La probabilidad, el albedro o las barajas: Captulo 2. Pipi y Chuleta.
Publicado en Jul 27, 2018
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EXTRACTO DE LA NOVELA: La probabilidad, el albedrío o las barajas.
http://www.megustaescribir.com/obra/64381/la-probabilidad-el-albedrio-o-las-barajas 
 
2.     Pipi y Chuleta
 
Mi sed de venganza se fue disipando apenas fui en busca de Pipi y de Chuleta. Anhelaba una invasión de desahogo, como la planta que aguarda el sol o el aire cálido. ¿A quién iba a recurrir? ¿A mi padre? No. ¿Mis hermanos? De ellos jamás lo habría pensado. A mis amigos de siempre: ¡claro!, a ellos, en aquél momento, más que nunca. Ladrones de mi tiempo en mi infancia; ¡que sí!, un poco olvidados desde el empujón que me diera Pipi en el muelle y que yo no olvidaba. Aún vendrían otros hechos, como si el destino confabulara para ahondar más en el distanciamiento: ellos repitieron en primero de secundaria y casi, por aquellas fechas, en verano de 1988, desde que le diagnosticaron el cáncer a mi abuela, me asignaron tareas domésticas que hacían imposible disponer mi tiempo libre, ya no salía a jugar ni a pasear con ellos luego del colegio, por las tardes o el fin de semana. Cuando pasé a tercero nos apartaron de pabellón y apenas nos saludábamos al coincidir en la entrada, en el quiosco del tercer pabellón o a la salida del colegio. Pero cuando Jimena apareció la distancia con ellos se hizo más profunda. Quizá se habría visto hipócrita el hecho de ir en busca de sus ayudas para resolver mis problemas, pero la situación era propicia para enterrar mi orgullo y revalidar lo que yo consideraba una eterna amistad: virtud, en juzgar y comprender mi situación; deleite, en reunirnos y dialogar; y la utilidad amiga como necesidad para vengarme.
 
