Mi alegre Valentina
Publicado en May 10, 2009
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             MI ALEGRE VALENTINA.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
    Tendido en la cama, rozando apenas el umbral de la percepción visual gracias a una sospecha de luz carmesí proveniente de los dígitos del reloj despertador, podía verse a sí mismo, indeliberadamente, sólo por un capricho de su fantasía, flotando en la oscuridad, tal como estaba, en la posición decúbito supino que utiliza para reflexionar, no para dormir, como un leve indicio de presencia fantasmal, una vaga aparición que pretende emerger de la tiniebla adoptando formas identificables, presunción de hechuras rusientes y encobradas, reconociendo a duras penas un atisbo de sus facciones en medio del tenue halo rojizo. Para dormir solía ponerse boca abajo, pero en esa ocasión era inútil e improcedente, ambas cosas. Esa noche, el insomnio se presentaba bajo efectos distintos a los habituales. No rebullía, enredado entre las sábanas, cual cola de lagartija recién cercenada, sintiendo en cada nueva postura, apenas adoptada, la propia desazón de la antigua y sabiendo que va a ocurrir lo mismo con la siguiente ad nauseam, sino que permanecía tendido en la colocación indicada, contemplando mentalmente su presencia inmóvil, asombrosamente envarada como si fuera un desportillado galeón reposando medio enterrado en el fondo caliginoso del océano, distinguiendo con esfuerzo sus ojos muy abiertos, considerando el vacío cuajado de tiniebla con la fijeza del idiota. Camisa de once varas. Camisa de once varas y pico que no te llega al cuerpo. Y un montón de dudas. Y una tonelada de remordimientos. Ven, nos daremos un garbeo por tu existencia, contaremos los cachivaches por los que aún siente afección tu alma, considera que el dolor es lo contrario de la muerte y reflexiona, pero no pienses.  Casa con dos puertas y una sola llama como la única luz de tus ojos. Castillo encantado poblado de espectros y de quimeras y de espejismos, jardín umbrío donde sólo acecha el infortunio, campo desolado serás y cubierto de ceniza y de escarcha y de niebla, si Dios no lo remedia. Ven y nos daremos un garbeo por el parque para distraernos un poco, contaremos a los búhos el viejo cuento de nunca acabar por decir algo, el de la infinita resurrección de lo improbable, por ejemplo. Pero ya ni las jaculatorias aportan alivio a tu lacerada aunque todavía viva carne, ni los ensalmos logran desceñir la contradicción, tan bien trabada, que la tironea como si fuera una raíz implantada en tus entrañas. Por los periódicos tirados en el asfalto, agitados por violentas rachas de viento, te enteras de que las autoridades civiles y militares de tu conciencia han declarado el estado de sitio; pero tú no puedes hacer nada, por el momento, sino pasear por estas calles oscuras y procurar alcanzar el día, limitando en lo posible los estragos de una noche nefasta, cargada de efluvios ponzoñosos.
 
 
   La primera vez que la viste, durante el cóctel, de eso hace ya dos años, mientras el alcalde pronunciaba su discurso, una caprichosa araña urdió una redecilla de hilos finísimos entre los dos, que no llegaban a romperse pues nunca os alejabais lo suficiente el uno del otro y si alguno se rompía, la araña lo tejía de nuevo con presteza. Y a pesar de la sutileza de los hilitos de esa tela, una sensación indefinible te venía desde ese ser que se hallaba, palpitante, a tu lado. Siempre a tu lado. El aplazamiento del proyecto de circunvalación obedece evidentemente a razones políticas, ¿quién podría afirmar lo contrario, sin prevaricar con sofismas? Ven, acerquémonos a las tapas. Está usted pero que muy equivocado, señor mío, obedece al curso natural de los acontecimientos, no se ganó Zamora en una hora; hay que insertar ese proyecto en el comarcal de la diputación, hay que ponerse de acuerdo sobre el trazado definitivo de la carretera con la que debe enlazar. No sé si vamos a conseguir atravesar toda esa barrera tan humana. Sí, claro, argucias de mal pagante, pamplinas, a otro perro con ese hueso, lo que pasa es que su partido quiere recoger todos los beneficios frente a la opinión pública de esta ciudadanía…. Vaya, señor edil, continúa siendo usted tan intratable como solía. Sígueme, vamos a forzar un poco la situación, aunque sea poco cortés, pero lo cortés no quita lo valiente. Estos canapés están realmente suculentos, en estas cosas sí que no escatiman los miembros de nuestro ilustrísimo consistorio, así como en remodelación y embellecimiento de la red vial. Sí deben estar suculentos, puesto que no les dejan a los demás la posibilidad de alcanzarlos…. Y que lo diga usted, la circulación está imposible dentro del casco urbano. Eso si no le han cortado la calle y tiene todavía acceso al garaje de su casa…. Espera, te pillo uno, ¿Valentina, no? Esa era tu gracia, si no recuerdo mal…. Caótico, una verdadera vergüenza ….. ¿Quieres que tomemos un vino? Bueno, vale. Pero ¿acaso no han oído ustedes que quien quiera peces ha de mojarse el culo? En este pueblo no se aguanta una avispa en un ojo… Te la acababan de presentar, pero enseguida fuiste tú su introductor en el ámbito postizo de los funcionarios locales, la guiaste a través del decorado teatral de la sala y le presentaste algunos muñecos de cartón piedra, sabihondos y discutidores sin excepción, todos conociendo al dedillo dónde les aprieta el zapato y con un nutrido repertorio de convicciones inquebrantables. Después se fue, para volver todos los días, claro. Casi todos los días. Oficialmente para trabajar como auxiliar en un negociado, si bien ello era sólo una tapadera. Su verdadero cometido sería otro, uno que sólo ciertos seres especiales pueden llevar a cabo, iluminar con su sonrisa el edificio entero y la totalidad de sus dependencias, la casa consistorial y sus anexos más distantes, la rutina diaria y el quehacer surgido en el último instante, así como las entradas y salidas y todas las pausas y todos los encuentros fortuitos o arreglados. Valentina, nunca te he hablado de tu sonrisa. Todos los días, mi vida. Tu sonrisa dibuja el primer signo del alfabeto de la simpatía; tu sonrisa es la luna cuando quiere segar las plantaciones de estrellas, cuando comienza a levantar las fuerzas dormidas de la tierra, cuando se hace cuenco de plata donde se recoge el agua resplandeciente de la alborada; tu sonrisa, amor, está amasada con espuma de mar y sortilegios de magia blanca, es una ola cuando alcanza la playa, es una vela henchida bajo el sol de los mares que ciegan; tu sonrisa es mi sed de náufrago en esta isla candente. Es algo muy serio, tu sonrisa. Algún día te hablaré de ella. Vale. Como quieras. Es lo que más echaré de menos, tu sonrisa.
 
 
   No habría podido afirmarse que su actividad cerebral estuviera elaborando pensamiento propiamente dicho, más bien era como si la conciencia se hallara empantanada en el estupor de la incomprensión absoluta, dejándole ver retales pero no la hechura, relampagueos de imágenes, palabras e impresiones inconexas, atropelladas, contradictorias. Únicamente aguardaba a que el momento llegara, pero sin haber concluido la forma de su inducción, lo cual acordaba, tensándolo, una inquietante levedad a su cuerpo, conformado ya por una materia distinta, porosa y acartonada, inerte, que percibía desde fuera como una partícula en suspensión, una mota de polvo levitando a la deriva. No podía ver la hora tal como estaba, si bien le hubiera bastado con dar orden a los músculos implicados en la rotación de la cara para conocer el minuto exacto en que su ansiedad había quedado encallada, aunque sabía vagamente que era algo pronto para actuar. Adela dormía profundamente a su lado. Si ella decidiera realizar un pequeño esfuerzo de concentración, si se propusiera una somera tabla de ejercicios de lucidez, la unión de ambos podría llegar a ser soportable. Mas no vale la pena fatigarse con esa ilusión, ella es incapaz de la menor disciplina, con la más absoluta incuria intelectual se deja llevar hasta un embrutecimiento psicológico rayano en la deficiencia mental y a eso no tenía ningún derecho.
 
 
   ¿Vas a llevarme al matadero? Aquí esfuerzo heroico, sobrehumano, para articular el adverbio de negación apropiado. ¿Me oyes? Sí. ¿Me has oído? Te estoy hablando…Por supuesto que te oigo, me encuentro justo ante ti y no tengo ningún problema auditivo, luego te oigo. Es que no me escuchas cuando te hablo. Dime. El mundo está podrido….un animal es mil veces mejor que un hombre…tan sólo existe autenticidad en los animales, mira los ojos del gato, ¿habrá algo más bonito? Observa el color de la fresa, ¿quién habrá hecho tanta belleza? Te estoy hablando y es como si hablara a la pared. ¿Quién habrá hecho los ojos del gato? ¿Sabrás tú acaso quién los ha hecho? ¿Y la fresa?¿Quién habrá podido imaginar algo tan bonito como el color de la fresa? Únicamente los animales son auténticos, no como el hombre, que está podrido. ¿Me voy a morir? ¿Van a llevarme al matadero? ¿Me estás escuchando? Para Adela, ¡por Dios! Te lo ruego. Si tú quisieras….pero no quieres. Está visto que no quieres. No es que no puedas, sino que no te da la real gana. Te dejas llevar porque es lo más fácil, por no dignarte realizar el sostenido esfuerzo que requiere vivir en compañía.
 
 
   La oscuridad completa, tras los postigos cerrados a cal y canto, no se hallaba esa noche poblada de quimeras como solía acontecer, ni de figuraciones dolorosas, ni de premoniciones aciagas, sino de una oquedad negra tapetada. Y dentro de poco todo habrá terminado. Se acabará esta tensión, esta angustia que sobreviene sin motivo, las más de las veces. En efecto, todo iba a volver al estado anterior, previo a este largo patinazo de su existencia, a esa paz profunda, verdadera, que había adquirido con la madurez, o sea, con la renuncia. La decisión estaba tomada, tan sólo había que esperar un poco más, un ratito. Sería la última noche de insomnio. En fin, aproximadamente. Quizá tuviera que afrontar un par de ellas aún, atenazado por la inquietud, los remordimientos tal vez. Pero pronto comenzaría a hacer efecto el sedativo infalible de los hechos consumados. La literatura mostraría seguidamente su radical eficacia culminando el trabajo, como de costumbre, al igual que otras veces, tan lejanas ya. Cuán preciado es el consuelo de la filosofía, cuando uno ha dejado de vivir o se ha cansado de ello. Vivir, una pérdida de tiempo. Es mejor existir. Él volvería al ejercicio físico suave, a esa dulce melopea de la decadencia secreta, aceptada con inconfesable alivio.
 
 
   Un espléndido sol abrileño había engendrado en Julia la veleidad de recibir a sus invitados en el fondo de su jardín. Allá nos fuimos todos para sentarnos alrededor de una mesa repleta de aperitivos, bebidas, vasos, platos, palillos, en fin, toda la parafernalia. Vicente estaba vestido de mafioso, lo que quería decir que ibais a beber bastante. Pero ojo…., él aguanta la bebida como un mascarón de proa que podría beberse todo el mar salado y tú, a las tres de cambio, pareces ya un pollito mojado y luego debes tomar el volante, con el pasavolante. Así que ojo al parche. Ojito al Cristo, que es de plata, y tú ya eres conocido por los servicios de policía, a causa de un asunto fuera de propósito, aquí…. Agustín, con la mano izquierda medio metida en el bolsillo posterior del vaquero, la palma hacia fuera, adoptaba la postura, tan bien aprendida, de antihéroe, de rigor en todas las películas recientes que tanto frecuenta y que tan bien le van a su calvicie y a su estrechez de hombros, para hacerle los ojos lánguidos a Natalia. Pero Natalia, que tiene un tipazo de la hostia, se reía y guardaba las distancias. Natalia había venido con su moto, una Yamaha de 750 centímetros cúbicos, había dejado su cazadora de cuero en la habitación de Julia y con sus dos ojos maliciosos, achinados, estaba probablemente viendo a Agustín agarrado a su melena, volando como una cinta de cometa y perdiendo sus últimos cabellos en el lance improbable de correr con ella montado en la máquina. Agustín no se daba cuenta, o no hacía caso, y seguía actuando como el antihéroe de su película. Vicente, aunque es muy moderno, acercó sus labios florentinos hasta tu oído. ¿Es gilipollas de verdad el tío éste, o se lo hace? No contestaste, porque en aquel entonces te importaba un pimiento que lo fuera o no. Y ahora te repatea el hígado que, sin haber zanjado del todo la cuestión, tengas que verte obsesionado por la presencia de ese individuo, por mucho que sepas que esa obsesión tuya lo valoriza mucho más de lo que se merece. No te gusta que te impongan las cosas y algo tendrás que hacer. Julia tomó enteramente a su cargo la tarea de atender a los invitados. Amparo, con el humo del cigarrillo entre los ojos, le daba conversación. Bueno, Fátima, la hija de Julia, secundaba a su madre acatando religiosamente sus órdenes. Vicente y tú comenzasteis a hacerle los honores a un excelente tequila con hielo y limón. Marina y Valentina llegaron algo tarde, pero con la voz de Valentina era como si le hubieran puesto música al jardín y comenzara en ese mismo instante la verbena. Sentías que el tequila daba una flexibilidad inusitada a los músculos de tu lengua. Las chicas lo notaron enseguida y quisieron que la desataras, para ver cuántos pliegues tenía, tu lengua. Tu lengua luenga, aunque luego andes en lenguas, tu mala lengua cuando te buscan la lengua, aunque sea con la lengua de oil, que no es tu lengua materna y “vos no sabéis, señoritas, cómo trema Venecia con la música y arden las islas y las cúpulas…” No obstante, la inocente Marina, hablando español en atención a Vicente y Amparo, te dejó cortado durante un momento, sólo un momento. Parecía extrañada de que cultivaras tu huerto. ¿Tú plantas? Te volteaste hacia Vicente y, en efecto, encontraste esa misma pregunta, ribeteada de ironía, en sus ojos de mafioso siciliano, elegidos expresamente para el día. Acto seguido miraste a Amparo, que desplegaba una sonrisa de oreja a oreja, aunque muda. ¡Ah, sí, planto! Te limitaste a responder, con la llana modestia que requiere el caso.
   La cima del tejado imprimía una pirámide de hierro sobre el césped, que iba avanzando hacia los alegres invitados, descuidados, como una leona que ventea la caza, hasta acabar dándoles una dentellada fría en los pies y entonces se pusieron a desembarazar la mesa a toda prisa. Julia tuvo que encender la chimenea para que pudierais entrar rápidamente en calor. Valentina se sentó a tu lado ante la mesa. Era reconfortante la presencia de Valentina justo a tu lado izquierdo. Asistir con Adela a una cena era como jugar a la ruleta rusa, pero con Valentina justo a tu lado, sintiendo casi la tibieza de su cuerpo al rebullir, su voz traviesa contrapunteando la tuya, llegaba a ser un ejercicio excitante. Notabas una suerte de compensación en tu fuero interno, eras lo que no habías sido nunca, sin perder nada de tu substancia íntima. Valentina empezaba ya a hacerle mucho bien a tu fuero interno. Decretó la paz en el interior de tus fronteras, antes de desatar la más cruenta guerra civil que has conocido en los adentros de tu carne. Mas aquellos días fueron días alciónicos. Julia te ofreció a ti, como hombre de confianza, el privilegio masculino de descorchar la botella de vino. Serviste a cada invitado una copa entera, ras con ras. Valentina consumió únicamente la mitad de su contenido y te ofreció el resto en su mismo continente. Aplicaste a él los labios y tu sangre absorbió enseguida la influencia de la poderosísima filocaptio que obraba en su saliva. De repente te encontraste a ti mismo ebrio de vino y de deseo, exultante de verbo y de invención. Ya te disponías a hincarle la cucharilla a la crema catalana, cuando Julia te la quitó de delante con un movimiento rápido, vista y no vista. Voy a dorarla un poco más. Y con las mismas se fue hacia la cocina seguida por la fiel Fátima. Sin decir palabra, levantaste los brazos al cielo y los fuiste bajando en actitud de adoración. La hilaridad fue en aumento a medida que cada comensal iba comprendiendo el sentido de la momería. Valentina estaba muerta de risa justo a tu lado izquierdo, en cada ojo suyo brillaba una estrella sólo para ti.
 
 
   En la oscuridad de la habitación flotaba la imagen rígida de un cadáver, cuyo rostro hierático se percibía cada vez con mayor nitidez, iluminado por el halo rojizo de los dígitos del reloj despertador. Sus labios estaban sujetos a esa tensión característica que precede la toma de la palabra, el sonido de su voz parecía inminente. Su boca era como la trompeta del ángel del Apocalipsis. Tras él, las vigas del armazón que sujeta la casa parecían inyectadas de sangre caliente y en las paredes blancas comenzaba a afirmarse una alborada falsa, pues los postigos daban la impresión de ir cediendo poco a poco ante el empuje de la esplendente mirada lunar. Desvió la vista hasta el rincón más oscuro, último reducto de tinieblas, para tratar de evitar aquella alucinación infausta; mas pronto volvió a ella, pues le pareció en mayor grado insoportable el vacío. Seres hipocondríacos somos, nos duele el mero paso de las ideas a través de los tubos de la conciencia. El diálogo con tal aparición debe ser por fuerza desigual, abocado a la incomprensión mutua, sus palabras participarán de la levedad de la piedra pómez, sus razonamientos de la consistencia del cartón piedra, aunque tal vez sólo ella alcance a transmitir la verdad escueta, sin la escoria de la emoción. Otra cosa es que semejante evidencia nos sea de alguna utilidad cuando estamos vivos, cuando todavía sentimos el pálpito de unas entrañas calientes. Sin embargo, el cadáver flotante permanecía en su lugar, acaso lo hubiera estado siempre, persistiendo en su intención de entablar una conversación absurda, necesariamente abocada a la incongruencia, por mucho que ese cadáver sea el propio, el íntimo cadáver muerto de nuestra particular e intransferible muerte, acechando cada uno de nuestros gestos para echárnoslos en cara a su debido momento.
 
 
   Cuando instalaste Internet y efectuaste la primera búsqueda de datos, te encontraste con un billón de respuestas, todas ellas tangenciales, pasaste horas abriendo y cerrando páginas inútiles, al cabo de las cuales te dijiste bien, no está mal. Donde haya un buen libro, sacado de una bibliografía de solera, que se quite todo Internet. La mensajería, por su parte, te traía el trabajo a casa y, eso sí, te repateaba el hígado. Pero llegó Valentina al Ayuntamiento y cada mensaje suyo era un guiño. Tomaste enseguida la costumbre de consultar tu correo cotidianamente. Al principio todos sus envíos eran colectivos. Tú le respondías sólo a ella. Luego, poco a poco, os fuisteis enzarzando en una correspondencia personal, cada vez más reveladora de interioridades. Esos mensajes los disfrutaste como un verdadero enano. Los tuyos eran como hincar el diente a una materia deliciosísima, pasta de almendras o fruta tropical; los suyos, la subsecuente explosión de sabor sobre tus ávidas papilas gustativas. ¿Hace mucho tiempo que no haces deporte? Yo diría que desde que terminé la mili. Durante el transcurso de la cual hice tanto que, tras licenciarme, no corría ni siquiera para coger el autobús. Prefería perderlo…. ¿Y ahora, sigues perdiendo el autobús? Sin pensarlo dos veces, le enviaste una foto tuya, vestido de militar, que databa de más de veinte años atrás. Entonces era tiempo de coger autobuses. ¿Nos vamos a correr juntos? Nos vamos a correr donde y cuando quieras, encanto de colega. Hay un lugar que se llama la línea verde. La seguiremos hasta el final. Tiene cuarenta kilómetros. No importa, los haremos todos ellos. ¿Te burlas? Apenas.
   Toma, instala esto en tu ordenador. Nunca te las habías visto tan gordas. Te costó Dios y ayuda encontrar el camino, pues tu lógica no estaba adaptada a semejante proceso. Tuviste además que cargar otros programas, sin los cuales el que te envió no podía funcionar. Se exasperó. Tienes una hora para instalarlo, el tiempo que voy a emplear en ir y volver del supermercado. A su regreso, la estabas esperando con la ventana del Messenger abierta, afortunadamente. In omnia paratus.
Jorge dice:
Pero era sólo una broma inocente. ¿Podrás perdonarme?
Valentina dice:
No sé…
Jorge dice:
Venga, dime ¿qué quieres que haga para que me perdones?¿quieres una caja de mangos?
Valentina dice:
No….. no sé todavía, déjame reflexionar….
Jorge dice:
Reflexiona, hija. Pero no te lo pienses.
Valentina dice:
Para que te perdone tendrías que… dejarme ganar la carrera por la línea verde.
Jorge dice:
Sabes que es mucho lo que me pides…. ¿No se te ocurre algo más?
Valentina dice:
¿Qué te parecería a ti lo peor?
Jorge dice:
Yo sólo puedo imaginar lo mejor. Pero no te voy a ayudar encima a encontrar lo peor….
Valentina dice:
Para que te perdone tendrás que llevarme al mejor restaurante de Etretat.
Jorge dice:
Pide otra cosa porque esto ya estaba previsto.
Valentina dice:
¡Jorge!¡Era una broma!
Jorge dice:
Para una vez que salgo con una chica de bandera…. Comeremos por todo lo alto y beberemos por todo lo alto…
Valentina dice:
¡Cuidado!¡No quiero que bebas si conduces!
Jorge dice:
Por todo lo alto quería decir por todo lo alto de los acantilados de Etretat, un bocadillo y una lata de cerveza….
Valentina dice:
¡Muerta de risa! MDR.
Jorge dice:
No te rías, que tendrás que ponerte elegante para ir al mejor restaurante de Etretat.
Valentina dice:
No.
Jorge dice:
Sí. Pero todavía no me has dicho qué quieres que haga para que puedas perdonarme.
Valentina dice:
¡Qué risa! La verdad es que no sé…
Jorge dice:
¿Y la imaginación, Valentina?
Valentina dice:
Bueno, improvisaré.
Jorge dice:
Vale. Así lo espero.
Valentina dice:
¿Ahora?
Jorge dice:
O cuando tú quieras.
Valentina dice:
Por el momento mándame un beso. Veremos luego…
Guiño enviado por Jorge:
 
Valentina dice:
Gracias.
Jorge dice:
¿Lo has recibido bien?
Valentina dice:
Perfectamente.
Jorge dice:
¿Y dónde lo has recibido, si se puede saber?
Valentina dice:
¡En el ojo!
Jorge dice:
Vaya. No, pues hay que corregir inmediatamente el tiro. ¿Pruebo otra vez?
Valentina dice:
A ver…
Guiño enviado por Jorge:
 
Valentina dice:
Mejor, mucho mejor.
Jorge dice:
¿Dónde?
Valentina dice:
En el blanco.
Jorge dice:
¿De tus ojos?
Valentina dice:
Muy gracioso….
Jorge dice:
¿De tu sonrisa?
Valentina dice:
Sí.
Jorge dice:
Entonces está perfecto esta vez.
                                                       (Conversación del 16 de junio.)
  
 
   Venga, vamos allá, tampoco es necesario esperar tanto. Levantó suavemente las cobijas y se deslizó fuera de la cama, la cual bordeó, luego tocó el rebajo de una jamba, el acumulador de calor, levantó un pestillo y cerró cuidadosamente la puerta tras de sí. Al darse la vuelta, se encontró con los objetos familiares desvelados, iluminados por la claridad implacable de la luna. Encendió el ordenador y se conectó a Internet. El teclado tenía una resonancia agorera, como de formalidad de entierro. Fue abriendo ventanas como un autómata, como una máquina articulada dotada de un programa donde se han inscrito una serie de órdenes que no se pueden contravenir, por muchas ganas que se tenga de hacerlo, hasta que llegó a la página fatídica en la que él mismo iba a trazarse un destino adverso. Apenas dudó un instante, pues la decisión estaba tomada, por él en otro momento cualquiera de su pasado, cercano o lejano, por otro dentro de él, por otro fuera de él, por las circunstancias que lo abarcan y lo oprimen todo, como una ley de la gravedad que actúa en el ámbito de lo espiritual tanto como en el de lo material, por otro superior a él, por su propia cobardía, por su propio instinto de supervivencia, porque tal vez debía ser así y no había vuelta de hoja, por su mala suerte, por su mala cabeza, por su mala sombra, por necesidad, por exceso de amor, por lo que sea…. El corazón, sin embargo, batía con fuerza, el murmullo que producía ocultaba casi el del teclado. No obstante, escribió de corrido, con los diez dedos, sin que el menor temblor traicionara la perfecta ejecución técnica del acto, para algo había culminado con aprovechamiento, en su mocedad, un año entero de mecanografía. Cuando hubo concluido, su mano derecha asió el ratón, puso el cursor sobre la palabra “enviar” que aparecía en lo alto de la pantalla, hacia la parte izquierda de la página. Levantó el índice unos centímetros y cuando ya lo iba a dejar caer como Abraham el cuchillo sobre la nuca de su hijo, su único, no pudo, vino el ángel de Dios y con una fuerza invencible le impidió bajarlo. Tómate un tiempo para reflexionar, le dijo, en la montaña de Jehová, Dios proveerá. Desplazó el cursor hasta la aplicación que rezaba “guardar como borrador”, bajó esta vez el índice sobre el botón izquierdo y luego se dejó caer, exhausto, sobre una butaca, contemplando a través de la ventana la claridad pálida que cubría el cielo, donde lucían unas pocas estrellas engastadas.
 
