Ella, Juan Carlos Onetti
Publicado en Sep 14, 2010
Prev
Next
Image
Cuando Ella murió después de largas semanas de agonía y morfina, de esperanzas, anuncios tristes desmentidos con violencia, el barrio norte cerró sus puertas y ventanas, impuso silencio a su alegría festejada con champán. El más inteligente de ellos aventuró: "Qué quieren que les diga. Para mí, y no suelo equivocarme, esto es como el principio del fin".

Tantas cosas, pobres millonarios, les había hecho tragar Ella. Y lo triste era que Ella había sido infinitamente más hermosa que las gordas señoras, sus esposas, todavía con olor a bosta como dijo un argentino. Ahora también podían tragarse las sonrisas cordiales con que habían acogido las órdenes y las humillaciones. Porque todos sentían, sin más pruebas que discursos vociferados en la Plaza Mayor, que Ella era, en increíble realidad, más peligrosa que las oscilaciones políticas, económicas y turbias, de Él, el mandatario mandante, el que a todos nos mandaba.

Cuando al fin Ella murió, rematando esperanzas y deseos, estábamos a fin de julio; en una fecha abundante en crueldades, en frío, viento, aguacero. De los cielos negros de nubes y noche, caía una lluvia lenta, implacable, en agujas que amenazaban ser eternas. Se desinteresaban de abrigos y pieles humanas para empapar sin dilaciones huesos y tuétanos.

La humedad aumentaba el mal olor de las gastadas ropas de luto improvisado: casi inmóviles, sin palabras porque su desdicha tenía un sólo culpable y éste no podía ser nombrado aunque dueño del frío, de la lluvia, el viento y la desgracia.

Según la pequeña historia, tantas veces más próxima a la verdad que las escrita y publicadas con H mayúscula, cinco médicos rodeaban la cama de la moribunda. Y los cinco estaban de acuerdo en que la ciencia tiene sus límites.

Y en la planta baja, impaciente, paseándose, atendiendo las preguntas telefónicas que le hacían los periodistas amigos o dadivosos, había otro hombre, tal vez también médico, aunque esto no tenga la menor importancia.

Era un catalán, embalsamador de profesión conocida y llamado por Él desde hacia un mes para evitar que el cuerpo de la enferma siguiera el destino de toda carne.

Y había una lucha silenciosa pero tenaz entre los cinco de arriba y el solitario de abajo. Porque si éste sólo creía con distracción en la Virgen de Montserrat, los de encima, estaban divididos entre la de Luján, la de La Rioja, la de las Siete Llagas, entre la de San Telmo y la del Socorro. Pero coincidían en lo fundamental, en la Santa Iglesia Apostólica Romana. Y creían en los eructos dominicales de los curas.

Para cumplir lo contratado con Él, el embalsamador catalán tenía que aplicar una primera inyección al cadáver media hora antes de ser decretado tal. Los pertinaces creyentes del piso superior se oponían a toda intención de embalsamar, pese a que el contratado catalán había repartido generoso pruebas indiscutibles de su talento. Recuerdo la foto, en un folleto, de un niño muerto a los doce años, plácidamente colocado en un sillón y luciendo un traje marinero impecable. Lo exhibían cada vez que la momia hubiera tenido que cumplir años --él se burlaba, el tiempo no existía, sus mejillas seguían rosadas y sus ojos de vidrio brillaban con malicia-- cuando inexorablemente, cumplía una fecha de muerto. Dos veces al año ocupaba el puesto de honor y los parientes que le iban quedando --el tiempo existía-- lo rodeaban tomando té con pasteles y alguna copita de anís.

Se oponían a la primera e imprescindible inyección. Porque la Santa Fe que los aunaba repartía almas para que escucharan eternamente música de ángeles que jamás cambiarían de pentagrama --o tal vez sus cabecitas equívocas las hubieran grabado-- o para disfrutar suplicios nunca concebidos por un policía terrestre.

De modo que, cuando aquellos litros de morfina dejaron de respirar, se miraron asintiendo y consultaron relojes. Eran las veinte en punto. Alguno encendió un cigarrillo, otros rindieron sus fatigas a los sillones.

Ahora esperaban que la pudrición creciera, que alguna mosca verde, a pesar de la estación, bajara para descansar en los labios abiertos. Porque la Santa Iglesia les ordenaba respirar cadaverina, hediondez casi enseguida, y adivinar la fatigosa tarea de siete generaciones de gusanos. Todo esto adecuado a los gustos de Dios que respetaban y temían. Los minutos pasan pronto cuando un diplomado vela por su fe.

Emilio, el más obediente a las manifestaciones indudables de la Divinidad, dijo:

--Che, aumentá la calefacción.

Más tarde, resolvieron bajar para dar la noticia, triste y esperada.

Él estaba cenando y asintió con la cabeza. Luego agradeció los servicios prestados y rogó que le fueran enviados los honorarios. Después señaló con un dedo a uno cualquiera de los uniformados y le ordenó ordenar a las radios, primicia para la suya, que difundieran la noticia.

