedida cuando el sol se puso en la Oración. La Merced entera deseaba buen viaje a Rosendo, y allí estaban todos: La peonada gauchesca reunida en el patio con el sombrero en la mano. Los mulatos sobre la galería de la casona. Las chinitas con su rebozo. Doña Leoncia y Cuca, madre y niñera, embargadas por la tristeza del momento. El cura de familia Don Plácido humedecía el camino con agua bendita, y en su papel de encomendero Don Lucas dirigíale la bendición de despedida.
Todos ellos habíanlo visto llegar, crecer, jugar, reír, llorar, fantasear, cabalgar. Rosendo era en cierta manera, una pertenencia de todos.
Los caballos al partir dejaron sus marcas en la tierra rumbeando hacia el Camino Real. Un vacío extraño extendióse por la casa grande, por los puestos, los ranchos y valles, las chacras, los tambos, los chacos, por las lomadas completas de esa Merced cordobesa del Tucumán donde tanto tiempo viesen a Constanza y Rosendo unidos como a dos gotas de agua ¡Habíanse separado los niños que se negaran a dejar de serlo! Que rechazaban hacerse grandes. 
Fue allí entonces cuando Constanza adquirió conciencia de su nueva edad. Se descubrió a sí misma, advirtiendo en ese momento como una revelación escondida en el secreto de todos, que su padre depositaba en ella, su única heredera, una ilusión aguardada y justa. Pero Cuca y Constanza harían por el contrario, todo lo posible a fin de detener el tiempo. Por violar las reglas y sus márgenes. Reposaría la niña su cabeza en los obesos hombros de la mulata y buscaría su mano de azabache en los insomnios nocturnos, negándose ambas a dormir separadas.
4 -AIRES  DE  MANILA
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-"Aquí llega mi otro hijo"- dijo la altiva Doña Leoncia en una tarde de sol, sonriendo de felicidad
Cuca miró con gesto agrio y profundo resentimiento en sus ojos, a la madrastra de Constanza. La niña volvería su mirada observando la ágil figura sonriente de Don Fernán, que se aproximaba. Su apostura varonil invadió el ambiente con el exótico aire mundano de Manila.
Las tierras filipinas habíanlo devuelto por fin a los brazos de su madre. Era espléndido y apuesto. Una rojiza cabellera con barba vascongada en mosquete,  adornábale el rostro, enmarcado en una vaporosa gola. Separado de su madre desde la infancia, llegaba allí anhelante de este reencuentro. Y su espíritu arrogante en edad juvenil, encontraría en Don Lucas una paternidad que ansiaba, y que siempre supo faltarle.
Cuca y Constanza callaron. Bajaban sus ojos en silencio. Miraron expectantes el camino, como si nadie hubiese entrado por allí... Sólo un usurpador.
Don Fernán se incorporó a una familia que prácticamente, o totalmente, desconocía. Pero era agudo. Elegante. Traía un refinamiento oriental en el cual forjara su formación, con lujo de modales exquisitos. Y sus arcones estaban repletos de regalos en sedas de Manila y mantones suntuosos. Algunas perlas. Abanicos. Flores de coral. Figuras de jades. Y muy escondido adonde nadie pudiese advertirlo en esa familia tan católica, y menos aún los asistentes al rosario, ocultaba un pequeño Buda azul de porcelana que su ayo filipino le entregara en la partida para su protección. Y a este fetiche era un talismán precioso para Don Fernán. 
Los caminos se cruzaban. Ahora el mismo severo ayo filipino aguardaba a Rosendo, crecido con su madre en el Tucumán, el cual navegaba en estos momentos por el Océano Pacífico rumbo a Oriente. Y esperaba recibir al hermano menor de Don Fernán enviado hacia él para su educación. Pero para su sorpresa no recibiría a un joven, sino un niño que no había madurado, que no había crecido.
Los regalos de Fernán eran el mayor homenaje a su madre luego de aquella larga separación. Y como mayorazgo, quedó cautivado con el entorno familiar que halló junto a ella. En la fiesta de bienvenida fue recibido por toda la Merced, que de este modo consolaba la ausencia de Rosendo, el segundón que había crecido allí en tierras serranas cordobesas. Pero el recién llegado puso desde el principio cual joven galán, su atención en Constanza, y fue enamorándose de la niña núbil, inexperta, mimada y caprichosa, como si se tratase de la mejor princesa escondida en el castillo más guardado. De pronto en su corazón varonil sintióse como el propio Amadís de Gaula que venía en pos de la anhelada Oriana.
