ROMANCES BARRANCALES
Publicado en Oct 29, 2010
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ROMANCES  BARRANCALES
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(Novela  Breve)
 
por Alejandra Correas Vázquez
I --- PRIMER  ROMANCE
 
            Chabela había nacido en la Bajada del Negrito Muerto, un barrancal rojizo y árido que separaba antaño en dos a la ciudad de Córdoba, de su ciudad paralela llamada Alta Córdoba, ambas situadas en el centro geográfico de Argentina. La segunda de las cuales había crecido abruptamente luego de que se instalara en ella el ferrocarril en 1880. Un estrepitoso tranvía bajaba desde el alto hacia el bajo, pasando por aquella Bajada pero sin detenerse en ella, y también, sin que ningún transeúnte de clase media pasara por ella caminando.
            Se tenía temor a la Bajada del Negrito Muerto, por sus habitantes orilleros, tanto como por los rituales mágicos que allí acontecían. Y en ese mundo sin nombre ni documentación, subsistía este predio difuso y casi anónimo en la primera mitad del siglo XX. Aquél supo ser el barrancón adonde en el siglo anterior (XIX) habían sobrevivido los últimos mulatos nacidos ya libres (pero rechazados como trabajadores) y que tuvieron su respiro final de vida cordobesa en ese yermo de greda roja. Pues Argentina es un país sin sangre negra. Los mulatos angola murieron allí o partieron para ya no volver a la ciudad que los viera nacer, pues ahora ya libres, la ciudadanía universitaria cordobesa los rechazaba.
Chozas y baldíos eran su escenario. Cerrado el siglo XIX comenzó el XX, con una subsistencia especial para esta barranca conocida como Bajada del Negrito Muerto, cuyo nombre revela que en ese predio realizábase el pagano ritual del "Velorio del Angelito".
Chabela había nacido allí y aún no contaba quince años. Era hija de Isabel, y ambas desconocían quiénes fueran sus padres. De pronto llegó a sus vidas Cristóbal, el viajero que descendiera una noche de invierno muy gélida, por el mes de junio, en la estación de Alta Córdoba buscando donde pernoctar. Mientras ella cocinaba y vendía "praliné" con su madre, junto a los portones de salida del ferrocarril.
Por lo menos ese invierno no pasó frío. Hubo que hacer menos "praliné" en las grandes ollas de cobre con fuego a los pies. Pues Cristóbal era muy laborioso, tenía esa actividad pausada y constante, común en el hombre del norte argentino, muy diferente a la actividad intensa y fugaz de los hombres de la Bajada. Isabel y Chabela se acostumbraron a él, quien orgsanizóles una forma de hogar muy acogedor. De este modo Chabela dio luz a Coquito cuando estaba por cumplir los quince años. 
El tiempo fue pasando y el pequeño Coco cumplió su segundo cumpleaños, que fue festejado con un asado criollo hecho de "achuras" por toda la vecindad de la Bajada del Negrito Muerto Y matizada de alegres valsesitos cordobeses bailados sobre patios de tierra roja. La vida de aquel rancherío parecía encaminada en su sobrevivir marginal, bajo un cielo extendido en azul. La roja barranca de greda era muy decorativa, detrás de cada montículo asomaba un rancho de adobe encalado, cuyo conjunto veíanse como flores blancas extendidas hacia el horizonte gredoso. Escenario extendido junto al providencial Río Suquía (cargado de grandes crecientes todavía en la década de 1940) y lleno de una rica fauna ictícola, que era en gran parte el alimento de aquella población indocumentada.
Pero de improviso... descendió por el mismo ferrocarril que trajo a Cristóbal procedente del norte argentino, una mujer treintañera con tres chiquillos  ¡reclamando al viajero! Chabela tuvo fuerzas para protestar, pero la forastera argumentó que allá en Catamarca, un cura los había bendecido en el altar de la Virgen del Valle. Si hay algo que las poblaciones primitivas consideran sagrado, es la religión, aunque la practiquen a su manera. Ella misma, la jovencita y Coquito, armaron el atado con la ropa de Cristóbal y casi le ordenaron partir, aunque él protestase. Cristóbal lleno de lágrimas abrazó a su pequeño Coco por última vez.
Isabel ya estaba acostumbrada. Todo era propio de la Bajada del Negrito Muerto ... era y seguiría siendo mientras existiese. A Chabela le pareció entonces que Coco era como ella, hijo también de Isabel... Olvidándose poco después del viajero que descendiera en la Estación de Alta Córdoba mientras ella vendía praliné.
 
II ---  SEGUNDO  ROMANCE
 
Toño también había nacido en la Bajada y miraba crecer a Chabela sin apuro, en la pausa del barranco sin tiempo, donde la historia pareciera haberse detenido. Tampoco se apuró, cuando vio en el escenario de su espera a Cristóbal. El era el primero, simplemente porque la había visto jugar con su rostro redondo y mestizo de chiquilla sonriente, entre los sinuosos gredales cubiertos de niños orilleros. Y le gustó aún más, cuando fue madre ante sus ojos.
Chabela con sus formas redondas cautivaba las miradas de Antonio -Toño- mientras veía a la joven barranquera cruzar los sinuosos caminos, que la obligaban al meneo de sus caderas. Y él fue asistiendo, de a poco, las necesidades de esta familia ahora trunca. Su presencia hízose cada vez más necesaria, en el ámbito de esas dos mujeres, demasiado solas. Fue así que Antonio les propuso mudarse a una vivienda más amplia y cómoda, construida por él. Ambas aceptaron mudándose a ella con el pequeño Coquito. Ahora Chabela tenía dieciocho años, y a los diecinueve trajo al mundo de la barranca, a Jacinto, esta vez hijo suyo.
Antonio volvía de esta manera a resolver los problemas que ellas tenían para subsistir. Las había alojado en una vivienda mejor. Daba tranquilidad a Isabel, mujer ya muy madura, quien había tenido en su juventud hijos varones que partieron de la Bajada del Negrito Muerto, hacía ya mucho tiempo. Pues Chabela -nacida años después- era demasiado joven para su vejez (con esa fuerza de la raza nativa que tiene hijos hasta una edad muy avanzada). Y quedó de esta forma conforme, sintiéndose en ese momento mucho más contenta, que cuando estaban solas atendiendo a Coquito.
Toño vio crecer a los niños, contempló contento los primeros loteos que daban origen al coqueto Barrio Cofico (que ya comenzaba a construirse) advirtiendo con rapidez las nuevas fuentes de trabajo que iban surgiendo con esa edificación elegante, instalada sobre el escenario olvidado de la Bajada ...Y comenzó con entusiasmo a convertirse en jardinero.
El, como muchos otros pobladores de la Orilla cordobesa, sólo conocía el espacio de su hábitat. Su barranco. Y el ferrocarril que ululaba bordeando los gredales era sólo para Antonio, hasta entonces, únicamente, un anuncio de la hora del día. Con su estricto sentido del cumplimiento horario, pues aún circulaba el ferrocarril inglés. Ese tren que lo llevaría sin regreso alguna vez, no pasaba de ser un dragón gigantesco que había deleitado su infancia. Cuando junto a toda la chiquillada orillera trepaba emocionado y lleno de agitación, las escalerillas adosadas al terreno gredoso y apiñados unos sobre otros, extasiábanse en conjunto con la fuga del monstruo metálico que perdíase en lontananza.
Aquel constituía el mundo de Toño ...la Bajada del Negrito Muerto... Su vida o su energía. Su dolor o su ensueño.
 
