QUEMANDO GASOLINA, POR: William Zapata M.
Publicado en Oct 16, 2010
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  Tercera vez que vengo esta semana. Tal vez cuarta, no llevo bien la cuenta, para qué, no importa. Lo que importa es saber por qué lo haces, con cuál fin, de qué se trata todo este asunto de autobuses llegando y de equipajes y de pasajeros bajándose, con sus pelos enmarañados y con esa actitud de desorientación con la que pisas el suelo después de un largo viaje. Tal vez sea eso lo que me traiga hasta aquí, cada tanto, cada noche preferiblemente, pero a veces en el día también. Tal vez sea esta imagen, del recién llegado, lo que más me defina como ser humano. Siempre estoy llegando, aunque en este sitio no soy ningún extraño. Por el contrario, soy bastante famoso. Bueno, lo era. Ya no tanto, después del cambio de fisonomía. Pero, esas miradas. Siempre, hasta en mis sueños más salvajes. Buscando algo reconocible, tratando de ambientarse al lugar, esos cuerpos aclimatándose a su nueva movilidad. Antes sobre ruedas y sentado; ahora parado y andando por mis propios medios, tirando infantería, tal como empezó el hombre a guerrearla por el mundo. Quizá estas palabras vayan de eso; quizá busquen definir las causas de mi estado perpetuo de ser el nuevo, el forastero, el recién desempacado, siempre, el expatriado excelso, el ciudadano majestuoso, el emigrante eterno de una república llamada Reconstrucciones de Identidad; el que suele arribar más que el que suele despegar. Acaso quiera hablar de algún combustible, de algo que necesite tener todo el tiempo para poder funcionar; de quemar gasolina, de hacerme un hueco en el ecosistema; de llantas, de mirar la urbe por el rabillo del ojo y ver los edificios en barrido; de bodegas emocionales; de echar a rodar por la ciudad sin rumbo fijo, a horas extrañas, de timonear tu propia vida; una suerte de poner en marcha el piloto automático; de pisar tierra un poco desubicado, de echar el ancla en tierras poco firmes; como este señor que acaba de bajarse de un Conorte y que busca alguna mirada familiar en los ojos de la gente que espera en la plataforma. Pero no; él no encuentra ninguna mirada reconocible, ningún alma afín que le haga un guiño. Dar un par de pasos al frente, mirar hacia los lados. Acomodarse su sombrero, quitarse el saco que le rodea el cuello y ponérselo; hace frío; ese tipo soy yo. Ha perdido el contacto con algo, esa es la actitud; mirar desesperanzadamente el teléfono público. Para qué, parece reaccionar. Quien quiera que haya quedado en venir a recogerlo, no vino. Decide acomodarse su maletín a la espalda y caminar, alejarse por el pasillo, preguntar a un vigilante dónde queda el baño, la puerta de taxis, el lugar donde se toman los autobuses para el centro de la ciudad, hacia el inframundo. A propósito, he vuelto a escribir a mano. Me tocó comprar una libreta para registrar mis visitas a la terminal. Es fácil tener una posición privilegiada acá. Simplemente te parás lo más cerca que podás, muy junto a las personas que desembarcan, como si estuvieras esperando a alguien y no pasás como un intruso observador de especies raras. Nadie sospecha cuando te quedás indagando en el rostro del pasajero ocasional, con fijeza y ojo clínico. Los mejores días para observar son los festivos o temporada de vacaciones. Todo el día están llegando carros, seguido. Miles de visitantes vienen a la ciudad en esa época y vos podés darte un banquete observando viajeros en la terminal. En las temporadas bajas, uno puede entretenerse mirando aviones despegando y aterrizando en el aeropuerto que queda atrás de la terminal. Los buses inter municipales vienen muy graneados en semana. Esta terminal no es muy vieja; es más bien nueva, ha emergido con la nueva Medellín; la Medellín post Carlos Gardel, digamos. La Medellín Carlos Gardel tuvo que bandearse con una sola calle principal en el centro de la ciudad, hasta que llegaron las grandes construcciones, los anticipos de la megalópolis que fungimos ser. Me pregunto, qué diría Sandra, ahora que yo escondo, con celos más o menos, el vicio que ella solía tener. TODO LO QUE LEAS PUEDE SER USADO EN TU CONTRA Quién iba a imaginar que yo iba a terminar sosteniendo el mismo vicio de Sandra. La mañana en que me lo confesó, no pensé que fuera a trascender tanto en mi vida. Estábamos al lado de la cafetería. No en la cafetería como tal, sino junto a la cartelera de las prácticas profesionales, porque a Sandra no era que le gustara mucho estar en el meollo de la turba estudiantil. De hecho, casi siempre pasaba de largo por la cafetería o se deslizaba tangencialmente por detrás de la facultad y se montaba directamente a su Chevrolet, parqueado junto a la circunvalar. Me pregunto, qué será de la vida de Sandra. Es extraño que, en estos tiempos de interconexión, ella haya sido una de las pocas compañeras a la que he buscado mucho y la única que no he podido encontrar. Iba a escribir 'amiga', pero no creo que Sandra y yo hayamos llegado siquiera a eso. Tal vez en ello radique mi intenso interés precisamente en Sandra; en que ni siquiera tuvimos tiempo de que la relación se viciara con la pócima de intimidad alguna. El caso es que, misteriosamente, Sandra es de las pocas personas que he estado buscando en el Facebook, y en Google, pero el oráculo digital tampoco ha sabido darme respuestas. Lo mismo con nuestros ex compañeros mutuos. Nada, cero pistas. Me impresiona el bajo perfil de Sandra, partiendo de la base de que siempre se alcanzó a graduar. Incluso ya la había empezado a buscar desde el exterior, cuando yo me la pasaba tratando de buscar algún contacto desesperado con el país. Cualquier pretexto era bueno para comunicarme con Colombia. Pero, por qué Sandra. Qué raro. Si nunca fuimos demasiado amigos. Simplemente, de vez en cuando, había cierta química para ponernos a conversar después de clase, pero no más. Acaso alguna mañana coincidimos fuera de la universidad y terminamos almorzando juntos en J. y C. Delicias, pero no más. Ah, sí. En otra ocasión nos fuimos a dar vueltas alrededor del campus y terminamos en los recovecos de la Facultad de Artes experimentando la fascinación de arquitecturas imbricadas y secretas. Recuerdo, luego, estar en clase de Técnicas Audiovisuales hace muchos años, con ella. Un profesor al frente. Del periódico El Mundo, creo. Los lunes por la noche o los miércoles por la mañana, no estoy muy seguro. Pero era uno de esos dos días. Luego salimos a la cafetería y me contó la historia de su vicio. Resulta que a Sandra le gustaba salir por las noches a patrullar la ciudad. Decía tener problemas de insomnio, y entonces solía agarrar el carro y, con la pijama puesta, echaba a rodar por las calles vacías, todo Medellín desierto. Era eso y no más. Después volvía como a las 4 de la mañana y podía conciliar el sueño. Hoy, casi dos décadas después, me gustaría preguntarle a Sandra un montón de cosas. Tal vez, qué dirían sus padres o cómo hacía ella para no dejarse pillar por sus hermanos; si los recorridos los haría en pantuflas o descalza; qué hacía mientras estaba afuera, aparte de conducir y ver calles solitarias; en qué barrios exactamente se metía. Hoy todo lo qué me acuerdo es que aquello era cosa de todas las noches. Me imagino. Que los días hábiles. Que los fines de semana no. Que sólo durante la época de estudio, no sé; ese es otro de los temas que me gustaría tocarle a Sandra. Yo lo que pienso es que Sandra estaba tan aterrorizada, como yo, a quedar atrapada en discursos. Es una cosa muy loca, lo sé. Pero a mí por ejemplo, eso es lo que me gusta de esa sensación de estar rodando tarde en las noches, de estar como escapando. Como huyendo de la estaticidad de los discursos; es como si sintiera que todo pensamiento antioqueño está sumergido una irremediable quietud de camión lechero, pinchado en alguna secundaria carretera de la región andina. Me da susto todo eso. Los discursos como trancones. El discurso de la bohemia, el discurso de los que hacen arte, el discurso de los activistas, el discurso de los djs y sus eternos 10 grandes hits del Pub. El discurso de los que se desviven por figurar, sobre todo. Los que van a los parques y se dedican a posar. Y el de los bazukeros estrato 4. De los cocainómanos y de los que hacen cine; el discurso de la gente de las oficinas. El de los bares. No sé, es como estar atrapado en un embotellamiento de tráfico y ver un semáforo a la distancia, en rojo, y luego verlo cambiar a verde y sentir que el taco no avanza, que tiende a convertirse en nudo en la garganta y que vos te querés bajar de tu moto y seguir el camino a pie, porque todo el mundo anda varado y accidentado y vos te estás varando con ellos, cuando podrías estar quemando gasolina y estrellándote a solas por las noches, en la alta autopistas, a horas cuando todos duermen y cuando las avenidas se muestran libres para transitar. Creo que todo esto tiene ver con eso. De sentirse atrapado en el trancón de ciertos lenguajes y de salir por las noches a conducir en discursos mucho más despejados o de descubrir calles nuevas, con más calma de lo usual, sin semáforos en rojo, ni en verde tampoco. De transitar por los discursos con todos los semáforos en amarillo, eso es. Tal vez Sandra lo hacía por las mismas razones. ERA EL FUTURO Es un día normal en la ciudad. Las luces navideñas estallan antes de caer la noche. Los vendedores de comida frita y borrachos, y mendigos, pululan en las calles, igual que desplazados, ex sicarios, ex guerrilleros, ex paramilitares, gamines y ladrones y demás zombis en general, todos ellos agotados de esperar el fin. Ten cuidado, no vaya a ser que te muerdan, ya sea uno de ellos, o las ratas trepadoras de cafetería que también bajan, de vez en cuando, o tal vez mucho (más de lo te podás imaginar), al inframundo. Una marcha de manifestantes protestan por el desperdicio de electricidad municipal y uno de ellos se me acerca y me quiere entrevistar con una de ésas cámaras digitales y yo le rehuyo, pues mí ánimo anda bajo de voltaje, la energía cero, porque, ya cansado de hablar de mí, acabo de dar un par de entrevistas más temprano y, encima de todo, mi i-pod se empeña en repetir las mismas 20 canciones, a pesar de que le he metido varias docenas de álbumes de diferentes géneros, y yo siento que es hora de borrar muchos de ellos, sobre todo los que más se repiten, pero que esto siempre se me ocurre cuando estoy afuera, y que, cuando llego a casa, siempre se me olvida hacerlo y también pienso que ya es demasiado tiempo viviendo en el inframundo y que a qué horas pasó todo esto. Un grupo de hinchas del Medellín, más fanáticos que hinchas, pasan delante mis ojos oteando sus ´trapos´. Siento que es demasiado y me voy a las afueras de un gimnasio, a ver la gente que intenta unos forzados pasos de cumbia, y me doy cuenta de que Sandra definitivamente ya no existe, que este es otro mundo. Existió. Fue. Y tal vez es, pero ya no en mi universo. Tal vez Sandra viva en uno de tantos micro universos que conviven en ese solo macro universo que es una ciudad, como colores revueltos en una de esas piscinas de pelotas que ponen en los Mcdonalds o como varios huevos estrellados cocinándose juntos en la misma cacerola. En el inframundo es normal que vos terminés manejando una Auteco Plus como la que yo conduzco todas las noches. Bueno, en realidad ni siquiera es tan normal tener una moto en el inframundo, pero a veces pasa. En el inframundo casi todo el mundo se mueve a pie, pero si se va a tener un transporte aquí, hay que tenerlo como lo tengo yo. También no falta quien pueda andar en carro. En el inframundo a veces pasan esas cosas. Muchos dicen que una moto puede ser claramente el reflejo de tu personalidad, una metáfora de lo que pasa adentro de tu alma, pero yo no le doy mayor importancia a esas voces. A mí lo que me desvela es el tipo de canciones que anda moliendo mi i-pod y un poco las llamadas de mi jefe y otro poco las calles vacías de Medellín también. A propósito de desvelos, he tenido problemas para hacer las entregas. Con todo y lo que me gusta salir por las noches, yo no es que sea un gran trasnochador. Lo era, pero ya no. No en el sentido noctámbulo que la gente suele practicar, así como de animal-nocturno-de-bar, como de personaje de Daysleeper, la canción aquella, la de R.E.M. Hoy día, a las 9 pm ya estoy pegando para la cama. Generalmente vuelvo a casa a eso de las 4, pongo La Luciérnaga de Caracol y me tiendo a escucharla despatarrado, hasta eso de las 5 y 30. A las 5 y 35 salgo a tomar un poco el fresco y luego vuelvo a las 7 y cinco, más o menos, para sintonizar Hora de Negocios y es ahí donde me va entrando el sueñito. Luego voy a la cocina, a tomarme un café y converso un poco con Catalina quien generalmente se encuentra leyendo un libro o mirando la tele u ordenando, o haciendo todas cosas a la vez, pero casi siempre lo primero. Después de nuevo a la habitación y El Alargue empezando, pero es ahí donde suena casi siempre el teléfono. Total, el insomnio no es lo mío como en el caso de Sandra, eso es lo que quería explicar. Lo mío es otra cosa. Es extraño. Cuando salgo a patrullar por gusto, por sollarme la ciudad desierta, el café obra perfectamente. Mis sistemas se mantienen alerta y en vigilante y aceitado funcionamiento. Pero, cuando se trata de trabajo, se invierte el efecto de la cafeína y tengo que repetir la dosis, pero añadiéndole un poco de la propia mercancía que le reparto a los clientes y ya, cuando no salgo, es otra cosa. Cuando me quedo en casa me vence el sueño y antes de que Martín de Francisco despida el programa yo ya me he quedado profundamente dormido. Ahora estoy