LA BELLEZA
Publicado en Apr 17, 2015
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LA BELLEZA
 
Me introduje en su vida poco a poco, como se hace ahora, de la forma más vulgar y culta que se utiliza en las redes. Intentaba seducirla con la palabra, mi edad hacía que tuviera ventaja, y aunque  se dejó llevar desde el principio, era ella quien dominaba, quien con sus bajos desprecios me reclamaba para apaciguar su joven pasión no saciada. Fue así como empezó, como formé parte de su solitaria vida, provocando la falsa  amistad con la que se comienzan las relaciones a distancia.
Elena, la más bella, vivía en un apartamento situado cerca de la Puerta de Toledo,  yo a doscientos metros de Atocha, próximo a mi futuro,  cerca del enigma de mis deseos. En ocasiones coincidíamos pero no  me reconocía, a pesar de que se cruzaban nuestras miradas,  y entonces  mi timidez actuaba como un adolescente  bajando  las pupilas, reclamando su aceptación idolatrada. Elena vestía con estilo informal, casi siempre despeinada, pero sus zapatos y andares le daban la suficiente clase para ser la amante de cualquier cama.  En muchas ocasiones paseaba cerca de mí, casi rozándome, sin que supiera que en mi mujer se convertiría cuando el secuestro que tramaba estuviera totalmente estudiado, donde el rapto de su fidelidad llevara a la relación más perfecta y deseada. De eso se trataba, decía mi madre, de luchar por las ilusiones y no descansar hasta decir: “no pude hacer nada”.
 Un “Viernes 13”, la víspera del fin de semana, con la radio encendida, con mis colillas invadiéndome,  con el desorden acostumbrado en la monotonía  de una persona sin vida social y sin la presunción de nada, decidí dejar la soledad para empezar a ser un hombre normal con su mujer, y quizás con una familia acomodada.  Presentí  que  mi casa, mi dúplex madrileño de gran estilo, ya que el arte me gustaba, pasaría a estar llena de detalles femeninos, hasta de un perro si lo exigía mi dama.  Así  creí que lo adornaría  cuando  lo alquilé y vi la luz por la buhardilla romántica, junto a  la escalera que llevaba a la puerta donde entraría el servicio, la que  utilizaría para subir a mi amante, ocultando lo que todo el mundo en este siglo muestra con orgullo, sin necesidad de ser galante.
Yo era alegre, activo y fugaz, aunque mi cabeza tenía una oscura realidad, que aún controlaba, y que no  insinuaba cuando me presentaban como gran ensayista. Creía en la tercera fase, en las brujas y duendes, en lo que no se ve pero se siente si rezas continuamente cuando la desesperación y la soledad alcanzas. No llegaba a  hablar solo, ni a oír voces, pero si presentía monstruos y animales de dos cabezas, quienes conmigo dormían esperando despertar y acompañarme al Museo del Prado para ver  más fantasías, para reírnos de los impresionistas, que quizás para las marujas norte, más ricas y educadas, se convertían en  unos genios al descubrir alguna quimera deseada, pero  sin entender  lo que el arte guarda en cada pincelada. Yo promocionaba  el ego y el exhibicionismo de los artistas, y así me veía sujeto a una fantástica realidad que hacía quedarme en el presente, y no volar a ese futuro que toda mente enferma anhela y ama. Suspiraba, a veces me relajaba,  me asombraba de lo feliz que era con mis nuevos sueños, sin alimentar la vida interior que me infravaloraba.  Empecé a sonreír, empecé a ser dichoso, a dejar lo oscuro que me acompañaba.
 La tarde de ese Viernes fui a rastrear cerca de su casa, incluso a llamar a su timbre como un crío en sus gamberradas. Me senté en la terraza del  Hotel, por ahí saldría para ir a la Puerta del Sol, donde quedaba con sus amigas para ir a tomar café al Gijón y dar un poco de cultura a sus charlas de mujercitas refinadas. Elena era joven a pesar de   tener el cuerpo  blando, quizás por una piel no cuidada. Era un desastre, mi desastre preferido, el que complementaría mi desorden,  el que me llevaría  a comprender  que la perfección,  la que siempre comentaba, era parte de la vida de los genios, y yo trataba de ser un simple hombre que el arte estudiaba. La simetría me quedaba lejos,  encontrar todo en el mismo sitio no era mi búsqueda, ni siquiera una ilusión ansiada. Quería ese par imperfecto, los dos despeinados en la cama, los dos cuerpos desnudos  jugando al escondite con nuestras cosas perdidas en la guarida del amor esperada. Mientras mis monstruos, que de comics se trataban, nos mirarían y gemirían por la felicidad, por el clímax de no ser perfectos, de no sufrir por no lograr lo que la mayoría apreciaba.
