COMPASION POR: OSHO
Publicado en Sep 11, 2013
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El Florecimiento Supremo del Amor




Osho










Prólogo





 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 








Sabemos qué es la
pasión, de modo que no es muy difícil en­tender lo
que debe de ser la compasión. Pasión significa un estado de fiebre biológica
-tienes calor y estás casi poseído por energías biológicas, inconscientes-, y
ya no eres tu propio maestro, sino solo un esclavo.


Compasión
significa que has trascendido la biología, que has trascendido la fisiología.
Ya no eres un esclavo y te has converti­do en maestro. Ahora actúas
conscientemente. Las fuerzas in­conscientes ya no te dirigen, no tiran de ti ni
te empujan; eres ca­paz de decidir qué quieres hacer con tu energía. Eres
totalmente libre. Entonces, la misma energía que se convierte en pasión se
transforma en compasión.


La pasión es placer y la
compasión es amor. La pasión es deseo y la compasión es ausencia de deseo. La
pasión es avaricia y la compasión es compartir. La pasión quiere utilizar al
otro como si fuese un medio y la compasión respeta al otro como un fin en sí
mismo. La pasión te mantiene atado al suelo, al barro, y nunca te conviertes en
una flor de loto. La compasión te vuelve una flor de loto. Empiezas a ascender
sobre el lodazal de los deseos, la avaricia y el enfado. La compasión es una
transformación de tus energías.


Normalmente
estás dispersado, fragmentado. Parte de la energía está siendo absorbida por tu
enfado, otra parte está sien­do absorbida por tu avaricia, otra parte está
siendo absorbida por el placer y así sucesivamente. Y hay tantos deseos
rondándote que te quedas sin energía y te quedas descargado, vacío.


Recuerda
que William Blake -hay mucha sabiduría en esto- dice: «La energía es gozo».
Pero ya no te queda energía, toda tu energía se ha ido por el desagüe. En el
momento que de­jas de perder toda esa energía, esta empieza a rellenar tu lago
in­terno, tu ser interno, y te llenas. Surge en ti un profundo gozo. Cuando
empiezas a rebosar energía te conviertes en un buda y descubres una fuente
inagotable.


Y solo
cuando seas un buda podrás experimentar qué es la compasión. Es un amor fresco
-pero atención, no frío-, un amor fresco. Es un compartir tu alegría con toda
la existencia. Te conviertes en una bendición para ti mismo y para toda la exis­tencia.
Eso es la compasión. La pasión es una maldición, la com­pasión es una
bendición.










1. Compasión, Energía y
Deseo



buda vivió cuarenta años después de
iluminarse. Cuando se le acabaron todos los deseos y desapareció el ego, vivió
otros cuarenta años. Muchas veces le preguntaron: «¿Por qué sigues en el
cuerpo?». Cuando la tarea ha acabado deberías desaparecer. Y es lógico, ¿para
qué iba a quedarse Buda en el cuerpo durante más tiempo? Cuando ya no hay
deseos, ¿cómo es posible conti­nuar en el cuerpo?


Hay algo muy profundo que
comprender. Cuando el deseo de­saparece, permanece la energía que estaba
moviéndose en el deseo; esta no puede desaparecer. El deseo solo es una forma
de energía, por eso un deseo se puede convertir en otro deseo. El en­fado se
puede convertir en sexo, y el sexo puede convertirse en enfado. El sexo puede
convertirse en avaricia, por eso, siempre que te encuentres a una persona muy
avariciosa será menos se­xual. Si la persona es totalmente avariciosa, entonces
no será sexual en absoluto sino célibe, porque toda su energía se ha
transformado en avaricia. Y si te encuentras una persona muy se­xual, te darás
cuenta de que no es avariciosa porque ya no le que­da nada para la avaricia.
Una persona que reprime su sexualidad estará enfadada; el enfado
siempre estará a punto de saltar a la su­perficie. Podrás ver en sus ojos y en
su cara que siempre está en­fadado: toda la energía sexual se convierte en
rabia.


Por
eso vuestros llamados monjes y sadhus siempre están en­fadados. Reflejan
su enfado en la forma de caminar y en la forma de mirar. Su silencio solo está
a flor de piel, en cuanto les tocas se enfadan. El sexo se convierte en rabia.
Estas son las formas; y la vida es la energía.


¿Qué
ocurre cuando desaparecen todos los deseos? La ener­gía no puede desaparecer
porque es indestructible. Pregúntale a un físico, ellos también dicen que la
energía no se puede destruir. Cuando Gautama Buda se iluminó tenía de­terminada
energía. Esa energía se ha­bía ido trasformando en sexo, rabia, avaricia y
millones de formas más. Después, todas esas formas desapare­cieron y ¿qué fue
de esa energía? La energía no puede dejar de existir, cuando no hay deseos pasa
a no tener forma, pero sigue existiendo. ¿Entonces cuál es su propósito? Esa
energía se convierte en compasión.


No
puedes ser compasivo porque no tienes energía. Toda tu energía se divide y se
distribuye de diferentes formas, a veces como sexo, a veces como rabia, y a
veces como avaricia. La com­pasión no es una forma. Tu energía solo se
convierte en compa­sión cuando todos tus deseos desaparecen.