aquí, de nuevo. En una sala de espera del aeropuerto, viendo irse y llegar pasajeros y, abajo, en el parqueadero, he dejado la Plus, la cual tiene las luces traseras un poco sostenidas con cinta autoadhesiva y tal vez así se sienta mi alma esta noche. Tal vez un poco vulnerable a mis espaldas, con las direccionales a medio poner y con el flasher deteriorado, a veces prendiendo y a veces no, sobre todo cuando agarro un hueco en medio de la vía. A veces el flasher apagando. Saco mi libreta y escribo. Por fin puedo volver a escribir. Desde mi regreso a Medellín me había sido imposible hacerlo. Todo este itinerario de reencuentros y re-acomodaciones, y fiestas de bienvenida, te dejan seco por dentro y eso sin contar los trabajos temporales que tenés que atrapar al vuelo para poder sobrevivir. Por otro lado está mi nuevo vicio; éste de salir por las noches a quemar gasolina, no importa que se me caigan los párpados del sueño. Está también lo de buscar un lugar digno donde vivir, y mostrarle tu ciudad natal a tu esposa, los callejones por donde creciste y amaste, y fuiste amado, y dañado, y reparado al mismo tiempo. Esquivar a los zombies que podrían mordernos o las ratas trepadoras del inframundo que podrían subirse pierna arriba por tu espacio personal. Y es que a veces no estás demasiado seguro con respecto a los cambios de las personas que solías frecuentar. La cosa no ha sido fácil desde que he dejado de ser menos popular para convertirme simplemente en famoso y que qué falla que la cosa se halla desbordado tanto. Estamos en un momento histórico en que la gente hace lo que sea por ser un poco más visible. Incluso escupir en la más pavimentada de las amistades. El anonimato se convierte en esa cruz de los tiempos que nadie quiere cargar. Desde que empecé a tener un poco de notoriedad, me ha tocado ser asediado, atacado físicamente e insultado en público a través de diferentes medios, pero no podría decir con certeza cuál fue el origen específico de todo esto. El caso es que no es fácil. Vos tenés que pisar blando en todos los terrenos luego de ciertos asuntos. Hay que tener mucho cuidado, porque esto de la sobrexposición no es ninguna canción de cuna. Pudo ser Nueva York. Pero también podría ser el mismo Medellín, no sé. Nadie pide esas cosas. De repente te acostás siendo completamente desconocido y te levantás siendo todo un famoso, durmiendo en las tumbas de la gloria. En la Gran manzana, tratábamos con Catalina de organizar fiestas para paliar la soledad correspondiente a los fríos inviernos del norte. Ya se sabe cómo es esto de las distancias y del trabajo en Nueva York. Sin embargo, los deliciosos bocadillos que mi mujer preparaba se quedaban servidos y teníamos que despacharlos entre los dos, porque nadie acudía a nuestras invitaciones. De todos modos, sin saber cómo, a qué horas ni por qué, los hechos tomaron otro rumbo. Nuestro apartamento en Astoria se empezó a ver frecuentado por faunas artísticas, y no artísticas, de todos los pelambres. La mayoría quería tener contacto con el fenómeno de las letras en Internet. Cuando yo intuía esa actitud, me ponía pesado y los ahuyentaba en un santiamén. Había días que Catalina y yo regresábamos del trabajo y hallábamos pandillas de jóvenes merodeando por la puerta de la casa o haciendo fiesta en las escalas del edificio donde vivíamos, con sus botellas de Colt 45 regadas por la alfombra y sus pantalones caídos a la mitad de la nalga, con las marquillas de compra aún puestas. Cierta tarde paró un BMW frente al edificio, se bajó una rubia y tocó el timbre del apartamento. Asomé la cabeza por la ventana y me preguntó si conocía a William Zapata. Iba a dar una fiesta de su casa de Long Island y quería tener a un auténtico beatnik suramericano entre los invitados. Le dije que no conocía a nadie con ese nombre en el edificio. Durante las primeras fiestas, muchos se dieron el lujo de robar libros y cidís que yo guardaba celosamente en los lugares más insólitos de la casa. Otros me invitaban a establecimientos públicos de su propiedad para después arrojarme como un perro a la calle. Uno se tiene que cuidar mucho de esas cosas. Si vos sos de esos que está empezando a cruzar la línea invisible entre popularidad y fama, lo mejor es que te busqués un manager. Él, o ella, podría orientarte bien acerca de sobre-en-quién-podrías-confiar y de quién no. Yo no lo hice y por eso estoy pagando el precio. Parece que a mucha gente le da cierto prestigio el llenarse la boca diciendo que se dio el lujo de robarle un libro a cierto escritor en su propia casa de Nueva York o que tuvo el valor de poner la palabra "acomplejado" en su muro de Facebook, cual arbitro que se da el lujo de expulsar a Cristiano Ronaldo de un mundial, para llevarse un buen trofeo histórico a casa. Por eso digo que aquel camino de la fama serpentea por una falla geológica bastante peligrosa. A mi llegada a Medellín, las cosas no fueron demasiado diferentes. Mucha gente quería tenerme en sus propios proyectos personales, pero yo ya estaba muy prevenido. No todo aquel que se acerca con adulaciones es sincero. Eventualmente, acepté un par de invitaciones para hablar de música y de cine en Cámara FM, la Emisora de la Cámara de Comercio, y en Telemedellín. Pero por pura camaradería, acaso so pretexto de saludar algunos amigos. Los bares igualmente querían que les hiciera de D.J. o que hiciera un recital o algo así y uno de ellos me tuvo, pero sólo por una noche. No pasó igual con los periódicos emergentes cuyo histérico afán por figurar me repelió y me hizo rebotar como una mosca contra la ventana del activismo ochentero. Esa cosa de querer manejarlo todo con roscas debe repeler a un verdadero famoso-más-o-menos-popular-en-retirada-proveniente-de-un-lugar-donde-la-fama-no-enriquece-a-nadie y la verdad es que yo nunca he sido muy bueno para sobarle la chaqueta a nadie y mucho menos para que me lagarteen a mí y en Medellín todavía se usa eso, y lo ves sobre todo entre quienes quieren manejar medios y, si no lo haces por lo menos un poco, te quedas fuera, y aquí le llaman relaciones públicas y yo no le veo más que una nueva cara a una vieja versión de lamer suelas y de pelar el diente, cuando lo último que vos querés es sonreír falsamente. Los planes no eran precisamente esos. Sí habíamos tomado la decisión de irnos de Nueva York, fue en efecto por buscar un poco de soledad-artística-a-las-puertas-de-Dios. De alguna manera vos también te podés cansar de tanto espíritu sensible. En New York los artistas te salían hasta en la sopa y mi mujer y yo pensábamos que el tema variaría un poco. No ocurrió para nada de ese modo. En Colombia, los mortales con ínfulas artísticas también nos empezaron a seguir como los damnificados de Haití a las fronteras. A los pocos meses de llegar, recibí la visita de cuatro agentes literarios y de una docena de editores de revistas de farándula. Uno de ellos, era el hoy famoso Juan Pablo Plata y el otro, era el no menos popular Nicolás Vallejo, quienes en ese tiempo incursionaban tímidamente con publicaciones temblorosas y con potencial. Las negociaciones se limitaron a anécdotas con las drogas y a chismes faranduleros. Por demás, creo que el acento bogotano también influyó a que no se saliera con nada. Nunca he podido con los rolos. Igual que sucedía en Nueva York, también muchos fans de mis novelas viajaron a través del mundo para conocer el autor de esas letras. Yo, pura amabilidad bonachona, acepté la visita de un par de aspirantes a escritor, futuros premios Pulitzer que ni siquiera sabían hablar inglés. Uno de ellos se ganaba la vida lavando platos en Barcelona, y el otro era un karateca caleño. A todos los decepcioné. El desinfle fue total. Y es que en los blogs deberían imperar las advertencias sobre la distancia que hay, hubo y habrá, siempre, entre un escritor y su personalidad. Ahora estoy sentado en un Juan Valdéz de una avenida principal y si hay algo que extrañe de Nueva York son los transeúntes, aquella forma de combinar estilo y capacidad de adquisición. Porque una cosa es habitar el centro de una ciudad entre gente bonita y rica y otra cosa es andar a pie entre zombies y ratas trepadoras. Son dos cosas abismalmente distintas, otra cosa. Vos hasta podrías sobrevivir anímicamente con los bolsillos vacíos en un horrible lugar, pero rodeado de millonarios. Siempre es bueno que la clase baja se pueda mezclar con las otras capas de la sociedad para que éstas sepan que de alguna manera queda una esperanza. En cambio, nada te puede salvar si salís a la calle y ves que nadie te inspira y que por el contrario todos te deprimen. Eso siempre termina por hundirte irremediablemente, porque en la mayoría de los casos la televisión es insuficiente para venderte modelos de vida. Lo único palpable en el siglo 21 es la calle. Hoy en día hasta las masas más estúpidas saben que todo lo que sale en las pantallas es un juego y como todo juego, al fin y al cabo, irreal. Veo pasar un par de autobuses repletos de pasajeros, como en las tiras cómicas de Condorito. Sus avisos no anuncian pueblos con nombre raro, como el de Pelotillehue, pero sí compiten entre ellos dejando una larga estela de contaminación a su paso. La contaminación de Medellín es una contaminación no invisible, una contaminación que se puede tocar y ver. Además de oler; como el humo de los grandes incendios. Pareciera que el aire de Medellín estuviera conformado químicamente por gas carbónico y mala publicidad. Al oxígeno saquémoslo de ese paquete. Y así nos va. Me tomo el tercer tinto del día. Creo que ya me he conformado con tomar excelente café, pesimamente mal servido. ¡Estos vasitos de Juan Valdez!Dios, qué haría yo sin el café que prepara Catalina. Me siento en una silla de metal, mientras leo un ejemplar de ADN, recogido en la puerta de un centro comercial. Con mi mujer vamos a ir de compras más tarde, pero mientras tanto he andado con este periódico durante dos horas, porque sabía que eventualmente lo iba a necesitar. Qué divertido es volver al pueblo y sentir que conocés a todo el mundo de los medios. Warhol decía que una buena razón para ser famoso es la de que podés abrir las revistas de farándula y conocer personalmente a los que salen allí. Yo no lo creo tan así, pero me pasa todo el tiempo. Pienso en Francisco Santos cuando estuvo secuestrado y se sentaba a ver el noticiero con sus captores. En mi caso no puedo abrir un ejemplar de Soho o estar escuchando la W o poner a RCN u hojear el Malpensante, sin que tarde o temprano salte un nombre familiarmente conocido. Página tras página, emisión tras emisión, te encontrás con alguien que estimás y otros que no tanto o más bien poco. Yo diría que es la peor razón para descollar en el ámbito circundante. No siempre querés ir encontrándote con tu pasado cada vez que prendás la radio o cada vez que comprés El Colombiano o cada vez que te embuten por las narices un ejemplar gratuito de ADN, cuando en realidad lo que te importa es el presente. Tengo infinidad de amigos populares y otros famosos. También tengo un montón de conocidos cercanos que salen en los créditos de las revistas y de las películas. Pero, en serio. Siento que eso ya no tiene nada que ver conmigo. Para mí eso es pasado ordinario, mal pasado, que se descompuso; aunque éste a veces te ataque desde los medios de comunicación. Para mí, todo lo que tenés en esta vida es el presente y punto. Y el presente para mí es una Plus azul petróleo y una mujer durmiendo a tu lado, que te ama y te abraza a media noche y te da un beso de los buenos días cada mañana. Apaga y vámonos. Tal vez mi presente lo conforme un ruido en el motor o las llamadas del jefe que me llama a horas inusitadas para una entrega. También mi presente pueden ser las nubes de contaminación y/o las permanentes invitaciones a que escriba en X o Y diario. Todo eso puede ser mi presente. Acaso Sandra. No lo sé. Aunque sólo exista en mi cabeza, ella siempre está. Como Dios: no existe, pero es. Voy a describir cómo es mi Plus. Tal vez ello pueda ayudar a dar una idea de cómo está mi vida en estos momentos: cilindraje 150. Modelo 97. De fabricación hindú. Motor rectificado. Freno delantero gastado. Espejo retrovisor derecho caído. Y yo que me tengo que valer del izquierdo. Entiéndase la metáfora: izquierdo vs derecho. O sea; el derecho se ha caído y ahora me tengo que valer del izquierdo, pero sólo de día y a medias, porque, en la noche las luces de los carros brillan tanto que si vos las mirás reflejadas en el espejo te encandilan. Así que, cuando voy a girar a la izquierda, tengo que voltear el cuello y descuidar la vanguardia y echarle un vistazo a la retaguardia: no vaya a ser que un borrador bien acelerado te pegue por detrás. Así más o menos está mi vida, se entiende, ¿no? Segundo día en el aeropuerto. Me encanta el olor que se respira aquí. Como a Windex; no sé: como a café de Donkin Donuts sin preparar. Y la actitud de las gentes. No hay nadie que pise un aeropuerto, se disponga a viajar, y no se sienta importante. Esa cosa de tomar un avión te remite a los días de la infancia en que te resfriabas y todos los cuidados de papi y mami eran para vos. El mundo 100% te pertenece cuando hacés chequear tus maletas y recibís tu pasabordo. Al final, pienso que todo el mundo quisiera que hubiera una cámara de televisión alrededor cuando se dispone a viajar. Es como si recibieras de un solo golpe toda la atención que te ha sido mal dosificada en los doce asaltos de tu historial. No sé. Hay que pasar todo un día en el aeropuerto, viendo irse y llegar gente, para entender la actitud que trato de explicar; esos rostros de los pasajeros y aquellos aviones en la distancia, despegando