III --- LA  ESCUELA  LAINEZ
 
Como era inteligente y comunicativo, de diálogo fácil y graciosos giros dialectales, conversó con un par de patrones resolviendo luego de hablar con ellos, enviar los niños a la Escuela Lainez, ubicada en proximidad a la barranca, por la zona de Alta Córdoba. El único ambiente protector para niños marginales, en esas décadas, lo constituían estas Escuelas Lainez.
Pues Lainez fue un brillante ministro argentino que a comienzos del siglo XX creó escuelas especiales para niños desprotegidos socialmente. Hijos de analfabetos, presidiarios, abandonados, orilleros en su conjunto, quienes carecían de medios propios. Aunque existía ya la ley argentina de educación gratuita y laica del siglo XIX, ésta no alcanzaba a cubrir aquellas familias que no podían proveer a sus pequeños de cuadernos, libros, lápices, calzado y los blancos guardapolvos de escuela. Incluso allí había baños con duchas (que carecían en sus rústicas moradas) y un botiquín completo para liendres y otras cepas microbianas propias de su ambiente precario. Su personal didáctico era muy elegido, por el reto que involucraba alfabetizar a niños procedentes de un ambiente analfabeto.
La vida escolar traía aparejados aspectos cautivantes que serían bastante comentados y hechizaron a los dos niños -Chito y Coquito- quienes por ahora sólo veían su oropel. El guardapolvo blanco y almidonado. Los zapatos nuevos. Los cuadernos lisos, rayados y cuadriculados. Los deslumbrantes lápices de colores. Y algunas veces... flores para la maestra que Toño prometía traer de los jardines a los cuales cuidaba.
Fue una mesa animada y una siesta sin salir para los hermanitos, ante los acontecimientos que abundaban en imaginación. Los niños en ese momento estaban completamente ajenos al esfuerzo que se les encomendaba. Fuéronse acostumbrando y la familia se aquietó. Las paredes renovadas con geranios en los tarros rodeando la construcción de adobe muy encalada, y el interior de tierra baldeado y apisonado, demostraban la existencia de una convivencia armónica.
Era marzo, comienzo del año lectivo, y los dos niños de seis y nueve años se encaminaron hacia la Escuela Lainez, los dos a primero inferior. Ambos de la mano, sujetos con fuerza, presionándose entre sí como si pudieran perderse entre la greda tan conocida por ellos. Los rostros mestizos muy lavados y brillantes. Las crenchas obscuras muy peinadas, como nunca supieran llevarlas. Iban erguiditos, luciendo sus guardapolvos blancos endurecidos de almidón, lo que hacía resaltar aún más el tinte brillante y morocho de sus pieles orilleras.
Lentamente iban perdiéndose de la vista familiar, dejando atrás de ellos el escenario rojizo, como dos nardos blanquísimos por sus guardapolvos blancos, de estos niños crecidos en aquel yermo insólito. Paisaje barrancal que aún en esos días de marzo rondaba por el estío, aguardando el próximo paisaje invernal. Yermo desértico y áspero. Bermejo y escultural... mientras los dos hermanitos se alejaban hacia un nuevo destino.
 
IV --- ESCOLARES
 
Jacinto, ante la aparición de un mundo desconocido, iba a respaldarse en su hermano mayor. Gozaba de una total sobreprotección desde el nacimiento, sin que nadie se la hubiera dado en forma especial. Pero el niño, intuitivo y diablillo al mismo tiempo, habíase ido apoderando de ella.
Chabela apantallando el fuego del bracero esperaba el regreso de sus dos morochitos con una sabrosa comida criolla. El pensamiento de la madre volaba siempre, todas las mañanas, hacia esa iniciación escolar de los niños, recién comenzada. Coco y Chito regresaban inquietos y ávidos de vida familiar, alejándose de sus anteriores amigos del barranco, para invadir la atmósfera cotidiana con sus nuevos relatos.
Llegó el invierno. Los tarros dejaron de florecer y los niños argumentaban motivos para no ir a la escuela. El frío de junio era intenso y en la agreste Bajada del Negrito Muerto, bordeada por un río escarchado, el viento colábase por las más pequeñas rendijas. Después de una noche de gran helada, lograría Chito -luego de una fiebre infantil nocturna- permanecer en la cama hasta mediamañana, sin asistir a la escuela.
El sol penetró por la ventanuca despertándolo de improviso e iluminó toda la greda barrancal, cargada con su energía de tiempo. El niño, quien hallábase solo en la casa en ese momento, salió corriendo hacia el descampado, llevando puesto un blusón de dormir  como única protección contra el frío.
 