Nada emocionó a Constanza. Ninguna alegoría. Los galanteos de Don Fernán hiciéronle daño, para sorpresa del joven filipino. Ella manteníase alerta y distante. Ninguna fineza conmovió su sangre arisca. Fernán no cautivaba sus imágenes y la niña fue transformándose en una incógnita para el joven apuesto, donde el yuyal áspero de la sierra virginal que los rodeaba, semejaba cubrirla con formas misteriosas, cargadas de silencio.
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Don Fernán Días de Urquizu era dueño de los salones. Las doncellas de Manila lo atendían en sus danzas con gran deferencia. Y las cortesanas le abrían sus balcones. Pero ahora hallábase en casa de su madre -Doña Leoncia- muy lejos de su solar natal, donde todo era diferente a su escenario conocido.
Doña Leoncia era una espléndida y orgullosa limeña cuyos dos maridos la conocieron en Lima, en casa del Virrey, por sus distintos negocios. Una viudez de por medio y dos hijos del primer matrimonio. Uno con mayorazgo -Fernán- y otro sin él, el ausente y aguardado Rosendo. Una hijastra de su segundo esposo -Constanza- la núbil niña acompañada siempre de su niñera Cuca. Y varios sobrinos quiteños, quienes perdieran a sus padres a manos de los corsarios ingleses que asolaban el Pacífico Océano en las costas del Bajo Perú, y que esperaban crecer para volver a Quito. Todo este conjunto familiar hallábase tan próximo a la sangre del joven recién llegado, que Don Fernán no dudó ni por un instante en instalarse durante un tiempo indefinido, en aquella Merced apartadísima del Tucumán.
5 - ORIANA
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Habría de tardar el mozo filipino en advertir el rechazo de Constanza y el feroz repudio africano de Cuca ...Según ellas... El había llegado como un ladrón en medio de la noche implorando un vaso de agua. Reclamando su sed de los caminos en el sortilegio del verano. Agotado en su lujuria, para violar los recintos sagrados de aquellos valles cordobeses donde todo era honradez y pureza.
Nada podría hacer Don Fernán ante aquella conjunción de almas tan entrelazadas, para demostrarles que él llegaba en realidad cargado de presentes, como nuevo Amadís de Gaula en rescate de la amada Oriana, escondida en una Merced solitaria, sin contacto con el mundo. Que traía para ella arcones con sedas orientales. Que esos lujosos recintos de Manila y de Lima, de donde él procedía, eran en realidad bienes de alegres juventudes, de paseos decorosos y elegantes, que deseaba ofrendar sin retaceos a Constanza... una Oriana escondida en el valle de Punilla... ¡Cuca los adornaría con frases peyorativas y especiales!
La niña de la casa sólo advertía en el hermano mayor de Rosendo, una figura usurpadora que robaba todo el mundo del ausente. Que habíalo cambiado por él ...Un ladrón... llegado desde el camino polvoriento a robarle, su ensueño. Su juego inacabable entre las quebradas. Don Fernán le arrebataba su mundo y venía desde mares orientales a destruírselo. Era su verdugo. Las frases galantes del apuesto joven filipino que cautivaran poco antes a las limeñas, causaban pavor en Constanza, pues arrancábanla de esa niñez constante vivida en juegos junto a Rosendo. Y ella defendía ese espacio propio como un tesoro incalculable. Sus galanterías según la niña, acabarían con ella, quitándole ese sabor fragante a valle autóctono que era su identidad. Y mientras más esmerábase Fernán, observaba con mayor asombro a Constanza, cuya expresión de temor resultábale incomprensible.
Para este  joven mundano de Manila, que deleitara con esos galanteos hacía muy poco tiempo a bellas limeñas, a su llegada al virreinato del Perú, la niña de la Merced representaba una auténtica incógnita. Sus galanterías habíanle abierto las puertas de Lima, una sociedad colonial muy estricta, cuando llegó allí para conocer a la familia de su madre. Y luego de embarcar en el puerto de Arica a su hermano menor rumbo a Manila, depositándolo temeroso y desconcertado en la goleta que lo transportaría a Filipinas surcando el Océano Pacífico, arribó finalmente a la Merced en busca de su madre. Su cariño faltante.