Fue sencillo, sabía sus costumbres junto a la ingenuidad que siempre la delataba, y fácilmente comencé  la nueva historia en nuestras vidas, para llevarla al altar si se dejaba. Visité tres veces su calle,  no aparecía ni a las seis de la mañana, cuando salía de trabajar del bar de copas, donde se dedicaba a poner licores a niñatos ricos. Intuía que  alguno pretendía  para dejar de llegar a esas horas de la madrugada. Regresó  a las ocho, cogida de un joven rubio, guapo sin descansar  ni en la barba que la besaba, pensé marcharme pero  quería ver si se despedían, creí que el juego sexual había acabado por sus ropas  desdeñadas. Y cuando sus bocas se juntaron,  tocándola  donde creía yo encontrar el tesoro de mi vida deseada, cerré los ojos, conté ocho  con temor a que los monstruos apareciesen con los dragones y  su fuego,  que  reduje y  controlé, dejando  que descansaran.  Pero no se enfadaron ni al ver como su futura dueña mimaba a otra especie de animal, que así me parecía por su hocico con alambres,   dándole  un aspecto raro, por no decir espeluznante.
Por fin se separaron e improvisé mi secuestro infante. Con mi pie conseguí no cerrar la puerta del portal, cuando  la dejó  sin comprobar su seguridad, supongo que la luz del amanecer  le quitó el miedo de la noche, a la que sé que respetaba.  Subí por las escaleras al tercer piso,  y en otros ocho segundos llame  diciéndole “abre”, sin ninguna sílaba más, con la nada que me acompañaba,  porque  mis monstruos, un poco asustados,  creo que se escondieron  al sentir mi corazón alterado por la presencia de mi amada.
Mi joven Elena abrió la puerta para encontrarse con su amante, la empujé y un golpe se dio en la cabeza, se desmayó. Un cojín puse en su cuello y toqué sus cosas, porque al ser suyas el frenesí invadía y todo se transformaba en una super-8, en la “Tesis” que siempre había imaginado al ver alguna obra del séptimo arte en mi sofá a oscuras, provocando al miedo, que los ojos  y la mente abre. No quería violarla, a pesar del olor a vicio nocturno que desprendía su ropa por la lujuria celebrada. Quería que me quisiera, poco a poco lo haría, poco a poco el sentimiento acompañaría, poco a poco a nadie adularía sino a su cuidador, como un animal salvaje cuando le faltan presas para alimentarse, y se las facilitan con mimos y ademanes. Me senté en su sofá, empecé a pensar como bajarla, como llevarla hasta mi coche, muy cerca estaba, pero era de día y no adivinaba cuanto pesaba. Recordé las películas de Hitchcock al ver su baúl de mimbre con los juegos de niña, y el carrito de corazones de la compra de las tardes soleadas. Saqué sus juguetes y ordené a mis monstruos que con ellos se quedasen, que no participaran. La cogí, pesaba poco, era muy ligera mi novia amada, cuerpo de niña, pechos de mujer con ropa juvenil camuflada. Con delicadeza la introduje en el escondite,  seguro que respiraría, que no se moriría, solo lo haría si no aprendía a quererme de la forma que se enseña cuando eres obligada. Era lista, seguro que sabría como satisfacer  mis sentimientos, sin necesidad de  que  mi cuerpo sintiese el calor, eso ya llegaría cuando le faltara amor y estuviera yo para abrazarla.
El camino fue corto, solo un par de manzanas, y como si de un crimen de Woody Allen se tratara, “Al Final de la Escalera”  dejé  a mi futura mujer, no a mi chacha, a la que cuidaría, a la que sería mi princesa de cuentos de hadas. Me sentía feliz, pero no  confiaba en su comportamiento, así que del mimbre la saqué y la puse en la cama. Utilicé  las cuerdas, que siempre estaban preparadas, y la até, pero solo lo suficiente para que no se escapara, para que se moviera libremente en el lecho conyugal, que habría que cambiar si se ponía rebelde y  no se relajaba. Hice lazos bonitos para que viese belleza cuando sus ojos los mirara, y descubrí que de un cuadro se trataba: Elena con su vestido celeste, sobre  las sabanas grises y sujetada por  los lazos azules, todo pegaba…. una perfección en el desastre de mi casa.  Y mientras la observaba adulando mi subconsciente la figura creada, uno de mis monstruos me susurró en el oído que un guiño a Almodóvar se acercaba.