V --- EL  PARQUE  DE  LAS  HERAS
 
Y allí estaba Jacinto en esa mañana ventosa. La carita tostada, los picarescos ojos muy abiertos, las mejillas paspadas, la melena obscura y lacia muy revuelta. Saltaba por el barrancal semihelado junto a los otros chiquillos orilleros, sosteniendo en su mano una botella rota por la base, que usaba para pescar mojarritas en la ribera del río Suquía.
Los pescadores veteranos, apostados sobre el Puente Centenario, solazábanse observándolos. Envueltos en sus clásica bufandas -en protección al viento seco y frío- sentían admiración al verlos correr carentes de todo abrigo. Con los cuerpitos semidesnudos, saltando y chapoteando sobre el agua en escarcha, salpicándose con trozos de hielo frágil, cruzando de orilla a orilla entre el agua y las piedras heladas del río. Los niños orilleros corrían desprotegidos y flacuchos, en un desinterés completo por la ciudad mundana y asfaltosa que iba creciendo día a día, sobre las márgenes del Suquía.
Manteniéndose todos unidos en compacto enjambre, frente al riesgo de la ciudad que no los incorporaba, treparon el puente por medio de la escalera ubicada en uno de sus costados. Con su expresión bulliciosa de niñez primitiva, la pandilla destacábase por la homogeneidad del conjunto. Gritería. Euforia. Y el tranvía estrepitoso de siempre -cuya loca carrera bajaba a toda máquina desde la estación- los hizo cruzar temerariamente la calle.
-¡Cuidado!- gritaron los pescadores casi a destiempo
Luego de comprobar la inexistencia de heridos, ellos y sus bufandas volvieron a sumergirse en su tarea deportiva y estática. Mientras que semidesnudos y desaseados al máximo, los niños orilleros sentáronse sobre la vereda como veraneantes en busca del sol. Ya habían de este modo cruzado a la otra orilla de la calle, escapando del vigilante de tránsito que quería evitarlo, casi escondidos entre las ruedas del tranvía.
En aquel estado lastimoso se introdujeron bajo los inmensos portales de rejas, que daban acceso al elegante Parque de las Heras -coqueto y cuidado- vecino también al río, pero del lado opuesto a la barranca. Dos mundos muy distintos. En un absoluto descontrol fueron trepando a las estatuas de bronce, saltando al interior de las fuentecillas de mármol, jugueteando con los inocentes peces de colores que nadaban despavoridos. Descascaraban las pieles de los árboles de especies infinitas, con total incomprensión.
Avanzando hacia adentro por los senderos bien diagramados entre flores, setos y arboledas ornamentadas de esculturas, la pandilla dedicóse a sus destrozos. Fueron cortando los nardos de diversos canteros y repartían sus pétalos al pasar de un lugar a otro. Mortificaban a los lectores y enamorados con piedritas de los caminos. Zamarreaban los árboles más jóvenes para hacer huir a los pajaritos y hacer caer sus nidos.
Después de haber ocasionado numerosos destrozos, haciendo más bulto que daño, los guardianes del parque en menos de media hora habíanlos expulsado -una vez más- por incorregibles. Y cerraron además los portones del parque, a pesar de no haberse cumplido aún el plazo estipulado.
Hermoso en su imponencia y su belleza, decorado con preciosismo, ornamentado con una gracia exquisita, este Parque de las Heras -el más céntrico de la ciudad de Córdoba- no aceptaba a los hijos de la Bajada. Revoltosos e indolentes ponían en peligro sus encantos. Sus colecciones botánicas. Sus esculturas. Sus glorietas. Sus preciosas fuentes. Sus secretos rincones que como "bosque encantado" dábanle una atmósfera de intimidad, separándolo de la urbe y la barranca.
  Pero ahora, frente a la invasión de Chito y su pandilla (alarmantemente numerosa en aquella fría mañana de "chupinas") los porteros tomaron la decisión heroica de adelantar el término convenido para el cierre. En ese día helado con un sol meridiano acogedor, cuyos rayos habían ido muchos cordobeses a buscar allí... el parque cerró de improviso sus puertas. Dos guardianes trabaron con una gruesa cadena y gran candado los portales centrales, enrejados e inmensos. Otro de ellos apostóse en imagen de fiero cancerbero junto a la tercera puerta de reja, del costado y más angosta, a fin de que por ella salieran los estudiantes, los lectores, los novios y las niñeras con sus niñitos.
La estridente burla de los chicos orilleros no se hizo esperar. Tampoco la ira de los porteros. Los pandilleros arrojábanles bolitas de vidrio (que eran sus tesoros) desde la calle adoquinada. Aventurábanse al peligro del tranvía, cuya velocidad a esa altura era ya inaudita pues atravesaba en bajada el puente de un solo tirón ...Finalmente.... la pitada del vigilante de tráfico lograría correrlos, despejando así aquel escenario conmocionado.
¡En el duelo, los contrincantes habíanse dado una tregua!  
Los guardianes del Parque de las Heras fabricaban látigos de ramas para ellos, celosos de sus vergeles, que cuidaban con ahínco admirable. Y cuando los pintores paisajistas cordobeses, pertenecientes a una escuela de pintura muy destacada, gustaban elegirlos como personajes de contraste o bien para semejar una escena de campo (allí se pintaron célebres cuadros de tema "serrano") ...aquellos sofisticados jardineros del Parque las Heras, quienes por hábito ya habíanse convertido en críticos de arte y estaban siempre dispuestos a una inesperada opinión pictórica, decían a estos artistas... "que estaban destruyendo el cuadro".
 
VI --  PREGUNTAS  DE  UN  NIÑO
 
Coco no era un asiduo asistente a la escuela solamente porque fuese más aplicado -y además el "mejor alumno" del grado- sino también porque quería sentirse siempre el hermano mayor ante Jacinto. Ser su héroe. Con algo de superioridad paternal. Le encantaba cuidarlo, atenderlo, protegerlo, ser buscado y solicitado por el más pequeño. Tanto delante de los compañeros escolares, como de toda la chiquillada de aquel clima barrancal. Había heredado sin duda, la responsabilidad de Cristóbal.
Cuando llegaron las vacaciones de invierno en el mes de Julio, en esos días muy crudos que son propios del clima cordobés (entibiados luego por un "veranito de San Juan"), ambos niños aclimatáronse nuevamente a la barranca. En la paz otorgada por el mismo frío, con la sensación de libertad que brinda a todos los escolares la ausencia de clases, el mayorcito dialogó con la madre y la abuela, junto al fuego del bracero crepitante.
 -¿Yo soy hermano de Chito, verdad?- preguntó Coco de improviso
-¡Es claro!- le contestaron ambas
-Me han preguntado mis compañeros de escuela por qué él se llama Márquez y yo Fonseca.
-Pero son hermanos...- dijo la abuela
-¿Y cómo se llamaba mi papá?
-No me acuerdo...- repuso tibiamente Chabela
-Yo quiero saber. En la escuela todos los  chicos saben cómo se llama el suyo- insistió el niño
-Pues ... Cristóbal ...Cristóbal Luna.
-¿Lo puedo ver?
-...No sé... era de Catamarca.
El interrogatorio no fue más lejos. Llevaban distintos apellidos, pues Fonseca llamábanse ambas mujeres, Isabel y Chabela. Mientras que a instancias de las maestras Toño había reconocido a Chito, dándole otra documentación. Además, la directora en el mismo día, hizo de testigo para casar en el Registro Civil a ambos padres.
Coquito salió a jugar emocionado y alegre en aquella siesta, porque podría contestar de aquí en adelante, a las preguntas de su compañeros de clase. Un mundo de escenificaciones diferentes habíanse conjugado entre la Escuela Lainez y la Bajada del Negrito Muerto. Una alternativa de vida para la cual las familias barranqueras, no habíanse nunca antes preparado. Y tampoco tenían especificada una respuesta previa.
La Escuela Lainez, creada por el gobierno específicamente para ese ambiente desamparado, unía por primera vez mundos hasta ahora dispersos, con sus propios valores de vida. Creaba un entorno de vida opuesto al de la población barrancal, al que a pesar del esfuerzo de sus docentes, nunca iría a incorporar plenamente.
Isabel y Coco serían indiferentes a esta marginación, que los señalaba a ambos de una forma directa. Pero extrañamente, Chabela, la madre de ambos niños, lo iba a asimilar de otra manera. Algo indefinido la nubló de pena, tal vez por el mundo nuevo que comenzaba a rodear a Toño.
 
