LA LLAGA
Publicado en Nov 06, 2009
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          En aquel tiempo vivíamos en una casa con hamaca en el balcón, y la pasábamos tomando con A y con B, y por las noches consumíamos coca y hacíamos el amor. Era ese barrio con un parque muy grande, pero muy desconocido, y que a veces yo frecuentaba con A, cuando estábamos de humor. Solía suceder que en Medellín había muchos parques agradables para pasar el rato y esas cosas, pero que nadie frecuentaba porque no estaban de moda. En cambio, toda la gente que gustaba de ir a parques se agolpaba en el Parque Lleras, en El Parque del Periodista o en las mangas de Carlos E. Restrepo y resumían su existencia a ello.
 
     Mientras tanto, nosotros nos la pasábamos dándole al ron, al aguardiente y a la cocaína. De A debo decir que tenía un bar en el centro de la ciudad y se parecía mucho a mí. Era ese tipo de personas que uno siempre sueña conocer cuando cree estar a solas en el universo con determinada visión de la vida. A era supersensible, como yo. De B no podría ahora decir lo mismo, aunque en aquella época era con quien yo iba a la cama creyendo que me follaba al Gran Espíritu de la Pradera. Pero es de admitir, en la distancia del tiempo, que B había adquirido esa manía tan colombiana de perder toda empatía por los demás y revestirla con una buena capa de poses altruistas. Bueno, por lo menos teníamos al pérez y ello le ayudaba mucho a B en su papel. Yo me di cuenta de toda su farsa cuando una vez muerto Trujo, cierto poeta del mundillo intelectual, ella se limitó a restarle importancia. Por ¡Dios! ¡Si era su amigo entrañable de toda la vida! No se supone tampoco que saques el cadáver a voltear por toda la ciudad como en esa película Rosario Tijeras. Pero vos sí esperas, por lo menos, una lágrima en honor al ausente.
 
     Por el contrario, yo sí doy fe que A estuvo llorando mucho tiempo a Trujo, mientras le dedicaba poemas de Borges y B se limitaba a repetir su frase favorita: ¨Uno se muere y ¡plaf! El mundo desaparece, porque después de la muerte no hay nada¨. Luego salía a la calle y empezaba a repartir tortilla española a los niños de la calle como sintiéndose mal, como con rabia con ellos y consigo misma. Cuando agotaba su bolsada de comida miraba al cielo y decía: ¨!Así tiene que ser, Dios!, ¡Así tiene que ser!¨.
 
     No me pregunten por qué, pero repito: a mí siempre me pareció una pose. Como que yo no me le comía el cuento, como que lo hacía para impresionarme a mí. No voy a ser modesto. Creo que estaba locamente enamorada.
 
      Siguiendo con la historia, nosotros vivíamos ahí arribita de la calle Perú, muy cerca, por donde pasan los buses de Circular Conatra y a unos diez minutos de donde Barbet Schroeder recreó esa famosa escena en la casa de Fernando Vallejo. Fácilmente podías irte a pie hasta la avenida la Playa o a la avenida Oriental. Total, B y yo íbamos todos los días a pie hasta el bar y le ayudábamos a A partiendo limones o sirviendo cervezas o poniendo la música. Luego, al final de la noche, cerrábamos el local y nos reuníamos con un combo de amigos a darle a las ñatas.
 
       ¡My god! Salían bolsitas de todos los bolsillos. Todos sacábamos la coca y la poníamos sobre la barra. Cierta noche, a mí me dio por hacer unas líneas de pérez, como me lo había enseñado un amigo argentino, y la técnica resultó un éxito. Ya ni A ni B ni los demás, volvieron a usar una llave ó un carné para llevar el polvo blanco a su sistema olfativo. Ya todos esperaban que yo hiciera una montaña de perico y la dividiera en ocho mitades. Acto seguido, con la ayuda de la cédula, iba armando las autopistas blancas sobre la ennegrecida madera. Antes había que desmenuzarla muy bien, porque a veces se humedecía, pero era una cocaína tan fina que nunca se cristalizaba o perdía su tesitura ni poder. Y conforme avanzaba la madrugada, las autopistas se convertían en caminos y los caminos en rayas; hasta el final, que eran bellos rayos de sol derramándose por nuestras cabezas.
 
2.
       Con el paso de los días, nuestra situación económica se volvía más precaria. La tortilla española que B hacía para vender entre los amigos, era insuficiente para mantener los gastos de los dos. Se suponía que ella debía mantenerme a mí, pues yo, hacía unos años, había tomado la decisión de volverme escritor. Para ello había tenido que pasar por ese difícil trance de mandarlo todo a la mierda. Incluso tu amor propio; y cuando mandas tu amor propio a la mierda se va todo: t-o-d-o.
 
Debo reconocerle a B que me respetó eso. Muy pocas personas en Colombia saben respetar a los escritores, a no ser que sea una de esas mujeres acabadas y sedientas de afecto, tendientes a hacer lo que sea con tal de ser amadas o por lo menos a sentirse menos solas en el mundo. Muy pocas personas saben que un escritor se tiene que morir de hambre si quiere ser bueno. B lo sabía y lo supo respetar en honor a las dosis de pene que yo le solía propinar. De eso estoy seguro.
 
Cosas que uno hace por el arte. Bueno, y en este caso por la cocaína. Porque mientras trataba de volverme escritor, me encontré a este lindo juguete. Íbamos a comprarlo a la calle Maracaibo, a la cual le decíamos ¨Maracas¨. Ese era nuestro código cifrado. Era ahí, abajito de Junín y cuando necesitábamos aprovisionarnos, preguntábamos a los amigos en el bar: ¿Necesitas algo de Maracas?
 
Había días en que íbamos hasta dos o tres veces. El consumo se tornaba obsesivo. Todo era de acuerdo a como hubieran amanecido nuestros espíritus. Dependíamos de nuestra proclividad ante la fiesta y a los altibajos del día. Así pues, energía había casi siempre. A veces eran energías de invierno y a veces energías de primavera; pero casi nunca de verano ni de otoño, pues en Medellín casi toda la gente se movía entre el nacimiento y la muerte, sin términos medios. Nada de adolescencias, nada de infancias, nada de crepúsculos.
 
Pero era misterioso todo al mismo tiempo. Siempre teníamos plata para ir a Maracas. Uno salía del bar y doblaba la esquina hasta coger El Palo. Luego, si querías, doblabas por la Playa y pasabas la Oriental, hasta Junín. Un paseo largo, pero agradable. A long way home, como en el tema de Supertramp. De ahí, de Junín, a Maracaibo sólo quedabas a un par de cuadras. El dinero salía de algún lado, aunque bien escasamente podíamos comer dos veces al día. A veces ninguna. De la ropa y las cosas de aseo ni hablar. Pero pérez casi siempre. A toda hora, todo el día. Para controlar los aguardientes; para bajar una traba. Para despertar bien por la mañana y para no dormirse en la modorra del mediodía. Para hacer el amor en las tardes y para ir a celebrar en las noches. En fin, pérez para hablar mierda y pérez para escribir. Ya cuando el hambre acosaba, yo me consolaba con mis proyectos artísticos, mientras oía a B hablar del amor sin dinero y esas cosas.
 
Recuerdo que una vez estábamos tumbados los tres en la cama de B. Era su habitación, que quedaba al otro extremo de la habitación de A y habíamos pasado toda la noche bebiendo e ingiriendo coca y era ya casi la madrugada y hablaban ellas de Trujo, de lo buen poeta que era y de su muerte. Últimamente hablábamos mucho de Trujo. Era el tema recurrente en aquella casa con hamaca en el balcón. Debo decir que prácticamente a A yo sólo la conocí en una fase de duelo. No podría decir ahora cómo era antes de que el tal Trujo se muriera. Total, A siempre estaba putiada, que en Medellín era un término muy fuerte. Un término que denotaba tristeza absoluta, depresión. Algo así como que podías estar al borde. Como que podías estar en la azotea de un edificio muy alto y estuvieras disfrutando del placer del vacío, mientras contemplabas un panorama de suicidios y alcoholismo.
 
De repente, A empezó a llorar recordando la noche anterior. B estaba casi dormida, dominada completamente por los efectos del vicio. Resulta que a A la habían pateado un par de tipos. La habían parado en la calle y le había gritado lesbiana. A ella y a otra amiga que iba con ella. Luego la habían empezado a manosear y a seguirla insultando. A nos había llamado. El teléfono había sonado tarde mientras B disfrutaba de lo mío en su boca. Últimamente yo sólo la ponía a que me lo chupara, pues estaba cansado de poner mi hermosa herramienta en aquella flácida caverna. Dios mío, tenía como mil años y además le podría caber un tren de lado. Estaba tan abierta, que ni siquiera sentíamos cuando el pájaro ingresaba a su casita. A veces ella tenía que cerrar las piernas para poder sentir que algo entraba en su organismo. Ni siquiera un 45 centímetros la hubiera afectado en lo más mínimo. Así que allí estábamos en lo de nosotros, cuando había sonado el teléfono y A diciendo que alguien la había pateado. B y yo nos pusimos en guardia y todo lo que pudimos hacer fue decirle que le pusiera la mano a un taxi y que se viniera a casa, que nosotros la íbamos a estar esperando con dinero para pagarle al taxista.
 
Lo que siguió había sido un confuso relato de dos mujeres conversando, andando tranquilamente por la calle Colombia, a la altura del sector Estadio, en las horas de la madrugada. Y luego siendo golpeadas salvajemente por dos tipos que se movilizaban en una moto.
 
24 horas después, otra vez borrachos, A se volvía a acordar de todo aquello. De alguna manera, pasamos del tema del asalto al tema del sexo. B dormida, o haciéndose la que dormía. Yo empezándome a calentar con dos mujeres en la misma cama. Yo a punto de empezar a atacar.
 
- ¿Puedo dormir esta noche acá? – A preguntando.
 
- No - B respondiendo.
 
Y todos yéndonos a dormir y yo con las ganas otra vez de que algo pasara con A. Sabiendo que muy difícilmente se volvería a presentar esta oportunidad, pues A había hablado de sexo porque estaba pasando por un momento de debilidad y dolor, y sólo era temporal porque, según conversaciones anteriores, yo no era su tipo como para pegarse una buena revolcada.
 
Bueno, eso al menos era lo que decía.
 

 
  
 
3.
       Mientras todas aquellas cosas sucedían, yo me empeñaba en hacer las veces de escritor guionista, lo cual, en Colombia, equivalía y equivale a estar mendigándole al estado por una subvención. (Digo ¨mendigar¨ porque es humillante lo que este país leguleyo y legalista hace con sus cineastas). Por esos años soñábamos con hacer dizque una película, y entre A, B, yo, y una partida de tontos del culo, nos secundábamos la masturbación mental del arte hecho imágenes en movimiento. Yo era de los que me la pasaba mandando proyectos al Ministerio de Cultura a través de sus organismos, sin saber que todas aquellas convocatorias no eran más que un pretexto para repartirse la plata entre los mismos de siempre. Creo que más de veinte guiones con sus respectivos trámites burocráticos alcancé a mandar en menos de cinco años, sin obtener ningún resultado positivo. Y no es que fuera mal contador de historias. Es que no estaba en la rosca. Ni siquiera mis proyectos pasaban alguna vez el filtro de los requisitos legales, lo que quiere decir que ni siquiera alcanzaban a ser leídos por los jurados. Aquellas convocatorias llenas de redacciones gaseosas y evanescentes, llenas de cascaritas, sólo buscaban la caída de los insulsos que creíamos en la posibilidad de un estado transparente, equitativo y protector de sus contribuyentes. Cualquiera que agarrara unas pinzas y una lupa, y mirara una convocatoria del Ministerio, fácilmente se podría llevar la impresión de que Colombia premiaba la mediocridad artística con tal de que ésta fuera lo suficientemente diligente como para enfrentarse a la burocracia.
 
¡Ah! Qué ingenuo se podía ser bajo los efectos de la cocaína. Uno cree que todo es posible. Uno todo lo ve maravilloso. Todo lo ves factible bajo los efectos de la planta milagrosa. Lo bueno, lo malo y lo feo. Ahora entiendo cómo los incas lograron hacer Machu Pichu. Definitivamente mucha hoja de coca es la que tendrías que haber mambeado para llevar esas piedras hasta donde están colocadas.
 
Por eso es que en aquellos tiempos vos lo hubieras apostado todo para que la empresa privada llegara al país y se absorbiera las instituciones de una vez por todas. Inclusive al mismo estado. Bueno, era una visión de aquel entonces, cuando mi literatura era naif y soñadora, pero nihilista y desencantada al mismo tiempo.
 
Mis guiones todos hablaban de hombres enfrentados a la rudeza del paisaje circundante en las zonas rurales de Colombia (desplazamiento, masacres y cosas así), mientras los guiones de otros contemporáneos hablaban de jeringas, cocaína, sicarios y canciones de rock. La cosa urbana, pues. Y era extraño: lo que yo estaba viviendo, otros lo querían escribir. Era como una sed de que la ciudad llegara de una vez por todas. Era como un montón de gente en un casino, pero todos apostando a la ruleta rusa. Como siempre: el dinero en el lugar equivocado.
 
Total, yo me presentaba a más de veinte convocatorias al año. Algunas nacionales y otras extranjeras. A veces hasta traducíamos mis guiones a diferentes idiomas con la ayuda de A y de B, para poder concursar donde no se hablara español. También íbamos con regularidad a los pocos festivales de cine que se hacían en el territorio nacional y nos aparecíamos con grandes esfuerzos económicos a cuanto evento académico se organizara. Cartagena de Indias y su festival de cine eran indispensables cada año. Destino obligado para todos los lagartos del cine. Si ibas allí por más de cinco años seguidos, tal vez te podrían empezar a conocer y de pronto hasta podrían empezar a tenerte en cuenta.
 
Ferias del libro, festivales folclóricos, ferias del trueque y cuanta empujada de bus se anunciara, servían de pretexto para hacer acto de presencia y darle a las ñatas. Era la época cuando el paramilitarismo empezaba a entrar fuertemente en Colombia y entonces, por nuestras pintas, éramos fácilmente confundidos con guerrilleros. A veces nos requisaban y nos encontraban algún bareto o alguna bolsita de coca, pero nos dejaban ir cuando escuchaban nuestros acentos citadinos y se daban cuenta de que éramos de buena familia y, sobre todo, que éramos de Medellín.
 
Debo decir que de todas aquellas convocatorias solo logré coronar un estimulo a desarrollo de guión después de miles de lobbies en Bogotá y otro par de becas más en el exterior, específicamente en aquellas donde no se ensañaban con trámites burocráticos. Sin embargo seguía insistiendo también con más becas colombianas. Con el transcurso de los años, la gente de Proimágenes y del Ministerio empezaron a familiarizarse conmigo. Yo llegaba a esa sede para reclamar por alguna arbitrariedad y ya hasta los vigilantes me saludaban por mi nombre. Una vez también recibí una carta de las Becas Carolina de España, diciéndome que me estaba poniendo viejo y que por favor no siguiera insistiendo con mis guiones, que ellos preferían darle prelación a los jóvenes; que mi estilo rural definitivamente no había calado con el estilo urbano de sus directrices.
 
Y mientras tanto, ¡chupe hambre y viva del amor¡ El perico más barato que las lentejas. Lo ideal era picarlo con una cuchilla Gillet y diseminarlo en un espejo, pero nadie tiene siempre una cuchilla Gillet y un espejo al alcance de la mano. A mí personalmente me gustaba hacer las rayas sobre las carátulas de los cidís.
 
Por favor… estamos hablando de cocaína colombiana pura. No estamos hablando de cocaína colombiana de la que venden en Nueva York ó en Barcelona. Las conozco todas. Así que esa coca, de la que venden en las calles de Medellín, había que consumirla sobre la carátula de un cidí. No me pregunten por qué.
 
4.
   En Maracaibo siempre había un montón de gente. A ambos lados de la calle y a todas horas del día. En las noches Maracaibo lucía desierta. Recuerdo que en la esquina de Junín había un Zodiak al lado de un Chiroloco y Tenaz, y más abajo podías comprobar lo que había quedado del antiguo Teatro Opera donde, dicho sea de paso, podías ver dos películas por el precio de una. Bueno, eran los viejos tiempos. Ahora todo lo que exhibían en ese lugar eran culos y tetas y rajas. Nada quedaba de ese teatro decente donde ibas con tu padre y tu madre a ver una de vaqueros, casi siempre, en doblete con alguna que otra sentimental. Todo en aquella calle había sido remplazado en sentido decadente. Pablo Escobar se había encargado de mantener a los curas con el bolsillo lleno en los 80´s, así que la moral y las buenas costumbres se habían vuelto secretamente permisivas con su flagelo.
 
Por eso, para cuando ibas a comprar cocaína en los 90´s, vos podías ver a un montón de jíbaros disputándose el territorio de la calle Maracaibo. En cada esquina se paraba uno diferente. En cada esquina uno de bandos contrarios. Algunos con sistemas de comunicación muy avanzados para la época, como grandes celulares y cosas así. Pero también había gente de todos los pelambres transitando de aquí para allá. Era una calle muy movida, aunque también muy estrecha. Tenía un fluido muy interesante de carros y vendedores de aguacate en las esquinas. También podías comprar el periódico en las aceras de Maracaibo. Las personas que íbamos a comprar pérez éramos casi todos de buena familia. Los pobres no eran grandes consumidores de coca pues no eran viciosos muy exquisitos. Los pobres tenían un montón de taras morales y, cuando agarraban un vicio, casi siempre estaba relacionado con el alcohol y con las drogas más baratas como el bazuko y la marihuana, y casi nunca las podían controlar. Un pobre siempre era un ser lleno de miedos frente a las cosas del cuerpo humano y ser pobre siempre estaba en la base de la filosofía católica. Por eso es que los colombianos tenían tantos conflictos con el asunto del polvo blanco, porque la cocaína era una droga muy clasista, muy por encima del nivel cultural de sus taras católicas y porque Escobar le daba trabajo a todo el mundo con algo, que al fin y al cabo, rayaba con lo socialmente establecido.
 
Nosotros, por nuestra parte, de marihuana pocón, pocón. Muy de vez en cuando alguno que otro baretico para compartir determinados temas con nuestros amigos de inclinaciones más hippies, pero de bazuko nada. Cero pollito rayado. El bazuko ya eran palabras mayores. Las grandes ligas de la indigencia.
 
En resumidas cuentas, la calle Maracaibo era un hermoso lugar. Aparte de los expendedores de drogas, tenía negocios muy honorables como los que mencioné líneas atrás. Grandes almacenes de ropa como Zodiak y Chiroloco y Tenaz y también creo recordar una agencia de viajes, una relojería, varios restaurantes y muchos almacenes más.
 
Estoy seguro de que la mayoría de los habitantes de la calle Maracaibo respiraban ausentes ante el tráfico de cocaína que pululaba por sus esquinas. Vos te le acercabas al sujeto en curso y le preguntabas qué tenía. Era sólo un formalismo rutinario porque ambos sabíamos que íbamos a comprar nada más que un tipo de producto. Entonces el tipo se largaba a recitar las bondades de la coca del día.
 
Mi jíbaro en particular era conocido como el Mono. Una mañana cualquiera el Mono ya no estaba. Empecé a preguntarle a todo el personal de la calle Maracaibo por el Mono, pero nadie sabía darme señales sobre él. Algunos decían que simplemente el Mono no había vuelto. Las cosas en el centro de Medellín se habían venido bastante extrañas. Últimamente podías ver una serie de personajes con walkie talkies en las manos recorriendo el pasaje Junín para arriba y para abajo. Fácilmente eras abordado por niños de la calle que te pedían monedas y te contaban las historias de cómo eran perseguidos por dichos personajes. Ni siquiera pedir ya se les era permitido, aunque sin lugar a dudas el hambre aun persistía, entre ellos y entre más de la mitad del pueblo colombiano.
 
Total, el Mono nunca más volvió a aparecer y una mañana cuando B y yo tratábamos de comprar cocaína, me acerqué a cierta señora que vendía dulces en una esquina.
 
- ¿Tiene cocaína? – le pregunté.
 
- No señor, yo no vendo de eso – me contestó.
 
- ¿Sabe dónde?
 
- No señor, yo no sé nada de esas cosas.
 
- ¿Por qué no le preguntaste que si tenía ¨pérez¨? – Me sentenció B cuando nos habíamos ido con el rabo entre la piernas.- ¡Este man sí es un guevón! – remató ella.- Claro que nunca te va a vender si llegás a preguntarle explícitamente por cocaína.
 
Así era B. Nada la irritaba más en este mundo que quedarse sin la ración del día. A mí personalmente me daba igual si pasaba algún día sin consumir. Nunca desarrollé una dependencia crónica con droga alguna. Ni siquiera con el alcohol, ni con la tele ni con la música, ni ahora con el Internet.
 
Unas semanas después tuvimos que empezar a comprarle la coca a los personajes del walkie talkie, pues eran ellos quienes se habían apoderado del mercado.
 
5.
   De vez en cuando, al subir de Maracaibo, o bajando hacia él, solía encontrarme con alguna gente que había leído mi novela. Se trataba de cierto experimentillo que había escrito en una de esas etapas de transición y que, de una manera u otra, había calado al interior de un viejo grupo de amigos. Una suerte de hit local.
 
Oh, Dios, cómo odiaba encontrarme con viejos amigos que hubieran leído mi novela. Siempre terminaban preguntándome por mi padre. Lo hacían como si me hubieran conocido de toda la vida o como si fueran tan íntimos que lo supieran todo de mí. Parecía que el tema del parricidio había quedado muy bien ilustrado en aquel puñado de hojas. Todos parecían haberse identificado, hasta el punto de sentir que mi padre era su padre. Tanto que todos se la habían creído, excepto un par de despabilados, quienes entendían los mecanismos de la creación literaria y no caían en la bobada de comparar la literatura con la vida. Pero ese era el problema de publicar en Internet. Nunca sabías a donde iba a parar el mensaje en la botella. El éxito de mi novela se había diseminado como pólvora ardiendo a través de la red.
 
Bueno, había otros de mis lectores que hacían preguntas por dañar o por no sentirse tan solos en su odio al padre, como cierto amigo que ya trabajaba en el periódico El Tiempo, incluso desde antes de graduarse. Aquella mañana se la había pasado hablando de lo fantástico que él vivía ensalzando la vida de los poderosos desde Bogotá. Fuimos a su casa. Ahora estaba de visita en Medellín. Tenía un bello apartamento a la altura del parque Bolívar, a escasas dos cuadras de Maracas. Viendo sus libros exhibidos en una estantería de la sala, recordé que en la universidad se la pasaba para arriba y para abajo con una guitarra al hombro, tarareando canciones de Silvio Rodríguez. Me pareció extraño. Ahora trabajaba para el periódico más fascista de Colombia, lo cual ya es mucho teniendo en cuenta de que en Colombia el 90 por ciento de los medios son de ultraderecha disfrazada.
 
Mi amigo también se ufanaba de lo lejos que había llegado en comparación con el resto de nuestros compañeros. Ahí está pintada la izquierda colombiana, pensé. Nadie más excluyente y arribista que un mamerto de universidad pública. Un café era la disculpa para que mi amigo siguiera dándome la lata. También trataba de hacerse el gracioso con B. Mi amigo era uno de esos tipos con un terrible problema de inseguridad. Las mujeres solían sacarlo de su lugar. Por otra parte yo siempre sospechaba que me tenía una gran envidia. Nunca había podido entender cómo me conseguía tantas novias y él tan pocas.
 
- Y ¿qué pasó con tu carrera? – me dijo.
 
- No sé, la dejé. – le dije – creo que es hora de reconocer que me equivoqué de elección en la universidad. Cinco años botados al tarro de la basura. En esos centros educativos deberían poner una nota aclaratoria de cuáles son las carreras hobbies.
 
- ¿Cómo fuiste a dar con un tipo así? – le preguntó mi amigo a B. - ¿Qué le viste?
 
- No lo sé, el amor es ciego - dijo B. Nunca sacaba la cara por nadie. Ni siquiera por su hijo cuando sus amigotes se burlaban de él en las fiestas. Siempre estaba demasiado borracha o demasiado empericada como para entender algún tipo de sutilezas.
 
- Yo por mi parte, no me puedo quejar. – dijo mi amigo – Bueno, debo decir que no fue fácil al principio. Bogotá es una ciudad difícil, vos sabés. Deberías intentar con Bogotá, cuando logras dominarla se te abre de piernas deliciosamente.
 
- Yo odio a Bogotá – le dije -, es una ciudad muy fashion, pero de puertas para adentro. No sé cómo hacen para asumirla ustedes como una capital. Si vos vas a Nueva York ó a Madrid, ó a Baires, ves el fashion en las calles. Las aceras te alegran el día por cómo va la gente. Las aceras de Bogotá en cambio son deprimentes. No entiendo cómo hacen los rolos que se creen bonitos con tanta gente fea y mal vestida andando por las calles. Supongo que deben sufrir a mares.
 
- Eso depende de lo que para vos sea bonito – dijo B.
 
Hubo un gran silencio, no muy largo, pero sí muy pesado.
 
- No, mentiras, te estoy jodiendo – le dije a mi amigo el periodista. – En realidad no estoy buscando trabajo ni aquí ni en ninguna parte. Estoy esperando que sea el momento para hacer una película que estoy escribiendo.
 
- Voy al baño – dijo B.
 
- Y ¿tu película es sobre qué? – me preguntó mi amigo, mientras escuchábamos a B aspirando muy fuerte, como si se estuviera metiendo un pase de cocaína.
 
- Es sobre los actores armados – dije.- Se desarrolla en el campo.
 
- Exactamente el tipo de película que sirve como ejemplo de lo que no se debe hacer en el cine- dijo B, mientras volvía del baño. Yo sabía que lo hacía por lucirse a costa mía. Adoraba hacer aquello y con mi amigo el periodista había encontrado al compañero perfecto.
 
Luego sonó el teléfono. Mi amigo se puso a vociferar unas cuantas cosas. Yo saqué una bolsita de coca y metí la punta de una llave adentro. Aspiré duro y luego le pasé la bolsita a B. Era una drogota. Mi amigo me levantó las cejas mientras sostenía el auricular en la oreja. Sus ojos se habían desorbitado.
 
- Sos un puto perdedor – me dijo B. Agarraba con los dedos aquella cosa y se la llevaba a la nariz. – Hasta tus amigos hacen mofa de vos.
 
Yo quise contestarle algo, pero le había cogido miedo. Ella había contratado un sicario del Barrio Antioquia para que me amenazara cada vez que discutíamos. La noche anterior aquel sicario había estado a punto de pegarme un tiro, después de que yo había dejado a B sola, en una fiesta de publicistas. Yo me había aburrido y me había ido a caminar por el centro. Me gustaba hacer aquello. Me gustaba caminar por el centro a altas horas de la noche. Al llegar a casa, B me estaba esperando con aquel sicario en las hamacas del balcón. De alguna manera el sicario había salido de la pieza de A. Lo digo porque después de amenazarme con una pistola, lo había visto entrar allí y desnudarse junto a su cama.
 
Mi amigo seguía hablando por teléfono, pero ya se había dirigido hacia el balcón. Mi amigo también tenía una hamaca colgada en el balcón. Era uno de esos tipos. También tenía algunos sombreros típicos pegados de las paredes y unas congas de adorno junto al equipo de sonido. Nosotros estábamos sentados en un largo sofá, a todas luces costoso. Tenía buen gusto mi amigo. Pocos adornos y muchos libros. También un computador y un par de plantas. Cortinas compradas en la Feria Internacional del Mueble. Yo me paré del sofá y fui a poner algo de música. B siguió aspirando cocaína. Estuve buscando un buen cidí pero no encontré ninguno. Tan sólo había un par de discos de Les Luthiers, junto a unas revistas de decoración. Mi amigo seguía hablando por teléfono. Luego colgó y se vino hacia nosotros.
 
- Tengo que irme – dijo – debo cubrir una noticia de unos expendedores de drogas asesinados en La América. Ustedes se pueden quedar si quieren
 
- Oiste, voy a tener que darte unos cuantos cidís – le dije - estás muy mal de música, parcero.
 
Mi amigo fue hasta una caleta y sacó una caja llena de compacts discs. Nos la puso al frente y dijo: ´escuchen lo que quieran, pero no dejen restos de perico sobre la mesa. En la nevera hay cervezas. Cierren la puerta cuando salgan´.
 
Se estaba portando bien. De alguna manera siempre era bueno que lo hiciera después de haber estado pisoteándome: lo había hecho de la misma forma durante toda nuestra carrera universitaria. Luego salió y yo pensé en hacerle algún daño en su apartamento para vengarme, pero aquel proceder no estaba dentro de mi configuración personal. Pasaron quince minutos y entonces nosotros salimos también.
 
 
 

 
      
 
 
        Como drástica medida para arañar unos pesitos en otra convocatoria de guiones, tuve que cambiar la temática sobre la cual escribía. Empecé a redactar historias más urbanas. No estaba seguro de que ésa fuera la razón por la que nunca ganaba. Pero yo no era de los que me quedaba quieto.
 
Recuerdo que eran esos días muy lluviosos por la época de la muerte de Trujo. A se la pasaba todo el día dándole al guaro y se encerraba días enteros en su pieza bajo los efectos de una montaña de Postan 500. Se notaba que le era difícil recuperarse de su dolor. Yo la mayoría de las veces tenía que escribir a mano, en hojas sueltas que me robaba por ahí. Muchos viejos amigos, quienes contaban con algún computador en sus casas, con toda razón se burlaban de mí. Yo quería ser dizque escritor y todavía estaba en la Era de la Libretita y del Lapicero Kilométrico.
 
Con respecto a mi nuevo proyecto, se trataba de un cortometraje sobre un extraterrestre que llegaba a la tierra con el objetivo de conocer a Madonna y a los estudios de la CNN. Resulta que el extraterrestre había recibido unas señales de televisión en su planeta natal y había quedado encantado con las estrellas del pop y con los presentadores de la multinacional de noticias. De alguna manera, lo que yo quería era hacer una sátira a la cultura de masas norteamericana. Plantear un extraterrestre que lo único que quisiera conocer fuera el sabor de las hamburguesas de McDonalds y obtener el autógrafo de las luminarias de Hollywood y de MTV. Por eso, tras largas noches-luz de soñar con la tierra, había decidido emprender camino y ahora estaba aquí. Cuando los humanos le decían que en la Tierra había otras mil maravillas más hermosas para conocer, el extraterrestre contestaba que eso ya lo sabía, pero que conocer Estados Unidos era lo único que le importaba.
 
Ese era mi guión. La idea era mostrar este personaje alienígena en su trasegar por el planeta azul, con sus características muy estereotipadas. Caracterizarlo se me había convertido, pues, en una gran dificultad.
 
En las noches, B y yo veíamos que el sicario del Barrio Antioquia entraba y salía a la pieza de A. Tal parece que venía diariamente y le traía un poco de aguardiente, otro poco de pérez y otro más de comida, y le echaba un par de polvos, y luego se iba. A veces se quedaba un rato hablando con B y conmigo, mientras nos bamboleábamos en las hamacas del balcón.
 
6.
Fue un largo diciembre. Una noche el sicario empezó a preguntarme por mi papá. Estábamos B y yo haciendo la licuadora en las susodichas hamacas y el tipo se nos acercó sin ningún tipo de pudor, después de salir de la habitación de A. B se incorporó y yo me tuve que abrochar los pantalones para que el sicario no siguiera mirando en dirección a mi herramienta. Sacó una bolsa de cocaína y empezó a darle al temita.
 
¡Oh, Dios! Cómo odiaba aquello. De inmediato supe que también había leído mi novela. Cada vez que alguien me preguntaba por mi viejo, de inmediato me enteraba de que otra mosca había caído en la sopa. Tal parece que la mosca también se había identificado con mis odios al padre. Ahora no eran solamente viejos amigos quienes habían leído mi novela. La cosa parecía extenderse a los desconocidos. Había días en que me ponía a hablar con los jíbaros que nos vendían la coca y hasta ellos empezaban a preguntarme por mi papá. Me había convertido en un éxito local. Pero lo peor de todo es que nadie me hablaba de la puta novela en sí. Todos se dedicaban a preguntarme por mi padre como si yo fuera hermano de ellos; como si el hecho de escribir una obra como aquellas hubiera sido algo familiarmente pecaminoso. A veces me sentía como que hubiera compartido una gran vergüenza y que mis lectores lo habían entendido así. Algo de lo que no se podía hablar. Sólo insinuar.
 
- Todo bien – le dije.
 
B carraspeó un poco y se removió en su lugar. Se había sentado en un sofá mientras se metía las tetas dentro de la camisa. Ella sabía que para mí el tema era doloroso y todavía no se acostumbraba a que todos mis viejos, y nuevos conocidos, se ensañaran a preguntarme por mi papá. Maldito el día en que me dio por escribir esa novela y, sobre todo, maldito el día en que me había dado por publicarla en Internet. Parecía que todo Medellín ahora se había leído mi drama personal, el cual era 53 % ficción y 47 % elucubración.
 
- ¿Apuesto a que no sos capaz de tomarte una media de guaro conmigo? – dijo el sicario.
 
La idea no se me hacía muy atractiva teniendo en cuenta de que éste me había amenazado como tres veces con un arma en menos de una semana.
 
- ¡Aaaaaaahhhhhhhhhhh! – en ese momento gritó A. Últimamente estaba gritando mucho. Eran gritos que le salían de la nada, intempestivamente.
 
- Parece que cada día está peor – dijo el sicario. – Ya no sé qué hacer para ayudarla.
 
- Se la pasa vomitando todo el día. – Dije yo.
 
- Ni siquiera ha ido al bar en los últimos tres días. – Dijo B, - pero eso se le pasa, frescos.
 
En esos momentos sonó el timbre. Alguien tocaba la puerta allá abajo. En cuestión de minutos, la casa estaba llena de amigos y de amigas de B y algunos otros de A. Era diciembre. Todos en la ciudad buscaban un lugar para intoxicarse. Los personajes en cuestión tenían que ver con el mundo del arte y la publicidad. Puros huelengues. El guaro corría como ríos de Babilonia. Intempestivamente todos estábamos nadando en kilos de cocaína como si fuera Maizena en los carnavales de Barranquilla.
 
A se había animado a salir de su habitación. Alguien puso música guasca. ¡Todos se creían tan fantásticos por haber superado al rock! A mí por el contrario me empezó a fastidiar aquello. Siempre odiaba a esas fiestas de intelectuales políticamente correctos. Así que me fui a dormir.
 
Prendí la tele para dormirme con el ronroneo del televisor. Desde la habitación pude ver que unos cuantos echaban un ojo en algunas notas que yo tenía sobre la mesa. B y otro mierda que había venido de Bogotá hacían sorna de mis escritos. Les parecían muy excéntricos. Estuve pasando canales en ese intervalo de otros quince minutos. En Film and Arts daban un show de bandas de rock, originado desde Londres. A veces dejaba el canal en TVE y en ESPN. Los canales privados colombianos los pasaba de largo, pues desde muy joven me hice la promesa de no volver a sintonizar la tele más parcializada del mundo. Mientras conciliaba el sueño escuché unos disparos en el balcón, seguramente provenientes del arma del sicario, a quien siempre le daba por disparar al aire cuando se emborrachaba. Horas después me despertaría comprobando que B me había desnudado para violarme, completamente borracha y empericada. Efectivamente allí estaba encima de mí, trabajando en ello.
 
7.
El repicar obstinado de un teléfono hizo que me levantara muy temprano en la madrugada. Un silencio sepulcral reinaba en toda la casa, total que el timbre de aquel teléfono retumbaba como si fuera el día del juicio final. Antes de salir de la pieza noté que B estaba menstruando y que no se había dado por enterada. Dormía tan profundamente que ni siquiera se había enterado de que su hijo había venido un par de horas atrás, a visitarla desde Manizales, y que yo había tenido que instalarlo en la pieza del fondo. Tampoco se había percatado de remover los restos de perico diseminado por toda su cara. Parecía que otra vez había estado clavando el pico en montañas blancas, como Al Pacino en la última secuencia de Scarface. Traté de despertarla con un par de patadas en las costillas para que mejorara su lamentable condición animal, pero era imposible. Los efectos de licor, bareta y coca hacían de las suyas.
 
Avancé por el corredor hasta el baño y estuve meando por un buen rato. Había pedazos de caca que alguien había dejado sobre la superficie del agua sin dignarse a operar la manija del retrete. No quise imaginarme quién. Seguramente uno de los pirobos seudo intelectuales de la noche anterior. Uno de esos acartonados editores de revistas culturales. El teléfono no paraba de sonar. Me saqué un par de troncos de perico de la nariz y fui a ver si el teléfono era real o si me lo estaba imaginando. Había estado así toda la madrugada y nadie contestaba. Las patas de marihuana pululaban por doquier. Se notaba que había llegado el hijo de B. Era un chirrete de los de alto turmequé. Nunca había marihuana en esa casa, excepto cuando venía el hijo de B.
 
Fui hasta el teléfono que había junto a la biblioteca y contesté:
 
- ¿A la orden?
 
Se trataba del comandante de la policía de la ciudad. Necesitaba hablar con A. Puse el auricular sobre un libro tumbado de William Sumerset M. y fui a tocar la puerta en la habitación de A. Abrió el sicario, semidesnudo.
 
- ¿Cuál es la güebonada tuya? – me dijo – ¿no ves que son las 10 de la madrugada?
 
- Es que hay una llamada para A – dije – Es un señor que dice ser el comandante de la policía. Quiere hablar con ella.
 
De repente, A contestó desde muy atrás de la puerta, a espaldas del sicario:
 
- Dígale a ese man que no joda más. Que no le voy a volver a pasar al teléfono.
 
El sicario se quedó mirándome desde el fondo de su ennegrecido cutis. Tenía tatuajes por todo el pecho. Frases en inglés y cosas así. También tenía una rosa en el antebrazo y una Maria Auxiliadora en el hombro. Yo me devolví hasta la biblioteca y me puse el auricular en la oreja:
 
- Dice la señorita que ahora no puede atenderlo.
 
- Dígale a esa perra hijueputa que ya está advertida.
 
Luego la voz en el teléfono desapareció y yo colgué. El sicario todavía observaba desde la habitación de A.
 
- ¿Qué dijo? – me preguntó.
 
- Nada. Que él llama después. – Le contesté.
 
El sicario se volvió a meter en la pieza y cerró la puerta tras de sí. Yo agarré una pata de bareta que había a un lado del teléfono y me fui a prenderla al balcón mientras me mecía en una de las hamacas. Era fácil encontrar un encendedor en aquella casa. Estuve por un buen rato mirando hacia los edificios del centro de Medellín, pensando en las rudas llamadas que A estaba recibiendo últimamente. Los aviones aterrizaban y despegaban en algún lugar atrás de ese skyline. Puse un poco de mala música portuguesa en una grabadora que había en el balcón.
 
Pensé en esa noche en que A había sido pateada en medio de la calle por un par de sujetos. También me preocupaba un poco que llevábamos varios días sin comer en aquel grupo familiar. A había decidido encerrarse y no volver al bar. Y cuando A no iba al bar, entonces nadie comía en la casa del ritmo. Me acordé entonces que aun quedaba arroz amarillo del sicario. Lo había llevado durante la semana que terminaba, pero yo ya estaba cansado de eso.
 
Iba a ser un largo día. Sabía que B iba a pasar el resto del diciembre con su hijo, así que con ella no podía contar. De A tampoco iba a saber nada, porque se la iba a pasar yéndose para el cementerio a visitar la tumba de Trujo, como lo había hecho en los últimos quince días.
 
El porro empezó a trabajar en mi cabeza y me acomodé mejor en una hamaca y seguí con aquello de la reflexionadera. Si la Universidad de Antioquia estuviera abierta, podría ir allí y gorrearme un poco de comida gratis en la fila que se formaba en la caseta de Conavi. Pensé también en esos amigos periodistas cuyo ego era superior a sus carreras, esos que se comportaban como si se hubieran ganado un Pulitzer sin haberse ganado siquiera un Premio del Círculo de Periodistas de Bogotá, y llegué a la conclusión de que nunca sería como ellos. Entonces me dormí.
 
Cuando desperté, nadie daba señales de vida en aquella casa. Eran las 4 y media de la tarde y todavía todos estaban en sus habitaciones durmiendo a pierna suelta. Fui a la nevera y vi unos últimos restos de coca-cola y un queso sin abrir. Desistí de comer, cerré la nevera y me puse a buscar alguna papeleta de perico que hubiera quedado de la fiesta anterior. En aquellos días la cocaína alimentaba más que la comida y así pasó efectivamente. Encontré un poco de coca sobre un cenicero y me hice un buen par de rayas como desayuno, almuerzo y cena al mismo tiempo. Luego me fui al balcón y me puse a escribir.
 

8.
  A ciencia cierta, nadie en aquella casa hablaba demasiado de cómo había muerto Trujo ni de cuál era el tipo de poesía que hacía. Solamente una vez A había mencionado que lo habían encontrado muy frito en su casa de campo, con sendo ataque al corazón. Tal vez B también me había complementado aquella información, agregando que Trujo se le había pasado dándole al perico o algo así. A mí la verdad todo aquello me tenía sin cuidado, quizá tan poco como a B.
 
Tal vez me preocupaba el estado tan lamentable en el que cada día iba cayendo A. Vaciaba botellas enteras de aguardiente en nombre de Trujo y luego se pasaba noches enteras vomitándolas junto a los kilos de perico que solíamos aspirar. Algo se me encogía el corazón cuando la veía llegar del cementerio, tambaleándose contra las paredes y recitando poemas de Borges, dizque porque era el escritor favorito de Trujo. Tenía que ser alguien muy refinado ese Trujo, pensaba yo. A veces se ponía tan mal A, que yo tenía que salir a media noche en compañía del hijo de B, para buscar una medicina en alguna farmacia. El problema es que fumábamos tanta marihuana con aquel adolescente que casi siempre se nos perdía el camino del retorno a casa.
 
Extraviados en tu propia ciudad.
 
Era como si un tocino se perdiera en la cocina de una salchichonería. Generalmente, para cuando llegábamos, encontrábamos a A en estado catatónico y teníamos que resucitarla con un chute de algo entre sus venas.
 
