La probabilidad, el albedrío o las barajas: Capítulo 7. De cómo querían enseñarme a nadar, ni me lo
Publicado en Aug 02, 2018
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EXTRACTO DE LA NOVELA: La probabilidad, el albedrío o las barajas.
http://www.megustaescribir.com/obra/64381/la-probabilidad-el-albedrio-o-las-barajas  
 
 
7.     De cómo querían enseñarme a nadar, ni me lo recuerden  

Era febrero de 1988 y disfrutábamos las vacaciones. Pipi y Chuleta repetían el primero de secundaria y yo pasaba a segundo. 
—Campanita, ¿sabes nadar? —me examinó Chuleta.
—No —señalé, extrañado en su raro acento, pero no tomé más cuenta en ello.
—Sentémonos aquí chicos, veamos si es un buen día para pescar —dijo Pipi.
Y los tres nos sentamos al filo de muelle meciendo las piernas al vacío. En ese momento debí entrever alguna ocurrencia truculenta de Chuleta, porque me seguía mirando con sus labios cerrados dibujando una sonrisa pérfida, parecía una caricatura. Pero se deshizo mi atención apenas Pipi indicó, «miren ese pescado.»
—Miren ese otro. El día está bueno para pescar, muchachos. Quédense quietos que traeré una cerda y un anzuelo. Hoy tomamos lonche en la playa, una sartén prestada de cualquier lancha y echamos una buena tarde.
Se incorporó, frotó sus manos disfrutando la idea, se puso sus chanclas y corrió a buscar la cerda. Reconozco que me excitaba la idea. La tarde era una cúpula celeste sobre el cielo de Paita. Un generoso sol en vertical despedía bostezos que destilaban en la piel la fina brizna que saltaba del mar. Apenas se dibujaban sombras de nosotros.  Pero en una tercera mirada pícara y sin sentido, para el momento y para lo que estábamos planeando, debí de haber concluido sus propósitos, o al menos el de Chuleta. ¿Dónde estaba mi sexto sentido?
—¿Por qué me miras y te ríes? Pareces un cojudo.
La frase me salió espontanea, como defendiéndome de algún hecho probable que desconocía pero que lo viviría.
—No, de nada, Campanita, de nada —dijo, como quién no sabe nada de nada, pero sí que esconde.
—Chule, no me llames Campanita. ¿Hasta cuándo te lo tengo que decir?
 