VII - UN  CIRCO  EN  LA  BAJADA
 
La llegada de Jacinto, quien entró en la vivienda como un vendaval, muy propio de su estilo, cambió en las dos mujeres la sensación dejada por aquel imprevisto interrogatorio. Traía los ojos desmesuradamente abiertos, portando una noticia estremecedora que inundó el recinto... ¡Un Circo!
El circo andaba por la ribera siguiendo la corriente del río y anunciaba sus prodigios. Había un hombre con zancos. Un elefante. Una pantera. Leones. Una bailarina con tutú. Un domador con látigo y botas. Varios payasos... Al interior mismo de la rústica vivienda llegaban las bocinas del circo, que anunciaban su vistosa propaganda. Su oropel. La fantasía hecha realidad, con la cual conmocionaba el mundo apartado de la Bajada.
Antonio, quien en aquel momento regresaba de sus trabajos habituales, aceptó llevarlo.
-¿Lo puedo llevar conmigo a Coco?- preguntóle el niño a su padre, temeroso de no contar allí con la protección de su hermano mayor
-Bueno- le contestó Toño -Vamos a ir los tres.
Chabela puso una mirada inquieta en su hijo menor. Lo observó detenidamente como si recién ahora lo conociera, comprobando en ese instante que Jacinto estaba lleno de todo... De padre, de madre, de abuela, de hermano, de casa, de apellido, de legitimidad, de Circo... Todo. Todo era de Chito.
Acicaláronse los tres -Antonio, Jacinto y Coco- con sus mejores ropas, lustrando sus negros cabellos con "gomina", para una tarde especial. Y partieron llenos de emoción dispuestos a pasar varias horas de entretenimiento. Por los senderos curvos de sinuosos gredales íbanse cruzando con otros niños orilleros, también muy engominados para el evento.
Chabela los vio alejarse mirando hacia la agreste barranca por la ventanuca. Un farol a kerosén encendido prematuramente, ante la opacidad de aquella tarde invernal, alumbraba el tejido de la abuela Isabel. Pero las imágenes de la madre en lugar de gozosas, eran dolorosas.
Mientras Coco y Chito marchaban eufóricos junto a Toño, la madre comenzaría a angustiarse... Jacinto -según pensaba ahora ella- debió interceder ante Antonio para agregar a Coquito en la partida. Ella no los veía juntos, aunque marcharan juntos. De pronto veíalos separados ante la gente, ante los compañeros de escuela, ante las maestras, ante los patrones de su marido. Y ante esa pandilla barrancal que en aquel momento aglomerábase bulliciosa para llegar presta a las gradas circenses de madera dura.
El hijo mayor no podía imaginarse, mientras iba saltando junto a Antonio y Jacinto en dirección al circo (proponiéndose defender a Chito de los leones, la pantera, o el látigo del domador) ...las turbaciones que puerilmente había creado en su madre, luego de aquel interrogatorio sobre Cristóbal.
Chabela veía ahora a Coco como un desamparado, y a Chito enriquecido por la vida. En aquel momento, según ella, Coquito iba al circo solamente por pedido de Jacinto. Desde la ventanuca ahora vacía, detrás de la cual vio momentos antes alejarse a las tres figuras masculinas de su casa entre las formaciones de greda -con el más pequeño en el medio tomado de la mano de los otros dos- apareció Chito para ella, en su concepto actual, como un beneficiado único.  
 
VIII - MISTERIOS  MATERNALES
 
 Su corazón agigantó estas observaciones. En las horas vacías, con los niños en la escuela (una vez concluidas las vacaciones invernales) y su marido trabajando... Chabela continuaba cavilando estas ideas.
En el transcurso de los días subsiguientes, Isabel siguió mateando por las tardes cerca de la puesta del sol, con Toño, ignorantes ambos de estos pensamientos que alimentaban ahora diariamente a Chabela. Para la joven madre era un estado nuevo, una zozobra, como si la vivienda encalada y baldeada hubiese cambiado inesperadamente de color.
Y ella comenzó a constatar a partir de allí, en cada gesto de la familia -y en especial de su marido- que el hijo pequeño estaba beneficiado por más dones de la vida. Lo veía colmado de bienes, mientras que Coco en cambio, pensaba, hallábase desprotegido. Fue entonces cuando sobreponiéndose a sus inhibiciones anteriores (las cuales manteníanla apartada de la escuela de sus hijos) comenzó a ir a la Escuela Lainez en la salida de clase. Chabela había decidido dar al niño sin padre, un apoyo que ahora ella consideraba como indispensable.
Coco y Chito se sorprendieron. Las maestras rodeáronla muy contentas de conocerla, como algo necesario para su tarea docente. Preguntáronle su nombre, el de su madre, hermanos y familia posible, dando lugar a respuestas tan extrañas como las preguntas, propias de dos mundos que siempre habíanse ignorado. Pero el interés hacia ella de parte de las maestras era sincero. Tenían gusto de conocer a la madre del mejor alumno. Coco era quien brillaba por su aplicación. Y esto consoló en gran parte a Chabela.
En la tumultuosa salida de clases con vísperas a la primavera, cuando Proserpina se acerca lentamente y su proximidad aúnase a la idea de expansiones  -con la fiesta del Día del Estudiante el 21 de septiembre- la madre ocupaba su puesto junto a la puerta de salida. Las maestras salían a su encuentro para comentarles situaciones pedagógicas que le eran ajenas. Pero igualmente las escuchaba atenta, casi sorprendida, ya que ella nunca fue a la escuela.
Hubo una vez (pensó) que en otra puerta de salida, conoció a Cristóbal... Y ahora aguardaba a su hijo.
Chabela miraba salir a Coquito, lo besaba primero y le hablaba primero. Al regresar los tres juntos a la barranca, llegaría conversando solamente para él. La diferencia naciente cobró un aire extraño en el mundo diario, y la situación comenzaría a repetirse. El hermano mayor vióse de pronto confundido, asombrándose aún más, al advertir algo huraño con él a Jacinto. Pues sobreprotegido desde el comienzo, Chito percibió por instinto la situación de cambio. El menor regresaba en silencio hacia la Bajada junto a ellos, mientras Chabela preguntaba y hablaba con Coco. El mayor, empero, no quitaba sus ojos del pequeño, quien ya no lo miraba. Una desarmonía evidente comenzaba a surgir entre ellos, alejando a los dos niños en lugar de igualarlos.
Pero ella nunca faltaba ahora a la salida de clase, pues era allí en la escuela donde sus hijos eran diferentes. Sus mismos hijos. Los que nacieran en la Bajada sobre la misma greda donde ella e Isabel vieran la luz, cuando nadie preguntaba por la paternidad de ninguno. Estaba al fin, frente a frente, con ese mundo insólito que habíale transmutado el suyo... pero sin llegar a comprenderlo. Ese mundo que ya había creado cambios en su casa, con nuevas situaciones en su ambiente familiar. Que había producido hechos nuevos, antes de que ella lo asimilara. Ese mundo que le invadiera el propio sin consideración ninguna, y que transformaba su escenario barrancal -incólume por generaciones- en algo distinto.
Un escenario nuevo que la trastocaba por completo, arrojando al vacío todo su entorno. Su estilo barrancal. Su misterio. Su remembranza de un mundo conservado entre las crestas de arcilla roja, como imagen ancestral de un tiempo detenido en el espacio  ¡Era la agonía barrancal que ahora precipitábase en un inevitable descenso! Era su continuidad barranquera quien caía de a poco en el vacío, para arrojarlos a todos ellos de su hábitat. Era el mundo de la Bajada del Negrito Muerto que comenzaba a desaparecer... y Chabela no sabía vivir en otro.
    
