En la soledad, por la muerte de mi padre, encontré a mi madre derritiéndose por el calor de su cuerpo. Ella revisaba con atención una revista olvidada por una de sus nietas en el comedor. Sus gafas estaban medio empañados por el vapor impregnado sobre los cristales de aumento. Debido a su concentración, la sorpresa inesperada de mi presencia casi le pega un paro cardíaco. Por otro lado, me pareció un poco extraña su actitud. Sobre todo, siempre nos había dicho que ella no sabía leer ni escribir.
–¡Ay hijo de tu madre! –con el silencio de mis pasos, ella no me escuchó llegar por su concentración en la erótica lectura–. Casi se me sale el corazón del pecho. Además, con estos vidrios empañados no veo llegar a nadie.
–Le voy a traer papel de baño para que los limpie.
–Yo, los iba a limpiar, pero me quedé dormida viendo esta revista –alcancé a escuchar, cuando me fui a recoger al baño el rollo de papel para que mi madre limpiera su vergüenza.
–¿No, que no sabe leer? –le dije cuando regresé, luego de limpiarme las lágrimas en el baño por mi ataque de risa para que, finalmente, le recordara–: Además esas revistas traen mujeres encueradas.
–Yo sólo leo los chismes de los artistas –se excusó, con los labios temblorosos, como escondiendo sus prejuicios sexuales–. Yo no necesito ver a las mujeres con las chiches colgadas hasta el ombligo.
–Hay madrecita, pues eso es lo que vende hoy en día –exclamé con una sonrisa leve.
–Cállate, de por si, tú eres un arrecho –gritó, amagándome con una chancla para golpearme como lo hacía cuando de niño me comportaba mal.
–A usted nunca se le entiende. De chiquito me dio una zarandeada porque creía que era homosexual el día que me disfracé como Drácula y ahora se enoja porque me gustan las mujeres. Mejor ya me voy a la calle para que ahí muera la discusión y usted pueda seguir leyendo…
Al otro día, la que quería leer su revista era mi sobrina. Sin encontrarla la buscó por todos los rincones de su cuarto. Mi madre, supuestamente, la había echado al bote de la basura después de romperla en pedacitos. Pero en realidad, ella ya la tenía guardada entre sus cosas más apreciadas como tenedores, platos, vasos y cuchillos, almacenados con candado en el refrigerador para que sus numerosos nietos no los ensuciaran o perdieran su vajilla. Como ella no quería que se humedeciera la protegió en una bolsa de plástico del frío escondite.
–Se le subió la calentura ese día que la sorprendí viendo la revista –le dije bromeando. Luego se me ocurrería una pregunta con la cual me envió al mismito Infierno–: ¿A poco nunca practicó ninguna de esas posiciones con mi papá?
–Cállate engendro del Demonio, que Dios te va a castigar –me contestó con brillo en los ojos.
–!Ay madre! En estos tiempos casi nadie cree en Dios ni el Infierno. Además, no creo que usted haya sido una santa después de que parió ocho hijos –la seguí provocando con toda mi intención.
–Yo lo hacia para que tu papá no se fuera con la putas –me contestó, justificándose, ya que ella, creo yo, nunca le dio un beso a su marido –. A mí, esas cosas me daban asco, sobre todo los besos. Además yo no mostraba todo. Ahora el hombre puede verle a la mujer hasta sus anginas desde su cosa con esas posiciones en donde se abren de patas. Ya no dejan nada a la imaginación. Mira a tus sobrinas. Casi se le salen las chiches por sus escotes.
–Lo bueno que algo heredaron de usted, por lo tanto, pueden presumirlas –exclamaron también mis manos, como si estuvieran agarrando unos preciosos y enormes senos.
–Dénme un cinturón –les gritó a dos de sus nietos, recargada en uno de los muros de su casa–. Para pegarle a este cabrón arrecho…