Y quedó así, rehecha, corregida, discutida: "El Ministerio de Información y Propaganda cumple con el doloroso deber de anunciar que a las veinte y veinticinco Ella pasó a la inmortalidad".

El médico catalán subió los escalones de dos en dos, molestado por su pequeña maleta. Preparó, la inyección y estuvo consternado palpando la frialdad del cuerpo.

Las puertas no se abrían y la multitud comenzó a porfiar y moverse. Los policías dejaron de ofrecer vasitos de café enfriado y de inmediato aparecieron vendedores de chorizos, de pasteles, de refrescos entibiados, de maníes, de frutas secas, de chocolatines. Poco ganaron porque el primer contingente comenzó a llegar a las nueve de la noche y provenía de barriadas desconocidas por los habitantes de la Gran Aldea, de villas miseria, de ranchos de lata, de cajones de automóviles, de cuevas, de la tierra misma, ya barro. Ensuciaron la ciudad silenciosos y sin inhibiciones, encendían velas en cuanta concavidad ofrecieran las paredes de la avenida, en los mármoles de ascenso a portales clausurados. A algunas llamas las respetaban las lluvias y el viento; a otras no. Allí fijaban estampas o recortes de revistas y periódicos que reproducían infieles la belleza extraordinaria de la difunta, ahora perdida para siempre.

A las diez de la mañana les permitieron avanzar unos metros cada media hora, y pudieron atravesar la puerta del Ministerio, en grupos de cinco, empujados y golpeados, los golpes preferidos por los milicos eran los rodillazos buscando lo ovarios, santo remedio para la histeria.

A mediodía corrió la voz de cuadra en cuadra, metros y metros de cola de lento avanzar: "Tiene la frente verde. Cierran para pintarla".
Y fue el rumor más aceptado porque, aunque mentiroso, encajaba a la perfección para los miles y miles de necrófilos murmurantes y enlutados.
Página 1 / 1
Foto del autor Miel
Textos Publicados: 90
Miembro desde: Jun 11, 2010
6 Comentarios 470 Lecturas Favorito 0 veces
Descripción

Palabras Clave: ella Juan Carlos Onetti Eva Prn

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Relatos



Comentarios (6)add comment
menos espacio | mas espacio

Miel

Interesantemente, suena bien. A mi gusta el adverbio bellamente.
Un gusto recibirte por aquí, Mario. Gracias
Responder
September 16, 2010
 

mario flecha

Interesantemente bello tu relato.

Saludos
Responder
September 16, 2010
 

Guillermo Capece

Miel:
Onetti es uno de los grandes contemporaneos, muy grande. Evita ya es un mito, uno de los mayores mitos argentinos. Creo -y esto es pensamiento mio, indemostrable- que si Evita hubiera conocido el marxismo hubiera sido socialista: todo su quehacer se inclinaba hacia una justicia social imposible en el capitalismo, pero, lamentablemente ella quemó su hermosa vida, siendo una ENORME asistente de los pobres,no una revolucionaria, por lo tanto sin la posibilidad de cambiar estructuras economicas y sociales. Pero pensandolo bien, tampoco hubiera podido cambiarlas en caso de haber conocido el marxismo: Peron era un general de la republica que nunca se inclino a la izquierda; la oligarquia estaba dormida pero viva; los militares y algunos civiles, poco despues de la muerte de Evita, borbardearon la Plaza.
Tiene razón ese personaje, creo que inventado por Onetti cuando dice: "este es el principio del fin."
Un abrazo
Guillermo
Responder
September 14, 2010
 

Miel

Querido Eduardo,
En ese caso, soy yo quien debería agradecer tus gratas visitas y comentarios, son los que me han invitado a pasar por tus publicaciones.
¿Pomitrucho...? : ) Casi no entendía a qué te referías. ¿De qué me sirve un poema académicamente impecable si no me dice nada que me mueva la fibra? La técnica se aprende con la práctica, pero el sentimiento, el pensamiento, el ángel, eso no puede enserñartelo nadie.
Hace un tiempo que tengo un blog, órbita literatia cuantos y relatos. Ella estaba incluída allí.
Gracias! Seguimos en contacto. Salud!
Miel

orbitaliteratia.blogspot.com

Responder
September 14, 2010
 

Eduardo Fabio Asis

Quise decir poema trucho.... es decir, poema de bajo alcance, mediocre... pero tenés razón y me das ánimo, no tengo por qué desmerecer mis intentos. Salud!
Responder
September 14, 2010

Eduardo Fabio Asis

Es un relato estremecedor. Ella pasó a la inmortalidad o murió... cosas de la vida. Gracias por invitarme a esta lectura. Me sorprende la coincidencia. Yo la nombré a Ella, en un pomitrucho que vos tuviste la gentileza de leer. Saludos. Salud!
Responder
September 14, 2010
 

Para comentar debes estar registrado. Hazte miembro de Textale si no tienes una cuenta creada aun.

busy