La extraa muerte de Doa Clotilde y la casona de los 100 gatos
Publicado en Jun 19, 2015
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A pesar de ser el periodismo mi profesión desde mis comienzos laborales, no creo ser capaz de relatarles mi impresión al ver llegar a mi oficina al inspector John  Blake, quien por aquellos días iba a ser condecorado por acogerse a retiro. Cuando vi su rostro pálido y totalmente desencajado, pensé de inmediato en una tragedia, su mujer o su hijo fue lo que primero se me vino en mente. ¿Desea un vaso de agua?- le pregunté, parándome de un brinco de mi asiento para sostenerle, ya que medio desvanecido se dejó caer en la silla dispuesta en frente de mi escritorio, mientras con un gesto asentía que un vaso de agua le vendría bien. Cuando regresé con el vaso, pasaba su pañuelo blanco por su frente y cuello secándose la transpiración. Guardé silencio mientras esperaba su recuperación, al tiempo que dispuse parsimoniosamente mis anteojos en un alto de papeles que tenía en el borde izquierdo de mi escritorio, aplasté el cigarro que tenía encendido y me recosté en mi asiento.
No puedo continuar con esto –me dijo de manera de desahogo, con un pesar desdibujado de confesión contenida.
¿No puedes continuar con qué? – pregunté inquieto al verle tan descompuesto, mientras de reojo miraba mi cigarro mal apagado que aún humeaba y me salivaba por darle una última aspirada en ese momento, necesitaba ese sabor amargo del tabaco en mi paladar, que tanto placer me causaba (a pesar que el médico me lo tenía prohibido)
Supongo que un hombre como tú, recordará sin dificultad la muerte de doña Clotilde, aquel emblemático caso que dejó una estela oscura en mi trayectoria policiaca, al menos por un tiempo. Pues que me dirías, si te confesara que lo dejé sin resolver a exprofeso.
¿A exprofeso? Pregunté- aún extrañando en mi paladar el sabor amargo del tabaco, mientras mi ceño se arrugaba por la sorpresa de tal confesión, y me incorporaba de mi asiento,
Sí a exprofeso- agregó- no sabes cómo me ha pesado todos estos años, por eso quiero que sepas toda la verdad.
Pero John, la próxima semana va a llevarse a cabo el acto conmemoratorio que solicitó el alcalde por su retiro – repuse con tono disuasivo, sacando a relucir todo mi oficio en éstas circunstancias. Usted ha sido un policía intachable – agregué - a que viene ahora, la necesidad de hurgar en un caso que a nadie le interesa, salvo a los cientos de gatos que ahora viven en su casona -exclamé- soltando una carcajada, que pareció no agradarle. Será mejor que vayamos por un café, acompáñeme inspector, salgamos de ésta pocilga, reparé al tiempo que me levantaba por mi abrigo, intentando salir de la situación incómoda que me expuse por mi comentario sobre los gatos de la casona.
 
¿Esa es la gata de doña Clotilde? – preguntó Daniel, señalando a la peluda masa blanca con cinta rosada que maullaba sobre la rama del árbol.
Subiré a cogerla, dijo George Blake (el hijo del inspector) y se encaramó al árbol raudamente. Fue tan diestro en trepar, que pronto estuvo cerca del felino; que lejos de dejarse atrapar, retrocedió asustada con tal desgracia para sus intenciones, que la rama que la sostenía se quebró a raíz de su excesivo peso, y pese a todos los esfuerzos acrobáticos y contorsiónales que hiciera en el aire, no pudo evitar su fatídica caída. Antes de tocar suelo fue golpeada y luego atropellada por el camión de la basura, cuyo chofer ni siquiera se percató del incidente continuando su rauda marcha.
Ambos niños, permanecieron estupefactos ante lo sucedido. No podían dar crédito al ver el enjambre de blanco pelaje, bañado ahora en sangre. Se entumecieron de miedo, pero contuvieron el llanto que se alojaba en sus gargantas.
¿Qué vamos hacer? – preguntó Daniel, mientras se tomaba con ambas manos desesperado sus cabellos rojos, y sus ojos celestes parecían arrancarse de su pecoso rostro.
 