Ya eran las doce  de la mañana, aún se movía de una forma sensual y suave. Me senté en una silla al lado, a esperar,   parecía que el golpe había sido fuerte aunque no sangraba. Leí una revista, la miraba de vez en cuando, e incluso la acariciaba despacio para no despertarla. Ya la daba por perdida cuando el hambre hacía mella en mi estómago, que se había hecho chico por los nervios del delito que no existía, porque era el amor el protagonista de la cama.  Con el pensamiento le grité “hazme caso antes de que  me vaya”,  abrió los ojos y la boca, con un beso apasionado la inmovilicé durante largo rato, sin que pudiera defenderse con las garras de las mujeres histéricas, que a todos  nos hacen gracia. La besé una y otra vez, de forma dulce y romántica, para hacerla ver que era paz lo que mi alma reclamaba, y se calló, porque con otro lazo su boca silencié, después de quitar la saliva de su cara. Y mirándola  empecé a explicarle quien había pasado a ser, a quien amaría el resto de su vida, al principio la obligaría, pero con el roce se le coge cariño a quien te mima y ama. Se lo expliqué brevemente, ya se lo repetiría con el tiempo que todo lo cura, y dicen que es sabio aunque yo dude por mi vida pasada.
Era nuestro primer día, las primeras horas en nuestro largo viaje, desaparecieron los monstruos, y corazones dibujaba con mi cigarrillo medio encendido, festejando haber logrado y ganado la jugada. ¡Qué feliz era!, y eso que aún no había sido mía, a sabiendas que tardaría, porque no me atrevía a soltarla. Con paciencia lo lograría,  aunque ella hacía lo que quisiera conmigo con una simple mirada, por lo que acerté al  cubrir los ojos  con otro lazo  negro, un diferente color al cuadro perfecto que sutilmente dibujaba.
 Llegó  la noche, la hora de la cena, ¡cómo pasaba el tiempo al lado de la amada!, y mientras hacía una tortilla concluí que a la mañana siguiente la mimaría con manjares, hoy no iba a disfrutar con nada. Me senté en la cama, sin destapar los ojos y pidiéndole que no chillara, le di de comer, ella obedecía como si  estuviera acostumbrada, pero no soy tonto, supe que el miedo la frenaba. Mi interior me decía que me conocía, que no debía temerme, que debía saber que la quería desde hacía meses y que de esta manera  decidí   acercarme para amarla. Era mi peculiar forma, la que mi corazón y mi mente eligieron, la que no dudaría de que se escapara, la que me daría tiempo a que me conociera, a que viera que sin mí su vida ya no sería tan preciada. Le limpié  la boca cuando acabó y sin ponerme el pijama, sin taparme ni taparla, la abracé y dormí un largo rato hasta que las tensiones fueron mermadas. Deduje que así serían  nuestras vidas, que ya se acabo  tenerlas separadas,¡ qué feliz era!, ¡qué paraíso había creado en  una cama!. Mi frialdad, mi arrogancia, mi soberbia,  el ser distante, la impertinencia, la desgana terminarían por las caricias diarias. Volverían las sonrisas y la amabilidad que aparecen cuando  el amor es parte de la rutina diaria. Me incorporé, la observaba de lejos  y adivinaba  nuestro futuro, cuantos años juntos nos quedaban. Ella  se puso a descansar como si de un día cualquiera se tratara, ya todo estaba en marcha: cogeríamos la rutina,  como costumbre se crearía y al final un uso en nuestras vidas aparecería, sin dañar lo que dignidad llaman.