Mis amigos, ésos eran mis amigos. ¡Cuánto me han soportado! Ahora que lo recuerdo, no supe por qué le decían Pipi, a Eduardo Macharé, sino hasta cuando entrado en la secundaria. Y, a Juan Chunga, que le decíamos Chuleta, se relacionaba a su anatomía enclenque. Vivir sin amigos creo que no es vivir. O encontrarlos sin defectos sería como quedarse sin ellos. Nuestra verdadera amistad se forjó al margen de cualquier condición social. La familia de Chuleta era muy pobre. No lo fueran tanto si su padre, un alférez guardia civil, y su madre, ama de casa, no hubieran tenido nueve hijos: Chuleta, era el tercero y desde que lo conocí solía usar chanclas, hasta cuando iba al colegio. Cuando empezó a usar los zapatos confundía el derecho al izquierdo y viceversa. Pipi, ¡según él!, era descendiente de Incas, como lo eran medio Paita. Su padre cortaba los bloques de hielo en una fábrica del muelle para conservar los peces listos a su exportación al mercado asiático. Nuestra amistad se forjó alrededor de una pelota, las canicas, las cometas, los paseos por la playa y las carcajadas, allí arriba, en la casita del árbol que muy hábiles edificamos; mejor dicho, que construyeron Pipi y Chuleta. Muchos de esos juegos ya ni existen. El Perú ha cambiado. «Cambia, todo cambia», cantaba Mercedes Sosa.
Recuerdo un sábado, en la arena de la playa, estábamos a punto de terminar de construir nuestra obra: la casita en el árbol. Nos llevó edificarla cinco tardes hasta las cuestas de sol. Unos pallets abandonados cerca de los botes en la arena nos proporcionaron toda la madera. Elegimos un árbol viejo, no tan denso, y ubicamos la casa en el centro de sus tres brazos que formaban una copa. El sol encima de nuestras cabezas no abrumaba nuestras ganas porque tan solo faltaban el marco de una ventana que hacía Chuleta, la cual forraríamos con tela transparente para librarnos de los despiadados zancudos; y una mesa, que clavaba Pipi, en donde jugaríamos todos los juegos de mesa del momento. Mi tarea en aquel día consistía en pulir el suelo de la casa con lijas de agua, para no acabar con alguna astilla incrustada en los pies.
—Gabriel, termina de clavar la parte del suelo pegada a la ventana.
Indicó Pipi, desde abajo en la arena.
—Espera que termino de pulir el suelo.
—Deja eso ahora y ponte a clavar lo que te digo, que allí pondremos esta mesita —insistió Pipi.
—Está bien ¿Alguien ha visto mi martillo? No lo encuentro —dije consciente de no haberlo llevado.
—Otra vez, Campanita. Cada quien ha traído sus herramientas; tú sabrás donde dejas las tuyas —intervino Chuleta.
Detestaba sentir una astilla en las plantas de mis pies, por lo que mi tarea se concentró en pulir el suelo y en no hacer otra cosa. Para clavos, serrucho y martillo los muchachos eran más hábiles que yo. Una tarde ayudaba al santanderino Currito a estirar las redes que él arreglaba, así veríamos por donde teníamos que remendar. Me dijo: «Hazme un favor...» Entiendan que me pidió un favor, por lo que, con apariencia dócil, sin remilgos, cumplí el favor.
—… clava esa punta de la red —señalo el martillo, unos clavos que más parecían lombrices de tierra, hartos corroídos.
—Claro, Currito —respondí.
Que yo recuerde antes de ese día, ni en casa, ni en el colegio me dijeron alguna vez coge el martillo y clava. Pero Curro me lo había pedido «por favor». No pude negarme. Me lo inculcaron desde infante, mi madre, Amanda y hasta mi padre. «Ve a la tienda, hijo, y cómprame un kilo de azúcar. Y no te olvides de decir, por favor». Esa era Amanda. Cogí el martillo, el clavo, lo apuntalé al objetivo y levanté a dar el golpe. Creo que lo habría hecho bien si no fuera porque el clavo se partió de la nada y porque mi dedo meñique quedó, en menos de cinco minutos, como una papa rellena. Amanda casi mata al pobre Curro. Desde ese día prefiero evitar la fatiga de coger el martillo. Ahora bien, en todo lo que pueda ayudar allí está Gabriel, máxime si me lo piden «por favor».  
Así que, ese día solo llevé la lija y ni siquiera pensé en coger el jodido martillo. No era una manifiesta desorientación, sino por lo de mi dedo meñique. Quise decirles que no traía el martillo, pero ¡para qué! No me gustaba que me estén reprimiendo por cosas así a lo que ellos llamaban mis cojudeces. Lo de ese día no era una cojudez. Es cierto, que muchas veces cuando jugábamos o paseábamos ellos me hablaban y yo paraba ensimismado en un mundo que solo estaba en mis recuerdos infantiles. «Campanita, habla. ¿En qué paras pensando?» «Cuándo no, el cojudo». Así que procuré que no entendieran mi desprecio al martillo como una cojudez o un atontamiento, sería igual para ellos. Si decía que no lo traía, seguro lo hubieran pensado.
—Sí, aquí lo tengo, ya lo encontré. Termino de pulir el suelo, que ya no falta nada, y continúo clavando.
Tenía que ir rápido a casa, traer el martillo y terminar de clavar ese lado del suelo. No más estaba a escasos cincuenta metros, justo en frente de la playa. Procuré distraerlos un poco.
—¡Ey, Pipi!, ¿y qué pasó con esa chica con la que salías? No recuerdo su nombre…
—¿Juana? Esa loca, ya no me gusta. Se creía el último refresco en el desierto. Un poco tonta. A demás tenía unas costumbres medias raras. Quería invitarme a jugar a la guija y con cosas del demonio yo no me meto —murmuró en tono espeluznante.
—No será que te vio meando y se decepcionó de ver tu pene chiquitito y regordete —parodió Chuleta y soltamos a reír—. ¡Anda, anda!, Pipi que esas cosas del demonio me la paso por el culo.
—No estoy bromeando, es verdad —Chuleta proseguía su relato con un tufo de misterio—. Su padre es un Chamán y dicen que tiene pacto con el diablo. Las sesiones de curación las hacen en su misma casa. ¿Y si voy y un día me encuentro con una cabeza de muerto? ¡No! Con ello mis respetos. Una noche fui a buscarla para salir a caminar y me encontré con unas luces rojas en su salón… 
Chuleta, en tono sarcástico lo cortó.
—Te habrías confundido. ¿No Llegaste a un puterío?      
No pude aguantar la risa.
—¡La madre que te parió, Chuleta!, te estoy contando en serio...
Pipi proseguía con su historia. Bajé como un felino del árbol. Ahora vuelvo. Solo un segundo. Había conseguido mi propósito, distraerlos. Llegué a casa, saqué el martillo y cuando volvía a estar en los dominios de la playa vi a Juanito cerca de ellos escarbando en la arena. ¡Mierda! ¿Y ahora qué?, pensé. Miré hacia los chicos y Pipi se levantaba. Había terminado con la mesa. Volví la vista a Juanito, pero ya no estaba. Unos segundos después ya no estaba seguro si de verdad lo había visto.  ¡Uff…! ¡Qué alivio!, resoplé. No le di la mayor importancia. No lo he visto. Volteo y Chuleta cargaba la pesada mesa, pero ya no estaba en la arena, sino llegando allí, arriba de la casita. ¡Mierda! Pipi, no subas. Por más que grité la monotonía del oleaje y la brisa marina impedía que me escuchase. Pipi caía como una inmensa papa desde cuatro metros de altura a la arena, junto con él lo hacían dos medianas tablas de madera que por poco no lo parten en cuatro pedazos. Arriba se veían dos patas de la mesa columpiándose atrapadas en el hoyo. Chuleta lo estaba socorriendo cuando llegué a su vera.
—Te dije, hijo de puta, que clavaras esa parte —balbució adolorido Pipi. Yo mudo.
—¡Carajo! La madre que te parió, Campanita, por poco lo matas al gordo —me increpó Chuleta.
Y ese «por poco lo matas» se hizo un eco prolongado transformándome en un sordomudo. Los dos gesticulaban. Supongo maldiciendo hasta mi quinta generación. Chuleta agitaba una mano, desesperado, mientras la otra reposaba en la nuca de Pipi. Viéndome en tercera persona parecería a uno de esos hombres que tienen por arte quedarse inmóviles, verdaderas estatuas. En una ocasión vi a uno en plena Plaza de Armas. Vestía de arlequín: una planta del pie apoyando en su rodilla, una palma medio escondida en su chaleco, como Napoleón, y la otra arqueada y prolongada como quien sujeta una manzana. A sus pies un plato esperaba algunas monedas. Espectacular su arte. Inanimado por más de cinco minutos.  Pipi se rascaba la cabeza; Chuleta diciendo, «¡carajo! ya lleva un rato y sin moverse», y yo inquieto por querer hacerme el gracioso señalé, a que se va a mover. No sé por qué me atreví, si siempre he sido muy tímido, pero cogí una ramita del jardín, me acerqué unos pasos más que los fisgones y estiré el brazo para intentar metérselo por la nariz y la estatua susurró, solo para mí, sin mover los labios, «si me cagas el show te parto el culo». Abrí los ojos pasmado, di dos pasos hacia atrás y los amigos dijeron, «a que no te atreviste, maricón», y se echaron a reír.  Yo solo articulé: ¡no, no, no!    
Chuleta se incorporó para zamarrearme de los hombros.
—Campanita, despierta. Te estoy diciendo que me ayudes a levantarlo, ¡carajo! Llevémoslo al agua para mojarle la cara. 
Volví a escuchar y a hablar.
—¡Ah! Sí, vamos.
Levantamos a Pipi a duras pena, y lo arrastramos como a un crucificado. Tan solo avanzamos unos pasos y la mesa cayó intacta, como una estaca en la arena, justo en el mismo punto que dejaba el moribundo.  Juanito, arriba de la casita, se reía a carcajadas.
Mis amigos. Esos eran mis amigos.  Cuánto me han soportado.
 