 
   Aquel 21 de junio le ofreciste unas rosas tan rojas que parecían teñidas con zumo de cereza madura, un bouquet granado, casi negro, que se bebía la mirada. Nunca habías visto nada parecido. Estabas maravillado de haber encontrado la rosa perfecta para la palabra precisa, incluso esperaste con ansiedad, lo recordabas muy bien, a que saliera la dependienta por temor a que estuvieran reservadas. El ramo era suntuoso y lo sacaste del maletero en plena calle. Fuiste y llamaste por primera vez a aquel timbre, ante las atónitas mujeres de la limpieza, de hecho el encuentro tuvo que producirse delante de ellas, aumentando un poco la confusión inicial. La belleza es una fuerza y ninguno de los dos sabíais muy bien qué hacer con toda esa espléndida potencia lumínica entre las manos. Valentina, con su habitual risa parlera, aunque un tanto mal afirmada en esa ocasión, fue en busca de un búcaro, lo llenó de agua, leyó la cartulina con las instrucciones que venía en el ramo, cortó los tallos y fue componiendo aquel foco irradiante de un fulgor de sangre recién vertida, fresca, llamativa como una banderola encarnada, tan fascinante que no parecía posible incluirla en la realidad de ese día, sino en un sueño de los que irrumpen con el agotamiento físico. Tú habías imaginado las cosas de otro modo. Sorprendentemente, no habías pensado siquiera en la posibilidad de que hubiera testigos en toda la calle, menos aún en el recibidor del edificio, cual si la escena de la entrega fuera a producirse en una ciudad de fantasmas, donde sólo latieran dos corazones inquietos y deseosos del oleaje magnético que los envolvía, los hacía estremecerse con los pormenores y la premura de un acercamiento decisivo. En esa ilusión que te había servido tu mente, ella abría la puerta y se quedaba inmóvil en el umbral, sin decir palabra pero mirándote fijamente a los ojos mientras recibía el ramo. Tú le sostuviste la mirada durante los instantes precisos; pasados los cuales, la tomaste del talle y la besaste largamente en los labios. No fue así, pero tampoco estuvo mal que no lo fuera. Se trataba del día cabal en que cae el solsticio, Valentina, y la campiña, la tierra entera, se abría gozosa al sol fecundador. Probablemente no quieras admitir esto, pero la vida está llena de símbolos premonitorios. Éste lo era de un sentimiento intenso, profundo como la oscuridad tibia de la que se dispone a brotar la cosecha, el fruto sazonado del verano que se acerca, para mí a destiempo, lo sé. Valentina, si conociera el secreto por el que Zeus hizo inmortales a los dioses… El pasado 21 de junio, vosotros no os cruzabais, como de casualidad, en algún negociado, ni a lo largo de un pasillo, ni estabais comiendo en la cafetería junto a los demás colegas, sino que ese día, por milagro o por industria, os hallabais en tu coche, camino del mar, zigzagueando al compás de la carretera, a derecha y a izquierda, arriba y abajo, cabalgando un ritmo que os complacía en lo más íntimo, navegando ya sobre la verde mies y el brazaje hondo de la colza, iluminado desde abajo por un sol que surgía de las profundidades, reventado de amarillo limón en una distancia inconcebible que se rizaba hasta el horizonte, de manera tan afortunada que hacía arrancar allí el cielo del mejor modo posible y bajo los mejores auspicios. Así estabas tú, un poco perplejo por lo bien que rodaban las cosas, un mucho maravillado por la facilidad con que os acercabais cada vez más el uno al otro, por la corriente de simpatía que se instalaba alrededor de vosotros, en el reducido habitáculo del automóvil, mareado por su voz cantarina, atiplada, traviesa, por su presencia inequívocamente femenina. Hasta que con las mismas llegasteis al mar de verdad, a esa masa inestable de azul que truena al lamer las piedras de la playa con su lengua blanca. Y ese inmenso, rotundo, rumor del océano te recordó que todo estaba escrito aquel 21 de junio. Únicamente restaba encontrar el momento más adecuado, el lugar idóneo en algún punto de ese ámbito radiante. Vuestra inteligencia trabajaba en ello. Con la excusa de que tus zapatos resbalaban, subisteis ya enlazados los peldaños que conducían al borde del acantilado. En lo alto, ensordecía el aullido incesante de las gaviotas tan afanadas en la tarea de cortejarse y hacerse el amor frenéticamente que apenas si hacían caso de los visitantes. Bajo aquel torbellino de luz, los cristales de sus gafas parecían de azabache. ¡Qué bien te sientan esas gafas de sol –le dijiste por decir algo antes de hundir, sin pensarlo siquiera, todo tu ser en la paz húmeda y lábil de su boca, que te recibió ansiosa, diligente, eficaz. Comisteis en un restaurante cuya terraza se asomaba a la playa. Hablasteis de amor, claro, soslayando todavía el vuestro en la medida de lo posible. Conversasteis como inclinados sobre un mapa en el que se hallara representada una geografía desconocida, buscando cada uno por su lado el atajo que pasara entre tu matrimonio y vuestra acusada diferencia de edad. La tarde os la pasasteis besándoos al borde del precipicio, cediendo al impulso paroxístico que amarraba vuestros cuerpos con brutal juego de poleas y maromas, obstinándote tú en ignorar que palo viejo tal vez no aguante vela nueva. Pero detrás de vosotros navegaban raudos los veleros, impulsados por un viento favorable, bajo un sol doloroso, cegador, cuando encontraba la espuma del mar y se fundía en ella. Meses más tarde, en un mensaje dirigido a todos sus amigos que incluía una especie de test al que fue sometida, confesaba enigmáticamente: lugar preferido, Etretat; fecha, 21 de junio. Tú hubieras dicho lo mismo.
 
 
   Si acercas la cara al espejo y te miras al fondo de los ojos, sólo ves a un tipo a quien haces preguntas y cuyas respuestas temes. Si te vas alejando del azogue, puedes percibir ese rostro lívido que te sigue a todas partes, del que se te ocurren multitud de anécdotas. Esa cara inevitable que se te aparece en todos los rincones, que ves incluso con los ojos cerrados. Una figura que parece hecha sólo de cera y que sólo sirve para suscitar el recuerdo. Te preocupan, sin embargo, sus reacciones, porque sabes que no las mueve ya la razón pues su voluntad navega ahora a la deriva. Si hubiera un modo de recuperar el timón de esa voluntad antes de que sea demasiado tarde, antes de que cometa un acto irreparable. Si tratas de meter casi el rostro dentro del marco que sujeta el cristal, más allá de la capa de mercurio, más allá incluso del muro, únicamente alcanzas a ver tu iris azul oscuro, tu pupila negra y la piel tropieza con una superficie lisa y fría que pone límite a la observación, que rechaza, que te devuelve al ámbito pronominal de la segunda persona. Pero tú sabes que, antes, tras ese iris azul, tras esa pupila negra, habitaba un yo que no aflora ya, que no responde cuando le llamas, que tal vez te haya dejado para siempre y se haya ido a pasear por ahí, por la oscuridad del mundo y de la noche. Y te desesperas, porque sin tu yo no eres nadie y tus preguntas quedan siempre sin respuesta, e ignoras cuáles son los designios de ese individuo que te considera con una mirada glacial, que te hace retroceder para verle a él, agonista de los tiempos pretéritos pero sin visión de futuro, navegando a la deriva con todas las puertas de su voluntad abiertas a la mala fe de cualquiera, a las temibles corrientes de aire portadoras de efluvios malignos. Vuelves a examinar detenidamente la precisa línea de demarcación entre el azul y el blanco, tratas en vano de evitar la caída en el fondo oscuro de esa pupila que te aspira como una vorágine negra y dentro de ella te anuncian la triste nueva, un oficial rebelde acaba de perpetrar un motín, tras echar por la borda al capitán del barco.
 
 
   Tres días más tarde, cayó al fin vuestra ansiada cita de la línea verde que te quiero verde. Querías demostrarle que aún conservabas una buena forma física, a pesar del impresionante paquete de velas que necesitas últimamente para celebrar un cumpleaños que maldita la falta que hace celebrar un cumpleaños, para ello te habías estado entrenando desde el mes de abril, desde el preciso día en que te planteó la difícil disyuntiva entre coger o no coger esos autobuses que sólo se presentan una vez en la vida, si bien nunca creíste demasiado en esa salida de la línea verde, al menos por lo que se refiere a ese día. En efecto, tardasteis más de un año en ponerla por obra. El único paso que en esa ocasión diste en pos de ella fue ponerte el chándal y las zapatillas de deporte en su habitación, todavía con la puerta cerrada púdicamente. Así equipado, te invitó a sentarte en la silla giratoria, frente a su ordenador, pues quería mostrarte algo. Visto lo cual, la atrajiste con precavida suavidad hacia ti; ella no opuso resistencia, se sentó en tu regazo abrazándote la cintura con sus piernas. Alzaste los ojos para contemplar unas anchas y bien torneadas espaldas de mujer sobrevolando tu cuerpo, una figura que se iba estrechando a medida que bajaba para expandirse de nuevo en unas poderosas caderas a las que se aferraron tus manos para luego atraerlas violentamente hacia ti. Empezaron a buscarse las lenguas más allá de los labios, pero esta vez entre cuatro paredes. La fuiste pues desnudando con parsimonia. Ella te ayudaba con los movimientos adecuados. Pero entonces oíste que te decía aquella frase tan sorprendente, tan inesperada, que tu cerebro tardó varios segundos en registrarla. Será la primera vez. Te quedaste estupefacto, como una estatua de arena mojada. El sentimiento que te fue sacando poco a poco de ese pasmo y devolviéndote a la realidad fue el de una inmensa e incontrolable ternura hacia esa mujer que te estaba entregando, precisamente a ti, ese primer abandono ante el placer fuerte que ya nunca se olvida, ante el ariete masculino que abre la carne a ese deseo ardiente del que hablan las leyendas, el que ya en la infancia provocaba la risa nerviosa de las niñas más precoces, el que las mujeres de la familia procuraban silenciar a pesar de llevarlo grabado en los ojos. Quedaste aplastado por la responsabilidad y desorientado por la impresión pues, corrígeme si me equivoco, en el somero repertorio de tus citas amorosas, todavía no figuraba el capítulo referente a la desfloración de doncella. El resultado de tal sobresalto fue la debacle completa. Tu falo se vino abajo como las murallas de Jericó. Y aquella era vuestra última cita antes del largo paréntesis veraniego. Durante esa verdadera travesía del desierto, te obsesionó, te apretó literalmente el pecho, a cada segundo del día y durante los numerosos paréntesis de insomnio nocturno, la idea de haber perdido de un solo golpe la virilidad y con ella su interés por ti. Tan sólo unos meses atrás, habrías vivido esa circunstancia como una liberación largamente esperada; hubieras sentido contento al ver saltar por los aires esos grilletes que encadenan el espíritu a semejante obsesión que se resuelve en breves instantes, para renacer de nuevo como el ave fénix y poner indefinidamente tu mundo interior a sangre y a fuego. Pero no entonces y de tal manera. En el momento menos pensado, te encontrabas con que habías perdido la serenidad a la que te sentías acreedor por derecho, digamos, de antigüedad, también por obra y gracia de las pocas líneas de filosofía que obraban en tu poder. Sin embargo, contra lo que nada pueden las bibliotecas más bien provistas es las catástrofes naturales. Era preciso reconstruir tu cuerpo, alzarlo como una bandera frente a los achaques y las miserias del tiempo, presentar batalla en campo abierto, aunque fuera la última, aunque sólo reportara una victoria pírrica, contra la más cruel de las leyes naturales, contra lo imposible, otros lo hicieron, espada en mano, cabeza de hidra, dragón rugiente, muerte, pero durante unos segundos, sublime, envuelto en tu grito de guerra. Porque hay un momento para cada cosa, también es preciso que la desesperación se abra camino, a veces, de la manera más galana posible; así que optaste por entregar tu cuerpo a un ejercicio físico desesperado. Debes recordarlo todo con minucia, pues cada detalle tiene su poquito de peso, aunque no lo sientas, y luego inclina el fiel de la balanza de un lado u otro y es bueno saberlo. Por la mañana, enfilabas una trayectoria paralela a la playa y nadabas durante horas imaginándote a bordo de una embarcación de cabotaje. La vuelta, corriendo, te parecía casi tan larga como la ida. Por la tarde, te sorprendías cada vez sacando fuerzas suficientes para ascender hasta lo alto de la montaña a paso de carrera. Fue aquél un verano interminable, uno de esos plazos destinados a probar la lancinante angustia de cada minuto, la experiencia de una ansiedad que te iba quemando y consumiendo como la llama el cabo de una vela. Tal vez fuera peor el remedio que la enfermedad, pues cabe en lo posible que hubieras envejecido más deprisa que lo habitual durante ese verano horroroso y desmesurado. Trabajaste muy poco, leíste muy poco, no viviste nada, la camisa no te llegaba al cuerpo. Aunque te parecía imposible, fue llegando septiembre. Tal vez ese otoño se estuviera dorando para alzarse como escenario de tu canto del cisne para la vida sexual. La duda tenía sentido en cuanto que Adela tomaba sus antidepresivos y se iba a dormir temprano. No habías imaginado que esas cosas pudieran ocurrir así, como un toque de campanas, anunciador de un oficio de difuntos. Septiembre de mal augurio, octubre prematuramente frío. Durante esos días, creo que me salvaste la vida, Valentina. Más nos veíamos para amarnos que para hacer el amor, si bien tú me conducías enseguida a la cama, te entregabas alegremente y con devoción, pero luego permanecías muy a tu pesar cerrada, impenetrable. Por mi parte, carecía del vigor necesario para romper el sello y me asustaba ante tu dolor. Mas tú asumías la entera responsabilidad, me consolabas con una ternura infinita. Más aún que amantes, lo mejor que sabéis hacer las mujeres es ser madres. Noviembre cálido, al amor de la lumbre. La oscuridad ya no puede ser más intensa, cuando empieza a ceder ante la luz. Hubo un día entre los días en que notaste que ibas ganando terreno, entonces no pudo detenerte su dolor. El amor, has leído varias veces, es una caza de altanería y tú podías al fin mostrarte capaz de esa fracción de crueldad. Entre gritos y súplicas, tu miembro acabó por deslizarse hasta el fondo tibio y jugoso. Abriste, incrédulo, los ojos y pudiste verla al fin penetrada y feliz, ávida del placer que no tardarías en darle, cada vez mejor y más abundante, en una gradual ascensión de la ladera opuesta a la bajada antes del verano.
 
 
   Por momentos la luna llena tenía desplantes de sol, aunque frío. Verdadero sol malévolo de la media noche. Los objetos familiares aparecían demasiado visibles para la hora, hacían daño a la pupila, como si ésta los fuera percibiendo uno tras otro a través de un haz de luz helada. La mesa, muy negra, acharolada, se encontraba en desorden, como siempre, con numerosos papeles dispersos que resplandecían como la cal, cada uno de ellos fatigaba el cerebro como si éste tuviera que conservar permanentemente la orden de guardarlos en su correspondiente carpeta. El móvil, silencioso, dormido, consciente de que su sueño será largo a partir de entonces, de que entraba en un prolongado período de hibernación, de actividad reducida al estricto mínimo vital, pues tan sólo Valentina solía arrancarle su destello azul y su cascabeleo de notas alegres. El ordenador, en duermevela, zumbando medio dormido, haciendo guiños de luces amarillas y verdes por debajo de su mueble, presentando una y otra vez  en su pantalla una visión nocturna del desierto de Las palmas, en diferentes tamaños y posiciones. También se quedará sordo cuando a partir del día siguiente haya que suprimir el Messenger. Qué soledad inmensa e insufrible acababa de caer en esa habitación, que había transmutado el aire en plomo y no se le podía respirar. Afuera. Afuera flotaba como una fascinación perturbadora en la atmósfera, un fulgor extraño con destellos de brillo alucinógeno. Afuera, refulgentes láminas de papel de aluminio se extendían al pie de las ventanas. En una noche así, estaba clarísimo que no iba a poder dormir ni gota. Tenía que haber elegido otra con un aspecto menos malsano. Pero ya estaba hecho. Mañana se iba a presentar con ojeras al Ayuntamiento, si bien ello le daría más verosimilitud a las palabras que sin duda tendrá que dirigirle a ella.
 
 
   Ella, sí. Fue ella quien marcó los hitos de vuestra relación. Ella, al fin y al cabo, fue la que le iba poniendo nombre, título, a cada etapa. He comprado mi anillo de compromiso. Eres mi enamorado, mi amante. Tú abrías los ojos como platos y te bebías sus palabras como si fueran gotas de leche que absorbieras de sus pechos y te admirabas del camino recorrido. En aquel momento todavía poseías un espíritu vasto, donde cabía una generosidad robusta, sana. Ahora no eres sino una piltrafa, un despojo de ti mismo. Vergüenza tienes hasta de mirarte al espejo. Peor, ni siquiera te ves ya en el espejo. Te has perdido, te has ausentado de tu cuerpo y ni siquiera sabes si es tu propia voz la que aún resuena en tu conciencia. Pero entonces… Valentina, no quisiera ser nunca un obstáculo para ti. Eres tan joven…. Debes hacer vida normal. Únicamente deseo convertirme en un factor positivo dentro de tu vida. En cuanto aparezca alguien creíble, haré mutis, me iré por donde he venido.  Razones desprendidas, necesarias, comprometedoras, en las que hipotecabas tu remanente de honestidad. Tal separación la habías imaginado como una decisión dramática, ciertamente, pero puntual, tu noción de la justicia debía ayudarte a aceptar la fuerza y la lógica inflexible de unos hechos que no dejarían de producirse, que debían, además, producirse. Te sentías muy al abrigo, tú, del despreciable sentimiento del egoísmo y de los celos, que no los concebías sino como una faceta de aquél. Resultaba obvio, por otra parte, que no podías exigirle a una chica de veintiséis años la obligación de quedarse encerrada en su apartamento, esperando a que te dignaras ir a visitarla unas cuantas horas por semana. Por aquél entonces, recuerda, ni siquiera excluías la eventualidad de que ella recibiera en aquel apartamento y en aquella cama, que eran y siguen siendo suyos, a otros hombres. Eso sí, le pediste que nunca hablara de ellos. Y tú harías siempre una llamada por el móvil antes de pulsar el timbre, lo cual siempre hiciste, a decir verdad. He aquí la condición necesaria y tal vez suficiente, la que debió haber sido regla de oro. Palpabas en el pecho un alma tan ancha y tan próvida, que no albergaba inquietud alguna. Al fin sostenías entre tus manos el fruto sazonado de la experiencia y la edad. Viviste días alciónicos y ello también tiene su buen peso, así, a granel. Organizasteis escapadas furtivas, hubo huelgas durante el transcurso de las cuales pudisteis sacudiros el férreo andamiaje del disimulo y visitasteis, agarrados de la mano, murallas, jardines, ciudades. Valentina se te entraba cada vez más adentro, la percibías ya muy profundamente en tu interior, mezclada con sensaciones pertenecientes a tu acervo más íntimo. Mira, uno suele reservarse una puerta de salida, aunque esta vez voy a saltar sin red, por ti. Probablemente sea la última ocasión que tenga de hacerlo, de jugar a esa ruleta rusa que da la otra mitad del alma o la muerte. Pero sólo se muere de verdad cuando se muere con el alma entera, fundida en una sola pieza, y es posible que a la postre nada tenga sentido sino esa muerte plena, absorbida con todo el tejido de nuestras entrañas, la que nos manda de una vez por todas al vacío absoluto del no ser nunca más para nada.
   El Messenger os daba la ilusión de vivir juntos. Hablabais en cualquier momento, dejabais la conversación abierta mientras os entregabais a otras actividades, reincidíais de vez en cuando, como si os cruzarais en un pasillo, o bien como si ella te viniera a traer un café al despacho y se sentara un rato contigo a charlar de lo primero que se le ocurriera, o mejor, como si estuvierais sentados frente a frente, ante una mesa de trabajo, interrumpiendo esporádicamente la tarea con la menor excusa, con una broma cualquiera, con los excelentes modos que ella tiene para introducirse siempre como se cuela una noticia grata, como se posa una gota de felicidad sobre el cristal de tu ventana. Así transcurrían los domingos por la tarde, cuando ya el fin de semana estaba a las espaldas y sólo quedaba casi cerrar los ojos y abrirlos ante la perspectiva de un lunes rebañego e insulso, a ti te gustaba imaginar que la plática tenía lugar en la cama de Valentina, reclinados ambos en los cojines y con el edredón por la cintura. Era igual que si la estuvieras viendo, esa habitación, la mesilla de noche con un reloj despertador parecido al tuyo, advirtiendo siempre con números rojos, sanguinolentos, que el tiempo pasa velozmente aspirando todas las caricias y todos los besos, junto a él, algún que otro libro, una lámpara, un paquete de pañuelos de papel, colgado sobre la pared de enfrente, el cuadro con el busto de un niño, pegado con celo sobre un listón de la estantería, el rostro embozado de un beduino, dibujado por ella misma, luego la puerta y finalmente el armario. Un pequeño mundo compartido al que se le podría adherir una vida entera. Cada frase que escribías en el Messenger, lo hacías con la mirada puesta sobre alguno de esos objetos, o también sobre su sonrisa, situada a la derecha del texto que iba apareciendo en el centro de la pantalla, verdadera existencia convertida, a dos, en palabras. Y mientras escribías, concebiste la idea de que su sonrisa era como un aleph en el cual se manifestaba toda su personalidad, las ganas irresistibles de gustar la frescura de cada instante, la sorpresa que trae consigo a su edad, el deseo tenaz de ser ella misma, de beberse modestamente el mundo hasta no dejar ni gota. Comprendiste que su sonrisa era una puerta abierta de par en par a una cámara secreta donde ocurren las transmutaciones más fabulosas. Valía la pena estudiar con detenimiento cada faceta, cada una de las múltiples figuras que describía, porque todas ellas contenían una fórmula distinta de transformación, una forma distinta de resurrección.
 
 
   Mañana, a las diez en punto, estaréis sentados codo con codo, o peor, frente a frente. Tú mordisqueando sin hambre un bocadillo, bebiéndote antes de tiempo tu cerveza, en ese estado de enervamiento sin sueño que suelen dar las noches de insomnio cuando la angustia no ha desaparecido aún. Ella…. ¿quién sabe? Tal vez no haya leído todavía el mensaje, en cuyo caso puede que te brinde por la postrera ocasión su sonrisa cómplice, sostenida con audacia hasta hacerte apartar la mirada, como si fueras tú quien más temiera que vuestra relación quedara en evidencia ante todos y sabes que no es así. Estaréis apretujados, muy juntos, comprimidos por el murmullo general que obliga a alzar un poco la voz. Será más difícil que nunca hablar de otra cosa, inventar una conversación, incluso seguir la de los demás. Será muy difícil hablar, sencillamente, existir, estar ahí, frente a frente, codo con codo. Y así durante una serie indefinida de días en los que tú y yo no seremos nosotros, sino dos, cada uno por su lado, sin que un mismo fervor nos comparta, nos anime, dé un brillo más intenso a nuestros ojos. Así será siempre, de ahora en adelante, hasta que acabemos convertidos en dos extraños, con ninguna experiencia en común fuera de las trivialidades del trabajo. Y ese cadáver que se te parece continúa sentado a tu lado, con los ojos cerrados, esperando a que uno de los dos le diga si tiene que apoyar sobre la tecla o no.
 