IX --  FLORES  PARA  LA  MAESTRA
 
El florecimiento de los nuevos pimpollos, cuando despuntó la ventosa primavera cordobesa, apaciguó las angustias maternas. Una mañana, en efecto, sus dos hijos envolvieron con camaradería fraternal un gran ramo de flores, el cual Toño trajera entusiasmado como obsequio para la maestra de los niños. Esas flores multicolores y perfumadas provenían de los jardines que él cuidaba.
Con la autoridad de su edad, el hermano mayor lo tomó emocionado entre sus manos y ambos, encamináronse juntos hacia la Escuela Lainez, desparramando fragancias. Esta imagen consolaría a Chabela durante algunas semanas.
Con la primavera el cielo de Córdoba -como es habitual- se cubrió de vendavales de tierra. La greda desgranábase estremecida por su frágil consistencia barrancal, sacudiendo a toda la Bajada del Negrito Muerto. Un polvo finísimo color rojo teñía las blancas paredes de abobe recubiertas en cal, inundando todo ese entorno, cual heridas sangrantes de un clima descompuesto.
Llegaron las lluvias indecisas y los chaparrones aislados. Inesperados. Numerosas mangas de langosta obscurecían el cielo, volviendo imposible la visión. Y el escenario saturado de insectos tornábase nocturno en pleno día. Las langostas azotaban las caritas de los niños, quienes hallábanse jugando en el descampado de la barranca, debiendo escapar de ellas entre la greda saturada de crustáceos. Y mientras entreabrían los ojos con esfuerzo, lograban a tientas orientarse hacia sus domicilios, en esa batalla de humano e insecto.
La abuela Isabel estaba ya afónica de tanto llamar a Coco y Jacinto, para cerrar detrás de ellos la vivienda rústica, que iba a quedar atrancada herméticamente. Chabela corría para atender a Coquito, algo lastimado el rostro debido al golpe de las langostas, pero despreocupada por completo del pequeñuelo. Isabel entonces limpiaba la cara de Chito llena de rasguños.
 
X - PROTECCIÓN  PATERNAL
 
Toño se hallaba ausente por completo de estas insólitas preocupaciones maternas, que él mismo con deseos bien sanos, había precipitado al mandar los niños a la escuela en lugar de "conchavarlos". En vez de colocarlos de peoncitos o mandaderos, prefiriendo la educación con las maestras que él no había recibido.
El atardecer lo traía de regreso cansado, pero alegre a su hogar, donde su pequeño hijo aguardábalo cada vez con mayor entusiasmo. Jacinto, sintiéndose aislado, buscó ansioso la cercanía del padre. Y Antonio al verse homenajeado en forma tan especial, veíalo como un premio bien merecido a su dedicación paternal.
Organizaban numerosos programas juntos. Pesca. Bochas. Giras. Caminatas. Toño ante el pedido del pequeño -quien sentíase rechazado por madre- comenzó a llevarlo a todas partes consigo. Y al precipitarse diciembre, con la conclusión de clases, dio lugar a que también lo llevase hacia los jardines que él cuidaba, en calidad de ayudante en miniatura. Allí las patronas encantadas con la vivacidad del niño, le convidaban confites.
Coco en tanto, solitario y sin  comprender nada, quedaba en compañía de las dos mujeres, dentro de la casa. Olvidado. Ignorante de las emociones de Chabela y sus actitudes. Extrañado y sin respuestas para sí mismo, admirado de esa relación impenetrable entre Jacinto y Antonio, optó por su propio aislamiento.
Había sido alejado por ambos en un momento impreciso, sin él casi advertirlo ...¡Su hermano!... de pronto lo había perdido. Y él, el mayor, con sólo nueve años, el que fuera con orgullo su "héroe", el protector del pequeñuelo. El hermano valiente que protegíalo de aventuras y desventuras, encontrábase ahora desplazado por el padre de Chito, e imposibilitado de ofrecerle todo lo que Toño tenía a su alcance para conquistarlo.
Llegaron finalmente los días cálidos, cuando noviembre se cruza con diciembre. Chito regresaba empapado por el gredal tras cada chubasco inesperado, y su delantal blanco escolar habíase convertido en rojo lodo. El año lectivo aún no concluía. Entraba chaguando el uniforme escolar, para entregárselo a la meticulosa abuela Isabel, quien lo almidonaría nuevamente.
 Las últimas semanas de clase encontrarían a los dos hermanitos camino a la escuela (Coco iba a recibir una distinción allí, como mejor alumno). Fueron juntos, con la emoción que conlleva la libertad prometida, cuando se acerca el fin del año lectivo. La libertad que siempre tuvieran. La libertad que era de ellos, continua y constante en el escenario de greda.
Refrescarse en río Suquía una vez más. El mismo río Suquía de su nacimiento. Pero siempre nuevo, inesperado, sorpresivo, correntoso o agotado. El mismo. El de hoy. El de antaño. El de los mulatos angola que ya no están. El de los aindiados de la Bajada. El de entonces. El de los gredales. El de las procesiones de antorchas nocturnas y mistéricas. El de ellos, a esa edad, cuando no había monotonía posible y el final de clases les auguraba un hermoso verano.
Ese era el río Suquía que había dado nacimiento a la Bajada del Negrito Muerto y que habría de sobrevivirle. La creciente del río llegando en avalancha desde las Altas Cumbres cordobesas -luego de atravesar los cordones serranos y sus bucólicos paisajes- determinó que Antonio vigilase a Jacinto durante sus juegos. Debía cuidarlo y enseñarle a nadar en este balneario natural ciudadano y natural, que divide en dos a la ciudad de Córdoba (hoy día unida a Alta Córdoba) y que dio origen a su fundación.
Inquieto y preocupado por la seguridad de su niño, Antonio pasaba horas en la orilla viéndolo alejarse y regresar, sin perderlo de vista en ningún momento. Gustoso del agua, como siempre fuera buen nadador, Toño arremangábase los pantalones hasta las rodillas, cuando debía sacarlo rápidamente de alguna correntada imprudente.  Luego retornaban juntos trayendo piedritas, mojarritas o algún objeto curioso, flotante en la superficie, y al que Jacinto resolviera darle una característica especial dentro de su imaginación placentera.
La lejanía del hermano menor, era ya para el mayor, una pérdida que él consideraba ya como irrescatable. El afecto pleno entre padre e hijo iba creciendo y sería irremplazable.
 
