La piedra
Publicado en Jun 07, 2011
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La imagen de su padre vino de pronto a su memoria. De pocas palabras, su viejo, hombre de campo que no conoció otra cosa que ganado y arar la tierra, era a pesar de su ignorancia un hombre sabio, de esos pocos hombres plenos que uno pudiera llegar a conocer. Sus libros eran las nubes, la tierra, los pájaros, el mugir de las vacas, el relinchar de los caballos, los ladridos de los perros, siempre me decía escucha, mira, observa, y yo nunca aprendí a escuchar, ver y observar lo que él trataba de enseñarme.
 
Quizás la única lección que aprendió de verdad, fue la de aquella mañana en que lo llevó hasta una quebrada distante varios kilómetros de casa. En plena caminata, le pidió que buscara una piedra en el camino, pero no cualquiera, debía ser una piedra con la que él se identificara.
 
No dijo nada más, mientras yo le seguía con mis pasos apurados tras él, tratando de entender lo que se refería con la piedra. Todas las piedras, me parecían sólo eso, piedras. ¿Cómo yo un niño de catorce años, se iba a representar en una piedra, si yo mismo no sabía a esa edad quien era? (bueno, a decir verdad –no lo sé aún). Lo cierto es que mi padre caminaba con su paso firme, por un sendero poco transitado suponiendo que yo iba sólo pasos atrás, lo cual me significaba que fuera casi corriendo. Cuando se percató de ello, se sentó a esperarme mientras sacaba de su bolso, pan y leche para merendar. Mi padre no conversaba casi nunca, así que estar callados sentados uno al lado del otro, no me llamaba la atención. Sabía que sí le preguntaba donde íbamos contestaría cualquier cosa, esquivando la respuesta, así que aunque me moría de curiosidad guardé silencio, mirando o tratando de mirar lo que sus ojos contemplaban con tanto deleite. El ascenso hasta ese momento nos permitía descubrir a lo lejos sus tierras bañadas a esa hora del día por el sol que asomaba tras las montañas, los cerros al sur estaban pintados de diversos verdes, el invierno pasado fue lluvioso y eso se apreciaba en los bosques y laderas cubiertas de pastizales. Sobre nuestras cabezas flotaban nubes esponjosas, blancas como la leche, el cielo era de un celeste intenso que inyectaba energía. Mi viejo siempre decía que habíamos nacido en el paraíso. Pero a mi no me parecía lo mismo, sobretodo cuando debía caminar por las mañanas kilómetros para llegar a la única escuela que había en el sector. Yo quería ir a la ciudad, donde había de todo, donde uno podía tener acceso a eso y aquello, donde no había que madrugar tan temprano, donde la gente tenía el dinero para comprar lo que tanto sacrificio nosotros producíamos, sin estar dependiendo de que llueva o no, que el río no se salga, que el puma no atacara una de las reses u ovejas, que las gallinas no se las comieran los zorros, o que los pájaros o las pestes no afectaran nuestras cosechas cada año. Todo lo que mi padre me enseñaba como maravilloso, yo lo odiaba, odiaba levantarme a las cuatro o cinco de la mañana a ordeñar las vacas aún cuando lloviera torrencialmente, sacar a pastar el ganado cerro arriba, o ayudarle a arar la tierra, o tener que cosechar, me dolían las manos, la espalda, las piernas, me daba sueño en clases, donde lo único que quería era aprender a usar el computador que teníamos en la escuela y donde la profe nos mostraba las cosas que habían en Internet. Los hijos de don Domingo, eran los únicos que tenían un notebook y no se lo prestaban a nadie, pero nos dejaban mirar los juegos que bajaban de la web, eso era lo que yo quería para mi, para eso estudiaba, para irme a la ciudad y dejar a mi padre con sus cosas de campo. Después del descanso que hicimos me volvió a preguntar por la piedra y yo le contesté que aún no la encontraba. Más allá elegí una cualquiera para que me dejara de molestar y seguí tras él. A ratos se me perdía, pero como era un solo sendero, ya no me apuraba, luego cuando más arriba él me divisaba, continuaba su marcha. Llevábamos horas caminando, acaso éste señor no se cansa, me dije y me senté en el camino. Fue entonces cuando la vi, una piedra de color verde turquesa, lisa, redondeada, que me cabía en la palma. Sí, esa era la piedra que me identificaba. Contento con el hallazgo, tiré la anterior y fui tras mi padre. Lo encontré sentado sobre un árbol caído, de espaldas a mí contemplando el paisaje. El sol le acariciaba por completo, me pareció enorme en ese instante, me acerqué con la piedra en la mano y él sólo sonrió con la elección, mientras cerraba los ojos recibiendo las caricias del astro. Lo imité y levante mi rostro para que me llegara la tibieza del solcito, estaba agradable, mis parpados se llenaron de color rojo y me relajé con la tibieza, sentía la respiración profunda de él, y me percaté también de la mía. Ahí estábamos padre e hijo con los ojos cerrados respirando profundamente recibiendo el consuelo del astro rey. De vez en cuando, abría un ojo despacio para atisbar a mi padre pero él seguía con sus ojos cerrados, entonces yo le imitaba y me quedaba quieto, esperando lo que él dijera. En eso sentí su mano sobre la mía, era una mano firme, pesada que atrapaba por completo, percibí su cariño y me aprecié culpable por odiar lo que él tanto amaba. Su respiración, ya no era tan profunda, era más pausada, su calma me abrazó y me dejé atrapar por esta sensación de placer sin tener plena conciencia del momento que estaba viviendo.
 