 
   Habías olvidado, sin embargo, una razón antigua. Toda transformación, toda resurrección, en la naturaleza, comporta dolor. Es cierto que esa percepción tuya, esa volición, esa libido en sentido amplio que no es sino una apetencia de vida, vuelta ya desde antiguo hacia el interior como una camisa gastada, comenzaba a volcarse de nuevo hacia fuera, comenzaba a abandonar esa vieja autarquía sensitiva y sentimental para despertar de nuevo a un mundo, si no prístino, sí al menos redorado y pulido. No era el paisaje cuajado de rocío de tu primera juventud, esa frescura matinal excitante que rozaba casi el paroxismo durante las madrugadas en el campo, acechando la presa, pero sí llegabas a percibir bien esa atmósfera tibia, serena, de esas tardes granadas en las que todo cuanto alcanza la vista alienta confiado bajo la suave protección del sol. Tu cuerpo, mucho más duro, comenzaba a adquirir la apariencia de un sarmiento. A Valentina le gustaba poner los dedos sobre la parte superior de tus muslos, mientras conducías, para notar el modo en que se combaban tus músculos al accionar los pedales. Pero por otra parte, al salir del caparazón en el que te habías acostumbrado a vivir, te habías vuelto más frágil que la mayor parte de la gente, habituada a la intemperie de las relaciones sociales. Entonces no sabías que habías salido de tu refugio para caer directamente en la palestra. Mas no tardarías en darte cuenta. Hoy salgo con Enrique, mañana viene a buscarme Ernesto, esta noche no podemos hablar porque Salvador se queda a dormir en casa. Todos ellos amigos de siempre, claro. Muy bien, no pasa nada, que te diviertas. Un beso. Ahí te quería yo ver. Acuérdate de que tienes dos manos y sustenta en nombre de la lógica y de la razón todo ese castillo en el aire que acabas de levantar. Pues quieras que no, ese castillo, con todas sus almenas y torreones, sus entrepaños de muralla coronados de barbacana, sus chapados portalones, la verdad es que, por muy de aire que fuera, pesaba lo suyo y era lo único que tenías que hacer, mientras ella parrandeaba a diestro y siniestro por esos mundos de Dios. Faltaba equilibrio a esa relación, tú no podías hacer otro tanto, por razones obvias, la carga no estaba pues bien distribuida en la cala del barco y había riesgo de zozobra. Y por mucho que hiciste para tratar de evitarlo, acabó declarándose dentro de tu conciencia una guerra civil que opuso el bando lógico al emocional. Sabiendo que en las cuestiones relativas al amor, cuando es puñetero y doliente, la racionalidad ocupa un papel realmente modesto, durante las primeras batallas el primero de ellos se llevó la peor parte. Afortunadamente sus batallones estaban constituidos por soldados bien disciplinados y con una moral bastante elevada, pero aún así no daban abasto ante las hordas bárbaras que los hostigaban por todos los flancos y el resultado estuvo indeciso durante mucho tiempo, y eso antes de pasar a la dimensión actual, que es harina de otro costal. Tú asistías impotente a la debacle y era esa impotencia la que te preocupaba, más incluso que la surgida antes del verano, pues te hacía ver con una claridad cegadora que realmente habías franqueado una etapa y era imposible volver atrás, por más que tu cuerpo se revelara como una herramienta todavía lozana y útil, quizá más robusta que nunca, por más que te dijeras que la edad es un concepto engañoso, sujeto a una relatividad susceptible de provocar sorpresas, lo cierto es que no podías sino admitir tu integración en una estructura distinta, con unas reglas del juego diferentes a las que debía utilizar Valentina. Forzoso era constatar que ello te afectaba más de cuanto hubieras deseado y que todo lo andado hasta el momento en el camino de la vida, con no pocos atascos y percances, habría sido, en apariencia, una línea con trayectoria circular que te devolvía al punto de partida, por cuanto te veías confrontado a viejos problemas, pero más desarmado que nunca. De nada te iba a servir, al parecer, tu vivencia, tu madurez de calamocha entrecana, la infinidad de lecturas mediante las cuales pensabas haber domado tu espíritu si bien todavía no completamente tu cuerpo. El famoso fruto sazonado de la experiencia y la edad, se te habría podrido y llenado de moho entre las manos justo antes de llevártelo a la boca. Mirarte al espejo y admitir sinceramente que todo eso te estaba ocurriendo a ti y no a otro, no a cualquier personaje de una novela que ya estarías censurando en tu fuero interno, sino a esa especie de configuración formal y psicológica que debía asumir tu yo ante todo el mundo y ante ti mismo, te sumió en el pozo oscuro de la decepción más profunda, la que no puede descargar en nada ni en nadie la responsabilidad del fracaso. Ese tipo que por aquel entonces todavía aparecía en los espejos eras tú, el mismo que viste y calza, uno de esos individuos que construyen los cimientos de su casa sobre arena. Tuviste entonces miedo de que todo se desmoronara. Lo tienes todavía. “Colócame como un sello sobre tu corazón –dice el sabio por excelencia y si es el propio Salomón quien lo dice es porque agua lleva- como un sello sobre tu brazo, pues el amor es fuerte como la muerte, el deseo de ser el objeto de una unión exclusiva es tan inflexible como el Scheol. Sus llamaradas son llamaradas de fuego, la llama de Jah.” Tendrías que haber pensado en ello dos veces, antes de lanzar las campanas al vuelo, de tocar a rebato sin evaluación previa de los efectivos propios y de la fuerza enemiga. Ahora ya es demasiado tarde, tus pies se están hundiendo en el fango ansioso, voraz, de la ciénaga. Y esto no le está ocurriendo a otro, sino a ti.
 
 
   Para Navidad tenía planeado un viaje a Argentina y estaba completamente volcada en este proyecto. Varios meses antes comenzaste a darte cuenta de que vivía sólo para ello. Era evidente que las conversaciones contigo la distraían y la molestaban. Tú, que no has viajado mucho, podías comprender ese entusiasmo con facilidad; pero si eres honesto, admitirás igualmente que te hirió un poco ese abandono, que lo viviste casi como un rechazo tácito. Vamos a hacer un esfuerzo por rescatar tus sentimientos al respecto, pues es un balance lo que estamos efectuando. Te niegas, claro, no se trata de una transacción comercial, debes estar pensando. Sin embargo, lo creas o no, para tu subconsciente, cada detalle cuenta. Y es alguien que se encuentra detrás de esa cortina de niebla quien decide en última instancia con su lógica particular. En fin, si hemos de hablar de ello, como todo parece indicar, hagámoslo; o  prueba a pensar en otra cosa, a ver si eres capaz. Pues bien, a su vuelta, te conectaste al Messenger, ella se hallaba en línea, aunque ocupada. Esperaste, como solías hacer. Habitualmente, antes de los cinco minutos, zanjaba la conversación que mantenía y abría la vuestra. Se desconectó. El estupor te dejó atónito ante el ordenador durante cierto tiempo. Dudaste entre mantenerte allí o cortar también tú la comunicación de un tajo. Ya ibas a hacerlo, cuando se conectó de nuevo. La conoces bien, se arrepiente pronto de sus impulsos. Abrió el canal de comunicación contigo, mas no habló de otra cosa sino de otro viaje, del que había comenzado ya, sin demora alguna, a programar con Enrique para el verano próximo. Escucha esto bien porque tiene bastante más importancia de la que tú te figuras. Tú, que detestas hasta el jugo medular la sopa boba del trabajo con horario fijo, con espacio fijo y cerrado, la máscara mortuoria que nos impone la necesidad, añorando las actividades a cielo abierto, por pesadas que fueran, realizadas en otro tiempo, aunque no estuvieran encaminadas a resistir la temible superioridad de la flota persa ante la isla de Salamina, ahora, aherrojado por tus múltiples limitaciones, te habías convertido para ella en el símbolo mismo de la rutina, representante máximo del envoltorio cotidiano del tedio. Y eso sí que no, para ser eso preferías no ser nada. Para empezar, con relación a ella; en un segundo momento, veremos por cuanto se refiere a ti mismo. Dio la casualidad de que al día siguiente tocaba vuestra cita hebdomadaria, vuestras dos santas sesiones de cama, una por la mañana y otra por la tarde. Le trajiste su regalo de cumpleaños, unos pendientes, que le entregaste con unos días de antelación, pues dicha efemérides no podías celebrarla con ella cuando tocaba, ése era, lógicamente, el privilegio de la familia y de los amigos. Ya sé que estás al corriente de todo esto, pero déjame que te lo cuente a mi manera, demonio. Se los probó, le sentaban muy bien, ¿recuerdas?, la hacían más madura, más mujer, le daban una cierta prestancia elegante. A pesar de todo, disfrutaste de ese momento. Seguidamente hablasteis del viaje, de las vacaciones que quedaban atrás. Tú ni siquiera te quitaste el abrigo, conversabas con la serenidad de quien ha tomado ya la decisión irrevocable de acabar con todo de una vez y respirar de nuevo el aire libre, a ver si sabía tan bien como antes. Tenías esa curiosidad y esa duda. Ella lo notó. Ven a la cama. Siempre se arrepiente a tiempo de sus impulsos, tiene ese don de presentir los momentos que acarrean una inflexión radical del estado de cosas corriente. Fuisteis pues a la cama, a pesar de que ya no quedaba mucho tiempo. Sé que vas a decirme algo, hazlo cuanto antes. Déjame que te deguste primero, tu boca está más sabrosa que nunca, sabe a fruta tropical sazonada por el verano argentino. Te volteaste al fin y quedaste boca arriba. Hubieras querido dejar tus ojos clavados en algún punto del techo y liberar de manera aséptica las palabras que guardabas en una cajita, pero la estrella de su sonrisa apareció como una Venus recién bañada, por tu derecha, en el cielo raso de su dormitorio. Sus ojos verdes te miraban con ternura, pidiéndote que no fueras demasiado duro con ellos. Mira, Valentina, me dijiste que yo tenía varias vidas. Si lo deseas, suprimimos de un plumazo al Jorge amante, no cuesta nada, es lo más sencillo del mundo, verás….se viste, se pone el abrigo, te da un beso y se despide para siempre. El Jorge colega no modificará ni un ápice su actitud hacia ti, te ofrezco todas las garantías. Tal vez pase unos días como prisionero de su envoltorio, pero se le pasará pronto, te lo prometo, sonreirá y procurará seguir divirtiéndote con sus bromas. Algo se le ocurrirá para desplegar tu sonrisa, que no dejará de admirar. Tú eres alegre como unas castañuelas, necesitas reír como respirar, tu Jorge colega lo sabe también y lo tendrá en cuenta pase lo que pase. Se desplomó sobre el cojín, quedó mirando el techo como buscando también ella un punto, una mancha, donde dejar anclada su mirada. Creí que estábamos enamorados, que nos queríamos, me había hecho esa ilusión. Con sólo esa frase logró desarmarte, desestabilizarte, confundirte y avergonzarte. Callaste durante un buen rato. En realidad, cerraste los ojos para ver derrumbarse todo el edificio de tu determinación y, tras la tolvanera, alzar el vuelo tu libertad y tus anhelos de paz, de calma chicha, de surco interminable, desembarazado al fin de todo rastro de parva, esa auténtica hambruna de otoño que, de repente, se había declarado en ti. El campo era ancho, inmenso, pero no hallaste un camino para la huída. Bueno, pues si no lo suprimimos, ha decidido que no chatearemos los fines de semana, excepto por una necesidad inhabitual, entonces no importará. Pero yo necesito hablar contigo los fines de semana. Con el índice y el pulgar te cubriste tus dos ojos. O bien no ha comprendido nada de la trampa atroz en que tú sólo te habías metido, o bien ha querido siempre que asumas el lado oscuro de tan atípica relación hasta las últimas consecuencias. Pues si es así, me sobrevalora, me hace más fuerte de lo que soy. Como tú quieras, cediste.
 
 
   Fíjate en ese cadáver que está sentado en esta butaca, no sabe qué le pasa, el tiempo no transcurre para él. Tan sólo le es dado ver desfilar imágenes en la cámara oscura de su mente, pero ya no puede procesarlas, sacar conclusiones. La razón ha agotado sus argumentos y las palas giran en el vacío. A decir verdad, se encuentra tan extenuado que ya sólo le preocupa el problema moral, su estado de ánimo es el de la renuncia, pero extrae todavía energías para rehusar hallarse en el origen del mal. Lo humano tiene sus fronteras. Su juicio le ha explicado la situación desde todos los ángulos posibles. Si la ama, desea el bien para ella, entonces debería sentirse contento de que Valentina encontrara amor y placer en otra parte. Se trata de un razonamiento irrefutable. A ese amor y placer, él podría añadir el suyo, con lo cual Valentina sería una mujer colmada. No admitir ese estado de cosas significa anteponer los propios intereses a los de la persona amada. Sin embargo, hay una fuerza oscura en él que le impide aceptarlo. El resultado es que debe afrontar ahora esa imagen egoísta y rastrera de sí mismo, la cual se desprende con una nitidez implacable como única inferencia posible. Tal vez si llegara a comprender la naturaleza de esa fuerza oscura que opera en su interior, podría romper ese hechizo que lo tiene convertido en un bloque de piedra.
 
 
   Y sin embargo, antes del 21 de junio, todo estaba tirado, pues te hallabas en una coyuntura de ataque. Cierto que no sabías muy bien hacia dónde ibas, lo cual te otorgaba esa inconsciencia irresponsable y esa alacridad sin falla que anestesió tu conciencia, pero te bastaba con el vértigo de ir hacia delante, a toda velocidad, a toda costa. El sentido del humor, la hilaridad a veces desenfrenada y en algunos puntos excesiva, no te venía fruto del estudio, o del esfuerzo, sino como un don del Espíritu Santo, como una gracia gratis data. Ella se reía, francamente, notabas que se lo pasaba bien contigo, entre nosotros podemos decirlo, y tú también con ella, eso por descontado. Fue como si los dos hubierais tomado el mismo tren, propulsados por una misma fuerza que dejaba, no obstante, en el andén a los otros. Ni siquiera te detuviste una fracción de segundo a preguntarte a dónde os conduciría ese tren. Agustín, el hijo de Julia, se lamentaba impotente. ¡Sólo tú puedes hacerlas reír así! Mas no te dabas cuenta de nada, únicamente querías ir todo derecho, cuanto más lejos mejor y deprisa que llueve. Claro que por aquel entonces te distraían un tanto las largas conversaciones nocturnas, entabladas mediante sms, con Lucía, tratando, eso sí, de hacerle comprender sin decírselo claramente que ella era demasiado joven para abordar siquiera una relación esporádica contigo. En tal ocasión no escatimaste ni tiempo ni entrega, en aras de la suavidad de tus formulaciones; la mujer que se estaba conformando ante tus ojos, en verdad asombrados, lo merecía y tú no quisiste que ninguna ruedecilla de ese engranaje quedara desplazada en lo más mínimo por tu culpa, ese mecanismo complejo debía funcionar a la perfección, aunque no lo hiciera para ti. Preciso es admitir que te comportaste como un caballero, no reconocerlo sería quitártelo. Exceptuando, si acaso, el hecho de que pusiste dos preservativos en tu cartera el día en que fuiste a visitarla a casa de sus padres, por si no hubiera más remedio que utilizarlos….La oportuna llegada del novio, seguido de la madre, zanjó la cuestión y te devolvió, intacta, tu buena conciencia. Valentina, en cambio, aunque mucho más joven que tú, era una mujer con todos los ciclos sexuales cumplidos y no eludía el juego echando las cartas sobre la mesa, sino que aceptaba con gozo el desafío notoriamente irregular que le lanzabas. La cortejaste ante los ojos de todo el mundo sin que nadie, al parecer, se diera cuenta. El ruido de la vajilla, de las conversaciones provenientes de las mesas vecinas, el barullo de la radio en el rincón, debió encubrir tus intenciones. Pero ella las percibió, más o menos conscientemente vislumbró la maniobra envolvente y te aguardó.
 
 
   Egoísta es la palabra, la cual se te va revelando en su sentido químicamente puro. Un egoísta acerbo es siempre un solitario a ultranza por definición, alguien que se alimenta de sí mismo y se responsabiliza tan sólo de sus propios actos. Posición diametralmente opuesta a la del Cristo, que asume los actos de los demás, de todos, del género humano en su vasta totalidad. Tu dolor es un dolor de naturaleza moral, cuya fuente brota del hueco en que se ha desgajado la piedra angular de tu libertad. Tu yo es como un saco con una boca pequeña que tú puedes controlar y en el cual no entra sino lo que tú metes. Sin embargo, pasando al nosotros, la boca del saco se agranda y resulta imposible comprobar lo que los demás introducen en él. Luego, hay que cargarlo a la espalda y llevarlo consigo. Es también una cuestión de constitución, de robustez, de grandeza. Si Cristo es amor, Anticristo es desconfianza, desamor, recelo. Por mucho que quieras a Valentina, tu alma tiene una tara, o bien un punto, una picadura, de corrupción que te impide amarla, asumir sus actos cualquiera que éstos sean. He aquí tu limitación. Mas tu drama es que imperceptiblemente se te ha ido metiendo muy adentro, con su sonrisa y su simpatía, hasta arraigar, recio, en tu carne.
 
 
   No se rechaza así como así la invitación del hijo de una colega, siéndolo él mismo por añadidura, argumentó. Agustín se había quedado sin novia por un período de tres meses y ya empezaba a mirar a su alrededor. Tu deber ineludible de caballero era hacer la reverencia y echarte a un lado, mas resultaba evidente que este caso no se ajustaba a dicho procedimiento. Y ella había aceptado la cita; la cual se concluyó prácticamente en tu presencia, conectado al Messenger. Ocurría tal y como lo habías previsto. Los dientes cortantes del cepo comenzaban a morder en la carne y tú a experimentar el consecuente, a la par que consabido, dolor antiguo, tan primitivo y lejano como el origen de la especie a la que desafortunadamente perteneces. Entre nosotros, bien empleado que te lo tienes, porque a tu edad, cumple acordarle más crédito al cerebro que a cualquier otro órgano del cuerpo y tú lo hiciste todo en un montón por culpa de esa puñetera sonrisa y de esa simpatía imparable y de esa altura de mujer que se alzaba ante ti atrayéndote todo y también, preciso es decirlo, por tu mala cabeza. Pero bueno, a lo hecho pecho, te dijiste, ¿o no? Claro que sí, puesto que en ese momento ya era tarde para retirar por las buenas todo ese capital emotivo invertido en esa cotización. Podía malograrse, por supuesto, pero el plazo para retirarlo había concluido. Como primera medida decidiste jugarle una mala pasada, pues esta vez estabas furioso. Le dijiste lo último que ella hubiera querido escuchar, lo único que realmente podía estropear su cita de aquella noche, a saber, que hizo muy bien en aceptar tal invitación, pues una chica de veintisiete años no podía quedarse confinada en su apartamento, sino que tenía casi la obligación de divertirse, de aprovechar su juventud y sacarle el mejor partido a su libertad actual. Se tambaleó un poco. Ya sé que debo hacerme una experiencia con otros chicos de mi edad, pero por otra parte tengo la impresión de traicionarte, es muy complicado para mí, realmente no pensaba que fuera tan difícil. Ya está, se me están saltando las lágrimas…. No es traición –concluiste, cruel- puesto que yo mismo te incito a ello. No quiero problemas de conciencia, no quiero ser un obstáculo para ti y, sobre todo, no quisiera que perdieras oportunidades por no traicionar nuestra relación. Poco importaba que no captara la ironía de esto último.
      Durante varios días no pudiste pegar ojo; cuando ibas a correr, te excedías, querías matar el cuerpo, sedar tus nervios por el agotamiento, acallar por la fuerza tu sangre que te bullía dentro de las venas, que te subía a la cara por nada. Estando en reposo, notabas las aceleradas palpitaciones de tu corazón. Si subías sobre ella, para hacerle el amor, se acrecentaban todavía más hasta que tenías que echarte a un lado, resollando como un animal acosado por la jauría, sin haber alcanzado tus fines. Te mirabas al espejo y tenías la impresión de que se habían multiplicado tus canas, incluso te pareció que perdías pelo en la parte anterior del cráneo, nunca antes te habías fijado en las patas de gallo que se desplegaban si arrugabas la cara, tal vez porque antes no las tenías. La gente nos mira, Jorge, hay demasiada diferencia de edad. Si mis padres se enteraran, quedarían decepcionados, tienes casi la misma edad que ellos. Si tuviera un bebé no deseado….. Es cierto, concluiste al fin frente al espejo, esta vez te has hecho viejo de golpe.
   Aquella cita no debió ser un éxito rotundo. Nunca le pediste detalles, por supuesto, pero lo adivinaste al leer la expresión de decepción que había elegido como lema para el Messenger y que todo el mundo podía ver. Sin embargo, nuestro voluntarioso don Juan en ciernes continuaba insistiendo mediante una sostenida racha de sms para obtener más citas y tú seguías desconociendo sus probabilidades exactas de éxito. Entrampado en tus propias palabras, que en el fondo no carecían de sentido, con las manos atadas a la espalda, te dejabas hundir en tu particular río de aguas verdes, turbias, hasta rozar casi el cuadro médico de la asfixia. “But  man is not made for defeat, he said”. “A man can be destroyed but not defeated,” le hizo decirse Hemingway al viejo pescador cubano que protagoniza “The Old Man and the Sea.” Todo eso podía haber sido llevado a cabo de otro modo, con cualquier excusa, incluso sin necesidad de mentir; pero tú tenías que haberte empapado de todo, con pelos y señales.
   Para el jueves de la semana siguiente, todos los sindicatos habían convocado huelga. Tomaste el móvil y, ni corto ni perezoso, aún corriendo el riesgo de derribar con una sola carga de dinamita el prodigioso edificio de inhibición que habías construido con ella y para ella, invitaste a Lucía a pasar el día entero contigo, con restaurante incluido. Sabías que no iba a ser fácil, pues desde hacía bastante tiempo vuestra relación se reducía a enviaros sms para felicitaros los cumpleaños o desearos buenas vacaciones, si bien ella te había asegurado recientemente que te consideraba su mejor amigo. He aquí pues llegado el momento de que la amistad ofrezca su punto de apoyo, te excusaste sin convicción alguna. Mas tú eras consciente, no debe ser éste el momento de mentirte ni de eludir responsabilidades, de que no era ése el término más adecuado para definir el tipo de percepción que ella te consagraba y aunque siempre te habías mantenido firme en la determinación de no sacarle partido a dicho conocimiento, dejaste a un lado tus principios,  en esta ocasión,  para intentar esa maniobra desesperada, signo evidente de que comenzabas a perder los papeles. Ibas pues a lanzarte deliberadamente al difícil ejercicio de nadar entre dos aguas. A Lucía, desde luego, no contabas hablarle sino con el lenguaje de la amistad, mas no se te podía ocultar que ese acto, cuyo merecido calificativo no es otro que el de irresponsable, añadía una capa sobre una pared que no la necesitaba en absoluto. Mal asunto, pues, cuando uno comienza a dejar conscientemente de lado toda consideración moral referente a su proceder. Valentina sabrá que, al fin y al cabo, no fuiste a trabajar, calculaste; entonces fingirás turbarte, primero, ceder después, para acabar contándoselo todo también con pelos y señales, con objeto de hacerle ver que, viejo y todo, todavía tienes algunos espolones ocultos y que acaso te dé por ofrecer a otra las últimas fuerzas de tus riñones. Amar es mucho más que sentir amor. Amar es una mezcla confusa de sentimientos extremos e incontrolables, una dilatada e inexorable caída en un pozo profundo, de aguas amargas que, lo quieras o no, siempre acabas probando, aunque sea algún sorbo. Mañana te contesto, repuso Lucía.
   También sabías que el modo en que se malogró la primera salida era el mejor argumento a favor de la segunda. Todo dependerá de a quién quiera comunicar el asunto y de si desea o no realmente sacar provecho de las lecciones del pasado. En aquella ocasión estaba ya fijada la fecha cuando ella llamó para decirte que su novio no lograba hacerse a la idea, que no contestaba a sus mensajes y que no descolgaba el teléfono. Envíale un sms para anunciarle que la salida ha quedado anulada.
   Al día siguiente, en efecto, se puso en contacto. Desconfiaba y su amigo aún más. No pasa nada. Comprendías. Sin embargo, la conocías lo suficiente como para adivinar que aquello no se terminaba ahí. Así fue, el lunes por la mañana, al recoger el móvil del cajón de tu escritorio, viste que tenías una llamada suya con entrada a las doce de la noche. Dejaste que pasaran las horas sin contestarla. Ante los colegas manifestaste reiteradamente tus dudas respecto a la oportunidad de la huelga. Valentina afirmó con despecho que ella sí la haría. Durante el chat nocturno te confesó que no sabía cómo desembarazarse del doctor en relaciones humanas. Una parte de ti argumentó que ello obedecía a tu indecisión respecto a la huelga, la otra parte deseaba sinceramente que todo aquello acabara bien, pasar el día entero de huelga encamados, o a lo sumo, trasladaros al canapé el tiempo justo para ver la película “El maestro de esgrima” que le habías regalado a tu vuelta de las vacaciones del verano, así como la novela. Creí que aceptaste la cita porque te gustaba el tipo, porque considerabas oportuno hacerte experiencias con chicos de tu edad. Cierto que debo tener experiencias con chicos de mi edad, pero cuando quiera y con quien quiera, sin que nadie me obligue. No podías creer que Julia hubiera ejercido algún tipo de presión, ni siquiera de persuasión, sobre ella. ¿Obligarte?¿Quién demonios pretende obligarte? Ya estabas mirando a tu alrededor para echar mano a la espada. Pues casi…. tú. ¿Yo?¡Ésta sí que es buena! Yo únicamente dije que esto debía ocurrir un día u otro y que la idea de verte formar parte de la familia de Julia la encontraba excelente, apaciguaba mi conciencia y me haría sentirme orgulloso de ti, tal vez fuiste demasiado lejos cuando le dijiste eso. Pero si de lo que se trata es de deshacerte de él, ello es más fácil que beberse un vaso de agua. La verdad es que no sé cómo decírselo. Tengo que encontrar la fórmula. Me ha preguntado si tengo a alguien y le he dicho que no. Pues la próxima vez que te llame para salir, sugeriste con interesada solicitud, le dices que has quedado con Enrique, luego con Ernesto, después con Salvador, con el Gran Khan y con Marco Polo y así sucesivamente hasta recorrer el círculo completo de tus amistades y vuelta a empezar si necesario es, al final comprenderá. Una idea digna de ser tomada en consideración, admitió. Entretanto había llegado el sms de Lucía, se disculpaba por su actitud y aceptaba la invitación, si tú estabas todavía de acuerdo. Le contestaste que lo sentías muchísimo, pero que a esas alturas ya le habías comunicado a Adela tu decisión de hacer huelga y ella había tomado de inmediato disposiciones para ese día. Otra vez te caías de pie, como los gatos. Pero no te sientes orgulloso de ello y con razón. Todos los demás habían actuado con más nobleza que tú, logrando ser fieles a sí mismos, tan sólo tú te habías dejado llevar por el miedo. Tú precisamente que solías repetirte esta frase, aprendida ya no sabes dónde, ¿qué puede temer un hombre que ya no espera nada?
      Si las tejedoras del destino te hubieran dado unas hojas como borrador y la garantía de que aquel jueves de huelga iba a transcurrir tal y como tú lo escribieras, no habrías sido capaz de confeccionarlo tan bien cual la realidad supo hacerlo en tal ocasión. He aquí el tapiz que muestra ese día, hilado para siempre en tu memoria. Afuera soplaba la galerna y llovía a rachas moderadas. Como previsto, sólo salisteis de debajo del edredón para comer y para ver “El maestro de esgrima”, debajo de otro edredón. Valentina se condujo contigo con tanta ternura y tal sensualidad, tan sabrosa se entregaba su piel, sus entrañas, a todos tus instrumentos táctiles, que te dio la impresión de haber adivinado cómo habíais estado al borde de la ruptura. Ahora ya no te queda sino contemplar con toda lentitud ese baldaquín de la voluptuosidad perdida, escena por escena, acercarte y seguir el trazado de cada hilo para cerciorarte de que no fue mentira, tomar campo para examinar esos metros cuadrados de bienaventuranza que una vez te fueron concedidos.
   El viernes te transmitía en directo los mensajes de su pretendiente. Hola, huelguista, ¿trabajas o estás visible? Trabajo, luego estoy invisible. ¿Te gusta mi estilo? No está mal, tengo que reconocerlo. Y leíste con alivio la exasperación del rival: OK, OK, OK, OK, OK, OK…… cuando estés disponible, ya me lo dirás. Hasta la vista. Me parece que va a tener que esperar mucho, mucho tiempo antes de que le llame. Te pidió que el sábado te conectaras a las dos de la tarde. Accediste con aprensión. Durante la época en que te escribiste copiosamente con Lucía, siempre respetasteis el fin de semana. Lo contrario es un error, tenías el convencimiento absoluto, pero no te atreviste a negárselo pues ya habías dado tu acuerdo. Conversasteis de manera intermitente, haciendo cada uno sus cosas. A eso de las ocho bajaste a cenar. Una hora más tarde volvías ante tu ordenador. Me acaba de llamar Enrique. Voy a salir con él. No me lo esperaba y tengo que arreglarme. Muy bien, arréglate tranquila, corto pues la comunicación. Pero Enrique vive en París y desde hace tres semanas se ha echado novia. No pasar un sábado por la noche con una novia de tres semanas es posible, aunque desgraciadamente poco probable. Recordaste tu frase, “pues la próxima vez que te llame, le dices que has quedado con Enrique, luego con Ernesto, etc.….” Retorno de la idea a su expedidor. Había cedido al fin, como suele ocurrir las más de las veces ante la pertinacia. Y a ti te había mentido. Es lo que querías, ¿no? Es lo más civilizado. Claro que para mentir hay que hacerlo desde el principio, con mayor habilidad. En el fondo no tenías nada que objetar. Oponerse a las leyes físicas, locura es. Pero tú te quedaste postrado. Pensabas haberte dejado caer en una butaca y de hecho tu cuerpo se despeñaba por un abismo oscuro.
 