Era ése su delito para Constanza y Cuca, la ausencia de Rosendo. Y ellas desoían todos sus homenajes galantes, viéndolo como a un impostor. La nueva Oriana del valle de Punilla no clamaba a este Amadís de Gaula como su salvador, y en cambio actuaba con capricho continuo exigiéndole infinitas minucias, que el galán filipino buscaba complacer con ánimo de conquistarla. 
6 - AMADÍS
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Pero Fernán Díaz de Urquizu se hallaba tan ausente de estos sentimientos negativos e inimaginables, de la niña con su niñera, que dedicaría largas horas a Cuca y Constanza, como un reposo dentro de la agobiante tarea que habíalo traído hasta el Tucumán.
Su arribo proporcionaba a Don Lucas una fuente comercial de gran importancia, que el encomendero consideraba indispensable. Era el lazo que podía reunir a esta apartada y productiva Merced del Tucumán con el gran consumidor de sus cueros secos: China. En aquel inmenso país de Oriente eran requeridos con especial interés los cueros cordobeses, para sus corazas en primer lugar (pues era un cuero espeso de varias capas) que guerras como las cuyas a espada, defendía a sus guerreros deteniendo los golpes fatales con mucha exactitud. También utilizados en monturas, calzado y mobiliario para la cultura china de su tiempo.
Y allí frente a China estaba Filipinas donde se realizaba la conexión marítima y comercial con gran eficacia. Por ella pasaban de regreso los mantones chinos que conocíanse como "Mantones de Manila", los abanicos y todas las sedas y sandalias chinescas utilizadas en las colonias españolas, como asimismo en la propia España. De esta forma Don Lucas veía con gran alborozo que sus viajes anuales al Alto Perú con su gran caravana, iban a contar a partir de aquí, gracias a la presencia de Don Fernán, con un cargamento importante de regreso.
Largas sesiones ocuparon a los dos hombres -aún de sus diferentes edades- y numerosas cartas partieron mediante el Chasqui. Las tardes se llenaban en estas tertulias comerciales y Eufrasio, el capataz de la Merced, fue convocado de continuo. El cual como buen gaucho presentábase sombrero en mano, haciendo tintinear la rastra con monedas de plata de su cintura, taconeando al golpe de sus espuelas labradas. Y con su porte de criollo altivo miraba intrigado a los ojos celestes de Fernán, sin emitir palabra alguna, por encontrarse frente a un desconocido, contestándole sólo con monosílabos.
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   Don Fernán no era solamente un joven de salones, y quizás no lo era en absoluto. Había quedado sin padre tempranamente, y muy tempranamente tomó las riendas del embarque con sedas de Asia, lo que constituía su herencia patrimonial. Su Mayorazgo. Pues los bisabuelos de este mozo llegaron a Filipinas un siglo atrás junto con López de Legazpi -cuando fundó Manila- y guipuzcoanos como él mismo, la sangre vascongada y emprendedora de los Díaz de Urquizu logró colocarlos al frente de una empresa naviera de exportación e importación, con toda la importancia que revestía dicha línea comercial para el Virreinato del Perú.
Filipinas no pertenecía a este Virreinato, manteniendo empero en los hechos un vínculo muy importante con el Virrey de Lima, que era la capital desde donde se regían los destinos del Tucumán con su apartada serranía cordobesa llamada "El Tucumanao" ¡Y aquí hallábase ahora Don Fernán! Asentado en el corazón de sus Mercedes junto a los cueros, la harina de trigo, la sal, el charqui y los vinos, todo aquello que era tan reclamado en Oriente ¡Y Don Lucas no iba a desaprovecharlo! Tantos años amparando los juegos de Rosendo, quien vivía como en un ensueño permanente, tendrían ahora con la llegada de su hermano mayor, una recompensa práctica.
  7 -INDIAS ORIENTALES E INDIAS OCCIDENTALES
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Rosendo era un soñador. Pero Fernán no soñaba. Y no podrían hacerlo soñar ni Cuca ni Constanza. Ni la magia africana y angoleña de la mulata, ni la fantasía serrana de su niña. Pero era este mismo contraste de herencia y de crianza dispar, lo que atraía al galante mozo filipino.
De pequeño, heredero de un rico mayorazgo, sin padre, fue retenido en Manila por sus tíos -como tutores legales- debido a su minoridad. Y como Doña Leoncia una vez viuda no pudo adaptarse al exotismo oriental de esa ciudad, regresando a Lima de donde ella era oriunda, su hijo mayor quedaría lejos de ella.  De este modo Fernán no pudo adquirir atavismos de convivencia con los pueblos de las Indias Occidentales. El era parte de Oriente. Pertenecía al imperio español asiático y lo manifestaba en sus maneras, en sus frases, en sus galanteos.