XI - LA  VENDIMIA  DE  CUYO
 
Toño, quien nunca había salido más allá de la Bajada del Negrito Muerto y solamente se movilizaba dentro de los alrededores de Alta Córdoba como muchos de sus antiguos habitantes (o sea sin cruzar el río, cual si fuera un tabú), tuvo ahora en ese enero de 1944, un proyecto distinto. Era pleno verano. Junto a otros numerosos pobladores de la barranca y con fines lucrativos para mejorar a su familia, decidió tomar el tren rumbo a la Vendimia de Cuyo. Las bellas provincias cuyanas -viñateras y bodegueras- de San Juan y Mendoza solicitaban braceros dispuestos a engrandecer al Dios Baco, en su período anual. Y pagaban muy bien.
Sería, según lo proyectado, una separación corta. Una ausencia de poco tiempo. Pero para Chito, abrazado a sus piernas, llorando y rogando que el padre lo llevara con él -como hacía en los jardines próximos- aquella separación significaba para él, un abismo de dolor. Tal vez de temor. O de premonición.
Su hermano mayor, conmovido, trataba de consolarlo. Prometíale juegos. Caminatas. Andanzas. Bolitas. Buscaba provocar su risa... y sobre todo reconquistarlo. Juntos los dos niños subieron la cuesta acompañando al viajero en ese atardecer caluroso en extremo, de un 15 de enero de 1944, hacia la Estación de Alta Córdoba repleta de gente. El verano abrasante secaba las lágrimas de Jacinto en mitad del rostro.
Para Jacinto esta separación tenía un peso significativo, pues era en su padre donde el niño había depositado la emoción de su cariño. Durante los días anteriores a su partida, permaneció como sombra adherida a su progenitor, con una de esas premoniciones infantiles que tienen algo de misterio y de borrasca. Toda la Bajada del Negrito Muerto despediíase para siempre, junto con Chito de Antonio -Toño- su padre... ¡Y éste era el único que no lo sabía!
 
XII - UNA  NIÑITA  MUY  RUBIA
 
Hallábanse todos aquellos familiares barranqueros en el andén de partida, emocionados y cohibidos, cuando una escena curiosa distrajo su atención. Una niñita muy rubia de ojitos claros, con dos trencitas luciendo un vestidito celeste y coqueto -la cual ponía en evidencia su origen distinto- fue retirada del tren por su padre a través de la ventanilla que daba al camarote, donde se hallaba junto a una tía. Tratábase de un médico joven, recientemente instalado en una de esas casas elegantes de dos plantas, con jardín perfumado, cuyo entorno comenzaba a invadir la barranca del Suquía. El doctor mostróle a su pequeña hija una muñeca de porcelana (que curiosamente representaba una mulata) de la cual ella habíase prendado, pasando horas contemplándola, con las naricillas pegadas al escaparate de la juguetería.
-¡Si te quedas es tuya!- le dijo el padre con firmeza mostrándosela
Y la criatura abrazándose a la muñeca abandonó el camarote que la llevaba a San Juan, donde sus primos la esperaban para jugar junto a las frescas acequias doradas, de un enero prometedor y demasiado caluroso ¡Extraño instinto paternal!
Junto a aquella escena muy emotiva, en ese 15 de enero de 1944 de imborrable memoria, sucedieron numerosas anécdotas que hicieron leyenda en el recuerdo de la Estación de Alta Córdoba. Hubo confusión de boletos, ocasionado ello por el analfabetismo de los orilleros del Suquía, que iban hacia la Vendimia.
En los coches-dormitorios (camarotes) se vaciaron algunas plazas, pues el aumento de calor hizo desistir del viaje rumbo al noroeste a muchos de sus ocupantes, temerosos del fuerte verano cuyano. De este modo, al igual que la niñita rubia de ojos celestes, con su muñeca de porcelana color habano, diversas personas quedaron en el andén cuando el ferrocarril partió... ¡Y habrían de alegrarse al día siguiente!
Las ventanillas iban desfilando en fuga, alejando los rostros de los pasajeros de quienes los despedían en el andén de partida. Los últimos vagones fueron perdiéndose en la lontananza, llevándose ilusiones, en un marco de nostalgia para aquéllos que quedaban a su espalda, dentro de una estación ahora vacía. Todos viajaban de alguna manera. Los que partían. Los que quedaban. Los dos hermanitos, Coco y Jacinto con la mano en alto junto a su madre.
 