silenciosos a través de los cristales, como estáticos en el aire de lo diminutos y lejos que se ven. Y estas canciones melancólicas del I-pod, que hacen que todo se vea tan irreal. Quién dijo que en este siglo se escribe en computador o no se escribe. Mirarme a mí. Escribiendo a mano, como al principio. Y cuando digo al principio, digo al principio, en el origen de las cosas. Mucho antes del Office y su combo de Word 95 y Excel y Mesengger. O sea: estamos hablando del primitivismo puro y duro. Mucho antes de los procesadores de texto manejados con la voz. Mucho, mucho, mucho antes de los manejados con la mente inclusive, y de estos paquetes de Recuerdos Implantados y de estos potajes de Memoria Selectiva. Pero, no sé por qué siempre termino hablando del pasado, si yo lo que quiero es escudriñar mi presente. Me refiero a lo del inframundo. O sea, todos estos sueños descontrolados llenos de inquilinatos y de manicomios y de todos estos zombis y smog y ratas trepadoras que siempre tiran a la yugular, si te descuidás. Por eso, pensar en el inframundo es pensar en todos estos escritores de clase media que quieren escribir como Bukowski, pero que nunca podrán hacerlo, porque ni ellos, ni yo, ni mi mujer, tendremos el pellejo para vivir en el inframundo, aunque mi esposa y yo llevamos varios años haciéndolo como una especie de predestinación, sin quererlo, pero asumiéndolo con fortaleza e inclinación divina, después de haber tenido una suerte de llamado espiritual muy fuerte y también una infancia y una juventud donde nunca faltó la comida ni la ropa ni el buen techo ni la educación ni el afecto como el que nos rodea. La pregunta sería, ¿Gobernó mal su vida Bukowski? O ¿simplemente quiso ser escritor maldito? En el inframundo generalmente lo primero que ves son arquitecturas viejas, muy viejas, con esa antigüedad nostálgica de los años 30. Luego cielos-rasos muy altos y largos corredores y también olores a berrinche, a sábanas sin cambiar, a bichos de motel; a escapes de gas; a duchas frías sin ninguna posibilidad de calefacción; rostros tristes con el derecho negado a todo tipo de una cordialidad-sin-amenazas; melancolía. El inframundo es así y salta a la vista de todos en la ciudad. Galletas marca FESTIVAL; personas dispuestas a cortarte el cuello al menor descuido y no estoy hablando precisamente de la calle, y ni siquiera de una esquina en un barrio suburbano. También y, principalmente, hablo de espacios oficialmente institucionalizados. Escribo esto con hambre, no lo voy a ocultar. Hemos llegado por decisión propia a un punto muy-París-era-una-fiesta en el que el escritor debe reducir sus comidas al día, para que los exiguos donativos de la familia no se agoten antes del fin de mes. Los pocos ahorros que nos quedan deben alcanzar para pagar la pieza y comer por lo menos una vez al día. Por ello, pensar en eso de la fama da un poco de coraje. Como cierto día en que estábamos en una fiesta caleña, con alumnos ejemplares de Caliwood y de repente, algunos de ellos empiezan a fanfarronear sobre sus contactos electrónicos con el autor de El Empeliculado, mi famosa página de Myspace. A la larga, todos terminaron enzarzados en una amena conversación de lo divertido que era recibir boletines e intercambiar correspondencia con el autor de aquella novela. Nunca se imaginaron que aquel tipo sombrío, que guardaba silencio al fondo de la reunión, fuera ese mito que todos se estaban encargando de alimentar y al mismo tiempo devorar. "Divertido" no era precisamente una palabra adecuada para una obra escrita desde las tripas. Pero supongo que ya todos los exiliados colombianos están advertidos: si te vas del país, y logras hacerte un lugar en el extrarradio, por favor no vuelvas. A ciencia cierta, no sabría cuándo lo de las entregas empiece a dar ganancias. Por el momento ni siquiera alcanza del todo para la gasolina. Hay semanas inclusive en que tengo que dejar la moto en casa y decirle al jefe, Ey, esta noche no puedo ir a trabajar, pues tengo la moto mala. Y entonces, el jefe no se da por enterado y a mí tampoco me da el orgullo para pedirle que me chute más clientes y la cosa se queda así. Mi esposa y yo nos conformamos con fingir que yo no estoy perdiendo demasiado el tiempo, pero la verdad es que sí, desde un punto de vista no místico, desde un punto de vista más bien espiritual. Pero da igual, pues estoy en Colombia, donde el tiempo de la gente no vale nada y si no te creés andate para una cadena de almacenes y mirá la falta de diligencia con que te atenderán los empleados. Ello sin mencionar la terrible costunbre de los colombianos por llegar tarde a las citas o nunca llegar. Antes, yo solía escribir en computador. De hecho, la mayor parte de mi obra, al menos la más importante, está escrita directamente en un Macbook, modelo 2007, y son dos experiencias totalmente distintas. La primera es como la fama bien ganada y la segunda, me refiero a la experiencia de escribir a mano, es como la mala fama o como la mala fama gratuita; como entrar a un bar, en el que antes te podías tomar unos tragos tranquilo, y en el que ahora no te podés asomar por mucho que te guste, pues sabés que allí todos están esperando a que crucés esa puerta para señalarte y decir con orgullo: ¡Miren, aquí está William Zapata de vuelta! Son muchos los bares en que pasa eso: usan la más terrible de las costumbres norteamericanas para poder ser. Aunque, por fortuna, en Medellín no ocurre demasiado. En Medellín la mayoría de los bares se valen por sí mismos. La mayoría. Los demás tienen que echar mano del referente. Algo así, es la escritura para mí. Oh, Dios mío, cómo añoro escribir de nuevo en el Machintosh. El problema de la fama, buena o mala, es que tus conocidos siempre quieren servirse el pedazo más grande del pastel. "¡Ah! ¡Yo conozco a ese tipo! Éramos muy amigos en la universidad, tomábamos cerveza juntos en Carlos E.". O peor: "Intimamos tanto que terminamos peleados", ¡aggggh! Así es. A veces, las cosas toman medidas desproporcionadas, pues ese referente es usado por inescrupulosos para lucirse ante uno o varios auditorios. A menudo es suficiente con tomarse la licencia de defenestrar de un famoso, para indicar que alguna vez tuvieron un pasado en común. Los seres humanos somos así cuando no hay ningún vínculo comercial de por medio, cuando estamos simplemente botando corriente en el patio de la casa, mientras nos tomamos unos guaros con alguna visita o cuando estamos en la tienda de la esquina, viendo pasar las horas, mientras se llega la hora del noticiero. Algo así como que siempre es bueno recomendar a los jóvenes de que se vayan con cuidado cuando se vayan a meter una raya en la trastienda de su bar favorito. No vaya a ser que un contertulio ocasional adquiera alguno de aquellos pasaportes sociales de alto estatus, acusándote de adicto en los corrillos de chismes. Lo otro es que para ser popular no necesitás que una gran masa te conozca y hable de vos. Para ser popular sólo te basta del aprecio de una o dos personas y eso es más que suficiente para blindarte de la bestialidad general del mundo y de las grandes y pequeñas bestiecillas de Internet. Así que no te preocupés por la fama, es menos peligrosa de lo que parece. Preocupate por los locos que se obsesionan con vos, ésos que te escriben e-mails todos los días y te piden que les mandés tus escritos; ésos que tenés que sacar de tu lista de amigos en Facebook, porque tu muro ya no aguanta más con tanta neurosis. Me pregunto, ¿qué hace que un fan se enamore de vos a la manera como los sicarios de Medellín entienden el término? ENAMORARSE: "Acto de obsesionarse con una persona hasta el punto de querer hacerle daño". Todo esto me hace pensar mucho en eso de la fama. Como aquella vez que había acabado de recitar mis poesías en el bar Antigua de la ciudad de Nueva York, y yo me sentía muy humillado porque me habían acabado de bajar a los empellones del escenario. De alguna manera me sentía como Donnie Darko después de confrontar a Patrick Swayze en los minutos finales de aquel film. No era la primera vez que sucedía. Siempre me sabotearon en aquel bar. Total que me fui a la barra, a tomarme un tequila y me di cuenta de que todos los meseros llevaban la camiseta de cerveza Aguila, aquella que llevaba uno de mis poemas. Luego, el organizador de la noche se subió al escenario para presentar al próximo artista, pero antes dijo: ¡Miren! ¡Ese poeta que acaba de bajar, y que ahora está en la barra disfrutando de nuestro maravilloso tequila, es el mismo poeta que escribió los textos impresos en las camisetas de nuestros empleados! Y entonces, empezó a señalarme a mí y todos los clientes se giraban para mirarme, y entonces lo entendí todo también. Ahora, cada vez que voy a un bar, y el dueño empieza a tratarme mal, y a subirme la voz, entiendo que es para lucirse conmigo y entonces hago caso omiso. Lo mismo pienso cuando alguien famoso me cuenta que le han acabado de rechazar algún libro en una editorial o algún escrito en un periódico. Así entendés que hay una gran diferencia entre obsesionarse con alguien y quererlo. Por mucho que esa obsesión tenga sus raíces en la admiración, hay un alto grado de homenaje en un rechazo. El ejemplo de Francisco Santos, secuestrado, es perfecto para explicar esto de la fama, pero a la inversa. La cosa funciona así: Santos empieza a establecer una relación de convivencia con su captores y lo comparten todo. Come juntos, duermen juntos y ven televisión juntos. En una de ésas, nuestro actual vicepresidente siente la confianza suficiente para contar algunos, y muchos, secretos de todas esas celebridades que salen en los noticieros, haciéndose propaganda subliminal de lo corteses y buena gente y decentes que son. Por lo que cuenta Francisco Santos a sus captores, deducimos que hay un gran abismo entre lo que estos últimos están viendo por TV y lo que les está contando Santos. Así opera esto de la fama. Vos podés utilizarla para ejercer el poder de crear la realidad que se te antoje, sobre todo cuando te ponen un micrófono frente a tus narices, para que digás lo que querás en vivo y en directo, y más o menos me sucede a mí lo mismo, cuando escucho a mis amigos en los medios proyectando una imagen de pulcritud, que en realidad poco corresponde a la opinión que yo pueda tener de ellos. Por lo general, nadie se puede imaginar lo que hay detrás de la vida de un famoso. Ni siquiera la masa tiene la capacidad de ver lo que quiere ver, sino que ésta sólo alcanzan a ver lo que los famosos mostramos, y aquellos trozos no tienen que ser siempre los más agradables, ni los correctos ni los adecuados y, la mayoría de veces, esos fragmentos oscurecen más de lo que iluminan. Por ello, el grueso de la opinión pública siempre tenderá a idealizar cuando de admiración se trata. Muchos creerán también que si vos has tenido una exposición más o menos recurrente en los medios y en el mundillo y en el voz-a-voz, ello significará también dinero y amor y salud. Pero eso es falso. Nunca fama equivaldrá a esos temas, especialmente en un país tan tarado como Colombia. Ni tampoco fama significará necesariamente felicidad. La gente puede tolerarte más fácil la fama que el amor. Sé famoso, pero no feliz. Tampoco tengas una motocicleta Plus, azulita, en el garaje de tu casa, ni una esposa cuyo color favorito es el azul turquesa. La gente te quiere tal como te ve en la tevé. Popular como una Plus: un poco gastado como una llanta de repuesto, un poco vencido como un seguro de accidentes, un poco sin renovar como una licencia de conducir. Tal vez famoso y rico y saludable, pero nunca sonriendo en la foto de la matrícula de propiedad. Pero, vos fresco. Todos esos rumores que habías escuchado, de una primera dama, y de que detrás de todo hombre siempre habrá una gran mujer, sí terminaron siendo verdad. ME HE CONVERTIDO EN UN ÉXITO PERO SIGO ESTANDO SOLO Es una tarde apacible en la ciudad. Tarde de Domingo y el calor correspondiente al fenómeno del Niño se ha permitido darnos tregua. Un ligero viento aúlla entre los edificios de la Avenida Oriental, los cuales se han vestido un poco de gris pastel. Miro a la distancia y veo la larga avenida agradeciendo un poco su soledad, y de vez en cuando algún autobús pasa parsimonioso y se salta los semáforos, sin respetar las luces rojas de los semáforos, y unos cuantos transeúntes aquí y allá y las horribles pirámides que pusieron los de la alcaldía para que hicieran de separadores, y a los lados esos elegantes edificios multicolor gustosamente diseñados en los 70’s, que parecen vigilarnos desde sus ventanas más altas, a los mortales de allí abajo, los que caminamos por la ciudad. Por mi parte ando buscando desde hace rato un lugar digno donde tomarme un café y sentarme a escribir, pero parece que la reingeniería de la administración no le ha alcanzado sino para pensar en los eventos a gran escala y una vez más se olvidan de los pequeños detalles, que son los que en realidad hacen grande a una urbe. En lo personal, yo cambiaría esos majestuosos juegos suramericanos de tres meses, por veinte Starbucks que duren toda la vida, o por al menos un par de Dunkin Donuts abiertos en Domingo. Pero los pequeños detalles no son los que hacen famosos a los alcaldes sino los eventos tremendistas. Entonces se viene todo este año plagado de eventitis, en una ciudad donde no hay un sitio amable donde sentarse a mirar el centro y sus zombies sacados de una película de Víctor Gaviria. Te salvaría de muchas cosas un Starbucks. Te salvaría de la conciencia de tener que sobrellevar tu hambre y tus bolsillos vacíos en el inframundo, así como tomarte un café en un Starbucks de