Como les decía. Debía de haberme dado cuenta, pero soy muy confiado. Más aún, tratándose de mis amigos. Es como una regla en la amistad: que cuando la desconfianza entra por la puerta, el efecto sale por la ventana. Yo tenía plena confianza en ellos. Agrego; hasta ese día. Pipi llegaba con unas cerdas enredadas en las manos. Me reí porque arrastrando sus chanclas tropezó con algún desnivel del muelle y casi besa el suelo. Chuleta ni chistó con ese detalle, sino volteó de nuevo a mirarme y a reírse con descaro, sin respeto a mi mesura. Pipi llegó, se quejó del dolor en sus dedos regordetes, «por poco me caigo, carajo», refirió, y se puso detrás de nosotros a desenredar las cerdas. Yo miraba avivado cómo unos medianos y suculentos peces hacían una coladera al mar. Causa, efecto y resultado, es la regla en todo hecho causal. Un empujón, fue la causa, el efecto que salí disparado de mi placentero asiento en el muelle. No me importaba más cómo llegaba al agua; antes de ello pensaría que la causa habría de ser desencadenada por uno muy fuerte, alto y gordo, como Pipi, por lo que luego sentí una gran decepción. De él nunca me lo hubiera imaginado. Me parecía incluso irreal el hecho de estar cayendo al agua contra mi voluntad. Pero era tan real que di un volantín en el aire, caí de espaldas al agua y fui a parar casi tres metros mar abajo, para salir por otra causa hasta la superficie marina.
—¡Hijos de puta!, ¡maricones de mierda!, que no sé nadar.
Grité sin asustarme. Me habían entrenado para no tener miedo, aunque en el agua debía de haberlo tenido. Porque ya lo dije: no sabía nadar. Esos jodidos no hacían más que retorcerse de risa. Qué jocosidad tan grande y a mi costa. 
—Aprende a nadar, Campanita —chilló Chuleta.
—Me las vas a pagar Chuleta. Hijo de una gran puta.
Nunca hablaba así, pero ni siquiera me sorprendí de ello, porque me llené los pulmones de aire y de regocijo al decirlo, y de un poco de agua.  Balbuceé porque la monotonía del oleaje me hacía beber involuntario. Sabía quién me había empujado. Era Obvio. Con Chuleta tomaría otra medida. Si su mirada me lo advertía, y yo sin darme cuenta.
Nunca tuve ese sexto sentido, el que mi madre decía que yo tenía. Con Pipi ya hablaría. Quizá lo ignoraría a futuro. Eso mismo me dio tiempo de pensar hasta en el agua. No lo dudo que desde ese hecho perdí toda su confianza.  Sus diez dedos en palmas sobre mi espalda me causaron desilusión. Con el tiempo decía a mis adentros, olvídate de ese detalle y piensa más en la linda amistad que hay que mantener, pero no lo podía remediar. Me había defraudado. Soy leal conmigo mismo si digo que nunca haría eso a un amigo, ni en broma. Yo espero lo mismo de ellos. Y así poco a poco desapareció Pipi como mi confidente. O quizá apareció Jimena y lo desplazó a él.
Empezaba a sentirme incómodo en el agua. Había aprendido a flotar en la piscina, pero una cosa era sobrenadar en unas aguas quietas que en otras traviesas con pequeñas ondas que iban y venían a un ritmo acompasado, una, otra y otra, sin parar. Sentí moverse algo a mis espaldas. Giro todo el cuerpo a mi derecha. Era Juanito encima de un barquito flotador. Me miraba sonriendo. ¡Esto es el colmo!, exclamé. Esto no es lo que veo. No puede ser. No es real. Volví mi cuerpo en dirección al muelle, tratando de ignorarlo por completo.
—¿Hasta qué hora voy a estar aquí, carajo? —pregunté, más inquieto que desesperado.
—Tienes que nadar tú solo hasta la orilla, huevón —dijo Chuleta. Era el único que hablaba y seguía riéndose— nada Campanita. Tienes que llegar solo hasta la orilla.
—Ya te he dicho que no sé nadar, y no me llames Campanita, carajo —Grité y volví a tragar bocanadas de agua.
—Pero si estás flotando. Solo tienes que mover los brazos…
Con las pocas ganas que tenía de discutir y de escucharlo preferí callar y volverme sordo. Era una de mis especialidades. Decidí esperar a que ellos se cansen de su broma y se metan al agua y me ayudasen a salir de ese aprieto, sin pedirles que lo hagan, ¡claro! El agua que tragaba hacía de carga y me hundía de a pocos, como la lagartija en la fuente de mi patio cuando niño. Recordé la ocasión en que até al cuello de una lagartija una pequeña piedra para tirarla al pozo cordobés de los deseos. La lagartija guerreaba por mantenerse a flote por un buen rato pudiendo con el peso atado al cuello, hasta que no pudo más y se hundió. Yo estaba a flote, no temía terminar en las profundidades del mar, de esa forma no moriría, al menos ese día. Ellos se cansarían y me sacarían.  Y mientras tanto otra bocanada. Pipi y Chuleta movían sus brazos desde arriba, como hablándome, gesticulaban. Como les indiqué: me había vuelto sordo. Y me habría dado sueño sin ser consciente de ello porque eso me contó Chuleta luego, en el hospital.
