ALMA EN PENA

Poseo tantos rostros y maneras
que confundo a los pobladores
de cualquier lugar terrestre
con mis rasgos tenebrosos e intangibles
pensados por el pueblo ignorante y rezandero.

Me imaginan huesuda, con horrenda calavera,
ojos rojizos, cabello desgreñado,
larga túnica, deshilachada y sucia,
llevando en brazos a mi niño muerto.

Lanzo en las noches
gritos macabros de tristeza y lloro
por haber matado a sangre fría
el hijo concebido en mis entrañas.

Vago desconsolada en plenilunio
por rastrojeras, sembrados y jardines,
y reposo en las ventanas cuando escucho
rasgar tiples, guitarras y requintos,
también en las riberas de los ríos
y al borde de montañas y peñascos.

Con mis tetas caídas sobre el hombro
cruzo aldeas de calles solitarias
como recuerdos de una edad perdida.

Afirman que soy fornida y alta,
de gran sombrero sobre mi cabeza
y un párvulo que gime acongojado
mientras sollozo desgarradamente.

También que parezco un esqueleto
de cuyas cuencas y articulaciones
salen chispas donde prendo mi tabaco,
que al fumarlo despide olor de azufre.

Que tronché mi vida con el embarazo
que suspendí descontroladamente,
lanzando despiadada al basurero
el producto de mi vientre criminal.

Otros piensan que soy mujer hermosa,
de larga cabellera y dulce aspecto,
que me acerco a los hombres suspirando,
con una vela en la mano, y les pregunto:
¿Quieren decirme en dónde está mi hijo?

Aseguran que fui una monja joven
suicidada por un desliz sexual,
poco antes de vaciar mi embrión
al amparo de una noche sin estrellas,
zambulléndome en un aljibe inmundo.

Vago siempre entre lágrimas y quejas,
sin rumbo fijo como dice la leyenda;
en Roma me arañaba el rostro
y mesaba irascible los cabellos.

Doy mi grito macabro y desolado
por todos los confines de la Tierra
donde hay abatimiento y desengaño,
presentando semblantes y maneras
de mitos universales y perpetuos.