Mientras me mecía en una de esas hamacas, pensaba en aquellas cosas. ¡Ah! La muerte. Cosa tan misteriosa. De repente sentías que estabas vivo, pero también te dabas cuenta de que también te podías morir. O sea, no estar más. Ni aquí ni en ninguna otra parte del mundo. El refugio definitivo. Si estabas buscando un lugar al cual escaparte, y si estabas cansado de huir a otra ciudad ó a otro país ó a la casa de otra gente, ¡pam! Ahí tenías la muerte. Una conciencia fatal. ¿Y después qué? ¿Había otras oportunidades? ¿Qué tal si uno se arrepentía? ¿Había un ´donde´ para arrepentirse? ¿Un cuando? No. Tal vez era el ´no más´. Qué concepto tan grande y a mí aquella marihuana me estaba poniendo en un planeta poco deseable.
 
Quité el casette de música portuguesa y sintonicé a Radio Reloj. Quería saber la hora. Las 5 y 30 de la tarde y todos seguían durmiendo. 38 muertos en el parte de la policlínica municipal. Pensé que era hora de hacerme otras dos rayas, pero mejor dejé lo que me quedaba para más tarde. Las carreteras estaban atestadas de turistas. Venían tiempos duros. Era fin de año y yo sentía que esa cosa del tiempo me estaba matando. Yo odiaba los diciembres en Colombia. Odiaba los eneros con esa cantidad de puentes. Yo odiaba que fuera lunes porque a alguien se le había ocurrido sentenciar en algún lado que ese día tenía que ser lunes. ¿Por qué? ¿Por qué uno no podía hacer cosas de viernes por la noche un martes por la mañana? ¿Por qué vos no podías hacer determinadas cosas sin importar qué día fuera y especialmente en Colombia?
 
Tal vez las cosas en otros países serían distintas. Tal vez otras ciudades del mundo no serían tan morideros en festivos, como lo era una ciudad colombiana. Tal vez otros países no tenían tantos puentes como los tenía Colombia. Eché una mirada a la calle allá afuera y me volví a tumbar, espantado, en la hamaca. La ciudad aterrorizaba de lo sola. Nada abierto. Cero autos. Cero mujeres bonitas en las calles. Era la última semana de diciembre y todavía me faltaba superar a enero. ¡Qué mal la pasaba yo en aquellas fechas! Bueno, podría escaparme a algún lugar de veraneo y sobrevivir a la tiranía del calendario romano, en medio de una sarta de vallenatos y familias agobiadas por sus propias pequeñas tragedias intrínsecas. Los eneros para mí eran como lugares, no conceptos. Los eneros para mí eran también como los sábados a los cuáles yo veía como parajes donde te trataban mal. Eran como decir ¨la calle Martes con avenida 1984, justo al lado de la salsamentaria septiembre donde siempre te atienden con un aguacero como bienvenida¨. Eso. Como lugares mismos dentro de la ciudad en sí. Así eran las mediciones temporales para mí y aquella marihuana definitivamente estaba haciendo lo suyo.
 
Como a las 6 de la tarde el hijo de B se levantó. Las sombras caían sobre la ciudad y yo seguía en aquella hamaca. Le había empezado a dar al ron. El hijo de B vino hasta el balcón con una pata de marihuana y nos pusimos a hablar. Preguntaba la hora cada 5 minutos. Estaba descontrolado. Venía a Medellín y se ponía a fumar marihuana como un loco.
 
- Oiste, bacana tu novela – me dijo. – Me recuerda el estilo de Andrés Caicedo, algo así como Bukowski, ¿cierto?
 
- Mirá – le dije yo – eso es como si le preguntaras a Cerati que si el estilo de Soda es como el de los Rolling Stones. Seguramente te va a decir que sí, pero también te va a enumerar otros 3 millones de grupos de rock con sus consuetudinarios subgéneros. Lo que pasa es que aquí somos tan montañeros que todo lo que nos parezca beat lo tiramos a comparar exclusivamente con Caicedo o con Bukowski, porque no conocemos más. Pero escritores de este estilo hay por millones a lo largo y ancho de la geografía orbital. Y las diferencias entre uno y otro son tan sutilmente abismales que no podríamos creer la magnitud de nuestra estrechez mental, y no es nada personal con vos.
 
- Yo sé – me dijo el hijo de B. – Te entiendo; yo sé lo que es eso. Me interesan ese tipo de escritores. Me imagino que por su forma de ir al frente la mayoría son norteamericanos, ¿a quién me recomendás para empezar? Me gustó mucho tu novela y me gustaría leer otros libros parecidos.
 
- Mirá, podrías empezar con Kurt Vonnegun en inglés, o con Bret Easton Ellis… hay muchos, demasiados,  por millones, pero esos dos son los que se me ocurren por ahora; más que un sello es un estilo, consulta la historia beat y sus implicaciones, las cuales empezaron como un proyecto político de propaganda gringa, pero que estilísticamente podrían tener sus raíces en los rusos. Los alemanes también le han venido trabajando al asunto. Lee a Benjamin Lebert. Con todo respeto, te digo, en este mundo no todo es vaquitas y caballitos. El hecho de que Colombia se obstine en ser una finca con cajero electrónico, no quiere decir que nos merezcamos estos dirigentes agropecuarios.
 
- Pero tus cortometrajes se desarrollan en zona rural, yo he visto un par y son sobre campesinos.
 
- Tenés razón, pero es una forma de aplicarle la sicología invertida a mis críticos. Sabés que mis cortos tienen un montón de audiencia entre los periodistas de Bogotá y ellos son un poco como la opinión pública de este país, como los niños en las ferias. Para que digan blanco vos tenés que ofrecerles negro. Es un país muy infantil este Colombia. Su periodismo es como un bus de barrio: que prende empujado.
 
- Ah, ya le metiste política a esto - dijo el hijo de B - me voy.
 
Y se fue.
 
Yo me quedé un rato escuchando a Radio Reloj. El locutor hablaba de un taco en la autopista, a la altura de la Estación Poblado. Luego me puse a pensar en la muerte y en el tiempo y a mirar los edificios del centro de la ciudad, los cuales ya habían encendido sus luces.
 
Más tarde vi al hijo de B tumbado frente al televisor, en medio de una nube de humo. Daban cierto documental en el canal de la BBC. Los demás seguían dormidos.
 
9.
  Hacia las 8 de la noche yo seguía tumbado en las hamacas, mientras disfrutaba el olor a pólvora de Medellín. Allá a lo lejos se oían los disparos y los juegos pirotécnicos del populacho. Era un olor que te daba ganas como de morder el aire y aquella ciudad olía a pólvora todo el tiempo. A veces era olor a pólvora revólver y el resto era olor a pólvora chorrillo. Como un olor de ésos, a tierra mojada en un campo después de llover.
 
Sentado allí, yo abría y cerraba la boca, como queriendo morder aquel olor. Qué bien la estaba pasando en aquel balcón. A solas con la ciudad, y con las hamacas, la vida no parecía tan horrible. De todos modos no era tan malo que Medellín estuviera desocupada, efecto vacaciones decembrinas. En cualquier forma yo la pasaba mejor a solas casi siempre. La gente en general me causaba cierto escozor, como un comezón en el culo. La gente como que me contaminaba y enrarecía mis atmósferas y yo lo empezaba a asimilar así aquella noche.
 
A veces había cosas muy obvias que a vos se te pasaban por alto y que de alguna manera era necesario analizar. Todo iba bien en tu vida hasta cuando entrabas en contacto con los demás. Total que no la estaba pasando tan mal. Tenía ron, coca, música, genio y, por el momento, un poco de soledad. Qué más se le podía pedir a la vida.
 
Era extraño. Llevaba como cinco días sin comer y estaba sintiendo unas irrefrenables ganas de cagar. Yo era un cagón muy asiduo. Cagaba hasta tres veces al día así estuviera haciendo curso de fakir. Me incorporé de la hamaca y fui desde el balcón hasta la sala. En la sala me quedé embelesado por un buen puñado de minutos con un canal cristiano que había sintonizado el hijo de B.
 
¡Ah! Los cristianos. La última pincelada que le faltaba a esta triste pintura llamada Colombia. En un país de locos, los cristianos estaban calentando motores para llevarse la copa y bañar con espuma de champaña a los otros locos que competían por un peldaño en la full position; acaso ese pedazo que todos se disputaban en la torta de la fe.
 
Pero los cristianos fanáticos eran más peligrosos que esos otros locos como lo eran la guerrilla y los paramilitares, porque los primeros atacaban directamente a tu software, mientras que los segundos simplemente se metían con el hardware. Era cosa de decidir. De todos los locos que había brotado la tierra, los cristianos eran el colmo de la locura, pues habían posicionado el producto publicitario más viejo y más tonto en la historia de la humanidad, y fuera de eso, consagrarlo como religión.
 
. - Ya está bueno de locos en este país – le dije al hijo de B.
 
 - … pare de sufrir… – dijo la tele.
 
 - Esto de las iglesias cristianas ya es la tapa de la olla – dijo el hijo de B-
 
 - Un golpe mediático de dos mil años y ese logotipo de un señor en la cruz sigue intacto. – Dije.
 
Con todo aquello, yo sentía que las ganas de cagar se me intensificaban. Me fui disparado hacia el baño y allí me percaté de que no había papel higiénico. Volví a la sala frunciendo el culo para no cagarme y estuve buscando algo con que limpiarme. Fui hasta la cocina y no encontré nada. Volví a la sala y vi algunos ejemplares de El Malpensante y de SOHO sobre una mesa de té. También había un cerro de periódicos locales, pero me decidí por limpiarme el culo con los ejemplares de El Malpensante. Quise respetar un poco el hecho de que SOHO tuviera un columnista como Eduardo Arias, pero de todas formas no lo descarté del todo. Si yo seguía cagando, como lo había hecho en los últimos días, ya vendría la hora de limpiarme el culo también con las revistas de SOHO. Primero había que dar cuenta de todos los números de El Malpensante. Era una cosa que se merecían bastante los intelectuales de este país. Que todo el mundo se limpiara el culo con sus viejas-nuevas-desviaciones-pequeño-burguesas.
 
En efecto la cagada fue abundante. Mejor dicho, cagada de periquero. Pero tuve miedo de que se me infectara el culo por haberme limpiado con aquellos ladrilludos artículos de El Malpensante, llenos de ladilla. Tendría que pensar en limpiarme una próxima vez con algo más amable como la revista Fucsia, por ejemplo. Si bien hacían su trabajo profesionalmente, también era una revista muy kiut, que serviría para limpiarse el culo suavemente. Tal vez podría tener un papel un poco más tierno para limpiarme los delicados vellos en esa parte del cuerpo humano.
 
Después de cagar, tuve la galantería de activar la perilla del retrete y dejar todo limpio. Incluso había librado cortésmente al mundo de una página menos de pedantería intelectual. Volví a la sala y noté que el predicador de la tele estaba hablando de Led Zeppelin y tenía un disco de ellos en la mano y decía que eran diabólicos y que le podrían hacer mucho daño a nuestros jóvenes y que los jóvenes eran el futuro de la nación. Luego agarraba el disco y lo partía a martillazos sobre una mesa y su público ovacionaba.
 
Yo me fui de nuevo al balcón y me puse a meditar seriamente en las palabras del predicador cristiano. Estuve un rato mirando hacia las calles vacías y hacia los cables de la luz y luego me tumbé en una de las hamacas. Pensé que tal vez el predicador tenía razón y que tal vez era hora de cancelar mi suscripción al ejército de salvadores del rock and roll. No volvería a escuchar a Led Zeppelin jamás. Me preguntaba si algo como Everthing But The Girl también tendría mensajes subliminales.
 
Estaba en medio de aquellas meditaciones, cuando apareció el sicario, proveniente de la habitación de A. Estaba ahí, parado en el centro del balcón. Como un fantasma. Se puso a balancearme la hamaca y a hablarme chorradas y lo hacía por joder. Era uno de esos tipos que le gustaba provocar a los demás. Yo me empeñé en no dejarme sacar de quicio. Le ofrecí una raya de perico y estuvimos aspirando coca por un buen rato.
 
. - Esta noche tengo ganas de matar un blanquito – me dijo.
 
Le pregunté que quería decir con eso. Me dijo que era un proyecto que venía cuajando desde hacía tiempos, desde sus días en las cárceles de Estados Unidos, pero que se le había acentuado aquí. Había pasado por precintos de cinco estados diferentes en USA y desde entonces se le había sembrado la idea de matar un blanco. Era todo un canero. Yo le dije que en Colombia no había blancos, que todos éramos mestizos o zambos o mulatos o negros, pero que la raza aria era impensable acá. El sicario me dijo que yo tendría que saber a lo que se él refería, que si no había pasado por uno de eso trances donde te rechazaban en las discotecas por negro. Le dije que no. Que no iba a discotecas. Que iba a bares. Él me dijo que le había pasado varias veces en varias ciudades del país y que era hora de tomar venganza. Le pregunté cómo pensaba matar al blanquito y me dijo que torturándolo primero y masacrándolo después. Yo le hice caso omiso a sus palabras y nos quedamos un rato meciéndonos en las hamacas, hasta que A y B aparecieron somnolientas en el balcón y empezamos a brindar de nuevo y a hacernos otras rayas de cocaína.
 



10.
   Pasaban las horas de aquella noche buena y los minutos se destilaban como gotas de agua en un parabrisas; escurriéndose en la metalúrgica invisible de los brindis, trepidando en las paredes del tedio mezclado con noche, soledad, melancolía, balas y cocaína.
 
De un momento a otro, habían empezado a salir personajes de la habitación de A y se habían empezado a instalar con nosotros en el balcón. Todos esperaban su turno en las hamacas, pero el sicario y yo estábamos tan instalados, que era difícil que fueran a lograr un puesto para mecerse en la artesanía criolla. Se trataba de un substrato de la fiesta de la noche anterior y yo no entendía cómo podrían haber dormido 7 personas en una misma habitación.
 
A y B buscaron su lugar en cada una de las hamacas y lo encontraron efectivamente sin que nosotros tuviéramos que perder nuestras privilegiadas posiciones. A eso de la media noche todos le cascábamos a las últimas 18 gotas de ron. El pérez también empezaba a escasear. A se había estado burlando toda la noche del sicario, pero cuando llegó la hora de pedirle que fuera por provisiones, se puso muy seria. A siempre se burlaba mucho del sicario. Se metían en su habitación, a hacer el amor, y luego salían a los espacios públicos de la casa para que A se burlara de su forma de vestir, o de hablar, o de amedrentar a la gente con sus armas y con sus historias. A veces también mencionaba su torpeza en la cama y las idioteces que decía mientras trataba de dar lo mejor de sí.
 
Aquella noche, A la había cogido por el lado del arroz amarillo. Resulta que el sicario se había aparecido con una paila de arroz durante la semana, preparado por él mismo. Era un arroz muy triste. Un arroz amarillo como de pobre. No un arroz amarillo hecho con clase, sino un arroz amarillo condimentado con azafrán y muy grasiento. No sabría cómo describir aquel arroz. Pero era un arroz muy deprimente y tenía un par de patas de pollo también y una pechuga. Era un arroz en todo caso que le quitaba varios puntos de categoría a cualquiera que se lo comiera. Allá estaba ese arroz. Casi intacto en algún lugar de la nevera y A se estaban burlando de él. El sicario lo había llevado porque A había hecho un chiste diciendo que en aquella casa ya no teníamos qué comer. Entonces el sicario se había tomado muy en serio aquel chiste y se había aparecido con aquella tonelada de arroz, preparada en una paila muy quemada y la paila envuelta en una chuspa del Éxito.
 
Nadie había querido rebajarse probando de aquel arroz, aunque aquella noche yo saqué arrojos, hice de tripas corazón y me fui al fridge a comer un poco del alimento. Lo hice porque ya me estaba dando lástima con el sicario, que nos riéramos toda la noche a costa de él; pero cuando éste me vio comiendo de aquella masa húmeda, empezó también a burlarse de mí. Me dijo: yo pensé que nadie iba a ser tan cochino como para comerse ese hijueputa masato.
 
La risa fue general. Yo me sentía como un culo. El sicario mismo fue hasta donde yo estaba jartando y me arrebató el plato donde comía y lo echó a la basura. Dijo que iba a ir a la Lonchería Maracaibo a comprar comida y mucho aguardiente. Yo le dije que podía hacer su pedido a domicilio y así lo hizo. Agarró el teléfono, hizo un par de llamadas y, hacia la una de la mañana, estábamos aspirando polvo blanco como cucarachas de panadería.
 
Tal parecía que mi relación con el sicario se estaba estabilizando. Atrás había quedado el sinsabor de la noche anterior, cuando B le había ofrecido 100 mil pesos para que me pegara un tiro. B hacía mucho aquellas cosas. Una vez le montó un ganso ciego a un ex novio que se encontró en la calle y el ex novio tuvo que dormir en la cárcel. Había venido la policía y B les había dicho falsamente que el ex novio le había pegado y los policías habían tragado entero, entre otras cosas, porque el ex novio estaba borracho y B se había aprovechado de eso. B era una de esas mujeres a las que vos, como amante, no les podías dar la espalda. Una de esas mujeres que te enterraba el cuchillo en el momento menos pensado, sobre todo cuando pudiera escudarse en la presencia de otros, para que el crimen se perdiera entre la multitud. También tenía B una relación bastante rara con la figura paterna.
 
En el caso mío con el sicario, B ni siquiera había tenido que pagar. El sicario le preguntó por qué lloraba y B le había contestado que yo la había dejado sola en una fiesta, lo cual era verdad. Bueno, no demasiado. La había dejado con un montón de intelectualoides que nunca podía soportarme y, según cuentas, grandes amigos de ella, de toda la vida. Un montón de esnobs. Ella era de ese tipo. Le gustaba alardear de tener amigos muy sobresalientes. Era una de esas almas que abundan en las ciudades y que viven del referente. Chafarderas y fanfarronas. Una de esas mujeres que no valoran a la gente por lo que son, sino por a quien conocen y por lo que han logrado. Mejor dicho, B era una mujer muy hecha para la sociedad.
 
Total, había hecho que una noche el sicario sacara su arma y me la pusiera en la cabeza, porque según él, a las mujeres no se les dejaba abandonadas en una fiesta y mucho menos que volvieran solas a casa, en una ciudad como aquellas y a altas horas de la madrugada. Aquella era una forma muy común de resolver los problemas.
 
11.
  A eso de las 5 de la mañana empezaba a clarear un poco y los más débiles habían sucumbido al power de la fiesta rápida. Unos habían sido tumbados por el ron en los muebles de la sala y otros habían buscado las camas de las piezas. El hijo de B dormía frente al televisor encendido, rodeado de patas de marihuana, y no faltaba quien hubiera pedido un taxi y se hubiera deslizado por esa escalera de incendios que son los adioses de los ebrios.
 
En History Channel pasaban uno de esos documentales de alguna de las guerras mundiales con muchos buques y aviones y soldados alemanes en blanco y negro. Fui hasta el control remoto y puse al televisor al mismo nivel de la noche. En off.
 
De regreso a las hamacas del balcón, con la noche en off, me percaté de que A permanecía despierta, cambiándole el agua a un florero. Estaba en la cocina. Me quedé observándola desde el balcón por varios minutos y después me acerqué hasta la nevera y saqué unos restos de aguardiente que reposaban entre una lata de leche condensada y un paquete de queso parmesano. A hizo un chasquido con la lengua y vi que rabiaba con unas flores marchitas. Luego la vi tirando las flores al tarro de la basura.
 
 - ¿Sabías que estamos en navidad? – Me dijo.
 
 - Claro – le dije. – Y hasta el momento, que yo sepa, ningún papá Noel nos ha dado ningún regalo.
 
 - ¿Cuál es ese regalo que siempre has querido y que no te han regalado todavía?
 
 - Unos binoculares – le dije - ¿A quién mierdas le da por meter el guaro a la nevera? Odio el aguardiente helado.
 
- Quizás debamos a ir a buscar esos binoculares – me dijo A – en algún lado de la ciudad debe haber una tienda abierta donde nos vendan unos binoculares.
 
 - No lo sé – dije. – No estoy seguro que podamos encontrar unos binoculares, pero sí estoy seguro de que al menos unas flores podamos comprar en alguna plaza de mercado. Este florero no se puede quedar sin habitantes este nuevo día.
 
Y entonces salimos. Ambos, A y yo, sabíamos que íbamos era en busca de más provisiones para nuestra fiesta personal, la cual no había terminado y que tampoco queríamos dejar que se terminara. Nos pusimos par lentes de sol y caminamos por las avenidas desiertas de aquella ciudad.
 
Vimos los últimos borrachines que volvían desorientados a un hogar que probablemente estaban perdiendo o que iban a perder. También nos encontramos con esos tipos que se ponían una suerte de máscaras del holocausto y que iban por las calles aspirando papeles a través de un equipo que cargaban a sus espaldas y del cual salía una especie de manguera que hacía mucho ruido. También tenían unos chalecos de una compañía que no alcancé a leer. Trabajaban por parejas y en cada vía importante los veías, junto a otros carros que tiraban agua desde sus llantas para acabar de limpiar la ciudad. A su alrededor se levantaba una polvoreada de fin del mundo y los poquísimos transeúntes del amanecer les sacaban el cuerpo.
 
A y yo estábamos rotos, deshechos. De vez en cuando escuchábamos una música parrandera que aun se escapaba de algún edificio residencial. Sentíamos los efectos del existir, todos juntos, comprimidos en un archivo de Mp3 a la hora de la salida del sol. Era ese punto de la rumba en que ninguna sustancia te produce algún efecto, entonces, si no te podés dormir, estás jodido.
 
En una esquina del barrio Boston, A alcanzaría a divisar a una amiga mutua, que venía con un sujeto,  pero, cuando quiso evitarla, era demasiado tarde. Habían hecho contacto visual.
 
- ¡Cristo! – dijo cuando nuestra amiga se acercaba– No vas a mencionar que vimos su entrevista ayer en Teleantioquia. Salió fatal y me parecen horribles sus documentales y no quiero ser hipócrita. Así que no le pongamos el tema.
 
- Kiubo, ¿qué más?- dijo G.
 
- ¡Hola! – dijo A.
 
Juntaron sus mejillas como haciendo que se saludaban de beso. G tenía unos Lois, los jeanes más escasos del mercado, y una chaqueta marca Tennis; tenía cierto aspecto a lesbiana enojada de los años 60's. Su acompañante, por su parte, venía de saco y corbata y difícilmente podía modular palabra. Las mujeres nos presentaron entre sí y nos dimos la mano débilmente. De borracho a amanecido.
 
- He ido por el bar toda esta semana y no te he encontrado – dijo A.
 
- Ah, sí, he estado un poco indispuesta, pero sí me han dicho que te has pasado por allá.
 
- ¿Viste mi entrevista en Teleantioquia?
 
- No, no la vi, no pude, ¿vos la viste? – me pregunta A a mí.
 
- No, tampoco; ¿será que no la repiten? – dije.
 
- ¡Ay! Ojalá, porque la verdad, yo tampoco me vi a mí misma, me puse dizque a tomarme unas cervecitas antes del programa y terminé emborrachándome. No me acuerdo de nada.
 
- Ah, seguro que sí lo repiten. Esos programas los repiten mucho – dije yo.
 
- Sí, seguro que sí lo van a repetir, para que te podás ver – dijo A.
 
- ¿De verdad? – dijo G, esperanzada.
 
- Seguro – dije – eso dalo por descontado.
 
Luego sigue una sarta de formalidades y pretextos y mentirillas sobre la fiesta en curso y cada uno seguimos nuestro camino. Al llegar a la plaza de mercado, A me pregunta:
 
- ¿Qué pensás mirar con tus binoculares?
 
- No sé – le dije – las montañas de esta ciudad, quizás. Los colores de las casas. Las puertas, las ventanas, los techos tal vez. Los colores de las plantas. No hay mucho donde mirar y hay mucho al mismo tiempo.
 
En Maracaibo giramos por ahí, un poco embalados la verdad. No había nadie. Era esa fase donde el perico te pone a chasquear los dientes y tu mandíbula parece un cascabel, pero lo sabíamos manejar. Ya estábamos demasiado curtidos en amaneceres. El viento helado de la mañana nos hacía caminar en silencio. No necesitamos comentar nada ante la ausencia de movimiento en Maracaibo. Era un día de descanso para quienes escamaban el pescado y los pescadores se habían emborrachado y los peces se habían tomado la nave.
 
Bajamos hasta Caracas y allí compramos otro poco de comida. Quisimos que aquel fuera un puerto y entramos a beber un par de copas frente al océano. Había mar de leva. Las olas ariscas. Mujeres en éxtasis, esperando melancólicas por sus marineros. Bandoneones sonando a través de los parlantes. Bailamos un par de piezas y luego fuimos a la plaza Minorista, donde compramos flores para el florero de A. Era azul, recuerdo. Con motivos japoneses y una figura achatada. Le cabían muchas flores a aquel florero.
 
Una vez de vuelta a la casa, yo me volví a tumbar en las hamacas mientras A acicalaba sus flores en unas nuevas aguas. Habíamos encontrado un par de binoculares al fondo de su closet y yo me había puesto a mirar las montañas detrás de los edificios. Luego vi salir a una mujer de su casa y la seguí con mis dos círculos negros. La ciudad empezaba a nacer. Me pregunté por qué yo estaba haciendo todo aquello. Por qué estaba allí con toda aquella gente y no en otro lugar.
 
Miré a A, a la distancia, y reparé en su cuerpo. Estaba buena. Aún seguía en lo de sus flores. Dejé los binoculares a un lado y me le acerqué y empecé a acercar mi aliento en su cuello y me quedé un rato allí y, como no pasaba nada, seguí acercándome. Metí mi mano entre su camiseta esqueleto y busqué sus tetas. Pensé que todo esto pasa cuando llegas a cierto nivel de conciencia. Cuando decides hacer del dolor tu amigo y te relajas frente a ti mismo y frente a la brevedad de la existencia. Cien años no eran nada.
 
Ella se retractó un poco y acomodó su culo para que yo la masajeara con mi mano sobrante. La traje hacia mi paquete y empecé a estrujar circularmente. Besé su cabello.
 
Tal vez sabíamos que algún día nos íbamos a morir. ¿Qué somos ante los miles de años que vienen por delante? ¿Qué éramos ante todos ésos miles de héroes del History Channel?
 
Tal vez, cuando vos te ponías a pensar sobre lo inferior que eras, podías animarte a hacer cualquier cosa.
 
12.
Luego de aquel diciembre, todos volvimos de alguna manera al tiempo real: al tiempo de los hombres, y dejamos atrás un poco el tiempo surrealista, el de los espíritus meciéndose sobre una hamaca. Por mi parte me conseguí un trabajo como profesor de cátedra y decidí dejar de lado el asunto de las letras: qué mal la había estado pasando con mi cambio de estilo. Trataba de escribir historias urbanas, pero algo dentro de mí se descomponía cada vez que mencionaba la palabra ¨ciudad¨.
 
Yo era un escritor del campo y mi piloto automático definitivamente lo entendía así. Cada vez que cogía el lápiz, mis manos se negaban a trabajar. Me pareció tonto, de todos modos, que para ganar aceptación en algún círculo intelectual, tuviera que abandonar mis historias rurales. Así que me dediqué a hacer las cosas que hacían las personas normales. No los escritores ni los artistas. Sino la gente que tiene un trabajo normal. Sabrá entender el lector exactamente a lo que me refiero. Y sabrá el lector también que no es fácil dejar de lado aquello con lo te identificas para dedicarte a algo que te tiene sin cuidado o que no te satisface del todo, y que esto de la identidad es bastante complejo, y que hay gente que pasa de largo por la vida sin identificarse con nada o creyendo que se identifican con algo, cuando todo lo que hacen es fingir inconscientemente.
 
Bueno, ese no era mi caso, pero tal parece que iba siendo hora de volver a fingir.
 
Total, para el mes de febrero, yo desayunaba por la mañana, almorzaba al mediodía y comía algo liviano por la noche. A veces me tomaba un par de copas antes de ir a la cama y me levantaba todos los días con la luz del sol e iba al trabajo como los demás: en horas diurnas. También me había ido a vivir a casa de mi madre y los fines de semana escasamente los había destinado para la rumba y tal vez para un par de rayas de perico.
 
Era como si quisiera olvidar de una vez por todas esos desafortunados hechos del fin de año. Todo eso que pasó cuando todos dormían y cuando A y yo estábamos culiando en la cocina a las 6 de la mañana y cuando el sicario se apareció por la puerta con sendo revólver en una mano y con una botella de pegante para zapatos en la otra. Había empezado a señalar en nuestra dirección con los ojos desorbitados y no era para menos, (había pensado yo), alguien le tenía un dedo en el culo a una de su harén y no era precisamente él. Nos había descubierto, a A con las tetas afuera, y a mí con los pantalones abajo.
 
Qué divertido y qué simple se veía todo ahora, en febrero. Casi como risible. Aunque en el momento de los hechos era más complicada la vaina.
 
Aquí fue, me dije yo, llegó el momento de mi fin. Me le había metido en al ámbito sexual a un típico macho latinoamericano que cargaba todo el día un revólver en el cinto. Eso era peor que ganarle al Nacional en su propio patio y ser pillado en la tribuna con la barra brava del Medellín. Un peligro máximo, una muerte casi inminente. Era como disfrazarse de militar y hacerle una sátira al Ejército Nacional por televisión.
 
Empezaron a volar tiros por toda la cocina. Y lo más misterioso es que no iban dirigidos a nosotros. El sicario le había empezado a disparar a alguien que se encontraba detrás de nosotros, pero que nosotros no veíamos. Era alguien que a todas luces sólo veía el sicario en medio de su viaje de pegante; alguien a quien llamaba por su propio nombre.
 
- Gonna kill you, io, mother fucker white ass! – Gritaba.
 
- Tranquilo, tranquilo – le decía yo – ya no estás en Estados Unidos; estamos en Colombia y en Colombia no hay racismo. Nadie te va a discriminar aquí.
 
- Está alucinando – me decía A, mientras se vestía. – Está engalochado; no sabe que estamos aquí.
 
- Sí, ya me di cuenta de eso – le dije, subiéndome los pantalones.
 
Para cuando A y yo logramos salir de nuestro espasmo, y vestirnos, ya toda la gente se había levantado y habían llenado la cocina tratando de sacar de su alucine al sicario. Todos gritaban, unos informaban que el sicario nos había pescado cometiendo fornicación y otros, más enterados, se esmeraban tratando de despertarlo.
 
El sicario le seguía disparando a alguien que nadie veía y había como veinticinco personas en esa casa tratando de parar a un pobre tipo sumergido en las aguas turbulentas de la esquizofrenia crónica. A ciencia cierta, yo lo que me preguntaba era dónde se había acomodado tanta gente durante el proceso de pernoctación. Un poco me preocupaban también mis compulsiones sexuales bajo los efectos extremos de la cocaína. Había dañado un bello romance platónico en la era del herpes.
 
Al final, un disparo había rebotado en una lata de atún Van Camps y había ido a dar al estómago de uno de tantos metrosexuales que visitaban nuestra casa.
 
El resto de la tragedia era fácil de imaginar: taxis que no te quieren llevar porque les ensuciás la cojinería, sirenas de ambulancias, hospitales donde no te atienden si no tenés seguridad social y cosas así.
 
Era bueno que ya fuera febrero y que ya todo hubiera quedado atrás y que enero también se hubiera ido con sus soles crueles y sus terminales de transporte y sus carreteras abarrotadas por turistas insolados y tragos a las 9 de la mañana, y también con aquel paseo que habíamos hecho B y yo a la finca de mi padre, cuando éste me había recibido en la puerta con un furioso puñetazo en el mentón, después de muchos años de no vernos.
 
 
 

13.
Era el tiempo normal, el tiempo de los hombres, y allí las cosas se veían bastante mal. Bueno, no estábamos hablando exactamente de un país al derecho. Estábamos hablando de un país al revés, un país siempre patas arriba; un país lleno de pobreza extrema, violencia endémica, pandémica y epidémica. Hambre, desigualdad, corrupción, pasividad de la sociedad civil y terror en las caras de las gentes. Si querías encontrar un país que estuviera a la altura de los peores del mundo, como Somalia y Mozambique, sólo tenías que echar un vistazo en alguna esquina de una calle colombiana.
 
¿Dónde me había metido yo que no veía todo esto?
 
Sólo era cuestión de parar el oído en una conversación cualquiera y allí estaba: la violencia más recalcitrante, el desamor más absoluto, porque la guerra era una cosa que iba más allá de los guerrilleros y paramilitares; la guerra era una interfase que empezaba en las bocas de los colombianos de bien, en los comedores mismos de las casas cuando alguien decía dos o tres frases de odio. Entonces, aquella guerra bajaba por las piernas; se trepaba por las paredes, se escurría bajo las puertas y se extendía por las aceras hasta los campos y los cielos, bañándolos de sangre como en pocas guerras vividas por la humanidad. La guerra colombiana, pues, era una peste tanto de labios como de lengua y balas. Ese era el verdadero paramilitarismo y lo llevábamos milenariamente en nuestra cultura. De ese modo el paramilitarismo no era una contestación a la guerrilla. La guerrilla era un fenómeno surgido en contraposición al paramilitarismo estructural de los corazones colombianos. Ovbiamente primero la gallina que el huevo.
 
De repente, había empezado a percatarme de un montón de gentes que normalmente se tornaban invisibles. Muchedumbres durmiendo en las calles; legiones pidiendo en las esquinas y curas en el púlpito. En lo personal, creí que mi Dios me estaba castigando por haber cometido fornicación con A. Todo aquello que veía no podía ser cierto. Mi Dios me estaba gastando una broma demasiado pesada. ¿Por qué de un momento a otro estaba empezando a ver cosas que nunca había visto antes? ¿Quizá habían estado allí antes y yo no quería verlas por estar tan imbuido en otros temas?
 
De alguna manera por eso había decidido dejar el tiempo irreal de los insomnes y volver al tiempo de Mi Dios y conseguirme un trabajo. Mi Dios era grande; Mi Dios no podía dejarme caer y me protegería de caer otra vez en las garras de mis impulsos. Era hora de auto infligirme, entonces, una buena dosis en la terapia de seguridad democrática. Darme unos cuantos latigazos.
 
Al subir otra vez por Maracas, totalmente sobrio, me encontraría con el sicario, o con A o con B; así que aquella mañana, rumbo a mi trabajo como profesor, decidí cambiar de ruta. Bajé por Bolívar y subí por la Primera de mayo, la cual más arriba se convertía en La Playa.
 
Sin Embargo allí estaba. El sicario frente a mis narices, en pleno pasaje de La Bastilla con La Primera. Me preguntó por qué andaba tan perdido. Yo le dije: Porque, oye, joven, dos cosas son lo primero para los hombres: la diosa Démeter, que es Tierra, llámala como quieras, la que cría en seco a los mortales, y el que vino para lo contrario, el hijo de Sémele, que inventó la húmeda bebida del racimo y la trajo a los hombres, el que libra a los míseros mortales de pena cuando se llenan de jugo de la viña, y el sueño y el olvido de los males cotidianos da, y no hay otro remedio de los males.
 
Al fin de cuentas, me había enterado de una vez por todas que aquello del cine no era más que un pretexto. No sabía exactamente un pretexto de qué, pero así lo estaba sintiendo y así trataba de hacérselo entender al sicario y así sucedería con cualquiera de las demás cosas que intentara emprender. Un pretexto. Un largo y farragoso pretexto, como la vida, como una carretera que llegara a la selva del Guaviare.
 
Pero el sicario no se daba por enterado. Era uno de esos sujetos que la exhibición descarnada de su ego lo salvaba del desasosiego. Hablar de sí mismo en demasía, y en muy buenos términos, siempre parecía taparle algún vacío; como esos defectos de fábrica que uno podría subsanar sin necesidad de devolver el juguete a la compañía.
 
El sicario, entonces, empezó a hablar otra vez de sí mismo; de lo fantástico que era y de todo lo que lo admiraban quienes lo conocían y se lo encontraban por la calle. Eso era muy común en Colombia. La gente que tenía un terrible problema de inseguridad y autoestima usaba cualquier medio y aprovechaba cualquier oportunidad para hacerse propaganda de lo buena gente y talentosos que eran. Evidentemente, yo no era uno de ellos. Pero conocí mucha gente así. Entre los que recuerdo había un poeta que iba en franca decadencia y se la pasaba enumerando sus logros como si ello fuera a salvarlo de su inminente vejez. También conocí otro tipo que usaba su acceso a los medios para pregonar que quería mucho a su madre y a su patria y que lo demostraba mandando dinero desde los Estados Unidos de América, como si la publicidad que le había funcionado a Juanes también le funcionara a los escritores.
 
 Me pregunto, ¿si quería tanto a su madre y a su patria por qué se empeñaba a vivir tan lejos de ellas?
 
Definitivamente con ese tipo de técnicas publicitarias nunca íbamos a ser líderes económicos en este país. Era como esas cadenas de almacenes donde nunca le encontrabas una etiqueta adecuada a los productos.
 
El sicario me dijo que la alcaldía lo había contratado como líder comunitario en el barrio Antioquia y que también había conseguido un puesto de profesor de inglés en el Centro Colombo Americano. Vaya paradojas. Hasta un sicario podía conseguirse un puesto con oficina muy bien amoblada en Colombia y nosotros, los profesores de cátedra, los genios dilapidados, teníamos que calificar los exámenes en los parques. El tipo le había metido un tiro a un metrosexual en pleno 25 de diciembre y el estado lo premiaba con un puesto burocrático dos meses después, en vez de meterlo a la cárcel.
 
Bueno, estábamos en Colombia y era el tiempo normal, el tiempo de los hombres y no de los espíritus. Esas cosas solían suceder.
 
No mencioné el tema. El sicario siguió hablando. Cuando se cansó de sí mismo, empezó a hablar de los demás. Me contó que A había vuelto al bar y que de vez en cuando aun recibía aquellas extrañas llamadas. De B me dijo que se había ido a andar por la selva y que su hijo había vuelto a Manizales. Así era A, le gustaba el campo y esas cosas.
 
- ¿Te apetece un pase? – me preguntó el sicario.
 
- No, gracias – le contesté – I´m clean.
 
- Eso es inglés callejero – me contestó – tienes que aprender buen inglés, inglés decente.
 
Y empezó a recitar unas cosas en jerga que más bien parecían una canción de Eminem reversionada en labios de Axl Rose. La gente lo miraba al pasar. Creían que era uno de esos espontáneos que se paraban a tragar fuego en los semáforos mientras gritaban ¨vean, vean, esta es la televisión de los pobres¨. Incluso, algunos alcanzaron a ofrecerle algunas monedas. Otro quiso llevarlo a una iglesia cristiana para sacarle el demonio, pero les dije que sólo estaba hablando en slang de cárcel gringa; que él había estado por allá; que había acabado de venir; que le hicieran caso omiso, que hicieran de cuenta que era uno esos presidentes que se ponían a alardear por televisión de lo buenas que habían sido sus gestiones. Cosa de tan mal gusto, ¡Carajo!
 
14.
El cheque de la universidad tardó en llegar. Pasaron algo así como dos meses y yo había tenido que sobrevivir prestando plata entre familiares y amigos. Mientras tanto me la pasaba en los graneros y en los billares cambiando ilegalidad por legalidad, verdades marginales por verdades oficiales. O sea, reemplazando el perico por licor. Una droga mala por otra peor. Emborrachando la rutina, que era lo que nos estaba fregando a todos por aquellos días. O sea, el tiempo, la monotonía. El aburrimiento en general. El vacío de repetirse en cada conversación. La simpleza de una existencia que podía tener más de fondo que de ancho. Entrar a Almacenes Éxito y salir de Unicentro. Entre la estación Poblado del metro y el Canal Caracol. Trayectos y esquemas. La dosis diaria de Vitamina PSQ. O sea: Puro Statu Quo. Es decir todas esas cosas que te podían aliviar el desasosiego, de tu incapacidad para amar a alguien. O sea. Hablamos del terror más apremiante por aquella época.
 
Total, para cuando recibí ese equivalente a tres miserables salarios mínimos, ya los debía todos. Pero no me importó demasiado, pues con el sicario había montado una alternativa de negocio. Se trataba de una iglesia a las afueras de la ciudad.
 
 ¿Y entonces qué querían que hiciera?
 
Yo no tenía una familia por la cual responder, pero tampoco podía cruzarme de brazos, a esperar que el oficio del cine en Colombia te asegurara una vejez o que en la universidad mis contactos se compadecieran de mí y abrieran una convocatoria en el cuerpo docente de planta, después de cuatro años como free lance, para que yo tramposamente terminara quedándome con el puesto, y defendiéndolo furiosamente con garras y dientes. No.
 
No estaba dispuesto a esperar tanto ni a pagar tan caro con la moneda de las intrigas. Además, sinceramente, me sentía un farsante. ¿Qué tal? Yo dizque dando clases en una universidad y sin haberme ganado ni siquiera el India Catalina. Mi máxima ambición, dicho sea de paso.
 
Todo lo que hacía era enseñar cómo se hacían los hijos en Foto Japón y luego irme a beber con los alumnos.
 
 Tenías que ser muy desfachatado en esta vida para creerte con el privilegio de enseñarle algo a alguien. Empezando por eso. El único que lo había podido hacer era mi Diosito y éste ya había tomado el avión de regreso hace muchos años, llevándose las varas de pescar que nunca aprendimos a usar.
 
Del cine mejor ni hablemos. Así eran las cosas en este país. Te tirabas un pedo a través de cualquier pinche canal regional y ya dizque salías a sentar cátedra.
 
Total, como dicen los chapetones, así nos iba. De esa dimensión era nuestra televisión nacional y nuestro cine. De la misma talla mía como profesor. Así, si vos querías estudiar audiovisuales en Colombia, estabas jodido. ¿A quién le ibas a aprender? ¿A Victor Gaviria? ¿A Claudia Gurizati? ¿A Café, Aroma de Mujer? Por favor. Definitivamente, la calidad de una industria se medía inversamente por la proporción de profesores que hubiera en las universidades, enseñándola y no trabajándola. Y en ese sentido estábamos fregados, porque todos los videastas en Colombia estaban en los salones de clase y no en los estudios de grabación ni en las salas de edición.
 
Recuerdo aquellas mañanas. Me levantaba muy temprano extrañando las líneas de cocaína. Era difícil poner en marcha tu carrocería con un café Sello Rojo como combustible, cuando lo que siempre te había hecho poner eléctrico era el pérez de Maracaibo. Pero mi Diosito era grande. Y él estaba conmigo en esto. Por él había dejado yo las drogas y por él iba yo a dejar de beber también.
 