Pienso que no hay nada que hacer- dije con tono drástico, mientras me llevaba la  taza de café caliente a la boca, y de reojo observaba que él aún no tocaba el suyo. La luz amarillenta que descendía apegada a los muros del local como mal aliento, le daba al rostro del inspector una sensación aún más deplorable de la que tenía al llegar a mi oficina. Mientras le observaba, no lograba entender porque ese hombre, querido por todos, quisiera escarbar ahora en el pasado para enlodar su reputación. Vamos inspector – deme la razón esta vez - ambos sabemos que el caso de doña Clotilde es un caso cerrado hace ya más de diez años y debe continuar así, además a ésta altura ¿A quien le puede interesar realmente cómo fueron los hechos? Nada la va a traer de vuelta. Pero dejará mi alma en paz – contestó - tú sabes más que nadie, que mi salud ha estado delicada éste último tiempo y no quisiera partir con éste peso, repuso - con ese dejo apesadumbrado que tenía al decir las cosas. Siempre daba la sensación luego de escucharle, que no sacaba bien el sueño, aún cuando me consta que dormía bien. Lo digo porque en más de una ocasión nos pillaba la noche en algún suburbio de la ciudad, donde yo iba por mujeres fáciles, mientras él estaba resolviendo otro de sus casos. Sin embargo, tras el trasnoche, se iba a la casa y no volvía a su despacho hasta no haber repuesto bien el sueño. Porque cuando tomaba un asunto, no paraba, hasta llegar al final del mismo. Quizás por eso, todos nos quedamos algo sorprendido cuando comunicó que la muerte de doña Clotilde se archivaba como muerte natural de la occisa. Sin más, y no habiendo familiares que reclamaran su reapertura, dejó que las aguas siguieran su curso, incluso la vecindad se olvidó de la mujer y se fue acostumbrando a la presencia de cientos de gatos en la casa, convirtiéndose con el paso de los años en el refugio natural de los gatos callejeros, que día a día, llegaban como si entre ellos se pasaran el dato. Lo cierto, es que quizás por un reportaje que hiciera de la casona, esta pasó a ser más bien conocida como la casa de los cien gatos, que de la vieja Clotilde.
Que dirías si te confesara que en la muerte de doña Clotilde, tuvieron participación indirecta dos niños. Aunque para ser justo, realmente nunca tuvieron intención de hacerlo. Sin embargo, la vida a veces tuerce los actos de tal modo, cómo fue el caso, que los mismos desencadenaron en que la vieja terminara sufriendo un infarto a medianoche en el patio de su casa. ¿Niños? ¿Dices que fueron niños? ¿Pero qué niños iban a querer hacerle daño? Insistí – con ese tono periodístico que usamos los reporteros cuando comenzamos a hacernos parte de la historia.
 