 
   Aquí estamos los tres sin poder dormir. Uno escocido, otro temeroso y dubitativo, por fin un tercero con el prurito súbito de llegar hasta el fondo de la cuestión a cualquier precio, convencido de que esta noche es tan buena como cualquier otra para ello. El hombre está hecho para el tormento, como las pavesas para subir hacia arriba. Se devana los sesos para comprender los motivos, sin querer rendirse a la evidencia de que se le ha dado la razón para entender cualquier cosa, excepto ésta. De la combustión de su alma, retorciéndose de dolor, se calienta el universo, alienta la vida. Si no fuera por una causa, sería por otra. Si tu Dios te manda una pústula desde los pies hasta la cabeza, coge una teja y ráscate. Si lo que te manda es una preocupación tan ridícula como la tuya, considérate un hombre afortunado. Pero sobre todo, no te hagas preguntas, no trates de comprender. Lo mejor es ser de los que rezan, de los que se acogen a la penumbra de una iglesia y, ante el resplandor de una candela, oran. Aunque sin pedir. Al hombre parece que le haya hecho la boca un fraile, nunca está satisfecho con nada. Quisiera ser de Pénjamo, o de Jauja. En todo caso, con plegarias o sin ellas, aguanta estoicamente con lo que venga. Porque si resuelves un enigma, caerás en otro peor. Si eres de los que tienen las manos atadas a la espalda, aunque estés sepultado de cucharas, no podrás comer. Y por si fuera poco, jamás escasearán ni las moscas ni los importunos que vendrán a tocarte las narices. Tu única venganza consiste en considerar que si tú has venido para sufrir, ellos sólo han venido para eso.
 
 
   Te preguntaste si eras realmente tú el propietario de esos brazos caídos a ambos lados de ese cuerpo, de esos ojos que se negaban a abrirse, de esa boca pugnando por reprimir un grito que el vértigo insuflaba en ese estómago, en el centro de ese bulto inerte que parecía pertenecerte si bien tenías ya sobre él muy poco dominio. No era posible que fueras tú quien se estaba desplomando a través de esa negrura insondable, anhelando el fondo rocoso que pusiera fin a semejante delirio de angustia y de hastío. Alguien, en algún momento, había tenido que ocupar tu lugar sin pedir permiso. Una usurpación de personalidad, una posesión diabólica. Y si no, ¿por qué no funciona como solía el dicho de que a cada día le basta con su pena y que mañana será otro día y que con la luz diáfana se ven siempre las cosas bajo un mejor aspecto? Pero no, lo que tenías dentro era como una enfermedad, era como un dolor que no entendía de tiempo, ni de luz, ni de filosofía. ¿Ves?, razonaste, o deliraste, no podías ser tú, a ti no podía ocurrirte esto, era ridículo, la literatura, la filosofía, en efecto, los errores…. te habían puesto definitivamente al abrigo de tales patinazos, de esa situación de descontrol absoluto, propia de gente atolondrada, inculta, cuyo espíritu y voluntad no han sido jamás trabajados por las grandes ideas de los sabios que en este mundo han sido. No podía ser, no podías ser tú, ¿en qué cabeza cabe?
   Al día siguiente te levantaste sin haber dormido nada. Tenías un mensaje en tu móvil: “Conéctate”. Lo hiciste. Os escribisteis, poco a poco fuiste recuperando briznas de confianza. Sólo unas pocas, pero examinabas cada una de ellas como un tesoro de esperanza. Te contó algo de la velada anterior. Te pareció plausible. Tuviste que insistir una y otra vez para tus adentros en la idea de que debías dejar pasar el tiempo, pues cada momento trae su propio decorado y no hay mal que cien años dure. Son malas rachas, todo el mundo las anda. Pasará.
 
 
   Sin embargo, ¿es humano llegar al fondo de estas cuestiones, apurar hasta las heces el porrón de vino malo que somos? Quien siembra viento, recoge tempestades. Y una vez esté el mar, alrededor nuestro, erizado de olas como edificios, ¿podremos mantener firme el timón?¿o acaso cederemos ante las fuerzas desatadas del mal?
 
 
      El lunes, nada más llegar al Ayuntamiento, sentiste la necesidad de un café, el tercero ya del día y no había hecho sino empezar, lo tomaste con Leonor. Entró Agustín como haciendo el favor de entrar, e invitándoos a reconocer que se había introducido en la cámara con la misma majestad y porte altivo con que el propio Papa Pío XII lo hubiera hecho, acompañado de su camarlengo y de los miembros más ilustres de la curia romana. La calva bien llevada siempre se ha dicho que da autoridad y la sonrisa irónica (¿la exhibiría tan sólo ante ti?) que había encontrado últimamente, suficiencia. Su delgadez, aplicada a una andadura pontifical, así como su manera de plegar las piernas para retrasar la marcha, le conferían la impresión de caminar subiendo peldaños. Dentro de unos pocos años se estará desayunando con Dios, el listo éste. El alcalde, por el contrario, lo había calificado de tonto absoluto y de gilipollas. Tú te dijiste que no podía ser verdad, a pesar de ser ésa la segunda vez que llegaba a tus oídos un comentario semejante, pues sabías (¿quién no lo sabía?) que se había doctorado en algo, pero lo cierto es que no te percataste de su presencia hasta el momento preciso en que Valentina te lo erigió como rival. Instintivamente te levantaste de la butaca, ¿pero cómo diablos es posible que me esté yo desvelando así por este cantamañanas, estrecho de hombros por añadidura? Te volviste a sentar casi de inmediato. Desde que lo considerabas como tu oponente, cosa que no te halagaba sobremanera, tampoco tú has pecado nunca de modesto pero al menos no lo has proclamado a los cuatro vientos que es muy fácil dar rienda suelta a la verborrea y siempre los hay dispuestos a creer que el verbo de cualquiera es el Verbo de Dios hecho carne, pues puestos a tenerlo opinabas que otros habrían desempeñado más dignamente el papel y ante quienes un guión adverso hubiera resultado más llevadero, lo escuchabas con la atención del prosélito dopado con anfetaminas (y debes reconocer que no siempre resultaba fácil seguirle), por ver si le encontrabas algo que lo hiciera merecedor de un particular interés, mas únicamente hallabas cualidades que, con toda seguridad, dejaban indiferente a Valentina. Excepto, si acaso, una, la prosopopeya que da invariablemente al hombre vulgar el sentirse amado por una mujer, ésa sí la notaste con una agudeza lancinante, como un pinchazo en el costado. Sin olvidar, claro, otra virtud que parece tener un gran predicamento para Valentina, me refiero a la de ser joven y que él se encargaba, con el tesón propio de una mentalidad fanática, pues exaltados e integristas los hay también de la falsa humildad verbigracia El caballero de la mano en el pecho, de reforzar mostrando a cada paso cómo, bajo la reluciente piel de su frente sin fronteras, germinaban ideas de la más absoluta modernidad. Y ante caso tan ejemplar de hombre actual, según los textos canónicos, te hallabas tú, con tus malditos celos, la imagen misma de un valetudinario carcamal. Pero nadie tendrá conocimiento de ellos, aunque te cueste verter sangre plegando los músculos del disimulo. Eso fue lo que te dijiste en aquel momento y lo que te sigues diciendo ahora.
   Esa vez no pontificó, únicamente lo hacía en presencia de Valentina. Se limitó a depositar sobre la mesa su talego lleno de libros, del que asomaba una botella de agua mineral. El hombre que se respeta y se cuida, es a su vez respetado y cuidado, especialmente por las mujeres con su maldito instinto maternal. Tras ello, silencio administrativo. En vista de lo cual, Leonor prosiguió la conversación a partir del punto en que la había dejado a su llegada. La cortó.
   -Mirad. Tengo trabajo. Eso es…. Subo a mi despacho.
   Lo primero que procedía comprender, según dictó tu corto entendimiento, es que os privaba in promptu  de su exquisita presencia pero, ¡que no cunda el pánico!, en contrapartida, lo que no dejaría de ayudaros en vuestra tarea de consolación, quien no se consuela es porque no quiere, tenía la bondad y el buen gusto de excusarse. El buen gusto, inevitable en un hidalgo. Lo segundo os vino sugerido por el sintagma “eso es” y significaba palmariamente, aunque poco importaba que vosotros cayerais en la cuenta si bien ello era poco probable dado vuestro limitado alcance intelectual, que el supuesto trabajo no era sino un pretexto poco elaborado, pero para quien es y como le llaman…., cuyo objeto era, en efecto, encubrir una actividad o una gestión personal que obviamente no os interesaba en absoluto. Pero en fin…¿con qué derecho estabais vosotros allí? Mas como a pesar de todo habíais tenido la insolencia de hallaros presentes, con el evidente deseo de inmiscuiros en sus asuntos privados, merecíais el guantazo de un recurso manifiestamente falso. Ello si no pretendía insinuar otra cosa: ves….voy a hacer algo que no te gustará, algo que te concierne personalmente y adivina con quién está relacionado…. Recuerda la teatralidad con que marcó el número de Valentina en una ocasión en que la estabais esperando para comer. Tú nunca te hubieras atrevido a dar ese indicio superfluo de una posible intimidad con ella y eso ante dos personas que poseían igualmente el número en cuestión. Con sólo esa posibilidad bastaba para que hubiera tomado la precaución de quitarle empaque al gesto, pero no, era él el único, el que tiene todos los caminos abiertos. Desapareció con su talego al hombro y su botella de agua mineral sobresaliendo como una granada anticarro, guerrero de los tiempos modernos, aunque objetor de conciencia cuando se trató de ahorrarse la mili. A los cinco minutos se presentó Valentina, permaneció treinta segundos sentada, se ausentó durante más de un cuarto de hora, regresó al fin. Tú detestaste por primera vez el móvil, la era moderna y el dios que lo fundó todo eso, lo que tan buenos servicios te había prestado en determinadas ocasiones. La mujer de tu vida, aquella por la que todo tu ser destila los sentimientos más íntimos y concentrados de toda tu existencia sensible, aquella ante cuyos pies has depositado las más sinceras e inflamadas palabras de amor, que denotan siempre entrega incondicional y renuncia, acudiendo solícita a la llamada de otro, probablemente para concertar una cita.
   Puede que se tratara de una falsa interpretación, porque tú últimamente tomas unos comprimidos vitamínicos que contienen nicotinamida y te aceleran, puede que fuera simplemente al servicio y se lo hubiera encontrado en el camino. Pero tú estabas hasta la mismísima coronilla de tanto puede y de tanta suposición, verdadera o errada. Era preciso, urgente incluso, que tú pusieras, cuanto menos, una distancia sanitaria respecto a todo esto.
   La pusiste, sin aguardar más. Y antes de llegar al bar, ya se había dado cuenta. Evitaste sentarte enfrente de ella. La ignoraste casi por completo. La obcecación te impidió registrar la crueldad que emanaba de tus actos como un efluvio maligno imperceptible para todos excepto para ella. Valentina bajó la cabeza, sus ojos permanecieron fijos en el plato, sus dedos acariciaban el pan, desgajaban fragmentos de corteza que luego dividía minuciosamente con la uña del pulgar. No comió casi nada. Nadie, a su alrededor, pudo dejar de percatarse. Ya no miraba a su amante, ya no intercambiaba guiños de complicidad con él. Valentina no osaba alzar la vista. ¿Era eso lo que pretendías?¿estabas satisfecho de tu obra? Notaste de repente que tu voluntad trepaba por detrás de ti, clavándote las garras en la espalda. Que hiciera lo que quisiera, que te engañara cuantas veces se le antojare, que te humillara si le venía en gana….pero tú no querías verla nunca más así. Y le hablaste, le prestaste la animada atención que ella esperaba de ti, sólo tú sabes lo que te costó hacerlo, y poco a poco se le fue pasando.
   Quedasteis en que a las seis pasarías a recogerla para ir a comprar juntos vuestros accesorios de piscina. Acudiste puntual e hiciste la primera llamada mediante tu móvil, como de costumbre. No obtuviste respuesta. Dejaste pasar un tiempo antes de efectuar la segunda. Luego un tiempo más largo antes de la tercera. Están ahí dentro, los dos. Ésa era la cita. La llevó a cabo, a pesar de todo. Por una razón u otra se demoraron en la cama, o bien discutieron. Tal vez se haya arrepentido y quiera cortar esa relación que introduce una dificultad excesiva; el otro se defiende, argumenta en nombre de la modernidad, le recuerda cómo obtuvo el doctorado, la calificación que alcanzó, hábilmente le deja entrever la crueldad que traería consigo hacer sufrir de ese modo a un hombre cuya sensibilidad e inteligencia ha quedado averada por diplomas, por publicaciones. Llamaste también al teléfono fijo. Nada. Habías hecho girar ya las llaves del contacto cuando apareció. Eran las seis y media. Su presencia en el exterior era un hecho consumado, no fuera a ser que se te ocurriera entrar con cualquier pretexto. Él está ahí dentro, en el rellano, dedujiste. Cuando hayáis pasado, saldrá. Te esforzaste por no mirar a tu derecha, al cruzar por delante de la puerta. Lo conseguiste.
 
 
   La injusticia, considera, no debe salir de él. Si se hubiera equivocado, si no hubiera hecho más que recoger conjeturas falsas. Si ella fuera en realidad la niña que hace subir su risa tres tonos más arriba de lo normal, de puro contento, cuando la embromas, cuando la pinchas un poquito con tus chanzas, cuando le haces cosquillas y se retuerce, absolutamente feliz, y se revuelve contra ti, buscándote las tuyas. Si, a pesar de tener perfecto derecho, no hubiera realizado nada de lo que tú suputas, si todo se limitara a un coqueteo superficial del que ni siquiera es consciente y cuyo único objeto fuera divertirse como le pide su edad, ¿qué calificativo merecería ese acto tuyo, puramente animal, debes reconocerlo, de decirle no puedo más y ahí te quedas?
 
 
   ¿Cómo vas a nadar sin pensar en nada? Sólo alguien que tuviera miedo al agua podría hacerlo, pero tú nadas más y mejor que nunca. Incluso a veces, al cruzarte con ella, prescindes de esa ojeada rápida mediante la cual pretendes siempre hallar una chispa de información que inflame tu mente llena de vapor de gasolina, tan absorto estás en el desarrollo de tu idea. Reflexiona, mas sin perder el ritmo. No dejes que se produzca una mengua de rendimiento, ni en los brazos, ni en los pies. Y no salpiques, que le molesta. Delibera, pedazo de alcornoque, a pesar de lo que ella te diga, “porque las cosas que bien no son pensadas, aunque algunas veces hayan buen fin, comúnmente crían desvariados efectos”. Pues a ella no le interesa que ciernas bien la situación, claro que no. “Así, que la mucha especulación nunca carece de buen fruto”. Has de saber, si en verdad quieres saber, ¡ye monarca, el afortunado!, que todos somos buenos y malos, al mismo tiempo. Afirmación que debes considerar con el mismo rigor cuando se trate de interpretar tu propio comportamiento, si bien intuyes que te va a doler más aún el lado oscuro de la mujer amada que todo cuanto rebulle en tu mismo interior, ciénaga ya de por sí suficientemente tenebrosa. Tal vez el amor no sea sino un deseo de remisión a través de otra persona, vista la incapacidad propia para ello, la mujer perfecta, la que rectifica la voluntad del hombre, quizás por eso tenemos necesidad de la donna angelicatta, como tenemos necesidad de otro mito cualquiera. Según esto, acaso tenga ella razón y deberías tratar al menos de pensar en otra cosa, pues escrito está, quien aumenta el conocimiento, aumenta el dolor. Vamos a ver, ¿cuántas vueltas llevas? Has perdido la cuenta, claro. Tendrás que nadar hasta que sientas una fatiga equivalente a la de unas sesenta vueltas, o hasta que ella se canse y salga. Pero ella no se cansa fácilmente, es resistente; practica una natación serena, si bien uniforme. Limítate a nadar y no pienses, te repite con la mirada, para retornar enseguida a una quietud absoluta, al examen atento de la masa de agua que atraviesa. A pesar de todo, tú vuelves a las andadas, porque la fascinación supera al miedo. Empieza al menos por ti, por admitir la porción que te toca. Pon la escena sobre un fondo negro, sin olvidar incluirte a ti mismo, pues si no hubiera oscuridad, de qué serviría la luz… Bueno, a ti lo que te pasa es que has tenido un ataque de celos de caballo y ahora la cuestión es si vas a detestarte indefinidamente por esta razón, dado que quien dice celos, dice egoísmo, ergo desequilibrio, injusticia y, en último término, maldad. Sí, maldad. Hasta ahí hemos llegado. Tienes que tomar una decisión y luego encajarla, no hay otra alternativa. Al experimentarlos, los malditos celos, has faltado a tu palabra y más aún que entrarás en contradicción con tus propósitos, e incluso contigo mismo, cuando al final no puedas contener tu reacción, la cual se hará patente, como todo parece indicar, tarde o temprano, al igual que si fuera un embarazo. He aquí pues la situación en que te encuentras y el programa que te aguarda. Por más argumentos que has sacado a colación, no puedes justificar tu comportamiento, en todo caso aducir circunstancias atenuantes, pero el fondo de la cuestión continúa entero, como una bala de cañón en tu estómago y tú nadando, cuidado, así que la raíz que lo nutre está en tu naturaleza y no hay más que hablar. La paradoja está servida, ahora tu supervivencia dependerá de si eres capaz o no de encarnar la unión entre estos dos opuestos, esperando a que se produzca, si es que se produce, una síntesis de ambos. Tu naturaleza contradictoria te constriñe a experimentar directamente tu parte de luz y tu parte de tiniebla, tu parte de Cristo y tu parte de diablo. Admitido esto, en fin, formulado, porque asimilarlo requerirá aún cierto tiempo, pues estas palabras que acabas de pronunciar para tu coleto son realmente palabras mayores, cuyo efecto puede que sea demoledor, sobre todo teniendo en cuenta el entreverado temple que se manifiesta últimamente en tus actos, debes, para concluir, completar el retablo con los demás personajes. Pinta ahora esas miradas y gestos de complicidad que siempre terminabas por descubrir, por mucho que quisieras evitarlo, las alusiones probablemente involuntarias, los lapsus linguae, los sobreentendidos y sobre todo los derechos que él se arrogaba sobre Valentina, la demanda expresa de ciertos privilegios, una especie de chulería muy leve y encubierta a la que ella se prestaba no sin un cierto gozo, también leve y encubierto. En fin, la chulería era leve al principio, pero la verdad es que ahora empieza a pasarse de castaño oscuro y tú opinas que no posee el perfil para tanto, ni mucho menos. ¡Pues si no tiene ni la tercera parte de media hostia y hablaba ayer de repartirlas alegremente por un quítame allá esas pajas….!¡Quieto, león! Atención a las hostias, que no eres cura sino chupatintas….y lo de Pío XII era sólo una broma…excesiva….Pero en el fondo es eso, sí, su actitud global es la del desafío, la del leoncillo que pretende hacerse el señor del harem y despliega una energía a la altura de semejante propósito, con lo que de repente se pone a interpretar papeles de películas que no le van, pues su estilo es el de película moderna, el del poeta asfáltico tan poco agraciado como sus versos, no el de documental de fauna africana. Estás furioso, claro. Se te nota porque sin darte cuenta aceleras el ritmo de tus brazadas. Cálmate, refrena también tú tu ímpetu. ¿Pero no habíamos quedado en que era él el más reciente de los productos humanos, al menos en cuanto a mentalidad se refiere, el último prototipo de la estirpe bimana en su rama sapiens sapiens? Y ahora quiere jugar al caíd, sin renunciar a ser el que más cacumen posee, para algo es doctor, el más sensible, modalidad ultramoderna de vir ilustribus, y el más abierto a todas las encrucijadas del más actual de los mundos que es el de hoy en día. Ella, ahora. Mírala, una verdadera esfinge. No te preocupes que no nadará a croll. Lo primero es lo primero y después ya vendrá lo demás. Lo que urge en el momento presente es perder unos cuantos kilos y ganar unos cuantos contornos, ya se presentará la ocasión de aplicar las lecciones de natación que le diste, pero ello vendrá más tarde, quizá….¡ah!¡no hay prisa! Probablemente a estas alturas dominaría ya dicho estilo, que tú consideras más eficaz, la verdadera natación, en pocas palabras, aunque puede que te equivoques y sea una apreciación sin fundamento. A ti te da la impresión de que se avanza más, desplegando una mayor amplitud de movimientos y lógicamente generando un porcentaje superior de energía, pero no eres un experto y debes guardarte de juicios precipitados. Sin embargo, es esa mentalidad pragmática, racional y prudente, la que le da ese aplomo, su fuerza tranquila, su inamovible serenidad en virtud de la cual alcanza a imprimir una finalidad utilitaria, positivista, dotada del más encomiable sentido común, a sus acciones, así como a sus relaciones con los demás, en especial contigo. ¡Al diablo los demás! Puesto que los polos opuestos se atraen en la naturaleza, ella es el imán que ha detenido en seco tu caprichosa trayectoria. Claro que, aplicada a ti dicha percepción del mundo, y aprovechando que estás parado, tal vez te haya convertido en un producto perecedero más, dentro de su frigorífico, esperando a ser cortado en porciones, sirviendo a la preparación de varias recetas, combinado con otras provisiones. En fin, eso, como una zanahoria, que lo mismo vale para acompañar un plato con carne que para una ensalada; en otras palabras, lo mismo para un roto que para un descosido. Ella es joven y tal vez necesite todos esos refinamientos culinarios. Pero ya encontrará los ingredientes que le hacen falta en el mercado. Tú ya sabes que el hedonismo como camino de perfección o de transformación no conduce sino al encallecimiento del ser y puede que estés perdiendo la última oportunidad de beber de ese cáliz sagrado, en virtud del cual se desenlazan todas las fuerzas que duermen en el interior. La mujer posee el don, esas gotitas brillantes de aurora que ha ido recogiendo con una paciencia antigua, y la capacidad de entrega. Todos deseamos estar bajo la piel de ese caballero sediento que ha buscado la verdad rectamente, con todo su corazón, sin cometer actos impuros, bajo un sol implacable; ha descendido hasta la sima profunda que sirve de sepultura a muchos y llega en el momento preciso, el del inicio de una fausta conjunción de astros, ante las almenas y torreones de su reina, la Sofía primordial. Él no lo sabe aún, pero algo sublime al tiempo que terrible le aguarda. En verdad vale la pena desenvainar la espada para preservar la apertura de ese instante, porque si esa unión es profanada, nos hallamos excluidos de toda remisión y hay que buscarla en otra parte o renunciar a ella. Con cualquier otra mujer sería mucho menos grave, pero la vida es una alquimia profunda y hay momentos que no se parecen en nada a todos los demás. El detalle esencial que te interesa conocer en ese sentido no lo poseerás nunca, a menos que intervenga el azar; para ello tendrías que rebajarte a espiarla y eso también sabes que no lo harás. Bueno, no mientras puedas hacer otra cosa. En consecuencia debes ceñirte a lo que han percibido tus sentidos y, en ese dominio, la información objetiva que posees te lleva a distinguir entre el antes y el después de aquella ridícula conferencia que su madre le organizó en el subsuelo de un bar y en la que fue continuamente cuestión de doctor tal y cual, mi teoría respecto a este punto preciso, en mi modesta opinión nadie hasta ahora ha sido capaz de determinar…cuando leí mi tesis… Joder y si tan decisiva es tu tesis, ¿por qué no la estás defendiendo en los foros internacionales, en vez de hallarte desplegando esa absoluta certeza y solemnidad gregoriana ante esta asamblea de representantes conspicuos de la tercera edad, que una hora antes se hallaba haciendo calceta o plantando lechugas? Pero claro, si la actitud de Valentina hacia ese sabio cambió tanto a partir de la mencionada hazaña científica y oratoria, entonces debes concluir que su afección hacia ti no está dotada de mucho lastre, pues ha bastado un leve viento para hacerla derivar hacia otra parte. En efecto, a partir de entonces, en cuanto perdía de vista un segundo el astro coruscante de su cráneo mondo, se sobresaltaba ¿y dónde está Agustín?¿y qué se ha hecho de él?¿se lo habrá llevado el Coco, el Pájaro Tragaldabas? A lo que el ilustre académico respondía condescendientemente: Aquí, aquí…. empleando un tono que añadía tácitamente: no pasa nada, todavía no te quiero privar de mi presencia. Y a todos los demás, con ojos reblandecidos por mística ternura, los pobres estarán continuamente con vosotros, pero al esposo no lo tendréis siempre. En tales momentos, ¿cómo seguir sosteniendo la tesis de que ella era tu Sofía primordial? ¡Pues que lo sea de la refrigerada eminencia gris a la que tanto parece admirar y no se hable más del peluquín! Ah y en el coche: Agustín ya ha percibido bastante la vista panorámica, ¿quién se quiere sentar ahora delante? Sólo quedabais  Marina detrás, con ella, y tú conduciendo. Evidentemente te atormentaste con la imagen de los dos, en el asiento de atrás, lanzándose miradas furtivas, rozándose las rodillas e incluso las puntas de los dedos, así como con la idea de si valía la pena que continuaras sosteniendo y llevando adelante todo ese delirio un solo día más. Por cierto, si antes del mencionado hito oratorio dudas de si Valentina tenía realmente noticia de la existencia efectiva de Agustín y luego de ella debéis asistir a tales crisis de ansiedad por haberle perdido un segundo de vista, no resulta descabellado suponer que ese mismo día, cuando al fin llegó el cabo del altilocuente acto y ambos fueron a los servicios y tuvisteis que aguardarlos durante un tiempo considerable, regresando a la par, le estuviera dando ya, con sus labios, las primicias de la merecida recompensa. Pues sí que estamos bien, si para perder a su reina basta con que alguien dé una conferencia…. A partir de entonces, el leoncillo, poco importaba que se hubiera quedado sin crin antes de la edad adulta, se puso a ensayar posturas de león rampante. Durante la última reunión con el anterior alcalde, cuando ya éste había perdido las elecciones de manera tan irremisible que con toda seguridad no iba a serlo nunca más, osó decir en voz alta lo que todos teníais en el pensamiento respecto a un cargo que nadie aceptaría ocupar por falta de asignación presupuestaria y que callabais por varios grados de delicadeza, entre otros porque el primer derecho de respuesta correspondía a la persona ya designada para ello, a pesar de que a nadie se le había ocurrido ni mucho menos pensar en él para dicho puesto. Únicamente Valentina subrayó la intervención con una risita admirativa. Por primera vez tuviste lástima de ella y por vía de consecuencia también de ti, pues el lazo que os une es fuerte y por él pasan todas esas cosas. Sabes bien que él no da la talla, que si acaso existe su relación fuera de tu imaginación ciertamente bullidora y recalcitrante, ello es debido a que se superpone a la tuya, apoyándose en ella, haciendo llover sobre mojado, pero quítate de en medio y todo se vendrá abajo en dos días, un doctorado no basta para sustentar la ilusión de Valentina. De eso sí que estás absolutamente seguro, lo que hasta ahora has aprendido de ella te da una certeza inamovible. Déjalos frente a frente, sin el aliciente de verse por encima de ti, y todo acaba en agua de borrajas. Otra de tus convicciones es que no vas a tener más remedio que ceder ante esa tentación, por mucho que tu conciencia pugne por presentártela con los rasgos detestables de la venganza. La idea te aspira como el ojo de un ciclón y tú no eres más que una motita de polvo, por eso cuando llegue el momento te arrancará del suelo, te hará dar miles de vueltas vertiginosas, te hará alcanzar la cima de esa montaña de fuerza y acabará por depositarte muy lejos.
 