Iba a clases y tenía que lidiar con un montón de zombies con la cabeza llena de humo. Todos no hacían sino preguntarme por mi libro; que cómo era eso de escribir una novela; que si era muy difícil; que les hablara de la trama; que cómo se me había ocurrido el argumento; que si era verdad el rumor que había por ahí: que si en realidad yo había matado a mi padre. Yo les contestaba que nada de libros. Que no se podía llamar novela a una simple publicación de Internet.
 
 Ellos, claro, me tomaban por pedante, por falso modesto escritorzuelo emergente, pues lo de mi novela ahora estaba en las calles. En correos electrónicos y en hojitas mal impresas muy estilo Hewlet-Packard-LaserJet-de-la-edad-de-piedra. Por mucho que no me gustara, la verdad es que todos mis alumnos se la pasaban rotándose fotocopias de mis escritos y sabían que ellos tenían cierta resonancia a nivel amigos, y no eran pocos. Eran muchos en aquel pañuelo Kleenex llamado Medellín y me rebotaban sus retroalimentaciones de múltiples formas, sobre todo por canales bastante under.
 
Cuando no tenían nada de humo en la cabeza, mis estudiantes salían del aula sin pedir permiso y volvían 15 minutos después a volar en las bancas de atrás. Mis alumnos nunca leían nada, excepto basura. Poesía rock y esas cosas. Ustedes saben: todos esos perniciosos autores beatnik que ahora se estaban poniendo tan de moda. Nunca pude entender qué clase de generación era aquella, la cual quería hacer televisión, pero que no le gustaba leer los clásicos. Cada comienzo de clase empezaba preguntándoles por algo que hubieran leído, cuyo autor estuviera muerto, y todos hacían silencio. Luego pasaba a decirles que quien no se estuviera leyendo un libro del siglo 19 podía retirarse de clase sin ningún hard felling, y el 99 % por ciento abandonaba el aula. Ésos iban a ser dizque los futuros realizadores del futuro. De ese tamaño era también la universidad donde yo enseñaba. (Nada desconocida tampoco).
 
Pero a la larga tenían razón; ¿quién necesita leer mucho para salir a trabajar en televisión? De qué servía saber que el gran primer montaje experimental del cine fue una novela de Dickens, si lo que ibas a hacer en el medio televisivo era radio con imágenes.
 
Una vez le alcé la voz a un estudiante que no paraba de reírse en medio de una película y fue a ponerle la queja al jefe de facultad. Hicimos una reunión y arreglamos las cosas. No faltaron sino los acudientes en aquella ocasión tan personalizada. Dos días después el estudiante me estaba amenazando con un cuchillo en el parqueadero de Educación Física. Logré despojarlo del arma blanca y nos enfrascamos en una gloriosa pelea a puño limpio. Luego vinieron otros estudiantes de su bando y terminaron por meterme una cascada de padre y señor mío. Cuando volví a casa, mi madre no me dejó pasar de la puerta, porque le iba a manchar el piso con sangre. Estaba en todo su derecho. Ella se esmeraba mucho en que su limpio piso estuviera reluciente. Usaba Ajax todos los días, con aroma a limón.
 
Y ese fue el comienzo de mi fin como profesor. Lo que siguió después fue todo un proceso de reclutamiento de feligreses para la iglesia que ya habíamos empezado a diseñar con mi amigo el sicario. Habíamos quedado en que yo trataba de captar el mayor número de seguidores posible y el sicario hacía lo propio entre los públicos que manejaba en su trabajo como líder comunitario.
 
Así pues, dos semestres duré como profesor de cátedra, haciéndole de niñera a un montón de almas con desórdenes de personalidad múltiple compulsiva, bipolares, esquizofrénicos y demás especies de esa fauna que es la gran jaula de la sociedad-Ritalin-sin-el-más-mínimo-riesgo-ni-asomo-de-diagnóstico-por-falta-de-cultura-siquiátrica.
 
Me negaba, pues, a seguir engrosando esa lista de profesores de garaje en que se había convertido la universidad colombiana. Así que auné esfuerzos con mi amigo el sicario y nos dedicamos a explotar económicamente lo que yo siempre había defendido tanto. La fe.
 
15.
Era una habitación bastante amplia y en el centro estaba la jaula. También había una cama contra la pared y una mesita de noche. La escasa luz que entraba por el balcón no alcanzaba a llegar hasta donde estábamos nosotros.
 
Sólo un par de rayos de sol se filtraban por los rotos que se configuraban en la tejas de Eternit. Pude ver que había un montón de basura regada por el piso. Como a propósito. Como si hubieran traído un tarro de desperdicios y lo hubieran regado al lado de la jaula. Empaques de chocolatina, Tampax, vasos desechables destripados y cosas así. Y como no tenía nada mejor que hacer, me puse a analizar la basura que había a nuestros pies. Aquello solía suceder con frecuencia. El sicario y yo nos quedábamos sin tema de conversación y entonces nos poníamos a disfrutar del silencio.
 
Miré hacia la cama y vi un libro con el nombre de mi novela, LA LLAGA. También vi un recipiente de desodorante Rexona sobre el nochero y un rollo de papel higiénico Familia, al lado. Bueno, el sicario por lo menos se dignaba a tener algo decente con qué limpiarse el culo o con qué limpiarle el culo al de la jaula. No como en la casa de A y de B, donde nunca hubo papel para limpiarse, excepto los ejemplares de la revista Semana. Luego hice un tilt up hacia el destartalado techo y me quedé mirando un rato la desolada bombilla que estaba alumbrando el cuarto. El efecto de la pálida luz sobre la cabeza del tipo era bastante dramático.
 
Estuvimos un rato así, arrojándole cáscaras de banano y chitos. El sicario no permitía que le tirara la pulpa de banano ni otro alimento al de la jaula y sin embargo el tipo se comía las cáscaras y los chitos. Los agarraba en el aire como si fuera uno de esos micos del zoológico.
 
Supuse que algo así era lo que buscaba el sicario y que el tipo encadenado debía llevar muchos días ahí y que el hambre debía ser harta para que accediera a participar en una humillación tan aparatosa.
 
- Pero éste no es un blanquito - dije, decidiéndome a romper el silencio. - Por el contrario me parece bastante indígena - rematé. Estaba sintiendo un poco de lástima por esos ojos de secuestrado que me miraban desde el fondo.
 
- Tenés razón - dijo el sicario - pero no es tanto lo blanco que en realidad parezca, sino lo blanco que en el fondo se crea, y éste se cree muy blanco; más blanco que los blancos; me lo he estado investigando desde hace bastante tiempo.
 
- ¿Y dónde conseguiste esa versión de mi novela? - me atreví a preguntar.
 
- Me la vendieron en un semáforo.
 
- Ah - dije - interesante. Ahora ya la editaron y todo. Me pregunto cuál será el nombre del temerario sello.
 
Fui hasta la cama y agarré el ejemplar.
 
- ¿Puedo? - dije.
 
-Claro. Es toda tuya - me dijo. - Vos la escribiste.
 
Estuve echando un ojo entre las páginas y todo parecía estar en orden. Luego vi que el sicario sacaba un frasco de pastillas de un cajón de la mesita de noche y se tomaba un par.
 
- ¿Para qué son?- le pregunté.
 
- Mis Vitaminas PSQ, para estar conectado con lo que me rodea.
 
- ¡Ah! ¿Vos también las tomás? ¿Dónde las conseguiste? Yo hace tiempo vengo buscándolas por todo el país. Incluso las he encargado en el extranjero, vía internet.
 
- ¿De verdad las necesitás? Mirá que hay gente que cree necesitarlas, pero en realidad las toman por ociosidad. Yo las tomo porque en realidad siento que las necesito. Es que el mundo hace tiempo me empezó a resbalar pierna abajo, como la Lecherita en las arepas con queso a la salida del estadio.
 
- Claro - dije. - Ya veo. Pues la verdad es que yo sufro más o menos de lo mismo, pero en mi caso las empecé a tomar para reemplazar la cocaína y el aguardiente. Ya mi organismo no podía con ninguno de los dos y un médico amigo me las mencionó alguna vez.
 
- No. Yo nada que ver.
 
Mi problema era que las cosas me afectaban mucho, mucho, mucho, en general. Pero nada en particular. No podía hacer foco emocional en nada a mi alrededor. La música no me decía nada, ni las películas ni la gente ni lo que pudiera pasarle al género humano. Nadie. Sólo el mundo lograba estimularme cuando tenía de por medio lo que paradójicamente me había insensibilizado; o sea, la coca. O cuando tenía las vitaminas PSQ viajando por mi sangre, pero éstas se habían tornado bastante escasas, casi imposibles de conseguir. No quise decírselo al sicario, pero lo cierto es que ya me había empezado a preocupar.
 
Entonces el sicario me pasó el frasco de vitaminas ´Puro Statu Quo´. Yo lo recibí y, antes de sacar una píldora, me quedé analizando el frasco. Era diferente al que solía tomar cuando había sido profesor de cátedra y las pastillas no tenían las letras PSQ en el lomo, pero sí estaban pintadas con los colores oficiales de la compañía: azul y rojo.
 
- Dejame adivinar: éstas también las conseguiste en un semáforo.
 
- Aquí todo se consigue en un semáforo o en un San Andresito. Lo que sea.
 
- Sólo que los primeros son más castigados por estar más expuestos.
 
- Más frenteros, como todo lo bueno - dijo el sicario.
 
- Sos como gótico vos- dije yo – Un sicario gótico.
 
- Somos ratas en una casa de muñecas sin muñecas– dijo el sicario – y la casa de muñecas está sobre una mesa y nosotros no abandonamos la casa de muñecas ni saltamos de la mesa porque todo lo tenemos allí. El dueño de la mesa nos ha puesto agua en un recipiente, y comida para hamsters en otro, y cada día pone más cuando se nos acaba. Y también tenemos ruedas para jugar y un montón de paja para protegernos del frío en las noches.
 
- ¿Las puertas de la casa de muñecas están abiertas? - pregunté.
 
- La casa de muñecas no tiene puertas ni ventanas. Es como una jaula que siempre estuvo abierta. Las ratas jugamos a cruzar umbrales todo el tiempo, pero nunca saltamos de la mesa. ¿Para qué? Si todas nuestras necesidades básicas están cubiertas dentro de la casa de muñecas.
 
- Sí; pero si saltamos la mesa podríamos ir hasta la cocina de la gran casa y encontrar una despensa con más variedad.
 
- O tal vez encontremos una despensa vacía. ¿Para qué arriesgarse? Podríamos ser aplastados por algún zapato descontento por causa nuestra.
 
- Y ¿qué tal si salimos de la gran casa, dentro de la cual está la casa de muñecas sobre una mesa, y vamos a otras casas del mismo barrio? Tal vez allí podríamos encontrar otras despensas con comidas más ricas. O tal vez podríamos encontrar otras casas de muñecas sobre otras mesas más confortables y más bonitas.
 
- Sí. Pero y ¿qué tal si no encontramos otras casas cerca de la gran casa, dentro de la cual está la casa de muñecas original? ¿qué tal si la gran casa queda en el campo, fuera de la ciudad? Tendríamos que sobrevivir en la intemperie, buscando alguna ciudad que podría estar tan lejos que no alcanzaríamos nunca a llegar a ella, porque somos ratas de ciudad y no ratas de campo.
 
- Tenés el punto – dije. – Buen tema para tratarlo en la iglesia.
 
Y seguimos tirándole bananas al tipo de la jaula. Esta vez con pulpa y todo, o sea: las bananas enteras. Luego pedí el baño prestado. Estuve allí por varios minutos haciendo malabares para no untarme con la mierda y los charcos alrededor del retrete. Tenías que ser muy sangre fría para cagar allí, así que sólo mié y me tiré unos cuantos pedos. Ni siquiera a la perilla tuve el valor de tocarla con la mano. Me subí la cremallera y le pegué tremenda patada a la perilla. El agua se activó. Siempre le pegaba con rabia a los baños sucios de Colombia, los cuales no eran pocos.
 
Al salir, el tipo de la jaula había empezado a lamerse una lata de atún. Sentí más lástima. Se chupaba los dedos como un bebé o como un borracho. Parecía haber perdido total noción del espacio y del tiempo. Evidentemente había perdido el buen juicio. Se comportaba como un auténtico primate. Estaba desnudo y en la barrigota tenía un remolino de pelos que le subía hasta el pecho. Sus facciones eran las del típico sudaca puro. Nato cóctel de las razas árabe, criolla y mongol. Aun le quedaban rastros de esas ínfulas del colombiano sin talento, pero con contactos, herencia y un poco de mal gusto. Ojeras profundas. Esa especie que tanto te encontrabas en los centros comerciales.
 
El sicario se había ido hacia el balcón y yo fui hasta él. Fumaba. Se sentía bien allí lejos de la atmósfera soporífera de la habitación y allí estaba yo, diciéndole al negrito éste que tener un tipo encerrado era un secuestro, un delito muy grave.
 
- Yo no estoy pidiendo ningún rescate – me dijo. – Yo no lo tengo encerrado por motivos económicos ni políticos; yo lo tengo encerrado por motivos sociales.
 
- No importa; de todos modos es un secuestro. Así sea por motivos artísticos.
 
- Oiste; vos no me vas a distraer metiéndome los dedos a la boca. Vos y yo tenemos una cosa muy importante de qué hablar. No creás que se me ha olvidado lo del 25 de diciembre. Yo estaba borracho, pero me di cuenta de todo. Vos te me comiste a mi novia, gran güevón, ahí me estás debiendo una.
 
- ¿Cuál novia? Yo no me acuerdo de nada.
 
- Yo pensé que de verdad estabas interesado en B.
 
- No me hablés de ese vejestorio. A mí la que me gustaba era A y vos lo sabés. Cómo se te ocurre que yo haya podido estar involucrado sentimentalmente con semejante drogota. Otra cosa sería que yo se lo hiciera creer para sostener mi vicio. Además, tiene como 20 años más que yo. Nadie que tenga dos dedos de frente puede pensar que el amor puede ser posible con esas diferencias. Si estuve con ella es porque me había enganchado al perico. Pero eso ya fue superado. Muerto el jíbaro, muerto el vicio, a lo gringolandia. Mejor dejemos ese tema de la cocaína y sus sacerdotisas en el pasado. Ya fue suficiente de esas noches jodidas y sus correspondientes terribles criaturas. Ahora somos otros. Concentrémonos en nuestra iglesia.
 
Y entonces nos pusimos a hablar de la iglesia y de los nuevos miembros que habían venido con ideas provenientes de las profecías Maya y de nuestras nuevas novias que eran puras, jóvenes y sin problemas de alcoholismo ni drogadicción. Niñas ricas, niñas bien. Y limpias y medio fresitas y medio hippies y medio consumistas y tersas como la piel de la diosa después de bañarse con jabón Juno. Nos pusimos muy entusiasmados, pero yo le dije al sicario que, si quería seguir adelante, tenía que liberar al tipo de la jaula. De lo contrario, también yo mismo me iba a encargar de meterlo en la misma bolsa negra donde había metido a la cocainómana y las demás escorias de esta sociedad.
 
16.
Aquella noche bailábamos rock gótico en un bar de la ciudad. En las paredes había afiches con modelos muy rubitos y muy sarcos. Vos bajabas la mirada lentamente y de repente te ibas encontrando en la pista de baile con un montón de caras que nada tenían que ver con los gringos de los afiches. Estábamos el sicario y yo y otra manada de sollaos' de pueblo y también iban con nosotros otras dos peladas que habíamos recogido en sus casas de un barrio suburbano, pero ellas se habían pegado tremenda amurada y se habían alejado de la pista de baile, donde el sicario sacaba a bailar otras mujeres, como si estuviera en una discoteca de salsa.
 
- Aquí no se saca a bailar a las viejas – le dije al sicario -, aquí la gente sale a bailar sola.
 
- Con razón estas tetiplanchas se voltean a bailar contra la pared cada vez que me les acerco – dijo el sicario.
 
Era difícil estar en la noche antioqueña sin consumir coca, debo decirlo. Quien haya sido consumidor asiduo, sabe que no hay nada mejor que acompañar los traguitos con un buen pase de la mejor cocaína del mundo.
 
Ay! Si la cocaína fuera legal. Seríamos el país más rico, el más próspero. Nos forraríamos de plata con este producto al cual ningún Juan Valdez le llega siquiera a los tobillos y en Colombia aquello pululaba en las fiestas y en la calle y en todos los recodos de la noche.
 
Mejor dicho, Colombia era un paraíso con esa coca a precio de huevo. Lo que pasa es que alguien que sepa de drogas, y que no tenga un vacío qué llenar, sabe que al placer de la coca hay que dejarlo reposar. Algo así como sucede con el alcohol. Si lo cogés derecho, durante un año seguido o algo así, como si fueras Stephen King escribiendo ¨Misery¨, pues se te vuelve un vicio, generás adicción. Es lo mínimo que necesitás para engancharte y es igual con todos los vicios. Generalmente esas sustancias se usan equivocadamente para ahogar un desasosiego y necesitan de largos periodos de tiempo continuado para apoderarse de tu organismo y están satanizadas porque Estados Unidos está viendo la forma de quedarse con el negocio y porque las drogas de alguna manera entorpecen los niveles de productividad en esta gran máquina que es la cultura de bienes y servicios judeocristiana. Welcome to machine, como en la canción de Pink Floyd o como en la película de Alan Parker.
 
Pero si, por ejemplo, vos decidís desde un comienzo que nada más vas a meter los fines de semana, o cuando estás muy enfarrado, entonces tatata taaaan! Suenan trompetas. Abrete sésamo. Bienvenido al paraíso. El queso se derrite en la boca; el chocolate se vuelve espumoso, chocalatísimo; el caramelo se desliza en tu paladar.
 
¿A poco no te lo habías pensado así?
 
Ahora bien, otra cosa es que decidás aspirar eximiéndote del consumo de alcohol. También es altamente recomendable. Aunque la cosa se complica cuando tus nuevas dinámicas de relación con el mundo chocan trágicamente con el modelo de pensamiento oficial. Por eso yo recomiendo también tener siempre a la mano un frasco de ´Vitaminas Statu Quo´ si decidís ingresar al selecto club del mundo Cocacolombia o Colombia Coca, como lo quieran llamar. En cualquier caso será ese grupo del Jet Set yonqui de Yo-sé-quien-sabe-lo-que-usted-no-sabe. Y levantarse cada mañana te será más fácil.
 
Otra cosa muy importante para tener en cuenta es con quién te juntas para disfrutar de la cocaína. Yo por ejemplo había dejado de consumir porque mis compañeros de hedonismo, tanto el sicario, como A y como B, eran un puñado de seres rotos, deshechos, estaban más llevados que yo. Eso es arritmia. Especialmente cuando vos estás bien y ellos mal. Y esta regla es sagrada: nunca te dejes ver con una mujer fea en un restaurante y nunca te enamores de alguien más pobre que tú si quieres que te vaya bien en el showbiz. Está bien tener amigos fracasados, perdedores y débiles y más frágiles que vos. Eso está bien. Es bueno ser políticamente correcto si lo hacés a la sombra, en círculos de bajo perfil. Pero nunca lo vayas a hacer en sociedad. La época no te lo perdonaría.
 
Yo recomendaría más bien que consumieras perico cuando te encuentres en compañía de modelos, políticos, columnistas y filmmakers en la cúspide. Nada de hacerlo junto a actrices en decadencia ni de Carlos Mayolos en la entrega de Indias Catalinas al mérito. Tampoco vas a ponerte a meter perico con los viciositos de tu barrio. Para esta gente, ese tipo de cosas están vetadas y condenadas por mi dios.
 
Por eso, de alguna manera, yo no había vuelto al bar ni a la casa de A y mucho menos cuando B merodeaba alrededor. Eran sitios venidos a antros. Se habían convertido en los lugares más expuestos y más decadentes del mundo. Prefería hacer lo que fuera con tal de no volver a salir en la foto con A, con B, y con el sicario comiendo cono en las escalitas de Helados Mimos, por donde pasaba medio Medellín. Qué boleta. Prefería hacer lo que sea: ser profesor de cátedra, vendedor de teléfonos en Tigo, vendedorcito de rosas, lo que fuera.
 
Pero heme allí. Ahí estoy con el sicario en un bar gótico, bailando a The Cure, acompañado por dos feminas de dudoso estrato social, siendo criticados por nuestros conocidos del mundo cultural.
 
¡Qué boletas de viejas!, parecen decir con sus miradas cuando nos encontramos con ellos al salir del bar del lado, esa discoteca de chucu-chucu, de donde siempre salieron las gallinas más alicoradas que he visto en mi vida y donde cada sábado siempre hubo una pelea entre los chicos más ricos del pueblo y a donde iban a divertirse las mejores almas de Dios. Y nosotros sobrios, con nuestro periquito en nuestras cabezas, neutralizando los tragos y yéndonos tranquilos a raspar caja a nuestras casitas.
 
 17.
     ¿Qué les podría decir del bar de A?
 
Pues que allí, a veces, trabajaba B para ajustarse con las propinas y que, entre todos los bares que se pudiera encontrar, era lo más parecido a ese bar Mars, de New York. No sé si lo conocen. Hagan de cuenta la estética de un panfleto revolucionario pegado en la cafetería de una universidad pública, combinada con un poster de Bennetton.
 
Mars. Gran bar. Lo mejor del Village. A veces iban unas niñas muy fresitas, pero en general iba era puro estudiante desplatado y también mucho yuppi despistado. Las paredes descascaradas. Música anticuada. Ropas ajadas pero no vintage. Meseros de alcantarilla y mucho cuadro kistch. Nada planeado en todo caso, como todo lo que estaba de moda en aquellos días: el gran imperio de la improvisación controlada.
 
Así, como Mars en la 2ª Avenida con Houston (casi), el bar de A tenía sus clientes propios. Casi todos borrachos, casi todos viejos amigos. Casi todos llevados del putas. Un público aparte del normal. La clase de tipos que se hacían al fondo del bar. Los privilegiados que se habían vuelto grandes amigos de A en el transcurso de los años. Los Malcom Lowry de Chelsea. Aquellos siempre junto a la salida de emergencia, con zapatos cómodos, siempre dispuestos a salir corriendo. Casi todos prófugos de sí mismos. Gente con los que a vos te daba ganas de ponerte a conversar. Hágase de cuenta los personajes de esa película llamada Los Lunes al Sol. Un puñado de sujetos que habían visto pasar el río de la muerte frente a sus ojos y todavía seguían allí. Espantando moscas de verano. Dicharacheros y tranquilos como los negros de Do The Rigth Thing. ¿Recuerdan? ¿Aquellos viejos que se parchaban toda la tarde en una esquina a cagarse de la risa? Unos cuantos, la mayoría, adictos. Rotos, putiados y felices. Deshechos. Blindados ante los efectos de la resaca.
 
Los viernes por la noche, la cosa daba risa. Uno veía que pasaban por allí las NiñasBien de las oficinas, a las cuales nadie había invitado a salir. Así. Como en plan turista, ¿Viste? Las que querían tomarse un trago y que nadie las satanizara porque salían solas. Y allá caían. Como entre casuales y desprevenidas, pero con algún toque de no-me-cierro-a-ninguna-propuesta-esta-noche, o algo así como yo-soy-de-las-que-nunca-vengo-acá-pero-esta-noche-me-emborracho-picho-y-peleo.
 
Y allí, como sin querer queriendo, íbamos a parar el sicario y yo. Era por la época cuando lo de la iglesia se nos había explotado en las manos y habíamos quemado también el puente ése de los tragos gratis en el bar. Así que nos hicimos al frente, al otro lado de la calle, tratando siempre de ocultarnos de A y de B. En el parque había siempre gente borracha y vendedores de droga. También podías ver los policías recibiendo sus mordidas y aquel viernes estaba especialmente movido. Los periodistas entraban y salían del bar. De la fachada colgaban pendones de RCN y de la W Radio. Muchas especies de las ´flora y fauna´ locales. Flashes destellaban en el aire. Modelos en patines iban de aquí para allá, repartiendo muestras de cigarrillos Boston, y latas de Redbull.
 
Pregunté qué sucedía.
 
- Ah, es el lanzamiento de una novela, – me dijo una adolescente que se drogaba con una marihuana hydro, muy fuerte, en el olor lo podías notar – una obra toda decadente, pero muy famosa ahora por acá. Es de un tipo que mata al papá y habla mal de todo el mundo. Odia a Colombia, el pirobo ése.
 
- ¿Quién será ese hijueputa? – dije.
 
 
- Yo no sé – me dijo la muchacha – no me acuerdo de su nombre pero aquí nadie lo quiere aunque es bastante famoso. Su libro se ha agotado en sólo dos días. Mucha la gente lo odia porque su fama viene de Internet. Se hizo popular a punta de correos electrónicos llenos de veneno.
 
- Me imagino que la gente del círculo literario lo desprecia.
 
- No sé – dijo la chica. – es todo misógino ese man, y todo periquero. Sus libros no hablan sino de drogas. Un asco. Gas el perico.
 
Y entonces salió el tal escritor por la puerta del bar. Yo sinceramente tuve problemas en reconocerlo. Nunca lo había visto en magazín cultural alguno ni en los catálogos de las editoriales ni en las Ferias del Libro. Se dirigía hacia el Parque, seguido por una reconocida periodista que quería entrevistarlo con ese background de la gente que se emborrachaba en la calle y que metían coca delante todo el mundo. Puros extranjeros, ejecutivos y manes por el estilo.
 
Yo veía el programa de esa periodista cada semana, así que me acerqué a curiosear la entrevista. El escritor era un tipo con esas ínfulas de modesto, tipo Faciolince, ¿viste? Se veía tranquilo con esa tranquilidad de quien conduce un carro por una autopista plana y recta y vacía y con una canción de Andrés Cepeda en la radio.
 
- ¿Cree usted que la cocaína es una droga moralmente aceptable?
 
- Creo que al mismo nivel de muchas otras miles de cosas que sí son socialmente aceptadas.
 
- ¿Es una novela autobiográfica? – dijo la periodista - ¿Usted mató a su padre?
 
- Por lo menos la parte en que hablo mal de la gente, es totalmente verdadera. El resto es pura paja – dijo el escritor. Los curiosos se empezaban a agolpar alrededor. – Es una novela iniciática. Su efectividad es pura suerte de principiante. Lo que pasa es que la escribí con nombres verdaderos y se me olvidó reemplazarlos por otros ficticios cuando la mandé a la imprenta. Pero en general los temas sobre los cuales he escrito no son los temas que me interesan como escritor. Simplemente he escrito sobre ellos para sacarle la rabia a un montón de gente que me lee y que me cae mal y que antes me caía bien. Gente que odia precisamente este tipo de temáticas. Creo que todavía tengo mucho tiempo para abordar los temas que me interesan. – Remató.
 
- ¿Aspirar coca es adictivo?
 
- Al mismo nivel de la vida. Sus efectos son los mismos. Respirar es adictivo.
 
- ¿Usted cree que los drogadictos son personas soportables?
 
- Al mismo nivel que el resto de la gente que no consume. Pero yo odio la raza humana en general. Sólo creo en algunas cuantas excepciones.
 
- ¿A qué se debe el éxito de su novela?
 
- A qué todo el mundo odia a su padre tanto como lo ama, pero nadie se atreve a expresarlo. Yo lo maté en la novela y todo el mundo se enganchó con eso.
 
- ¿A quién puede interesar la vida de un periquero?
 
- A otro periquero. Pero yo escribí esta novela para que los tibios me odiaran más, para quitarle la máscara de hipocresía a mucha gente de mi círculo, a un montón de ¨ni fú ni fá¨.
 
En ese momento los curiosos ya se habían empezado a reír. Otros se retiraban con muecas de desagrado. El de la cámara pidió permiso para hacer un corte y recomponer el plano. Yo mientras tanto pensaba que este tipo iba con todo. Un escritor sin miserias católicas. Quién sería. Estuve interesado en comprar su libro, pues estaba diciendo un montón de frases con las que yo estaba de acuerdo. Me puse a preguntar si alguien alrededor sabía su nombre, pero nadie allí parecía ser muy lector. Luego el de la cámara dio la orden de continuar la entrevista y la periodista empezó a hacer un conteo regresivo, 5,4,3, 2….
 
- ¿Por qué tan radical en la vida?
 
- Usted no sabe nada de mi vida. Estamos hablando de lo que escribo, que es otra cosa totalmente distinta. Llevo las dos cosas por separado.
 
Wa! Este tipo sí que tenía un par de güevas bien puestas. Saqué mi libreta y empecé a hacer unos cuantos apuntes. Me interesaba todo lo que estaba diciendo aquel escritor. Era extraño. Yo también había escrito una novela sobre el parricidio y también había causado el mismo efecto sobre mis lectores.
 
- ¿Usted por qué odia tanto a Colombia?
 
- Porque los colombianos tenemos el cerebro más pequeño que el de Homero Simpson. La prueba es que en cien años no hemos podido hacer una película de cine medio decente. Además sólo se consigue café ¨to go¨ en Juan Valdez y en ninguna parte más, y nadie te pide perdón cuando se tropiezan con vos en la calle, y los carros nunca le ceden el paso al peatón, y en los supermercados los productos están mal etiquetados y tenés que ir a averiguar el precio a las cajas registradoras y no hay cultura del servicio al cliente y no hay cestos de basura en las aceras y los trabajadores de los mall en las ciudades intermedias son los más lentos del mundo entero, y vas a cualquier café y los vendedores te sirven frapuccino cuando les pedís café helado. Y las servilletas las parten en cuatro en los restaurantes y el sistema de transporte público es un insulto mayor. Detalles.
 
- Ese no es motivo para odiar a nadie.
 
- Pero sí para despreciarlo.
 
- ¿Estaría de acuerdo en que se aceptara socialmente el consumo de cocaína?
 
- El consumo de cocaína ya está socialmente aceptado entre los ricos de todo el mundo. Los que tienen prohibido este placer son los pobres.
 
- Usted tiene muchos ex amigos que ahora son muy influyentes y que hablan muy mal de usted… ¿a qué se debe que lo odie tanta gente que lo quiso antes?
 
- Bueno, básicamente esta gente me odia porque trataron de encontrarse entre las páginas de mi novela y no pudieron. No los metí dentro de la trama porque no estaban dentro de mis obsesiones. Y ellos la cogieron por otro lado. Cuando vos sos incluido en la novela de alguien tendés a suponer que éste te tiene muy de primero dentro de su universo afectivo.
 
La entrevista terminó y yo me iba a acercar al escritor para hablarle, pero en ese momento sonaron dos disparos. Pum, Pum. Todo el mundo corría. Nadie entendía lo que estaba pasando. Los de RCN y Caracol se montaron en sus camionetas y se marcharon a toda velocidad. Los establecimientos del parque empezaron a cerrar sus puertas. Yo me quedé bajo los árboles y vi que el sicario se acercaba quitándose la camisa. También se estaba metiendo una pistola entre la pretina del pantalón.
 
- ¿Qué hiciste, gran guevón? - le dije.
 
- Tenía que hacer este trabajo. Me pagaron dos palos. Dos tiros, dos millones. Un millón por balazo, no está mal, ¿eh?
 
Miré a la distancia y vi a dos jíbaros tendidos en medio del parque. El sicario se trepó en uno de los árboles y bajó una camiseta que tenía encaletada entre las ramas. También se sacó la pistola de la pretina y la encaletó en la copa del árbol.
 
- ¿Mataste a esos dos manes? – le pregunté, mientras el sicario se ponía la camiseta nueva.
 
- De algo tengo que vivir ahora, – me dijo – todo lo que tenía ahorrado lo invertí en esa puta iglesia que vos te inventaste. En este país el que piensa pierde.
 
Tenía razón. De algo teníamos que vivir ahora. Yo también me había tenido que buscar otro trabajo. Nos pusimos a hablar de eso. Estábamos bajo los árboles y las sombras de sus ramas nos camuflaban muy bien en la oscuridad. A la distancia veíamos cómo habían llegado los policías a echarle un ojo a los muertos. Apuntaban con sus linternas hacia la cara de los tostados.
 
- ¿Y vos qué te vas a poner a hacer? – me dijo.
 
- Yo me conseguí un trabajo como crítico destructor de autores colombianos. Yo hablo mal de sus obras y en Bogotá inmediatamente empiezan a hablar bien de ellas por el odio que me tienen. Yo gano por cada autor que logre meter entre la mediocre crítica oficial.
 
- No está mal. Buena idea. Pero estábamos mejor cuando no hacíamos nada, excepto hablar mierda, tirados en una hamaca, bebiendo y metiendo coca.
 
- Tenés razón – le dije.
 
Y entonces saqué un frasco de vitaminas PURO STATU QUO y me tomé un par de píldoras. Luego le pasé el frasco al sicario y él hizo lo mismo y nos quedamos bajo los árboles, viendo cómo empezaba a llover y cómo la lluvia mojaba el concreto haciéndolo más oscuro y cómo la sangre se lavaba con el agua natural. Sollozaba otra vez Medellín.
 
18.
     Una noche, después de cine, quise dar una vuelta antes de ir a casa. Me gustaba meditar largamente las películas al aire libre y preferiblemente a solas. Yo no era de ésos que gustaban discutir lo visto en improvisados foros post vespertina. No me sentía uno de la Generación-Queremos-Tanto-A-Glenda. Yo había llegado después. Unos treinta años más tarde que Cortázar, cuando los invitados se estaban poniendo sus pijamas para irse a dormir, mientras el fuego de la chimenea se estaba extinguiendo. Estaba bien que hubiera dejado de frecuentar al sicario, y a A, y a B, y al resto de conocidos en general. Desde hacía tiempos mi corazón pedía a gritos un poco de sobriedad. Qué más podía ofrecer si yo, cómodamente, había crecido tumbado frente a un televisor sin que nadie me molestase.
 
Crucé un parque Bolivar desolado, me metí por Junín, bajé por la calle Maracaibo y me detuve en los bajos del Hotel Nutibara. Quería tomarme un trago a solas. Regalarme un poco de ruido interior. No tenía mucho dinero, pero las ciudades colombianas, de alguna manera, tenían el poder de entristecerme. Motivo suficiente para mojar los labios. Pude ir a un centro comercial ó a cualquier otro lugar, pero Medellín era un pueblo pequeño. Muchos de mis viejos amigos y ex novias debían estar cubriendo todos los flancos frívolos de la noche. Ya no me atraía hablar con ninguno de ellos en especial. Hay un punto de tu vida en que el casting te empieza a pedir carne fresca. De repente te levantas y te das cuenta que has estado durmiendo sobre un nido de serpientes.
 
Pensé en lo que había dicho el escritor la otra noche. En eso de que él escribía para fastidiar a la gente de la old school. Ese lunes yo también había saboreado algo nauseabundo en la repostería del pasado. En el teatro mismo me había encontrado con una pareja de compañeros universitarios y la conversación había fluido torpemente. Pero aquello no era problema para mí. Tenía varios escondites y aquel era uno de ellos. Nadie quien me conociera iba a este tipo de tomaderos.
 
La música y los clientes me transportaron en el tiempo, hacia los años sesentas de mis padres. No los 60´s de los mass media, sino los de mi padre y mi madre, siendo jóvenes, por las calles de Medellín. Esas historias.
 
Estuve por un buen rato rumiando un cuba-libre y mirando los árboles que cubrían las mesas del estadero. Al fondo se veía la noche y sus estrellas soberanas. Canciones de Leo Dan y de Elío Roca. Respiré profundo. No tenía mucha plata, repito. Y el sitio era caro. Así que me terminé el ron y me fui de allí. Crucé la calle. Vi tipos durmiendo en las aceras, cobijados con cartón. De seguro alguien iba a desparecerlos algún día para cuidar la imagen de otro alguien. Llegué a La Sorpresa y entré. Ahora se podía comprar cerveza allí. Cuando yo era niño sólo se iba a desayunar ó a tomar el ¨algo¨ a La Sorpresa. Ahora era un centro de acopio etílico. Pedí una Pilsen y me puse a pensar en la película que había visto. El último emperador, de Oliver Stone, en doble con Leaving Las Vegas. Par películas. Pero la primera no me decía nada y la segunda logró disparar ciertos grados de identificación.
 
Con qué facilidad hacían cine los gringos y los resultados eran más que satisfactorios. 35 milímetros, distribución alrededor del mundo, taquillas millonarias, varios premios Oscar, alfombra roja.
 
Los latinoamericanos ni en cien años íbamos a lograr todo eso, aunque yo me sentía muy satisfecho con mis logros en video y otro par en 16 milímetros. De hecho, sentía que ya no quería volver a rodar. Había querido pasar por la experiencia de dirigir y de editar y de hacer una premier y de ganar premios y de alguna manera lo había hecho a la manera criolla. Ya sabía de los alcances y de los límites, de los propios y de los ajenos. Ya había dicho también un montón de cosas que tenía atrancadas.
 
Entonces, de qué servía continuar con esta utopía artística. De algún modo, todo por lo que había pasado con la cocaína, y lo demás, no había sido gratuito. Había sido una forma de bajar hasta los aposentos de la muerte y pescar un souvenir para poner dentro de mi closet. Cerrar las puertas del placard y echarles candado. Por estas tierras había muchos ricos que se habían lanzado a la aventura de hacer cine y habían dilapidado su fortuna vanamente. También había mucho escritor talentoso que se las daba de rico en sus escritos y sin embargo patinaban a la hora de financiar hasta el más mínimo cortometraje. Algo tenía que estar pasando con los cerebros en el cono sur del continente. Con toda esta fortuna que había en las élites hispanas y no iríamos a desarrollar una industria de cine ni en mil años. Pobres ricos. Y con todo lo que les gustaba el cine.
 
Ahora solamente un provinciano manchego era el que les daba lecciones de movientismo a todos los cineastas del mundo. Se trataba de Pedro Almodóvar, quien abría una caja de Pandora y salía en todos los titulares de prensa cultural. Era paradójico.
 
Mientras tanto, el gobierno de Colombia se dedicaba dizque a premiar a los cineastas que se les ocurriera una gran idea y la pusieran en una escaleta. My god! Cómo se notaba que quienes diseñaban esas convocatorias no tenían ni la más remota sospecha del proceso cinematográfico, o que lo hacían simplemente para beneficiar a un amigo de la casa, elegido con anterioridad.
 
Lo que debería premiarse no es una gran idea, sino un gran trabajo de investigación para llegar a esa idea. En lo personal, yo tenía como cincuenta escaletas de ese tipo en un cajón. Cincuenta maravillosas ideas y cada día se me ocurrían dos o tres más, las cuales terminaban tertuliando con las otras, y sabía que una gran idea a través de una escaleta no significaba nada ni valía ni cien devaluados pesos colombianos (el Ministerio de Cultura daba dizque 10 millones).
 
Una gran idea para una película casi nunca termina en nada. Esa no es la forma de trabajar en este negocio. Hay que escribir un guión de 100 páginas primero y luego hacer una escaleta para que el ministerio te la compre. Lo que vas a hacer luego es gastarte los diez millones de pesos en una segunda, tercera y cuarta versión del guión. ¡La escaleta tiene que ir acompañada por un guión que la sustente! Pero bueno, estábamos en Colombia donde las cosas siempre se hacen patas arriba.
 
Me fui a casa, y sin embargo, me puse a escribir, aunque había tomado la decisión de no botarle más escape al cine ni al video. Efectivamente así iba a ser, pero aquello no significaba que mi creatividad se detuviera y mucho menos el lápiz. Escribiría alguna escaleta y la pondría a dormir en el cajón junto con mis otros mil guiones. Todos ellos tendrían muchas cosas qué decirse entre sí.
 
De ese modo, saqué mi libreta y me senté a mirar por una ventana, al lado de una habitación donde mi madre veía la televisión. Di rienda suelta a mi hipergrafia, garabateé algo y luego leí: PELÍCULAS DE CARRETERA Y OTRAS CANCIONES. Lucía fatal. Como un rebaño de ovejas dando distintos informes simultáneos sobre la realidad nacional. Era la época dura del proceso 8.000. A Samper le habían pillado su jugarreta con la mafia y no quería dejarse tumbar. Al final todo Colombia supo que a Samper lo subió el Cartel de Cali y nunca pasó nada. Sólo los gringos le quitaron la entrada a USA, lo que provocaría la esperada ira de su famoso hermano Daniel Samper Pizano.
 
También yo había plasmado un poco lo de Pastrana siendo condescendiente con los guerrilleros. Pastrana les partió un pedazo del ponqué y los agasajados nunca llegaron a su propia fiesta.
 
Igual, se venía el fin del siglo y había mucha ansiedad por el mismo motivo; mucha búsqueda de un refugio espiritual; mucha crisis religiosa y este caos se ve reflejado en este guión que terminó siendo literatura. En un aparte hablo de perros, en otro capítulo hablo de ángeles y de extraterrestres. Algo muy loco. Una novela casi sin sentido. Contada con el apremio y la inexperiencia de la postmodernidad y la expectativa de que en verdad fuera a ocurrir algo grande-grande el 31 de diciembre de 1999. Nada pasó. Los autos no volaron y no nos fuimos a vivir a Marte. Bueno, yo estaba aterrizando del viaje de aquellos maravillosos años 90´s y ello ya es mucho. Los gringos tampoco volvieron a la luna y no hay máquinas del tiempo. Toda esa desazón fue descrita por mí en aquel escrito.
 
Después se me vino a la cabeza la imagen de una entrevista en una azotea de un edificio. Alguien tratando de lanzarse desde una cornisa como en el video de Evanescent. Una banda de rock que está siendo documentada mientras está de gira. Un adolescente viendo el Discovery Channel. Hienas en el desierto. La banda grabando un álbum llamado POEMAS DE CARRETERA. Un sicario yendo de Medellín a Bogotá en un carro a toda velocidad. Canciones de Smashing Pumkings y de U2 en la radio. Retenes en la vía. Media botella de aguardiente y un cigarrillo de marihuana. Cocaína, bla, bla, bla.
 
Bien o mal, yo pensaba que aquella escaleta podía sobrevivir a la prueba del tiempo y convertirse en una gran novela. Fragmentaria, como toda obra fallida. Había referencias a canciones y libros por doquier. El fenómeno de Internet también asomaba la cabeza por la ventana y saludaba. Era algo que buscaba el brillo pop y algo de emoción humana también, como si ello fuera posible. Como si el pop y el sentimentalismo se compaginaran y pudieran caminar cogidos de la mano en una tarde fresca con cisnes nadando en el lago.
 