la Quinta Avenida te llenaba de esperanza en los tiempos post-atack. Porque, repito, una cosa es aguantar hambre entre miserables y otra cosa es aguantar hambre entre gente muy rica. ¿Se entiende? Un poco como la ciudad, hoy mi motocicleta requiere que se le compre un buen aceite, la descarbure, le llene el tanque, le compre una bujía y la saque de paseo a divertirse por las calles; pero hoy mi motocicleta, como el resto de la ciudad, ha decidido quedarse en casa junto a mi esposa, mientras yo busco un lugar amable donde tomarme un café. He dicho amable: que no sea “Versalles”, por favor. No sé por qué esto del prestigio y la fama me hacen recordar los días de invierno en que yo trabajaba lavando carros en Nueva York. Tal vez sea porque hoy me he traído mi I-pod y éste cada vez me activa los implantes de Memoria Selectiva. A veces un I-pod te hace pensar que solo fuiste a Nueva York a traer música y un puñado de historias, muchas de ellas olvidadas, borradas definitivamente de la papelera de reciclaje. Pero la vida, como las cosas necesarias, siempre encuentran la forma de abrirse paso. Por eso celebro que el potaje parece estar funcionando. Los recuerdos se vienen a mí tan ordenadamente como un desfile militar el 4 de julio. Diciembre de 2004, el termómetro por los suelos. Ibas en tren hasta la última parada y allí cogías un autobús que te llevara hasta la salida para Long Island. A veces te bajabas en el Queens Center Mall y te quedabas merodeando por las tiendas. Urban Outfitt era tu favorita. La tarde en que te compraste el álbum de Wilco. Recuerdas haber estado paleando nieve todo la mañana, luego a la casa temprano, pues había estado nevando intermitentemente y cuando nevaba no había carros que limpiar. De todos modos, tu jefe, un africano esclavista, a veces dejaba dos o tres empleados de guardia, porque no faltaba el chiflado que le daba por lavar el carro en medio de las tormentas. Si eras de ésos, ólvidalo. Los veías salir del lavadero y a las dos cuadras ya tenían el carro sucio. ¿Ganas de gastar los dólares? No lo sabes. El caso es que siempre te llamó la atención ese fenómeno, pero no tanto como el de quienes hacían fila detrás de esos chiflados por el solo hecho de masificarse. O sea, iban por la calle muy tranquilos y de repente veían a otro carro haciendo fila para el lavadero; entonces se antojaban, cual mujer viendo mamás con sus bebés en las calles, y se disponían ellos también a lavar el carro. Considerabas que había un alto componente de rata-trepadora-de-cafetería en esa actitud. Conozco un montón de ratas-trepadoras-de-cafetería en el inframundo y por eso relaciono ese fenómeno de masificación instantánea. Personajes que se pasan la vida haciéndole la corte a sus amigos de los medios de comunicación, para ganar un poco de visibilidad, después de haberse frustrado durante años en sus respectivas aspiraciones artísticas, y después de haber renegado de esos ex-enemigos que ahora persiguen para que los salven de sus anonimatos. Moraleja: no laves tu motocicleta si sospechas que más tarde podría llover. Déjala guardada y sácala en días más secos y más soleados. Pista 03, artista desconocido, álbum desconocido; creo reconocer a Alan Parsons Project o Spandu Ballet; no sé, pero me gusta. Hubo un tiempo en que pensaba que lo único que podría necesitar sería una mujer a la que quisiera y que ella me amara a mí. Lo creía así porque de alguna manera lo veía en las películas y lo mejor de todo es que aún lo sigo creyendo. A las películas les sigo creyendo. Quizás sean unas de las pocas cosas a las que les siga creyendo; a esa filosofía de las películas sobre el amor y a la brisa en la cara cuando voy viajando sobre llantas. Era muy misterioso para mí que las películas siempre se acabaran cuando el muchacho lograba tener el amor de la muchacha. Eso me hacía pensar que el objetivo de la vida era ése, pero que había que sufrir mucho para llegar a ello, porque así te lo mostraban a través de las peripecias del protagonista. Luego la vida se volvió más compleja y entendí que la gente se puede divorciar y que hay mucha gente que cree en otras cosas distintas a las películas, o en otros finales que no sean de amor. Pero ello no me ha impedido que siga siendo un romántico a mi manera, aunque no demasiado; acaso lo suficientemente romántico como para no dignarme a ejercer alguna vez el periodismo, o Comunicación para el desarrollo, o Relaciones Públicas, no sé. Pero la época de confusión no fue fácil de superar. Luego de saber que la gente se divorciaba, me empecé a creer lo de la fama, la cual yo no había pedido pero que ahí estaba. Hoy en día me alegra haber ido a una de esas clínicas donde te reprograman la identidad y haber pedido que me cambiaran la cara y haber sido arrojado al inframundo y haber visto tantas películas cuando era niño también. No recuerdo haber visto ninguna que se terminara con un final de fama. De hecho el 90 por ciento de las pelis' de mi infancia terminaban con final de amor y, en general, todas ellas me estructuraron y todo lo que soy se lo debo más a la educación sentimental de las películas que a todo aquello que vino después. A las otras educaciones les debo un montón de ideas falsas. Por eso podría suponer que es hora de poner a rodar los créditos de mi vida, pero todavía me queda una motocicleta en el garaje que necesito reparar. A propósito. Hoy estuve donde el mecánico y me ha dicho que debo cambiar el cable del clutch y que quizás, también, reemplazar algunas bielas. Habría que dejarle la Plus un par de días para que él la revise bien, pero lo de las entregas ha estado un poco lento por estos días, total, los ingresos pocos y me está haciendo hora de replantearme bien lo de mi trabajo. Por el momento me conformo con pensar que no hay nada mejor que tener tu motocicleta en un estado aceptable, suficiente para hacer un viaje largo con la sensación de que llevas a tu mujer en la silla del pasajero o que simplemente estás recorriendo la ciudad a solas, a altas horas de la noche, si tu nueva predilección por la somnolencia te deja salir, claro está. A veces me doy a la tarea de examinar la vida de todos esos conocidos cada vez que prendo la radio y me doy cuenta de que, tal vez, ellos nunca puedan poner a rodar los créditos de sus historias y me siento aliviado por estar por fuera de ese mundo que uno termina viéndolo como otra especie de inframundo si se mira al revés. Casi siempre la exposición mediática hace que uno termine tan enamorado de sí mismo que le resulta difícil amar a otra persona. Aunque hay muchísima gente que ni siquiera necesite estar en los medios para que se le dificulte amar a una segunda persona, más allá del espejo. Se entiende. Pensando en la radio, creo que es preciso agradecer a la época por los juguetes. Cierta vez estaba lavando unos platos y una mujer, que vive con nosotros, entró a la cocina con su menaje de ollas y trastos para fritar su arroz, correspondiente de todas las noches. Sin embargo, esa noche la acompañaba algo especial. Se trataba de uno de esos teléfonos celulares en los que puedes sintonizar los canales nacionales de televisión. Se lo había regalado su novio. Igual, poco se veía en el teléfono, aunque el audio se escuchaba muy bien. De todos, modos, allí estaba ese aparato, rompiendo la monotonía mientras ella fritaba su arroz y yo lavaba los platos. Igual, en otra ocasión me encontraba tomando el aire fresco a las afueras del inframundo y una pareja de gays, muy amigos de mi esposa, salieron a mostrarme su nueva adquisición. Era un MP3 que hacía también las veces de televisor, teléfono y grabadora. Me encantó aquello; sabía que existían, pues la oferta es numerosa en las aceras, puentes, atrios de iglesias y parques, pero nunca había tenido uno en las manos. Me refiero a los MP3 funcionales. Y adoro todo eso de estos tiempos; y agradezco por ello. Al final uno de los amigos de mi esposa puso una canción de Luis Enrique para amenizar la conversación, pero yo pedí excusas y me fui a escuchar “Hora de negocios”. A veces tengo una fantasía en la que hablo con Sandra. Ella va saliendo de la universidad y yo voy entrando. Entonces entablamos conversación y ella me pide que la acompañe a almorzar a las afueras de la ciudad y yo le digo que no puedo porque me dirijo a clase, pero ella casi me obliga dándome órdenes como si fuera una mascota de su pertenencia o algo así. Al final pasamos todo el día conversando adentro de su Chevrolet, a la vera de una carretera secundaria, frente a un limonero, y escuchando un casette de R.E.M en la radio. En otra versión de la misma fantasía, ella me obliga a que la vea tener sexo con su novio, pero en una de esas noches en que solía recorrer a solas la ciudad. Suena bizarro, pero es normal tener ese tipo de pensamientos en el inframundo; sobre todo cuando es domingo en la tarde y vos te aburrís de escuchar tu I-pod y de tener que sobrevivir en una ciudad que, más que una ciudad, parece un mundo de pordioseros, digo zombies, imaginados por Danny Boyle para una segunda parte de “28 Days Later” y donde no hay ninguna posibilidad de que encuentres un taller abierto adonde puedas arreglar tu moto. Lo otro malo del inframundo, es que fácilmente te podés estar encontrando a vos mismo en medio de películas proyectadas en teatros donde la gente no entiende cuándo se debe guardar silencio o cuándo se debe opinar. Teatros donde suenan teléfonos celulares y los cinéfilos contestan en medio de la oscuridad y hablan en voz más alta que la voz de los mismos actores. Teatros gratuitos, donde madres entran con bebés de brazos y los dejan llorar durante toda la proyección y sus llantos suenan como almas desesperadas pidiendo ayuda en medio de una autopista-de-la-información o como perros perdidos bajo llantas, en atascos de la Avenida Oriental, viernes, 3 y 32 de la tarde. Teatros, en todo caso, donde habitantes del inframundo se toman más atributos de los que les corresponden y se dignan a comentar la actuación de los actores cuya altura siempre quedara por fuera del ángulo de visión de sus bajezas. No sé, simplemente son formas de estar. El inframundo es así. Hay días en los que te tienes que revolcar en su fango y tragarte todo el lodo de quienes se arrastran en él. De repente te ponen ese muro de Facebook o esa cámara de televisión al frente y sabés que podés decir lo que se te venga en gana y vos lo decís. Te tenés que ceñir al libreto y, si no hay libreto, tampoco es que te podás tomar demasiadas licencias, pero vos te las tomás y no debería ser así; mejor que tengás que forzar tus palabras y tus principios y tus gustos y tus costumbres político-sociales al estilo de las costumbres político-sociales del programa de turno y entonces pensar, "¡Bah!" “Sólo es un programa”; “ellos se han tomado la molestia y la amabilidad de invitarme”; “por algo será”; “¿De que sirve dañar la buena atmósfera y la onda del momento?" "Para promulgar tus verdades?”. “Nada mas limítate a decir tu cosa, y le das un beso a la bella productora y te vas a casa tranquilo y mañana te levantás como si nada hubiera pasado", te decís, "En pocos días todos habrán olvidado este difícil asunto", Te repites. Pero no; salís a la calle, a comprar el pan y resulta que todos allí te miran de manera extraña, como si hubieras hecho algo, y te preguntan tu nombre sin razón y vos volvés a casa preocupado, pensando si todo de alguna manera está relacionado o no. Pasás por una vitrina de “Guess”, te ves reflejado en ella y decís: “Pero nada como aquella vez en que aquel camarógrafo de Telemundo te entrevistó y te insultó por tu forma de contestar las preguntas y, encima de todo, te puso dos días después en el hogar de 40 millones de hispanos en Estados Unidos, luego de que vos no hacías sino preguntarte por qué algunos periodistas se esfuman de la escena y envían a sus cámara-man para que ellos solos saquen adelante lo periodístico". "Sí...", Te dices, aquella tarde en la ciudad de Nueva York, estuviste a punto de gritar al cielo: “Dios mío” ¿dónde está el piloto? Así es. Muchas personas que conozco se creen con el derecho de auto proclamarse escritores, porque tienen los contactos y creen que con solo salir en los medios basta. Pero, siempre habrá una gran diferencia entre ser un suertudo Bob Dylan y un ocasional Leonard Zelig. Ese otro factor X, aquel “touch” de magia, nunca se podrá conseguir ni en la tienda de la esquina, ni en los supermercados, ni mucho menos se podrá negociar con una simple llamada telefónica. El asunto es mucho más complejo. Si la fama no es algo que se persiga, el talento menos. Aunque lo de la fama es algo mas grave que el talento. Es en plan viceversa. La fama, como tus orígenes, es cazador detrás de la presa, que siempre te perseguirá. La fama llega. La fama se cuela por la ventana sin que vos podás hacer nada. Hagas lo que hagas, vivas donde vivas, si fuiste elegido, siempre acechará por ti. Pero eso sí: la fama nunca significará talento, olvídalo. El esquema general de “Hora 20” es lo que en términos políticos podría denominarse “bisutería informal”. Primero, una introducción periodística de media hora, que consiste en los titulares; o sea: la mención de las noticias más importantes del día. Luego comerciales y luego el debate entre voces autorizadas de la nación, sobre algún tema del día. Simple y agradable. Entretenido y profundo, como las mejores cosas de la vida. Además radial; con esa extraña capacidad que tiene la radio de penetrar hasta los rincones más remotos de cualquier inframundo. Ahí va la amplitud modulada, rebotando entre las paredes, viajando sobre las casas de la ciudad, que en el crepúsculo son como pequeños