 
   Mas yo no he venido a traer la paz sino la guerra. He venido para allanarlo todo pues detesto los altibajos, las sinuosidades. Jamás me contento con una simple victoria, sino que persigo a mi enemigo hasta la aniquilación; no de otro modo se construye la tranquilidad duradera, la auténtica paz. Como en la llanura de Waterloo, grito a mis tropas: ¡fusilaré a quien muestre piedad! De modo que a ese cadáver agonizante, todavía lo he de hacer morir varias veces, antes de dignarme alzar los ojos de su lacería.
  
 
    Echabas en falta tus sueños, incluso tus pesadillas. Ya que no podías leer ni una sola línea, te hubiera venido bien ocupar tu mente en algo ajeno a ese dilema que la atenazaba. En lugar de ello, cada noche afrontabas tu estéril sesión de insomnio. Entonces procurabas aplicarte a pensar objetivamente en Valentina, te interesaba saber quién era de verdad, qué había más allá, o más adentro, de esa envolvente magia simpática. Tu intimidad con ella te permitía acceder a las bromas que sus amigas se intercambiaban por Internet, las cuales te remitía de inmediato, así como al resto de sus amistades. Podía percibirse en ellas una concepción vitalista del mundo, bien es verdad que en clave de humor, mas ¿para qué sirve el humor si no es para ayudarnos a admitir ciertos aspectos de la realidad?¿Buscará ella también esa plenitud forzosamente pasajera que se obtiene mediante la potenciación de los factores bajos de la psicología individual? En cuyo caso, tú constituirías tan sólo un matiz de su bienestar personal. No podrías reprochárselo. Pero, en contrapartida, tampoco podría reprocharte el no haber encontrado en ella la íntima imagen femenina, propiciadora de la unión que ilumina la oscuridad profunda en que te hallas sumido, no se puede repicar y oír misa. Tú no te sales de tu infierno porque ella no quiere, o no puede,  ser la reina que se entrega en la unión sagrada. Pero eso son historias de tiempos antiguos, hoy en día un Grial no se encuentra ni con un detector de metales. Otras veces te parece una niña demasiado inocente, que acaba de descubrir las picardías del mundo adulto. Sin embargo, ocasiones hay en que percibes al fin en sus palabras la majestad de una sabiduría antigua, el conocimiento primordial de Isis que se renueva en cada mujer. Debes admitir que eres tú quien le pones todos esos velos y sigues sin saber quién es Valentina y qué significa para ti, cuál es su papel en el escenario de tu vida y cuál es el tuyo en el de la suya, a pesar de lo certero que se ha revelado siempre tu ojo clínico. Pero en fin, ¿qué tiene eso de extraordinario si ni siquiera sabes para qué demonios se ha montado todo ese escenario de tu vida?
   Luego, por las mañanas, tenías que levantarte más temprano de lo que solías hacerlo anteriormente, pues en la ducha se te iba el santo al cielo y en la cocina te preparabas un desayuno más consistente, en correlación con el desgaste suplementario que reportaba a tu cuerpo la práctica de nuevos deportes, y se te iba el santo al cielo también. Y siempre acababas vistiéndote a toda prisa y saliendo de tu casa como si escaparas de un penal.
   Subir, entonces, al coche era colocarte de inmediato al margen de la ley. A partir de ese momento, tenías el tiempo contado, la vida pesada; pero tu conciencia rechazaba como un revulsivo cada uno de los actos que te veías constreñido a realizar. El día se abría ante un mar de banalidades necesarias y se cerraba con la boca pastosa de haber mascado la nada como si fuera polvo. Salvo un paréntesis tal vez, si era una fecha fausta, en casa de Valentina. Caía una lluvia de agua gorda y gris. En cuanto ganaste la autovía, aceleraste a fondo. El coche rompía un mar de plomo, levantando tras de sí una estela densa, opaca, que, en el espejo retrovisor e iluminada por un débil rayo de sol, se convertía en el fondo turbio de una copela donde hervía un magma eruptivo, misterioso e inquietante como un universo en gestación. Ibas a llegar con retraso al Ayuntamiento y ello no te hacía ninguna gracia. Dejaste atrás, sin la menor dificultad, un par de camiones; a continuación, más laboriosamente,  un turismo. De nuevo se llenó la superficie del alinde exterior, cristal mágico situado a tu derecha, con la imagen fascinante de un azogue en ebullición. Acaso hubiera sido posible atisbar en su fondo los signos vivos que componen la gramática cabalística de los augurios. El detalle esencial que te interesa conocer no lo poseerás nunca. Deberías dejar pasar el tiempo, son malas rachas, todo el mundo las anda. ¿Cerrar los ojos y aprender a vivir con una sospecha débil en el seno de cada segundo, o abrirlos bien por ver si hay una poterna de salida que te devuelva a tu mundo, en el que todos los objetos tenían ya la pátina dorada del otoño y su serenidad? La remisión de los pecados, el abismo insondable, la luz en alguna parte sólo intuida, la sospecha de una luz, la reina, la Sofía primordial…..Oíste el estallido de un petardo detrás de ti, o quizás fuera la campana del Juicio que resonó bajo el cielo de bronce. Olvídalo todo, quien aumenta el conocimiento, aumenta el dolor. Durante un segundo o dos esperaste sin que sucediera nada. Luego el coche empezó a girar sobre su eje como una peonza, hasta tres veces, para acabar orientándose en el sentido opuesto a la marcha. Ahora agárrate al volante, si quieres, y conduce hacia atrás, a 150 kilómetros por hora. Pero una segunda voz, imperiosa, decretó que lo hicieras y tú obedeciste con una fe visceral, con todas las fuerzas de tus tripas. El cerebro, por su parte, delegó por completo en el sistema nervioso. Bastó un volantazo para recuperar el sentido de la marcha, mas el vehículo se puso entonces a dar bandazos, rozando por la derecha la línea de la cuneta, más allá de la cual se abría un pequeño foso de cemento, y la barrera de separación montada sobre un muro por la izquierda, lo que te forzó a aceptar una lucha denodada, interminable, animada por un ideal rectilíneo. Así hasta que el vehículo se quedó cruzado en la carretera, inmóvil al fin. ¿Miedo? Ninguno, no hubo ni tiempo ni espacio para él. Pero sí la indeleble sensación, percibida en toda su lancinante plenitud y por la entera masa de carne y sangre, de lo que puede ser un auténtico patinazo en la vida.
 
 
   Se creía el perfecto caballero español. Hidalgo cuerdo de modales limpios y palabra clara, de recta ejecutoria en el tercio, cuando las guerras de antaño, y en la administración de la cosa pública, frente a los negocios de hogaño. Todo Montaigne plegado con suficiencia a la sombra de los muros de la iglesia, en los mil dobleces del habla de Gil Vicente y de la Encina, cuando ya sólo le quedara eso, lengua, no menguado tesoro, describiendo con parábolas y sentencias el vuelo de las golondrinas chillando en lo alto, sondando el vasto espacio de la plaza, a su regreso. Sí, a su regreso se sentará en la terraza del casino, junto a los altos muros de la iglesia donde resuenan los gritos largos y entretejidos de las golondrinas, pedirá un café, rasgará, como siempre, el envoltorio del azúcar con el mango de la cucharilla, dejará caer los terrones de alcanfor sobre el betún cremoso de la taza y se pondrá a remover concienzuda y estoicamente. Acto seguido, extendiendo los brazos en cruz, abrirá el periódico de par en par y se pondrá a leerlo con la prosopopeya de un gran chambelán. Luego, a la caída de la tarde, conversará con apergaminados labriegos, sus amigos de infancia, de la intolerable subida de los productos fito-sanitarios y de la esencia oculta de todas las cosas. De ese modo, aprenderá a envejecer como los odres antiguos, en el aire seco y salubre de la plaza, sumido en la profunda monotonía de un pueblo que vive aún al ritmo de las cosechas y que se anima, con circunspecta beatitud, cuando, hacia el verano, vienen las golondrinas a construir sus nidos en lo alto del campanario y bajo las tejas de las cúpulas.
 
 
   Ella nadaba a braza. No conseguiste convencerla para que lo hiciera a croll. Tras haberle impartido unas someras clases en vistas a adquirir este último estilo y unos tibios intentos por su parte para apropiárselo, volvió a la braza. Se le daba bastante bien, empero. Todo hay que decirlo. A la larga le ibas sacando unas vueltas de ventaja, pero no muchas. Tanta cantidad de agua la ponía seria. Al cruzarte con ella, la observabas, a veces, y percibías una mirada neutra, serena, insondable, unos ojos que parecían decirte lo más justo y lo más cabal que pudiera sugerir el momento presente, ahora nada, no ocupes tu mente, limítate a nadar, como yo hago. Metías la cabeza y seguías su consejo. Los pies, batiendo sin parar; los brazos lo mismo, deben alcanzar un movimiento independiente, mecánico. Conviene provocar un impulso estable por delante y por detrás, como un motor, sin levantar mucha agua porque ya te había dicho que molestas a los demás nadadores, en cuyo conjunto probablemente se incluía a ella misma. Es cierto que si lograbas concentrarte avanzabas más. En cambio, tú debías ofrecerle en cada cruce los mismos ojos interrogativos, ¿quién eres?¿cómo eres?¿de qué manera me sientes? Preguntas todas ellas cuya pertinencia se hallaba realzada por la función de extrañamiento del gorro así como de las gafas de baño. Entonces perdías la coordinación, claro, dilapidabas tus fuerzas por donde no debías y avanzabas menos, amén de algún que otro trago de agua clorada que te propiciaban tus descuidos culpables. Ah, no te creas que es fácil dejar de pensar así como así. Puede que nadie consiga hacerlo en este bajo mundo. Aparte de que vuestra particular relación ofrece, debes admitirlo, más materia de reflexión que otras. Pero ella pasa por delante de ti y te susurra carpe diem sólo con sus ojos verdes. Por supuesto, ¡qué cosas dices! No podría vivir otros tiempos puesto que, o bien todavía no existen, o bien ya han dejado de existir. Pero es indudable que el pasado y el futuro se las arreglan capciosamente para incidir en el presente. No dejes que lo hagan. No permitas que meras ideas te atormenten, abre tus ojos a la realidad que te rodea ahora mismo. Las ideas son tan reales como los objetos. Tanto peor para ti. Pasaba el tiempo y ella seguía avanzando con un movimiento uniforme. Sin duda posee una notable fuerza de voluntad. Tú mete la cabeza y reflexiona. Para ella es más fácil, ella desempeña el mejor papel, de eso no cabe la menor duda, mientras que tú has declarado una guerra que debes mantener en todos los flancos.
 
 
   Cierra los ojos y escucha esto. No intentes taparte los oídos pues te hablo desde dentro de tu propio calabazo. Éste que se acerca conduciendo despacio y lanza un vistazo desconfiado al fondo de la calle, puede que seas tú, o puede que no, ¿quién sabe? Aunque bien podrías serlo. Ellos le aguardan en el rellano, ante la aspillera. Aparca el coche en un hueco y lanza una llamada perdida, como convenido. A los pocos segundos parpadea una luz como de ambulancia y se va abriendo la puerta del garaje. Ella lo observa atentamente, tras el cristal, envuelta en penumbra. La saluda con gesto rápido antes de dirigir el coche hacia la entrada del túnel. La luz amarilla sigue llamando a la enfermedad y a la locura en lo alto. Una vez dentro, aguarda, aun siendo consciente de la inutilidad de la espera. Demasiado evidente.
   Ya puedes salir. Ella nunca olvida recomendarle que no cruce el vano antes de que la puerta del garaje esté completamente cerrada. Entonces vuelve a avanzar el vehículo, sale del túnel, cruza el patio interior, se estaciona. Sube las escaleras, abre las puertas y siempre es demasiado tarde. Demasiado tarde para saber.  
 
 
   Comienzas a comprender que esa relación es excesiva para ti, que ya no tienes medios para mantenerla, que no tienes la edad. Y sabes muy bien que tarde o temprano deberás admitir tu insuficiencia y tirar la toalla. Esta idea te acosa curiosamente como una tentación, como la tentación del reposo, del abandono en el fluir de las estaciones, en la contemplación de ese cielo que se desenrollaba ante tus ojos cuando tú te acostabas sobre la mesa de trabajo, bajo la ventana, para mejor observarlo, aunque tu puntillosa conciencia, siempre alerta, te la presente como una detestable venganza, si no por los hechos que suputas, mas no puedes probar, sí al menos por todo ese flirtear que ha podrido tu confianza, que ha inoculado el bacilo de la duda en tu sangre y ha agotado tus defensas naturales. Una venganza, tal vez, y también una prueba de amor, la postrera, fatal e irreversible. Resulta difícil no ceder ante la fascinación de ese último desafío y tú sabes que te faltarán las fuerzas, tarde o temprano te dejarás llevar por la corriente. Abre los ojos y mira a tu alrededor, todo está esparcido por tierra, los sentimientos, las ilusiones, las vivencias; de un amor intenso, de esos que se agarran al corazón y a las tripas, sólo quedan los más diversos enseres varados en la arena. Y al tiempo que la desolación despiadada, inconmensurable, nace el gozo bestial. ¿No querías cabeza de cerilla?¿Era eso lo que tú querías? Pues la tendrás, la que quieras; a pasto, si lo deseas. Pero en cuanto a mí, hazte cuenta de que me he muerto. Eso le dirás y en cuanto lo digas te mantendrás en tus trece, aunque te cueste vomitar bolas de dolor bañadas en sangre. Bueno, posiblemente no se lo digas así, pero ella lo entenderá. Mas en fin, ¿no es la realización personal, el bienestar del individuo, lo que rige la conducta sana durante estos tiempos modernos? No se debe reprimir, parece, aquello que produce una satisfacción íntima y profunda, porque si no, habremos pasado por este mundo sin desarrollar correctamente nuestras potencialidades internas. El placer sexual, por ejemplo, aunque no alcanzas a comprender qué tipo de placer sexual puede ofrecer Nosferatu, hay que darlo y tomarlo en cuanto se presente la ocasión, porque es así como entramos en armonía con la auténtica substancia que nos constituye y nos anima. De modo que, por la misma regla de tres, también tú tienes derecho a decir, ¡pues toma cabeza de cerilla! No se trata, por consiguiente, de una venganza, sino de un gozo medular que no debe contenerse, so pena de pasar por un cohibido. Pues también tú tienes derecho a mirar por tu bienestar personal, a recuperar lo que perdiste para y por estar con ella, la paz absoluta de tus lecturas nocturnas frente a la lumbre, tu música de jazz que ya no escuchas, tus paseos por el bosque en cualquier estación, tus nueve horas diarias de sueño. El lujo de la muerte sólo puedes permitírtelo bajo esa modalidad ligera y popular. Realmente hay sabiduría en cuanto precepto prescribe llevar una vida con arreglo a la edad de cada uno. Por el contrario, tú has experimentado una regresión que te ha dejado inadaptado, con una neurosis de caballo. Te has quedado solo, batiendo el agua de la piscina, muy bien por cierto, incluso ella ha salido y no te has dado ni cuenta. Deben estar a punto de cerrar.
   Durante el trayecto de vuelta a casa comenzó a manifestarse una migraña turbia, de esas que se las ve venir malamente, de las que van calando hondo desde el principio, sin pausas para remontar a la superficie, de esas que aspiran desde el comienzo a alcanzar el meollo del cerebro. Te tumbaste en la cama nada más llegar, te pusiste el billetero sobre la frente. A veces basta con esa leve presión operando desde un punto distinto al apetecido por la migraña para que la atención se centre en él y olvide aquélla. No bastó en esa ocasión, ni con una aspirina, el único medicamento que encontraste en el botiquín. Regresaste al lecho, trataste de permanecer impasible sin conseguirlo. Te dijiste, quién sabe si con fundamento, que antes hubieras sido capaz de dominar ese dolor, de expulsarlo con la espada llameante de tu mente, pero que ahora todo te puede, todo te arrastra y vas a la deriva. Acabaste retorciéndote sobre la colcha con la cabeza entre las manos como para impedir que estallara y luego en postura fetal, para cambiar de nuevo, en serie indefinida, sin encontrar alivio en ninguna posición. Parecía que el dolor iba a tomar un protagonismo absoluto, sin embargo tu pensamiento seguía enrollándose como una serpiente alrededor del vértice de esa punzada continua. Había algo que todavía no acababa de cuadrar. Tu exasperación era demasiado intensa como para encontrar su justificación en los factores analizados. Estabas seguro de que un elemento perturbador muy activo operaba oculto en la sombra. Recordabas los términos del contrato cerrado con Valentina, que ella misma calificó de generosos; los cuales, dadas las circunstancias especiales que afectaban vuestro caso, no excluían la intervención de otros amantes. Lo único que pedías era discreción, en otras palabras, no querías enterarte de nada. Y el modo en que habías pasado de ese punto al extremo en que te encuentras conservaba aspectos borrosos. Cierto que la carga afectiva se había ido incrementando día a día y que no solamente no hubo discreción, sino que el coqueteo se había producido cotidianamente, en tu presencia, tal vez pensando que no te dabas cuenta y que podía pasar por una suerte de camaradería. A pesar de ello, algo profundo había tenido que modificarse en ti para que tu percepción del problema cambie de manera tan radical, pues debes reconocer que participa en ella un factor de extrema irritabilidad, hasta alcanzar una magnitud de la que no te creías capaz. Ese posibilismo, esa adaptación sin reservas a todo cuanto se mueve, con solo que lleve cierta etiqueta aprobada por él de una vez por todas, ese dominio absoluto de Internet sin jamás un libro subrayado entre las manos, autorreflexividad obliga, esa botella de agua mineral sobresaliendo de un petate casi vacío, esa falta de rabia ni siquiera cuando hace falta, ese predicamento de lo feo tan post-modernista por auténtica incompatibilidad con lo bello y para mendigar su derecho a un lugar al sol, como si lo importante fuera que ellos ocuparan o no su lugar al sol, ese no ser ni frío ni caliente, sino tibio, y esas ganas que te dan ahora mismo de gritar “y porque no sois ni fríos ni calientes, os vomitaré de mi boca”. Pero de nada sirve que tú quieras o no quieras tener algo en las tripas, si alguien que tiene autoridad soberana sobre ti te lo impone. Cuanto más te irritabas, más te dolía la cabeza. Se trataba de una opresión que operaba en la parte posterior del cráneo, cerca de la base. Los dígitos rojos del reloj despertador indicaban que todavía tendrías que esperar una hora hasta que Adela regresara y te dijera dónde podías encontrar nurofén, en caso de que lo hubiera. Si te levantabas, era peor y comenzaba a apuntar la náusea. En el inconsciente colectivo hay unas cuantas etiquetas, junto con las correspondientes máscaras y que se hallan en correlación con necesidades profundas de las masas, las cuales sólo están esperando a que venga uno, pegue la etiqueta a la máscara y ejerza poder sobre ellos. Como nadie le ha dado todavía ni la máscara ni la etiqueta, ni corto ni perezoso se las ha colocado él mismo, en su caso la máscara y la etiqueta del mistagogo, del gurú. Si nadie habla todavía de mí, yo lo hago y santas pascuas, esa logorrea insufrible de los que son incapaces de expresarse por actos o que los difieren sine die considerándolos como adquiridos de antemano por su supuesta bella cara, yo mismo elaboro mi corona de laureles y yo mismo me la pongo, ¿o acaso Napoleón no se puso él mismo su corona de Emperador? Y parece que funciona, incluso para los emperadores de andar por casa, los emperadores con zapatillas y batín a cuadros. La gente común necesita guías a toda costa. Valentina es joven, todavía con ciertos cantos de inocencia. Si ha ejercido ya ese poder irracional e ilimitado sobre ella, la ha contaminado, la ha manchado realmente, la ha privado de ese aura mágica que poseía a tus ojos, de gema prodigiosa la ha convertido en canto rodado, incapaz de operar en ti la transmutación alquímica que, con derecho o sin él, esperabas. Esa es, ni más ni menos, la explicación de tu miedo. Y esa es también la razón por la cual, ante la duda (una duda que ella, consciente o inconscientemente, ha alimentado, abriendo así la caja de Pandora de la imaginación) vas a tener que dejarla. En ese momento llegó Adela, te dio una doble dosis de nurofén y te dormiste. Al día siguiente te despertaste con un acceso de priapismo.
 