Así que arranqué las hojas de la libreta y les puse un clip. Era tarde. Ya vendría la ocasión de transcribirlas en computador. Fui hasta el closet y las arrumé junto a las demás escaletas que dormitaban entre mis calcetines.
 
19.
   Los días en casa de mi mami transcurrían bastante domésticos. Lavábamos a mano porque ella decía que las máquinas deterioraban la ropa. Eso siempre me dio risa porque me hacía pensar en los indios que no se dejaban tomar fotos. Claro que el pretexto iba por otro lado. Ella y yo lo sabíamos.
 
De alguna manera mi mami me estaba tratando muy bien últimamente, porque yo había matado a mi padre en la novela. En la vida real mi padre aún seguía vivo, pero se había portado muy mal en los viejos tiempos. Había sido un borrachín tratando de recuperar una lúdica que nunca había tenido o que había perdido en algún lugar. Nos había arruinado por dentro con su despotismo militar de la doble moral católica. Era corrupto en su trabajo y eso provocó su despido y la correspondiente hecatombe familiar. Todo el odio y la desesperanza, acumulados en el hogar, bien podrían haber venido de aquellas noches de terror. De todos modos, en aquellos días no podías estar muy claro sobre estas cosas.
 
Una tarde yo estaba lavando mis Levis en la terraza y mi madre subió a decirme que había un periodista en el teléfono. Quería saber si yo era el mismo que había escrito una novela sobre alguien que mataba al padre en los barrios bajos de Medellín. Dije que ya bajaba y dos minutos después me puse al teléfono. El periodista era del periódico El Mundo, de la sección cultural. Hablaba modulando la voz, como si estuviera a punto de dar la hora en medio de una orgía. Como Diego Ramírez en los buenos tiempos de Veracruz Estéreo. Empezó diciéndome que admiraba mucho mi estilo tipo Andrés Caicedo. Yo le dije: ¨Mirá voy a citarme a mí mismo, perdoname lo autoreferencial: ´Necesitás leer un poco más…´¨. Aquella era la frase con la que empezaba mi novela.
 
Entonces colgué.
 
Las llamadas no cesaron. Del periódico El Mundo y de otros medios de comunicación, nacionales y extranjeros. Querían conocer al tipo que había documentado el asesinato de su padre y aún seguía libre por las calles. Al toxicómano de las letras criollas. Del Show de Don Francisco me mandaron pasajes para que fuera a contar mi historia desde Los Ángeles. Los de la revista Jet Set me sugerían que me radicara en Bogotá. Norma también tocó las puertas al igual que Alfaguara. Con contrato en mano, querían que yo firmara con alguna de las dos editoriales. Yo abrí aquellas puertas y al final nadie entró. Julito había empezado a decir que mi novela estaba llena de crueldad guerrillera. Entonces las editoriales se asustaron. Tenían razón. No lo sé. Al final, yo todo lo que había querido era escapar a la confusión latinoamericana. Me sentía más cercano al bondadoso, ilusorio y rígido pragmatismo de los gringos. Por eso odiaba que me compararan con el chilletas de Caicedo. Él era un escritor barroco y se la había pasado llorando porque siempre fue chiquito y no pasó de los 25. Yo también fui llorón y cruel con las niñas de mi conjunto residencial, pero sabía que iba a durar mucho más que eso y que el tiempo me iba a templar los huevos. Quería decir sólo eso. Que me había quedado en el lado equivocado de la grieta y que desde allá estaba escribiendo. Desde el bando contrario a todos los demás, aunque me pusieran un par de contemporáneos en mi mismo vagón.
 
Andrés Caicedo era un escritor muy libre, casi un jazzista, su escritura no se acomodaba bajo ninguna estructura y le costaba dominar las técnicas. Yo por el contrario no era así. Yo nunca me podía sentar a escribir sin una arquitectura diseñada con antelación. Estaba muy interesado en los esquemas. Necesitaba hacer del oficio un lugar en el cual refugiarme y siempre sabía para donde iba con mis palabras. Andrés nunca lo supo. No tenía mucho qué decir desde el punto de vista artístico, le faltó acumular experiencia y bajo esa falencia ahora se ha convertido en una construcción del oportunismo caleño. De cuenta de su suicidio, todo Caliwood le ha dado la vuelta al mundo. Lo más seguro es que, si Andrés no se hubiera matado, nada hubiera pasado con Mayolo y todos los demás. Al final su proyecto siempre fue fácil de capitalizar. Andrés ahora es un símbolo cuya obra es publicitada a conveniencia de la propaganda oficial, en un país agotado de originalidad. Una herramienta para que los conservadores se rían de nosotros en la cara y la vendan en la Libería Nacional diciendo: ¨Oíga, mire, vea, nosotros también tuvimos uno¨.
 
A mí también me hubiera gustado convertirme en un instrumento. Las masas empezaron a reclamar por un trozo de mito que al menos se pudiera tocar. Alguien que tomara las banderas de una revolución omnívora. Luis Alirio Calle volvió a poner el tema de moda citando frases de mi novela en sus informes periodísticos. De hecho yo fui uno de los escritores citados por Pablo Escobar cuando éste fue llevado de la mano del Padre García Herreros, y de Luis Alirio, a la cárcel de la Catedral.
 
Muchos me reclamaban que volviera al ruedo, pero nada de aquello era posible desde mi óptica. Mi madre y el resto de la humanidad lo sabían y no se lo querían creer. Yo tenía también 25 años. No estaba preparado para lanzar más puñetazos al aire. Dijera lo que dijera, no me iban a creer y siempre iría a escuchar lecturas descabelladas sobre mi obra y de cualquier modo iban a terminar comparándome con los escasos referentes del área de influencia. A todos quería darles la razón. Que un poco de Fernando Vallejo, que otro poco de Bukowski y que otro de Efraim Medina y que un tris de Alberto Fuguet y una pizca de Andrés Burgos con Loriga, y que mucho de Patiño Millán. Todo aquello era positivo. Todos habían sido un ramillete de señoritas que cabían en una bolsa demasiado grande para ellas. Necesitaban de un vaquero que les mostrara cómo se marcaban las reses. Y, con tal de que no me compararan con Joaquín Botero, todo iría a las mil maravillas.
 
En lo íntimo personal, me daba la mar de pereza volver a transitar las aguas en ese buque del estigma y la rotulación, como si el consumismo y la frivolidad fueran una enfermedad exclusiva de las clases altas. Tal parece que ninguno de mis críticos se habían echado un ojo en las filas de Supermercados Comfama, con esa clase-media-baja, yendo de un lado para otro como autómatas, llenando los cupones de Refrescos Tang para ganarse un Twingo.
 
Por eso me replegué. Por eso volví al barrio. Por eso agarré los manuscritos originales de la novela y les eché fuego. Bajo las faldas de mami estaba mejor. Era la época del diskette. También incendié mi caja de floppy disks. No quería saber nada que me conectara con lo que todos estaban celebrando allá afuera: la historia de mi autodestrucción. Esa no era mi idea del arte. Tampoco les iba a dar el gusto de dejar de escribir. Pero ya volvería a reconstruir mi obra sobre la base de las mentiras y el ocultismo.
 
A pesar de mis promesas volví a embarcarme en la aventura de un film. Era una historia sugestiva, para nada transmitible por televisión. Algo distinto a mis cortometrajes anteriores. De algún modo, venía repodrido de que hubieran usado el éxito de esos videos para hacer campañas educativas. Todas las instancias administrativas habían capitalizado aquello. De repente la ciudad estaba llena de vallas publicitarias con los mismos actores que yo usé, pero esta vez diciéndole a la gente que la televisión era mala, cuando yo había querido decir lo contrario. Hubiera preferido mil veces que mis actores se hubieran prestado para hacer publicidad privada, antes que seguirle juego a la cosa institucional.
 
El panorama volvía a ensombrecerse. Las vitaminas PSQ habían vuelto a escasear y mi plan de revancha contra el establecimiento cinematográfico arrojaba muy pocos frutos. Mi nuevo film no funcionaba. Era difícil lograrlo con un equipo de tres personas. Con estos compañeros de rodaje, todo el tiempo enfarrados, había serias posibilidades de que volviera a sumergirme en los volcanes de la cocaína. Los actores no tenían ninguna experiencia tampoco, y yo no comulgaba con esa moda de los actores naturales. En mis manos empuñaba un montón de piezas que se habían quedado por fuera del rompecabezas y habría que ponerlas también sobre la mesa de las incertidumbres, junto a un montón de arandelas sin aceitar.
 
Era la historia de un tipo que se le enredaba el casete una tarde cualquiera, mientras escuchaba música hip-hop. ¿Era metáfora de qué? No lo sabía. Tenía mis dudas y mis sospechas. El título acordado tampoco me acababa de gustar. LA INSOPORTABLE TERQUEDAD DEL SER era un nombre muy jugado, muy robado, que bebía mucha agua del manantial de los lugares comunes. A qué horas me había dado por romper mi promesa de dejar el cine. El caso es que el personaje central trataba de desenredar el nudo de aquella cinta y en ese trance perdía su cómodo lugar en la habitación. Terminaba en la calle y nunca más volvía a la casa.
 
Como idea funcionaba muy bien. El problema era llevar aquello a la escena. Sin recursos, sin medios y sin infraestructura familiar. Al final terminaron embarcados en ese potro salvaje un montón de personas. No sé cómo ni a qué horas o por qué. Pero todos ya se empezaban a sentir dueños del proyecto. Casi todos los nuevos interlocutores eran de la vieja guardia paisa. Bueno, al menos yo contaba con un excedente en reputación. En este negocio del cine, como en la vida, lo más importante era el capital de crédito y credibilidad. A mi todavía me creían. Ni yo mismo entendía por qué, pero me creían. Yo era una avestruz con la cabeza clavada en la arena.
 
Una mañana mientras rodábamos, fue el cineasta Gonzalo Mejía a visitarnos. Diablos. La bola se había echado a rodar y todos en Medellín de verdad se la habían creído. A veces te admirabas de la tenacidad y fe que podían tener los antioqueños en el arte. Para mí tan solo era un video, un ejercicio de estudiante. Pero allí estaba Gonzalo Mejía. Uno de los tantos genios eclipsados por la sombra de Víctor Gaviria. Tenía ojeras de sabio chamán y hablaba siempre en tono paternal. Como si de verdad tuviera algo por dentro para comunicar. No era uno de esos cineastas de ahora, que lo saben todo por los manuales. Gonzalo parecía alguien que conociera la vida. Me caía bien porque lo despreciaban personas a las que yo despreciaba. Lástima que haya estado tan invisible. Aquella vez me dijo que, en el cine, lo que no se decía no podía inferirse y que la gente ve sólo lo que uno les muestra. Yo no estuve muy de acuerdo, pero todavía pienso en esa frase de vez en cuando. Seguimos hablando otro rato sobre la trama de mi peli. Al cabo de un rato, Mejía me pidió que siguiéramos. Estuvimos un gran lapso de tiempo ahí, ambientando la escena del tipo y del casete y luego Gonzalo ya no estaba. Se había esfumado como una exhalación. Era un mago que había aprendido a desaparecer tras sus conejos sacados del sombrero.
 
El rodaje concluyó. Había sido precipitado y aparatoso como el 90 por ciento del cine en Colombia. Al final todos habían opinado; todos habían gritado; todos habían dirigido y todos habían conspirado. Habíamos estado en las calles con una cámara al hombro corriendo como unas almas en pena.
 
Una noche recibí una llamada del sicario.
 
- Oiste, ¿cómo te está yendo con el trabajo de crítico destructor? - me dijo.
 
- No muy bien – le contesté – vos ya sabés: por estos lados no hay muchos escritores que entiendan la necesidad de la crítica destructiva y muchos menos que estén dispuestos a pagar por ella.
 
- Entiendo. Pues mirá, si te interesa estoy buscando alguien que me ayude a identificar los jíbaros de la ciudad. Hay una buena paga pa´ eso.
 
 
- Ah, sí, por aquí conozco muchos y necesitamos limpiar este barrio. Mañana te llamo para darte las coordenadas exactas.
 
- Listo…
 
- Oiste, ¿tenés vitaminas PSQ?
 
- Claro, mañana hablamos. Me timbrás.
 
- Ey! ¿Qué pasó con tus otros trabajos?
 
- Bien me reintegraron en el Colombo y me devolvieron el cargo en la alcaldía bajo otra figura, como promotor de la salud.
 
- Ah, ¡Chévere! Bueno, suerte.
 
- Hablamos.
 
Y así fue. Yo llegaba al final de otro rodaje, entre pastillas y sobresaltos.
 
 
20.
   La siguiente idea para un guión, me sobrevendría mientras trabajaba en uno de mis artículos destructivos. Se trataba de una reseña negativa sobre un ex compañero de la universidad, devenido a escritor. Era muy común que los periodistas fracasados termináramos metidos a novelistas ó a poetas. Aquello era el último recurso que le quedaba a un montón de talentos subvalorados, quienes bien o mal, siempre habíamos tenido el interrogante literario desde el principio.
 
Yo había ofrecido mis servicios según viejas experiencias con la técnica de psicología invertida y el escritorzuelo había accedido a pagarme unos cuantos pesos, para ensayar. Dijo que necesitaba comprobar los resultados. Por esos días él estaba preparando el lanzamiento de su primera novela y necesitaba calentar el ambientillo literario de Bogotá. Necesitaba en todo caso que alguien le criticara su primiparada literaria.
 
La cosa funcionó. Hice uno de mis escritos más virulentos. Era una crítica que olía a jugo de formol con Diablo Rojo; un ensayo pestilente y purificador al mismo tiempo. Una suerte de flecha apache viajando por las autopistas superconductoras; una caja de Tortas y Tortas en los correos electrónicos de todos los diabéticos; puro vino matutino destaqueando a las arterias y su colesterol. Mucha gente habló del nuevo joven novelista. El diario El Colombiano y la revista Cambio, tan proclives al sensacionalismo parroquial, mordieron el anzuelo. Trataron de hacer una antítesis de algo que yo había puesto en al aire. Pero mi ex compañero nunca me pagó. Se había engullido el artículo entero, casi sin masticar. Estaba muy joven para entender de qué iba ese negocio. Pensó que yo lo odiaba y, cuando fui a cobrarle, me estaba esperando con un bate de béisbol detrás de la puerta.
 
Cierto día, yo estaba trabajando en los computadores del cybercafé de mi barrio y detuve mi labor por un momento. Saqué mi libreta y me puse a escribir: EL EMPELICULADO – ESCALETA. Sentía que no funcionaba del todo. Entonces volví a escribir: ESCRITO EN LA NIEVE. Ahora estaba mejor. Aquello casaba a la perfección con el espíritu de los tiempos. El siglo 21 se iba a poner en marcha y dos aviones tumbarían las Torres Gemelas; por el lado de la industria musical, el grupo Oasis se desgañotaba en el debate contra los miembros de Blur; también habían matado al comediante Jaime Garzón y los intelectuales colombianos agachaban sus cabezas para enclaustrarse tras los gruesos muros de la academia. Era inútil pensar que los colombianos podríamos tener una película como LA HISTORIA OFICIAL, la cual ayudara a darle voz a los de afuera y de paso redimirnos ante los milicos. Era cuestión de anatomía. El cerebro no nos daba para pasar de las telenovelas y García Márquez ya había escrito todo lo que podía esperarse de nuestros pensadores. Una gran soledad se apoderaba del mundo. El sentimiento de abandono era generalizado. Nos habíamos quedado sin un parlante que amplificara nuestros deseos y sin un traductor que interpretara nuestro politeísmo. Asistíamos al advenimiento de una nueva edad del hielo, sobre la cual yo me veía impelido a escribir.
 
ESCRITO EN LA NIEVE. Gran nombre. La escaleta había fluido sin ningún tipo de problemas. Desde la página 1 hasta la 70. Podía ser un guión o podía convertirse en una novela también. Ya le tenía calibrada toda la temperatura. Merecía ser transcrita a un ámbito digital. Desde un principio ya sabía cuál iba a ser su tono. Si la pudiera rodar inmediatamente, podría controlar a una crew de 500 miembros. Sabría hacia donde dirigirlos, mostrarles la estrella del sur y la del norte también, y ponernos de patitas en un planeta llamado Cannes. Yo sí podría intercambiar algunas frases en inglés con Martin Scorsese. Pero no me interesaba. Con escribir me era suficiente. Tenía todo el color y todo el power que uno quisiera admirar en el arte. Vi a Nueva York. Me sentí caminando por sus calles. Vi a unos personajes interactuando en un bar convertido en sala de redacción. En mi cabeza rondaban imágenes de tipos encerrados en retiros espirituales de creación musical. Señalemos la página de un Roger Waters experimentando con su perro y el micrófono. Quizás debería apresurarme a buscar un editor para publicar aquello. Era un escrito lleno de tridimesionalidad y de sonoridad textil. Un bello arte rupestre en manos de maoístas occidentales.
 
Difícilmente me sentía listo para el papel. Había muchos escritores que ponían todas sus energías en publicar y lo lograban. Tal vez llegaban hasta los medios y conseguían un par de becas en Europa. Acaso las ventas de su éxito inusitado les daba para comprar casita. Luego, ya sus piernas flaqueaban en el primer tiempo y sin embargo lograban publicar un segundo y un tercer libro. Bien por ellos. Pero a mí me interesaba lo contrario. Quería desarrollar un músculo escasamente vuelto a ejercitar en los nuevos tiempos. No tenía ningún afán. I had all the time in the world, to make it mine, como reza la canción. No estaba dentro de mis planes estafar a nadie ni contribuir a engrosar la gran porción de mentira que se había instalado al interior de la industria del entretenimiento. Yo no quería que el arte de narrar se limitara a saber pararte como una hormiga negra en medio del sistema y luego aprender a moverte bien. De críticos, comentaristas y lectores muy aplicados estaban llenas las cantinas más lúmpen del mundo entero. También los costureros y los programas de televisión. O sea. Los mejores vestidos, que pudieran colgarse sobre el gancho de la pasividad, ya tenían a sus propios modelos. Yo no tendría que hacer nada allí. Lo mismo pensaba con respecto a la elaboración de una película. Llegás a un punto de la cocción en el que probás la sopa y decidís si está lista o no. Yo no lo creía así, aunque mucha gente estuviera allá afuera montando restaurantes de 35 milímetros al por mayor.
 
Al final, se trataba de aprender a contar una buena historia. Lo demás vendría por añadidura y hablamos de algo más que aprender a escribir bien. Hablamos de una correa de castidad de la que había que librarse. Para lo demás ya teníamos a los correctores de estilo y a la spelling and grammar de Word. Aquella era la carpintería fácil del mercado. Editores brillantes pululaban en las estanterías de Home Depot como adornos de navidad y moños para empacar regalos. Lo otro, ese factor X que siempre encontrabas en los poemas de Whitman, era lo que había que buscar.
 
En ese sentido doblé aquel cerro de hojas y pensé que bien merecía guardarlo en el cajón de los calcetines. No podía cometer el mismo error que había cometido con mi primera novela. No podía dejar que llegara de nuevo a Internet. Salvé mis archivos en Word y los encripté en una carpeta del disco duro. Aquel era mi computador favorito porque te permitía asegurar tus carpetas. Pagué 3000 pesos, lo que me quedaba de dinero, y salí de allí. Aquel era un buen cybercafé. Miré hacia atrás y vi a un par de mechudos arreglando el aviso de la entrada. El lugar estaba manejado por un manojo de chalados de última generación. Eran ellos Camilo, Pablo, Cuellar y David. Nombres bíblicos. Como los apóstoles. Manes buena onda. Manes adictos al calendario chino, con quienes me reunía cada noche para discutir sobre el futuro de la red. Muchos de ellos nos habían visitado a nuestra iglesia hasta después del incendio. El dueño del cyber inclusive se había metido la mano al dril y había participado en las tareas de limpieza. Era uno esos tipos. Solidario a morir. No le dolían las vistas cuando de arremangarse la camisa se trataba y durante los días post incendio, en particular, el no tuvo problemas para ponerse una mascarilla y unas botas.
 
Caminé por las calles de aquel barrio, llenas de malandros. Había gatos hurgando en los tarros de basura y perros ladrándole a los autobuses. También te podías deleitar con ese paisaje lleno de colegialas volviendo a casa y antenas de Direct Tv en los tejados y ropas al sol en los balcones.
 
Miré hacia el cielo y las nubes viajaban a gran velocidad. El sonido de un 747 chirriaba por toda la ciudad, haciendo temblar los vidrios de las ventanas. De repente me estaba oliendo a papas fritas y a viernes azules. Tenía hambre. Llegue a casa y puse mis manuscritos en el cajón de los calcetines. Por la ciudad se extendió la noticia de que me iba a vivir a otro país. No sé de donde había salido esa versión. Le dije a mi madre que en parte había algo de verdad en eso. Que tal vez debía viajar a Nueva York. Y entonces sonó el timbre de la puerta. Era la policía.
 
 21.
    De alguna manera me sentía bastante confortable ante la idea de que alguien hubiera publicado mi novela. Quienes quisieran que fueran los avivatos, me habían hecho el favor de cortar las partes más peligrosas y ofensivas, y se habían dignado también a utilizar mi nombre. También se les abona que pudieron respetar el título original: LA LLAGA. El cover tampoco estaba mal: la fotografía de un señor de ésos que se apostaban a pedir limosna en un puente, con una llaga en una pierna, al aire, a la vista de todos.
 
Aquello al menos le daba un poco de chispa a la gasolina de una biografía caricaturizada. En el fondo, la aspiración de todo escritor es llegar al final de sus libros con una buena capa y un antifaz que lo salven de su desnudez. Yo no sabía quién se estaba beneficiando con todo esto, pero a quien diablos le importaba. El hecho es que la novela estaba en las calles y en una versión totalmente maquillada. Lo que pudo haber tenido de intoxicante se había diluido en las manos de los fantasmagóricos editores.
 
A mi modo de ver, entre más pirata fuera la edición mucho mejor. Aún no me sentía con pergaminos de reclamar la paternidad de una hija bastarda y se sentía bien al camuflarme entre la lista de libros de semáforo como EL PELADITO QUE NO DURÓ NADA y EL DERECHO A LA TERNURA. Ahora con mi nueva ración de Vitaminas Puro Statu Quo, me sentía muy lejos de ese personaje que mataba al papá y que yo había creado con tanta convicción. Me gustaba por un lado que hubiera podido escribir una novela tan larga, especialmente en esos días cuando los sociólogos hablaban de la pérdida de concentración, efecto hipertextualidad cibernética. Bueno, lo mismo se había dicho con la aparición de la tele. En los 60´s se decía que la TV iba a convertir a los jóvenes en unos autómatas sin capacidad de retención. En los 90´s íbamos a ser una generación imposibilitada para atar cualquier tipo de cabos. Pero ahí estaba yo, con una novela de textura muy tupida entre las manos, de 345 páginas, y parado en medio de los internautas. Yo me consideraba otro de ellos y quería escribir para mis semejantes y quería arrojar voladores al aire por ello y quería verlos quemarse en el cielo junto a las naves de la época.
 
Por eso me había decidido a que ESCRITO EN LA NIEVE fuera una micro novela, muy discontinua, pero corta, cortísima. Algo que se consumiera fácil; un manojo de páginas que se leyera como quien se consume una cajita de Chiclets Adams; como ese tipo de fanzines que uno puede hojear mientras se habla por teléfono. También pensé en un mural donde todo el mundo fuera a colocar diferentes carteles, en distintos idiomas. Algo de mensaje en una pared. Algo autoadhesivo y carcomido por la intemperie. Un collage de múltiples versiones sobre un mismo acontecimiento; una suerte de noticia policíaca que se contara sin necesidad de una recapitulación de los hechos; una clase de exposición dadaísta, itinerante, la cual se valiera de todos los lenguajes posibles: estrofas de canciones, recortes de periódico, voces en off; recibos de hospital, referencias cinematográficas. En fin, una novela que contara sin interpretar. Como si fuera el acordeón de un rey vallenato, el cual presentaba problemas con la tecla que pulsaba la nota de las metáforas. Un camaleón daltónico cuyas fobias al barroquismo lo hacían acercarse a un cazador implacable, en vez de alejarse.
 
Al final lo que saldría sería otra cosa. Algo como una reflexión sobre la virtualidad. Y bueno, cuando vos te ponés a reflexionar sobre lo virtual, y especialmente cuando te pones a rebujar en la guantera de cómo lo percibimos, no podés irte conduciendo con una sola mano en el timón. Cuando vos te ponés a reflexionar sobre la contienda ¨Virtualidad vs. Realidad¨, tenés que cerrar todas las ventanas, activar tu parabrisas, acomodar tu cojín, bajarle volumen a la radio y poner bastante atención en el camino. Agarrar la cabrilla con las dos manos. A veces, si te ponías a mirar muy fijamente el mar, de seguro las redes te traerían más langostas de la cuenta.
 
El primer trozo que escribiría sería MÚSICA QUE NO EXISTE EN ESPAÑOL. Quizás por eso me lanzaría a ponerlo de primero dentro de la obra. También podía ser cualquiera otra cosa. El experimento estaba planteado para eso. Para no aburrir al lector, pero sobre todo para no aburrirme yo. No es fácil hablar de Macbeth y de Cervantes sin que te duermas en el teclado de tu computador. Necesitaba indagar algo en el mundo circundante. Una pieza de ferretería que sostuviera aquello en un lugar iluminado y que de paso me entroncara con la realidad, junto a un lector que yo entreveía anestesiado.
 
Ese cuento me estaba dando más problemas de lo que esperaba. Así que traté de bosquejar unas ideas para los demás relatos, acumulé más papel en el cajón de los calcetines y me dediqué a tirar del trineo con los mismos perros que iban hacia la hostería de mi cortometraje sin editar. Del mismo modo, también quise que el producto final de LA INSOPORTABLE TERQUEDAD DEL SER fuera extremadamente digerible, pequeño como un pony, aunque el guión original estuviera planteado para un largometraje, y aunque yo tuviera más de cuatro horas de material en mini DV.
 
Fui con aquellos casetes al Centro de Producción Audiovisual de la Universidad de Antioquia y pedí un turno de edición. Me acompañaba B. De alguna manera había tenido que tocar su puerta dadas las urgencias de post producción. Era una figura femenina que siempre ha estado en mi vida. Las mujeres se me han pegado a mi aventura existencial como las manos de Spiderman sobre una pared. Tal vez yo halla berreado en algún lugar y sea quien las haya llamado desde el principio. Los sentimientos maternales de una mujer son un arma peligrosa. Pueden patear fuerte al disparar y desencajarte la clavícula. Con B me había conseguido una máquina para visualizar el material grabado y también había solucionado otros menesteres de micrófonos y cables. También es algo desafortunado que haya un punto en el largo recorrido del arte en el que todas tus relaciones personales se ponen al servicio de un objetivo superior.
 
Yo me había pasado los últimos meses haciendo antesala en aquel estudio de edición. Más que un impedimento técnico, había recibido cualquier tipo de portazos en la cara de carácter burocrático. Ya se sabe cómo son estas instituciones en su versión más colombiana. Su directora era una documentalista con aspiraciones administrativas. O sea. Nada. Una periodista con ambiciones políticas, otrora con ínfulas de artista, pero en medio de ninguna parte. El arte y el poder no pueden ir de la mano, es un romance de humo, y aquella mujer era la prueba fehaciente de este maridaje. El arte, cuando obtenía poder, se corrompía y su deber era zafarse de él. Huir. Romper la ventana de emergencia y salvar el mayor número de vidas posible. Un artista debe agarrar el hacha al lado del extinguidor, destrozar la puerta de salida y buscar una ruta de escape, mientras se rocía espuma a las llamas de los intereses creados.
 
La directora del Centro de Producción Audiovisual, una tal Berta, evidentemente había sido consumida por el fuego y se había convertido en una unidad de medida más, en el body counting de la administración pública. Un par de años atrás, habíamos estado juntos en una competición de video que yo me había ganado. Bueno, ahora se estaba dando el turno de que ella se cobrara aquel segundo puesto a través del decoro noble de los buenos perdedores. Era hora de aceptar que no todo el mundo nace con aptitudes políticas y que muy pocos también nacemos los suficientemente dotados de cierto liderazgo estético. De todos modos hablábamos dos idiomas diferentes. Ella estaba muy interesada en complacer a un montón de peces gordos y B, tanto como yo, sólo queríamos terminar un video. No había manera de que nos pisáramos demasiado las mangueras. La directora de aquel centro había demostrado que no era muy buena como documentalista y que le había tocado coger otra ruta. Tal vez tirar el cable de las frustraciones a tierra. También, de una manera u otra, mi autoestima se había arrastrado lo suficiente en los últimos tres meses, esperando una luz verde en alguna de aquellas salas de edición.
 
Con casetes en mano, entramos a una de las salas de edición. Era un edificio grande y lo estaban acondicionando para que se convirtiera en un gran complejo de auditorios y servicios audiovisuales. Se venía una gran avanzada de tipos con corbata en las universidades públicas. Venía la globalización y había que venderse al mundo. Era la época de la transición digital también. La edición análoga daba sus últimos suspiros, pero allí todavía se trabajaba con máquinas sincronizadas. Nos había sido asignada la sala de Super VHS y el aire acondicionado estaba en su máxima potencia. Parecía que el frío de aquel lugar anunciara algo que estaba por venir. Al lado de nosotros estaba la sala de Betacam, a la derecha. Y otra de transfers, a la izquierda.
 
Me puse un saco y empecé a trabajar en LA INSOPORTABLE TERQUEDAD DEL SER. A mi lado, B se dedicaba a opinar todo el tiempo. También quiso hacerse un par de rayas de perico, pero yo no la dejé. Yo nunca consumía cocaína mientras estuviera grabando o editando. Tampoco dejaba que consumieran a mi alrededor. Yo no era de esa escuela. Así que saqué a B de la sala de edición y le dije que le haría llegar una copia del corto, una vez estuviera concluido.
 
Apenas solo en aquel recinto, me puse a pensar en la estructura que iba a utilizar. De vez en cuando miraba hacia los lados y me ponía nervioso tan solo de ver dos salas de edición subutilizadas: se veían tan tristes así, sin gente. Pensé, que si yo fuera director de aquel lugar, hubiera organizado cursos de verano para fomentar la cultura audiovisual en nuestro medio. Los recursos tendrían que servir más allá de la mera complacencia política. Algo en aquellas salas me inquietaba.
 
Pero lo que me ocupaba ahora era LA INSOPORTABLE TERQUEDAD DEL SER y cuatro horas de material. La idea era reducir aquello a un cortometraje de 15 minutos. No tenía orientaciones de ningún tipo. Yo era mi propio jefe y la libertad absoluta era el peor de mis castigos. Era el precio que había que pagar por la independencia. Ahora entendía por qué la gente necesitaba de la sumisión a alguien ó a algo.
 
Durante muchos años me la había pasado en la biblioteca de aquella universidad investigando cómo se armaba un guión en la sala de edición. Era un edificio imponente de roca bruñida, con un espejo de agua al lado. Era un edificio a pocos metros del Centro de Producción y Medios, el cual te inspiraba y te llenaba de nostalgia al mismo tiempo. Con solo verlo te transportabas a épocas de la magnificencia precolombina. Una vez yo había visto cómo los revolucionarios habían hecho explotar una bomba molotov en el sótano. Volaron vidrios y ventanas y nadie se había inmutado, porque ante las bombas de Pablo Escobar, un petardo en una biblioteca era un pastel de manzana.
 
Todas esas tardes que había pasado con el estómago comprimido y con un libro de Joseph M. Boggs en las manos, ahora tenían su llamado en aquella sala de edición. Tenía ganas de aplicar la estructura clásica de los héroes con un objetivo y con un antagonista, poniendo obstáculos en el camino, tal como les solía enseñar a mis alumnos.
 
Hice un primer esbozo en el casete master y todo me pareció demasiado simple. Había sido un montaje que se había armado casi solo y yo siempre he tendido a sospechar de esa facilidad. Mire globalmente el producto y sentía que le faltaba emoción. Había grandes fallas en la dramaturgia que era necesario camuflar. Tampoco quería caer en el efectismo. Tenía un gran panel de botoncitos con los que me podía dar un banquete. Fui afuera y me fumé un cigarro, aunque yo nunca he sido fumador. Luego fui a la cafetería de la Facultad de Derecho y me compré una papa rellena y una gaseosa Premio. El aire fresco me venía bien. La universidad estaba desolada efecto vacaciones de mitad de año. Regresé caminando entre los jardines de la universidad, después de sobrepasar algunos extensos y desolados pasillos. La naturaleza en el trópico era un gran aliado que te regalaba grandes paisajes floridos en todas las épocas del año. Un agrónomo podía darse un gran festín con las especies locales. El ambiente me olía a tierra mojada. Yo no era un gran observador de árboles, pero miré hacia arriba y vi el espectáculo de un gran árbol, sin hojas pero tupido de flores violeta.
 
Era un buen contraste del gris del edificio y de las ramas, con el violeta. Sentía que necesitaba mirar aquello y pensar al respecto para despejar la cabeza. Desde que empecé a escribir me he dado cuenta que es mejor no querer terminarlo todo de una vez, contar las historias con calma, como los alcohólicos anónimos: ¨haga las cosas con calma, pero hágalas¨. Un paso a la vez.
 
Cuando una obra no te está dando lo que vos le estás pidiendo, lo mejor es parar, abandonar la silla e irse a la cocina por un café. Si es posible, posponer la tarea para el otro día, especialmente cuando estas trabajando en audiovisuales. Hay un punto de la jornada en que estás tan cansado, que lo único que te salen, son errores. Muchas veces fatales. Bueno era, la época de lo análogo. Lo peor que te podía pasar es que dañaras el master. Hoy, me imagino, es que no salvés algún render.
 
Volví a entrar al estudio y pensé que iba dejar todo como estaba. La ley de oro entre los autores es que siempre debe haber un punto final, pues una obra nunca queda concluida. Si te descuidás, podés pasarte toda una eternidad puliendo la vida de tus hijos. Lo mejor es dejarlos ir de casa con sus defectos y sus virtudes.
 
Sin embargo, la loca de la casa que es la imaginación, se ponía cada vez más atrevida y me dio por aplicar una técnica que nunca se la había visto a nadie en Colombia y que yo sólo la había aplicado una vez en un institucional de la Corporación Región, con aplausos de parte del cliente. Se trataba de la Ley de los Cinco Principios. Ella consistía en olvidarse del guión literario y buscar entre el material en bruto los principios de Variabilidad, Diferencia, Repetición, Concordancia y Unicidad. De hecho era una técnica que también estaba pensando en aplicarla a mis escritos. ESCRITO EN LA NIEVE, por ejemplo, iría a ser trabajado bajo el ritmo de esa tonada. Aquella es una ley que está en casi todas las buenas películas y obras literarias, pero con la salvedad de que a la mayoría de las buenas películas y los buenos libros siempre le sobran un puñado de otras leyes.
 
En lo personal me gustaba empezar buscando el principio del Leit Motive. Era un elemento bastante común en el formato de los videoclips, pero sin el acompañamiento de los demás principios. Yo usaría esa técnica del clip y la reforzaría con los otros elementos de mi técnica.
 
Al final, los resultados fueron más que satisfactorios desde el punto de vista artístico. La historia inicial se dejaba contar, pero no de un modo demasiado convencional. Me gasté más de dos semanas editando aquel ejercicio. Algo que no estaba presupuestado sino para tres días, pero yo era de los que me entendía muy bien con los asuntos de la tecnología. Así que me la pasé jugando con los micrófonos y con los sonidos que podía lograr. Me gastaba la mitad del tiempo conectando y desconectando cables, corriendo voces de personajes y ejecutando la técnica del jump cut. In fact, la primera secuencia de LA INSOPORTABLE TERQUEDAD fue trabajada con todas las tomas grabadas. Era la parte donde al tipo se le enredaba el casete y nosotros no habíamos escatimado esfuerzos en hacer el mayor número de puntos de vista posibles. Todos ellos fueron combinados y lo que quedó, fue un juego de pasados y futuros bastante plástico.
 
Después de varios días, casi sin notarlo, empecé a notar la presencia de dos realizadores en la sala de Betacam. Se trataba de quien fuera a ser el director del canal estudiantil de la ciudad, CANAL U, y su editor. Yo podía verlos a través de las paredes de cristal. De vez en cuando, yo echaba un vistazo en aquella dirección y ellos estaban mirándome. Entonces yo saludaba con un levantón de mano y ellos me contestaban igual. Nunca pude entender por qué destinaban tanto tiempo de su turno en mirar mi trabajo. Era gente con una idea muy específica de lo que debían ser las cosas. Gente con un libreto y un guión muy claros. Yo no era así. A mí me gustaba tachar y hacer apuntes al margen. Yo tenía una novela en el aire llamada LA LLAGA y la gente la estaba respirando y tocando, allá afuera, en las calles. Ellos hacían videos que sólo se podían apreciar con el sentido de la vista y el oído. Eran de esos paisas que habían construido a Medellín temiendo siempre la trampa y la maña. Todo los asustaba e irían a perpetuar sus tradiciones.
 
Ese año, los que vieron mi video, decían que toda la fuerza del corto estribaba en el montaje. Yo no lo creía así. Yo he pensado que aquel corto siempre tuvo una magia a la que todo arte debe aspirar. Si lo hubiera dejado como estaba en su primera versión, tal vez la magia hubiera hecho mutis por el foro. Pero bueno, tampoco quise mostrárselo a mucha gente. Yo no era de ésos que se auto-proporcionaban bombos y platillos en los teatros de Unicentro con motivo de un simple laboratorio estudiantil. Lo importante para mí es que había podido armonizar un montón de piezas en una nave hecha añicos desde antes de empezar. Esta vez, tenía que admitirlo, no había podido descifrar un misterio, como lo había hecho en otras ocasiones.
 
22.
Para principios del siglo 21, algo había empezado a explotar en Internet. Una compañía llamada Napster era acusada de violar los derechos de autor y la industria musical, tal como la habíamos conocido, empezaría a venirse abajo. Nada detendría el modelo Napster. También vendrían tiempos de nubarrones en medio de la jornada festiva. El gobierno de los Estados Unidos tendría que inventarse un enemigo externo para mantener la cohesión social. Parecía que, con la llegada de la red ó algo parecido (tal vez un ingrediente extra en la química de sus latas Campbell´s), los norteamericanos empezaban a odiarse entre ellos mismos. Había muchos ciudadanos que estaban viendo más de la cuenta. La única manera de controlar la enfermedad, era que el gato metiera una garra dentro de la jaula, antes de que los canarios terminaran por despedazarse a los picotazos. La presencia de una amenaza foránea, haría que todos dejáramos de aletear y nos concentráramos en esas uñas que nos iban a comer.
 
De esa forma nació Osama Bin Laden, un antihéroe que vendría a tapar el escándalo de corrupción en la Enron y de que la cruzada cristiana se hubiera tomado todas las instancias de poder. La iglesia y el estado volvían a ser la misma cosa. Pero eso vendría después. Aquella tarde, yo no acababa de entender por qué me interesaba tanto la psíquis a un nivel tan global. Estaba muy embebido por el fenómeno del lenguaje. Me preguntaba, entre otras cosas, cuántos de los atentados terroristas, achacados a la guerrilla colombiana, eran una construcción del establecimiento. Si te ponías a ver bien, no había nadie más beneficiado con un bombazo que el aparato estatal. A partir de un atentado, muchos perros rabiosos se podrían quitar el bozal y tomarse ciertas licencias. Gran cantidad de gente se beneficiaba mordiendo el trasero de un caos prefabricado: medios de comunicación, mafias oficiales y no oficiales. En el fondo, la anarquía y el estado de guerra eran los nuevos símbolos de un mundo que se quedaba sin orden. El fracaso de lo público era el caldo de cultivo ideal para el imperio de lo privado.
 
De algún modo, yo había llegado al convencimiento de que la semiología era una llama de luz, dependiendo si la usabas a tu conveniencia. También podría ser un faro muy engañoso y mis escritos de aquel entonces iban en aquella dirección. Me preguntaba por qué, si todos los países teníamos el mismo lío en la cabeza, los norteamericanos usaban tanta economía de recursos en sus piezas literarias y por qué todo en ellos parecía tan simple y claro, mientras que lo de nosotros parecía tan confuso y tan enmarañado.
 
Yendo a la biblioteca, encontraría varias respuestas. Nuestro paisaje era accidentado y profuso, exuberante, lleno de selva contenida. Aquellas, eran unas montañas que te violentaban. Como un ruido visual. Como si el tiempo no fuera suficiente. El paisaje anglo, en buena medida, era lo contrario. Plano, silencioso, homogéneo, predecible y árido como una frase corta. Nosotros éramos sórdidos en esencia. Ellos venían de las estepas invernales. Siempre estaban pendientes de que el clima les fuera a fallar. Nosotros no. Nosotros respirábamos el oxígeno de lo espiritualmente soporífero. Habíamos sido criados en un rastrojo mental. Nosotros no necesitábamos aprovisionarnos y podíamos invertir mucho tiempo sobrante en irnos por las ramas. Ellos, los gringos, requerían llenar alguna bodega antes de hacer efectivos sus versos. Era como si los gringos necesitaran más poética sobre la marcha y menos fafaracha alrededor del punto neurálgico: un sistema de signos que les sirviera para contar historias, pero al mismo tiempo que funcionara para negociar sin necesidad de impostar los tonos. Acaso ellos nos verían a nosotros como a un relato fascinante de misterio y exuberancia.
 
Fui a la sección de clásicos y me hice a un par de libros de Hemingway. Nunca lo había leído, pero sabía que una canción de Metallica había sido inspirada en POR QUIÉN DOBLAN LAS CAMPANAS y que ese título, a su vez, había sido inspirado en un pasaje bíblico. Del mismo modo, una vez había tratado de aguantar la versión cinematográfica sobre mis hombros sin demasiado éxito.
 