Con ancestros guipuzcoanos, común entre los herederos de aquellos navegantes que acompañaron a Legazpi en 1571 para fundar Manila, el tiempo pasó sobre ellos y sus bisnietos tenían ahora un estilo diferente. Una connotación oriental. Pero llevaban asimismo su sangre. Su alma vascongada, presente en Don Fernán. Un esplendor físico que otorgábale esa altiva osamenta de contornos atléticos. Sus hermosos cabellos color oro rojo y barba lacre. Sus ojos finalmente, azules con un tinte de zafiro, de mirar agudo y fijo, ornamentados por espesas cejas. Además de ello su firmeza temperamental, su convicción de ideas, y una continuidad sin límites para cautivar y conquistar a Constanza.
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De su lado, Constanza había nacido en aquel Valle de Punilla, en la provincia colonial del Tucumán. Tenía la herencia lusitana de numerosos encomenderos de aquel siglo, quienes llegaron al Virreinato del Perú cuando Don Felipe de Austria y Borgoña convirtióse también en rey de Portugal. Afincados tempranamente, lograrían con el tiempo despojarse de su prosapia portuguesa inicial, pasando en el Tucumán a nutrir el esplendor español. Allí hallaron a los andaluces fundadores de la ciudad de Córdoba, con quienes mediante enlaces matrimoniales iban a constituir el foco inicial poblacional de este "Tucumanao", frontera del gran Tucumán.
Con esta síntesis racial (de lo celta y lo arábigo) realizada en tierras de Indias, formaron numerosas familias cuyo solar era ahora este apartadísimo rincón sudamericano. Ella pareciera simbolizarlo: De cabellos castaños con reflejos dorados. Facciones bien delineadas y agudas sobre una piel de porcelana, muy blanca, que imitaba la transparencia de los picos serranos invernales cubiertos por copos de nieve.
Un tono verde amarillento en sus ojos, como la tuna dulce del verano, como el ónix de Traslasierra con el cual se tallaban los collares que ella lucía en su cuello. Y una fragilidad general como las ramas del aromo silvestre, salpicado de espinas hirientes que le permiten proteger sus capullos dorados. Así era Constanza. Esta presencia le facilitaba exhibirse y esconderse. Estar presente y distante al mismo tiempo. Sonreír mirando a lo lejos como si su espíritu flotara en el aire. Y ante las galanterías de conquista de Fernán fue descubriendo dentro de sí misma, la coquetería femenina.
Ella lucía frente a aquel gallardo mozo, su frescura sin ofrecerla. Escabullíase en contestaciones que preguntaban, en lugar de responder. Iba eludiendo las explicaciones por medio de dudas. Daría respuestas correspondientes a otro temario, porque no deseaba decir "sí" y no quería decir "no", demostrando gracia y picardía serrana. La naturaleza de Constanza estaba definida en esta conjunción de herencia y de cultivo. Pero ella ante todo, estaba dispuesta a defender sus premisas y a no ser dominada por ninguna decisión ajena.
Don Fernán había resuelto modelarla, convirtiéndola en mujer. Pero la joven aún deseaba seguir siendo una niña e ignorar el margen traspasado. Continuar aguardando a Rosendo. Fijar sus límites en ese mundo que defendía y no participar de otro tipo de emociones, aunque tampoco era indiferente a ellas. Pero intentaba ocultarlo. Constanza proponíase con métodos propios, a mantener su propia constancia. A permanecer en su identidad. Y continuaba bordando en las telas de lino paraguayo hermosas flores de diseños coloridos. Continuaba mirando el camino por el ventanal. Perdíase sola entre los rumbos de la vertiente del arroyo, buscaba todos sus antiguos sus lugares, y no creaba ninguno nuevo para Don Fernán.
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La sangre española de ultramar hallábase dividida en aquellos dos ramales, de continuos contactos comerciales. El uno americano y el otro oriental. Las sedas de Manila cubrían el Virreinato del Perú, invadiendo incluso las casas y las togas cordobesas. Las goletas rumbeaban entre ambas costas en un tránsito ininterrumpido, surcando el océano Pacífico como un mar propio. Y hacia allá como destino, iban los cueros cordobeses y los costales de harina faltante en Oriente para amasar el pan de trigo.