incendios cuando se miran a la distancia: brillando sobre las montañas grisáceas. Grandes leones marinos, como dinosaurios dormidos echados sobre las rocas, mientras este atardecer azulado prende sus barcos de luces rojas sobre algún mar. Mi esposa y yo somos una tribu formada por dos personas. A ella le gusta el cine en todas sus presentaciones y a mí me gusta más la radio. Aunque a ambos nos gusta la televisión también, y los periódicos, y los libros, y los supermercados y los bares, y los centros comerciales, y esos churros de azúcar que venden en la playa con Maracaibo y aquellos jugos de zanahoria con naranja de las tiendas naturistas, pero no tanto porque mi esposa y yo ahora estamos en una etapa de mistificación. Supongo que vos tenés que hacer ciertas cosas cuando sos de los que creciste con inquietudes más espirituales que materiales. Y eso no se puede esquivar, por mucho que lo hayás aplazado. Hay un punto de la vida en que las cervezas ya no entran y sentís que los zombies te muerden y que los cerdos y las ratas gustan de revolcarse más en el fango. Entonces empezás a abrir ventanas y puertas que antes estaban cerradas, y a cerrar las que antes estaban abiertas, y a buscar la salida al patio antes que la salida de la calle, porque el asunto es de búsqueda y esa búsqueda bien podía ser entorpecida por cosas como la fama o por regalos divinos que a la largo pueden ser tan contraproducentes como el talento, por ejemplo. Especialmente si tratas de sobrevivir en momentos históricos como éste o si sos de esos a quienes les gusta salir a pasear por calles donde corrés el riesgo de ser mordido por uno de esos zombies que salen en las películas de Víctor Gaviria o por uno de los otros también. Entonces te preguntás por esas cosas que te pueden acercar más a Dios y es probable que en ese camino terminés viviendo por largas temporadas en el inframundo. Pero, si sucede entre dos, date por afortunado. Hoy mi esposa y yo vivimos en una pieza con una ventana, con cortinas que recogemos por la mañana, luego de la ducha. Casi no podemos movernos de lo pequeña que es, pero tenemos un escritorio y patos y gallinas y una huerta. Es extraño. Toda esa gente que me reconoce por la calle me llama por mi nombre y me escupe y me pide autógrafos y me solicitan que les envíe mis escritos; esa gente no se imagina que sos un simple tipo en retirada, que ahora vive lo mas austero posible, con una esposa que en los 90’s siempre pasaba de largo por el restaurante “Andrés Carne de Res” y que trata de entenderlo todo cuando tu casera te amenaza de muerte y cuando un par de travestis se zanjan en sendas peleas de cuchillo, y de aguardiente, y de sangre al amanecer. ¿Qué pasa entonces cuando un terrícola de inclinaciones artísticas se frustra? Pues simplemente sale desesperadamente en busca del poder con mayúscula, o en su defecto, de cualquier tipo de poder. Esa es la especie de vacío que puede dejar el arte cuando se asume de manera inadecuada. En la época moderna, tiendes a creer erróneamente que el dinero o la popularidad y la fama, o la fama que te puede producir el dinero, podrían hacer las veces de sustitutos de ese arte abandonado. Tal vez por ello, cada vez es más recurrente ver tipos y tipas tratando de tener éxito con temas culturales, a través del poder. La cultura de alguna manera se ha convertido en el pasaporte social para los inútiles de la familia. Sin embargo, hablás con ellos y te enterás de que el vacío nunca se llenó. Triunfaron, hicieron dinero, salieron en titulares de prensa, pero se frustraron igual. Al final, les preguntás cual fue su idea del arte cuando quisieron intentarlo y por lo general sus respuestas terminan relacionadas con el éxito, la fama y la popularidad, pero muy poco con el arte mismo. Puedes intentar esto en casa, pero nunca con verdaderos artistas. Por favor hacer la prueba con funcionarios públicos, profesores universitarios y dueños de medios de comunicación. Claro que no todos de quienes ostentan el poder provienen del planeta de los artistas frustrados. Ahora bien; hacés la prueba con los artistas auténticos que nunca se frustraron y que probaron las mieles de la gloria y que salen en la televisión y te das cuenta de que el único tema que quieren tocar es el arte. Mejor dicho, nunca intentes hacer esto en casa. Las personas que aparecen en esta historia, son personas profesionales, debidamente entrenadas para los trucos mostrados. Era una típica tarde medellinense. Los niños corriendo entre macetas y flores. Brisa primaveral. Una larga fila en helados “Mimos”; ancianas y ancianos siendo sacados a pasear por sus hijos y nietas. Todo perfecto. Catalina y yo sentados en una de las banquitas del centro comercial San Diego. Catalina y yo sentados en una tienda de esquina en el barrio Los Colores. Catalina y yo comiendo cono en el barrio Buenos Aires. Catalina y yo comprando fresas con crema en la vía “Las Palmas”. Catalina y yo cerveceando en Carlos E. Restrepo. Catalina y yo tardeando en las mangas de La Villa. Catalina y yo entrando a cine en el Carrefour de la 65. Catalina y yo mercando en uno de esos graneros de Campo Amor, con un aviso de “Carnes Frías Zenú” en la fachada. Estamos, pues, Catalina y yo frente a una de esas vitrinas de San Diego. Si miras hacia arriba, puedes leer la palabra “Leonisa”. Más abajo del aviso: “Cuerpo de mujer (latina)”, y más abajo, uno de esos afiches silueteados con la imagen de una mujer en ropa interior. Lo curioso es que esta mujer está mandando a callar a la cámara que la fotografió y subliminalmente la acompaña un texto que reza: “La mujer latina tiene secretos: aumento, control, reducción”. Para entonces, yo ya llevo varios días preguntándome por qué las mujeres en esta ciudad no usan falda regularmente, ni mucho menos vestidos. Y entonces me doy a la tarea de contar las mujeres con falda entre las transeúntes de San Diego. Aparte de Catalina, a quien no le da miedo sacar a relucir uno de sus vestidos traídos de NY, cuento una mujer y media con falda, entre varios centenares de ellas. Digamos que en el transcurso de hora y quince minutos aproximadamente. Digo mujer y media, porque una de ellas es una niña de 9 años de edad aproximadamente. La otra, trae una falda que consiste en un trapo blanco desmechado en las puntas y que le sube hasta 3 cuartos de muslo. Por tanto no cuenta, pues se me olvidaba aclarar que las minifaldas no me clasifican. Así que una minifalda sumada a una niña de 9 años, dan como resultado una mujer y media, más o menos. Así que nos dirigimos al parqueadero, le damos un par de monedas al cuidador, sacamos los chalecos y tomamos nuestra Plus, la prendemos y nos dirigimos al centro de la ciudad, derecho por la avenida El Poblado y luego por la calle del Huevo y luego El Palo, hasta parcharnos en las sillas de la arepería “El Periodista”. Pedimos una arepa y unas salchipapas, y dos empanadas para picar mientras nos sirven todo, y luego una Sprite para compartirla entre los dos. Pero es entonces cuando se nos acercan dos zombies, y una rata trepadora, y nos piden plata los zombies, y me trata de poner conversación la rata, y Catalina y yo hacemos caso omiso, y es entonces cuando somos atacados. La rata me muerde en el cuello y uno de los zombies muerde a Catalina en la pantorrilla. Y es entonces cuando entiendo por qué las mujeres en Medellín nunca se ponen falda y viven todo el tiempo en bluyines. En Medellín no hay escapatoria. Si caminas por las calles te pueden morder los zombies y si vas a los bares o a las universidades te pueden atacar las ratas trepadoras. Las hay arriba tanto como abajo. Pero éstas generalmente provienen de la clase media paisa y siempre están metidas en algún rollo de drogas o alcoholismo o poder. Son igual de peligrosas que cualquier paramilitar o desplazado o vendedor de drogas porque son mas inteligentes y han recibido mejor educación, pero están enfermas por el ansia de primar, igual. Se te cuelan por entre los pantalones y se te pueden subir por el cuerpo y clavarte sus dientes en la yugular. Son temibles las ratas trepadoras. Venite a Medellín y de-una las reconocerás. Por eso Catalina y yo preferimos andar en moto todo el tiempo. Una moto siempre te garantiza movilidad y te queda mucho más fácil ponerte a salvo de los zombies y de las ratas trepadoras. Sobre todo los viernes en la noche, cuando salen desesperadas a buscar víctimas y a patrullar. La verdad es que Catalina y yo siempre hemos sido una pareja de esposos consentidos. Nunca nos tocó trabajar hasta muy entrados en los treintas y mucho después de haber coronado la universidad. También sufrimos de esa terrible incapacidad para identificarnos con las cosas del país, y ya se sabe que una persona sin identidad es una persona débil. Una persona sin identidad es una persona sin voces en la ciudad; y sin imágenes que la representen. Personas sin identidad son personas con pocas cosas en su entorno que les llene el espíritu de ánimo, a no ser que sean los típicos azules limpios del cielo y toda esa gama de verdes en las montañas de Colombia y esos patacones con guacamole y queso de la Universidad de Antioquia. Y ese climita primaveral del inframundo. Total, aquí estamos Catalina y yo vulnerables frente a estas superficies especulares que no nos reflejan, tomándole fotos a unas imágenes que queremos retener pero que se nos escapan, deseando que algún día los aromas y la música del lugar toquen nuestros espíritus o que por lo menos la vida paisa se parezca un poco a esas canciones de Cámara F.M., la emisora de la Cámara de Comercio de Medellín. Aunque, debo decirlo, ya antes hemos hecho el intento. En Nueva York íbamos a los bares de salsa, forzando algún tipo de entretenimiento; examinábamos con juicio los nuevos lanzamientos de Juanes y de Shakira, llorábamos escuchando Las voces del secuestro y La noche de la libertad y nos reíamos a las carcajadas con La Luciérnaga y poníamos el “faltan 5 pa’ las doce” los 31 de diciembre; y leíamos biografías noticiosas del Joe Arroyo y del Cacique de la Junta, pero nada. Todo era inútil: no lográbamos conectar. Hoy, en cambio, nos pasamos buscando desesperados alguna señal de humo entre las líneas de la Rolling-Stone-Colombia o saltando canales en la televisión por cable. - Anoche soñé con una compañera de la universidad –le digo a Catalina mientras hojeamos unas revistas de Soho en la biblioteca de Comfenalco. Desde que “El Bebé”, nuestro Macbook, se descompuso, venimos un par de veces a la semana a pedir turnos de internet, en la sede de la Avenida La Playa y Catalina es una de esas esposas a las que vos podés confiarle tus sueños y pesadillas con otras mujeres. -Qué raro. Tú casi nunca te acuerdas de tus sueños. – Me dice ella. -Este es un sueño recurrente. Ya lo he tenido varias veces. Casi siempre estoy hablando con esta pelada. -¿Y qué te dice? -No me acuerdo, pero anoche estábamos en un restaurante chino y ella me estaba contando una historia de un tipo que la había invitado a pasear en yate por las playas de Cartagena. Resulta que este man se lo pedía y ella se había devuelto para Medellín, toda ofendida, dizque porque no esperaba que el man se lo pidiera. -¡Ah! ¿No? Y ¿Qué esperaba pues? Se supone que si uno se va con un pretendiente a pasear, es porque va dispuesta a que el man, como mínimo, se lo pida. -No sé. El caso es que fue raro porque, en el sueño, el man que terminaba pidiéndoselo en Cartagena era yo. Resulta que, Catalina tanto como yo, somos como medio misóginos. Ambos nos ponemos tácitamente de acuerdo con ciertas críticas frente a ciertas salidas de las mujeres en general. Para mí, Catalina es la única mujer que prefiere el cine a la gloria. Cuando la conocí un viernes por la noche, le propuse presentarle un grupo de personajes influyentes del mundo del espectáculo en el oeste de Manhattan. Ella me dijo que prefería aquel biopic de Ian Curtis en el Angelica y me preguntó si quería acompañarla. ¡Como no enamorarse de una mujer así! Total, nos entramos a función de 10:30, pero a ver “24 Hours Party People”, pues la boletería de “Control” ya se había mandado a guardar. Igual, a la salida, quise llevarla a un restaurante del Greenwich, pero ella me truequió la invitación por una caminata en el Seaport y un par de sánduches de Subway en las escalinatas de Union Square. Y así fue que nos conocimos. Ahora estamos aquí en las sillas del centro comercial El Tesoro, esperando que abran la tienda de Mac, en el tercer piso. Me parece que hemos venido demasiado temprano, le digo. Si ¿no?, me dice ella. A lo lejos se escucha una ligera música ambiental, que se mezcla con el sonido de una cascada artificial y que cae en un lugar cerca, entre helechos y mayamis, y orejas de burro. A nuestra izquierda un carrusel para niños, y un tren entre un bosquecillo, y los pinos, y las nubes y los primeros clientes que llegan antes de que los locales comerciales abran las puertas. Catalina y yo estamos desplomados. La sala de WiFi está constituida por un grupo de cómodas poltronas forradas en fino cuero, las cuales, poco a poco, te van tragando. Aquí vos empezás sentado y a los diez minutos ya estas acostado. Miro en dirección a la cascada y veo las montañas del oriente salpicadas por modernos edificios rojos, los mismos que la ciudad se encarga de mitificar, porque todos dicen que los mandó a construir Fajardo, como quienes miran una suerte de Everest artificial a punto de ser escalado y mandado a construir por un emperador egipcio. Debe ser mi arribismo, pienso. Catalina juega con su I-pod y yo enciendo el mío. Los primeros empleados empiezan a llegar. Es muy simpático: generalmente las empleadas de estos almacenes