Volví a la mesa donde solía sentarme y me puse a devorar a Ernest. Era una mesa en el tercer piso, junto a los ventanales que miraban al oriente. Afuera hacía sol. La gente vivía en el tiempo real. Una sombra de nubes partía el verde del horizonte en degradé. Casi nadie se hacía en el lugar donde yo me encontraba. Todos los usuarios tendían a quedarse junto a las estanterías y en las salas colectivas. Allí, casi todos, eran muy respetuosos con el silencio, pero a mí me gustaba alejarme de los grupos humanos. Veía a todos esos estudiantes de Ciencias Exactas y no entendía por qué no se mostraban más desesperados. De vez en cuando pasaba una loca con pijama, y pantuflas, gritando el nombre de alguien por toda la biblioteca. A veces lloraba. Nunca me voy a olvidar de esa señora. Iba hasta tres veces al día, pero siempre por las tardes, justo antes de cerrar la biblioteca. También, de vez en cuando, iba un loco que se creía dueño del lugar. Si de repente vos tenías los pies sobre una silla o si estabas comiendo o conversando, él venía y te daba la orden de que te comportaras. Ése, igual, pasaba varias veces al día haciendo ronda.
 
El libro que tenía en mis manos era PARÍS ERA UNA FIESTA. Wow! Qué librazo. Me movió todo. Muchas cosas se aclararon frente a mí. Era como si hubieran traído a toda la banda de El Último de la Fila con crayones en mano, y pintura, para que me explicaran de qué iba el arte; como si hubieran servido un postre de yodo después de cenar opíparamente. Antes había una cortina de humo frente a mis ojos, pero ahora Ernest había aparecido detrás de ella; a POR QUIÉN DOBLAN LAS CAMPANAS también me lo leí en un santiamén. Hemingway era un anglosajón en tierras latinas, que escribía como si nunca hubiera salido de Illinois. Nunca generalizaba y todo lo contaba a través de las omisiones. Él era todo eso que yo necesitaba ser. De seguro un libro de Twain me hubiera caído mejor, pero yo ya había cazado unas cuantas apuestas por el capitán. Me parecía increíble que un espíritu tan poderoso se hubiera suicidado. Volví a releer PARÍS ERA UNA FIESTA. No lo podía creer. Estuve con él por las calles de París, sentí su hambre, vi a James Joyce al otro lado de la calzada, pesqué en el Sena y entendí que yo quería escribir así.
 
Pero era inútil. Pensé en renunciar. Sabía que nunca iba a ser tan bueno como Henmigway y ya había calmado las ansias por hacer cine. El guión que tenía en la cabeza, sobre un extraterrestre tomándole fotos a Michael Jackson, era impensable en una sociedad pauperrizada. Los ricos de Estados Unidos eran los únicos con recursos holgados para hacer cine independiente y escasamente lograban recuperar los capitales invertidos. Me gustaba del cine y la televisión que fueran ámbitos ideales para conocer mujeres hermosas, pero eso ya todo se había superado, pues yo había crecido con una falsa impresión. Las mujeres hermosas, delante y atrás de cámaras, todas se habían ido con la Nouvelle Vague. Luego, lo que vino fue un montón de cocodrilos ambiciosos, remozados a punta de cirugías plásticas. La mujer natural ahora existía en el cine y en la vida real con contadas excepciones. Del caso de Colombia mejor no hablemos.
 
No había nada juanrulfescamente elaborado en los libros de Hemingway. Cero supercherías o promesas de una vida ultraterrena. Era una oda al minimalismo, como el tipo de vida que yo siempre había querido llevar en Medellín. Tampoco la sensiblelería tipo Proust, ni la cordialidad marca Borges, eran su fuerte. Hemingway era un boxeador sin afectaciones. Quiso demostrarle al mundo que, al final, todo en esta vida se reduce a supervivencia, y a conducir la especie humana a través de los siglos, y que para ello un líder no podía desperdiciar el tiempo en pamplinas. En ese sentido, sus palabras te transmitían la sensación de que la única religión posible era el amor. Tampoco había que confiar en las aguas mansas. Nunca. Cuando vos estabas muy ocupado en cuidar tu pellejo, no te quedaría agenda para ponerte a socializar con las fieras. En efecto, Ernest te estaba diciendo que, si una comunidad quería salir adelante como nación, tenía que liberarse de compasiones, melodramas y humanismos exacerbados. Como quién dice: ahórrate tu cálido saludo y entremos en materia. Tenemos bastante trabajo por hacer. Hay que llevar la escala humana a la misma medida de una fábrica. De lo contrario, olvidate. No te despidás.
 
La complejidad se había deslizado por las hendijas de un desagüe y me sentía supremamente identificado. Armonizaba en concordancia con la etapa sombría que estaba viviendo. Justo el grado de claridad requerida en una casita hecha de cobijas a la hora de dormir. Los libros, que había leído en mi adolescencia, me habían ayudado a convertirme en un ser bastante complejo. Me habían nutrido y mi mente se había expandido hasta hacer crujir el cráneo, pero en estos momentos necesitaba ser un ingeniero industrial y diseñar una máquina de sueños que se pudieran tocar. Deseaba que toda una galaxia de conocimiento se redujera a dos granos de arena. La policía allá afuera estaba pisándome los talones. Yo pensaba que me buscaban por lo sucedido en la iglesia, pero los cargos estaban relacionados con el hecho de que mi padre en realidad había sido encontrado muerto a las afueras de la ciudad. Por el lado de A, ella seguía llorando a Trujo y el sicario estaba limpiando mi barrio, bajo mi asesoría y colaboración. Le había dado nombres de jíbaros, putas, lesbianas, maricas y demás desechables de la sociedad y el sicario me había recompensado con creces.
 
No debía darme por vencido. Mucha gente afuera de las bibliotecas lo estaba intentando. PARÍS ERA UN FIESTA había logrado reconciliarme conmigo mismo. Al cerrar el libro, pude perdonarme un montón de reproches escritos en los restos de ese galeón hundido que todos llevamos por dentro. No tenía la menor idea de quién había caligrafiado eso, ni me interesaba averiguarlo. Sólo quería salir de allí y escaparme con el oro. Y sin decírselo a nadie.
 
Miré por los ventanales y la tarde empezaba a caer. Amenazaba lluvia. Salí a la calle y tomé un taxi al centro de la ciudad. Estuve un rato merodeando por Maracaibo y cuando menos pensé estaba un poco ebrio. Esas cosas pasan sin que te des cuenta. Subí luego hasta la Avenida Oriental y proseguí hasta el bar de A. En la barra estaban los borrachos convencionales. Entre ellos, uno de esos sujetos que con el tiempo se convertiría en editor de El Malpensante. O sea. La mejor chamba para todo relacionista público frustrado. Hablo con la verdad. Si vos infructuosamente habías tratado de ser una vedette ó una drag-queen, entonces El Malpensante era la mejor plataforma para catapultar tu trabajo al estatus de circo y, de paso, subsanar tus vacíos literarios por medio de las relaciones públicas.
 
Eso era lo que me gustaba del bar de A. Que siempre te topabas con gente que iba a ser famosa o que ya lo eran. De repente te descuidabas y terminabas hablando con Juanes o con Shakira o con ese tipo de farándulas que ahora salen tanto en los tabloides y en los realities. Una vez estaba tomándome una cerveza en las mesas de afuera y se me sentó Salma Hayek al lado. No lo podía creer. Salma no era colombiana pero ahí estaba, lo juro. En el bar de A también conocí David Beckham y a Javier Bardem cuando todavía no eran nadie. A Joe Arroyo, a Martín de Francisco, a Sergio Fajardo y a Antonio Navarro Wolf. Gente así, que iba a Medellín y quería probar algo diferente.
 
Miré a A y la vi apocada, pero siempre al frente de batalla. Se notaba aún su dolor por Trujo, pero no era de esas mujeres que podías tumbar con dos tragos de distinto licor. Me senté en la barra junto a los demás. Saludé de mala gana. No quería contagiarme de la falsa alegría paisa. Había un par de conocidos que, una vez notada mi presencia, empezaron a enfatizar el fajo de billetes que cargaban en sus bolsillos. Evidentemente habían leído mi novela. Allí había escrito varios capítulos sobre la pobreza de ciertas personas en Colombia y muchos de mis lectores querían demostrarme que esos capítulos estaban errados o que por lo menos no se consideraban parte de ese paquete. Ellos no tenían un carro de su propiedad, pero querían dejar claro que tampoco montaban en bus: que al menos para taxi les alcanzaba. Ese había sido uno de los efectos más simpáticos de La Llaga, mi novela. Viejos amigos se encontraban conmigo e inmediatamente se afanaban en demostrar que no eran tan pobres. La efectividad de la novela consistía en haber retratado el miedo a la pobreza en un país subdesarrollado; la dignidad de la clase media en un país de media clase.
 
Pedí una cerveza, intercambié un par de chistes con A y seguí hojeando la revista. No entendía nada. Me sentía como hojeando un periódico coreano bajo la ducha. Se suponía que era una revista cultural donde validaban las carreras de un montón de artistas. Entre ellos, varios escritores. Casi todos los artículos se basaban en entrevistas y su criterio de legitimación era la opinión de otras revistas. Yo seguía sin entender. ¿Cómo era posible que alguien te pudiera decir a vos lo que estaba bien en algo tan personal cómo una búsqueda estética? ¿Cuál sería el próximo paso del periodismo cultural? Yo sentía aquello como si un periódico saliera a publicar que tu novia era bonita o no. A vos qué mierda te importaría si tu novia le pareciera bonita a los demás. Esto ya era el colmo de la perversidad.
 
Necesitaba aire fresco. Fui afuera. Me senté en uno de los muritos del parque y me dispuse a terminar mi cerveza. Vi a la gente alrededor y los escuché hablando de diferentes temas. En aquellos días el gobernador saliente de Antioquia era Álvaro Uribe Velez y muchas cosas se decían de él en relación con las Convivir, esa suerte de comandos especiales conformados por gente del común, armados hasta los dientes. Eran comentarios en voz baja, casi susurrados, como si de algo sagrado se tratase. Pensé que si el límite de nuestro universo era el mismo límite del lenguaje, entonces el de nosotros llegaba a la vuelta de la esquina.
 
23.
   El 21 de marzo del 2003, me disponía a celebrar mi cumpleaños número 32 en un bar inglés de New York. Estar en aquella ciudad era como descender un peldaño más en la larga escalera que bajaba a la cava de los vinos para los invitados especiales. Bueno, también era la ciudad de Desayuno en Tifanny´s y de Whitman y de Poe y de Dorothy Parker; de Woody Allen y de Spike Lee. En cualquier momento corrías el riesgo de encontrarte con uno de ellos y comprobar un destello especial en su mirada.
 
El bar estaba conformado por una típica barra deportiva con espejos por todos lados, un barman, puro mono ojiazul como clientes y una fila de televisores colgando del techo. Aparte de mi cumpleaños, la CNN también celebraba que Estados Unidos hubiera lanzado su primera invasión a Irak, después del 9-11. Digo "celebrar" porque, aquella respuesta de parte del gobierno gringo, tuvo una alta participación de los medios de comunicación. Fueron los periodistas quienes, en su momento, más aplaudieron un gesto de retaliación militar y pusieron a la opinión pública en favor del espíritu guerrerista. Hoy en día se quieren lavar las manos y criticar la política exterior del señor Bush, pero en esos días las cosas eran a otro precio. Todo el mundo quería patear el culo de algún árabe.
 
De modo que ahí estaba yo, en un bar de británicos, viendo la transmisión de la primera noche irakí. Diablos. Aquello parecían los festejos del cuatro de julio. Había alborozo y júbilo en las calles. El invierno se estaba yendo y la nieve aún no se acababa de derretir. Pero el ambiente era de jolgorio. Parecía que la invasión hubiera sido pensada para que coincidiera con el inicio de la primavera. Por los parlantes no paraban de salir las típicas canciones que se solían escuchar en los barrios irlandeses de Queens; London Calling, Sunday Bloody Sunday; Creep y esas cosas. También era motivo de agasajo que aquel hubiera sido mi último día de trabajo en la remoción de escombros. Me había pasado los últimos seis meses tragando polvo en el sur de Manhattan y ya era suficiente de ello. Ahora no sabía en qué iría a trabajar, pero, por el momento, ese puñado de dólares bajo mi colchón me alcanzaba para pagar otro mes de renta. También podría tener unas semanas, con más tiempo libre, y así avanzar en ESCRITO EN LA NIEVE. Aquella novela que había planeado en el cybercafé de mis amigos en Medellín y que ahora quería acabar. En realidad era la continuación de PELÍCULAS DE CARRETERA, mi anterior obra literaria y no tan famosa como LA LLAGA.
 
Es extraño cómo funcionan las cosas en literatura. Mucho más distinto que hacer videos. Es como comprar zapatos. Si vas a la tienda de calzado y hay convicción, no lo pensás dos veces y decís: ¨me los llevo¨. Vas a la caja registradora y los pagás. Listo, fácil. Tenés unos Adidas nuevos. Lo mismo sucede cuando estás planeando una novela: si hay convicción frente a una idea, sentate y escribila. Pero si no, pensalo dos veces, antes de llevarte esos Nike a casa. Si no hay convicción total, es que hay algo que no podría estar funcionando. De pronto sos tan testarudo que te llevas esos zapatos y resulta que con el tiempo no te los volvés a poner, porque no eran de tu completo agrado. Ese color blanco, o lo poco ergonómicos que eran, ó algo. Lo mismo me sucedía a mí con "PELÍCULAS.." . Fue un manuscrito que me llevé a todos lados tratando de que algún día aprendiera a caminar, pero nunca pudo, a pesar de rescribirla cientos de veces. Se quedó paralítica, en su lugar, entre mis calcetines. Y nunca salió por sí misma de allí.
 
En cambio con ESCRITO EN LA NIEVE la cosa parecía distinta. Desde el principio siempre me asaltó cierta sensación de seguridad. Era un plan maestro. Nada podía fallar. Lo tenía todo perfectamente calculado y sentía que su ejecución dependía completamente de mí. No es como cuando vos hacés una película, en la que dependés de un montón de gente, pero, sobre todo, de mucha suerte. En un rodaje, a veces, las cosas encajan tan bien que hasta las malas ideas terminan convertidas en grandes obras de arte. Era un poco lo que me había sucedido con Valium Colectivo, mi primer video argumental. Un guión mediocre, de repente se había tornado en una buena pieza artística, por azar, por la buena providencia, por lo efectivo de una buena actuación y, de pronto, de cierta inspiración a la hora de mover la cámara. Es algo mágico y divino que se toma la producción desde el principio y no lo suelta hasta el final. En ese sentido siempre he sido muy religioso, o supersticioso, como lo quieran llamar. Existen otras veces en que tenés un guión perfecto y todo se te daña en la puesta en escena o en la edición. En esos casos, es que la magia no fluyó. Olvídalo. No hubo fortuna esta vez. A la película le cayó mal de ojo y eso no se lo quita ni la bruja de Perro Come Perro. También puede ser que la gente que creías competente no lo era tanto, o no estaban en su mejor momento. Pueden ser muchas cosas.
 
Pero en el caso de las novelas, las magias fluyen de otra manera. Vos las podés controlar y, si te acordás de cerrar la puerta y apagar el teléfono antes de encender el computador, no vas a depender de terceros. Nadie te va a dañar tu pasaporte a la inmortalidad.
 
Por ésa, y por muchas razones más, me sentía tan bien en Nueva York. De alguna manera extrañaba a mis amigos del cybercafé, todas aquellas noches filosofando sobre Internet y moliendo ideas para diferentes proyectos en compañía de un buen porro. Pero ahora, por fin, podría sentarme a escribir y probar qué tan bueno era un escritor dentro del cuerpo de un ordinary man, y qué tanto podría alimentarme sólo de literatura. Sentado en aquel bar la palabra amor también pasó por mi cabeza, pero ya tendría tiempo para eso. Ahora estaba muy ocupado aprendiendo a contar historias. Una nena de California de vez en cuando venía a la Costa Este y nos juntábamos por un par de días, hasta que ella tenía que coger el avión. En ese grado es que yo necesitaba una mujer por el momento. La dosis ideal de afecto para alguien que sólo quería aprender a escribir.
 
Nueva York, para mí, era ese tipo de ciudad donde podías congeniar con dos tipos de personas: los que iban por razones económicas y los que llegaban por vergüenza de ser unos perdedores en su país. Era más fácil ser un perdedor afuera que adentro. La verdad es que si vos no habías tenido ninguna suerte de desgracia en tu tierra natal, nada tenías que estar haciendo como residente en Estados Unidos. Hablando con sinceridad, la superpotencia era una sociedad que no le agregaba nada extraordinariamente interesante a tu vida. Por el contrario, si te descuidabas, había muchas cosas que podía quitarte, para siempre, sin ningún chance de que lo pudieras recuperar. A veces, todo prófugo podía encajar en ambos bandos, pero yo no me sentía uno de ellos. Yo me sentía parte de una tercera categoría más invisible y menos común; la categoría de los mirones, la categoría de los testigos absolutos. Había ido para ver lo que Colombia podría ser cuando fuera adulta y, lo que nunca había podido ser, cuando ya la historia se estaba acabando.
 
En lo personal, también conocía un buen puñado de amigos y amigas que estaban en aquella ciudad tratando de salvar un ego que en Colombia había salido mal librado. Yo siempre quise mantenerme al margen de esa actitud. Ahora ellos y ellas habían conseguido esposas gringos y un diploma internacional, ¡GRACIAS ESTADOS UNIDOS! ¡La hicimos! Tal vez yo debía hacer lo mismo. No lo sé. Pero no lo hice. Tampoco sentía que tenía tiempo para eso.Esa no era mi forma de proceder. Si había un último lugar de la tierra que yo quisiera conquistar, ése era Gringolandia. No como yo quería. Mi producto no era algo que pudiera ir en la canasta familiar de un esquater y en Nueva York, de algún modo, todos lo eran. Para mí, USA ya tenía el cupo completo en cuanto a héroes y me parecía un poco depravado ser profeta en cielo de muchos y capitalizarlo en tierra de nadie. Yo apenas daba los primeros pedalazos de un largo recorrido. Me faltaban unos veinte siglos de cultura escrita que me llevasen a donde yo quería y no iría a arribar como un Santa Claus, sacando codo por la ventanilla de un avión.
 
Sobre la barra de aquel bar, junto al piano, había un montón de ejemplares del New Yorker, New York Times, Astoria Times; Diario La Prensa, L Magazine; Village Voice y The Sun. Atrapé varios de ellos y me puse a leerlos mientras saboreaba un Scotch. Había ido solo a aquel lugar, porque ninguno de mis conocidos gustaban de pubs europeos. Los unos porque se las daban de políticamente correctos y se la pasaban bailando cumbia en el ghetto, y los otros porque no se sentían dizque a la altura de un antro de marineros blancos. En mi caso no era ni lo uno ni lo otro. Era que el bar estaba al frente de mi casa. Vivía en un barrio de clase obrera que había sido construido por los irlandeses a principios del siglo 20. Fui feliz allí. Los obreros en Nueva York vivían como los ricos en Colombia. Con el mismo tipo de estupideces en la cabeza. Muchas de aquellas calles aún conservaban aquel espíritu verde, con bares atendidos y frecuentados por fríos ingleses de muy elegante vestir. Me fascinaba aquel barrio. También lo habían empezado a invadir los latinos, pero tenía una biblioteca pública con muchos títulos de última generación. Libros publicados por un montón de buenos escritores veinteañeros que aparecían y desaparecían de las páginas del Village Voice como por arte de magia. Aquello me causaba algo de gracia, porque los calificativos que se usaban para denominar a las nuevas promesas, eran del tipo: "Su prosa es la de un Camus en el siglo 21". No había otra forma de promocionar a un producto artístico. La industria editorial siempre citaba la opinión de alguien famoso y la ponía detrás de la cubierta del libro. Era como si a aquellos libros no los fuera a comprar gente inteligente, como si la ciudad estuviera llena de borregos que seguían los dictámenes de una moda. Nunca pude entender aquel comportamiento de la cultura de masas. Yo opinaba que en Nueva York el grueso de la gente era más lista que eso. ¿Por qué seguían con lo mismo? ¿Acaso creían que uno iba a comprar un libro porque Magic Johnson lo había leído y le parecía del putas? ¿A mí qué me importaba que Martin Scorsese hubiera hablado maravillas de Lost in Traslation? Yo me sentía con suficiente criterio como para escoger una película en la cartelera sin necesidad de qué Polanski me viniera a validar nada.
 
Bueno, si lo decía Spielberg, ya lo pensaría dos veces.
 
En los días de nevadas fuertes, Sunnyside era uno de los sectores que más se paralizaba en la Gran Manzana. Pero también se llenaba de silencio y nadie tenía que ir a trabajar y yo adoraba mirar por la ventana de mi cuarto y ver a la gente avanzando con dificultad por esos paisajes blancos, llenos de brizna y escarcha. Hubo weekends enteros en que no se podía salir a la calle y yo me quedaba delirando con mis recuerdos de Colombia. Sorpresivamente se me aparecían las caras de mi madre y de los policías dibujados en el techo y yo me descubría gritando cosas como: "yo no lo maté, ¡lo juro! Yo no lo hice". De repente mis vecinos me despertaban tocándome la puerta. Me decían con su acento ecuatoriano de la sierra: "¿Vecino, a quién mató? Lo escuchamos gritando un nombre".
 
- Ah, sí- les decía yo - es el nombre de mi padre. Pero yo no lo hice. Yo no lo maté.
 
En aquellos periódicos, vos podías leer titulares de todo tipo. Era como una suerte de mediodía en Estados Unidos, históricamente hablando. Los mensajes que flotaban en el ambiente hablaban de una sociedad con mucha hambre espiritual, mucho cansancio, mucho mal genio y muchas necesidades de irse a almorzar y hacer la siesta. En mi opinión podrían comer, pero no podrían dormir. No estaba dentro de su cultura. Necesitaban conservar su puesto como líderes económicos y el Euro les estaba mordiendo las orejas. Noticias como las del corresponsal Peter Arnett, despedido por dar una entrevista a TV iraquí, daban ganas de jalarse los pelos de la nariz. La revolución en Internet también estaba haciendo que los periódicos importantes como el Washington Post, Daily News y New York Times despidieran a sus periodistas en forma masiva. Una máquina ahora podía hacer el trabajo de 20 personas. Imaginaros cuántas personas perdieron su empleo por entonces. Las cifras subían a miles. La ciudad, en cabeza de ¨Major Bloomberg¨ planeaba, de igual modo, reactivar la actividad cinematográfica después de los atentados. El rodaje de las películas se había suspendido a manera de duelo.
 
Me encantaba hacer aquello; mirar el estado mental de un grupo humano a través de sus periódicos. ¨Paracaidistas norteamericanos habrían sido sitiados en el norte de Irak, según informó la cadena Al Jazeera - Estarían cercados por las tropas iraquíes y fuerzas tribales en la zona de Nenuva, cerca de Mosul…¨; The Sun; ¨Llegaron 5000 voluntarios árabes a Bagdad para sumarse a las fuerzas iraquíes - La resistencia contra la invasión crece día a día, al mismo tiempo que se hace evidente que los aliados han perdido el control de la situación…¨ Village Voice. ¨Piden a la ONU que George W. Bush y sus aliados sean juzgados como criminales de guerra - El presidente del Parlamento de Indonesia informó sobre su iniciativa, a la cual espera que se sumen otras naciones para realizar el juicio contra el presidente norteamericano…¨ New York Times; ¨Sismólogos rusos advierten de que los bombardeos masivos en Irak podrían desencadenar terremotos en la región - Las consecuencias de la guerra son imprevisibles en muchos aspectos¨, Astoria Times; ¨La Liga Arabe rechaza las acusaciones de EE.UU. contra Siria - Amro Musa, secretario general de dicha organización, dijo que EE.UU. buscaba únicamente crear confusión y que podría agravar el conflicto…¨ Diario La Prensa.
 
Pedí otro trago y eché una mirada alrededor. Había muchas mujeres en grupos, pero no estaban allí en plan de ligar. Sólo conversaban y discutían las imágenes sobre la guerra. Hablaban incluso con más propiedad que los hombres. A simple vista parecían más educadas que ellos, pero en un bar a las 11 de la noche eso importa poco. Al fin de cuentas, todos allí, hombres y mujeres, tenían pintas de oficinistas. No era el mismo aspecto de los clientes de fin de semana. Los obreros de la construcción no frecuentaban los bares entre semana, pues los empleos rudos en Nueva York eran fuertes y demandantes. Vos no podías dar la medida si ibas con resaca a levantar paneles de sheet-rack. Nueva York era una plaza dura. El viernes en la noche este bar se llenaría de irlandeses alcohólicos que terminaban rodando por las aceras cantando canciones folk e himnos antiguos hasta el amanecer, a veces abrazados con los mexicanos de las cocinas y a veces cortejando otras irlandesas del sector. Por el momento sólo había gente que podía llevar la noche con cinco cervezas e irse a casa.
 
Nueva York era una ciudad llena de historias. Si mirabas afuera, veías a alguien limpiando la nieve en el parabrisas de su carro ó a una muchacha muy bonita yendo con su ropa sucia a una lavandería de 24 Hours Open. A nadie le importaba que le vieran los calzones cagados. Vos sólo te limitabas a poner monedas de 25 centavos en la ranura, mientras hacías cuentas de lo que te faltaba por hacer. También había gente en la aceras removiendo esa última nieve del invierno, paleando con esfuerzo, mientras expulsaban grandes bocanadas de gas carbónico. Cada persona que te encontrabas en la calle era susceptible de que la invitaras a un romántico cafetín y que te soltara su rollo. Si te descuidabas, podías tropezar con los electrodomésticos y demás enceres, en buen estado, que los newyorkinos tiraban a la calle para que el camión de la basura se los llevara.
 
Allí los dólares no estaban en las ramas de los árboles como te lo hacía creer la mitología popular, ni era del todo la ciudad que nunca duerme, como te la vendían los medios de comunicación. Pero sí era cierto que, si necesitabas un televisor o un horno microondas, sólo tenías que salir a la calle y recogerlo en cualquier esquina. Todas las noches yo me deleitaba con la escena de los inmigrantes recién llegados, arrastrando un colchón lleno de pulgas hacia sus apartaestudios recién rentados. Siempre quise escribir sobre ellos. De hecho, siempre podías encontrar un relato vivencial, de ese tipo, en los miles de pasquines literario-independientes de las librerías.
 
Parecía como si todo el género humano se hubiera venido a la capital del mundo y los parques de Medellín se hubieran quedado desiertos. Me sentía que estaba donde había que estar y cuando había que estar. Ser o no ser, era lo de menos. Lo importante es que en ese momento podías entrar a cualquier deli store y ponerte a comentar sobre la caída de las Torres Gemelas, con testigos de primera mano, con gente que había estado a pocos metros de allí; personas que aún estaban traumadas y que tenían un psicólogo asignado por el estado. Rumanos, algonkinos, camerunenses, todo el planeta se había ido a Nueva York.
 
Yo no era uno de ésos que le había cogido miedo a una bomba terrorista en un tren, pero tal vez iba en ese camino. No lo sé. A todos nos afectó mucho aquello. Fue la verdadera partición de la historia moderna. Todo lo que le ha pasado a los terrícolas de ahí en adelante, surgió de aquella ciudad y de aquellos días y yo estuve ahí para medir la onda explosiva en las esquinas. Eso no me lo quita nadie y lo viví sin afanes. Yo pude detectar el tono con el que hablaban las personas antes y después de los ataques, y yo supe a qué olía la ciudad de Nueva York durante esos acontecimientos registrados en el imperio más grande de todos los tiempos.
 
Obviamente hablamos de una conspiración afortunada. Un lúgubre regalo del destino que ningún escritor en ciernes podía menospreciar. Sentía que aquello me había hecho olvidar de mi adicción a las Vitaminas PURO STATU QUO y a la coca, aunque podías estar muy seguro de nada. En cualquier momento podrías recaer.
 
Era hora de ir a casa y aporrear el teclado de ese IBM rescatado en las ruinas del WTC. No era hora de darle vueltas a lo que decía El Diario La Prensa sobre Colombia, en su sección internacional. Carlos Castaño era un mal cantado y en Estados Unidos apenas se empezaba a saber de él. Yo nunca lo conocí personalmente pero se me hacía fatigosamente familiar. Llevaba más de diez años escuchando sobre él. La primera vez había sido cuando compartía apartamento con uno de tantos suicidas en Medellín. Mucho antes de conocer a A, a B y al sicario. El suicida, quien lo era en toda la extensión de la palabra, me había informado de un lugar en la costa colombiana, donde no podías transitar libremente sin el salvoconducto del señor Castaño y su hermano. En su momento aquello había sonado fantasioso y delirante, como un Lado B de la mitología Pablo Escobar. Hoy no lo era tanto.
 
Cerré el periódico y lo puse donde lo había cogido. Por un momento me había olvidado que estaba en Nueva York. Miré hacia la barra y vi un montón de billetes de dólar diseminados a manera de propinas. Aquello me confirmó que ya no estaba en Colombia. En ese bar la gente dejaba su dinero al lado de sus tragos y nadie lo tocaba. Como dueño de aquellos billetes, vos podías irte al baño, salir a la calle a comprar cigarros y los dólares permanecían en su lugar. Era lo que en Colombia se llama ¨dar papaya¨. Aquí no existía ese concepto a un nivel micro y muy seguramente tampoco a un nivel macro. Antes que aprovechar papayazos, la gente de aquel bar respetaba los dólares ajenos, así estuvieran al alcance de la mano. Yo no sabía cómo entender eso. Obviamente no como un papayazo y pedí otro trago y me puse a ver la guerra por CNN.
 
Pude percibir que las informaciones de la televisión tenían un enfoque contrario a las informaciones de la prensa. La CNN estaba haciendo una especie de reality de la guerra, mientras que en la prensa se ocupaban de otras cosas como la historia de un haitiano que convivía con un cocodrilo y un tigre, adultos, en su apartamento del Bronx, o como la demanda que le habían puesto al periódico HOY por inflar sus cifras de distribución. En Estados Unidos eso era una cosa muy seria. No era como en Colombia que muchos diarios importantes inflaban sus cifras, y mucha gente falseaba estadísticas, y no pasaba nada. Meses después, el periódico HOY perdería la demanda y tendría que declararse en banca rota. Seguiría circulando, pero diezmado, con la mitad de sus páginas habituales y con una distribución gratuita. Con el agravante de que no prestaba ningun servicio práctico, como lo hacían otros los periódicos gratis del área.
 
Oh, sí. Había vuelto a hojear uno de los periódicos sin darme cuenta. Allí estaba. Tal vez era hora definitivamente de irme, pero estaba celebrando. Aún tenía dinero y los tragos me ponían muy dispersamente contento. No era Hemingway, no era París, pero era Nueva York y era yo. Alguien que muy pronto lo lograría. Estaba a punto de encontrar el tono e irme a vivir en él hasta morir, como Elvis en Graceland.
 
En los subtítulos de la CNN decían que el alcalde muy pronto iba a poner en marcha la ley que prohibía fumar en todos los sitios nocturnos; un modelo que después adoptarían capitales como París y Lóndres. Una rubia, que había al lado mío, quiso comentar aquello, pero yo difícilmente pude entender su acento británico. Por el tono de su lenguaje corporal sólo pude detectar que estaba enojada con la medida. Le respondí con mi versión de los hechos y seguí hablando otro rato para disimular mi falta de entendimiento. Yo era capaz de expresarme, pero tenía un oído pésimo. Luego se me terminó el dinero y me fui a la casa. En la calle vi que estaban rodando una escena nocturna de la primera película del Walt Disney, post ataques 911. Los estudios de Hollywood gustaban mucho de filmar en aquel barrio. Luego lo sabría. Cerraban manzanas enteras y parqueaban sus tractomulas a lo largo de todo el sector. A veces caminabas kilómetros y el paisaje siempre era el mismo. Montañas de equipos de filmación tan grandes como casas. Pregunté por el nombre del director y de los protagonistas, a quienes cuidaban el paso de los curiosos y me quedé allí hasta el amanecer. Recé porque esos encuentros obedecieran a una especie de hermandad cósmica y de alguna manera lo eran. Mi puntería era una destreza que se afinaba sola, de manera automática.
 
24.
   La circulación de ESCRITO EN LA NIEVE supuso un cambio drástico en mi forma de procesar la información. El grueso de la sociedad piensa que todo lo que hay en un libro hace parte orgánica del sistema de creencias de su autor. Nada más descabellado. Los narradores sólo somos antenas receptoras. Reproducimos un cúmulo de mensajes que captamos desde el aire. Yo sólo trataba de compartir un par de pensamientos con algunos amigos a través de Internet, pero ahí estaban esas cartas. La cosa se había desbordado. Muchos decían que yo representaba el nacimiento de una nueva forma de escribir, que había inaugurado el siglo 21 mucho antes de que cayera la bola gigante de Times Square. Otros decían que ¨el Mesías de Internet había llegado¨.
 
En los periódicos El Correo de Queens y El Especialito, pude leer calificativos como, ¨El Punkero¨, ¨Un Primer Grunge De La Literatura Colombiana recorre las calles de Queens¨.
 
Obviamente, quien escribía esos apelativos no tenía ni la más remota idea de lo que era un punketo ni un grunge. Solamente jugaban a los dados en esa tormenta de ideas que es la opinión pública aficionada. Un punkero no era más que un romántico con la cabeza en el fango. Lo mismo los roqueros y los grunge. O sea. Una mano de aparecidos ahí. Tal parecía que mencionar la palabra ¨poeta maldito¨ les daba cierta toque chic a su forma de torcer los labios. En la revista Go Mag de España, un periodista también había publicado que yo era el Sonic Youth de la literatura colombiana. Sinceramente, comentarios como ése hacían que yo pasara varios días aterrorizado bajo las cobijas. Ellos me hacían acordar de otras vidas pasadas, cuando yo había sido un perro lanetas y salía huyendo ante el ruido de los aviones.
 
Las opiniones de quienes leyeron aquella novela siempre me hicieron sentir como un lote baldío en medio de un barrio residencial. Yo no pensaba luchar contra eso. Yo sentía que seguía siendo el mismo chico que corría tras un balón por las calles de Medellín y que de vez en cuando hacía enfadar a mamá. O sea. Un muy buen cristiano con los pies puestos sobre los ejemplares de la enciclopedia Salvat. Si algún día me habían sancionado en el colegio, no había sido por ser culpable de romanticismo. No ese tipo de romántico. No el alumno calavera que se deslizaba a hurtadillas para tocar la campana. Yo odiaba ese tipo de rebeldes. Yo venía de otro lugar. Yo medía muy bien cada trasgresión y quería que éstas tuvieran un efecto más allá del simple escándalo. Yo sólo estaba aprendiendo a escribir bien y quería vender muchos libros cuando lo lograra. Yo no era uno de esos poetas creando una gaceta cultural para expresarse. Una vez había visto a un amigo de la infancia recogiendo un paquete de melcochas que se habían caído de un camión, para luego venderlas en la escuela a precio de restaurante cinco estrellas. Ese era mi Colombia personal. De ahí venía yo. Un país de clasemedieros, hechos ricos a la fuerza. Si vos ibas a los países del primer mundo, podías encontrarte a un montón de mestizas universitarias tratando de conseguir marido blanco y millonario. No las culpaba. Yo simplemente era un tipo que había llegado a la vejez 30 años antes de tiempo y que había perdido una familia un siglo antes de lo normal. ¿A dónde se habían ido esos paseos a Tolú con mi padre y mi madre y sus amigos? ¿Dónde se habían extraviado esas tardes de una soleada playa, comiendo sancocho de pescado?
 
Evidentemente, tras el repicar desesperado de una banda marcial, alguien se había saltado una etapa en su vida y me quería echar la culpa a mí. En aquellos días alcancé a preguntarme por qué tenía qué pagar yo los platos rotos de que a muchos los hubieran estafado con la cátedra de Seminario de la Calle II.
 
El Paisa Times, por su parte, me señalaría como ¨El real primer primitivo de la era digital¨. ¿Qué significaba aquello? Yo no captaba nada.
 
Si algo me consideraba, era ser un ciudadano decente y correcto. No había nadie más pro-sistema que yo en todo Nueva York. Sin ninguna filiación política, pero sabedor de las bondades del orden. Como videasta, yo no quería dañar nada. Yo quería que todo siguiera su curso. Las porcelanas en su lugar. Necesitaba al mundo intacto para poder criticarlo. Sin él, mi arte no tendría ningún poder. Lo que pasa es que no era ningún hipócrita tampoco. Nunca había aprendido a mentir sobre mí mismo como hubieran querido, que lo hiciera, esos periodistas que hablaban de mí.
 
Yo los entendía a todos de cualquier forma. La mentira también es una arte que merece su reconocimiento. Los comunicadores sociales, sobre todo los más jóvenes, son ese tipo de almas que necesitan creer en algo, mucho más que acercarse a la verdad. Yo era igual. Pero nunca vine a Nueva York a hacer la pantomima de la justicia y la moral, a través de una ONG. Tampoco había venido a prostituirme para obtener un papel en la billetera y otro en la pared de tu cuarto. Mucho menos estaba dispuesto a hacer lo que fuera para darle la vuelta al mundo.
 
En mi correspondencia pude leer e’mails como, ¨TE DESCONOCEMOS¨. Wow. La cosa estaba pasando de castaño a oscuro. El sicario también me había escrito una par de cartas. La primera, diciendo que la policía seguía buscándonos y que ahora sí me iba pegar el tiro que siempre debió pegarme. La segunda contándome detalles de la enfermedad de su madre, de cómo lo habían sacado de su puesto en la alcaldía de Medellín y de las condiciones en que había hecho desaparecer los restos del ¨blanquito¨, al cual había secuestrado. Era una carta bastante escatológica. No escatimaba escrúpulos en referirme anécdotas y descripciones de tortura al secuestrado, hasta matarlo, por el solo hecho de que fuera de tez pálida.
 
Yo agarraría aquel par de cartas y confeccionaría dos avioncitos y los lanzaría por la ventana de mi habitación, para que se quedaran enredados en alguna terraza desierta.
 
Se hacía tarde en Nueva York. Mucha gente se tomó el derecho a decir que yo era su amigo, pero principalmente, ciertos individuos que apenas conocía, se estaban tomando el privilegio de hacerme su enemigo. La puerta del 41- 08 no paraba de retumbar.
 
Una vez, el editor de la revista Divino Magazine se metió por la ventana de mi habitación y quiso que yo le diera un par de palmaditas en la espalda. Yo no se las di, pero igual, él se dio cuenta también de que yo sólo era un chico en una habitación, con una máquina de escribir y un par de cervezas en el refrigerador.
 
Ese editor era el famosísimo Jon Ospina. Uno que se hacía pasar como diseñador gráfico, pero en realidad era el cerebro detrás del poder. Tenía toda la perversidad de un gato cazando ratones al amanecer. Había estudiado en la Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín y tenía todo el lastre católico en su acento paisa. Era ese tipo de personas que te encontrabas en medio de la oscuridad y le brillaban los ojos, mientras se te quedaba mirando fijamente. Al final, sacaba un cigarrillo y te ofrecía fuego con una antorcha hecha de estopa y parafina. La revista que tenía en sus manos era uno de los primeros números.
 
Jon Ospina había irrumpido en el mercado llevándose por delante a Rock Clandestino, otra publicación musical de New Jersey. Jon me preguntó que opinaba de la revista y yo le dije que lo único que encontraba interesante era un artículo del cronista pop Gastón Stinger, criticando la ramplonería de la emisora La Mega, y en especial de su programa EL VACILÓN DE LA MAÑANA. Se trataba de un artículo bastante racista y anti-inmigrante, pero al parecer, ese tipo de alabanzas no eran de las que quería escuchar Jon. A mí me parecía que la actitud de Gastón era más honesta que el de muchos otros periodistas, quienes se valían de un discurso políticamente correcto, para captar el beneplácito de los comerciantes necesitados de exenciones tributarias.
 
Yo opinaba que ése no era el sendero a transitar para el periodismo. Jon, como buen empresario del star system, prefería ir tras un par de tetas. Y si eran las de Paulina Rubio, mucho mejor. Era otra lógica; su lógica, y también era preciso respetársela. Por demás, Paulina Rubio era una mujer que estaba buenísima. Hoy en día, Divino Magazine es una revista que dictamina los vientos de la escena pop en Queens, Nueva York, y yo tomaría otro vuelo.
 
El Estados Unidos latinoamericano aun no estaba preparado para mis escritos y las groupies, agolpadas fuera de mi casa, así me lo demostraban. A mediados de la primavera, yo también había mandado a timbrar unos folletines de un pequeño cuento y lo había puesto a la entrada de todos los supermercados, con mi correo electrónico al reverso. Mi buzón de AOL colapsó por la excesiva correspondencia y nunca pude volver a entrar en él. Tuve que sacar una cuenta en Yahoo y otra en Hotmail. Todavía no existía Gmail ni mucho menos las redes sociales como Blogger o Myspace. Los computadores escasamente superaban las 120 gigas de memoria RAM. Yo había logrado obtener fuego con dos trozos de madera sin que a los humanos se les hubieran desarrollado las palmas de las manos.
 
Por lo general, todos los e’mails que recibí de ahí en adelante, eran puros insultos. Hubo un momento en que hasta me daba miedo salir a la calle. Cierta vez, un salvadoreño me tomó una foto en un restaurante y dijo que si se la podía autografiar. Yo le dije que me estaba confundiendo. Él se fue hasta el mostrador y se puso a hablar con los camareros. Todos miraron en mi dirección y después no paraban de susurrar cosas, mientras me miraban. De repente me habían empezado a tratar muy especialmente. Me ofrecían Merlot, cortesía de la casa, postre y esas cosas.
 
Así era. Mientras los extraños de la calle, y gente de otras nacionalidades, me tildaban de genial, mis viejos conocidos y coterráneos me tachaban de loco y peligroso. En Nueva York había una millonada de colombianos que iban a vender ideas falsas de progresismo y esas cosas. Yo escribí sobre eso y por eso siempre me odiaron. Con eso engatusaban a los miles de indios excluidos de Latinoamérica. Eso era lo que veías principalmente en aquella ciudad. Hordas de indígenas con cero grado de alfabetización, siendo comidilla fácil para justificar los presupuestos de Non Profit Organizations y patrones esclavistas.
 
Al final, los colombianos estamos cortados con la misma tijera del arraigo y el tradicionalismo. Nos sentimos muy bien en ese escenario espiritual y los que lograban salir de ese molde, no se iban a quedar viviendo en un país como Estados Unidos. Olvídalo. USA es un campo fértil para ladrones y pícaros de la más baja especie y los colombianos nos disputamos la contra-reloj y el premio de montaña en esas geografías.
 