—Gabriel, no nos escuchabas. Te dijimos que ya salieras, que nadaras, o si necesitabas ayuda, y tú, nada de nada, sin contestar. Comenzaste a hacer unos juegos raros con los ojos y te hundiste. Pipi y yo nos asustamos y nos metimos al agua. Menos mal que Pipi sabe bucear. Se metió hasta no sé dónde, pero te encontró y salió contigo hasta la superficie. Pedimos ayuda a unos que estaban en el muelle y por radio llamarían a algunas lanchas cercanas y ¿sabes quién vino y nos llevó hasta la orilla?
—¿Quién? 
Estaba en una cama de hospital. Una habitación mediana, solo para una sola cama. A mi izquierda una pared, desde su media horizontal era todo un ventanal acristalado. La tarde ya casi moría. ¿Cuánto tiempo habré dormido?, pensé. Mi abuela desmejorada, que hacía poco le habían diagnosticado cáncer, estaba hablando en la puerta de la habitación con el viejo santanderino y con un enfermero.
—Currito, el amigo de tu padre, el que remienda las redes de las lanchas.
—Sí, ya lo veo —volví a cerrar los ojos.
Nunca imaginé hacerle pasar un desagrado tan grande.  
—Gabriel, me voy.
Abrí los ojos más que sorprendido porque casi nunca me llamaba por mi nombre, pero en su mirada encontré cierto ritmo de bondad
—En casa me esperan —continuó—. He llamado para decirles donde estoy, pero ya tengo que irme. Discúlpame, amigo. Perdóname.
Hasta ese entonces no recordaba que me haya pedido perdón un amigo. Siempre he dicho que mis rencores son volátiles. Se evaporan cuando ven algún resquicio de sinceridad, pero tiene que ser inmediato. Una disculpa en su momento. No pasados los días cuando ya han tenido tiempo de alardear y disfrutar su obra, y luego dicen arrepentirse. ¡No! Me gusta la sinceridad con cierto margen de inmediatez. Eso se puede ver, lo puedes como tocar y lo puedes sentir adentro. ¡Yo me entiendo! No era necesario que me dijeran, incluso, «eso no volverá a suceder», porque sabía que no volvería a repetirse jamás. 
—No te preocupes, Chule. Ya pasó. Estoy vivo, ¿no?  ¿Y dónde está Pipi?
—Llorando. Como un niño. Estuvo aquí pero ya se fue a su casa. Está asustado.
Volví a cerrar los ojos y a cubrirme del todo mi cabeza con la sábana blanca. Esta vez meditando. Nunca me ha gustado que lloren por mí, menos un amigo, por más mal sabor que me haya dado. Mi Pipi no sería la excepción, aun sabiendo que me había hecho un daño. No recuerdo odiar a un enemigo, menos a un amigo. Solo los ignoro. Me retiré la sábana y abrí los ojos.
—¡Mierda con el gordo! Dile que no pasa nada. Que todo está bien. Y que si sigue llorando el que se va a molestar soy yo. ¡Está bien? —dije exaltado.
—¡Claro! —contestó Pipi—. Se lo diré. Tan pronto lo vea mañana en el colegio se lo digo. Supongo que hoy te quedas aquí, ¿no? Eso dicen los médicos, lo escuché.  
Aprendí del sermón que me dio Amanda, ya de alta, al día siguiente por la tarde. Reconozco que no fue una gran reprimida, sino me dio consejos y al final una gran confesión inesperada. Me explicó que ese día fue el único de su perra vida, así de literal, que sintió miedo.
—Pero, tú me enseñaste desde pequeño a no tener miedo. Incluso en el agua no lo tenía y habré perdido el conocimiento de tanta agua que tragué, pero nunca tuve miedo —expliqué, un poco contrariado después de la revelación que me hizo. 
—Sí, hijo. Ya lo sé, pero tuve miedo de perderte; de no volverte a ver; de no volverte a dar un beso en la frente; de que no me hablaras más y nos riéramos más; de que no más entraras por esa puerta; de no saber qué hacer sin verte en tu habitación; de que no…. 
Y yo ya estaba llorando como un tonto.
—Que te calles, abuela —dije entre llorosos.
Nos abrazamos, lloramos juntitos, un ratito. Me preparó ella misma de cenar con sus manos cansinas, pero disfrutando ese rato. Cenamos juntos, reímos, ya no me acuerdo de qué, y al día siguiente nos olvidamos de todo.
 
 
 
 
  
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Descripción

Capítulo 7 del manuscrito: La probabilidad, el albedrío y las barajas.

Palabras Clave: samont montes sandro montes novela contemporánea

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Ficción


Creditos: Sandro Montes

Derechos de Autor: Sandro Misael Montes Huapaya

Enlace: http://www.megustaescribir.com/obra/64381/la-proba


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