llegan a trabajar con una bolsita de shopping en las manos, algún pequeño talego de papel que diga “Zara” o “Tennis”. Un aviso de “Calvin Klein” lleva saludándonos desde hace rato. Se dinamiza el mall: pasan los encargados de la limpieza y una yuppie con dos oficiales de la construcción y les empieza a dar unas instrucciones sobre las macetas que nos rodean y los oficiales se ponen en acción. -Es increíble que “La Bebé” nos haya subido hasta acá – digo. “La Bebé”, así es como le decimos a la Plus, Catalina y yo. El Macbook, 2007, en cambio, es “El Bebé” y el I- book 2002 es el bebecito y los i-pods también. “La Bebé” y “el Bebé” y “el bebecito”, esos son nuestros hijos. - La Bebé es fuerte – me dice ella –está recién salida del hospital. Resulta que hace poco, hemos llevado la moto al mecánico y este nos ha arrancado 60.000 mil pesos por ajustarle un par de tornillos en el motor. Difícilmente nos alcanzan nuestros ahorros para comer y nos tenemos que gastar lo que tenemos en las marañas de un mecánico diferente cada vez. Es complicado hallar un reparador honrado en el inframundo y ello no sería problema si ganáramos más y pudiéramos comprar otra bebé. Pero así están las cosas, me parece que tendré que volver a la docencia de cátedra, la cual es como una versión oficializada de la venta de confites en los buses, por lo repetitivo que se vuelven los discursos, pero creo que ni en eso podré encontrar trabajo en este país. -Anoche soñé con que me había metido a vender drogas –le digo a Catalina -¿Si? ¿Y que droga vendías? -Una droga rara –le digo- Algo así como un potaje para recordar ciertos recuerdos. - ¡Ah, como en “Tokio ya no nos quiere”! -Exacto –le digo- pero en este caso es a la inversa. No es una droga para olvidar sino para recordar. La gente que se tomaba el brebaje, recordaba cosas dolorosas y se curaba. -Mmhhh…. Dame un ejemplo -¿De qué? -¿Qué cosas puede recordar la gente para curarse? -No sé, texturas de la infancia, supongo. -¿Será que algún día llegaremos a ese punto? -Según creo, ya hay computadores donde vos podés seleccionar tendencias genéticas específicas y potencializar las positivas y borrar las negativas. Me imagino que el próximo paso es la testa. Inventar una máquina que te ayude a borrar la mierda. -Y a rescatar lo bacano. -Yeah, yeah; como las drogas que yo vendo en mis sueños. Es extraño eso de contar lo que te pasa por las noches, lo que sucedía mientras tenías la maquina apagada. A veces lo hacés sin pensar. De pronto estás desayunando con tu mujer y, antes de ponerle mantequilla a la arepa, ya estás hablando, o escuchando, de sueños; supongo que es la principal razón para tener una vida en pareja. Un acto tan fisiológico como levantarse y preparar el desayuno, se convierte en el más sagrado de los rituales que le pueda quedar a los hombres. Esas charlas mañaneras justifican los siglos de humores contradictorios y olores y manías, que son la vida matrimonial. Entonces, de repente suena mi Samsung, un teléfono de cincuenta mil pesos donado por la familia de Catalina. Es mi jefe. Lo leo en la pantalla, pero no se lo digo a Catalina. Catalina ni siquiera sabe que tengo un jefe. En efecto es alguien relacionado con mis escapadas a media noche, pero por ahora lo tengo bajo control. Desconecto la llamada. ¿Quién era?, me dice ella. Un man ahí, le digo. Yo sé que Catalina no sé desvela demasiado por las llamadas no contestadas. Confía en mí. Le soy fiel. Cuando vos tenés un número considerable de lectores y lectoras obsesionados con tu literatura, te acostumbrás a estas cosas y aprendés a manejarlas. Me pregunto ahora, cuántos escritores frustrados me envidian todo esto: la fama y la lectura de las masas sin haberle hecho relaciones públicas a nadie; y todo este tiempo de desempleado que me queda libre y que invierto en escribir y escribir. Pero supongo que la cosa no dure. La cosa se va a fregar cuando llegue el dinero o por lo menos cuando encuentre un trabajo normal, donde el jefe no sea una máquina y donde no sea yo el que me tenga que poner mi propio sueldo. Chilla el Samsung de nuevo. Un mensaje de texto. Mi jefe, de mi trabajo no normal, diciendo que “esta noche hay muy buen voleo”. Catalina me mira de reojo, pero yo pongo el teléfono fuera de su ángulo de visión, mientras contesto el mensaje. Es horrible volver a un lugar que no cambia. De repente sueñas que, si te vas diez años, el paisaje va a estar modificado. Que por lo menos todos se hayan ido y no encuentres a nadie. Sueñas con un relevo generacional, eso es. Vas caminando calle abajo, tratando de establecer alguna nostalgia y de pronto salta una de esas antiguas novias ratoniles y te empieza a agradecer por todo lo que le aportaste a su vida, cuando en realidad vos sabés que lo que está intentando es beber un poco de tu fama, de tu antigua gloria que hoy no es más que un eco fantasmal de una vida que poco te importa. -Al principio es como la marihuana o el éxtasis –me dijo mi jefe- es como aprender a pilotear una traba. Hay una primera fase en que todo se desborda. -No debería tomarla – dije - tomé la decisión de dejar las drogas hace mucho tiempo y no a todos se nos antoja la idea de estar acordándonos de cosas. -Es política de la casa, ya sabés. Yo había llegado a este trabajo atendiendo uno de esos avisos clasificados que salen en los periódicos. Uno de esos trabajos tipo Amway, donde vos tenés que convertirte en el mejor consumidor de tu propio producto a ofrecer. -Bueno, y ¿cuándo es que voy a empezar a ver la plata, viejo? Mirá, que ya van casi dos meses y nada. -Vos sabés cómo funcionan estas ventas multinivel. Además, te la estoy poniendo fácil. Pillate que yo te estoy consiguiendo los ahijados. Si estuvieras con Herbalife, o con Avon, tendrías que salir vos mismo a conseguirlos. -Y ¿cómo hacemos entonces para que no se me venga toda la chorrera de sueños juntos en la mañana? Mirá que tengo azotada a mi mujer hablándole como un parlanchín de cada detalle soñado. Hay días en que me acuerdo hasta de 20 o treinta sueños soñados en menos de dos horas. Mirá, llego a la casa a eso de las 3 y media de la mañana, me acuesto a las cuatro y a las 8 ya estoy hablando como un loco. Luego mi esposa me dice que me ponga a escribir y me quedo garabateando sobre mis sueños ¡Hasta cinco horas, mano! ¡Esto es enfermizo! -Pero a la larga te cura, Willie. Ese es el punto de este negocio. -Y quién dijo que yo quiero curarme, loco. Yo solo estoy en esto por el cheque. ¿Curarme de qué? ¿Yo no tengo nada que curar? -Con vos no hay caso, Willie. -Vos no tenés ni puta idea de quién soy yo. Si a eso vamos, yo te podría decir que vos sos un tumbador, porque tenés esa fama de ser la computadora más rata de la ciudad. Mmmm… Yo mejor no le sigo jalando, Javier. -Mirá. Vamos a hacer lo siguiente: de pronto estás un poco descontrolado, porque tu reloj biológico es incompatible con la jornada nocturna. Ya ha pasado antes. Es normal que en los primeros días el potaje ataque directamente al sistema onírico, pero después, cuando se estabiliza, comienza a hacer un escaneo organizado de tus recuerdos. -Pero a mí me encanta la noche. No me gustaría la jornada diurna. -Date una segunda oportunidad, Willie – me dijo mi jefe. Y colgó. Era el futuro. Había zombies por miles como los hay hoy, pero ya no mordían a nadie porque no quedaban más rastros humanos en el planeta. Yo caminaba por un sector de lo que hoy podría ser el puente peatonal a la altura de la Terminal del Norte, y había un tipo sin camisa, y descalzo, con un dedo del pie a punto de caerse. Le chilingueaba el dedo gordo o algo así. Resulta que obviamente se trataba de uno de tantos zombies de esta ciudad y estaba vendiendo lombrices de tierra gigantes, pero fritas y las fritaba en un pequeño sartén bastante desagradable y yo le compraba un par y me las comía y no sabían tan mal aquellas lombrices de tierra, las cuales por su aspecto violeta, no eran californianas; luego llegaba Catalina y me empezaba a contar un sueño suyo, pero estábamos en casa y era un sueño donde ella y yo íbamos a un gimnasio, pero el gimnasio estaba lleno de hamacas y Catalina quería que yo la balanceara en una de ellas, pero yo no lo hacía porque tenía mucha hambre y entonces me enojaba con ella y me iba. Supongo que por el carácter excremental de estos sueños, podrían significar nacimiento o algo así. Pero no estoy seguro, y si fuera nacimiento, ¿nacimiento de que? Fuimos con nuestro Macbook a otro lugar en el centro, porque en la Macstore del “Tesoro” nos pidieron una cifra absurda por arreglarlo. Ya antes nos habíamos recorrido los electrónicos de la Minorista, los Puentes, Monterrey e incluso cuanto sitio web había en el cyberespacio, pero había sido infructuoso. Se trataba de una falla en la entrada magnética del cargador. En cierta ocasión permitimos, y todo, que lo abriera el técnico de la Mac-store de la Avenida El Poblado. Nos había dicho que podría ser suciedad en la "board" y accedimos a pagarle 50 mil pesos, porque la garantía se había vencido. Tampoco funcionó. El problema seguía. Entonces volvimos a casa con un día más sin poder reparar nuestro “Bebé”. Este tipo de cosas son las que me descontrolan de países como éste. Yo daría mi testículo izquierdo por defender un país como Estados Unidos. Lo que no sucede igual con Colombia. Si hubiera mañana una guerra con Venezuela, obviamente haría mis apuestas por Chávez, quien al menos se encargó de destruir su propio país, sin eufemismos. TODO EL MUNDO QUIERE ESCRIBIR UNA NOVELA El asunto con las motos es que siempre tienes que avanzar hacia delante. Nunca podés poner marcha atrás, como con las decisiones y los trenes. O sea: puedes girar en círculo, cambiar tu dirección 180 grados y volver en sentido contrario, pero nunca poner reversa. Un sonido sin regresos, como pasa con los palos de escoba cuando se quiebran en dos. De repente le decís algo fuerte a tu esposa y todo lo que hacés es orar porque no se escuche el ¡crack! Hay algunas gomas de amor que pueden enmendar la porcelana, pero siempre quedará una cicatriz invisible, por muy profesional que sea tu trabajo de restauración. Aquel día, me dirigía a visitar un cliente que alquilaba piezas en casas de inquilinato semejantes a las casas en que nos había tocado vivir a Catalina y a mí. En esos momentos trataba de sacarme de la cabeza la idea de que iba para donde una “cliente”. Según mi jefe, el término correcto era “ahijada” y debía “ser tratada como tal”. Y si sos turista por primera vez en Medellín, y si te das un paseo por Prado Centro, de seguro vas a terminar comparando el sector con muchos otros patrimonios históricos del mundo. Si paseas por este barrio, por supuesto, te vas a encontrar con fachadas de casas dignas de llamarse fachadas con mayúscula, y con unas brisas primaverales, y unas puestas de sol, y una vista hacia la zona occidental, que te harán pensar que las tardes más hermosas del mundo se encuentran en este lugar. Pero lo que los visitantes ocasionales nunca se imaginarían es que centenares de esas casas están habitadas por pobres almas, marginadas, miserables, excluidas del mundo. Y regentadas por administradores de calibre similar. Obviamente yo no era un turista. Hace tiempos no lo era y ésta era mi ciudad. Así que sabía lo que pasaba con los bizcochos del pueblo cuando eran adornados con gruesas capas blancas de repostería dulce. Aquella mañana, parqueé la moto debajo de un guayacán. Me bajé y toqué el timbre: y digerí más que nunca la espesa certeza de que en esta vida, a veces, siempre tienes que avanzar; nunca ir hacia atrás, y que no todo el tiempo ese avanzar significa progreso. Ese avanzar significa simplemente seguir. Horas antes, había torcido por la calle Echeverri, me había involucrado un poco por la congestionada Avenida Oriental, evité el deprimido, y me había metido por encima, en dirección a Los Puentes, hasta caer a la 50C, doblar a la derecha y tirar por la Clínica CES, para arriba, hacia el Sur-Oriente. Miré el reloj. Iba retrasado. La cliente en mención necesitaba unos tres frascos del bebedizo con el sello de Memoria Selectiva “Primera Calidad”. Pero aquella casa no era la sede de su oficina, aunque seguía siendo de su propiedad. El que me atendió fue un gordo enmarañado y de malas pulgas. Aquella casa había sido convertida en otro más de sus inquilinatos. Total, le dí las gracias al gordo, me despedí y tomé de nuevo la Plus, la bajé de su gato, también recién reparado, y le dí krán según la recomendación de los expertos en Plus: 10 pataditas con el shock cerrado y con el clutch hundido; luego tres pataditas con el clutch sin hundir y al final un gran zapatazo con el shock abierto. ¡Ahí iba mi vida! Rugiendo; con el motor a todo vapor; dispuesta a ponerse en marcha y siempre hacia delante. Aquella moto había sido reparada cientos de veces; su trompa estaba arrugada fruto de unos cuantos choques; el motor cajeteado después de ir dos veces a Cali, una al departamento de Caldas y otra más a Cartagena según su antiguo dueño. Pero seguía halando igual. Una moto, como los hombres, puede ser destruida; pero nunca será derrotada. Me devolví, entonces, por una ruta alternativa, que me depositaba en la Avenida “La Playa”, a la altura del teatro Pablo Tobón Uribe. No sé porque la presencia de tanta palmera me hizo pensar en la Habana y no en California ni en Miami. Entré al edificio. El que me abrió tenía aspecto de ex sicario o de sicario en vigencia. Tuve que seguirlo por varias rejas con candado, como quien tiene que superar varios puntos de chequeo en una cárcel norteamericana. Al final estaba allí la oficina, y muchos misterios para ver a mi cliente; tenía cara de ser la