En lo personal tuve la oportunidad de echar un ojo al interior de muchas mafias. Nueva York alberga a las mafias más feroces de todo el mundo. Los italianos, los asiáticos, los griegos, los rusos y ahora los dominicanos han traqueteado de lo lindo en los últimos años. Los únicos que han tenido grandes impedimentos para desarrollar sus labores delictivas allí, son los capos criollos, y ello obedece a nuestra predilección a fugar los dólares del propio suelo norteamericano. Si por ejemplo, el cartel de los sapos hubiera destinado su fortuna para invertir en el downtown newyorkino, las cosas serían a otro precio. Pero, para el vox populi internacional, la cultura colombiana no es cultura digna de confiar. Como dice Manu Chao: ¨¡Y si te estafa un colombiano!¨. Los colombianos somos de los que nos quedamos con el dinero y lo enterramos en una montaña en medio de la selva. Aunque ahora parece que estamos aprendiendo. Un poco tarde. Pero estamos aprendiendo.
 




25.
      ESCRITO EN LA NIEVE iría a estar, entonces, influenciado por este tipo de entorno y carga emocional. Vos podrías encontrar allí una serie de guiños a diferentes asuntos, tan contrarios entre sí como los idiomas en un vagón del tren 7. Hubo mucho de esa frustración en la novela, mucho de esa imposibilidad de hablar una sola lengua, y eso se siente aun cuando la lees. Poco a poco me iba ganando la imperante necesidad de refugiarme en el idiomático parlache, una suerte de lunfardo, pero de Medellín. A veces, cuando estás lejos de casa y te estás muriendo del frío, la única manera de ganar algo de calidez es evocando eso que Freud llamaba la ¨Imago¨, tus ¨imágenes primordiales¨ y sumergirte con ellas en el mar de los ¨procesos primarios¨.
 
Más que dolorosa, ESCRITO EN LA NIEVE es una suerte de crónica roja redactada en el sagrado campo de las relaciones interpersonales. Una consigna inspirada en gente real. No hubo nada imaginario allí, aunque lo parezca. Sus protagonistas son de carne y hueso. Muchas personas, con las que me involucré, desfilaron por ahí y creo que en ello radica su éxito: en ese gran rapto de inspiración suburbana. En ese aspecto de top 5 de la radio.
 
También podrías encontrar allí referentes camuflados como los de la ansiedad Y2K y la pérdida de la identidad en aras de blanquear la especie. Un enfoque, éste último, bastante inusitado en la literatura actual. Casi nadie tocaba el tema ya. Desde Tomás Carrasquilla no había nadie que hubiera recreado esas pulsiones. A los escritores en general no les gusta mirar en varias direcciones. Siempre lo hacen a través de una cerradura, espiando los movimientos del escritor en la puerta de al lado. Yo no tenía problema con esto. También leía a muchos contemporáneos, pero no era mi forma de trabajar. Yo ante todo siempre he buscado eso de originalidad que pudiera encontrar en escritores muertos. Es algo que me viene desde la infancia, cuando en un momento dado aprendí a desconfiar más de los vivos, que de los que ya se fueron.
 
Pero de todos modos no era fácil. Estando en NYC, viendo el abanico de posibilidades ofrecido por el sueño americano, yo pensaba que quizás debía hacer lo mismo que los demás inmigrantes. Podría olvidarme del asunto del arte y reducirlo a la categoría de hobbie. Imagínense un cineasta de fin de semana, como los había por montones en Queens. Me dedicaría a las letras sólo en las vacaciones y la mayoría del tiempo lo destinaría a producir dólares y a convencer a mi novia californiana, a través del sexo, de que me diera los papeles. Quizá debía hacerlo. Me estaba ganando muchos dolores de cabeza con mi fama de computadora.
 
Salí a la calle un rato, a dar una vuelta bajo la vías del tren, en dirección Queens-Boulevard. Necesitaba despejar mi cabeza. Me estaba volviendo loco todo aquello, lo que estaba pasando con ESCRITO EN LA NIEVE. La estructura la había traído desde Medellín, pero los colores se me habían revelado en otra tarde de caminata newyorkina como ésta, y ahora sus diálogos se cobraban un salario sudado por mucho tiempo. No era un libro que buscara algo lírico ni nostálgico. Era un manuscrito que lograba alejarme de lo que yo, en realidad, había ganado, perdiendo en el juego de las amistades interestatales. Era como ver al tren de tu novia marcharse con sus reproches adentro, y vos yendo a montarte en otro vagón, para alejarte en sentido contrario. Algo debía estar fallando si ya no te sensibilizabas con esas novelas de amor.
 
¿Por qué ellos sí y vos no? ¿Por qué esos capítulos de Friends hacían estallar de la risa a media humanidad, mientras a vos no te decían nada?
 
Era hora de sumergirse en el teclado y tal vez mañana comprar tu propia cámara de video digital. Al cuerno con esas mansiones que podrías llegar a comprarte. Estábamos ad portas de un abultado marcador. Debía pasar todas las páginas deteniéndome sólo en las ilustraciones y recuperar la nostalgia. De todos modos, el día que me volviera a ver con el sicario, o con cualquier otro de mis amigos, los huelengues, tendríamos teléfonos celulares y estaríamos inscritos en Facebook. Al mejor estilo de Silvio Rodríguez, la era estaba pariendo un corazón.
 
26.
      La noticia de mi padre muerto se regó como una suerte de marketing viral a través de la prensa colombiana. Todos decían que yo lo había matado y que merecía pagar por el crimen. Lo más extraño es que nunca aparecía una foto real del pueblo adonde él se había ido a vivir, ni tampoco una imagen concisa de la víctima; ni vivo ni muerto. Por el contrario, lo que veías allí era una serie de imágenes de lugares anodinos para lo que sería el gusto de mi progenitor.
 
Nunca me preocupé. Todo eso siempre me producía mucha simpatía. Tan sólo me limitaba leer las notas enteras, cerrar el periódico y dibujar una leve sonrisa en mi rostro. Luego, salir de la biblioteca y buscar el Starbucks más cercano. Yo no tenía por qué involucrarme. Yo tenía muchas razones para celebrar. Como primera medida estaba muy contento absorbiendo a Nueva York, como una esponja.
 
Como segunda medida, también estaba celebrando la conquista de una técnica de escritura. Era algo geométrico que no me iba a dejar a merced de mis ánimos. Si vos como escritor encontrabas un método matemático para armar estructuras, no tenías por qué preocuparte de esas babosadas como la inspiración y la hoja en blanco. Sólo tenías que sentarte y escribir, a la luz de tu sistema.
 
Yo había estado practicando mucho con el truco de la frase corta y simple, y separada de las demás, y punto y coma. Era el gran legado de Hemingway en el siglo veinte. A partir de allí también encontrabas otros autores con variaciones interesantes de este sistema. Jack Kerouac usaba tempos de dos frases simples y visuales separadas por una conjunción. A veces Jack dobleteaba la técnica y le salía muy bebop. Bukowski prácticamente tenía el mismo estilo calcado de Hemingway, pero más negro. Eso ya era mucho, pues Hemingway era negro de por sí. Tobías Wolf no lo lograba. Lo que más me gustaba de todos, es que apuntaban a la claridad, a una comunicación efectiva. Era más o menos como la planimetría en el cine. Entre más puntos de vista tuvieras sobre una misma escena, mejor te ibas a comunicar. Yo había ensayado un fraseo parecido, pero más estricto. Quería esconderme, pero también lograr que los textos tuvieran cierta tonalidad.
 
Total, que empecé a forzar mis cuentos a un orden progresivo. La temática era lo de menos. Yo nunca he creído que la fuerza de un relato estribe en los temas. Desde la distancia, veo que a las editoriales hispanas siempre les ha preocupado este aspecto. Creo que ésa es una de las razones de nuestro estancamiento cultural. El asunto de la forma es lo único que debe importar a un escritor. La forma lo es todo en el arte y los contenidos no existen. Los contenidos son un mero pretexto, aunque muchos no se hayan enterado.
 
En aquellos días empecé a notar que yo imponía ciertas tendencias en la movida periodística del pueblo. Si yo hablaba por ejemplo de Caliwood, en relación al perico, entonces la revista SOHO inmediatamente publicaba una entrevista con Mayolo, reflexionando sobre su decadencia, como si fuera un logro mayor. Lo mismo con la revista Semana y El Malpensante. Yo era quien dictaminaba sus temáticas. Querían alunizar en ese pedazo de suelo donde yo ya había clavado una bandera, y del que ya había tomado varias muestras de arena.
 
En Colombia siempre se ha creído que mi gracia venía de mis temas. Nada más descabellado. Una falsa impresión. De ahí saldría un cuento como ´Música Que No Existe en Español´. Una suerte de parodia a la falta de creatividad de la prensa escrita en nuestro país. Una vez les dije a los de Semana que se ocuparan de los mafiosos de cuello blanco y que dejaran la superficialidad, ¿cómo? ¿un don nadie diciéndole a la revista Semana cómo se debe hacer periodismo?
 
Tiempo después veríamos al director del semanario señalando al presidente, en vivo y en directo, por televisión. Bueno, yo pensaba que no era para tanto. Hoy en día, el presidente es el más amado por todos nosotros.
 
Todo lo de virtuosismo, que pudiera encontrarse en mi estilo, viene de esa forma de poner una frase detrás de la otra. Independiente de lo que pudiera haber dentro de ellas, siempre me esmeré en que jugaran a juntarse. Era como una forma de darles libertad en cuanto a sus significados intrínsecos, para que cobraran otra vida en la coyuntura con la frase siguiente.
 
La frase es la clave de mis relatos. Es como el plano inserto en el cine. Poco me importan las secuencias u otras estructuras intermedias. Si hacés muchas frases y las juntás, como experimentando con un Armotodo, tus posibilidades van a hacer infinitas. Tres frases juntas dicen algo totalmente distinto a las mismas tres frases separadas. Pero una frase sola puede tener más poder que veinte frases juntas. Podés usarlas incluso como armas de destrucción masiva. A mí me hubiera gustado representar a la naturaleza con una frase, pero no podía. No era mi mundo. Yo venía de una ciudad donde todo era simétrico. El ruido distante de los carros, a toda velocidad por la avenida, había sido mi canción de cuna cuando había sido un infante.
 
La literatura, como la vida, está hecha de pequeñas estructuras y el dominio de esas estructuras y el invento de otras nuevas estructuras más grandes, es lo que va a determinar tu estilo. Yo una vez había leído un libro de Sam Shepard en el que se transparentaba este tipo de dinámica, porque a Sam no le importaba juntar las piezas redondas con las cuadradas y las verdes con las amarillas. Sam Shepard sólo ponía una frase detrás de otra, sin que se relacionaran, y las amarraba con un cordón, estilo Hemingway. Lo que leías, como resultado, eran novelas sin sentido, pero muy rítmicas. Todo su significado venía de la música intestina. A Shepard no le interesaba demasiado contar una historia consecuente, pero al final siempre lo lograba. Vos nunca sabías cómo, pero él siempre se salía con la suya. Creo que toda su frustración como músico la desahogó en la literatura y en el teatro. Shepard fue la primera víctima del rock, sepultada con honores militares en el camposanto de las letras. Vos leías a Shepard y te daban ganas de poner un regalo minimalista sobre su tumba. Algo así como un pequeño guijarro recogido en alguna playa.
 
Ahora yo quería hacer más o menos lo mismo: dotar de cierta personalidad a mis escritos. Mucho más que si tuvieran una coherencia. Tampoco nunca quise hacer poesía. Ese era otro cuento. La poesía ya era el colmo del egoísmo para mí. Si vos te ponías a examinar detenidamente un poeta, te dabas cuenta que todos ellos estaban hechos por un mismo molde. Los poetas no eran más que un montón de pajizos enamorados de sí mismos. No era nada raro ver a un poeta al final de su vida amando a todo al mundo, pero amado por nadie al mismo tiempo. No era nada raro ver a un poeta terminando sus días sentando cátedra y borrachín y acosando a sus alumnas y persiguiendo a las esposas de sus amigos. La poesía era la máxima expresión del narcisismo y yo no quería eso. Yo no quería amar a veinte mujeres a la vez. Yo quería amar a una sola.
 
Entonces, lo de mis experimentos literarios era otra cosa. Eran simplemente historias que se contaban a punta de frases. La palabra por sí sola no tenía ningún valor para mí. Tampoco los párrafos. Un párrafo era una entidad autodestructiva dentro de la sinergia narrativa. Eran fragmentables. En cambio, a veces, te encontrabas con frases tan bien armadas, tan redondas, que era imposible destruirlas. Nada le faltaba ni le sobraba a esas frases. Eran bellas piezas monolíticas si vos lograbas atornillarlas bien. La idea era que estas frases fueran móviles y plegables. Que vos pudieras trasladarlas a cualquier lado del texto para ganar musicalidad y que no perdieran todo su poder. Era muy difícil armar una buena frase. Los gringos le llaman ¨the killer line¨. O sea: la frase asesina. La frase que te entraba directamente al corazón y te mataba fulminantemente. Tiene que ser una daga, filuda y limpia y que atraviese fácilmente la piel. No una estaca burda para cazar vampiros ni un cuchillo para hacerse el harakiri, como los textos de la revista Arcadia. Así, si vos hacías una novela con un millón de dagas filudas, al final lo que ibas a obtener era un arsenal con capacidad de derribar a un elefante, en un santiamén.
 
Caminé un rato por las calles de Long Island City. La mañana se mostraba soberana y por fin iría a entrar un poco de calor. Ahora podías andar en camiseta. Hablamos de principios del verano de 2003, al oeste de Manhattan, cruzando el río Hudson, a las 4 y 30 de la tarde. Todo el día en la biblioteca leyendo autores como Ernesto Quiñónez. Aquí todas las comunidades tenían sus narradores propios. Casi todos eran de segunda generación. Los italianos tenían unos muy talentosos que hablaban de sus buenos tiempos en el Bronx. Béisbol y gangsters, eran unos de sus ingredientes más apetecidos.
 
También los negros eran potentes, como un discurso de ¨Barack Obama¨.Aquel día me había despachado ´EL CAFÉ NEGRO TE HACE NEGRO´. Después de leer aquello te levantabas de la silla con la sensación de haber leído un clásico. En lo personal mis favoritos eran aquellas novelas cortas que contaban historias del Village. Muchos de ellos eran escritos por mujeres quienes habían pasado por las toldas del New York Times. Eran libros simples, pero no facilones. No eran esos libros pop, escritos por las rubias de la Quinta Avenida. Eran libros que podías mirar a trasluz, sin entender su autenticidad. En cuanto a los latinos de segunda generación, difícilmente sabías qué pensar. Se creían con el derecho de narrar a Latinoamérica, pero sin ningún tipo de sangre en los miaos. Nunca se enteraban de qué iba el color local. Su flavor era de alta tecnología. El afán por la internacionalización los dejaba bajo un tablero de dardos, esquivando el mal tino de algunos borrachos.
 
Tal vez Ernesto Quiñónez era el único con casa propia en esa comarca. Su prosa era poderosa. Se había criado en un universo como el de Medellín, pero a escasos metros del Central Park. Era un escritor que se sentaba a hablar con vos y ponía una botella de tequila y dos copas sobre la mesa. EL VENDEDOR DE SUEÑOS había dejado a Quiñonez en lo más enigmático del campanario. Sus campanas estaban tañendo y llamaban a la insurrección y era Ernesto quien tiraba de las cuerdas.
 
Bajé por las riveras del Río, tomé algunas fotos a la línea del horizonte conformada por los rascacielos y luego proseguí hasta la estación más cercana. En mi recorrido pude ver varios camiones de bomberos, apagando varios incendios, en diferentes partes de la ciudad. Aquella escena era pan de cada día. Las sirenas aullando y Nueva York en llamas. La verdad es que me sentía solo. Podía llamar a algún amigo y desaburrirme, pero no era ese tipo de soledad la que me atacaba. Quería estar indoors, cuando ya todas las bellas chicas se volcaban a la calle.
 
Llamé a una asiática que me había recomendado un colega uruguayo. Me había dicho que la chinita era puro fuego. Ella contestó y me preguntó varias cosas que no entendí. Si me era difícil entender el acento británico, el chino me resultaba imposible. Colgué. No había caso. Yo llevaba treinta años sin interlocutores válidos. También podía esperar una tarde más.
 
Tomé el tren. Al bajar, fui hasta un buzón y saqué un ejemplar de El Independiente. Me puse a leer a los radicales, en una de las reposterías de mi amigo el rumano. Estaba justo al frente de casa. Los izquierdistas eran bastante bravos, ladraban mucho. Decían que iban a reunirse en el 301 de la 28. Invitaban a todo quien quisiera un mundo mejor. Fui a su encuentro. Se trataba de un consejo de redacción. Había snacks sobre la mesa y salsas de todo tipo para picar. Sus miembros parecían muy aguerridos. Ellas muy hermosas. Con lentes caros y pelos recogidos a manera de las periodistas de verdad. Yo pensé que iba a encontrar a algún obrero entre esos periodistas, pero todos parecían ricos. No entendía por qué podrían estar tan enojados con la vida. Yo también lo estaba. Pero ellos eran los típicos hipsters del siglo 21. Creían que la sociedad era injusta y que se podía cambiar. Llevaban esas ideas sobre sí como quien usa una chaqueta a la moda. Yo ya estaba acostumbrado a ese tipo de personajes. De hecho les venía huyendo. Me serví un vaso de coca-cola y me puse a escuchar.
 
Luego de un rato, todos se levantaron y empezaron a intercambiar palabras con los nuevos. Yo estuve por ahí tratando de acercarme a las feminas, pero todas querían hablar con alguno que tuviera aires de intelectual. Yo no los tenía. Yo vestía como un verdadero obrero en traje de gala: camisas Tommy Hilfiger y jeanes GAP y zapatos Nike. Ellos habían estado discutiendo precisamente de hacerle un boicot a estas multinacionales en Nueva York. Una de las chicas se me acercó y me dijo que si no sabía que estas multinacionales esclavizaban a niños menores de edad en sus maquilas de México y la India. Le dije que sí. Ella se alejó, pero luego me dijo que si quería acompañarlos a tomar un trago. Fui, pero no me quedé demasiado rato porque no quería desperdiciar más dinero en la noche newyorkina. Llevaba unas cuantas semanas bebiendo sin parar. Yo quería ir directo al grano. Quería que mi novia estuviera aquí para hacer nada más que pasar todo el fin de semana en cama, viendo televisión sin tener que escuchar demasiado a nadie. Hacer lo que uno hace con una amante. Ver noticieros estúpidos y pararse de vez en cuando a la nevera y al baño. Nada más. Pasar canales. Dormitar, decir bobadas sin sentido. Burlarse de los periodistas. Tendría que esperar hasta la otra semana.
 
27.
    A finales del verano en 2003, yo me encontraba mirando anuncios de trabajo en la respostería de mi amigo el rumano. Se trataba de una pequeña tienda conformada por dos mesas, cuatro sillas y un ventanal. Nada de afiches y cero desorden. Al fondo, más allá del mostrador, podías ver las delicias que el rumano sacaba del horno y a las cuales ponía a enfriar en unas bandejas, dispuestas una sobre la otra. Aquel era un ritual obligado para mí: salir de casa, cruzar la calle y desayunar con esa suerte de pastel de queso, y un café.
 
En ese recorrido, siempre podías saludar al japonés que administraba el laundry de la cuadra y, del mismo modo, a los anglos de la esquina que prestaban asesorías de Internet. Más abajo, vos también podías comprar víveres colombianos en el granero de un manizalita. Lo desagradable era que éste siempre estaba averiguándote la vida, como buen paisa. Metiche a morir. Una vez le pregunté por qué tenía que ser tan chismoso y me contestó que él se sentía con el deber de saber quiénes eran sus vecinos. Yo nunca volvería a escuchar eso en todo en Nueva York y tampoco lo había escuchado antes. Nunca.
 
Tuviera trabajo o no tuviera, siempre iba a la tienda del rumano. Aquel día yo entré con un periódico bajo el brazo y me senté en la mesa que miraba a la calle. Estaba cansado. La noche anterior, un incendio había quemado los estudios donde se producía el Plaza Sésamo anglo. Hablo de los Kauffman Studios. Chaplin y Gardel también habían filmado allí. Eso era lo más lejos que yo había llegado en el cine. Limpiando los títeres de Enrique, Beto y la Rana René. Ahora quería cambiar de trabajo. Estaba en ese punto de quiebre donde empezabas a odiar todo lo que daba para comer.
 
Septiembre era esa época cuando la ciudad regurgitaba de movida musical. También de paranoia. Todo el mundo pensaba que en un momento dado iban a contaminar las aguas del acueducto con Ántrax. Un presentador de Univisión repetía cada mañana que Estados Unidos perdía la inocencia. Bueno, yo pensaba que mientras alguien la perdía, otro la ganaba. Enrique Bunbury se presentaba gratis en el Sumerstage. Charly García hacía lo suyo en Midtown. Joe Strummer había estirado la pata. Fito lanzaba Naturaleza Sangre.
 
Yo ya había asistido a todo tipo de conciertos. En una misma noche podías encontrar a Iron Maiden, Depeche Mode y PJ Harvey tocando en distintos sitios de la ciudad. En lo personal, me da mucho gusto decir que estuve en uno de los últimos toques de Mescaleros, antes de que Joe Strummer se metiera ese fatal pase de más. También había visto a Sonic Youth y a Manu Chao. Pero, para mí, Charly García era el rey; estaba por encima de cualquier Rolling Stone que le pusieran al frente.
 
Así fue. En vez de buscar trabajo, me fui a ver a Charly. De todos modos cuando yo no me iba de conciertos, me la pasaba en un bar o en una librería o en una tienda de discos. En su defecto, el tiempo sobrante lo invertía en mujeres ó en conseguir empleos de mierda o escribiendo o almorzando en casa de mi buen amigo Nacho. Otro cuento. La historia de Nacho da como para otra novela. Un tipazo. Decía que era caleño porque le daba pena decir que era tolimense de Armero. O sea. Un volcán había arrasado su pueblo natal y lo había desaparecido para siempre del mapa. Nacho no tenía un origen. Sus raíces estaban sepultadas por el barro, unas raíces fantasmas, como en Pedro Páramo. Pero su esposa tenía un guiso divino. Nacho había sido taxista en Bogotá. Se llamaba Roncancio, pero él se presentaba como ¨Nacho¨. Una vez nos encendimos a los tiestazos en pleno trabajo con Nacho. Yo lo había sapiado con el manager de haberse robado un anillo, que en realidad me había robado yo.
 
Nacho me sacó sangre de un puñetazo en la nariz y yo le puse un ojo picho con tremendo jab de izquierda. Después nos volvimos a hablar, como casi siempre sueles hacer con un hermano. Nacho. Un tipo que sabía del perdón y del olvido.
 
A veces, también iba a cine. El Sunshine Cinemas era mi favorito. Era la época de ¨Frida¨, ¨The Ring¨, ¨El Crimen Prefecto¨, ¨8 Miles¨, ¨Y tu mamá también¨, entre las que recuerdo. Luego salías del teatro y te encontrabas a todo el mundo hablando por teléfono celular y trabajando en sus laptops. Para mí todo aquello era nuevo. El día que partí de Colombia nadie llevaba celular en las calles. Yo había despegado del medioevo y había aterrizado en la postmodernidad. Ir de Colombia a Nueva York era tomar un atajo de 600 años en el tiempo.
 
Obviamente no me sentía del todo confortable con tanto despliegue de tecnología. Eso era lo bueno de Nueva York. Te hacía verte en los espejos como el más chapado a la antigua. El termómetro perfecto para medir tus grados de provincianismo y los míos estaban por los lados de la fiebre reumática.
 
Sin embargo, lo que a mí más me gustaba era prestar DVDs en la biblioteca pública. Ese era mi logro mayor. Una vez había decidido no volver a cine porque el teatro de mi barrio siempre dejaba una bombilla prendida durante toda la función. No sé. Sólo estaba buscando un pretexto para no volver a cine. Era como si el piloto automático me estuviera transmitiendo un mensaje de alerta en cuanto a la calidad de la cartelera comercial. Por demás, cuando estás lejos, te va cogiendo cierto interés por investigar lo que hay de esencial en los componentes activos de tus orígenes.
 
Así que yo estaba muy a gusto viendo todas esas pelis del cine tercermundista. Quería ver hasta donde las industrias de Africa, Latinoamérica y Asia, habían forzado sus límites. Y de verdad los habían llevado bastante lejos. Había cosas interesantísimas para ver en las cientos de subsedes de la Queens Public Lybrary. Los productos Bollywwod eran los que mandaban la parada.
 
En Manhattan, lo más equivalente que podías encontrar, era la compañía Kim´s Video, pero aquella quedaba muy lejos de mi radio de acción. Lo que no impedía tampoco que tuviera un carnet de la Kim´s. La tienda estaba regentada por un combo de locos buena onda. Parecía que estuvieran deprimidos a toda hora, pero su amabilidad era infinita. Nunca se afeitaban y llevaban el pelo como lo llevaba Curt Kobain en el video Smells Like Teen Spirit. Se notaba que su ropa la compraban de segunda y sabían de cine como el mismísimo demonio. Una noche de viernes fui a rentar una de Bresson y estaban pasando la Vendedora de Rosas en los televisores de la tienda. Por joder, o por corcharlos, le pregunté a uno de ellos si tenían a 'Rodrigo D' y me dijo: ¨claro¨, ¨Por supuesto, es una de mis favoritas… Fegtor Gaferia, Right? ¨. Right!, le dije. Yo no lo podía creer. ¿Qué hacía este red neck viendo películas colombianas? Pero ahí estaba. Allí podías ver a los cinéfilos consiguiendo los títulos más insólitos. Los viernes en la noche eran los momentos cuando más se llenaba el sitio. La gente del East Village se agolpaba junto a la estantería de 'Indies' para irse a casa con una buena de cine independiente. Era la forma menos ñoña de concebir el fin de semana en una ciudad culta e intelectual.
 
De esas noches en Kim´s video, yo me inspiraría para escribir un cuento como MUJERES AL BORDE DE UN ATAQUE DE EXILIO. La historia de una mujer que llega a Nueva York siendo una consentida y se estrella con la realidad de que allí nadie le va a parar bolas. Años después, luego de estudiar con detenimiento la canción de Bob Dylan, LIKE A ROLLING STONE, me daría cuenta que yo había escrito su versión literaria, una especie de remake de esa pieza inolvidable. Ey, how does it feel? To be in your own, like a rolling stone!
 
Bob Dylan y yo nos habíamos llevado la misma impresión, de una misma ciudad, en diferentes siglos.
 
Se hacía tarde en Nueva York y tenía dos opciones. O me iba a la casa a ver a Bresson, aburrido como esa muchacha latina que inspiraría mi cuento; o me iba al concierto de mi diosito Charly García, a pasarla del putas. Yo ya no tenía muchos ahorros para la renta, pero me iba a gastar lo último en una boleta del grande.
 
Me esperaba una de esas noches yo-nunca-fui-a-new-york-yo-no-sé-lo-qué-es-parís. En la puerta se arremolinaban los fans argentinos. Aguante, Charly!, gritaban unos con cara de barra brava. Las calles de Manhattan olían como a 'Lets wait a while de Janeth Jackson' un domingo a las seis de la tarde. Era una gran noche. Lo fue y me iría a cambiar mi vida para siempre.
 
28.
   Mi siguiente trabajo fue en el Astoria Times. Un periódico griego de Queens, de tiraje discreto. De alguna manera yo estaba harto de limpiar los apartamentos del Ground Zero y de robar compulsivamente. Aquellas dos labores eran consustanciales al momento histórico post atack. Robar y limpiar.
 
El negocio funcionaba de la siguiente manera. Las grandes compañías de limpieza serruchaban sus contratos con las aseguradoras de las Torres Gémelas y alrededores. Simple. Del mismo modo, las pequeñas compañías de limpieza tenían que serruchar ganancias con las aseguradoras que las subcontrataban, por cada contrato adjudicado en la zona de desastre. Y estamos hablando de grandes, grandes, grandiosos contratos.
 
Entonces, es ahí donde aparecemos nosotros. Unos cuantos latinos que habíamos ido a lavar platos a Estados Unidos. Éramos la última pieza de un engranaje siniestro que movió millones y millones de dólares. O sea. Hablamos de los millones capitalizados por otra mafia más en New York. Nosotros hacíamos el trabajo sucio y ellos obtenían ganancias astronómicas.
 
Por supuesto que aquellos inmigrantes latinoamericanos también estaban enterados y alertas ante esta situación. Todo el mundo se estaba llenando los bolsillos con la caída de las Torres, menos nosotros. Así que teníamos que cobrárnoslas por nuestra propia cuenta. Por demás, la mayoría de estos colombianos éramos sobrevivientes de la crisis del 98 y nos sentíamos en la obligación de mandar remesas a nuestra amada patria. Mejor dicho; nos sentíamos en la obligación de apagar aquel incendio que una clase empresarial nunca pudo sofocar, por estar patrocinando grupos al margen de la ley, y por estar posicionando a Shakira y a Juanes en el escenario internacional.
 
Total, empezamos a robar desaforadamente. Otra taza de mierda criolla se había desbordado a finales del 2003, en el imperio. La mayoría de quienes trabajamos, en ese momento y lugar históricos, nos dedicamos a meter goles compulsivamente. Ahora entiendo por qué la gente de estratos altos en Colombia es tan prevenida con las muchachas del servicio. Muchos de ellos temen que les hagan lo que ellos hacían en Estados Unidos. O sea. Robar mientras se limpia. Ya lo decía el viejo y conocido refrán: ¨el ladrón juzga por su condición¨. Esa gente que se dedicaba a trastearse relojes, anillos, computadores portátiles y celulares, por lo general tenían propiedades en el país de la cocaína y algún día pensaban volver allí, para disfrutar del fruto de sus esfuerzos.
 
Bueno, ahora yo tenía este trabajo en el periódico. No me vería obligado a contagiarme con esos patrones de conducta colectivos, bastante provocativos como endémicos. De alguna manera estaba cansado de ser todos los días un recolector de algodón, quien llegaba exhausto a casa y se ponía a tocar un blues. El invierno entraba con toda su imponencia. Los árboles sepultaban las aceras con sus rojos océanos otoñales. Mucha gente se encargaba de darle ambiente al lugar. Entre ellos, el Gran Combo de Puerto Rico, el cual resonaba en todas la calles de la Gran Manzana con su canción ¨Me Liberé¨.
 
También John Pizarelli y Robert Cray pululaban por ahí, revoloteando en los bares del Greenwich Village. Diablos, quería volver a ver a Cray. Era un chamán. Se había ganado cinco Gramofonitos y le había salvado la vida al blues. Lo había visto una vez en el Lennox y otra en el B.B. King, pero quería hacerlo por tercera vez. Norah Jones también estaba bien, pero no sabías a ciencia cierta si era pop o jazz. Era una cantante que te llenaba de incertidumbre, pero su álbum estaba sonando en todas partes. Del mismo modo, Gus Gus, Gotan Project, Barry Adamson, Sidesteper, Macy Gray y John Mayer decían ¨hola¨ al nuevo milenio. Six Feet Under empezaba una nueva temporada y Los Sopranos saltaban a la carretera de su segunda. Alberto Fuguet hacía lo propio con su novela POR FAVOR REBOBINAR en bibliotecas y librerías.
 
Me dediqué a estudiar la obra del chileno. Hablaba mucho de cine. Sentía que me encantaba y que se parecía mucho a lo que yo quería decir. Pero indudablemente nuestros enfoques eran diferentes. Se notaba que Fuguet escribía para otros escritores y para otros cineastas y que le gustaba regodearse en ámbitos así. Nunca he entendido eso. Que los escritores desarrollen una compulsiva necesidad de comunicarse con otros escritores, o sea, con sus semejantes como si fueran animales de cautiverio.
 
A mí me sucedía lo contrario. Entre más conocía a otros escritores, o cineastas, más tendía a evitarlos. Yo no quería escribir para el deleite de otros artistas ni soñaba con amistades creativas. No me eran del todo confiables. Me veía demasiado reflejado en sus mecanismos. Yo quería escribir ficción para que me leyera gente distinta a mí y quería cosechar lectores anónimos, que no manifestaran necesariamente esas imperiosas compulsiones de expresarse. Ahora entendía esa fascinación de los escritores por otros escritores reticentes a las entrevistas. No los veían como una amenaza. No competían con ellos. No invadían ese pedazo de estrado que querían conservar para ellos solos. Ingenuamente, creías que la gente ordinaria, normal, como la que trabajaba con vos limpiando baños, algún día se animaría a leer por lo menos e’mails.
 
Yo estaba harto de los artistas sensitivos; venía huyendo de ellos, y lo último que quería, era escribir para que me leyeran mis colegas. Alberto Fuguet sí. Venía de uno de esos campus de escritores que se inventan los gringos para alimentar el mercado editorial interno, y toda su lucha iba encaminada a ganar la aprobación del mundillo. De alguna manera la obtuvo. Logró que lo leyeran los gringos, y los agringados, y acaso una buena porción de los clasemedieros latinoamericanos más aburguesados del exilio.
 
Pero el tiempo me daría la razón. Hoy en día Albertico es uno de los lagartos más coluos' que recorre los lobbies internacionales, en busca de reconocimiento social, como si hubiera cometido alguna fechoría o algo así. La energía que se debería estar gastando en la pluma, ahora se pasaba desperdiciándola en relaciones públicas. Eso hizo que nunca pudiera superarse a sí mismo para escribir algo mejor que su segunda novela. Su primera novela Sobredosis, está bien. Y su libro de cuentos también. Pero no deja de ser un escritor desfasado. Ni de aquí ni de allá. Hoy todos sus lectores nos preguntamos, Por qué no costea sus propias pelis si es tan high class como dice ser? Fuguet, como buen escritor, era solamente un prestidigitador k te ponía a fantasear, un poco, con cierta manera de hablar.
 
Yo no quería eso. Así que me puse a escribir una novela como POR FAVOR REBOBINAR. Me metí en el rol y forcé un estilo como si me estuviera dirigiendo al gremio de camioneros colombianos. Quizá quería hacer una novela que a mí me hubiera gustado leer si no hubiera ido a la universidad. No lo sé. Tal vez debí de hacerlo de otra forma. Pero aquello fue lo que me salió. Una suerte de literatura social que se pareciera más al canto folklórico. Acaso una suerte de relato juglar que representara a los colombianos desde el escenario en el que yo me encontraba parado. Tampoco quería contar historias tipo Victor Gaviria. Las novelas de García Márquez eran tema aparte. Estaban hechas para complacer a Álvaro Mutis y demás poetas con pedigrí, y para el deleite de las estructuras de poder.
 
Yo quería escribir una novela que no beneficiara a nadie. Eso es todo. Una novela sin complacencias que se dejara leer por la masa. Tampoco quería escribir una especie de himno cuando-las-vacas-desfilan-hacia-el-matadero-tipo-Vallejo, como la mayoría de las novelas latinoamericanas; pero sí quería una obra que perjudicara hasta a su mismo autor. O sea. A mí. Esa era mi concepción del arte en aquella época. Un aguijón perforándote un trozo de la piel e inyectando un cóctel de Thiner y Baygon en la yugular. Acaso una suerte de estrofa a lo Cleaning out my closet.
 
De ese modo nacería EL EMPELICULADO. Una novela que iba a escribirse por una mano oscura sin poder. La situación con ¨ESCRITO EN LA NIEVE¨ me había dejado exhausto. Quería alejarme de todo lo que representaba ese laboratorio dadaista. El punto de partida para EL EMPELICULADO había sido una imagen que me traía obsesionado desde Medellín. Se trataba de una soleada mañana en el Parque Bolívar, cuando había visto al protagonista de La Vírgen de los Sicarios. Al menor. Había participado en el elenco protagonista, había dado entrevistas, había salido en la prensa, pero allí estaba de nuevo. En el mismo lugar de donde lo había sacado Barbet Schroeder. De la calle. Quizá estaba vendiendo droga. No lo sabía a ciencia cierta. Pero la imagen de ese muchacho, vagando por los parques, me perturbó profundamente. ¿De qué le había servido trabajar en el cine? Era una pregunta que también a mí me concernía.
 
Mantuve aquella imagen en la cabeza y con ella me puse a escribir El Empeliculado. Era una historia que ya tenía profundamente digerida. La fábula de un tipo que se encuentra con el cine accidentalmente y por ese hoyo negro se le va toda su vida. Como escritor, yo también quería recuperar algo de aquel espíritu rural con el que había escrito mis primeros guiones en Colombia. Ahora no estaba dispuesto a ceder ante el paso avasallante de los urbanos. Lejos habían quedado esas historias de extraterrestres visitando la tierra para tomarse una foto con la Casa Blanca al fondo.
 
Mientras tanto, escribía por encargo para el Astoria Times. Fue la única temporada en que el ¨Astoria¨ tuvo una separata en español. Yo podía publicar lo que se me diese la gana, pues ninguno de mis compañeros entendía mi idioma, ni siquiera el director que me había contratado. Sólo los latinos de Queens. Empecé haciendo reseñas culturales, pero terminé opinando y legitimando a unos pocos artistas hispanos. A otros tiraba a hacerles sugerencias de los rumbos a seguir. Me sentía amo y señor de la verdad estética, lo cual no es más que otra forma de las materializaciones que pueda tener el ridículo en la república independiente de la creatividad. Dos o tres gatos, que me escribían vía correo electrónico, me ayudaban a plantar truchas en ese charco de Clorox que eran mis pulsiones de comentarista. Já. Qué estúpido me veo a la distancia. Me hacía el modesto, ¿viste?, así, como si fuera el más humilde, ¿viste?, como si fuera un líder juvenil escribiendo la catequesis en una hojita parroquial. Terminé, pues, usando una columna para convertirme en lo que siempre había evitado. O sea. Uno de esos tipos de los que siempre hay que sospechar. De esos que se la pasan haciéndose propaganda públicamente de lo buena gente, aperturistas y cordiales que son. Así, tipo Hitler, ¿viste?, nunca bebo, nunca fumo, soy un tipo correcto. O sea. Terminé convertido en una de esas aguas mansas.
 
Total, lo dejé. Acaso ¿qué me creía? Había aprendido a poner una tilde y a correr dos comas y ya me creía con el derecho de banderiar públicamente a las personas que trabajan duro para lograrlo, o para curarse. Sin embargo, la masa, la cual no es poco estúpida, me creyó. Todos mis buzones volvieron a colapsar. La línea telefónica de casa infartó. Sin quererlo, de nuevo me había convertido en una figura religiosa de alto estatus, una especie de brujo yerbatero que publicaba comentarios para un público hispano en Estados Unidos. Tres o cuatro vendedores de documentos falsos también empezaron a frecuentar el techo de la casa donde yo había rentado una habitación. Cada noche los escuchaba haciendo juerga sobre mi cabeza, a costa de mis columnas. Cada tiraje del Astoria Times se convertía en una locura mestiza. Con esa farsa alcancé a pagarme la renta por unos cuantos meses, hasta que llegó el mes de noviembre. Época en que la ciudad se había llenado de guirnaldas y de gruesos abrigos y de guantes y de gorros de lana para el frío. Entonces, también lo deje. Una chamba de menos, una de más. Qué más daba. No quería pasar mi navidad haciendo el oso como comentarista de arte.
 
La rutina de la gente de Nueva York se mitigaba trabajando sagradamente. Por las tardes veías a los trenes escupiendo multitudes de personas en las estaciones. Miles de obreros regresando a casa, con ganas de pegarse una ducha y tirarse frente al televisor. También vos podías irte a pasear por Brodway, ver vitrinas, oler el espíritu de la navidad y pensar qué regalos ibas a comprar o qué estrategia ibas a tomar para no pasarla tan solo el día de acción de gracias. Yo por fortuna no lo estaba. Pero me gustaba estarlo. Me había enamorado de una colombiana en un concierto de Charly García y, a un nivel platónico, aquella traga estaba muy bien. A veces entraba a comprar un café un viernes en la noche y veía los Dunking Donuts atestados de gente solitaria. Entonces me replanteaba mis predilecciones por la soledad. No había espectáculo más deprimente que ver una diner lleno de gente sola, un 24 de diciembre a las 7 de la noche. Todos comiéndose una hamburguesa y una porción de papas fritas. Cuando abría los ojos y veía eso, de inmediato yo me iba corriendo hasta un deli store, compraba una paca de cervezas, una tarjeta para llamar y llamaba telefónicamente a la colombiana que me había gustado. Muy pocas veces tenía fortuna y muchas no. Pero para mí era suficiente que la había conocido. Aparte de mi novia oficial, yo tenía dos o tres suplentes en la banca, para reponer a la titular cuando ésta se me lesionaba. Eran días muy promiscuos. Lo fueron y no desdeño de tanta diversión. Sin embargo me había enamorado de la colombiana, una caleñita deliciosa que casi no veía.
 
Aquel día me levanté tarde. Yo vivía en este cuarto rentado a una familia de ecuatorianos. Lo primero que hice fue prender un porro y hacerme un pase con una cocaína que me había vendido un portorro. La madrugada anterior había visto su extraño Dodge parqueado en frente de casa. Me acerqué a su ventanilla y le pregunté por coca. Quería probar cómo era la blanca en USA. Quizá no debí hacerlo. La coca en este país es una mala experiencia. Sabe a todo, menos a la golosina que se consigue en las calles colombianas. El portorro me había invitado a pasar a su auto de las degustaciones, después de hacerme demostrarle que yo no era un policía, y entonces allí estaba yo, 12 horas después. Defenestrando de la coca gringa. En cambio su marihuana hydro no estaba mal, pero era cara. En aquellos días me fascinaba desayunar con una cerveza o un whisky o con un porro.
 
Otra vez se hacía tarde en Nueva York. Una de las ecuatorianas golpeó la puerta y me ofreció un poco de curí. Ella me dijo que estaban preocupados por toda esa gente que se arremolinaba en la puerta a preguntar por el periodista del Astoria Times. Uno de ellos decía ser representante del Show de Oprah. Yo le di las gracias y cerré la puerta. Escribí por un par de horas y luego me fui a pasear un rato por la ciudad. Caminé un rato por el barrio de Run DMC, esos projects del Queensboro Bridge, y luego tomé un tren hacia la isla. Debía conseguirme otro trabajo. Lo del Astoria Times no estaba dando resultado. Al final no fui a ver a Robert Cray ni a Nohra Jones. Terminé con unas ex compañeras de Colombia, visitando un bar de blanquitos. Fue una mala noche. Mis ex estaban desesperadas por cazar un norteamericano, pero se mostraban avergonzadas y ansiosas. Yo trataba de ayudarles, pero no entendía por qué lucían tan acomplejadas. De todos modos habían ido a una universidad y eran profesionales y tenían dos ojos y cagaban igual que el resto de los mortales.
 
