Lo enloquece la forma en que ella lo acaricia, como une sus cálidas manos a las de él, sorprendiéndolo una vez más con la magnífica suavidad y delicadeza que portan esos simples actos; sus brillantes ojos memorizando cada uno de sus marcados rasgos mientras él hace lo mismo, como si pudieran descubrir en el otro un nuevo detalle que, por descuido, hubieran olvidado memorizar, aunque no fuera así; el aroma de su perfume, frutal, cítrico, pero femenino, y terriblemente embriagador, que sin mucho esfuerzo queda impregnado en su piel; la forma en que la voz de ella acaricia sus oídos cada vez que susurra, cada vez que ríe, semejandose a un ángel aunque con una inminente pizca de picardía siempre presente; y el dulce sabor propio de su boca, tentadora y pasional al besar, indescriptible y para nada desconocido, estimulante a pedir más, pequeñas dosis para una adicción insaciable.
Aunque cada vez que ella lo enloquece, se olvida completamente de sus cinco sentidos.