 
   De nada sirve taparte los soplillos, pues te hablo desde dentro mismo de tu propia testera. Abre bien los ojos, porque en una sociedad de la imagen, las apariencias cuentan como verdades. Estamos sentados en un iceberg y sólo vemos puntas flotando a nuestro alrededor, debajo de las cuales hay lo que queramos poner, ni más ni menos. Yo te voy a descubrir los volúmenes ocultos bajo las aguas frías y azules. Si no me crees, sumérgete tú mismo en ellas para contemplar la verdad al precio de la muerte.
 
 
   Aquel martes Valentina se levantó igualmente temprano, a pesar de que no entraba a trabajar sino muy tarde. El nuevo alcalde avanzaba en silencio por los pasillos oscuros, seguido del concejal que representaba el grupo en coalición. Se acicaló como cuando lo hace para ti. Luego tomó el teléfono móvil. La estás viendo, sentada ante la mesa del comedor, con la misma sonrisa que le prestas cuando es a ti a quien escribe. El momento de confrontar con la realidad sus promesas electorales había llegado. Tú conocías de otras veces la solemnidad cargada de dudas y presentimientos que lastraba esos pasos vacilantes, desesperadamente inaudibles, recorriendo ese corredor enguatado cual hueste antigua. Compuso el mensaje. Hoy puedes venir, tiene una reunión extraordinaria con el alcalde. El prócer abrió la puerta de la antesala de su despacho y pasó el primero. Sólo disponemos de una hora. Con gesto distraído os invitó a sentaros. Depositó el móvil sobre la mesa. No tardó en sonar. Vale, voy. Uno y otro asentaron sus más y menos ilustres posaderas en sendos sillones tapizados con terciopelo rojo, cediendo para las tuyas el canapé. Al abrir la puerta, su sonrisa es algo más tierna, su mirada también. La estancia carecía de luz suficiente, mas no te atreviste a tomar la iniciativa de descorrer los visillos. Pronto tus ojos se adaptarían a la penumbra. Él entra sin abrazarla, sin besarla y se dirige directamente a la habitación. Tiraste de los elásticos y abriste la tapa de tu carpeta. Espera. Ella sabe lo que tiene que hacer. Es el homenaje consuetudinario y ancestral que el señor no pide, pues le es acordado por derecho divino, el ósculo sagrado y salado. Tu semblante lo querías adusto, sin que les diera a entender antes de tiempo que lo esencial iban a obtenerlo, mediante la solicitud, aquí y allá, de varios créditos que endeudarían, eso sí, peligrosamente a la corporación municipal pero qué más da. Valentina se arrodilla, sus dedos parecen deslizarse ante la hebilla del cinturón, desabrochan el botón, bajan la cremallera, su mano compone el gesto sabio que toda mujer conoce desde antes de nacer para tomar su miembro. Y también alguna que otra hábil subvención a entidades diversas y variadas. En sus ojos hay sumisión. De sus ojos le brota el alma entera para entregarse. Con sus ojos le está diciendo te voy a dar el placer a ti debido a cambio de nada, porque eres mi señor, disfruta con mi incondicional entrega, así sabrás que soy enteramente tuya para lo que quieras disponer. Renunciando, por supuesto, a los proyectos de la alcaldía anterior y transfiriendo créditos de gastos provenientes de otras partidas no comprometidas, cuyas dotaciones pueden estimarse reducibles….más o menos…. Lo rozó con la punta de la lengua, lo abrazó con los labios y, mirando hacia arriba, lo deslizó hacia dentro de su boca. Luego bajó humildemente los ojos y se entregó al acompasado ritmo de la succión. Así hasta que él se sintió momentáneamente resarcido de todas las horas de insomnio pasadas estudiando para el doctorado y preparando su tesis, así como del tiempo empleado haciendo la publicidad de su singular persona. Distribuiste un ejemplar del borrador de Presupuesto a cada uno, depositando ante ti, sobre la mesilla baja, una tercera copia del mismo, que tú ya sabías se hallaba en su redacción definitiva. Desnúdate. Ella obedeció en silencio. Colócate a cuatro patas sobre la cama. Una mera formalidad, la reunión. Sumisa, lo hizo, se abrió por abajo todo lo que pudo y se puso a esperar. Con su falo en la mano, se le acercó penetrándola por detrás, iniciando enseguida el acompasado movimiento de la posesión. Y tú comenzaste a leer: Presupuesto de gastos, capítulo cero, resultas de ejercicios cerrados….
   Cuando regresó al Ayuntamiento, se notaba que había corrido para llegar a la hora, con lo que su cansancio era doble. Te lo cruzaste en las escaleras, tú bajando y él subiendo. Era como si estuvieras viéndote a ti mismo los otros martes del año, cansado de parejo cansancio y con retraso. Ante ti, volvía a aparecer como el de siempre, pidiendo disculpas por ser el mejor, refugiándose enseguida tras una amabilidad prudentemente acentuada, aunque un tanto balbuciente en esa ocasión. En su semblante viste lo que había pasado.
   Algo más tarde llegó Valentina. No podías mirarla a los ojos. Ágata le reprochó que la había llamado varias veces, a casa y al móvil, que le había dejado incluso varios mensajes para prevenirla de que ese día podríais ir a comer antes y no se había dignado contestar. Su mirada, el tono, su actitud, todo en ella proclamaba lo insólito de ese comportamiento, justamente en Valentina, que vive conectada a Internet y rodeada de tres teléfonos con la línea siempre abierta. Excepto, claro está, cuando se halla haciendo el amor contigo, o con otro…. entonces hace caso omiso del teléfono y el móvil, así como el ordenador, permanecen desconectados.
   En el bar, Agustín se sentó a tu derecha, castigador, exhalando una seguridad prestada. Tus ojos buscaron los de Valentina, pero el pánico te puso plomo en las pupilas. Debiste mantenerte así durante mucho tiempo, pues sabías lo que ibas a ver, era como si ya hubieras pasado días enteros percibiendo esa mirada verde en Valentina, mirada que pasaba de largo, te ignoraba y buscaba los ojos del otro. Tal vez fuera el reflujo del mismo miedo el que te obligó a alzar de nuevo la cara y entonces la contemplaste de verdad aquella mirada que no te estaba destinada y que proclamaba de manera inequívoca, palmaria, ha estado realmente bien, aunque corto. Había gratitud, al tiempo que picardía y sobre todo promesa de otros momentos equivalentes, un deseo en ella que no te concernía, una esperanza que te excluía, el anverso negro de tus momentos de gloria. Después intercambiaron frases cómplices que no podías comprender pues aludían a experiencias que no eran tuyas. En cada una de esas frases, se te iba una región entera de Valentina.
 
 
   No te lo he prometido nunca. He aquí la frase que viste flotar sobre las aguas casi negras, de un azul apenas menos denso que el hielo. Por mucho que leas la conversación de arriba abajo, ese pegote de palabras no tiene ilación con nada, un zócalo de mármol boyando solo a la deriva en medio de la infinita noche polar. Ahí tienes un signo, fuera de él la salud no existe, no hay más verdad que la que él contiene y lo demás son cuentos. Lo real, ¿de qué podría servirte? Siempre habéis suplicado por un signo. Ya lo tienes. Tómalo. Léelo. Te será dulce al paladar, pero amargo a las entrañas. Y alégrate, refresca tus ojos, porque tras él te daré otros, hasta emborracharte, hasta hacerte enloquecer. Pero, ¿qué importa la cordura, si puedes esgrimir la verdad?
 
 
   Por la tarde fuiste a su casa, como todos los martes. Aparcaste el coche en lo alto de la calle y la esperaste. No tardó en llegar, se detuvo un instante a tu altura y te sonrió discretamente. Luego avanzó un poco, se arrimó a la acera y aguardó a que subieras. Te sonrió una segunda vez mientras arrancaba y se llevó consigo su sonrisa al mirar por el espejo retrovisor. La contemplabas en silencio; su imagen, su presencia, sus movimientos para mantener el volante en posición, para cambiar de velocidad, te dolían en silencio, porque los querías todos. Y tu ilusión, tu esperanza de fundir aún unos días con los suyos, unos meses, unos años tal vez, se iba muriendo también en silencio. Tomó el mando a distancia, lo accionó y comenzó a abrirse la puerta del garaje. Una luz ámbar, como la de las ambulancias en servicio de urgencia, se puso a parpadear. Cuando la puerta se hubo levantado del todo, enfiló el coche con agilidad y condujo con cierta rapidez a través de un patio interior hasta que lo detuvo ante la cochera. Le pediste las llaves, como siempre haces, para evitar que baje, al segundo intento las introdujiste correctamente en la cerradura y levantaste la puerta de chapa, luego la observaste realizar la maniobra certera con la que aparcó el coche, tomaste su cartera del maletero, igual que las otras veces, la ayudaste a cerrar la puerta metálica y, una vez en el apartamento, le dijiste que vuestra relación concluía en ese preciso instante. Lo hacías, comentaste, con la seguridad de que a ella no le iba a afectar mucho pues tenía amigos y relaciones que la iban a distraer, disipando en breve dicha contrariedad. Te preguntó por qué y respondiste que no se lo podías explicar. Ambos os quedasteis en silencio. Sentiste que todo bajo tu piel se transformaba en vacío y que así sería ya para siempre. Te levantaste para irte, ella hizo lo propio. Avanzaste hasta la mesa, te detuviste, te diste la vuelta para verla por última vez en el decorado de su casa. Te miró fijamente a los ojos, con una mirada que reproducía su anterior interrogación con más eficacia aún que sus propias palabras. Tú también la miraste con igual fijeza, te demoraste largamente en sus iris verdes, serenos como el agua de una alberca y también le preguntabas sin hablar qué había detrás de ellos, qué he sido todos estos meses para ti, si nos hemos fundido un instante en una sola armonía. Cuando de repente observaste que se humedecieron, se llenaron de lágrimas y desbordaron como un pétalo que recibe una sola gota de rocío, caída desde otra flor. Tus labios comenzaron a temblar, fuera de todo control. Y sólo dejaron de hacerlo cuando perdiste su imagen de vista. Parpadeabas y la veías como debajo del agua. Te dejaste caer en el sofá y ocultaste tu rostro de vergüenza. Su cuerpo se posó a tu lado, sentiste sus dedos finos, largos, entrar en tu pelo. ¿Qué tienes? No lo sé. ¿Puedo hacer algo por ti? Nada. No puedes dejarme sin darme una explicación. No me es posible dártela. Pues entonces no me dejes, no te imaginas lo que será para mí buscar una y otra vez la razón sin llegar nunca a encontrarla, si tú no me ayudas. Te levantaste, le diste un beso largo con una boca que parecía postiza, anestesiada como a la salida de una sesión de dentista, y le dijiste hasta mañana, mi amor.
 
 
   Jorge dice:
-Que si no lo hiciera, me pondrías a dorar a fuego lento.
   Valentina dice:
-¿A dorar?
   Agustín dice:
-Ya está todo listo. Pierre y Marie han reservado las habitaciones.
   Valentina dice:
-¿Sin consultarme?
   Jorge dice:
-A quemar…a rostir.
   Valentina dice:
-¡Ah!¿y por qué?
   Agustín dice:
-Dijiste que vendrías…
   Valentina dice:
-No te lo he prometido nunca.
   Jorge dice:
-¿Qué no me has prometido nunca?
   Valentina dice:
-¡Ah! Creí que me decías que si no llegabas a hacerlo te iba a quemar.
   Valentina dice:
-No te lo he prometido nunca.
   Agustín dice:
-No irás a echarte atrás ahora…
   Valentina dice:
-No sé….
   Jorge dice:
-Menuda promesa, quemarme si no como correctamente…
   Valentina dice:
-Muy gracioso.
   Agustín dice:
-¿Qué son estas dudas de última hora?
   Valentina dice:
-Creo que Jorge sospecha. Está raro, ha dejado de sonreír.
   Jorge dice:
-¡Ah, sí!¡Ya lo creo!
   Valentina dice:
-Bueno, amor….
   Agustín dice:
-¡Que se vaya al carajo, Jorge!¡No tiene ningún derecho sobre ti!
   Valentina dice:
-Lo sé….
   Jorge dice:
-En fin, ¿y qué tal se encuentra esta rubia camuflada?
   Valentina dice:
-Pues un poco cansada y me duele la cabeza…Creo que tengo hambre.
   Agustín dice:
-¿Entonces?
   Valentina dice:
-No sé.
   Jorge dice:
-Pues en cuanto se tiene hambre, es el mejor momento para comer.
   Valentina dice:
-¡Muy chistoso! Pero tengo que preparar la tadta y coerla.
   Agustín dice:
-¿Te das cuenta de que no osas aprovechar tu juventud por los celos de ese fantasmón?
   Valentina dice:
-Sí.
   Jorge dice:
-¿Coer la tadta?
   Valentina dice:
-cocerla.
   Agustín dice:
-Que debería darse por más que satisfecho con acostarse de vez en cuando contigo, estando casado…
   Valentina dice:
-Sí.
   Jorge dice:
-¿De modo que te dispones a coer la tadta?
   Valentina dice:
-¡Cocer la tarta, tontorrón!
   Agustín dice:
-Pues ¿y qué te retiene?
   Valentina dice:
-Temo que acabe por averiguarlo todo.
   Jorge dice:
-Graciosísima.
   Valentina dice:
-Graciosísimo.
   Agustín dice:
-Pues si lo averigua, no tendrá más que dos opciones. O bien aceptarlo, o bien hacer mutis….
   Valentina dice:
-¿Olvidas que también tú estás comprometido?
   Jorge dice:
-Bueno, te dejo que vayas a coer la tadta tdanquilamente.
   Valentina dice:
-¡Qué risa!
   Agustín dice:
-Mira. Voy a decirle a Pierre que estás de acuerdo. Porque sé que lo estás. Y si no vienes, me iré solo con ellos.
   Valentina dice:
-Bueno…
   Jorge dice:
-Hasta luego.
   Valentina dice:
-Hasta luego.
 
 
 
   El día del aniversario de vuestra primera salida a Étretat quisiste que fuera una verdadera ceremonia, una liturgia que repitiera cada uno de vuestros gestos de aquella vez, haced esto en conmemoración mía, para dar así un impulso que os devolviera cada año, tras describir una trayectoria circular, a ese mismo punto, ante ese arco construido por el mar, para contemplarlo cada 21 de junio como un puente tendido entre vosotros dos. Pero si el amor de entonces era el amor pletórico, radiante, de dos irresponsables con plena conciencia de serlo, casi de dos criaturas inocentes, o sin el casi, contagiadas sin poder evitarlo del mismo frenesí, de esa euforia que exhala cada poro de un cuerpo que sabe va a darse a otro cuerpo deseado y posee la certeza de que dicha entrega es sólo cuestión de muy poco tiempo, el amor de ese día aniversario era un amor dolorido, consciente de las dificultades casi insalvables a las que se enfrentaba a cada paso, si bien os había calado hasta los huesos como una bruma húmeda y fría, que es la que suele manifestarse en la región en que vivís. De hecho el tiempo era gris, desapacible, en ese día que marca el inicio del verano astronómico. Tanto, que tuvisteis que deteneros un poco antes de llegar a Rouen, en un centro comercial situado junto a la autopista, para comprarte un chubasquero. Ella, precavida, llevaba el suyo, pero es cierto que tú habías salido demasiado temprano de casa, antes que el día manifestara su verdadero rostro. Fue ella quien tomó la decisión y quien lo eligió, con un gusto excelente, mas fue la ocasión de que tomarais un retraso considerable. El mar se hallaba encerrado en un relicario de plomo. Subisteis a lo alto de los acantilados, como la otra vez, pero las gaviotas estaban pasmadas, silenciosas, mirándoos con recelo. La playa permanecía desierta en todo su esplendor albar, aunque lechoso y tenue, el pueblo negro de pizarra como temiendo una mala pasada del océano, enfrentado a él, color de agua mezclada con ceniza, y del cielo, hecho con una sola nube de agua mezclada con cazalla. Y amenazando con llover, por si fuera poco. Ella no llevaba gafas de sol, por lo que no pudiste decirle qué bien te sientan esas gafas de sol, viéndote reflejado en ellas y luego besarla, aunque la besaste igualmente y luego la tomaste de la mano, pero ya no con un gesto triunfante sino abatido, de miedo al día siguiente, de miedo de ella y de ti mismo y echaste a andar. Si la perdías para siempre, la tapa de aquel relicario quedaría definitivamente cerrada, sellada, y su entero contenido podría reposar a perpetuidad bajo el silencio de una catedral. El silencio reservado a los que viven más allá de las piedras y más allá de la muerte.
   Os condujeron a vuestra mesa, en una terraza a cubierto de la intemperie por una solana, mas no junto al cristal que daba al mar, pues reservasteis demasiado tarde, ante el cual había una barandilla donde la vez anterior venían a posarse las gaviotas. La calefacción se hallaba encendida. Apenas instalados, obedeciendo a la señal de una batuta disimulada, desde un barracón vecino comenzó a sonar una música estridente, de feria, inhumana y bestial, insufrible como la canción de una cigarra en pleno delirio, tanto más insufrible cuanto que viene a interrumpir la paz perfecta de una tarde de estío. Valentina abrió dos ojos como platos y se levantó casi al instante. El camarero la vio enseguida y se acercó. Pidió que nos condujera a una mesa interior. En sus palabras no había el menor indicio de impaciencia, sino firmeza y resolución. Le agradeciste el gesto en tu fuero interno, admiraste su estilo, la sobria elección de las palabras, pero no pudiste dejar de percibir un sentimiento de renuncia al integrar la procesión de penitentes que os llevaba hasta ese espacio sólidamente cerrado y oscuro que entreveías al fondo, en pleno mes de junio, donde se iba a desarrollar una ceremonia de aniversario sin gaviotas y sin sol, sin playa y apenas con un fragmento de mar grisáceo divisándose allá en el fondo. Allí, la distorsión sonora se hacía apenas soportable. Era justamente la solana del restaurante la que obstaculizaba la visión de la playa. Imposible desentenderse de tanto presagio funesto. Lo importante es que estemos de nuevo aquí, los dos solos. Le contestaste que sí, que eso era lo importante y os concentrasteis ambos, no sin esfuerzo, en la elección de los platos. Tú tienes esa inclinación morbosa a interpretar cada acontecimiento, o al menos algunos de ellos, como una señal con fuerte carga simbólica, ello es fruto de una concepción probablemente errónea del mundo en la que ningún elemento, ningún suceso, se halla desgajado de un proyecto inteligente, pero que pasa por encima de nosotros, y que nos guía hacia un objetivo predeterminado. Opinas que es posible forcejear con él, tomar vías tangenciales, incluso decidir nadar contra corriente, pero como no renunciemos a esa obstinación de avanzar siempre contra viento y marea, la presión será cada vez más intensa, las fuerzas con las que habremos de medirnos acabarán siendo desmesuradas y puede que una tempestad inusitada se alce tan sólo para nosotros, con el fin de devolvernos a la ruta establecida o enviarnos al pudridero en el fondo del abismo. Desde lo alto de un desfiladero, inalcanzable para tu razón, amparada en la espesura, te fustigaba la idea de que los presagios desatados justamente ese 21 de junio indicaban que un viento contrario se había levantado contra vuestra unión, por lo cual, durante el transcurso del año próximo, acabarías cediendo ante la poderosa atracción que la sima de la renuncia ejercía sobre ti, una atracción todavía más fuerte que el amor, o por lo menos a su altura, surgida del pozo negro de un orgullo inmenso, todo tuyo, del que no podías curarte pues era más grande que todo tu mundo, era el insondable subsuelo de tu universo. No obstante, dicha atracción no conseguía disgregar el oxímoro que tu carne recubría como si fuera el único hueso de tu cuerpo. Todavía esperabas que ocurriera algo, una de esas palabras que arrastran torrentes de realidad, luminosas, esclarecedoras; más aún, que permutan una realidad por otra, el camino inverso al recorrido hasta entonces, sembrado de términos corrosivos que iban desbriznando la construcción que habías alzado sin el menor respeto a las reglas. En tu existencia edificaste donde se presentó la ocasión, junto al río, en la arena, sin planos, sin otra estrategia que la improvisación o la cortesía, confiando demasiado en un destino providencial. Has estropeado completamente tu vida, te soltó a quemarropa Valentina, dejándote tambaleante, incapaz de leer las letras de la carta, inhabilitado para la elección del menú. Pilares y machones de madera, jácenas y vigas, escenas de pesca representadas en los cuadros colgados de los muros, las conversaciones en las mesas vecinas entre caras ávidas o satisfechas, pálidas o coloradas, atentas a lo que habláis o no, la presencia misma de Valentina ante ti, corroboraban la existencia de un mundo sólido y vivo, maestro y depositario de todos los tiempos y modos verbales, mientras tú te ibas diluyendo por dentro. También ella había olvidado por completo la carta, la sostenía con las dos manos pero no la miraba. Sus ojos estaban clavados en los tuyos.  Cuando ya no estemos juntos, quiero seguir manteniendo el contacto contigo, no podría vivir sabiéndote enfrentado solo a la papeleta que te ha tocado y sin tener noticias para nada. Todos esos años que ibais a vivir lejos el uno del otro, unidos tan sólo por un reguero de palabras que harán cintilar de vez en cuando tu móvil o tu ordenador, que bastarán para rememorar los momentos más grises y los más luminosos que habéis vivido juntos, doliéndote al cabo de ambos, envenenando esa vejez que imaginaste radiante, serena y pletórica, unido hasta el fin en angustiosa simbiosis con tu propia agonía, se adelantaron para darte una puñalada trapera como anticipo a los servicios que te iban a prestar por extenso. Ella no podía tener una conciencia clara de lo que te estaba pidiendo; ella imaginaba, desde su punto de vista, una situación ideal, la mujer madura, colmada por la vida, aprovechando un respiro entre el trabajo y la salida del colegio de sus dos o tres hijos, la ausencia momentánea del marido, cuyo rostro se le aparecía borroso pero que sería indudablemente sereno, con trazos viriles y ojos llenos de una comprensión infinita, profunda, para escribir unas cuantas frases al  antiguo amante y luego aguardar su respuesta que llegaría hacia la noche o durante los próximos días, esperando leer que se encuentra bien de salud, que pasa las tardes paseando al sol en una playa desierta, las noches leyendo y viendo la televisión, las mañanas trabajando en cualquier cosa para ocuparse y pasar el rato, aunque probablemente todo sea mentira. Pero para ti, cuando ya no estéis juntos, y puede que dicha eventualidad no se halle muy lejos, urgirá poner término, si es que todavía puedes compadecerte algo de ti mismo, a esa muerte lenta que comienza antes de tiempo y que amenaza con terminar demasiado tarde y con llevarse todo por delante. Le mostraste sobre la carta el primer plato, el segundo y el postre. Ella se encargó de pedirlo todo. Poco después teníais sobre la mesa un manjar exquisito, compuesto principalmente de pescado fresco y marisco, acompañado de un gewurztraminer muy frío, como el año anterior, pero sin la misma sed y sin el mismo efecto. Tú no tenías hambre sino de mar, porque sólo el océano fosco, verde, de aquel día podía susurrarte al oído las únicas palabras falaces que hubieras deseado escuchar, agrias y vivas, broncas y sordas pero con una débil luz de esperanza. Ella, en cambio, te pidió que volvierais pronto a casa para que quedara aún tiempo de incrustarte con un espasmo en su carne sencillamente amorosa. Lo cual hiciste.
 