Pero ellas eran así. Eran ese tipo de latinoamericanas que descreen de su propia sombra en el espejo. Yo traté de relajarme con la pendejada de mis compatriotas y me dediqué a ponerles tema a las gringuitas del lugar. Todas eran muy amables y bebían martinis. Yo compré una ronda de Long Island Iced Tea y todas me lo agradecieron. También pedí cubas-libres para los gringos que tanto les gustaban a mis amigas colombianas. Una de las gringas se emborrachó y empezó a abrazarme y bailarme una suerte de striptease, con apenas conocerme. Yo estuve allí tentado, bajo la mirada vigilante de las colombianas. Luego bebí más cervezas y screw drivers y gin-tonics y me puse mejor. Al final, no me acuerdo ni cómo salí de allí, pero al día siguiente estaba otra vez frente a la hoja en blanco: ESCRITO EN LA NIEVE, una novela supuestamente terminada, estaba necesitando de otro capítulo.
 
29.
   Una nube de Windex evaporado recorría América. Aparte de ir a conciertos, también había montones de cosas que podías hacer en New York, sin necesidad de gastarte un peny partido por la mitad. Bien podías ir a las galerías de Chelsea, a tomar mal vino gratuito y a hablar con nenas exitosamente pseudo-intelectuales, tanto como podías dejarte caer por la librerías de Manhattan, para cumplir con uno de estos rituales qué-hay-de-nuevo-viejo-.
 
En lo personal, me encantaba pasear por las calles de Queens al tanto que echaba un vistazo a los montones de iglesias pertenecientes a las distintas religiones. A veces, algunas iglesias eran tan extrañas que no alcanzabas a descifrar su arquitectura y escasamente podías leer en su entrada a qué culto pertenecían. Allí podías encontrar fácilmente a un templo budista compartiendo vecindario con una mezquita o con una sinagoga, en el mismo vecindario. En cuanto a lo que leías en las librerías, no sabías qué tipo de conclusiones sacar. Casi todos los nuevos lanzamientos anglos se dedicaban a tratar temáticas típicamente americanas. O sea. Te la pasabas leyendo semblanzas de cómo los norteamericanos gastaban media vida tumbados frente al televisor, o practicando rituales de consumo, los cuales ya habían sido sistemáticamente especializados. Muchos de los libros más exitosos se parecían al estado de ánimo imperante alrededor: lacónicos y prácticos, aunque también el exotismo transcontinental se configuraba como tópico de primer orden.
 
Por eso, no era nada raro que yo hubiera empezado por trazar la semblanza de un teleadicto en las primeras páginas de El Empeliculado. También traté de poner todo lo que escuchaba en labios de la gente que me rodeaba. Muchos hispanos tenían su propia versión de los colombianos y aquello me impactaba demasiado. Cuando un colombiano entraba nuevo a un puesto de trabajo, los antiguos se decían entre sí: "hay que tener cuidado, es Colombiano". Cada vez que escuchaba hablar sobre la supuesta naturaleza de nosotros, los "colombiches", mi cerebro de narrador entraba en un especie de encaprichamiento y no veía la hora de llegar a casa para ponerme en situación. De hecho, yo también era uno de aquellos white trash que se la pasaba viendo televisión. No podía hacérseme difícil escribir sobre ello.
 
En los canales locales no se cansaban de pasar especiales de nuevas bandas como los Strokes y materiales de otros artistas que ya habían partido como Joe Strummer. Vos pasabas el canal y te encontrabas con fanáticos de todos los pelambres. En el canal comunitario de Queens era muy popular un judío que salía con extravagantes sombreros y lentes para el sol. A veces aparecía solo y a veces acompañado por otro judío igualmente extrovertido a él. Eran simpáticos, pero por lo general se dejaban ganar por el sentimentalismo estacional de la histeria política. Aquel par siempre terminaban lanzando consejos para el señor Bush en cuanto a nuevas legislaciones en contra de la comunidad árabe.
 
La configuración climática de la época de verdad que era agobiante. Era cierto que el viento de la historia había pasado soplándonos la cara, pero qué más podías hacer vos. Sólo sacar la cabeza por la ventana y dejar que te peinara las pestañas y relajarte y tratar de moverte en dirección fast forward. Ni el más obcecado podría mirar ya con buenos ojos viejas ideologías convertidas en leña para la chimenea.
 
De todos modos, nada de aquello estaba tampoco impreso en el chip de las nuevas generaciones. Para mí tenía más validez cualquier lectura de un Tarot televisado, que hasta el más estructurado discurso marxista del mundo. Me atrevo a decir que para todos era igual. La tierra había girado y no había nada que alguien pudiera hacer. A veces era mejor dejar el televisor todo el día en el canal POP, CULTURE AND TV. Allí aparecía una inglesa bastante enamoradora que se la pasaba cocinando exquisitos platos de niña-bien-recién-salida-de-la-secundaria. Luego la programación del canal te sorprendía con algún clásico cinematográfico de la Nueva Ola Francesa o con determinado concierto de una superestrella del rock progresivo, patrocinado por el mismo canal.
 
Aquel día estaba bastante cansado de estar escribiendo de corrido en las últimas doce horas. Quizás había empezado muy tarde el día anterior y había seguido de largo toda la madrugada hasta el amanecer, y luego hasta el atardecer siguientes. A veces dormía todo el día y mi jornada laboral frente al computador empezaba tipo 8 de la noche hasta las 10 o 11 del otro día. Estaba muy entusiasmado escribiendo El Empeliculado. Aquella fue una novela que me desordenó por completo mi reloj biológico. No había distinción entre la luz y la oscuridad para mí. Por fortuna en aquel vecindario había un buen restaurante en el que podías desayunar a las diez de la noche después de haberte quedado dormido a las cuatro de la tarde. Se trataba de un diner con bastante trayectoria en la calle 46 y Queens Boulevard, a la salida de la estación del subterráneo. Su propietario era un inglés que cambiaba constantemente de camareras, pues su fuerte eran las ventas nocturnas y las propinas no eran muy abundantes. Rumanas, sicilianas, irlandesas y hasta mujeres de la antigua Yugoeslavia podían estar sirviéndote allí. La mayoría manifestaban no querer regresar a esos países que habían mutado en naciones difusas y se mostraban bastante admirativas al saber que yo estaba escribiendo una novela. A ellas podías pedirle a cualquier hora un omellete y entonces el cocinero se ponía en acción en frente tuyo y veías los huevos crepitar al lado de las papas. Minutos después tenías un jugoso plato de tocineta, jamón queso, papas aplastadas y huevos en forma de tortilla frente a tus narices. El café corría también sin tacañerías. Podías tomarte las tazas que te fueran necesarias.
 
Tampoco yo sabía quién era el que estaba escribiendo en mis páginas en blanco. A veces sentía que adoptaba las palabras de un sicario colombiano (es un pleonasmo, lo sé) o de un albañil hondureño o de un taxista hindú, pero raramente sentía que era yo quien dominaba la obra. Tampoco podría detenerme a aventurar supercherías concernientes a fuerzas superiores o voces desde el infra-mundo. EL EMPELICULADO simplemente expresaba un remanente de inconsciente colectivo, el cual se descolgaba entre las paredes de viejas conversaciones escuchadas en el día a día.
 
Apagué la tele y me puse a leer el periódico. Salí un rato a la calle y estuve un poco extasiado con el espectáculo del anochecer. Cielos incendiados sobre el Empire State y esas cosas: dummies gigantescos de Home Depot flotando a la distancia, palomas aterrizando sobre las vías del tren. Compré un café e hice un par de llamadas telefónicas. En ocasiones llamaba a la patria para escuchar las mismas pamplinas sobre mi padre muerto. El tema de moda, a través de la línea telefónica, también era el misterioso apagón en toda la ciudad. Las especulaciones iban de la A hasta la Z. La electricidad nos había fallado un par de días atrás y el calor nos había hecho desvelar y nadie aún tenía respuestas.
 
A mí, todo aquello me resbalaba. Me puse a leer el periódico de nuevo, sentado en las bancas de la estación 40, mientras esperaba el tren. Esperaba que me llevara a algún sitio interesante. Sabía lo que me esperaba si me montaba allí. Tal vez un grupo de negros iban a estar gritando entre los vagones. Me encantaba aquello. La raza negra en aquel país sentía que se había ganado con sangre su derecho a gritar y lo defendían a toda costa. Les gustaba gritar y qué. De alguna manera aquello provocaba la envidia y exaperación de la gente blanca, pero los negros no se detenían en Nueva York. Sabían escuchar sus músicas a todo volumen y eso estaba muy, pero muy bien.
 
Raising Victor Vargas era proyectada en el East Village con muchos comentarios positivos. Era una película newyorkina como la que más. Una historia que palpitaba de calle sobre la experiencia dominicana en el downtown. No había dudas sobre ello. La unanimidad era absoluta. CRIANDO A VICTOR VARGAS le gustó a todo el mundo. Aquella noche también se presentaba LA CUMBIAMBA. El lugar era este bar under llamado Niagara. Quedaba exactamente en los perímetros del Alphabet City, en la novena con Avenida A. La noche me esperaba. Se abría ante mis pies. Salí del metro y me fui silbando NOCHE EN DOWNTOWN. La sed era mi única compañía.
 
30.
    Ese 2003 dejaría una marca rara en la piel como las dejan ciertas épocas que a veces se consideran inofensivas. Son inofensivos algunos años? Sólo los mismos años lo dicen. A veces viene un insecto y te pica en un brazo mientras tomas Budweisers en el patio de tu bungalú, los barbiquius a todo motor, el aroma a carbón en el ambiente, el césped verde como una mesa de billar y vos no sabés si todo aquello va a dejarte una cicatriz o no. Nunca podés asegurarlo con severidad. Son tan inofensivos ciertos tiempos de bonanza como lo pueden ser algunos ídolos derrumbados, o como lo pudieron ser esos amigos en los que creías al esperar garantías. Ya se sabe que para ver el mundo basta con mirar el cielo, disparar a la luna, pero resulta mejor si lo haces varias veces desde distintos puntos del planeta.
 
De alguna manera, para mí todo se había ido con el huracán, como en la canción de Bunbury. Ya se sabe que escribir es un arte peligroso, una bomba marca ACME que al final siempre termina explotándote en la cara, como un agua siendo hervida en el microondas, como la ardilla parada en el cable de la luz. Todas las escalas de valores se habían puesto patas arriba y yo sentía que era el único quien se había quedado a solas en la estación de la clarividencia y quién veía al tren de las pesadillas perderse en la lejanía. El mundo se había vuelto todos-contra-todos, pero con una sonrisa en la boca. Los que habían sido humildes viniéronse a soberbios. Igual, los buenos de otrora, ahora mataban. Los galanes del ayer eran los viejos verdes del hoy.
 
Quienes alguna vez habían brillado por su sencillez, sacaban las cartas de la ambición y paledecían. Creímos ganarnos el tour de Francia y no llegamos siquiera a la contrareloj y tocó actuar como tal. Los que se creían ricos también empezaron a ahorrar como pobres y los pobres como ricos. Al final no eran ni lo uno ni lo otro; eran una masa endeble, un plasta tibia de arcilla bajo el zapato triturador. Lo mismo con los blancos quienes tornasen en negros y los más liberales del siglo 20 en conservadores confesos del siglo 21. También pasaba que te hacías ideas falsas de gente muy cercana con bastante frecuencia.
 
En el aire estaba escrito: los translucidos de hoy serían los hipócritas de mañana, y los santos del mañana, patanes del ayer. O sea. Las almas se resignaban a moldearse como seres de guerra, más no como guerreros. Así es. A los humanos les fascina que les pongan una venda en los ojos y que los empujen a jugar " PÓNGALE LA COLA AL BURRO", ( luego de haber sido mareados durante horas en la trastienda de las ensoñaciones) . También había muchos a los que les gustaba dar palos de ciego tratando de pegarle a la piñata y otros que sentían un placer casi sexual siendo parte de la audiencia y recibiendo de vez en cuando un porrazo del ciego de turno (sic).
 
A los amigos que yo había dejado en Colombia les gustaba dejarse ganar por demencias colectivas y regodearse en ese tipo de bandazos. Los que habían sido listos ahora adoraban comportarse como mongólicos y lo sabían. Ese tipo de decisiones son las que siempre quedan fuera del alcance de tus manos. De repente hay un punto en la vida en que decís: "bueno, llegó la hora de convertirme en un estúpido y no me importa", y así sucesivamente con las demás facetas de tu personalidad. Mejor dicho, a la gente decente en Colombia no le importaba vivir entre miserables. Era una sociedad que se había acostumbrado a ver lo excepcional como normal y viceversa.
 
Pero, Qué mas podías hacer vos? Sólo sentarte a contemplar aquello desde otro país y verlo como una debilidad . No había nada heroico allí. Tampoco nada sano. Todo era más bien algo enfermo (sic). Ahora habías cambiado de nación, de religión y de fronteras (sic) y, a Colombia, y a sus discípulos, había que dejarlos en paz con sus guerras. Los colombianos eran adictos a la mierda, era un país acostumbrado al hedor, y todos adoraban ver el color de la caca al tercer día y que sus semejantes se hundieran en el barro de sus calles malogradas.
 
Con tal de que sus fachadas lucieran impecables, todo marchaba a las mil maravillas para los cultos en el país de la coca. Allí nada funcionaba, no había semáforos peatonales en las calles; la lluvia tumbaba un árbol y los tipos de las motosierras tenían que venir a picarlo en pedacitos. Un anciano se caía en su bicicleta y tenía que morirse en el pavimento, porque no había ambulancia que viniera a recogerlo. Del mismo modo, a mis amigas, las huelengues, les producía placer que un militar estuviera agrediéndolas constantemente; el sicario era feliz haciendo el tonto entre esos vagos oficializados que son los funcionarios públicos; mi padre, asesinado por mí según la policía, decidió coger monte arriba para acabar de hundirme y de paso desaparecer completamente. Lejos había quedado aquel día en que fuimos a visitarlo A y yo, todavía en ese casco urbano de alguna municipalidad. Ahora habría que tirar trocha con un navegador GPS, para poder dar con su ubicación.
 
Esa era mi carga sentimental por aquel entonces y tenía que aprender a vivir con ello. En exteriores yo sentía que debía dedicarme a lo mío y el 2003 se consagraba como un gran año. Había conocido mucha gente valiosa para mi discernimiento.
 
Alguna tarde había merodeado por ahí, liando buenas conversaciones. En aquella oportunidad me había dejado caer por los lados del Festival de Cine de la Havana en New York y me disponía a ver la opera prima de Alejandro Chomsky, un director argentino muy bien referenciado. Compré las boletas. Preparado a entrar, en el lobby me encontré con Jim Jarmusch. Estuvimos charlando por un buen rato. Jim venía a ver la peli de Alejandro. Eran buenos amigos de vieja data. Oye, siento lo de Strummer, le dije. Habían sido cuates. Joe era uno de sus quintaesenciales actores de cabecera.
 
Está bien, me dijo Jarmusch, hace tiempos que no hablábamos. Luego entramos y Jim se sentó donde siempre lo hacía. En el extremo derecho del vagón central entre las tres últimas filas. Ya antes me lo había encontrado en cinemas subterráneos de dudosa procedencia, siempre viendo documentales políticos e izquierdosos. Esta vez estábamos viendo un buen largometraje hecho en video digital, con una paleta virada al azul. Era la historia de una adolescente y su motoneta por las calles de París. Una trama sin pretenciones, pero que salía adelante. De vez en cuando yo me volteaba y trataba de mirar las reacciones de Jarmusch en la oscuridad. Pero Jim es un tipo poco emocional y amable. No es de los que se quita el sombrero antes de entrar al templo. Por el contrario, aquella tarde conservó su gorra de camionero white trash y hundió sus codos en los brazaletes de la silla. Jim tampoco es de los que se deja impresionar cuando uno de los sacerdotes empieza a comerse el corazón de las doncellas sacrificadas.
 
En realidad a aquella cinta sólo habíamos ido a verla no más de diez personas. Pero uno de ellos era Jim Jarmusch y supongo que para Alejandro aquello era suficiente. La última película del director norteamericano, Coffee and cigarretes, aún estaba en las carteleras de Mahattan y aquello no parecía despelucar a nadie tampoco. La vida de New York seguía su flujo normal. Brodway conservaba sus ríos de modelitos sacados de Marie Claire Magazine.
 
Ni siquiera a Jim parecía importarle que su nombre estuviera en la sección "Cines" del Times. Jim simplemente desapareció como un exhalación luego de los créditos finales. A mí me hubiera gustado que se quedara a cumplir protocolos raros en el foro de Chomsky. Pero no lo hizo, y el show tuvo que seguir sin Jim. También hubiera podido pasar por oportunista y tratar de sacarle una entrevista para vender en alguno de los pasquines colombianos venidos a super revistas. Pero no lo hice, ésa no era mi filosofía, si es que acaso tenía una.
 
Por lo menos, hoy en día me quedan las películas de Jarmusch y la admiración por su cordialidad. Luego de la peli, vino hasta mi silla y se despidió con un gesto de mano. También me deseo buena suerte con El Empeliculado, mi novela, en voz baja para no interrumpir la sección de preguntas a Chomsky. Qué gran lección le dan las celebridades gringas a los mediocres artistas colombianos. Allá en Platanolandia cualquier aparecido adquiere un status de perfil alto de telenovela barata y se creen intocables, como bautizados por un mesías.
 
Yo, por mi parte, tal vez nunca más vuelva a encontrarme a Jim Jarmusch en las calles de Nueva York. Pero dejo constancia aquí, que un día pasó, y que fue una de las grandes cosas que le pueden suceder a un aspirante de cineasta. Encontrarse a todo tipo de intelectuales de alta envergadura era usual en esa ciudad, pero encontrarse con el grande del cine independiente, el poeta de narración visual en los 90's, era un privilegio que pocos podían contar. Tal vez uno se encuentre a este tipo de directores en un coctel en Cannes ó en Utah y sería lo obvio. De pronto hasta en el Festival de Cine de Cartagena, en su disfraz de superestrella.
 
Lo que sí es algo extraordinario, es que te encuentres a Jim Jarmusch a las puertas de un teatro, mientras miras los posters promocionales, como si vos y él fueran dos parroquianos del común, en jeanes de veraneo, pantuflas y con nuestras camisetas más agujereadas. Jim y yo, sabíamos que no lo éramos.




31.
     Una de las cosas que más me llamó la atención sobre POR FAVOR REBOBINAR, fue su estructura. Hacía tiempos yo no leía una novela que jugara con el mapa global de los capítulos. Había leído, en los últimos días, magistrales historias con estructuras lineales, como las novelas de Bellow, por ejemplo. Pero ninguna que atentara contra la concepción oficial del tiempo. Fuguet, el rey del neoliberalismo, lo hacía en POR FAVOR REBOBINAR y eso era subrayable. Inspirador. Fuguet había usado la misma técnica de varios monólogos hablando en presente, la cual me había impactado tanto en El Sonido y la Furia.

Para entender la gracia de este tipo de novelas, vos tenías que leer hasta la última línea y luego sentarte a contemplar el valle desde arriba y, si era posible, desde la montaña más alta, desde la estatua de Cristo Redentor. Era cuestión de desplegar el sistema cartográfico y verlo en forma conjunta. Si te ponías a examinar sus detalles podías correr con el riesgo de perderte la gracia de la foto entera. La técnica de los monólogos, que se entrecruzan por varios puntos comunes, te hacía volver a los tiempos inmemoriales de la lúdica, cuando los escritores todavía no se habían tornado en sacos de patatas psico-rígidas y cuando todavía escribían para sentirse mejor.

POR FAVOR REBOBINAR se explayaba en divagaciones sin sentido y frases anodinas, pero al final te recompensaba con las respuestas de un diseño. Te dabas cuenta que tanto rayar, y rayar, era simplemente una forma de darle trama a las capas que conformarían un solo cuerpo unitario. Aquella era la característica que yo siempre buscaba en el arte. Me gustaba examinar el bordado con el que estaban fabricadas las texturas. Y de alguna manera, Fuguet había puesto bastante empeño en ello.

Pensé, entonces, que no todo estaba perdido y que la literatura en español podría tener otro punto de fuga, que aún quedaba esperanza de llegar al arco tocando, haciendo la pared en triangulaciones. Y que se podría dar un buen espectáculo sin necesidad de lateralizar demasiado. La mayoría de escritores latinos, de los últimos años, eran un montón de carrolocos, quienes descrestaban al personal dando vueltas en círculo y desgastándose en taquitos y rabonas, tratando de sacarse al rival siempre con un túnel.

Y las paradas estaban bien, pero había que saberlas usar en el momento justo, y que fueran funcionales. A mí me gustaba ese juego certero de Fuguet en aquella novela. Vos no la disfrutabas demasiado durante los 90 minutos, pero, de un momento a otro, sentías el cambio de ritmo y ¡tan! Gol. Golazo.

De modo que, reconciliado un poco con la literatura, me dispuse a retomar EL EMPELICULADO. Había caído en la tentación de volver a escribir guiones, pero quería darme una segunda oportunidad. Sabía que, de acuerdo a las últimas reflexiones, había mucho trabajo por delante con EL EMPELICULADO y sobre todo con la arquitectura, el manejo del tiempo y el espacio (no confundir con El Tiempo y El Espacio, las dos principales preocupaciones y máximas ambiciones de los escritores colombianos).

Total, luego del concierto de La Cumbiamba, en Niagara, volví a casa y me puse a escribir. Eran las tres de la mañana. La hora más crítica para las personas que trabajan en la noche. Con frecuencia yo llegaba en las madrugadas a ver CADA PROBLEMA TIENE UNA SOLUCIÓN ESPIRITUAL, en el canal cristiano, ó a escuchar música mientras me fumaba un porro; pero aquella vez no lo hice y encendí el computador.

Mientras se activaban todos los circuitos, también me dio por revisar el contestador automático. Aquella costumbre había sido relegada un poco en el tiempo, pero de vez en cuando lo hacía. Diablos. Época de vacas flacas; no tenía ningún mensaje. Por aquella máquina no habían pasado ni los fantasmas a saludar. Así era. A veces había épocas de vacas gordas también. Pero yo había tomado la costumbre de desconectarme en tiempos de trabajo pesado y aquello era respetado de alguna manera por mis aúlicos. Cuando me metía en un proyecto, ponía un cartel en la puerta diciendo ME HE IDO A COMER, VUELVO MÁS TARDE. Celular, fijo y contestador, apagados. Nadie en casa, entonces, para responder a algún tipo de llamado.

Pero aquella vez decidí dejar prendidas las máquinas. Hacia las cuatro, cuando me decidí a garabatear un par de líneas y empezaba el proceso de elevación, sonó el teléfono. No quise contestar. Sabrán los escritores de qué les hablas cuando les mencionas la palabra ¨elevación¨. Escribí otro par de párrafos. El teléfono seguía repicando. Descolgué la bocina y la volví a colgar y luego la dejé descolgada en el suelo. Me dispuse entonces a apagar también el celular.

Cuando quise retomar mi trabajo, me entró la intriga. Quién podría estar llamando a las cuatro de la mañana. Sería una amiga ¿acaso? ¿un accidente? ¿mi novia californiana, quizás? ¿la caleña? ¿estarían desveladas pensando en mí? ¿una llamada urgente de Colombia? ¿Alguna vieja amante que se sentía sola y querría follar? ¿tal vez colgarse de las vigas del techo?

¡Mierda! Se me había ido la inspiración otra vez, a la mierda. Mierda, mierda, mierda. Ahora, cuando lo tenía todo claro de nuevo. Colgué la bocina y me puse a esperar. El teléfono volvió a repicar. Era el sicario. Se había venido para Nueva York, huyendo de Colombia. Allí, unos peces gordos habían dado la orden de matarlo. También me informaba que me había traído la nueva edición pirata de La Llaga, mi novela iniciática, y que tenía nuevos proyectos. La conversación fluyó de la siguiente manera: ¿Que hacés llamando a las cuatro de la mañana, guevón. Estoy re-dormido. No tengo dónde dormir, no conozco la ciudad. Yo no tengo espacio, man, vivo de arrimado en la casa de una tía (era mentira). Quedate en alguna estación hasta el mediodía y después te paso a recoger; y ¿cuáles son ésos, tus nuevos proyectos? Ahora quiero torturar un marica. Deberías empezar por torturar un rolo. Verdad, ¿no? Los rolos son cacorros…

En realidad yo sí tenía algo de espacio. No mucho, pero sí tenía. Lo que no tenía era demasiado entusiasmo de que el sicario estuviera ahora en Estados Unidos. Yo vivía en un cuarto pequeño, alfombrado, con un sofá junto a la ventana que a veces usaba de living, pero que siempre usaba de dormitorio. Era como un chorizo mi cuarto. Un espacio alargado con un pequeño closet junto a la puerta y una mesa en el medio. Increíblemente también albergaba yo allí un televisor, un equipo de sonido, ocho parlantes, un computador, una máquina de escribir y una típica lámpara americana (de esas con forma de platillo volador que vos te encontrabas en cada hogar newyorkino ).

De vez en cuando, alguna amiga también pernoctaba allí o yo le daba posada a algún desvalido. Pero esta vez no. El sicario no iba a conocer dónde vivía yo. Yo no lo iría a permitir. No me importaba que hubiera traído otra versión de La Llaga, aunque me moría por conocerla. Songo sorongo, a aquella novela ya se la habían pirateado como seis editoriales clandestinas, sin contar las versiones que explosionaban en la red.

Amanecía en Nueva York. La calefacción se activaba a las 6 y se apagaría a las 10 a.m. Yo volví al EMPELICULADO y pensé que debía esbozar una estructura simple. Así que agarré un lápiz, y papel, y dibujé un punto en el centro de la hoja. Luego hice un círculo alrededor del punto y luego otro más grande. Diez minutos después tenía el papel lleno de círculos alrededor de un solo punto central y un montón de líneas que iban de los bordes hacia el punto. Yo no sabía qué era aquello, pero pensé que podría tratarse de una estructura. Doblé el papel y lo pegué en la pared, junto al computador. Me preguntaba qué era exactamente el punto central y qué eran los círculos alrededor las líneas. No eran jugadas maestras, de eso estaba seguro, pero por lo menos tenía un inicio. Ya lo resolvería en el desayuno.

Me fui a la calle y crucé hacia la panadería del rumano. Le pedí un baggel tostado con queso crema y un café. Eran las nueve y treinta. El sicario debía estar esperándome en alguna estación de Queens. Fui a la esquina por un periódico y volví a la panadería a leerlo, mientras escuchaba al rumano intercambiar noticias locales con otros clientes que entraban al lugar. Afuera hacía frío.

32.
   El periódico aquella mañana se dejaba venir con las mismas dinámicas de siempre. Lo que más me gustaba de estar en Nueva York es que los periódicos hispanos se tomaban la molestia de escanear el panorama latinoamericano en forma equilibrada. Fueron muy refrescantes años para oxigenarme, libre del parcializado periodismo colombiano. Vos abrías el periódico y en las primeras páginas podías leer noticias de concernimiento típicamente newyorkino: ferias laborales en el Madison, pronunciamientos de Bloomberg, medidas contra los indocumentados, redadas en factorías New Jersey; aumento en los precios del combustible y cosas así. Era un periodismo miope, pero no parcializado y mal intencionado como el de mi tierra natal. Nada analítico en todo caso. Era más bien banal. El periodismo agringado no se tomaba muchas molestias en reflexionar en lo acaecido. Luego en las páginas intermedias te dabas un banquete con la surrealista situación de países tan insólitos como Guatemala, las Guyanas o Panamá. Hugo Chávez era una de los superstars del Diario La Prensa, Hoy y de Univisión. Odiándolo o queriéndolo, el mandatario venezolano se llevaba todos los laureles del alto perfil, entre la comunidad sudaca de Estados Unidos.

También, en letra pequeña, se leían notas como la siguiente: ¨Carlos Castaño, jefe de las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc), fue seleccionado entre los diez principales enemigos de la prensa mundial, al lado de personajes como el líder supremo de Irán Ayatolah Alí Jamenei y los presidentes de China, Jiang Zemin, y de Cuba, Fidel Castro. La lista fue elaborada por el Comité para la Protección de los Periodistas (CPJ, por su sigla en inglés), una organización independiente y sin ánimo de lucro con sede en Nueva York y difundida ayer, víspera del Día Mundial de la Libertad de Prensa que se celebra hoy¨; ó : ¨ En Colombia es más fácil crear una guerrilla que un sindicato . Y no es alarmismo. Los sindicatos se organizan en la clandestinidad con un mínimo de 25 afiliados, confiando siempre que alguien no le cuente al jefe, para que los 24 restantes no sean despedidos. Toda movilización o protesta se ve como un acto subversivo dirigido a desestabilizar las instituciones democráticas y, por tanto, se le da tratamiento de orden público¨.

Total, antes de llegar a las últimas páginas, yo siempre cerraba los periódicos y los echaba a la basura. Las últimas páginas casi siempre eran destinadas a los deportes y aquellos ya no revestían ningún tipo de interés para mí.

Terminé mi café matutino en la panadería del rumano y me fui a casa, a pegarme una ducha. Aquel día tenía cita donde un psicólogo asignado por la ciudad para todas aquellas personas que habían trabajado en las labores de remoción de escombros post 9’11.

Las visitas donde el loquero podrían representar un jugoso cheque de varios miles de dólares, si lograba mostrarme lo suficientemente loco ante el funcionario de turno. Varios ex compañeros de trabajo habían sido diagnosticados de paranoia, psicosis y esquizofrenias crónicas en aquellas visitas al psicólogo público. Pocas semanas después recibieron un cheque de 20 mil dólares en su propia casa, cortesía del FONDO PARA LA REPARACIÓN SICOLÓGICA DE LOS RESCATISTAS DEL BAJO MANHATTAN.

Luego de escuchar este tipo de historias, a vos te daban ganas de morderte un brazo. Me hacían recordar ese primer día en que llegábamos con nuestras herramientas a remover las piedras del desastre y éramos aplaudidos por miles de gringos agolpados alrededor de las derrumbadas torres.

Yo también había escuchado de otros compañeros a los que les habían dado un millón de dólares, y ciudadanía gringa, por haber perdido un ojo o una pierna en la Zona Cero. El rumor final es que ellos se habían auto infligido estas desgracias para engañar a los múltiples fondos de reparación.

Una vez frente a la especialista, estuve explicando por varios minutos mis sentimientos alrededor de la tragedia. Quería que también me dieran mi cheque, pero era difícil parecer traumatizado.

Aquello era cosa de todos los martes y siempre era lo mismo. Yo venía de un país que había sufrido ataques terroristas en los últimos 50 años, casi a diario. No había manera de que un vergajo como George Bush pudiera meterme miedo a mí. Lo había logrado con millones de estadounidenses, pero no lo iba a hacer con los colombianos. Quienes veníamos del país de la coca, ya estábamos acostumbrados al terror. No me daban ganas de decirle a mi sicóloga que sufría ataques de pánico, porque de verdad no los tenía. No me despertaba sobresaltado a media noche ni me daba miedo que en cualquier momento pusieran una bomba en un tren. Pero tenía que disimularlo, si quería mi cheque de veinte mil dólares. No me vendría mal, podría dedicarme a escribir de lleno.

Total, la tragedia del 9-11 había sido una canción de cuna en comparación con los bombazos de Pablo Escobar, pero yo tenía que hacer mi numerito. La sicóloga, muy seria, muy joven, muy bien vestida y muy bonita, trataba de lucir muy profesional. Evidentemente venía de un país europeo, pero de los arruinados, y este tipo de inmigrantes siempre se esforzaban mucho por dar la talla entre los niveles de eficiencia gringos. A mí, todo aquello me causaba simpatía y trataba de hacerle fácil su trabajo. Ella me preguntó si había identificado algún desorden psico-somático y yo le dije que era un hombre con síntomas de esquizofrenia, paranoia, psicosis, represión, proyección y neurosis, por igual. Trataba de expresarlo de la manera más incoherente posible; quería lucir verdaderamente afectado.

Ella, entonces, me dijo que estaba salvado. Que me preocupara si no presentaba ninguna de estos desordenes o si se manifestaban desproporcionadamente. Dijo que nuestra mente necesitaba precisamente de ¨ese equilibrio controlado¨ Firmó algo en un papel, mi historia clínica quizás, y luego me dijo que volviera dentro de seis meses y que yo no calificaba para reclamar un cheque de indemnización; que lo intentara tal vez por el aspecto físico; que me hiciera accidentar de una carro en la calle, o algo así.

 Mierda, yo por tratar de hacerme el afectado había logrado lo contrario.

Fui a la biblioteca pública de Nueva York, en la Quinta Avenida con 34 y me puse a investigar a Freud. Efectivamente, el muy farsante decía que si uno era un esquizofrénico, un psicótico, un neurótico y un paranoico, al mismo tiempo, no tenía de qué preocuparse. No habría patología allí. La patología venía cuando una de aquellas características se presentaba por sí sola.

Desconsolado, volví a casa. Se me había escapado entre las manos la oportunidad de hacerme rico. Veinte mil dólares, convertidos al peso, eran como 60 millones de pesos.

Entré bajo techo a eso de las cuatro de la tarde y cuál no sería mi sorpresa al encontrar un cheque de 3 mil dólares entre mi correspondencia. Se trataba de una carta de mi novia californiana. Hacía más de un mes que no nos veíamos. Decía que me había hecho acreedor a un auxilio por lo bien que había culminado mi dos últimos cuentos. Ella se iría de excursión al África con su esposo oficial, hasta el verano del año entrante, y quería recompensar su larga ausencia con esta ayuda. Me aconsejaba comprarme un computador nuevo y que botara el viejo IBM lleno de virus. Yo me tumbé en el sofá, que tenía por cama, y encendí la televisión.

El aparato experimentaba interferencias de todo tipo. Miré hacia el cielo, a través de mi ventana y vi un objeto volador extraño, pasando sobre Queens. El sol entraba hasta mi dormitorio a esa hora. Allá, a lo lejos, se veían las terrazas quietas, y limpias, como un palacio vacío. Pensé que los cazadores, en África, no habían muerto con Hemingway y que yo ya no iba a tener aquellas bellas tetas californianas cerca de mí. Cerré un poco los ojos, para pensar en su cuerpo desnudo. Dormí plácidamente.

33.
   En términos generales, Nueva York era la ciudad políticamente correcta, por excelencia. Vos podías vivir allí sin depender de un automóvil a diferencia de California o Miami. Era una ciudad que vos podías recorrer a pie y la gente que lograba salir adelante lo hacía por mérito propio.

A diario, era fácil ver las estaciones y los aeropuertos llenos de provincianos recién llegados, con sus maletas a cuestas y los ojos temerosos ante el palpitante crepitar de un monstruo suburbano.

Vos mirabas a los recién llegados de arriba abajo y de alguna manera su aspecto campechano te informaba que ellos iban a llegar muy lejos. Tal vez mucho más que vos. Nueva York les daba la oportunidad a ese tipo de personas. Especialmente a ellos. Allí era donde estaban las organizaciones de derechos humanos más importantes del mundo y ese espíritu aperturista lo podías oler en el aire. A pesar de la rudeza imperante, vos te sentías muy a salvo en New York.

También, si te ibas para Brooklyn, ó a Hoboken, podrías apreciar de vez en cuando alguna blanca juntada con un negro y viceversa. Hablamos de blancos-blancos y negros-negros. No de esa clase de blancos a la colombiana. O sea, no de esos españoles mezclados a lo largo de 500 años, medio indios y medio blancos y medio negros, que se creían de sangre aria. No. En Estados Unidos sí había blancos de verdad y tal vez a partir de allí se radicaban unos odios de calle que, a mi manera de ver, estaban bien fundamentados.

Aquel, quien de verdad quisiera saber de odio profesional, tenía que irse a vivir un tiempo a Estados Unidos. Yo era uno de ellos. Quería aprender a manejar el odio y volverlo inofensivo. Venía de un país donde todo era puro odio aficionado. El odio más peligroso del mundo.

Por aquellos días los demócratas auténticos tenían su reino en Nueva York y si vos te descuidabas, también podías correr el riesgo de terminar bailando bachata o reaggeatón. En efecto, en ese contexto yo me sentía muy confrontado, pues acababa de salir de un medio universitario arribista y frívolo, repleto de pseudo-periodistas feudalmente aburguesados, donde solo aprendías mañas, muy del tipo puta-barata-con-pedigrí. De hecho, pasar cinco años por una facultad hipócrita y lagarturienta me había convertido en uno de ellos.

En medio de todo, yo me estaba estrellando con una sociedad mil años más evolucionada que la colombiana. En términos de las apariencias, fue muy conflictivo ver por ejemplo a los tipos más ricos de Wall Street sentados en cualquier acera, almorzando en medio de un grupo de albañiles sudorosos y polvorientos. Ibas al Parque Central y allí te encontrabas a divas superestilizadas, como Uma Thurman por ejemplo, haciendo picnics improvisados en el mismo lugar donde una familia de mexicanos pobres jugaba a la pelota. Aquello era para romperle el coco a cualquier empeliculado como yo.

De repente, todo lo que sabías de la vida se venía abajo como un castillo de servilletas partidas en cuatro. Una vez fui a ver un jam de Oasis en Rochester y resulta que los pocos contertulios de Noel Galaghem esa noche eran unos negritos propietarios de una compañía de Taxis. Noel manifestaba un enorme cariño por uno de ellos, pues habían sido compañeros de farra cuando éste lavaba platos en el Nueva York de los 80´s.

Ese era mi Nueva York. Ni más ni menos. El triunfo de la clase obrera. La clase media estaba reservada para los más discretos. Tal vez gente que había empezado desde cero y que llevaba decenas de años trabajando. Pecabas de usurero si te ponías esa etiqueta de clase media con solo haber heredado tu estatus sin habértelo sudado. Tal vez por eso es que los gringos le daban una patada en el culo a sus hijos y los tiraban a la calle cuando cumplían 21 años; tal vez por eso es que los ponían a vender limonada en los veranos desde que apenas aprendían a hablar.

Yo por mi parte estaba en esta Fase-Misery. Me refiero a esa fase de la novela de Stephen King donde tu obra se convierte en una fan de vos mismo y te secuestra y te amarra a una silla y te golpea y te ordena lo que debes escribir. Ella misma te da de comer y te baña, pero ganas también todo tipo de restricción, hasta del más mínimo movimiento. Todo en mi vida estaba quedando subordinado al EMPELICULADO. Y aquel era un precio que no me estaba gustando pagar.

De un momento a otro había dejado de ir a museos y de salir a beber. Me estaba enclaustrando demasiado en mí mismo. Las horas de vigilia para mí eran entre las 12 de la noche y las 10 de la mañana.

¿A qué chica podías llamar vos a esa hora?

Mi vida social se estaba convirtiendo en una mierda.

Los cheques de tres mil dólares misteriosamente siguieron llegando mensualmente. Evidentemente no era mi novia quien me estuviera gastando esa buena broma. Lo que me decían esos tres mil dólares es que alguien me estaba siguiendo mis movimientos. Era un premio a algo que le estaba siendo agradable a alguien. Quien quisiera que fuera el benefactor, también me estaba mandando el mensaje de que no podría dejar de escribir. Aquella plata había empezado a aparecer en el buzón de mi casa precisamente en el mismo tiempo en que me había insuflado una auto encerrona, motivo EL EMPELICULADO.

Yo le había preguntado a mi novia si era ella la que había estado mandando ese dinero, pero ella de inmediato se aventuró a desmentir esta historia. Desde el principio todo esto le sonaba a fantasía. Era cierto que ella tenía tanto dinero como para gastarse la plata comprando viajes a la luna y crionizaciones de su cadáver por anticipado, pero lo de África ya la dejaba sin fórmulas. Ella no había escrito esa carta ni había mandado nunca un cheque por tres mil dólares.

¿A quién debía creerle yo entonces? ¿Debía poner yo todos esos cheques en el buzón del correo y mandárselos a la reserva federal y decir que renunciaba?

EL EMPELICULADO me estaba lastimando, es cierto, pero la perspectiva de volver a montarme tres días a la semana en un carro donde una menopáusica frustrada se dedicaba a humillar a sus trabajadores, me hizo detener mi decisión.

Preferí seguir auto flagelándome con EL EMPELICULADO.

Eso de elevar el dolor a la categoría de arte no era tan divertido como muchos piensan. Es mejor escribir novelas facilongas, llenas de clichés y que se vendan como arepas.

El talento no se puede poner al servicio del psicoanálisis, porque aquello te puede destruir. La mezcla puede resultar mortal. Pero yo estaba en Nueva York. La ciudad que aplaudía al alma, antes que a la razón. Tu corazón no tenía nada que hacer en una ciudad como aquellas, pero ello no importaba demasiado. El corazón seguiría intacto, estando exactamente donde siempre lo habías guardado, para que la persona adecuada se ganara su derecho a tocarlo.
 
34.
    Después de muchos meses de estar trabajando en EL EMPELICULADO, yo sentía que necesitaba volver al mundo real. Me había metido en un mundo interior el cual nunca me imaginé que pudiera existir. Ni siquiera todo lo que hubiera de externo en aquellos personajes me era familiar. Necesitaba saber quiénes eran esas personalidades que habían invadido la pequeña habitación. Era un mundo en el que no cabíamos todos. Alguien sobraba en esta historia de amor y por supuesto que no podía ser yo y, para investigar, debía salir.

Mi mundo se había reducido a conocer restaurantes étnicos y a volver a casa para terminar la maldita novela. Entre un lugar y otro, no tenía chance de medir el PH de la ciudad y muy poco para interactuar con alguien que no fueran las 10 mujeres que más me habían marcado en mi vida; y que ahora sólo eran imaginarias.

Los hitos históricos que dominaban la audiencia newyorkina seguían siendo los mismos de los 90's. Bill Clinton , Monica Lewinski y Kurt Cobain se habían ido, pero todavía quedaban Friends, Los Sopranos, Sex and The City y Seinfield.

