PLUTÓN-CARONTE
Publicado en Jul 07, 2009
PLUTÓN-CARONTE
Soy un dios, esposo de Proserpina en la mitología romana; con mis hermanos Júpiter y Neptuno destroné a Saturno, nuestro padre, en los comienzos del tiempo. Júpiter, el mayor, escogió la tierra y los cielos como soberano; Neptuno se quedó en los mares y yo recibí el reino del submundo donde rijo las sombras de los muertos. Eso en mitología, porque en la realidad soy el número nueve del Sistema, o sea, el planeta más lejano conocido; tan separado de mi padre estoy que marco 39 unidades astronómicas, o talvez un poco más con número actualmente indefinido. Aunque lejos, no soy un hijo ingrato y giro alrededor de mi progenitor en 250 años, pues mi distancia a él tiene 5.900 millones de kilómetros, según cálculos de los investigadores. La inclinación respecto a la eclíptica y mis valores de excentricidad superan los de mis parientes que giran también en el espacio. Mi recorrido es tan pintoresco que paso por delante de Neptuno para entibiar mi cuerpo al Sol, pero evitando cuidadosamente interponerme en su sendero para no descontrolar sus pasos. Soy el más huraño del redil y no existe otra forma de observarme que con modernos telescopios; de tal manera pueden los humanos detectar mi color amarillento, no debido a ninguna enfermedad sino al efecto de mis componenetes. No faltan los chismosos que aseguran que fui un antigua luna neptuniana, expulsada con violencia de su órbita en las primeras reuniones familiares; incluso, un buen número de astrónomos me niegan el derecho a ser planeta, y piensan más bien que puedo hablar como invitado del Cinturón de Kuiper. Imaginan también varios exégetas que Caronte es mi hermano, no mi hijo. Hijo o hermano, no me importa, pero algo diré sobre este asunto: Su revolución alrededor mío es igual a la mía alrededor suyo, en este caso, a la de mi rotación; esto significa nada menos que soy el único ser en la manada con un satélite natural sincrónico. No atino a saber por cuanto tiempo viviré sin sondas terrícolas y arteras, que pasan raudas hacia ignotos mundos con grandes fardos de ilusión a cuestas, lanzados por los bípedos implumes en su loca carrera hacia el abismo, donde sólo encontrarán humillaciones propiciadas por múltiples estrellas que sabrán achicharrarlos como insectos procedentes de un ínfimo planeta.
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