8 - EL  PEDIDO
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-"Mi Constancita tiene fatiga"- contestaba por su cuenta Cuca a las repetidas invitaciones
Ante ello, Don Lucas tomaba decisiones propias y daba orden a la niñera de vestir a su niña, con elegancia. Luego él llevaba a los dos jóvenes por las ferias lugareñas con su carruaje brillante muy aseado, y sus caballos lustrosos. Cuca quedaba excluida por el padre de estos paseos, por más que protestase la mulata angola.
Doña Leoncia no intervenía. No opinaba. No mediaba. No podía intervenir entre dos hijos. Uno que admiraba y otro que amaba. Uno que era su orgullo y otro que era suyo. Uno que estaba presente y otro ausente. Pero para Don Lucas todo era diferente, y él ya había tomado partido en este caso. Fernán era para él su esperanza de futuro. Mientras que el otro, Rosendo, había representado siempre para él  su fatiga paternal con el adolescente inmaduro. El mayorazgo era como el premio por su esfuerzo con el segundón. Su compensación por esa paciencia de años con las fantasías ilímites del menor.
El mayor era totalmente distinto. Podría salir a través suyo de su aislamiento mediterráneo ¡Y su savia imperiosa de lusitanas herencias navegantes afloraba a su piel con una emoción nueva.! Los encomenderos allí en sus feudos, como familias instaladas unas generaciones atrás, habían vivido en este trasmundo tucumano como un destierro impuesto por el Rey Felipe, del que estaban muy agradecidos. Pero sin embargo deseaban conectarse con la mundanidad. Don Lucas era un asiduo caravanero hacia el Alto Perú transportando los productos de su Merced, donde visitaba aquellas ciudades de Potosí y Charcas con fascinación. Pero siempre debía regresar, sin formar parte de ellas. Esta complejidad de hechos hacíanlo aferrarse aún más a Don Fernán Díaz de Urquizu, el joven filipino recién llegado de las Indias Orientales, casi su hijo.
Don Fernán era un esbelto joven muy arrogante. Imperioso. Tozudo. Dominante. Airoso. Quien habíase presentado de improviso con una carta sorpresiva y lacrada con sellos de ultramar por intermedio del Chasqui., exigiendo la entrega de su hermano menor del cual era su tutor legalmente. Don Lucas muy sorprendido y lleno de dolor debió entregarlo. Pues no tenía otro hijo varón hasta ese momento, que Rosendo.
 La gran nación hispánica de ultramar era, a pesar de su diversidad, una sola. Con leyes uniformes y aplicables siempre. Habíanle quitado un hijo que él crió desde la infancia, pero que no era suyo... ¡Y ahora no deseaba que Don Fernán se lo devolviera!
Este precio pedía Constanza e iba a luchar por él. Con esa fuerza suya radicada en su candor pícaro, en sus niñería sutiles, infantilmente astutas que su padre veía como meros caprichos de niña mimada. Cuca continuaba azuzándola. Cuca continuaba gimiendo. Su amor maternal de niñera y corazón dolorido, su nostalgia, hacíanla perseverante en el reclamo. Insistente. Con esa fuerza sólida de carácter que le daba su raza angola, con la pesadez de sus ampulosos brazos necesitados de cariño... la mulata continuaba llorando. Reclamando a Rosendo.
Don Fernán les había quitado algo precioso y les ofertaba de todo. Constanza y Cuca no lo admitían. La niña y su niñera no se imaginaban, sin embargo, la escena subsiguiente pronta a suceder. 
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Muy de mañana Don Fernán llamó a su cuarto a Serafín, un mulatillo adolescente, inquieto y coqueto muy atildado de rojo, que servía de valet y cochero por lo tanto con muy pocas funciones dentro de la Merced. Habíanse hecho ambos buenos amigos. Cuando el angolita llegó hasta él Fernán le hizo un encargo muy especial, llamar a los señores a la sala grande y abrir sus ventanales, para una importante reunión. Acto seguido el joven galán buscó sus prendas más elegantes vistiéndose como si fuera a concurrir al mejor de los bailes. Y así ataviado con lujo exquisito, fue al encuentro de Doña Leoncia y Don Lucas -a quienes veía a diario- y con gran formalidad hizo el pedido de la mano de Constanza.
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Foto del autor Alejandra Correas Vázquez
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Descripción

La vida colonial cotidiana del Tucumán y Alto Perú dentro de un solo Virreinato (siglo XVII) territorios que hoy separan Argentina de Bolivia

Palabras Clave: constancia constanza

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Relatos



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