 
   Comida y cerveza alsaciana en la Taberna de Maître Kanter. Sinfonía de rumores, tintineos de porcelana y de cristal, olores nutricios de col y de cerdo hervidos, espacio asegurado por vigas y jácenas de madera negra impregnada de vapores alimenticios y acaso de algún estribillo goliardesco. Una sola fumadora entre las cuatro, Leonor habrá tenido que resignarse. Trazará frecuentemente el espacio que media entre la mesa y la puerta, aspirará sola el humo algodonoso y el aire frío de la calle, mirando de soslayo la esquina más recóndita de la plaza, no por inquietud sino por hábito, vestida de negro y con los brazos cruzados. No está exasperada con ese ir y venir y es seguro que le gustaría dejar de fumar. El camarero, sonriente y decidor, llega con grandes platos humeantes. Julia, usando la prerrogativa de su edad y de su procedencia norteña, pide otra cerveza. Carmen la secunda, a pesar de no gozar de tales privilegios, bien que sea la segunda en cuanto al primero de ellos. Nos gustaría encontrarnos allí, intoxicándonos un poco con el brebaje borbolloneante y espumante, en lugar de aquí, debatiéndonos en este dilema paralizador, a causa del equilibrio perfecto alcanzado por todas nuestras motivaciones. Mas no nos agradaría tal vez escuchar lo que estarán hablando. Posiblemente.
   -De origen español, ya se sabe….
   Ágata posee un par de ojos verdes clarísimos, de gata, por supuesto. Todo el agua que bebe se le va directamente a los ojos y por eso tiene unos ojos líquidos, con un cristalino translúcido, donde la luz que reflejan brilla con destellos de una ironía edénica.
   -Pero en fin, estar siempre al borde de perder los papeles….y en su lugar de trabajo. ¡Qué derribo de personaje! Francamente….
   Los ojos de Carmen son azules, pero su palabra es amarilla, punzante y seca, de rubia de bote con el pelo crespo, de toda la complicada quincallería que se agita en sus brazos. Los ojos de Carmen son azules y están clavados casi siempre en los ojos marrones de Julia.
   -Los hombres tienen siete espolones. Y el último nunca se les ve.
   Responde Julia, sin comprometerse.
   -Como sigáis hablando de él, me voy ahora mismo.
   Las pupilas de Leonor son un pegote de asfalto, amasado con petróleo. De hecho, toma el paquete de tabaco y el mechero de encima de la mesa y sale a fumar.
 
 
   A las dos semanas del reventón de rueda, fue un jabalí quien, mediante un soberbio testarazo que le costó dejarse la mitad de las entrañas pegadas a los bajos del coche, se encargó de dar buena cuenta del Nissan. El destino, cuando la tiene tomada con alguien, hombre, animal o máquina, no ceja en su empeño hasta llevárselo con la garganta sajada entre los colmillos. No consideraste oportuno detenerte tras el impacto, era ya muy tarde, venías de casa de Valentina y cualquier demora podría haber sido excesiva. Adela no hubiera sido capaz de parar el tiempo en ese instante, sino que para ella contaría únicamente la hora precisa en que habrías llegado a casa, incluso viendo los desperfectos del vehículo, para ella no suele haber tío pásame el río, las cosas tienen su valor absoluto, nada más, y su dedo señalaría la hora de tu regreso y no habría modo de removerlo de allí. Por otra parte, a la velocidad en que ibas, excesiva, el animal quedaría muy atrás, si es que estaba todavía allí, los jabalíes tienen la reputación de ser duros de pelar, y probablemente habría que llamar a la policía y hacer un atestado y llegar a las dos mil y media de la madrugada. Al apearte en casa, olía a boñiga quemada, a bestia rostida bajo un fuego de batalla. Notaste que un hilillo de sangre negra se abría paso, titubeante, a través del cemento del garaje, el radiador por lo menos se había ido al guano. Pero seguro que había más. Esta vez sí que no hubo nada que hacer, ni la menor oportunidad tuviste de luchar dando volantazos por la vida de ambos, ahora era preciso asistir a la agonía de un animal noble. Dejaste la inspección detallada para la mañana siguiente. En efecto, con la luz del día comprobaste que el parachoques estaba hundido, el radiador perforado y desplazado, el capó no abría y un charco de agua oxidada manchaba el suelo. Vino un experto y lo declaró chatarra.
   La primera contrariedad en la que paraste mientes fue, obviamente, que tendrías que reemplazarlo antes de lo previsto. La segunda, que las inminentes vacaciones en casa de los padres de Adela quedaban anuladas por la lógica de los acontecimientos. No necesariamente, repuso Valentina, con media sonrisa y un brillo intenso en los ojos. No necesariamente anuladas para todos. Ni siquiera habías pensado en ello, te hallabas demasiado aturdido por la rapidez con que se sucedían los eventos, por el peso de las circunstancias también, de tus dudas y decepciones, estabas incluso convencido de que no iba a funcionar, pero te dijiste con probar no pierdes nada y el caso es que Adela aceptó tomar el avión con tu hijo y cederte la tarea de adquirir un coche antes de reanudar con la rutina laboral, que exigía los oficios de dos vehículos, lo cual tendría lugar al cabo de quince días cabales.
   Decidiste la paz por decreto, hasta los rincones más apartados de tu conciencia enviaste mensajeros para que llevasen tu carta, con gran recabdo e fuerte mientre sellada, tregua en todos tus dominios hasta nueva orden, cueste lo que cueste. Inquisición, hoguera, prohibidas las ideas subversivas, las dudas. Estado de excepción, palo y tente tieso. Durante todos y cada uno de los segundos que integrarían esas dos semanas, de día y de noche, al amanecer y a la caída de la tarde, durante la vigilia, durante las horas de sueño, incluso cuando no estarías en casa, pues deberías gestionar la compra de un coche, ella iba a ser tu esposa, el centro profundo de tu hogar al que anhelarías regresar para hundirte en lo más hondo, para sentirte suavemente rodeado de una piel de mujer, cálida y acariciadora, para sacar a empellones de su cuerpo vaharadas de feminidad que llegaran hasta el hilo de mar dormido en el hueco de tus huesos. Durante quince días, nada debía enturbiar la superficie de ese lago perfecto. Luego consideraste que en dos semanas había tiempo para todo y tal vez sería mejor encontrar un equilibrio entre la serena existencia en el seno de ese decorado íntimo, compuesta de escenas de trabajo compartido en la cocina, de sesiones de lectura ante la mesa del despacho, de momentos en los que se pierde el hilo de la conciencia con la contemplación de los rescoldos y de la llama que salta de brasa en brasa y de los diablos que parecen soplar en ese maravilloso infierno de vuestro amor, pero agua bendita, exorcismo y cruz para ellos, y alguna que otra breve escapada, para que así hubiera una entrada y una salida que dieran consistencia a los muros y aumentaran el valor de verdad de puertas y ventanas, que hubiera una habitación de hotel para poder extrañar vuestra cama y también un paseo bajo el rojo atardecer de una playa y la cena en un viejo restaurante, mantenido en pie por la magia de la luz de una vela. Le expusiste tus planes y ella se puso un poco seria. Yo también tengo mis imperativos. Claro que sí, amor. Efectuó ligeras correcciones. Con dos o tres tijeretazos, las dos semanas quedaron reducidas a ocho días. Tú te quedaste pensando en cuáles podían ser esos imperativos tuyos. No estés triste, considera que hace tan sólo unos días nos preguntábamos si alguna vez podríamos pasar la noche juntos.
   Fuiste a buscarla a la hora vespertina, con el coche que te prestaron en el taller. Tenías la sensación de que tus pies pisaban la corteza de otro planeta mucho más grande y mucho más lento en girar sobre su eje, te daban ganas de recrearte en cada uno de tus gestos, de hacerlos bien, de modo que quedaran como una obra maestra de gesto, quitar la llave del contacto con la mirada hundida en el fondo de la calle, desenfundar el móvil para lanzarle una llamada perdida, apearte, erguirte, cerrar las puertas con el mando a distancia, emplear mucho tiempo en descender la cuesta observando las casas de la vecindad, la disposición de los garajes, la minuciosidad en la poda de los setos, la abundancia de árboles en ese barrio residencial, ese hechizo particular con que el silbo de los mirlos traspasaba la quietud de aquella tarde única. Unos segundos más y comenzaría la cuenta atrás dentro de ese paréntesis inopinadamente incrustado en tu vida.
   Preparasteis entre los dos la cena, nada complicado ese primer día, pero abundasteis en detalles, en condimentos, en aperitivos, en la correcta colocación de los cubiertos sobre la mesa, mientras conversabais animadamente, sin prestar demasiada atención a lo que decíais como si esa profusión de masa temporal que os había sido graciosamente concedida os autorizara por primera vez a malgastar las palabras. Nunca antes habíais comido juntos escuchando las noticias. Ni una vez miraste de reojo la puerta de la habitación. Por el contrario, tu mirada se paseaba de vez en cuando a lo largo de la estantería, dejándose hipnotizar por el panorama multicolor de los lomos de los libros, por las letras doradas que brillaban con la luz como reflejos de hojas y frutos y cabrilleo de aguas en un paisaje al óleo recubierto de esmalte, o era el vino. Luego vagaba a través de la mesa de trabajo, presidida por el ordenador, entre los apuntes, unos cuantos libros abiertos, un bote con lapiceros de colores, un sacapuntas rojo, un borrador, una agenda de la que sobresalía una hoja en la que se podían leer unos renglones con su caligrafía. Libros prestados. Jorge. La segunda mujer.
   Como previsto, la aldea en que vives estaba dormida y tu calle desierta, a eso de las doce de la noche. Aparcaste en la oscuridad. Valentina no decía palabra desde hacía por lo menos cinco minutos. Parecía que se le había comido la lengua el gato. Estaba tensa, su miedo era superior al tuyo puesto que tú sólo albergabas una razonable preocupación. Te apeaste del vehículo y fuiste a abrir la puerta de casa. Seguidamente fuiste a buscarla y la invitaste a entrar, lo que ella hizo con presteza. Encendiste la luz del recibidor, la de la cocina, la del comedor. Valentina lo contemplaba todo con los ojos muy abiertos, en silencio, sin moverse del sitio. Tú te paraste un instante a contemplarla a ella, como una aparición fantástica en el marco de tu casa. La dejaste así y te fuiste con esa imagen a cerrar la cancela del jardín y a traer su equipaje. Luego, a pesar de la primavera, tuviste que poner varios leños en el hogar y prenderles fuego. Terminaste de mostrarle la planta baja. Sus ojos encontraban con sorprendente facilidad los desconchados de los muros, un enchufe que pendía de sus cables como un ojo salido del cuenco que colgara de sus nervios y de sus venas. Está un poco descuidada, pero me gusta. Te mostraré la parte de arriba. Cogiste sus bultos e iniciaste la ascensión de la escalera, ella te seguía con precaución. A mano derecha el despacho. Lo conozco por una fotografía, señaló el cartel de  La Bénédictine. Después dispondremos la mesa de modo que podamos trabajar holgadamente los dos. La sala de plancha. Aquí se encuentran las habitaciones. Un pequeño aseo. La condujiste a la habitación de matrimonio sin mencionar lo que era. Evitó mirar las fotos en las que aparecías con tu mujer. Te dio las instrucciones que debías seguir con respecto a las sábanas y la funda de la almohada. Era tarde y era pronto a la vez, hace unos días habría podido ser nunca, una quimera, una pretensión delirante, una promesa irresponsable o peor, deliberadamente engañosa. Y en esos instantes era tan sólo un deseo impreciso de subir y bajar, de recorrer toda la casa, llenándola de su presencia ante tus ojos descreídos, desvelados, dispuestos a todo aún a esa hora avanzada de la noche. Y apagaste todas las luces y os quedasteis sólo con la del fuego. Y con las mismas os pusisteis a miraros de hito en hito. En sus ojos campaba un aplomo tan suave que no pudiste sino adivinar lo que se disponía a hacer. Como un destello cruzó el despeñadero repentino de tu mente la conjetura de la recompensa, el deseo de plasmar un momento especial para recurrir a él más tarde buscando en los archivos de la memoria, la vocación femenina de dispensar placer para complacer, pero tu modestia y tal vez tu amor apartaron esa vieja idea de la entrega absoluta, de la gratificación desinteresada, del goce que se otorga por puro homenaje al músculo erguido del varón. Permaneciste en pie y la dejaste hacer. A esa punta la levantó el ansia de abrir besanas en la tierra. Luego te dejaste caer en el sofá, pusiste tus dos manos sobre su cabeza y aceleraste con ellos el movimiento, imponiendo un ritmo más vivo que ella no rechazaba sino que admitía y se acomodaba a él. Cuando el roce de labios y la caricia de lengua se hacían irresistibles, enfriabas tu carne con la contemplación de otro fuego menos ardiente. Pero ella te convocaba de nuevo en tu centro con el magnetismo de su mirada, para hacerte entrar en el trance fugazmente perdido de su cabeceo hipnótico. Mi placer es todo el placer que tú sientes y mi gozo encaja con precisión en el hueco del tuyo. Tú sólo tienes que abandonarte a mi beso profundo, encontrar tu camino hacia el deseo tenso asistiendo al ritual que celebra mi boca. Yo soy la sacerdotisa de un culto antiguo que hace estallar el vacío en tu cabeza, para que veas la imagen invertida de la plenitud sin haber muerto. Vale. Ahora tiéndete en el sofá. Levantó las piernas, sentiste la suavidad de sus muslos ofreciendo resistencia a tu abdomen, las pantorrillas apoyadas en tus hombros, abrazándose a tu cuello, y se te ofreció así, para una penetración fácil y contundente. Te hincaste en ella y apenas si tuviste tiempo de alcanzarla en sus espasmos.
 
 
   Español, claro. Cuando España es ahora, según parece, el país más desinhibido de Europa. Lo que pasa contigo es que Espronceda tenía razón, vivir más allá de los treinta y tres es una indecencia. Además de constituir un detalle de pésimo gusto. Tu existencia se está encabalgando sobre un ciclo que ya no le corresponde, la era de Internet, de la telefonía móvil, de la preeminencia de lo feo en el reino de lo vulgar, que es una democracia en su funcionamiento, no tanto de la libertad sexual, la cual ya fracasó como fórmula social, nunca como vicio, sino de la indiferencia sexual, puesto que todos cuantos gozan de la madurez sexual en nuestros días han sido niños abandonados por sus madres, con objeto de reanudar su respectiva y sacrosanta relación laboral, agotado el período legal de las indemnizaciones. Tendrías que estar, o bien muerto, o bien sentado en las gradas, como simple testigo de la incesante mudanza a la que están sometidas las cosas de este mundo. Mas no en la arena.
 
 
   Vivir en sociedad es como situarse ante un inmenso tablero de ajedrez, es preciso desechar miles de posibilidades, todas ellas igualmente eficaces, hasta encontrar sólo unas cuantas que se ajusten a las reglas. Vivir, sin más, es ya lo que la ciencia suele llamar una estructura. Él, por ejemplo, es una pieza constreñida a quedarse hasta las seis de la tarde en su despacho del Ayuntamiento y todas las demás piezas están al corriente de ello, moviéndose en consecuencia, efectuando sus cálculos con arreglo a esa premisa y aplicando cada una sus propias posibilidades. Así él puede llegar hasta la puerta perfectamente, incluso más allá si lo desea, digamos hasta la máquina distribuidora de café, donde se hallan para él, en ese preciso segmento de tiempo, las columnas de Hércules. Nec plus ultra. Demasiado café, por las noches no duerme. En el otro sentido puede acercarse hasta la ventana, pero desde ella no ve lo que él quisiera. Es pues en el interior de este espacio, cuyos límites acaba de definir, donde él tiene un margen de maniobra, bastante reducido por cierto. Y tal estado de cosas ha de durar por fuerza hasta las seis en punto de la tarde, constituyendo una fase necesaria en un complejo sistema en el cual operan coordenadas de espacio y de tiempo. Mientras tanto, acaso otra pieza se esté comiendo a la reina.
   Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo. Ello implica dos puntos, en realidad. Así como un instrumento, la palanca. Una posición exacta se determina mediante dos coordenadas. ¿Cabría en el dominio de lo posible alcanzar a distancia dos puntos significativos en la habitación de Valentina y confrontarlos? Sacó el móvil del bolsillo de su chaqueta y lo puso sobre la mesa. He aquí el instrumento. Permaneció largo rato abstraído en su contemplación. Al cabo, se dijo que tal vez sí fuera posible.
 
 
   ¿Sí?¿Y por qué habría de ser la masa gris la que determine el espíritu de los tiempos?
 
 
   Esta vez, mejor armado, aguardó el momento oportuno. Espero que nadie venga a llamar a la puerta, los hay que siempre vienen de perillas. A no ser que cayera sobre ellos en el momento del orgasmo, el histrionismo de Agustín le otorgaba, si no todas las posibilidades, al menos sí un elevado porcentaje de ellas. ¡Y cuánto le gusta tomar el teléfono y hacer comprender lo serena que puede ser la vida familiar con un hombre como él! Sacó del bolsillo el móvil de Adela, que le había pedido prestado con la excusa de haber agotado la batería del suyo, el cual se hallaba, bien cargado, en el otro bolsillo. Lo sacó también. Puso ambos sobre la mesa y los estuvo contemplando durante un momento, en el que recordó el procedimiento requerido en cada uno de ellos para llamar sin presentación de número. Hizo pues las manipulaciones necesarias y se puso a observarlos de nuevo. Le parecieron dos negras orejas mecánicas, capaces de escuchar a distancia. Ahora ya podía marcar con toda seguridad el número de Agustín en el móvil de Adela y el del fijo, que se encontraba en la misma habitación de Valentina, en el suyo propio. Hecho lo cual, con la mano izquierda, lanzó la llamada a Agustín. Tan sólo unos impulsos eléctricos pidiendo línea, como un dedo suyo, una parte de su ser que se alargaba para rozar un objetivo lejano, entrando por cables, atravesando paredes. Y la obtuvieron. ¿Sí? Ya tenía un punto de apoyo en el interior de ese espacio remoto. Ahora, con la derecha, unos impulsos eléctricos más hacia el fijo de Valentina. Procedía esperar unos instantes. Agustín seguía inquiriendo. ¿Dígame? Empujó su móvil hasta el centro de la mesa de despacho, donde encalló como un barco en un banco de arena, y se caló bien sobre la oreja derecha el de Adela. Como suene en este preciso instante una campanilla de teléfono detrás de Agustín, tendrá el segundo punto de ese espacio remoto, el otro extremo de la palanca sobre el que aplicar una leve presión, aunque dolorosa, y desplazar el peso que tanto le oprime. Oyó la voz de Julia. ¿Quién es? No sé, no contestan. Cortó la comunicación. En el otro se encontró con la voz preocupada de Valentina. ¿Aló?¿Aló? Cortó también la comunicación. Estaba contento al tiempo que enfadado. ¡Joder! dijo.
 
 
   ¿No es el hombre el gran rebelde?
 
 
   Pero eso no quiere decir nada. Así que alquiló un coche. Tenía la mañana entera, por lo cual decidió actuar con flema. Visitó varias agencias, aquellas cuya consulta le era accesible desplazándose a pie, aceptando la proposición más barata, al fin y al cabo le sobraban dedos en una sola mano para contar los kilómetros que haría con ese coche. Sin embargo, cuando la empleada, después de haber tomado nota de su dirección así como del número de tarjeta de crédito y de haberle explicado que los ordenadores no funcionaban ese día, de modo que recibiría la factura en su domicilio, lo cual le hizo fruncir el ceño, le dijo que ya tenía el coche listo, salió para encontrarse con un modelo flamante, provisto de cristales tintados, ideal después de todo para desempeñar el cometido que le había asignado. Se puso gafas de sol para ver lo que iba a hacer bajo una luz más atenuada, también porque el día era magnífico, y se sentó al volante. Condujo despacio, a través de una ciudad despejada, en una mañana radiante, tratando de pensar únicamente en el desperdicio de día, merecedor de transcurrir de un modo distinto, verbigracia en la playa con Valentina y viajando con ese coche, para variar. Aparcó en una calle perpendicular a la de ella, justo detrás del suyo. Se apeó, tomó del maletero una bolsa de deporte, la depositó en el del coche alquilado y arrancó de nuevo. A esa hora no tuvo inconveniente en elegir el emplazamiento adecuado. Lo dejó estacionado y se fue a tomar una cerveza en una terraza del centro de la ciudad. Mientras la iba consumiendo a pequeños sorbos, estuvo a punto de abandonarlo todo a causa del viejo que había salido para recoger el correo y le había visto enderezando el respaldo del asiento delantero. Le daba mala espina la mirada que habían intercambiado. Esos viejos jubilados suelen ser inflexibles ante los pequeños detalles que les hacen sospechar. Pero bueno, de momento, lo único que había hecho era aparcar un coche en un lugar autorizado de la vía pública. Tenía tiempo hasta las cuatro de la tarde para decidir si seguía adelante con el plan o no.
   En el Ayuntamiento los encontró a todos apoltronados en la sala de café. Valentina y Agustín resaltaron enseguida sobre los demás como si estuvieran pintados de rojo. Ambos se habían vestido de punta en blanco, ella con una blusa y unos vaqueros, todo muy ceñido al cuerpo, zapatos de tacón alto y esmeradamente maquillada. No solamente su intuición había dado con el día y la hora, sino que además era esa una efemérides especial, ignoraba cuál pero lo estaba viendo con una claridad deslumbrante. Se habían vestido así de bien para mejor desvestirse, acaso también para celebrar algo con una cena de restaurante. Un viento de cólera incontenible aullaba cada vez con mayor fuerza en el interior de su cráneo, arrollando con todo y no dejando títere con cabeza, barriendo ideas, modales, conveniencias y sentimientos. Trató de cerrar puertas y ventanas, mas no le fue posible, se había levantado de sopetón, pillándole desprevenido. Julia y Carmen se enfrentaban, como de costumbre. Fueron ellas las que pagaron los platos rotos. Sus disensiones personales estaban demorando inútilmente la elaboración del presupuesto preventivo y que resolvieran sus diferencias en privado, sin necesidad de abrumar la mensajería electrónica de quienes ni querían entrar ni salir en sus viejas y consabidas rencillas. Y que no era obligatorio que cada cual trajera su vela a este entierro. En cuanto a él se refiere, se hallaba en plena y apasionada lectura del Quijote, razón por la cual no estaba dispuesto a perder un segundo más con esa farragosa e inútil correspondencia que, a decir verdad, ni siquiera había leído. Por primera vez logró enfadarse con todos, si bien en su fuero interno su conciencia les estaba pidiendo perdón a todos. Pero aquella sala de café quedó de repente devastada por el silencio que sigue al paso de uno cualquiera de los jinetes del Apocalipsis, en medio del cual, se levantó y se fue. No obstante, todavía tuvo tiempo de oír a Agustín quien, celoso del efecto, recordó que también él se enfadó una vez por ese mismo motivo. Le preguntaron que cuándo.
   Pues claro que llevaría a cabo el plan, aunque fuese contra viento y marea, por más que la calle entera estuviera llena de ojos ociosos de jubilado suspicaz, ni que hubiera un par de ellos detrás de cada visillo. Ese pensamiento logró tranquilizarlo un poco. Iba a saber al fin. Y con cuyo conocimiento de causa tomaría una decisión como hombre libre.
   Se encerró a cal y canto en su despacho hasta las cuatro en punto. Sólo tenía una hora, durante la cual su presencia en el Ayuntamiento quedaba excusada. En ese momento les correspondía a las otras piezas pagar tributo al sistema, quedar amordazadas por las reglas, mientras que para él sonaban los clarines de la acción.
   Llegó ante el coche a eso de las cuatro y veinte. Accionó el mando a distancia que abrió todas las puertas, tomó del maletero la bolsa de deporte, se introdujo en el asiento trasero, alzó el reposacabezas del asiento delantero. Era preciso abrir bien los ojos y proceder con rapidez, pues varios empleados del consistorio vivían en el barrio y uno de ellos en esa misma calle. Descorrió la cremallera de la bolsa, sacó la videocámara, la introdujo en el hueco recién abierto, bajó el reposacabezas hasta encajarla bien, apretó varios botones, acercó su ojo al visor, corrigió levemente la orientación, reguló el zoom. Perfecto, el campo visual abarcaba no sólo la entrada al garaje, sino también la del edificio. Arropó todo el respaldo con una vieja cazadora, comprobó que el objetivo de la cámara no estaba obstruido y se reclinó, aliviado. Consultó el reloj, eran las cuatro y media cabales. Salió del coche, echó un último vistazo hacia su interior oscurecido por los cristales tintados. Satisfecho, accionó el mando a distancia y de los cuatro costados del vehículo surgió un ruido seco, rotundo, de máquina sin piloto dispuesta a viajar a través del tiempo. La cámara disponía de batería y cinta para dos horas y cuarto. Era más que suficiente.
 
 
   ¿Acaso no le ha sido insuflado en su alma el fuego sagrado de los dioses?
 