¡Daniel corre por una bolsa! corre, ve al almacén- ¡Vamos corre, corre!- gritó George, mientras tomada de la cola al peludo animal y lo acercaba hasta la acera para esconderlo detrás de unas cajas de basuras. Cuando Daniel llegó con la bolsa, lo metieron en ella y salieron corriendo con el bulto. Sus pasos los llevaron primeramente a ocultarse en el sótano de la casa de George, pero tras un rato y conociendo al inspector se dieron cuenta que ese no era un buen escondite por lo que decidieron ir a botarlo a un lugar baldío cercano, justo al anochecer. Afortunadamente para los niños, la bruma nocturna se ocupó de la luna, lo que ayudó a que sus figuras se camuflaran en el paisaje y al parecer nadie les vio en sus andanzas. Crees que alguien nos vio- preguntó nervioso Daniel que era menor por año y medio de George, que ése año cumplió los catorce, y éste negó con la cabeza. Yo creo, que tal vez, la vieja ni siquiera la va a echar de menos, dijo George, antes de despedirse de su amigo, tratando de restarle importancia a lo acontecido.
Lamentablemente, George no podía estar más equivocado, pues con el correr de los días, la desaparición de la gata de doña Clotilde, fue haciéndose cada vez más de conocimiento público en el pueblo, puesto que la mujer penaba por las calles en su búsqueda. Tal fue la conmoción que provocó, que hasta se formaron cuadrillas de búsqueda para encontrarla. Daniel fue corriendo a avisarle a George y ambos niños asustados, se dirigieron al lugar donde le habían arrojado, pero encontraron la bolsa vacía. La desesperación hizo presa de ellos, buscaron por todas partes, corrían de un lado para otro, inquietos y llenos de miedo, pero no había rastro alguno. Al caer la tarde, ambos niños acompañados de linternas formaban se camuflaban siendo parte de las cuadrillas de búsqueda, pero nada, el felino había desaparecido cómo si la tierra se lo hubiese tragado. Doña Clotilde enfermó y el párroco del pueblo ofició una misa, haciendo mención a su delicado estado de salud.
Por ello, el propio George, organizó en su colegio la campaña, “un gato para Doña Clotilde”. Fueron decenas de gatos que los niños trajeron en ayuda y tuvieron que seleccionar sólo doce ejemplares, tomando como referencia los meses del año, ya que cada gato representaba un mes. Junto a la señora Clarisa la dueña del almacén del barrio, llevaron los doce gatos a doña Clotilde, junto con varios sacos de alimentos que la mujer donó. La sorpresa pareció renovarla por completo, y pronto se le vería feliz en el jardín acompañada de sus gatubelos amigos. Todo hubiese continuado así, para tranquilidad de los niños, de no ser, por las extrañas desapariciones que comenzaron a sufrir las mascotas. Con la llegada de cada noche de luna llena, iban desapareciendo uno a uno.
La vecindad completa se puso inquieta, y no faltaron las familias que le pidieron al inspector Blake, investigara lo que estaba pasando. La primera reacción fue burlarse de las denuncias, él no estaba para investigar desapariciones de gatos, pero como buen policía, comenzó a darse cuenta que éstas coincidían con la luna llena. Fue por esta razón, que después de haber desaparecido cuatro mascotas, decidió acompañar a doña Clotilde, y montó guardia esa noche. No sucedió nada, al menos en casa de la mujer. Se sintió aliviado, pensando que los casos anteriores, fueron sólo una mera coincidencia con la luna. Sin embargo, al llegar en la madrugada a su domicilio, encontró esparcidos en el antejardín, los cuerpos de los cuatro felinos degollados. Esto era más que una broma de mal gusto. Su hijo George, que había sido testigo de la escena, se volvió al baño a vomitar. Ese día no fue al colegio y una fuerte fiebre le acompañó toda la tarde. Su compañero Daniel, al saber la noticia, se reportó enfermo también. Esto llamó la atención del inspector, su instinto policial, le decía que esto era más que una simple coincidencia. Trató de conversar con su hijo, pero estaba delirando en fiebre. Entonces acudió a la casa del pequeño Daniel, que al verle, comenzó a llorar y a gritar entre sollozos, ¡No quise hacerlo, no quise hacerlo! El inspector pidió a su madre le dejara a solas con él. No fue necesario comenzar a interrogarle, prontamente Daniel confesó lo sucedido con la gata blanca. Escuchó con la frialdad que le daban los años de oficio, y se paseaba por la habitación con las manos tras su espalda, cómo solía hacerlo cada vez que necesitaba buscar una salida. Quedaron en que no se lo contara a nadie más. Antes de despedirse solicitó a la madre, el mayor cuidado posible para su hijo, le comentó que su estado era delicado, que no permitiera visitas, al menos por un par de días, mientras investigaba, podía tratarse de un caso de contagio –repuso y se retiro del lugar con esa solemnidad acostumbrada.