Amaneció, veinticuatro horas con mi dueña, y aún no gritaba, solo me miraba con los ojos tapados, adivinando los movimientos, esperando quizás una reacción errada. No entendía nada, pero no parecía enfadada, más bien relajada. Comprobé asustado las cuerdas, los lazos apretados, sin forzar nada, y  marché al Reina Sofía,  a admirar” La  Nueva Colección” de Neo Rauch, alemán perfecto, al que mi cuadro  con mi ama se asemejaba. Lo fui a visitar para que mi imaginación  no jugara una mala pasada , para ver  la realidad que un vestido morado dibujaba una posible atracción inacabada,  y así  valorar más mi obra,   donde el deseo sí se convertiría en pasión, con la paciencia que  yo le daba. Cumplí rápido con mi trabajo, volví sin monstruos a la morada, cogí el ordenador y escribí la crítica positiva, era mi genio preferido,  no había que destruir la belleza y la inteligencia que su arte daba.
  Proseguí  sin entender la razón por la que  no se asustaba.  Empecé a hablarle, e incluso me identifiqué como el del supermercado, el de las redes que tanto humillaba. Mi Elena acostumbrada, desde principios de la Historia, a que por su belleza se pelearan, creo que decidió ser sumisa y esperar a que el capricho se pasara. No tenía necesidad de ser rebelde, sabía que cuando le quitase la venda de los ojos  empezaría a dominarme con la mirada de sus ojos de color avellana, de los de las Brujas de las Leyendas, los de  las  Diosas Romanas, de las que someten  con sus poderes femeninos, enloqueciendo a quienes las adoraban.
Le di otra vez de comer, esta vez algo más exótico, fresas para que pintase su boca antes de ser besada. Seguía sin decir nada, y yo más débil me sentía, mis monstruos se asomaban, llamaron a la puerta, ni contesté, su sonrisa me agobiaba, su belleza me empequeñecía y mi sexo al error me llevaba. Me di una ducha, pensé que no me confundiría con la siguiente maniobra utilizada. Cuando  volví a la habitación no se movía, en una momia egipcia se convirtió,  me asusté, la toque y se rió a carcajadas. Me puse de rodillas, a sus píes, adorándola,  y lloré como un niño cuando no gana. Empezó a quejarse con movimientos, pero de una forma que me daba seguridad de que no me iba a fallar si la soltaba. Sin pensar  deshice primero el lazo de los ojos,  me miró, y ya mandaba, luego quité las restantes lazadas, sin gritos ni escenas se sentó en la cama. Me acarició la cabeza, yo de rodillas continuaba, me la levantó,  me dio un beso con sus labios pintados de rojo, se dirigió a la puerta, la abrió, y sin mediar palabra, con sus andares arrogantes, se marchó sin cruzar la mirada.
 Giré la cabeza y aparecieron mis monstruos detrás de la puerta, locos de contentos por volver al hogar, más bien a la guarida donde nacieron cuando mi mente enfermó por la soledad llevada. Les di la bienvenida, era lo que tenía, con quienes hablaba, y resignado me tumbé en la misma cama a llorar desconsolado  hasta dormir de cansancio, estaba agotado y herido por  perder una sencilla batalla.
Al día siguiente volví  a mi monotonía, como si no hubiera pasado nada, mi plan no funcionó, no fui inteligente al no presentir que a un hombre LA BELLEZA le atrapa. Si una mujer hermosa ve la debilidad ante su  presencia,  ni el intelecto ni la voluntad  manda. Es simple: La Naturaleza domina, todo calla ante lo que brilla sin esfuerzo, ante lo que te hace desear, admirar y olvidar a los monstruos que te acompañan, a lo que  da pasión a una vida, que quizás esté un poco apagada.
 
                                                    VALENTINA
                                                                                                                             
 
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Foto del autor Sandra María Pérez Blázquez
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Descripción

Historia sobre la obsesión de un hombre por una mujer desconocida.

Palabras Clave: BELLEZA

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Relatos



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Elvia Gonzalez

una historia intensa, delicada en su trama porque en el fondo el realizo un secuestro, si bien ella domino su miedo, supero el obtaculo, supo salir airosa ante una situación que podría haber terminado en una tragedia. un buen escrito, con la adrenalina a flor de piel, grato leerte.
Responder
April 17, 2015
 

Sandra Mara Prez Bl�zquez

Muchísimas gracias!!! es mi preferido!!!
Responder
May 14, 2016

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busy