Es sábado y estoy haciendo cola como una turista más aunque tengo un pase que me garantizaba evitarla. Incoherencias que pasan. Por suerte, el tiempo de espera es breve, y un grupo de estudiantes quinceañeros amenizan el rato.
El día ha amanecido nublado. Pequeños algodones blancos se están juntando a una velocidad vertiginosa en el cielo y poco a poco van tapando el cielo, convirtiéndolo en un manto gris. Y un ligero viento está aumentando su velocidad a pasos agigantados.
¡ Menudo asco de día está haciendo ! Y yo en una cola acompañada de unos chicos que después de casi una hora ya no me parecen tan graciosos. Encima está empezando a hacer frío y yo aquí parada, porque la cola no se mueve. Caracoles y tortugas han pasado por delante saludando con sorna.
¡ Por fin podemos entrar ! Nos hacen pasar en grupos de quince y me toca con los adolescentes. El guía nos dice que debemos subir en fila india porque no cabemos de otra manera. Me toca encabezar una procesión de quince personas que va a subir un total de sesenta y nueve metros por una escalera de caracol muy estrecha.
No queda otro remedio que subir sin prisa pero sin pausa los trescientos ochenta y siete empinados escalones si se quiere disfrutar de una de las mejores vistas de la ciudad. Subes y subes sin parar porque si alguien se para los demás también se paran y no es plan.
Sigues subiendo y subiendo y no ves un final, pero de pronto ¡ se hace la luz ! Empiezas a ver claridad y aceleras porque sabes que estás cerca de la cima aunque las fuerzas no te acompañan ya y las piernas empiezan a convertirse en dos trapos lánguidos. Un último esfuerzo y llegas al trescientos ochenta y siete.
Atraviesas la puerta y tras el susto que te meten unas gárgolas, tomas aire y lanzas un suspiro. Estás en todo lo alto de Notre-Dame y tienes ante ti, a tus pies, la ciudad de París.