Rayos! Yo no tenía nada contra los nuevos sitcoms, pero me negaba a creer que la manía empresarial hubiera perdido hasta el más mínimo ápice de moralidad. En mi opinión aquello podía ser de otro modo. Había muchos programas de televisión en el pasado que lograron salir adelante por sí mismos.

En Friends, por ejemplo, no perdían oportunidad para estereotipar a los latinos. Para ellos, nosotros éramos una comunidad invisible hasta que necesitaban de un Junot Díaz que hiciera de tonto o de diabólico. Lo peor de todo es que siempre lo encontraban y, en la mayoría de los casos, acertaban. No faltaba el actor boricua que se prestara para interpretar papeles denigrantes o de connotación peyorativa. En lo que a mí concernía ellos tenían su derecho a ganarse la vida como mejor pudieran. De algún modo, esa intermitente luz roja, junto al retrete y al fondo del teatro, simbolizaba la forma en que los gringos necesitaban vernos.

Pero yo no me veía representado en ese otro tipo de prostitución transcontinental. Era hora de romper aquella rutina. Pensé que tal vez podía salir a buscarme un trabajo handy y corroborar lo planteado. Tal vez me estaba perdiendo al verdadero Nueva York. Un trabajo en la cocina del Plaza Hotel no me vendría mal. Lo malo es que a vos nadie te daba esa clase de trabajos cuando tenías cierto tipo de ideas en la cabeza. Los dueños de restaurantes no pueden ser estúpidos en una ciudad de restaurantes. No a la manera como se suele entender el término. Ellos te miran de arriba a bajo y calibran el grado en que podés someterte a un salario de esclavo y otros vejámenes. Tal vez yo también había llegado diez años tarde a la capital del mundo. Tal vez con diez años menos hubiera pasado más fácilmente por burro de carga, pero ahora, a mis treintas, no lo parecía. Yo era fuerte y hábil, pero no dócil. Nadie querría a un cerebro en su estaf. Acaso un robot de carne y hueso.

Tal vez tenían razón. Yo no era el tipo de inmigrante al que se le podía dar en la cabeza y eso lo podía comprobar cualquiera con solo mirarme a los ojos. Había un destello especial en mi mirada que facilitaba ver el hueso duro de roer que llevaba por dentro. Una amenaza para cualquier esfera que representara poder. A veces tu talante de líder dominante es algo que no te hacía sentir orgulloso del todo y, por mucho que lo tuvieras controlado, no podías evitar que se te exhumara por los poros.

Salí de casa a tomar un poco de aire y a estirar las piernas, después de haber estado escribiendo todo el día. En aquel tiempo el Museo de Arte Moderno funcionaba transitoriamente en mi vecindario. En realidad vos solo tenías que caminar hasta la esquina y ahí estaba el Momma con sus obras originales de Duchamp y de Picasso. Era realmente fascinante estar allí. Todo lo que el hombre había conceptualizado sobre la estética en 30.000 años de cultura, ahora se venía abajo, de un solo brochazo y con un ring oxidado de bicicleta.

Vos tratabas de ver en verdad el sentido pluriperspectivo del cubismo, pero no lo podías encontrar. Necesitabas de muchos años de adiestramiento para enfrentarte a unos originales como aquellos, aunque, en persona, sentías la magnificencia de las obras maestras más famosas.

También había propuestas que te hacían dudar de todo. Muchas de ellas te daban a creer que el imperio construía sus propios mitos y los empacaba muy bien para vender su modelo de vida, como paradigma ideal entre todos los mortales. Eso estaba bien. Por mí todos los viejos y empolvados intelectuales con título podían irse a freír espárragos. Podría suscitarse mil veces la repetición de una quemazón de libros y yo volvería tranquilo a casa, pondría a correr el agua caliente de la ducha y encendería tranquilo la televisión.

En realidad, el arte con mayúsculas me tenía sin cuidado. En caso de incendio, el único autor que yo querría rescatar de entre las cenizas sería Richard Brautigan y no por la calidad de su literatura sino porque era uno de los pocos autores digeribles al colon.

Voy a ir al grano: nunca me han interesado los escritores que no lo hubieran intentado antes con el cine. No me interesaban los que no hubieran transitado por mi mismo camino.

En cuanto a EL EMPELICULADO, no sabía cómo continuarlo. Me había quedado sin fórmulas. Ni siquiera me había enterado por qué, y cuándo, me había embarcado en él. Si bien me gustaba escribir, tampoco había planeado asumir la literatura como un estilo de vida. Yo había escrito cositas ante mi imposibilidad de expresarlas en cine. De seguro, si hubiera tenido los medios, no estaría escribiendo una novela. Al lado del séptimo arte, la escritura siempre me había parecido un arte inferior, una válvula de escape del siglo 20 para las naciones que no tenían una industria cinematográfica.

Era paradójico. El Empeliculado había nacido de una terrible incapacidad para emocionar con un producto, como lo hacían esas series que tanto me gustaban de la televisión. Pero, al mismo tiempo, también sentía que estaba escribiendo una obra maestra.

35.
   Era el maldito invierno, pero aquel día la temperatura había subido a 82 grados farengheitt. También llovía; ustedes saben qué tan extraños son esos días en los que llueve con sol. Ya eran las 7 y 30 de la noche, pero los rayos del sol no cedían, como si fuera un día normal del verano. El papanatas del sicario se había aparecido también a las puertas del museo cuando yo iba de salida y sentía que no estaba en una onda demasiado adecuada para soportarme a nadie.

¿Cómo me habría hallado?

De todos modos no importaba. No pensaba desgastarme pensando en el sicario. Era un día crucial en mi recorrido literario. Yo estaba demasiado ocupado cavilando acerca de EL EMPELICULADO. Mientras veía las obras del Momma, sentí que no había luces al final de mi túnel narrativo. Todos los camiones pesados se me habían aparecido en la curva más cerrada, sin siquiera sonar el claxon.

Debía esmerarme en desarrollar a profundidad los personajes ó en lograr una trama impactante y original. Esas eran las dos grandes disyuntivas que se me presentaban como novelista aficionado. Yo le había dado punto final a varios libros en el pasado, pero nunca había permitido que mi actitud no fuera siempre la de un debutante y es muy difícil, para un eterno primerizo, triunfar con las dos cosas a la vez. O se hace énfasis en la trama… o se le dedica todo el camello a los personajes. De todo esto sólo me quedaba un consejo para dar: si estás empezando, olvidate de la historia y dedicate a caracterizar largamente tus personajes. No te compliques. Sobre todo trata de poner el dedo en sus llagas. Al final tendrás una gran obra maestra si has logrado profundizar lo suficiente en la endodérmica ruta que lleva al dolor. Repito: olvidate de las ecuaciones matemáticas. En literatura la barbarie casi siempre vale más que la virtud.

Ahora bien: también estaba el asunto del personaje femenino. ¿Quién era esta mujer? Tal vez encajaría perfectamente en una película de realismo social norteamericano, pero extrapolada a EL EMPELICULADO. ¿Era rica, pobre, de clase media? No lo sé. Tal vez era una compilación de todos mis viejos amores, empaquetados en una hermética lata de sardinas.

Total, debía liberarme de esta primera punta del triangulo. Todos mis lectores iban a buscar las claves de mi tragedia personal en la figura femenina. En el fondo, todo el mundo sabe que cada hombre está buscando solucionar alguno que otro fantasma en sus objetos del deseo. Nadie me iría a entender que yo trataba de siluetear el cuerpo de una figura emblemática. Mostrar el desarraigo, la pérdida de una patria; el colorido de una casa vacía; la reconstrucción de un inventario nacional a través de una metáfora con voz de mujer. Algo que fuera más parecido a la nostalgia en todo caso.

Lo siguiente sería también crear un tono. No quería algo sarcástico ni negro, como en ESCRITO EN LA NIEVE. Sin duda no quería hacer llorar a nadie tampoco ni mucho menos arrancar carcajadas. Tal vez quería producir el mismo efecto que se siente cuando vas a ver una buena película de cine. Quería lograr en un papel lo que difícilmente se logra hoy en día en un teatro. O sea. Emocionar. Algo más atmosférico, algo entrañablemente familiar, esa sensación de estar en una sala a oscuras con el sonido del proyector a tus espaldas; un ámbito de calidez acaso.

Era algo ambicioso, lo sé. Pero era algo que venía persiguiendo desde mi primera novela: que los movimientos de cámara invadieran las palabras; captar la luz natural chocando contra la superficie cristalina de un arroyo. Tenía en mente un montón de imágenes que definitivamente pertenecían al cine de los setentas. Esa era mi década. O sea. Los viejos buenos tiempos del steady-cam. En los 80´s también había visto grandes filmes, pero nada como las cintas de los 70´s. A veces me sentaba a desentrañar algo personal en la cinematografía de los 20´s, pero ninguno me decía nada íntimista, (aunque técnicamente hablando me pareciesen las mejores obras de todos los tiempos).

¿Era posible hacer cine en una hoja de papel? En eso era lo que estaba trabajando: en una ilusión parecida. Tampoco es que fuera a utilizar las mismas retóricas globalizantes de POR FAVOR REBOBINAR. De esa novela sólo me había inspirado su arquitectura y aquella no tenía ninguna aplicación en EL EMPELICULADO. No way, José. Olvídalo. En lo personal me la tenía que jugar por el tiempo lineal. Con EL EMPELICULADO era más preciso desentrañar otros códigos del post-hippismo, materializados en los Jam Session de CBGB. Me refiero a esa etapa tan misteriosa del boom de las alcantarillas. Te ponías a pensar en ello y veías texturas desteñidas; pantalones Lec Lee; cajetiadas películas piratas de Señal Colombia; mezcla de formatos y carteles descascarándose en las paredes del Sócalo de México. Imágenes viradas al magenta, como el grano en los clips de los Sex Pistols. Hablamos de una época mucho más anterior a los días en que llegara Jon Secada bastardeando la técnica del blanco y negro

Lo único que daba por seguro es que esta vez no iría a caer en la debilidad de publicar mis resultados en Internet. Ya había sufrido demasiado con la publicación de mis e-mails en varios periódicos importantes. ¨El escritorzuelo de blogs¨, me habían empezado a llamar los colegas colombianos. Un artículo mío se había colado hasta las primeras páginas del establecimiento con un lenguaje directo y sincero. Muchos lo tomaron por vulgar, otros por efectista y gritón. Lo importante para mí, es que contaba con la gran satisfacción de no cargarle agua a nadie en un país de aguateros. Corría el año 2003. En ese tiempo, la intelligenttia oficial menospreciaba a los que publicábamos en blogs. Cinco años después, todos esos iluminados de nuestro país estaban ingresando sus datos en los formularios de BLOGGER.COM.

Yo mismo era consciente de que todo lo que escribía para la red podía considerarse literatura SPAM. Eso me tenía sin cuidado. Tenía otros rótulos más simpáticos en mi colección. ¿Qué tal el de ¨PRINCIPE DEL PANFLETO ELECTRÓNICO¨?

Al final de cuentas, siempre esperaba que la gente borrara mis correos antes de abrirlos. Tampoco es que quisiera candidatizarme para encarnar ese elemento químico que le faltaba a la tabla periódica de los jesuitas colombianos.

¨Yo no leería ninguna novela escrita por alguien tan soez. Con Fernando Vallejo tenemos suficiente¨, diría una vez en rueda de prensa Jorge Franco, el autor de Rosario Tijeras. Estaba en todo su derecho. Yo no tenía conflicto alguno con ese tipo de comentarios. ¡Pero, por favor! Estamos hablando del grandioso Jorge Franco, el escritor al que Gabo se ha dignado a pasarle la antorcha. O sea. Hablamos de uno de estos escritores que pedía excusas, iba al baño, se mojaba el pelo, se empolvaba la nariz y se peinaba las cejas antes de salir en televisión .

Sin embargo, al mismo tiempo, muchos lectores furiosos me estaban inoportunando en las calles de Queens. Me había quedado sin vida privada en los bares de rock en español. Albañiles alicorados se me acercaban a proferirme insultos por usar la libertad de la red. No entendían por qué yo estuviera haciendo aquello, si los colombianos veníamos de un país resignado. ¨¿Qué más le pide a la vida, chino? Aproveche que está en Nueva York y coma callado, no sea escamoso con esas novelas¨.

Putos rolos. Tal vez debía darles la razón a todos y buscar una editorial posicionada. Tal vez era hora de escribir exclusivamente para quienes estaban en condiciones de gastar 15 mil pesos en una digna obra de Alfredo Molano. Tal vez no debía salirme del molde.

Los editores electrónicos también empezaban a hacer su agosto conmigo. Varias revistas virtuales me respiraban en el oído. Había demasiada gente que me estaba tocando las trompetas de la fanfarria. La gente de la Luis Ángel Arango también se mostraba desesperada por publicarme. Yo me veía llamado a pensarlo dos veces. No podía hacerme una idea clara de mis escritos navegando en aguas tan institucionales. Pero bueno, hombre, era Internet. Eso había que reconocerlo. La biblioteca más importante de Colombia le apostaba al futuro. Mi nombre no iría a engrosar la larga lista de autores paquidérmicos empolvándose en un anaquel.

Sinceramente me era difícil verme al lado de los nuevos escritores más cacareados de Bogotá, pero al mismo tiempo pensé que era hora de sacar a pasear la ambición. Tal vez era hora de alzar la pata y mojar varios árboles en el país que te había visto nacer. Una editora llamada Catalina Arango me estaba invitando a marcar un poco el territorio. Yo lo hice, pero el parque era demasiado estrecho. Todos los demás machos del lugar salieron expulsados como cartuchos de bala cayendo desde la recámara de una ametralladora. Todas las miradas se dirigieron a mí. El experimento estaba tomando ribetes desproporcionados. Con Catalina se había llegado a tocar el tema de publicar todo ESCRITO EN LA NIEVE, por capítulos. Obviamente era un poco soñador el asunto, pero funcionó si de ser profeta en tu tierra se trataba. Los primeros capítulos de ESCRITO EN LA NIEVE se leyeron como palmas de la mano en una plaza repleta de gitanas.

Ahora no sólo era Nueva York. Era también Colombia. Escritores entusiastas de todo el mundo empezaron a preguntarse qué estaba pasando con la movida de la diáspora colombiana en Estados Unidos. A diario recibía cientos de correos, pero yo no los contestaba, pues estaba demasiado absorto con EL EMPELICULADO. Ni siquiera los leía. Había empezado a tocar temas delicados en esta novela y necesitaba todo el tiempo del mundo solo para ella.

EL EMPELICULADO era por entonces mi esposa, mi amante, mi familia. Los personajes se empezaban a enfrentar con sus relaciones familiares. Era el tipo de dolorosos retos que más me podían interesar y todo lo que pasara alrededor estaba de más. Yo sólo había cumplido con enviar un par de capítulos a Catalina Arango y ella había hecho muy bien el resto del trabajo. No podría quedarme demasiado en esta historia. Sortear la fama significa también que tienes que mostrarte emocionalmente estable y dejar de ser un poco autista. Yo la verdad no estaba dispuesto a ello. Me sentía impelido a estar dentro de mí mismo y los buenos resultados ahora se pueden percibir en EL EMPELICULADO.

- Kiubo, hijueputa, me quedé esperándote en la estación. – me dijo el sicario a las afueras del museo. Yo no contesté, saqué un cigarro, lo encendí y me puse a esperar que se acercara a mí. Traía una bolsa de Old Navy en la mano. En esos momentos un taxi arribó a las puertas del museo y de él se bajó Cameron Díaz. La lluvia amainó.

- Mira ese sol – dije yo señalando a la Cameron. Ella nos miró por encima del hombro y se metió al Momma.

- Como para ponerla a mamar – dijo el sicario – ¿te imaginas esa boquita chupándoselo a uno?

- Dejá la bulla – dije yo.

Sentí una cierta debilidad en las rodillas. Cuando me percaté, la temperatura había bajado casi a los 40 grados.

36.
    Pues bien, aquí estamos. En una ciudad. Afuera es América, hay hielo, y adentro estoy yo, con un corazón a todo vapor, recostado sobre algún teclado electrónico. Había pedido tranquilidad y la tenía. Lo mismo con la paciencia. Había pedido respeto por lo que hacía y estaba disfrutando de él.

Muchos amigos, especialmente argentinos y gringos, me llamaban de vez en cuando y me preguntaban por cómo iba la novela. Me decían que debería pensar en publicar, que empezara a tocar puertas, pero yo les contestaba que no tenía afán con eso; que todavía me faltaban veinte títulos, entre académicos y literarios, antes de sentirme con el derecho a publicar.

No quería ser parte del ramillete timador. Con certeza sabía lo que se cocía entre estas manos. EL EMPELICULADO no merecía ir a imprenta, pues iría a decepcionar a mucha gente. Era una novela de bajas pasiones, escrita a los brochazos. Una novela, como aquella, nunca podría encajar en el canon. Era premeditadamente torpe, equivocada, sin resonancia universal ni resortes narrativos; adelantada a su tiempo.

Yo ya había testeado el ambiente mandando un primer capítulo a la revista ANARQUISMO NEGRO de New York, subsede Alaska.

¨¿Qué fue eso?¨, me preguntaron los últimos reductos de las Panteras Negras, ¨¿a dónde se fue el autor de ESCRITO EN LA NIEVE?¨, insistieron.

¨A ninguna parte. Aquí estoy¨, contesté.

Les dije que mejor les iba a mandar un primer borrador del resto de los capítulos y así lo hice. Tampoco entendieron. El aluvión de críticas no se hizo esperar. ¨¿Qué es este melodrama?, además… ¡está mal escrito!¨. ¨¿Es posible que alguien tenga tanta capacidad del ridículo?¨, me pusieron en la solapa del manuscrito, a vuelta de correo.

Y era cierto. Nunca pensé en una carrera, pero tampoco le tenía miedo a los suicidios sociales. En lo personal sentía más bien que me estaba ejercitando para cuando estuviera filmando mi primera película. La edad de 50 años era mi plazo. Si a los 50 años no lo lograba, desistiría de ello. Ese era el límite de mi espera. Hay muchos directores que necesitan toda una trayectoria para expresar lo que tienen por dentro. Yo opinaba que a mí me era suficiente con una sola película.

Mientras tanto, Internet era una oportunidad excelente para practicar. Lo de tener una opción económica con el cine era una cosa que a ningún colombiano cuerdo le pudiera caber en la cabeza. Tenías que estar muy desfasado si pensabas que el cine te iba a servir de sustento. Pero yo me sentía impelido a insistir. Lo mío iba por otro lado, aunque también necesitara cierta holgura económica.

Por fortuna, ahora los misteriosos cheques seguían llegando. A veces, un pequeño rellano en las largas escaleras que llevan al cielo, es lo que necesita un narrador. Una hamaca en el octavo piso, para tomar un poco de aire, nunca viene nada mal. Debía sentirme agradecido por ello. Ya no más trabajos como repartidor de directorios telefónicos, ni como instalador de alfombras y aires acondicionados, ni como reparador de techos ni como pintor-escritor de brocha gorda. Tal vez debía mudarme o algo así. Tal vez podía conseguirme un buen apartamento para mí solo, pero no sabía a ciencia cierta hasta cuándo iba a durar aquello.

De alguna manera estaba cansado de vivir en cuartos alquilados, a expensas de la situación anímica de extraños. En Nueva York todos lo hacen en sus primeros años, pero después uno se cansa de esas cosas.

Hacía apenas unos años atrás, yo había recorrido las calles cubiertas de nieve, con pocos dólares en el bolsillo y una maleta a cuestas, precisamente huyendo de una situación como ésas.

Sentado junto a la ventana, recordé esos primeros días. Estaba recién llegado y no conocía a nadie. Yo tenía un familiar en Estados Unidos pero él viajaba mucho y casi nunca estaba en la ciudad. Era un tío que sólo venía los domingos a dirigir un equipo de fútbol que él mismo patrocinaba. Aquella noche, yo no tenía a nadie quien me indicara ni la más mínima coordenada. Pero era bueno haciendo amigos y esa certeza me llenaba de confort.

El lugar que me había recomendado la agencia, era la casa de una anciana que se dedicaba a recoger botellas en las calles. No las vendía. Simplemente se dedicaba a recorrer las calles con un coche-cuna y lo atarugaba de envases vacíos para acumularlos en la sala de su apartamento.

El lugar obviamente olía a tufo de borracho podrido, pues la mayoría de las botellas eran de cerveza que ella nunca lavaba. Tenía esas latas por años allí. Era una vieja loca. Nunca oía lo que vos le preguntabas. Tampoco se bañaba. La tina del baño estaba empolvada y las cucarachas rondaban como los ejércitos de la guerrilla colombiana por las fronteras con Venezuela.

Era un New York de película, que siempre me había interesado conocer. Viviendo en esa casa, me sentía grabando las primeras secuencia de Seven, esa película protagonizada por Bratt Pitt, donde el sol sólo sale al final de la trama. Del resto no veías nada. Solo los semi-iluminados siete pecados capitales. Como los cuartos de aquella casa.

Recuerdo que solía llegar cansado de trabajar y me echaba a dormir hacia las cuatro de la tarde. Luego, a las cinco, varios radio-relojes activaban sus alarmas y se quedaban con aquel estruendo manifiesto durante horas. Rayos. La vieja estaba sorda. Cada tarde me tenía que levantar, atravesar la maloliente casa y desactivar las alarmas. Era imposible soportarse aquel ruido. Era como si alguien anunciara cada día la llegada de los veinticuatro jinetes del Apocalipsis.

Era misterioso: la vieja nunca estaba en casa, pero de repente ibas al supermercado y te la encontrabas en cualquier recodo con su coche-cuna repleto de latas vacías.

Fue un largo diciembre. Pero, para el mes de enero, yo ya había puesto pies en polvorosa. Ahora las cosas eran distintas. El último cheque, de hecho, no tenía en qué gastarlo. Había pagado la renta, me había comprado una cámara de video y un computador, tenía el closet lleno de ropa y a mis primeras tarjetas de crédito en USA.

Quizás debía dignarme a mandar plata a Colombia. No lo sé. Pobre madre mía, también se había creído el cuento de que mi padre había muerto y que era preciso enterrarlo con honores.

Viejos compañeros de trabajo se preguntaban de dónde estaba sacando yo tanto dinero. No había vuelto a trabajar, ni en las bodegas de New Jersey, ni atrapando hongos en los sótanos inundados de Brooklyn. De igual modo, había cancelado mi disposición permanente a las compañías de mudanzas. No más pianos al hombro en los edificios de Manhattan. Ahora me la pasaba turisteando por la Gran Manzana.

Quería investigar el origen de los cheques, así que me fui un domingo cualquiera a visitar a mi tío. Pensaba que tal vez él estaba enviándomelos.

Helo ahí, en medio del Parque Flushing Medeaws, con sus muchachos, sacando la alineación para el partido de turno. El sol brillando en el cielo. Pelotas de caucho rebotando en la grama. Los hijos de los jugadores corriendo de un lado a otro. Casi todos ellos eran ex jugadores del fútbol profesional colombiano. Yo había crecido oyendo sus nombres por radio y televisión y ahora me trataban como a un miembro de la familia.

Todos los amigos de mi tío me llamaban ¨EL SOBRI´¨. Recién llegado a Nueva York, incluso, había jugado un par de partidos con ellos y les había mostrado cómo se jugaba el buen fútbol del Medellín de los 90´s. Ellos venían de otros años, de los 70´s y de los 80´s acaso.

Yo me había vuelto un crack cuando ellos ya habían emigrado. La mitad del equipo tal vez no había llegado al profesionalismo, pero también la movían. Todos estaban metidos de alguna manera en asuntos oscuros. De vez en cuando se me acercaba alguno y me decía: ¨todo bien, sobri´, si algún día necesita hacerle la vuelta a alguien, es sino que nos diga, pero no se vaya a dejar faltar de nadie, ni aquí ni en Colombia¨.

¨Todo bien¨, les decía yo.

Mucha de esa sustancia se filtraría también en el EL EMPELICULADO. Me caían bien esos tipos. Quería hacerles un homenaje en su forma de hablar. Mi tío no debía enterarse de ese tipo de ofertas tan escuetas, pero yo sabía que con él también podía contar. Alguna vez me había presentado a gente dura, gente que llevaba años estando a la altura de la capital del mundo. No eran ¨mariquitas-blandengues de título profesional¨ los primeros colonos colombianos de Nueva York. Era gente que había crecido con una Nueva York más real que las demás; la Nueva York de los cojones. La Nueva York de estar pagando unas empanadas en una tienda y sentir que alguien te ha empezado a disparar en la espalda. La Nueva York de vos tirarte abajo de una mesa con tres balas en los pulmones y luego alcanzar el baño y esconderte allí hasta que el asesino acabe de vaciar todo el proveedor. El aviso que reza ´GENTLEMAN ´ manchado de sangre. Bueno, era otra Nueva York. La Nueva York que en todo caso ha mantenido políticamente a Colombia por muchos años.

De todos modos, mi tío me estaba asegurando que no era él quien mandaba esos cheques. Aquel domingo me quedé viendo un par de partidos y me fui temprano a casa. Había una fiesta pero la música de la colonia colombiana en New York siempre me ha sonado como a tijeras cortando icopór. Sin embargo, cuando me disponía a entrar en la estación, mi tío me alcanzaría en un Audi del año. ¨Suba, sobrino, tenemos que hablar¨. Subí al auto y luego aparcamos frente a un Dunkin Donuts. Nos quedamos conversando adentro con el motor apagado. Yo en la silla del copiloto.

-Qué es esa cosa de que se nos volvió escritor.
- Nada tío, sólo es un embeleco, por joder. Es que no encuentro qué más hacer con el tiempo que me queda libre. Tengo que aprovechar. Es una ciudad de artistas.
- No es sino que me diga y yo le doy para que se meta a hacer una especialización en una universidad.
- Eso no lo enseñan en ninguna parte, tío. La literatura es como la adolescencia: inventos del mercado para crear franjas de nuevos consumidores. Déme más bien para comprarme un carro como estos.
- Ah, eso sí que no. Yo no le voy a dar pa´ mecato. Vea a ver que se va a poner a hacer en la vida, pero que lo haga bien hecho. Acuérdese que yo soy su papá acá en Estados Unidos y tengo que velar porque salga adelante en este país. No puedo dejar que se me quede lavando baños, porque después ¿yo qué le digo a su papá?.
- Yo vine a mirar, tío.
- A mirar? … vaya con ese cuentico a Roma.
- Ese cuentico fue el que le eché a la cónsul cuando me dieron la visa para venir acá. Y funcionó.
- Por eso le digo. Póngase entonces a escribir.
- Qué risa me da, tío. Pero gracias.

Abrí la puerta y me bajé.

¨Ya sabe, ¿no?¨, me gritó mi tío, a la distancia.

¨Ya sé¨, pensé, ¨tremendo pajazo mental el que nos estamos metiendo todos en esta vida, tío.¨

Luego volví a casa y me dispuse a enviar EL EMPELICULADO por Internet. Fuck las editoriales, fuck el arte para los superdotados. Sabía que muchos se reirían de la novela, pero en mi opinión ella denotaba el excelente momento por el que estaba pasando. Por lo menos estaba en una ciudad donde todos tenían su arte y, bueno o malo, no les daba pena

Acaso quién me creía? Mi literatura no era tan especial como para estar en una sagrada librería. Era para moverse entre correos electrónicos. Yo venía de un país desbordado de vergüenzas medievalmente católicas en cuanto a creatividad. En realidad, Colombia siempre ha sido un país de gentes avergonzadas y no es para menos. A las familias colombianas les daba pena todo lo que tuviera ver con la expresión, pero no les daba pena tener un estado fallido por donde quiera que se le mirara. Yo era uno más entre un millón de escritores anónimos en Nueva York. Uno más entre millónes y millones en todo Estados Unidos. Si te ponías a conversar con algún extraño en el laundry, éste de alguna manera llegaba al tema de una novela que había estado escribiendo ó al de alguna película en la que había participado.

Perdón, es que estaba en Nueva York. Debía aprovechar. En Estados Unidos no corrías con el riesgo de que un cura sin sotana te quemara en la llama de sus hogueras.



Capítulo final
 
  Pacífico colombiano, noviembre del 2008. Esta historia toda, termina con mi regreso al pueblo. Es una elipsis brutal, lo sé. Yo también odio esta clase de saltos en el tiempo. Me parecen muy bobos los flashforwards tanto como los flashbacks, y más cuando son abruptos y dejan un montón de material en el tintero. Me parecen síntomas claros de una mala literatura. Aunque, sí. Ya lo sé. ´Cien años de soledad´ empieza con un gran flashback y Pedro Páramo también. Pero en este caso se me hace imperante usar uno de estos. Necesito ir hasta el final y mirar hacia atrás. Tratar de ver el paisaje entero, the whole picture. Tratar de entender qué clase de historia es la que estoy contando y por qué. 

¿Será acaso, éste, más un ensayo que una novela? Puede ser. El tema hace rato que lo perdí. Empecé contando una historia de unos drogos en Medellín y terminé haciendo un making of de mis novelas. También puede ser también el sondeo cronológico de una ciudad, no lo sé. Del tono mejor no hablar. El caso es que, de igual modo, se podría catalogar como la primera novela escrita exclusivamente para el Facebook. Un texto en vivo y en directo. LIVE. Al aire y casi sin derecho a corregir, como en los chats. Soy de los que tengo cierta debilidad por este tipo de ñoñadas. Adoro esas hazañas de Record Guines, muy al estilo pionero, y me gusta esta palabra. Pionero. Suena bien. Alguien que se arrojó por primera vez. En resumidas cuentas: alguien que lo intentó por primera vez, así no hubiera servido para nada. En efecto. Me enamoran este tipo de proezas inútiles, insignificantes, de ideales frívolos. Subterráneamente pop y económicamente nada rentables. Primera persona en comprar un I-phone. Primer paisa en subir el edificio Coltejer en bicicleta. Primera novela en publicarse por entregas sin derecho a corrección. Cool.

Lo otro interesante, es que venirme hasta el presente me permite mostrar el escenario sobre el cual estoy escribiendo. Eso es muy importante. Hay que dar a entender quién escribe. Mi yo presente en contraposición a mi yo pasado. Quien escribe no necesariamente puede ser el mismo de quien narra. Estoy contando unos hechos que le pasaron a alguien que fui yo o que pude haber sido yo. Tal vez ése ya no sea el mismo de hoy, quién sabe. Lo que quiero decir es que el narrador no tiene que ser precisamente el personaje al que le pasan las cosas. 

En lo personal, amo escribir historias en presente. Me parecen estéticamente más acertadas, más acordes al ritmo de los tiempos. El siglo 21 es una era en pañales, donde todo pasa aquí y ahora. Nada queda, nada trasciende. Si pestañeas por un segundo, corres con el riesgo de perderte el acontecimiento más importante de tu vida. Todo es inmediato, para ya. El pasado es para los conservadores que hicieron todo lo posible en detener el curso del universo con el gobierno más nefasto de todos los tiempos. Al final, Internet ganó. Este triunfo no es de Obama. Este triunfo es de esos primeros colaboradores que regaron la bola por medio de correos electrónicos. He ahí un gran mensaje. Prepararos porque los computadores ya están aquí. Por lo menos hasta que venga algún estítico y le dé por cerrar la red. En este siglo siempre sientes que se acaba el tiempo. El tiempo tuyo y el de los demás. Hay un afán en las personas que a veces no te explicas la razón ni su causa. La goma elástica ha dejado de ensancharse y se ha empezado a encoger. 

El único país donde parece haberse estancado su majestad el tiempo es en Colombia. Todo sigue igual a como lo dejé. Ciudades feas, muy feas, en entornos naturales muy bonitos, en medio de territorios privilegiados en flora y fauna. Ciudades destartaladas, sin brillo, sin mujeres bonitas porque todas se han ido a Miami y a Barcelona. Gentes muy engreídas. Muchas de ellas muy ricas, pero en el lugar equivocado, en un paraíso de puertas para dentro. Gentes muy ricas en ciudades urbanizadas sin planeación, con calles poco amables para recorrer, entre ciudadanos miserables, carentes de buen gusto, con sistemas de transporte pauperrizados, sin trenes de cercanía; sin opciones de entretenimiento ni ocio edificantes. En Colombia la actividad más parecida a diversión es el aguardiente y la telenovela de turno. No hace falta decir más. Con esa vara es la que se puede medir este peladero. 

La única diferencia del Colombia viejo y del nuevo, es la suma de los sueños destrozados. Es paradójico, en NY te reconcilias cuando sales a la calle y en Colombia te deprimes. Encontrar unos pobres niveles de autoestima entre todos tus conocidos. El síndrome del afan-por-demostrar, aquí y allá. De nada ha servido ganar inteligencia académica si la emocional se ha quedado en pañales. Llegas al país y no te explicas cómo mucha gente con buenos empleos y estabilidad económica siguen siendo los mismos seres indefensos en búsqueda desesperada de una vida con algo de significado. O sea. El imperio de los neo-optimistas. Toda una vida dedicada al sarcasmo y los últimos años volcados sobre la redención.

 Al final, sientes que nadie ganó. Que todos perdimos; que terminaste creyendo en las cosas que siempre has considerado equivocadas. Que no sos el único con problemas de exhibicionismo crónico. Hablo de todas la palabras que se tuvieron que tragar y de todo lo dañado que terminó su corazón.

Puede ser esta nueva cultura de Internet también. Pero en el fondo todos sabemos que es algo más. Me parafraseo a mí mismo, estoy en un buen punto donde puedo permitirme el lujo de ser auto-referencial. Creímos ganarnos el tour de Francia y no llegamos siquiera a premio de montaña. Lo peor de todo es que nos la creemos; nos consideramos los putas. Es la oportunidad perfecta para que todos seamos Bernard Hinault sin haber corrido. Lo podemos ser, las condiciones están dadas. Ya se comprobó que los únicos rockstars verdaderos fueron los que se mataron. Pero nosotros aún estamos a tiempo, repito. Aún siguen vigentes las leyes permisivas con la venta de armas en los Estados Unidos. En Colombia puedes conseguir Seconales en las farmacias sin fórmula médica. No nos queremos. Nos odiamos a nosotros mismos. Buscamos la protección bajo la calidez de nuestras amistades más sobresalientes, algún rescoldo de nitidez en tu lista de contactos telefónicos. Nos escondemos tras nuestros títulos académicos, en los quehaceres importantes, en el referente, en la música que escuchamos, en nuestros hábitos de consumo, en nuestro estilo de vida light, en la búsqueda desesperada de buenos pensamientos. Todos mis amigos son artistas, personas con cierto tipo de sensibilidad; la gente con la que salgo son todos de buena familia. No los tengo. Los busco desesperadamente. Hay que ser alguien, no somos nada y el que no es famoso, o por lo menos popular en Internet, está jodido. No sos el único. No eras el único. Sumar tiempo no es sumar amor. Nuestros padres trataron de ahogar sus carencias en el licor o en la iglesia. Nosotros en el chat. Al final todos perdimos. Todos estamos haciendo los trabajos que nunca soñábamos. Algunos sí. Pero ¿por qué lucen entonces tan perdedores? ¿Por qué estos niveles de frustración?

Esto definitivamente no es una novela. Es una divagación, un devaneo personal. Un flujo de conciencia, como lo llaman los especialistas. Los gringos triunfaron. Nos vendieron también el síndrome del éxito según su evangelio y nos lo tragamos enterito. 

¿Quién es exitoso? Según ellos, el que sale en televisión; el que tenga un blog con muchos comentarios y 500 amigos en Facebook. Nuestra última bala, la última oportunidad de ser famosos. Aprovéchala o piérdela. Pero reafírmate en esta única verdad; de que es un grave problema de autoestima y lo digo con conocimiento de causa. Antes, en el siglo pasado, era suficiente conque fueras exitoso en el juego, o en el amor. Tal vez un poco de popularidad dentro de un grupo de amigos también era necesaria. 

Pero hoy, en 2008, también tenés que ser famoso. De lo contrario, olvídalo. Estás muerto. Famoso al menos por un día. Eso es lo que necesitas para ser feliz. Fama. Fama. Fama al menos por quince minutos. Y ser famoso significa que todo el mundo te conozca o que al menos te distinga en los supermercados. Fama aunque sea de pasillo. Que no llegues a viejo sin ser famoso. No te frustres. No importa que tengas el mejor trabajo del mundo; no importa que estés completamente enamorado y que seas correspondido. No importa que estés sano como una lechuga. Lo importante realmente es que hayan hablado de ti, pero sobre todo, que no te olviden. 

Acabo de perderlo. Eso. Lo brillante que seguía este escrito y se te olvidó. Lo que iba a hacer que este capítulo fuera inolvidable. Entonces toca seguir con las definiciones. Famoso: algo distinto a ser popular. Ser popular significa que te quieran. De verdad. De corazón, por lo menos en teoría. Famoso es otra cosa; es que te conozca todo el mundo. No importa que te odien. Lo importante es que el asunto sea masivo. Que pueda revertirse, en un momento dado, en dinero; que pueda revertirse en caso de que te conviertas en un producto y que tu funeral, al fin y al cabo, no sea tan desolado como lo temías. Nunca se sabe, podría suceder. De repente estás muy tranquilo en tu cómodo anonimato y mañana podrías convertirte en un fenómeno de masas. No te fíes de tu bajo perfil.

Sonríe, estás en cámara escondida. En estos tiempos ello podría representar el pasaporte a Suiza en tiempos de crisis financiera. Podrías probarlo, nada se pierde. Estás naciendo a la nueva comunidad donde todos somos artistas. Imaginate, si el subnormal de Juanes pudo. 

Ser famoso también te puede salvar de la vejez y, muchas veces, suele ser elixir de eterna juventud. Si vos sos de los que no supiste envejecer, entonces dedícate a hacer de la fama una profesión. Gana fama. Buena o mala; no importa. Tal vez eso es lo que te hace falta y no lo sabes. Podés tener 50, 60, 70 años de edad, pero, si desconocidos te reconocen en la calle (y te llaman por tu nombre y te insultan y te escupen), sabrás que nada ha sido en vano, que los años no han pasado ni pasarán, porque ya sos parte del inconsciente colectivo y, como dice Estanislao Zuleta, en el inconsciente no hay tiempo. En el inconsciente todo es un eterno presente simultáneo. Has trascendido. Y, como véis, he vuelto al punto de arranque. O sea. Al presente. 

Echa un ojo afuera. Mira las redes sociales. Todavía hay muchos dinosaurios que lo están intentando, o que temen llegar a perderlo. Mira a Charly García, mira a Diego Armando. Nunca envejecieron. Fueron jóvenes siempre. Mira tu Myspace. Busca en la franja entre los 45 y los 65 años: verás un montón de viejos jóvenes. Jóvenes, mejor dicho. Simplemente jóvenes. Dejémoslo así. Pero recuerda: la fama es la clave. Gordo o flaco, pero famoso. Mira a Obama. Un negro. ¡Un puto Negro! O sea. A fuckin´niga´. Un ser de ésos seres que son más despreciables que los rolos y ahora presidente de los Estados Unidos. ¿Quién lo iba a creer? Hace un año nadie hubiera apostado ni un centavo a que un negro fuera a ganar. 

Y ¿qué hizo Obama?

Pues posar. Posar y hacerse un afiche tipo Andy Warhol y colgarlo en medio de ´Times Square´. ¿Cómo se llama eso? Fama. F-A-M-A. Fama con mayúsculas. Significa hacerse el rockstar y venderte en la red. ¿Quién iría a decir que el inventor del Pop Art sentaría la reglas de la felicidad en el futuro? ¿Quién iba a imaginárselo? ¿Quién iba a imaginarse que Mclujan era quién iba a dejar las pistas, mendrugos de pan, para que un negro viniera a recogerlas? Mcain pensando en sus discursos y Obama en el GYM.

 ¨Prefiero ser flaco que famoso¨, diría el citado Warhol, como parodiándose a sí mismo. Pues bien, Obama se hizo famoso y ya era flaco. Podía poner sus manos en el bolsillo sin parecer un camaján de esquina. Mcain no lo podía hacer ni aunque sus asesores lo hubieran obligado. Su formación militar no se lo hubiera permitido. No estaba en su sistema operativo ni descargando la versión 2.0. Por demás, hay que ser muy posudo para darte el lujo de poner tus manos en el bolsillo y no parecer un borrachín, sino un modelo.

Pues bien, aquí estoy en Colombia. Donde ser famoso es un arte poco sofisticado. Ser famoso aquí significa convertirte en objetivo militar, secuestrable, temeroso. Aquí ni siquiera necesitas ser rico para que te secuestren. Miro alrededor y todo lo que veo son muchos centros comerciales y pocos clientes. En efecto, si buscas una definición exacta para la Colombia del siglo 21, es ésta: PAÍS DE MUCHOS CENTROS COMERCIALES Y POCOS CLIENTES. Eso y muchas cosas peores siento que es Colombia. Pero estoy en casa. Siento que he vuelto. Para bien o para mal, soy de acá. Aquí nací y aquí es adonde pertenezco; aquí es donde están mis amigos más entrañables. Aquí es donde me mimetizo con el paisaje, donde desaparezco, donde puedo camuflar mi condición de subdesarrollado en calles viejas y donde puedo hacer que los portones en realidad me digan cosas. Camino los barrios y siento que son míos, que yo ayudé a construir sus olores y sus músicas; que aquí fui amado y lastimado.

Por demás, ya estaba cansado de pasármela leyendo periódicos colombianos por Internet. Es bastante raro lo que te sucede cuando te vas a vivir afuera. Todo lo que haces es preocuparte por cómo van las cosas en tu país. Nunca consumes tanta información del terruño como cuando vives en el exterior. En este mundo globalizado consumir información local es como redundar, entonces vos siempre tirás es a leer lo que pasa lejos, afuera, en el más allá. Por eso es mejor volver: para que los temas colombianos dejen de convertirse en una obsesión. Aquí pertenezco, Colombia es mi hogar y viviendo aquí me veo en una posición más adecuada para disfrutar de la televisión extranjera, a plenitud . 

Vuelvo a casa. Me siento frente al computador. Lo enciendo y me pongo a escribir sobre lo fantástica que era la vida en Nueva York. Me doy cuenta que este no era el fin. Todavía queda mucho qué contar.
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Foto del autor William Zapata
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Miembro desde: Nov 03, 2009
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Descripción

Gabo escribe 100 aos de Soledad a los 38 aos, el autor escribe La Llaga a la misma edad.

Palabras Clave: New York Medelln

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Ficcin



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