XIII - BAJANDO  A  LA  BAJADA
 
Luego de aquella partida del tren con rumbo a las provincias viñateras de Cuyo, en ese cálido atardecer de enero, el niño bajó corriendo las seis cuadras en declive desde la estación de Alta Córdoba, rumbo a su barranca de siempre. Enjugando sus lágrimas e incitado a correr por su hermano mayor. La última gota de este cristal doloroso, terminó por secarse sobre el suelo de greda. El calor abrasante de aquel verano, secó el llanto de Chito que corría por sus mejillas. El hermano mayor tomándolo de la mano -como solía hacer antes -presionó con fuerza sus deditos para llevarlo de regreso cuesta abajo, en una corrida estrepitosa.  Ellos ahora corrían juntos -como antes- rumbo a su barranca de siempre. Chabela detrás de ellos, seguíalos sorprendida.
¡Como antes!... en revoltosa carrera hacia los sinuosos gredales ...¡Como antes!... en radiante agitación para ingresar en la Bajada ...¡Como antes!... en un rápido regreso hacia su mundo barrancal ...¡Como antes!... adelantándose a Chabela que ahora quedaba lejos de ellos ...¡Como antes!
Jacinto (pensaba Coco) volvería ahora a ser otra vez su hermano... ¡igual que antes! Chito le pertenecería nuevamente. Sería de él. Volvería a ser de él, de Coquito... Y él lo reconquistaría sin pausa. El pequeño retornaría a reclamar como antes su ayuda, su protección, su compañía ¡Y ya nadie iba a quitárselo! Coco sería nuevamente su héroe, su protector, su defensor. El valiente. El audaz. El osado. El apoyo de Jacinto.
Y esto iba a cumplirse en una dimensión tal, que ni el propio Coco aún se imaginaba. Donde quizás los hados del destino que preparan a los seres para una conducta especial, sentíanse en ese momento, cohibidos por darle tanta responsabilidad.
Obscurecía. La luz mortecina de un farol a querosén colgado de la ventanuca, señalaba a los niños el camino de regreso. Pero una pandilla numerosa de chicuelos del barranco envolvió a los hermanitos en compacto enjambre. La abuela Isabel siguió mateando en su puerta, mientras los veía alejarse bajo la noche calurosa. Corrían ambos niños alucinadamente y se entremezclaron con la pandilla barrancal. La excitación los embargaba. Feliz en uno. Dolorosa en el otro.
El atardecer transcurría lentamente llevándose los últimos arreboles rosados, sobre la greda rojiza,  mientras la madre de los chicuelos aspiraba el fresco procedente de la orilla del río. Las estrellas se anunciaban. En el escenario barrancal las viviendas en ese momento hallábanse vacías, luego de haberse recalentado durante todo ese día de un fuerte verano. Los habitantes orilleros de la Bajada del Negrito Muerto comenzaron a actuar como era su  costumbre. Ibanse preparando para resistir una noche muy calurosa, y empezaron a sacar al exterior sus catres para dormir cara al cielo, bajo el fresco del sereno. Ellos encendieron afuera sus braceros mientras los apantallaban para tomar el "mate del estribo", antes de dormir. 
La pandilla de Chito y Coquito sentía un gran contento de volver a ver a los dos hermanitos jugando juntos ...¡Otra vez!... Y pareciera que sensibles a esta reunión, por todos ellos anhelada, fuese el reencuentro fraterno algo propio de cada uno. De manera tal que el conjunto orillero estusiasmábalos con particular adhesión. Y este frenesí hízoles creer a todos esos niños, en un primer momento, que eran ellos los causantes de esos espasmos que de pronto se sintieron, sacudiendo la greda roja como un vértigo -y sin ninguna piedad- envolviendo como una hecatombe a toda la Bajada del Negrito Muerto.
De improviso Jacinto cayó al suelo. Una bocanada de greda tapóle la cara, cubriéndole también sus piernas. Rodó varios metros sobre un lecho blanduzco, llenándose de magullones. Quiso frenar el empuje violento que lo arrastraba aferrándose a unos yuyos duros, sin lograrlo. Toda la Bajada del Negrito Muerto estremecíase en un delirio sorprendente.
La pava de agua para matear, tembló entre las manos de la abuela derramándole agua tibia sobre la falda. El bracero fue a deslizarse por la pendiente sinuosa dejando a su paso una marca de ceniza. La banqueta de patas bajas donde hallábase sentada, derribó a la anciana contra el suelo gredoso e Isabel, con el rostro rojizo de polvo barrancal intentaba divisar a sus dos nietitos. Los catres sacados al exterior se plegaron cayendo a la greda, cual abanico en la mano de alguna altiva dama, quitándole su reposo a quien lo ocupaba. Los faroles se precipitaron al suelo. Los niños orilleros rodaban cubiertos por una sábana naranja y rojiza.
Como gigantes desvelados, las casas residenciales de dos plantas y coquetos jardines recientemente construidas en una parte de la barranca (para formar Barrio Cofico) balanceábanse como hamacas frente a las gredosas márgenes del río Suquía. Y sus ocupantes espantados descendieron de ellas con sus niños en los brazos, buscando refugio en el descampado de la Bajada del Negrito Muerto, por donde ellos nunca transitaban.
La muñeca mulata de la niña rubia cayó de la cama adonde ambas intentaban dormir, quebrándosele un pie de porcelana el cual nunca pudo ser hallado. Ella miraba sorprendida la araña del techo que se balanceaba con fuerza sobre su cabeza, cuando su padre entró y la levantó en brazos. Con la muñeca en sus manos y negándose a dejarla -semejante a un fetiche que la protegiera en esos momentos de temor- salió afuera en los brazos paternos, mientras la madre alzaba al hijo menor de su cuna. Y todos ellos salieron afuera hacia la barranca del frente, desde donde veían con asombro su casa inclinarse a izquierda y derecha (pues no tenía edificación a sus costados) y creían atemorizados que iba a quebrarse. Hecho que finalmente no sucedió.
Numerosos otros señores y señoras de `porte elegante, también con niños en brazos y otros de la mano habitantes de aquellas moradas de lujo, buscaron refugio en el descampado de la barranca. Donde nunca solía vérselos. La vieja Isabel, asombrada, podía ahora contemplarlos de cerca, como dos ciudadanías que compartían un mismo espacio y sin embargo no se conocían. Los veía atravesar los gredales circundantes a su rancho y con esa nobleza criolla intentaba ofrecerles mate y su propia habitación para los niños.
  
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Finalmente todo fue aquietándose y terminó la pesadilla. Los brazos del hermano mayor, aparecieron tirando al menor de las piernas...
-¡Chito! ¿Estás bien?
Desde el día siguiente Chabela pudo decir que tenía dos hijos iguales. Los dos sin padre. Los dos con padres que no volverían. Ella había hecho una inmensidad y una diferencia entre ambos. La suerte. La circunstancia. Lo imprevisto. La curiosa concomitancia de situaciones, igualaron a sus dos hijos. La madre no lo había deseado. No lo buscaba. Pero en gran medida habíalo convocado.
 En aquellos instantes el tren de Toño -sacudido en pleno viaje a mitad del camino- detúvose en medio del descampado sin ninguna población a la vista, por una semana completa. Y allí quedó antes de ingresar a la ciudad de Mendoza donde los viajeros conocieron recién la desgracia ocurrida. La ciudad vecina de San Juan, con todos sus mitos y celebridades.... yacía en el suelo. El terremoto había sido total. Se abriría para siempre una herida que iba a impactar hondamente en todos los argentinos, y comprometer su devenir en un antes y un después.
¡La tierra rugió en la ciudad histórica y colonial de San Juan, como una madre sangrienta que abortara de pronto a todos sus hijos!
 