Si pudiera retroceder el tiempo hasta ese instante –me digo- mientras se me atraganta la garganta y las lágrimas se asoman solas en mis ojos. Viejo, si uno supiera…ya es tarde, tú descansas junto a mi madre en el campo aquel, mientras yo voy muriendo en la ciudad.
 
Mi padre palmoteó mi mano, y volví del letargo. Me pidió que acunara la piedra entre mis manos y le brindara cariño como si fuera un pequeño gorrión. Cerré los ojos y me imaginé que era un pajarito lo que tenía entre mis manos, más de una vez había atrapado uno, me acordé de lo frágiles que eran, de sus cuerpecitos tibios, de su suave plumaje, mientras mi padre recitaba en voz alta, piensa que lo viste nacer, lo cobijaste para que nada le pasara, lo alimentaste, lo abrigaste, hasta ahora que debes dejarlo volar. Es el momento que vuele por sus propias alas, es la ley de la vida, arrójalo, arrójalo a la vida, entonces lo empujé hacia arriba y me imaginé que volaba, pero la piedra sólo ascendió un poco y cayó al vacío. Mi padre vio en mis ojos el desaliento de que la piedra cayera y no volara, y poniendo su mano en mi hombro, comentó - lo único que sabrá la piedra desde éste momento es que llegará aquel en que tocará suelo, como tú ahora sabes que lo único cierto es que algún día morirás, como yo, como tu madre, tus hermanas. No dijo nada más. Sólo caminamos de regreso en silencio, despacio uno junto al otro, mi padre con su mano sobre mi hombro y yo dejándome llevar, deseando por primera vez que el camino a casa nunca llegara. En ese instante, no me dolían las piernas, no tenía hambre o sed, sólo podía disfrutar el caminar con mi padre, cómo si de algún modo la vida me prevenía que sería la última vez que lo haría. Recuerdo la cara de mi madre, cuando nos vio llegar juntos, tenía una sonrisa que la hacía más bella aún, su rostro gastado rejuveneció en ese instante, y me abrazó como si hubiese regresado de la guerra. Tampoco pude olvidar el beso que se dieron mis padres antes de entrar en casa, me pareció distinto, fue un beso pleno, de un hombre y una mujer que se amaban por sobretodas las cosas, que se necesitaban, que se ayudaban, que mantenían sus votos.
 
El almuerzo fue distinto, hasta mis hermanas me miraban de modo extraño, como si hubiera cumplido el ritual de pequeño a hombre, en el aire bailaba una armonía espléndida que me mantuvo sobreexcitado. Ese día, todo fue diferente, ayudé en las tareas antes de que me lo pidieran y cuando me acosté ya no sentía mi cuerpo adolorido, el agotamiento era otro. Me quedé contemplando la luna que bañaba mi cuarto, pensando en la piedra, la veía caer, imaginé si tendría miedo, si le dolería al llegar abajo, incluso si se partiría en mil pedazos, quería decirle que cayera dichosa, que disfrutara el viaje pero quizás no me entendería, entre esas meditaciones me quedé dormido.
 
Años más tarde, fui yo quien cavó la fosa donde mi padre decidió descansar sus restos, a los pies del sauce, donde más de una vez, lo pillé durmiendo una siesta. Allí mismo quería seguir descansando. Mi madre lo acompañó pronto y mis hermanas y yo pensamos que lo mejor sería emigrar, pero la mayor que estaba casada, decidió quedarse por la memoria de los viejos. Con el pasar de los años, nos juntamos los primeros veranos a recordar a traer los recuerdos de nuestra niñez a la mesa en compañía de vino y de un asado a las brasas, la figura de mi padre y mi madre estaba presente en nuestra piel. Mi hermana mayor decidió vender algunas hectáreas para mantenerse en el campo, la cosa ha estado dura dice, ya no es lo mismo de antes, pero está feliz se siente acompañada de sus viejitos nos cuenta, mientras las lágrimas caen por sus mejillas ahora arrugadas. Todos nos emocionamos, los sobrinos y mis propios hijos nos miran y no entienden pero se quedan callados. Mi esposa los lleva a dormir. La noche en el campo es distinta, es solitaria, negra, te toca, te abraza, te lleva al principio en total silencio, ese silencio que te traspasa el alma.
 
Por eso, sentado en un café de la ciudad, sintiendo el sol en mi rostro, cierro los ojos para traer a mi recuerdo aquel momento con mi padre, mientras a mi lado la bulla, el smog, las bocinas de los autos no dejan de chillar, y pienso en la piedra, pienso en el final, pienso en mi final ¿me partiré en mil pedazos al llegar?
 
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Foto del autor Esteban Valenzuela Harrington
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Descripción

La huella de quienes se van queda grabada aún cuando no queramos que así sea.

Palabras Clave: Piedra

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Ficción



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