Al día siguiente, acudió al lugar que le había indicado el niño, y encontró la supuesta bolsa, revisó su interior, pero no había rastros del animal. Esto no cuadraba, algo extraño estaba sucediendo, sabía que Daniel no mentía, le conocía de tiempo. Faltaba hablar con su hijo. Posteriormente, George, terminó de confirmarle el resto de la historia. De seguro alguien los había visto, y estaba jugándoles una mala pasada – pensó. Era cosa de tiempo, decidió que su hijo y Daniel, vigilaran la casa de doña Clotilde. Tres semanas mantuvieron vigilancia y nada pasó. Fue justo el  jueves siguiente, cuando la bolsa donde habían echado al gato muerto, apareció clavada en su puerta. George se hallaba en cuclillas llorando en el porche, el inspector se agachó y le abrazó. Tranquilo, todo va a estar bien- le dijo. Todo es culpa mía y de Daniel, papá – sollozaba el pequeño.
Pero en el fondo –ellos fueron las víctimas – dije, al tiempo que encendía un cigarro y hacía señas a la camarera para que me trajera un trago, la ocasión lo ameritaba. Sí, lo sé – me respondió, pero cómo hacía entender eso a un niño de catorce años. Y ¿Qué pasó entonces? Sabía que quien estaba detrás de esto, intentaba de algún modo vengarse de mí, torturando a mi hijo. Comencé a buscar en mis archivos, en la mayoría de los casos, los posibles sospechosos se encontraban bajo las rejas. En ese momento no pude darme cuenta de nada. Fue cuando recibí el llamado telefónico de la vecina de la señora Clotilde, había escuchado un grito en su jardín, y me rogaba fuera de inmediato. Así, lo hice. Encontré el cuerpo de Clotilde sin vida tirado sobre el pasto. El resto de la escena era macabro, entre las rosas se hallaba el cuerpo de la gata blanca  atravesada con una estaca en el pecho y una nota amarrada al cuello que decía con la sangre del animal, “George Blake y Daniel Thompson, me quitaron la vida” Escondí al bruto tras los arbustos, y llamé a la ambulancia. Se llevaron el cuerpo de la mujer y el acta de defunción se precisó su muerte a cinco minutos de la medianoche, por infarto cardíaco. Nadie supo jamás de la gata. En la madrugada recuperé el animal, y esperé hasta el anochecer para ir a arrojarlo al río, fue entonces cuando di con el hombre que estaba detrás de todo esto. Su nombre era Joe Macpherson, un alcohólico que detuve en innumerables veces y que por esas cosas del destino, de tanto acudir a su domicilio terminé teniendo un amorío con su mujer. Ella se lo confesó en la nota que le dejó antes de marcharse, por despecho pienso, tras decirle de que no quería continuar esa relación. Lamentablemente, esa noticia terminó por hundirle, nunca más pudo recuperarse, y el alcohol acabó por destruir lo que le quedaba de dignidad.
Esa noche quiso quitarme la vida, estaba ebrio y sostenía un cuchillo en su mano derecha, saqué mi revolver para defenderme, sólo quería asustarle, entonces la gata blanca saltó de las aguas y se le abalanzó provocando que con el susto, cayera de espalda y azotara su cabeza en una de las rocas, pereciendo en el acto. Luego el animal se desvaneció. Te das clara cuenta que nadie creería mi historia. Dejé que el cuerpo del infame fuera descubierto por la comunidad y me retiré a dormir. Aunque para ser honesto, desde aquella vez, no creo que alguna noche haya logrado conciliar el sueño.
Sí, sí, recuerdo que cubrí la noticia del fallecimiento de Joe, nunca imaginé que pudieras estar detrás de esto. Pero insisto, inspector, de que vale ahora que se sepa la verdad. No lo entiende, el alcalde quiere hacer de mi retiro un motivo de orgullo para la policía local, todos tienen una imagen intachable de mí, no puedo recibir esa condecoración después de éste caso, encubrí la participación de mi hijo, aún cuando era inocente, no me correspondía a mí, esa resolución, debí llevarlo como a todos los hijos que han faltado a la ley, y que han recibido su castigo.
Pero fue un accidente – insistí.
Eso debía probarlo un juez, no yo. Falté a mis principios y por ende, necesito que publiques la verdad, necesito que sea la propia gente la que me juzgue, quiero que mi hijo me perdone, por haberle fallado, lo hice para protegerlo y quizás me equivoqué, fue lo último que dijo, antes de retirarse. Esta vez, su figura se veía imponente cómo le conocí siempre. Y era yo, el que quedó abatido, sosteniendo el vaso de vodka, con el peso de la verdad sobre mis hombros.
Tres días más tarde junto con referirme al lamentable deceso del inspector, mi columna  en el periódico, comenzaba así “No creo ser capaz de relatarles mi impresión al ver llegar a mi oficina al inspector John  Blake…
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Foto del autor Esteban Valenzuela Harrington
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Miembro desde: Apr 15, 2009
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Descripción

Casona abandonada

Palabras Clave: gatos

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Ficcin



Comentarios (1)add comment
menos espacio | mas espacio

gabriel falconi

excelente narracion mantiene la intriga y el suspenso.... el final muy bueno!!!
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June 22, 2015
 

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