 
   El ojo mecánico que había dejado durante dos horas y cuarto a la puerta de la casa de Valentina había visto por él. Bien entrada la noche, cuando la casa estuvo al fin en silencio, lo conectó al televisor para que le mostrara en detalle cuanto ocurrió en su ausencia. Una prueba de que el universo se prolonga más allá de la percepción de una conciencia humana. Veamos qué nos reserva esta incursión clandestina en el mundo fenoménico. Aparece, en efecto, la calle de Valentina, encuadrada de modo tal que se alcanzan a ver ambas aceras, no se determina la entrada del edificio pero sí el espacio que forzosamente se ha de atravesar para llegar hasta ella, lo mismo puede decirse del garaje situado justo detrás; al fondo la calle perpendicular, un seto, una casa con tejado de dos aguas, como todos los de aquí, un trozo de cielo excepcionalmente pintado con azul de Prusia. Mucho más cerca, el interior de un automóvil. Un salpicadero amplio, un volante, un espejo retrovisor, todo un parabrisas abarcado de punta a punta.
   De momento, inmovilidad absoluta. Ceguera repentina. Era la chaqueta. Mas el telón se descorre y la imagen recupera su dimensión original. Se oye un portazo, seguido del cierre automático de puertas. El observador humano ha debido darle ya la espalda a ese paño de realidad que aparece en la pantalla, el observador mecánico ha tomado el relevo. Nuestro mundo sigue su curso, un avión deja su trazo de tiza en el encerado pavonado, una paloma se posa en el tejado del fondo, justo en el vértice superior del triángulo que forma la fachada, a continuación unos gorriones entran en el seto y se persiguen a través de la maraña de sus ramas. Esa calle es mucho más concurrida que la de Valentina, de vez en cuando pasa un coche.
   Todavía es pronto para que aparezca Valentina,  sin embargo no puede sustraerse a la fascinación que le producen esas imágenes, nunca antes vistas por un ojo humano. Una mujer de color surge en la boca de la calle, cachazudamente arrastra a una niña de unos seis años, no le habla, en ningún momento mira hacia la cámara. Una pareja joven de ciclistas baja en sentido contrario, se oyen sus risas. El viejo con rostro de garduña no asoma el hocico. Habrá pasado toda la mañana entrando y saliendo, observando de reojo el coche sospechoso. Por la tarde se habrá dicho que su paranoia estaba, después de todo, completamente injustificada, acabando por olvidarla a medida que su atención se iba dejando engatusar y absorber por la multitud de heroínas que lo llevaban de la mano a través de los intrincados vericuetos, a decir verdad trenzados por la lanzadera de un ordenador, del argumento de cierta telenovela que llevaba más de veinte años acaparando la audiencia nacional, a la hora de la sobremesa. Constituía, sin embargo, su máxima preocupación, dejando a un lado, obviamente, el objeto de su experimento. Temía que se plantara de un momento a otro ante el auto para someterlo al riguroso y detenido análisis de su ojo inquisitivo. Se atormentaba de antemano imaginando la expresión de sorpresa que pondría al descubrir la cámara oculta. En todo caso, si ello ocurrió, tendrá la ocasión de verlo. Un corredor pedestre salió del edificio de Valentina, se puso a hacer flexiones de precalentamiento justo delante del objetivo, luego, suavemente, inició la carrera. Un zumbido de motor anunciaba cada coche que bajaba por esa misma calle.
   Se aburrió, decidió acelerar el paso de las imágenes para volver a la velocidad normal en cuanto surgiera un detalle interesante, alguien que se acercara al inmueble o un vehículo que entrara en el garaje. Luego se despreció por aburrirse, por haber hecho todo eso, por no ser capaz de confiar en ella, por no ser capaz de confiar en sí mismo, por haber caído tan bajo en su propia estima y por saber que lo peor estaba aún por llegar.
   Al fin hizo su aparición el coche de Valentina, palpitando con su intermitente derecho. Se detuvo ante la puerta del garaje, mientras ésta se levantaba, el tiempo suficiente para comprobar que venía sola. Rebobinó la imagen varias veces. No había duda, dentro del coche se hallaba únicamente ella.
   Visionó la cinta hasta el final, sin que notara ningún detalle digno de mención. 
 
 
   Un ciclo que no le corresponde y que, por si fuera poco, le irrita. Un ciclo cargado de signos a granel, pero sin la menor idea. La misma sintaxis formalista, sacada de madre por una multitud de plumas de cartón piedra, es un recurso extremo para enmascarar ese hueco en el que no resuena ni una sola idea. He aquí el entorno, la configuración material que da esa seguridad doctoral a los que se adaptan y obliga a los demás a arrastrarse en el fango para volver a encontrar unas cuantas verdades elementales, entre los silbidos de la chusma que se cree educada porque hojea un periódico todas las mañanas, mientras toma un café descafeinado con unas tostadas repletas de colorantes y conservantes.
 
 
   Eso no quiere decir nada. Acudiría más tarde. La elección de los vestidos tendría como finalidad manifestarse que ese día, desde el comienzo de su misma raíz, debía ser un día especial. Vendría después, cuando ya se había cerrado tu ojo mecánico, vestido de pontifical como lo viste, con su camisa rosa, sus pantalones vaqueros nuevos, probablemente comprados para la ocasión, caminando como si subiera los peldaños de la cámara apostólica. Valentina lo conduciría con su coche al restaurante. Volverían tarde.
   Necesitaba saber. El verbo saber se abría paso en su conciencia como lo haría el verbo comer y el verbo beber, tras un ayuno estricto prolongado a lo largo de tres días, pisoteando otros verbos como el verbo amar, el verbo respetar, el verbo confiar, el verbo huir, llorar, recapacitar, dormir, perdonar.
   También necesitaba pensar. Cualquier acto deja sus secuelas, sus derivaciones. Se trataba de identificarlas y seguirles el rastro. Un preservativo usado, esa era una consecuencia material identificable. Con él no los usaba porque eran una pareja, bien que atípica, y porque ella tenía una confianza ciega en él. Pero con otros los usaría, de eso al menos estaba seguro, aunque sólo fuera por miedo. Vamos a ver qué se hace con un preservativo usado. Se le echa a la basura. La basura puede que se quede un día o dos en casa. Luego va a parar al contenedor y de allí al carajo, o donde quiera que vaya. Bien.
   Valentina poseía dos cubos de basura. Uno pequeño, en el baño, que recogía los residuos de su higiene íntima. El otro en la cocina. Se encerró en el baño y escarbó detenidamente el primero. Nada. Cuando, a su vez, se encerró Valentina, hurgó con sus propias manos el de la cocina. Nada. Luego se las lavó bien en el grifo, aun encajando la certeza de que la mancha dejada por ese acto en su conciencia no se borraría jamás. Sin embargo, la pequeña bolsa del baño contenía muy poca cosa, los expedientes del día o poco más. Volvió a entrar en la pieza, tomó un palito de las orejas y un par de muestras por añadidura. Seguidamente, con la excusa de ir a buscar su maletín al coche, bajó al cuarto donde se depositaban los contenedores de todo el edificio, los fue abriendo hasta que sus ojos descubrieron en la penumbra lo que rastreaban, el mismo tipo y color de bolsa que usaba Valentina para el cuarto de baño. La tomó como un trofeo y la dejó a buen recaudo en el maletero del coche, atrapó el maletín y regresó al apartamento.
   Bien entrada la noche, cuando su casa estuvo al fin en silencio, fue a buscar la bolsa, la abrió, escudriñó su contenido. No dio con ningún preservativo. Los palitos de las orejas eran de distinto color, pero Valentina había estrenado bote, no sabía muy bien desde cuándo, sin embargo había compresas usadas. Valentina tuvo la regla hacía demasiados días. Tal vez no fuera suya esa bolsa. Se lavó cuidadosamente las manos, conociendo que la mancha de su conciencia no se borraría nunca. Pero ese dolor no se lo sentía todavía, como no duelen las heridas recibidas durante el fuego de la acción.
 
 
   Hoy, lo políticamente correcto es seguir las fluctuaciones del mercado, aunque no se posean cien euros en acciones, estar al corriente de todas las tendencias de la socialdemocracia y de la progresión de los agujeros en la capa de ozono, adoptar una actitud de tolerancia paternalista ante la violencia terrorista porque, después de haber registrado las enseñanzas del siglo de las luces, participar en una guerra de religión sería como volver a mearse encima. El fanatismo no nos inquieta en las cartesianas ciudades europeas, ahí me las den todas, en las mejillas de mi secretario, pero sí los coches bomba. Claro que si esos coches bomba explotan para desenterrar una lengua que no se habla bien desde la Edad Media, entonces cruzaremos los dedos para que no vayan a ser justamente nuestros hijos quienes pasen junto a ellos en el momento infausto.
 
 
   La plaza del Ayuntamiento había amanecido cubierta de lonas y de cordajes, de puestos donde se vendían productos regionales, de comerciantes y buhoneros vestidos con el traje típico, de viejas carretas tiradas por bueyes o percherones, cargadas con paja y doncellas, de músicos provistos de instrumentos medievales. De gente. Era la fiesta de la sidra, pero con ella se vendían toda clase de alimentos surgidos de la agricultura y la ganadería normandas: queso, foie gras, calvados, pedazos de cerdo hervido, pollos asados.
   En uno de los tenderetes descubrieron una mesa libre y se sentaron. Pidieron sidra. A Valentina le encanta ese brebaje, aunque cuando come fuera de casa, si la dejaran, pediría siempre agua del grifo. Como quiera que le dijiste que agua del grifo, en los restaurantes, sólo la piden los viejos, entonces toma sidra. Únicamente en las ocasiones especiales consiente en beber vino.
   Al tiempo que la botella verde, empañada y chorreante, te llegó un recuerdo asociado a la sidra. Con objeto de expulsarlo tan pronto como había venido, tomaste a tu cargo la tarea de llenar los cuatro vasos. La anécdota aguardó unos instantes a que cumplimentaras tu cometido de escanciador para volver a la carga con el primer sorbo picando a lo largo de toda la superficie de la lengua. No te desagrada, si bien dentro del género de bebida espumosa, ligeramente mixturada de alcohol, prefieres con creces la cerveza. Un viernes Agustín anunció que el domingo siguiente sería su cumpleaños. Valentina, solícita, se deshizo en una sonrisa para preguntarle cuántos iban a ser. Eran doce menos que tú. Todas se pusieron a agasajarlo con toda suerte de comentarios pegajosos. Él se dejaba querer. Carmen, que por aquel tiempo lo andaba engatusando para que participara en cierto proyecto surgido de su propio talego, pretendió halagarlo. No sé qué haces para mantenerte tan joven. A lo que él, desde su matriz doctoral, repuso muy serio: nada de particular, la verdad. Ese domingo, sin que se lo preguntaras, Valentina te escribió en el Messenger: estoy bebiendo sidra. Y me encanta.
   Regresaste a la conversación con un polvillo de vidrio en la punta de los nervios. Ella había visto « La Môme » por aquellos días, una película sobre la vida de Edith Piaff. En ese momento se hallaba coreando con Ágata algunas de sus más conocidas tonadas, arrastrando mucho las erres. Luego se pusieron a hablar con el acento parisino que usaba la diva. El rumor de las conversaciones de toda la plaza, la música y aquel castillo de fuegos articulatorios te mareó un poco, hay días que estás para filigranas y otros no. Bajaste los ojos hacia tu vaso en el que la sidra había perdido ya su espuma blanca, permitiéndote ver el fondo oscuro, de barro. Así es la vida, igual que eso mismo, te dijiste. Mon amoureux, repetía Valentina, decorando la frase con su risa argentina, una, dos, tres veces….Sabías que si alzabas los ojos la verías mirando de soslayo a Agustín. Lo hiciste y encontraste que había sido certera tu suposición. Las apariencias probablemente engañan, alguna vez, pero aquél que les da la espalda sistemáticamente, le está dando la espalda a la realidad. Tenías sed y apuraste el vaso hasta las heces.
 
 
   Así, porque no eres ni frío ni caliente, sino tibio, te vomitaré de mi boca.
 
 
   Cuando te ronde el demonio del orgullo, recuerda que aquel invierno pasaste horas y horas espiando con unos prismáticos la llegada de Valentina, desde lo alto de su calle, disimulado por los cristales tintados de tu coche y el vaho que los empañaba. Un día, mientras aguardaba, pusieron en la radio una canción muy suave, my funny Valentine, una de esas canciones que sólo suenan tras el paso de algunos ángeles, sweet comic Valentine. Era la voz de Billye Holliday y toda la potencia retenida de un gigante, Miles Davis, you make me smile, with my hearth. Esa música no era sino Valentina misma surgiendo por los cuatro altavoces y no sólo las palabras sino también la melodía venían a perfilarla con trazo certero. El coche se había llenado de su presencia, de todos sus gestos, de las mil facetas de su sonrisa, del efecto de sus caricias, del sosiego de su voz en las notas que se iban desgranado en un reloj de arena al que no te estaba permitido dar la vuelta y tú acababas de encontrar la plegaria que podía invocarla a voluntad, en cualquier lugar, a cualquier hora, your looks are laughable, unphotographable. Sin embargo, fue también en ese preciso instante cuando te diste cuenta de que ella, la verdadera Valentina, se te había escapado para siempre de entre las manos, por causa de fracaso manifiesto en tu intento de asumir una situación dada. Los obstáculos se estaban revelando infranqueables, las cartas se estaban poniendo solas boca arriba y tú acababas de tocar miserablemente fondo, yet you´re my favorite work of art.
 
 
   Que no te impresione su seguridad doctoral, pues la garantizan únicamente las fuerzas de orden público y los medios de difusión de masas. Sus piedras no te alcanzarán porque son demasiado débiles los brazos que las lanzan. Jamás seas un contemporáneo de los que te rodean. Desprecia sus modas, sus escuelas, sus prejuicios o su falta de prejuicios, pues cuando el hombre cierra los ojos y sueña, se borran las modas y el tiempo, siendo, en esencia, el mismo. Escucha más bien tu voz interior y espiga sólo los granos más selectos. Pero lleva cuidado, ya que esa voz es la mía. Y a mí, quien no me recibe, enloquece.
 
 
   Siempre que llegaba Vicente, Julia ofrecía una cena en su casa y allí estaba Vicente, vestido de mafioso siciliano, con corbata rayada y gemelos de oro, presidiendo la mesa como un pachá. Natalia había venido desde París con su Yamaha de 750 centímetros cúbicos y Agustín se hallaba tratando de ligarla por enésima vez, con su tipo de barquillo y su cara de oblea, la mano en el bolsillo trasero de un pantalón vaquero que le sobraba por todas partes. Carmen hacía alharacas agitando las mil pulseras que llevaba en cada brazo para hablar un español con acento sobreabundante, mientras los ojos verdes de Ágata se le reían en su propia cara. Vicente y Jorge se le bebían a Julia su tequila sin sentirlo. Cuando se presentaron Valentina y Marina, el sol accedió a instaurar la primavera en aquel jardín francés y empezó la verbena. Laurent, granjero en sus ratos de asueto, se puso a explicar la técnica de seducción de los pollos y su esposa Ágata tomó el relevo revelando la anécdota de cómo la señora Lautréamont hizo aguas mayores mientras aguardaba su turno en la farmacia y de cómo, después de haberse franqueado imprudentemente con ella, le rogó que no contara a nadie en absoluto dicha confidencia. Lo que ella no haría por todo el oro del mundo, ya podía la señora Lautréamont reposar tranquila que ella se llevaría a la tumba su secreto. Agustín hizo un juego de manos. Héctor, el joven supernumerario, quiso imitarlo. Valentina le siguió de inmediato. Marina quiso probar suerte también y hasta la retraída Fátima dejó un momento de trajinar detrás de su madre para intentarlo a su vez. Cuando le preguntaron a Vicente si sería capaz de hacerlo, éste respondió que no era sino un desmanotado y que con sus manos sólo conseguía hacer estropicios. Los juegos malabares duraron hasta la hora de cenar.
   Valentina se sentó a la mesa a tu lado y Agustín junto a ella. Fátima se puso de rodillas y encendió la chimenea. Julia no paraba de traer bandejas de vituallas. Jorge, como siempre, descorchaba y escanciaba el vino. Agustín revelaba los rincones más escondidos de la web y lo que se podía hacer en ellos. Leonor le ofrecía la ocasión de brillar formulándole pregunta tras pregunta, con un interés tal vez no exento de cierta malevolencia. Sólo al final de la cena, tras el postre, los licores y el café, Valentina cayó en la cuenta de que Jorge no había soltado ni media palabra. Entonces se empeñó en que cantara “Strangers in the night”, como había hecho otras veces, incluso le pidió a Agustín que trajera micrófono y altavoces, pero tú te negaste en redondo. Agustín anunció que al día siguiente iba a París para realizar unas gestiones, si alguien deseaba acompañarle que lo dijera en ese preciso instante o se callara para siempre. Valentina fue la única en excusarse, las demás esbozaron una media sonrisa de compromiso. Los hombres no se sintieron aludidos.
 
 
   Es muy tarde ya, te encuentras cansado, te duelen los músculos del hombro y brazo derechos desde hace más de un mes, o tal vez sean los huesos. Algo te ha reblandecido, macerado todo tu cuerpo, algo te ha hecho perder suficiencia, equilibrio, tu buen criterio. Sabes que, en adelante, no tendrás más remedio que dejarte caer, permitir que la inercia pinte las aguas ante tus ojos de un verde cada vez más oscuro, hasta que alcances a tocar con los pies el lecho limoso, resbaladizo como la piel de una serpiente. El ahogado tumefacto que estás pasando a ser, en este paisaje sumergido bajo la luz de la luna llena, se acerca y aprieta sin ruido una tecla del ordenador. Al instante, un impulso eléctrico atraviesa el ámbito turbio de la noche. Es mejor que no veas ahora tu expresión frente a esta máquina incapaz de devolverte el billete sólo de ida que le has entregado. Ni se te ocurra mirarte al espejo, la mueca que encontrarías superpuesta a tu rostro se infiltraría en tu organismo como un bebedizo para abrasarte la carne más que el curare, por mucho que digas que cedes ante la vida en bloque, aunque nadie más que tú esté al corriente de tu cobardía. Sabrías que el gusano de la culpa se abre camino ya en el interior de tu cabeza y que tus canas, tus arrugas, tu miedo, han modelado definitivamente tu mascarilla mortuoria. Que alguien invente un remedio para esto, que alguien invierta el movimiento de las ruedecillas en la máquina de la existencia. Mañana, tras referirte el tenor del mensaje que Adela le ha enviado esta madrugada, convendrá en que, dadas las circunstancias, debéis hacer ese sacrificio y tú aceptarás sus argumentos con una pena no fingida. Estando tu mujer al corriente de vuestra relación, sería devastador para todos prolongarla. Volverás a tus estudios, a dormir nueve horas diarias, a recorrer a lo largo y a lo ancho ese mundo que te has construido para soñar solo. Ella no tardará más que un suspiro en encontrar a alguien cuya razón matemática le sea favorable, ese número atómico con el que suele pesar los cuerpos de los elementos, alguien con un estado civil más propicio a las ceremonias sociales. Incluso puede que, sin el obstáculo que tú supones, lo encuentre antes. Nada más que justicia poética, como lo será el que puedas invocarla a voluntad, en cualquier momento y lugar, con sólo el conjuro de una canción, por obra y gracia de un gigante mágico, un djinn del jazz, is your figure less than Greek, is your mouth a little weak. Y hasta el resplandor de esta noche y su serenidad parecen una burla exclusivamente concebida para exasperarte. Toda esta quieta suntuosidad de plata antigua precisamente hoy, como si te hallaras ante la argentería lujosa de una mansión decimonónica, cuidada y limpiada por dos viejas sacerdotisas de un culto iniciático, propio de la antigua burguesía, incapaces de recordar el día en que dejaron de contar las horas, pero que frotan y sacan brillo obedeciendo a un ritual arcaico que morirá con ellas, te saca de quicio con su inmovilidad morbosa, irreal, y tú no sabes ya en qué realidad has cometido un acto irreversible. Te levantas del balancín, como huyendo de la catalepsia. El gruñido de muelles y bisagras suena como un arpegio agorero en medio de una inmensa sinfonía acabada, cuyas notas duermen en el tuétano de las cosas, when you open it to speak, are you smart? Te acercas a la ventana. El cielo entero se ha corrido un buen trecho hacia la derecha. Y piensas que sólo tú eres el responsable de tanta desolación. Cierto que has optado por el más egoísta de entre dos sufrimientos, que tu decisión parece empujada por motivos reaccionarios, despreciables; no obstante, debes decirte también que tu orgullo era tan válido como la supuesta libido de los demás. Supuesta o real, poco importa, pues en esta vorágine de confusión que nos envuelve, todos los ángulos son espejos y las apariencias la realidad. Cuando se abre la caja de Pandora, se concede la libertad a todos los males, sin discriminación entre ellos, o todos, o ninguno, esos son los términos de la elección. Nadie ha inventado estas cosas con un propósito particular, negarlas sería hipócrita. Del resultado de una batalla pende siempre el destino de los hombres. But don´t change a hair for me, not if you care for me. Pero tú esa batalla la has perdido. La voz de Billye Holliday sigue desgranando las palabras con una lentitud inconcebible, aunque ignoras el tiempo que llevas escuchándola pues el ordenador la repite por sí solo, incansablemente, sin cuestionarse nada, sin plantearse la menor duda y tampoco tú tienes voluntad suficiente como para pararlo, te parece que forma parte del mundo y que ha de seguir su curso. Por supuesto que Valentina no debe cambiar, se malograría el fruto. Valentina tiene que seguir siendo la que es, sencillamente el sabor de todas las cosas, la palpitación última de tu carne, la alegría cegadora que transmuta en luz tus tinieblas, tu esperanza inconfesable, mas la naturaleza es dialéctica y esta vez ha obtenido el triunfo la parte contraria. Faltó el valor para pedirle que se quedara, con todo el bagaje de incertidumbre que traía. Stay little Valentine. Faltó temple y coraje en tus espaldas. Te faltó humildad para dejar de convencerte de que fuera de ti, la salud no existe. Stay. Necesitarás aún muchas vidas para llegar a ser un hombre cabal. Mientras tanto, pagarás con la negra moneda de tu remordimiento. Tendrías que haber comprendido que esa relación, tal como tú la habías asumido, tenía un precio demasiado elevado en juventud, en energía, en ilusiones y que, a tu edad, no lo podías pagar. Si bien, en algún momento, no estaría de más decirle lo mujer que ha sido, la entereza de que ha hecho prueba en toda ocasión. Tú eres la luna, el exterior de las catedrales, la sal de la tierra, el instinto, el subconsciente. Si nos quedáramos ahí, en tu reino, tendrías que haberle explicado, no habría unión verdadera. Por eso ahora vas a saber quién soy. Me esconderé y tú, si quieres y puedes, me buscarás. El camino que recorras te hablará de mí. No pretendo tu sumisión, la renuncia a tu personalidad, únicamente la unión de dos contrarios participando en el ritual más secreto de la humanidad. Quizá no nos encontremos más. Quizá vayamos saltando de pronombre en pronombre hasta llegar al nosotros, aunque sólo sea en el mundo de los amores que viven en la entelequia del recuerdo.
 
 
   Lo despertó un rayo de luz que se invitaba a través de un resquicio del cuarterón medio desportillado por el hostigo. Apagó el despertador antes de que sonara, se puso el batín y bajó. Había dormido poco y mal. Sin embargo, para su sorpresa, albergaba la certeza de que, aunque sólo fuera durante breves momentos, había logrado quedarse transpuesto. En todo caso, su cuerpo se hallaba fatigado, dolorido, mas no destrozado como suele suceder cuando uno ha pasado la noche en vela.
   Se puso a abrir todos los postigos. Que entrara la luz. Su organismo necesitaba la mayor cantidad posible para compensar el peso de las tinieblas, de cuyo interior acababa de emerger. A medida que lo iba haciendo, una catarata de resplandor dorado, abriéndose camino a través de un enrejado, tejido con ramas de laurel y de cerezo, parecía invadir e inundar el ámbito de  la casa.
   Fue al baño. La imagen que le devolvía el espejo no era nada halagadora. La piel de su cara parecía el trabajo minucioso de un cartógrafo. No rehuyó una observación más atenta de su rostro. Los rayos de luz que entraban transversalmente acentuaban el volumen de las bolsas situadas bajo sus ojos, el del bocio caído, el de la nariz que parecía haber aumentado de tamaño, ponían asimismo en evidencia las legañas amarillentas y viscosas, las venas de la córnea sanguinolenta, el color de oblea sin consagrar del cutis. Se miró fijamente antes de lavarse. Con la minuciosidad de un entomólogo, registró en su memoria cada detalle. Luego fue a prepararse el desayuno. Un buen zumo de naranja, natural, unas cuantas almendras crudas, dos tostadas con mantequilla y mermelada, un tazón de leche con mucho cacao. Mientras iba consumiendo todos esos ingredientes con la parsimonia de un fakir, escuchaba las noticias de la mañana.
   Salió a la calle. Hallarse bajo el sol era como tomar una ducha de oro caliente. Al pasar por el quiosco compró el periódico. Entró en el café de la plaza. Tuvo la suerte de poder sentarse ante una mesa situada junto a la ventana para seguir recibiendo, a través de la cristalera, la apolínea mirada del dios tibio y benevolente. Las noticias eran las mismas que las de la tele, pero estudiadas y meditadas, asimiladas ya por una mente preclara. Rasgó el envoltorio del azúcar con el mango de la cucharilla, dejó caer los terrones de alcanfor sobre el betún cremoso de la taza y se puso a remover concienzuda y estoicamente. Acto seguido, extendiendo ambos brazos en cruz, abrió el periódico de par en par y se puso a leerlo con la prosopopeya de un gran chambelán.      
 
 
 
 
  
 
 
  
 
 
 
  
 
 
 
 
 
 
  
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Foto del autor Jos
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Un relato de cada

Palabras Clave: novela corta literatura

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Ficcin



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Javier

He leiío un poco, me agrado, seguido pasaré ijiji

saludos

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January 07, 2010
 

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busy