protagonista real de Rosario Tijeras, una suerte de personaje inspirador para un potencial casting de Madame Roche: vestido caro pero estrafalario, joyas de oro en la era de la plata; pelo platinado por encima de su rostro moreno; varias cirugías en cuerpo y cara, y exceso de maquillaje. Tres fortachones merodeaban la puerta, entraban y salían de vez en cuando y husmeaban detrás de la silla de la madame. Ella quería recuperar sus recuerdos entre los cinco y los diez años de edad, de los cuales no recordaba nada. Me contó que una vez se había hecho una hipnosis con un psicoanalista francés y que había regresado hasta las primeras semanas de nacida, donde había visto a su padre violándola. Ahora quería sólo recuerdos agradables. -Con nosotros tiene garantía, doña, de que los recuerdos todos le sean positivos y, si es persistente en el proceso, tendrá la oportunidad de ser selectiva en unas cuanta semanas. Ni yo mismo me la creía. Llevaba casi dos meses tomando la maldita malteada y todo lo que había logrado era un montón de sueños descontrolados. La doña (ni sé por qué le estaba diciendo así; pues era joven), también quería uno de nuestros productos para olvidar algunos recuerdos de su vida como paramilitar. Decía que ahora en la vida civil, quería incorporarse en paz y con todas las de la ley a una existencia de plenitud espiritual. -Esa tecnología todavía la tenemos en investigación –le dije- pasarán unos cuantos años antes de que la tengamos desarrollada. Ni yo mismo sabía de donde me estaba sacando aquello. Me sentía desesperado, pues llevaba unas cuantas semanas sin vender un maldito frasco de Memoria Selectiva. Pero, igual, se cerró el trato y yo le recordé que iba a ser su padrino, si le parecía, si había quedado conforme con mi inducción. Ella aceptó con notable carencia de humildad, esa desidia propia de la casta mafiosa y selló su aprobación con un manotazo de carnicero espantando moscas en la punta de anca y en el solomito. Yo por mi parte, me retiré de aquel edificio de dos plantas, soltando un gran resoplido de alivio y con el pie izquierdo un poco paralizado de preocupación. Siempre me pasa eso. Me empieza a temblar un pie o se me paraliza totalmente cuando algo feo se me presenta en mi vida. Me preguntaba cómo iba a ser un proceso de acompañamiento, tipo Memoria Selectiva, para una persona que quizá había masacrado gente o que había intimidado poblaciones. De alguna manera, el centro de Medellín estaba lleno de ex-paramilitares deambulando por las calles como zombies. Era a lo que yo le llamaba el inframundo. Y no exagero con el término. El centro de Medellín está lleno de muertos vivientes, con las ropas hechas jirones, caminado las calles con zapatos sin suelas, con las cuencas de los ojos hundidas, las pupilas brotadas de tanto aguantar hambre, los brazos implorantes ante el paso de la gente normal y las bocas resecas siempre a punto de morder. Ni más ni menos. De repente doblabas una esquina y te topabas con personajes cuyo aspecto te hacía pensar que las tumbas de algún cementerio se había quedado sin sus muertos. Ahora estos zombies se habían mezclado con otros zombies que habían sido desplazados de los campos y que ahora se hacinaban en las ciudades y que trataban de sobrevivir desorientados. En efecto, Medellín no tuvo que sufrir un terremoto como el de Haití para llenarse de nigromantes. Si te ponías a hablar con alguno de ellos, te contaba su historia de participación en el conflicto y de su fracaso de reincorporación a la sociedad después de haber pagado cárcel, y de todo lo que les había fallado el gobierno. Ahora, mientras exprimo uno de mis últimos implantes con este tipo de recuerdos, estamos Catalina y yo en el que para mí es el centro comercial más bonito de la ciudad. Y andamos esperando al próximo cliente y yo pongo de nuevo en marcha mis pensamientos y la moto nos espera en algún parqueadero cercano y todo parece ir bien y entonces pongo en marcha mi i-pod, mientras llega este escritor de la curia, corte teológico, que quiere un poco de Memoria Selectiva para recordar algunos pasajes específicos de dos años atrás. Un caso difícil, bajo todo punto de vista; pues al potaje le cuesta trabajo obrar con la memoria inmediata si no se sabe administrar adecuadamente. Bueno, eso al menos dicen los padrinos, que dicen los manuales. Ya he dicho que a mí lo único que me produce la droga es descontrolarme lo soñado. Pero yo trato de serenarme y me focalizo en el i-pod y pongo uno de esos juegos de los Nanos cuadrados y la mente se me vuelve a ir hacia la “ahijada” ex-paramilitar y de alguna manera me siento como Santiago el protagonista de “El viejo y el mar”, el cual todo el tiempo le pide perdón a su pez, Sorry, fish; sorry, fish; por haber querido llegar tan lejos y por, en efecto, haber llegado tan lejos. Tiempo: 0:18 Correctas: 1 Incorrectas: 1 Ganancias: $0 Record: $120 Ronda: 1 - $10 por pregunta -Demuestra lo que sabes: -¿La canción “Not my idea” es de 2006? Si/No -¿Esta cubierta corresponde al grupo “Air”? -A ver si aciertas: ¿“Gil” es de Ataque 77? -¡Así que la música es tu fuerte! A ver si aciertas con ésta: ¿Este álbum incluye el fantástico tema Karen Revisited? -No te me relajes ahora: si la memoria no me falla, ¿esta canción es de 1987? ¿Cual de estos álbumes es de Gotan Project? -Veámos lo que realmente sabes tú… Me lo dijo Carlos, un médico de la Universidad de Caldas, que había estado en África con la Cruz Roja, pero que ahora disfrutaba de un apartamento en el Upper y me lo dijo Edwin, un caleño que había sido gatillero en Juanchito y que ahora tenía una vida decente en Queens como oficial de la construcción, y me lo había dicho mi madre, desde su casa muy sudada en el occidente de Medellín. “Piénselo bien” “Esto por aquí está muy jodido” “No hay empleo por ninguna parte” “Colombia no es bueno sino pa’ pasear y beber y culear” “Que tal que se vaya y se arrepienta”. Y entonces, aquí estoy con una sobredosis de Memoria Selectiva entre mis venas, con todos aquellos terribles sueños derramados sobre mi escritorio. En uno de ellos, yo me la pasaba deambulando por el centro de Medellín buscando un bar, y había unas calles que yo nunca había recorrido y unas casas muy antiguas que databan de los cincuentas, cuando la gente confundía el construir una hacienda con diseñar una mansión. Y entonces me encontraba con un ex-paramilitar que venía de pagar “cana” en el Tolima, por homicidio y por conformación de grupos armados al margen de la ley, y el tipo llevaba diez días caminando e iba en dirección a Santuario, su pueblo natal, y me contaba su historia y yo me sentaba junto a la Clínica del Rosario a escucharle sus fábulas en nombre de Jesús y de cómo se dejó “trabajar” el cerebro siendo un mocoso; y yo veía su vejez prematura en sus arrugas, muy marcadas por la intemperie, y el sufrimiento, y los malos recuerdos, y luego venía un vecino del sector a gritarle que no fuera a botar ni el vaso desechable de la Coca-Cola ni el empaque de las papitas Margarita, que yo le había comprado en la calle. Y, así, él me decía que eso era todo el tiempo, puro rechazo de la sociedad. Pero luego yo me iba y lo dejaba hablando solo también, y el empezaba a perseguirme con una macheta, por todo aquel barrio que era un poco desconocido para mí, aunque me era familiar. Y ahora estoy aquí, en nuestra habitación, mirando estas baratas cortinas de terlete, haciendo autofocus en unos horribles rombos vinotinto que la adornan; escribiendo al mismo tiempo sobre un escritorio que compré por 25.000 pesos en la Minorista; tratando de organizar estos otros sueños que se me han vuelto a desbordar: Resultaba que Catalina y yo vivíamos en un inquilinato, donde la dueña era una ex-paramilitar que controlaba el 80% del negocio de inquilinatos en el centro de la ciudad y a nuestro lado vivía un ex-paramilitar que se ganaba la vida como cobrador de un Cuenta-Gotas, uno de esos negocios en los que a vos te diligencian diez millones de pesos en menos de dos horas, pero que tenés que empezar a pagarlos al otro día, a cuenta gotas, día tras día, 200.000 pesos cada cuota, y si fallás, una sola vez, ¡olvídalo! Empieza a deshacer tus pasos, porque el cobrador hará lo suyo con su revólver y nunca habrá una segunda advertencia. Y entonces el ex-paramilitar ahora estaba en retirada, pero todavía estaba muy caliente porque el “man” que le “botaba camello”, no quería permitir que se retirara y le hacía la vuelta de vez en cuando ahí mismo; en la casa donde también vivía un halador de motos y un bazuquero con un travesti y un reinsertado de Manrique y un profesor de música del “Pablo Tobón” y un sociólogo de Comfenalco y una desplazada de Juradó y otra desplazada de Apartadó y un profesor de Educación Física de la U. de A. y un ex futbolista profesional y una caleña vacunada por la guerrilla. Y entonces, tanto Catalina como yo, y como los demás, vivíamos muy aterrados, no tanto por el ex paramilitar al que estaban persiguiendo para acostarlo, y que qué tal vez “lleváramos” nosotros también por efecto vecindad, si no también que la mancomunidad era un tanto incomoda en cuanto al desorden de los demás y el manejo de las basuras y la recolección de las platas para el gas y en cuanto a las braveadas que le tenía que meter la dueña a los inquilinos para que no fumaran dentro de la casa, pero sobre todo para que no volvieran eso un “pichadero de moscos”, y eso sin contar que los dos únicos baños que había siempre estaban ocupados y que la dueña ésta siempre rompía el candado y sacaba las cosas de la gente que no pagaba los primeros tres días, después del vencimiento, a la calle, y que la cocina también era compartida y vos nunca la encontrabas sola, siempre había alguien allí ocupando las únicas estufas de gas. Total, yo me sentía muy desesperado y realmente atormentado por la situación, no tanto por mí, si no por Catalina que era una mujer de muy buena crianza y de muy buena educación, pero sobre todo de muy buenos sentimientos y nobleza y casta y generosidad, lo que motivaba que yo terminara llorando y gritando al final del sueño, porque pensaba que ni Catalina, ni nadie, se merecía tal situación, aunque yo por jugar un poco al estilo-de vida-Bukowski- sí me podía aguantar y porque la vida puede ser todo, menos un juego. De ese modo, me despierto babeando mi libreta de apuntes. Es una casa muy similar a la del sueño, pero no viven personajes tan decadentes. Aquí todos son estudiantes universitarios y profesores. Aunque, igual, es un inquilinato y Catalina y yo tenemos que compartir una pieza de dos por tres, mientras a mí me confirman un trabajo como profesor de cátedra, ese tipo de trabajo que a la postre se convierte en lo más parecido a la venta de confites en los buses. Ni Cata ni yo tenemos necesidad de hacer esto; pero lo hacemos igual. Puede sonar a grito de libertad adolescente, vivir lo más independientemente posible de nuestras familias, pues ya he dicho antes que siempre hemos sido unos hijos de papi y mami, y no queremos serlo más. Y todo parece indicar también que Estados Unidos nos mal acostumbró. Éramos tan felices allá, tan lejos de todo, que aquí estamos probando, hasta donde es posible, serlo igual, en este Colombia donde todo el mundo quiere meter las narices en la vida de todo el mundo. Aunque, tanto los padres de ella, como los míos, han sido de lo más respetuosos y colaborativos. Un grito de independencia. No creemos que sea mucho pedir. Ya lo hemos hablado Catalina y yo. La veo dormir a mi lado y me enternezco. ¡Ha hecho tantas cosas por mí y he hecho tantas cosas por ella! Tiene su pijama blanca de manchitas tipo vaquita y en efecto una clarabella dibujada a la altura del estómago. Es aficionada a las vacas Catalina, y tiene una colección de ellas en todo tipo de presentaciones. Obviamente su colección, y muchas otras de nuestras cosas, no las podemos llevar con nosotros hasta que no tengamos un lugar más amplio. Se despierta y me mira escribir. Te oí gritar, me dice, estabas dormido sobre el escritorio. Y entonces le cuento el sueño y le digo que no se merece acompañarme en esta aventura de una Medellín enferma. Le acaricio la cabeza, trato de componer su cobija, apago el i-pod y Paul McCartney se manda a guardar. Catalina me sonríe y dice que todo es temporal y que por ahora ella lo está disfrutando; que no sufre. Y yo me pregunto hasta cuándo hará gala de tanta fortaleza. I’m sorry, fish; ¡Perdóname por tratar de llegar tan lejos! Gracias por no despertarme, le digo a Catalina. Ya ni me acuerdo cómo conocí a Catalina. O mejor dicho, sí, pero a veces se me confunde con otros recuerdos que le he encargado a la compañía, pero la compañía no ha sabido programarlos adecuadamente, por aquello de que por estos días estamos lanzando este nuevo producto de las “feromonas a domicilio”. En una de estas versiones contenidas en Implantes “B”, estamos Catalina y yo sentados en las escalinatas de Union Square, pero no puedo escuchar lo que hablamos. Es como una de esas series gringas que uno veía en los televisores a blanco y negro, de los 70’s, y vos tenías que golpear el aparato porque de repente éste se quedaba sin audio. Así, más o menos, es el paquete de Recuerdos Implantados que tuve que pedir a la compañía. A veces unos vienen sin audio y a veces otros vienen borrosos, como los malos recuerdos de verdad, o sea: me refiero a los originales. A ciencia cierta, la verdad es que este programa de Recuerdos Implantados es el más deficiente de todo el departamento de ventas. Existen rumores en los pasillos. Incluso se dice que Recuerdos Implantados es una especie de plan B, ante los errores del potaje, pero que ni el uno