XIV --  PASAJEROS  SIN  RETORNO
 
Aquellas fuerzas desencadenas cambiaron la historia de la barranca de Alta Córdoba. Nuevas circunstancias estructuraron un devenir inesperado, y los años iban a llevarse su leyenda. Al día siguiente de ese luctuoso 15 de enero de 1944 se cortó una forma de vida y para algunos niños orilleros, para los de la Bajada del Negrito Muerto, concluiría una vida familiar que ya era débil por sí misma.
Entre ellos encontrábase el pequeño Jacinto -Chito- uno de los huérfanos de San Juan, cuyo padre no murió en el terremoto y desapareció sin embargo en él.
 El era hijo de uno de los muchos braceros que iban ese enero a trabajar a la Vendimia. Sólo mujeres y niños quedaron en la Bajada del Negrito Muerto después de despedir en el andén de la estación, a ese tren que viajaba llevándose a sus hombres, con destino a Cuyo... Mujeres que quedarían sin maridos, hijos sin padres, hermanas sin hermanos. Debido a un tren que fue sacudido en pleno viaje y retenido en medio del descampado antes de entrar en Mendoza. Un tren que no llegaría a San Juan, sino varios días después. Olvidado en medio del camino como la frase dice "entre pampa y la vía". Un tren que iba a pernoctar por días en el descampado, hasta que le permitiesen el ingreso a la ciudad destruida.
Los hombres de la barranca de Alta Córdoba habían ido allí para un trabajo rutinario (y bien pagado), el mismo que hacían todos los años en la misma fecha. Y se encontraron con un trabajo especial. Un trabajo muy diferente al habitual ...¡El salvatage a los sobrevivientes de San Juan!... Un trabajo donde eran necesarios de urgencia muchísimos brazos. Fuertes. Vigorosos.
Y eran necesarios también, nuevos habitantes para repoblar (pues toda la provincia sanjuanina tuvo víctimas debido a la gran onda expansiva), para remover escombros, para rescatar sobrevivientes, para defender los restos sanjuaninos del pillaje, para levantar viviendas de emergencia, para cremar cadáveres, para combatir la epidemia de rabia desatada... Y nunca más volvieron.
Chito lo había presentido. Y ése era el dolor con premonición que tuvo los días anteriores a la partida del padre. Creación y realidad. Leyenda. Niño y fantasma. Ficción y figura. Un símbolo para nosotros que lo evocamos a la distancia. Personaje novelado pero auténtico en su circunstancia. Chito es uno, el personaje de este relato, pero fueron muchos en aquellos años los Jacintos que vivieron la misma alternativa. Nos quedaremos sin embargo con Chito, quien jugaba a esa hora de la Oración sobre el escenario gredoso, bajo la luminosidad vespertina de aquel atardecer de enero, en pleno verano, cuando el fatídico suceso.
  
XV --  LA  ESTACIÓN  DE  ALTA  CÓRDOBA
 
      Antonio no volvió. La barranca no continuó su vida en esa circunstancia que Isabel conociera, perenne y sin pausa. La ciudad de Córdoba crecía y se elevaba. La iba devorando. Consumiendo. Se había deshabitado y ya quedaban en ella, cada vez menos pobladores y menos greda.
            Jacinto y Coco fueron creciendo, del mismo modo que crecía sin pausa la ciudad del Suquía. Juntábanse ambos con sus amigos de antaño en los bordes barrancales aún subsistentes, donde los relucientes mocitos iniciaban sus primeras conquistas. Coco continuó estudiando y habíase transformado ahora en un hábil mecánico, con cuyo oficio apoyaba a su familia. Chito era ya un joven adolescente y atractivo, para las morochas damiselas que paseaban de tarde, vestidas de rojo con cintas blancas sobre la abundante cabellera obscura.
Sin embargo continuaba siendo interiormente el mismo niño, pueril y fantasioso. Más crecido, más alto, algo musculoso, pero con el mismo rostro de ojos expresivos y andar inquieto. Era el mismo Jacinto habitante de la orilla del Suquía y que naciera en aquella Bajada del Negrito Muerto, entre los viejos gredales. Cada mañana subía los últimos senderos curvos que aún quedaban de la barranca, llegando a las calles linderas ahora bien delimitadas, para dirigirse hacia la estación de Alta Córdoba. Y apostábase allí, en su puesto característico de diariero. 
Voceaba las noticias del día. Recorría los andenes. Bajaba al túnel. Trepaba la pasarela desde donde contemplaba casi toda la ciudad. Subía y descendía de los vagones estacionados. Conocía a cada uno de los empleados permanentes y todos los conocían a él. Todos identificaban a Chito como parte integrante de esa estación del ferrocarril con destino al norte y noroeste, que vivía dentro de ella misma, su propia historia.
Su fascinación era el descenso de los pasajeros. Sus rostros. Sus manos. Su atuendo. Ora de obreros, ora de aristócratas, sin término medio. Sus cortantes diálogos que pasaban rápidos junto a él. Incompletos. Dudosos. Transitorios. Fugaces ...cada uno de ellos, para él... era Toño.
Lo creía ver cuando las ventanillas desfilaban en fuga sobre la imagen de los rostros asomados a ellas. Ya no podía definir bien en su recuerdo las facciones de Antonio, pero le quedaba en la retina en forma borrosa, el esquema de la cara enmarcada en recuadro y deformada por el movimiento de la máquina. Esta fue la última presencia del padre en la vida de Jacinto, quien había dejado en aquella estación, su infancia.
Los pasajeros arribaban todos los días y él los contemplaba extasiado. Algunos traían valijas. Otros portafolios. Otros inmensos bultos. Venían solos. Acompañados. En parejas. Largas familias. Era una diversidad inagotable. Su mente y su corazón habían permanecido allí, desde aquella tarde vespertina de enero, lejos ya de la Bajada del Negrito Muerto y nunca más volvió a pertenecer a ella.
En el tiempo evadido, de barranca y niño, donde la permanencia es sólo una anécdota lejana, había triunfado la nostalgia.
A su lado, Coco, lo observó siempre. Acompañó su mirada. Su divagar. Su espera única y continua, solitaria. Y cuando le entregó un pequeño cartoncito con un número de asiento, a su hermano menor de dieciocho años, le dijo con su paternidad de siempre...
-Es hora...
-¿Cuál hora?
-Es la hora de partir.
-¿Y por qué?- preguntóle Jacinto
-Porque Chito se fue en un tren...
-¡Estoy aquí!
-Nunca te quedaste con nosotros.
-Mamá no me quería porque tenía padre.
-Igual no te quedaste con nosotros.
-Era legítimo ... tenía pecado de legitimidad.
-Igual te fuiste en un tren a San Juan.
-No voy a encontrar a nadie.
-Te fuiste hace mucho.
-No sabemos que él esté, en ninguna parte.
-No ... No es él ... es Chito.
El tren pitó cubriendo toda la estación de Alta Córdoba y una remembranza de tiempo, cobraría brillo en la mirada de los dos hermanos. Jacinto trepóse a la escalerilla y el inmenso artefacto lo hizo desaparecer del escenario.
La figura delgada de Coco comenzó el descenso junto al río Suquía donde algunas casillas blancas, como restos fósiles, compartían su extinción con la antigua Bajada del Negrito Muerto, que ya era prácticamente... sólo una leyenda.
FIN
 
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Foto del autor Alejandra Correas Vázquez
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Miembro desde: Sep 18, 2009
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Descripción

Leyenda y realidad de la Bajada del Negrito Muerto, en la ciudad de Córdoba, Argentina

Palabras Clave: romances barrancales

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Relatos



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