¿Cómo me recibirán?, me preguntaba en silencio estando ya cerca del salón de Pipi. Un año antes, en el colegio, Chuleta me dijo que Pipi estaba ingresado en el hospital y si podía acompañarlo a verlo. Le pregunté indiferente, ¿casi se ahoga? ¿quién lo lanzó del muelle? Me clavó su mirada neutra, «no es por eso», respondió, «déjalo, Gabriel. Iré yo solo», culminó y se fue. No me llamó Campanita. Sentí que en algo le devolvía su broma añeja, luego me arrepentí. Los verdaderos amigos también se enfadan; pero no por más de cuatro años, dije en silencio. Y yo que decía que mis rencores eran volátiles. De camino hacia el pabellón de mis amigos advertí en mi resentimiento cierta debilidad. Hacía escasos cuatro meses había fallecido la abuela de Chule. Quería ir a su casa y darle el pésame. Quise encontrarlos y preguntarles como estaban, mirarlos a los ojos, espejos de nostalgia, y esperaba oír de ellos una contestación. No pude. Unos días luego los encontré juntos en el colegio, le di el pésame a Chule, me miró como quien mira un recuerdo roto. Ya era tiempo de dar el paso. ¡No! No era hipocresía si los iba a buscar para que me ayuden. Yo seguía queriendo a mis amigos. ¿Por qué me costaba tanto manifestar mis sentimientos?  Ya era tiempo que enterrase mi rencor, porque si me hubiera visto frente a un espejo, en tercera persona, esa emoción sería lo que hubiera visto en ese niño tonto. 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
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Descripción

Segundo captulo del manuscrito: La probabilidad, el albedro o las barajas.

Palabras Clave: Pipy y chuleta La probabilidad el albedro o las barajas samont

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Ficcin


Creditos: Sandro Montes

Derechos de Autor: Sandro Montes

Enlace: http://www.megustaescribir.com/obra/64381/la-proba


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