ni el otro dan los resultados ofrecidos. Muchos de los compañeros más antiguos aseveran historias terribles, muy a pesar de que a nosotros no se nos permite el negativismo. Bueno, al menos el 90% del adiestramiento va encaminado a reprogramar nuestro intrínseco fatalismo colombiano. Nos tratan de cambiar la idea ésta, permanente, de que la vida siempre nos va a fallar y lo cierto es que muchos lo llevamos muy bien, a pesar de los rumores, repito. Pero lo que sucedió, en realidad, fue así. Fui a hablar seriamente con mi jefe. Le dije que mis sueños cada día se estaban descontrolando más y que, de recuerdos, éstos ya no parecían tener nada. Le dije que eran un montón de montajes dadaístas ahí. El hombrecito se río. Debo decir que mi jefe tiene una manera extraña de reír y de vestirse y de caminar, porque mi jefe en realidad es un robot. Bueno, no un robot–robot. Es un robot mitad computadora. O una computadora mitad robot. O ni una cosa ni la otra, pero tiene esa manera extraña de reírse. Su risa más bien es un par de labios pixelazos, flotando en el aire, y no camina sino que se desplaza en bandas rodantes como las de los tanques de guerra y sus ropas son absurdos hologramas inspirados en el primer diseño pillado en Internet. Entonces, ya podrán imaginarse a lo que me enfrento yo, cuando decido hablar, cara a cara, con mi jefe. Por eso prefiero hablar con él por teléfono. Total, le dije que yo no podría seguir haciendo mi trabajo si yo mismo no confiaba en mi producto, si no lo asumía y si no me enamoraba de él. Que el potaje había sido un rotundo fracaso en mí y que sólo lograba despertar sueños salvajes al amanecer. Pero que de recuerdos nada. Cero pollito rayado. Los labios flotantes, entonces, sonrieron de nuevo y me mostraron su blanca dentadura en formato holograma, y trataron de tranquilizarme, diciendo que la compañía me iba a mandar un paquete de Recuerdos Implantados. Que lo esperara en mi dirección del inframundo y que eso iba a ser santo remedio. De paso, mi jefe me dio un par de palmaditas en la espalda con su único brazo robotizado y terminó de consolarme anunciando que yo iba a ser el primer vendedor afortunado de experimentar con el programa piloto de “feromonas a domicilio”. La carta decía lo siguiente, más o menos: “Nos permitimos informarle que el siguiente paquete de Recuerdos Implantados son una derivación de la información genética proporcionada por usted, al momento de registro con nuestra compañía. Por favor disfrútelos y disfrute de nuestro regalo de temporada, Cordialmente…” A las feromonas ni siquiera las miré. Lo que sí hice fue darme inmediatamente un shot de Recuerdos Implantados y entonces aquí estoy, en el parque de Envigado, observando los cactus y el cielo, y los árboles, esperando que se me organicen los sueños y los recuerdos. He llamado tres veces a la compañía, pero ellos me dicen que tenga paciencia y que por favor sepa entender el momento coyuntural, por causa del nuevo lanzamiento del departamento de “feromonas a domicilio”. Miro hacia un costado y veo un letrero de GANA, un poco inclinado hacia arriba. Las letras A son verdes, pero una de ellas, la “A”, entre la “G” y la “N”, es un poco más clara; como verde rila de pajarito, mientras que el otro verde es verde oscuro, verde rila de gallina, o verde policía si se quiere, verde Castalia. Me pregunto qué significará todo aquello. Entonces me pongo a escribir. Luego fijo la mirada en un cartel naranja fosforescente que dice: “minutos celular $200”. Tampoco entiendo nada. Y sigo escribiendo. A mi lado se encuentra Catalina, quien se ha dignado a acompañarme hasta aquí. Le he dicho que hemos venido por una plata que me va a prestar un amigo, pero es mentira. Ella, igual que yo, anda muy preocupada. “La bebé esta solita”, me dice ella. Se refiere a nuestra moto, la cual a esta hora disfruta del parqueadero, en el parque, para ella sola. Tal vez más tarde vengan otras motos y llenen el parque. “La bebé esta solita”, le digo yo, “pero está feliz porque ya comió”, vuelvo a decir. Me refiero a que ya le hemos podido echar $5000 de gasolina. Ese es nuestro código cifrado entre Catalina y yo. Nuestros computadores y nuestra moto y nuestros i-pods y nuestras cámaras, no se recargan como todos los aparatos que funcionan con batería y con gasolina. Nuestros aparatos son como bebés, y comen. En otra versión de estos recuerdos, estamos ella y yo, viajando en un tren de Nueva York y ella me está diciendo que su género de cine favorito es el Realismo Social y, entonces, yo me enamoro más, porque no todos los días se encuentra una mujer que sepa de géneros cinematográficos y que precisamente le guste un género que vos respetás. Pero yo no me quedo muy seguro si este recuerdo data de la forma en que nos conocimos y, entonces, lo descarto, aunque el manual de uso, que vino dentro del empaque, decía: “Recuerdos correspondientes a la forma en que usted conoció a su esposa”, pero yo, repito, no estoy muy seguro. Más bien lo dudo mucho. Sigo escribiendo en el parque de Envigado y, cuando levanto la vista, Catalina me ha estado acariciando la cabeza y entonces veo venir a uno de los mensajeros de la compañía, con una caja en la mano, y es entonces cuando pienso en gaviotas al amanecer, rayando el cielo de una bahía en Nueva York, y en otras miles de imágenes que escaneo en un segundo y es entonces cuando pienso y temo, que ya no recuerdo. -¿Cómo hacés para olvidarte tan fácil de las cosas? –le digo a Catalina. Pero sé también que se trata de un sueño. Que la pregunta no es real; aunque sí lo es, en cierta medida, porque a Catalina no parece asaltarla demasiado los recuerdos. A veces me veo soltándole datos de asuntos triviales los cuales le tengo que repetir varias veces en diferentes épocas, pero yo creo que ella deja que esto pase porque no le gusta interrumpir a sus interlocutores una vez éstos hayan arrancado a hablar. Catalina es una de esas personas que no le gusta quitarle la palabra a nadie. “Nunca las recuerdo. Yo siempre las sueño”, me dice ella. Catalina es muy buena conversadora y no es para nada una de esas personas a las que les gusta dejar con la palabra en la boca a nadie. Le gusta escuchar a Catalina, y por tanto practicar el arte de la interlocución. Hablando de cosas y de sueños, y de recuerdos mismos, me acuerdo que debo poner a descongelar un paquete de Recuerdos Implantados para los clientes de la mañana. Hay tardes en las que me pongo a escribir y el tiempo se me pasa lo suficientemente rápido como para olvidarme de que tengo un empleo en el que tengo que ayudarle a la gente, a que se acuerde de cosas. Paradójico ¿no? Pero también es hora de celebrar. Es la primera vez en mucho tiempo que Catalina y yo tenemos un sitio con ventana y este es un hecho menos trivial de lo que aparenta ser. Las ventanas de alguna manera han salvado nuestra vida tanto como se la han salvado a la mayoría de los homo sapiens. Las ventanas están aquí y han llegado para quedarse. Mi ventana actual tiene 3 alerones y esta dividida en 8 fragmentos, enmarcados en cuadrantes de madera como los de las casas viejas, y debidamente cubiertos por sus respectivos vidrios transparentes, un poco manchados, que miran al patio. Pero antes de esas ventanas, como ya dije, hubo otras ventanas y después han venido otras épocas, muy duras, por demás, en las que me las he tenido que arreglar sin ellas. Una ventana es algo muy importante en la vida de una persona. Mi primera ventana, como para mucha gente de mi generación, fue un televisor. Luego del televisor vino el cine y después del cine, fueron los computadores y entonces fue ahí donde se salvó la patria. Ya se sabe. Antes de los televisores, el hombre estaba solo en el mundo. Los curas había fallado, los psicólogos había fallado y la gente había demostrado su total capacidad para herirte y decepcionarte y hacerte sentir como un ser poco digno de amor. En lo personal, yo tuve que irme hasta Nueva York para dimensionar el estado de soledad en la que estábamos los hombres. Fue allí donde verdaderamente entendí el valor de la soledad. En aquella ciudad todo el mundo andaba solo y Nueva York de alguna manera es el epítome de todas las ciudades del mundo; o sea: sitios con un montón de gente sola. Entonces, allí, en Nueva York, me encontré con varias almas que por un tiempo quisieron compartir su soledad conmigo y la mía con el de ellas y era algo que se disfrutaba mientras duraba. En Nueva York aprendí que la soledad, cuando no es soledad, se convierte a lo máximo en una compañía de dos. Nunca de tres o más. A Nueva York le tengo que agradecer eso. Es una ciudad donde se le resta carga emocional a las manadas y se le suma valor a la pareja. Si caminas por Manhattan, ves que el mundo es una Coca-cola para beber entre dos y que las personas no están en este mundo por hacer amigos sino contactos y que las personas están en este mundo para ser populares o famosas o a lo sumo prestigiosos, pero que ello no tiene nada que ver con una vida llena de significado, aunque sí lo sea de oportunidad de negocios y que ser popular o famoso o prestigioso o respetable es algo muy distinto a no estar solo o a que alguien quiera compartir sus problemas. O sea, tanto a oírlos como a contarlos. Antes de NY y de las ventanas, yo era uno de esos soñadores. Yo era de los que creía que la gente quería compartir sus problemas. Entonces me dañaron. Nadie quería eso. Mejor dicho, muy poca gente quiere sincerarse porque lo ven como un suicidio social y tratan como tal, como a suicidas autodestructivos, a quienes quieren abrirse; nadie quiere ponerse en escena a sí misma a no ser que sea con un cura o con un psicólogo o con una pantalla de por medio y tal vez cuando ya es demasiado tarde, cuando ya no se puede más; cuando se llega a un estado fronterizo y se siente que es imposible seguir fingiendo. La mayoría de gente que conozco ha querido nada más que agradarle a la tribuna. Pasan por un espejo y saludan como si aquella persona reflejada se tratara de otra persona distinta a ellos. Entonces una vez entendido esto, yo también una vez me olvidé de hacer amigos, y empecé a trabajar para la tribuna. Bueno, el truco consiste en simular de que se es muy sociable, también simulé mucho de que hacía amigos porque eso también hace parte del paquete. Puede dar buenos dividendos laborales a largo plazo. Y a veces, en el camino, también se corre con la fortuna de dejar enredado entre los alambres de púas a algún amigo verdadero. Total, cierto día en Nueva York, a Catalina y a mí nos pasó lo mismo que me había pasado a mí en este inframundo llamado Medellín: habíamos tomado la decisión de ser dos solitarios más en el mundo, pero la gente no nos dejó. Las ventanas nos habían atrapado; las ventanas volvieron irreal lo real y lo volvieron todo un chiste, un muy buen chiste; pero ya era demasiado tarde. Todos quisieron palpar el mito, hacer de carne y hueso lo que hasta ahora era un rumor, una firma en el viento. Ya no estábamos solos cuando de verdad queríamos estarlo. Ya luego tuvimos esas ventanas de nuestro Mac que miraban al Myspace y al Facebook y al Gmail y antes ya habíamos descubierto esas ventanas que miraban al Suspenso y al periodismo del corazón y al Neorrealismo y yo ya sentí que no necesitaba ir a la tienda de la esquina para buscar a esa gente que quisiera poner en escena sus demonios, porque ni un cura ni un psiquiatra ni un televisor les habían bastado, para darse cuenta de que sus propias tragedias personales eran una canción de cuna en comparación con los dramas de los demás. ¿Cómo sabés cuándo un recuerdo se trata de un recuerdo y no de un sueño y viceversa? Esa es una pregunta que flota en el aire y que yo sencillamente no estoy en posición de responderla. Me la hizo en días pasados mi cliente teólogo de la curia y yo estoy aquí mirando a través de una ventana tratando de respondérmela, para respondérsela a él. “Los sueños tienen diferentes niveles de realidad”, le dije, “son absurdos; tienen su propia lógica extraña y son surreales, podés viajar en el tiempo y teletransportarte, en cambio, los recuerdos son coherentes y tiene una cronología lógica”, acabé de comentar, para salir del paso, pues tenía una cita con Lucía, mi cliente exparamilitar que administra un grupo de casas en Prado Centro. Pero no creo que Felipe, el teólogo, ni yo, nos comamos el cuento de la coherencia y de la lógica esa. Para mí, los sueños, si me preguntan, son estas gotas de lluvia que se deslizan por las hojas de los árboles y por las celosías de las casas después de llover y que luego se estrellan contra el piso. También las caminatas por un pasto amarillo en el verano, ésos son los sueños. Y los recuerdos, no lo sé; hace tiempos no tengo ninguno. Un calcetín verde, quizás. Pero no creo que sea una respuesta muy sólida para un teólogo que tuvo que haberse leído todos los libros de psicoanálisis y de lingüística para poder tener argumentos y defender su fe en cuanto a la existencia de Dios. No lo sé, yo solo soy un tipo que quiere llevar su motocicleta al taller y poder trabajar de nuevo en su Machintosh y, de vez en cuando, mirar a través de la ventana, hacia el patio lleno de begonias y de ropas al sol; y garabatear dos o tres frases en mi libreta de apuntes y prender la radio y escuchar Radiónica y, acaso, poder cuidar a su mujer, eso es todo. FILOSOFÍA DE ALCANTARILLA PARA PASAR EL TIEMPO EN LA TIENDA DE LA ESQUINA
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Descripción

Filosofa de alcantarilla colombiana

Palabras Clave: Rock cine

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Ficcin



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