La
compasión no se puede cultivar. La compasión sucede cuan­do no tienes deseos;
entonces, toda tu energía se convierte en compasión. Y es un camino muy distinto.
El deseo tiene una motivación, una meta; la compasión no tiene motivos, no
tiene metas. Es simplemente energía rebosante.






LA COMPASIÓN ES EL AMOR MADURO


En lo
que respecta a los místicos de la
Antigüedad, el énfasis que puso Gautama Buda en la compasión
fue un fenómeno nuevo. Gautama Buda creó una línea de división histórica con el
pasa­do. Antes de él, bastaba con la meditación; nadie ponía énfasis en la
compasión además de en la meditación. El motivo es que la meditación trae
consigo la iluminación, tu florecimiento y la ex­presión absoluta de tu ser,
¿qué más necesitas? En lo que al indi­viduo se refiere, la iluminación es
suficiente. La grandeza de Buda consiste en introducir la compasión incluso
antes de em­pezar a meditar. Deberías ser más cariñoso, más bueno y más
compasivo.


Detrás
de esto hay una ciencia oculta. Si tienes un corazón lle­no de compasión,
existe una posibilidad de que tras meditar pue­das ayudar a los demás a
alcanzar la misma belleza, la misma altura y la misma celebración que has
alcanzado tú antes de iluminarte. Gautama Buda hace que la iluminación se pueda
contagiar.


Pero
si la persona siente que ha vuelto a casa, ¿para qué mo­lestarse por los demás?
Por primera vez, Buda hace que la ilumi­nación no sea egoísta; lo convierte en
una responsabilidad social. En perspectiva esto supone un gran cambio. Pero la
compasión se debería aprender antes de llegar a la iluminación. Si esto no ha
sucedido antes, después de la iluminación ya no queda nada más que aprender.
Cuando alcanzas tal éxtasis, incluso la compasión parece estar impidiendo tu felicidad; es una
especie de interfe­rencia en tu éxtasis. Por ese motivo ha habido cientos de
ilumi­nados, pero muy pocos maestros.


Estar iluminado no significa
necesariamente que vayas a con­vertirte en un maestro. Convertirse en un
maestro quiere decir que tienes una extraordinaria compasión y que sientes
vergüen­za de ir solo a esos bellos espacios que la iluminación proporcio­na.
Quieres ayudar a los que están ciegos, a los que están en la os­curidad
buscando su camino a tientas. Ayudarles se convierte en una alegría y no en una
interferencia. De hecho, cuando ves a tanta gente florecer a tu alrededor, tu
éxtasis se enriquece; no eres un árbol solitario que ha florecido en un bosque
en el que no florece ningún otro árbol. Cuando todo el bosque florece con­tigo,
la felicidad se multiplica; has empleado tu iluminación para revolucionar el
mundo.


Gautama Buda no solo estaba
iluminado, sino que fue un re­volucionario iluminado. Su preocupación por el
mundo y por la gente era inmensa. Enseñaba a sus discípulos a no retener el si­lencio,
la serenidad y la profunda felicidad que bulle en tu inte­rior cuando meditas,
y a dársela al resto del mundo. No te preo­cupes, porque cuanto más das, más
posibilidades tendrás de recibir. El gesto de dar tiene una enorme importancia
una vez sa­bes que dar no te va a restar nada, sino todo lo contrario, porque
va a multiplicar tus experiencias. Pero alguien que nunca ha te­nido compasión
no conoce el secreto de dar, no conoce el secre­to de compartir.


Ocurrió
una vez que uno de los discípulos de Buda, un seglar -no era sannyasin pero
era muy devoto de Gautama Buda- dijo: «Yo lo haré... pero solamente con una
excepción. Voy a dar mi felicidad, mi meditación y todos mis tesoros internos a
todo el mundo,
excepto a mi vecino, porque es un hombre realmente perverso».


Los
vecinos son siempre los enemigos. Gautama Buda le dijo: «Entonces olvídate del
mundo y dáselo a tu vecino nada más».


El hombre no
entendía nada: «¿Qué estás diciendo?».


Buda
respondió: «Solamente si eres capaz de dárselo a tu ve­cino serás libre de esta
actitud antagonista hacia el ser humano».


Compasión
quiere decir básicamente aceptar los fallos y las debilidades de los demás, sin
esperar que se comporten como si fuesen dio­ses. Sería una expectativa cruel,
por­que no podrán comportarse como dio­ses, y no solo perderán tu estima sino
que perderán también el respeto hacia sí mismos. Les has herido gravemente
dañando su dignidad.


Uno de
los principios de la com­pasión es dignificar a todo el mundo, hacer que todo
el mundo se dé cuenta de que lo que te ha sucedido a ti puede sucederle a
ellos; nadie es un caso per­dido, todo el mundo es digno de ello, la
iluminación no es algo que debas merecer sino tu naturaleza misma.


Pero
estas palabras deberían provenir de un iluminado, solo así pueden crear
confianza. Estas palabras no pueden crear con­fianza si provienen de discípulos
no iluminados. La palabra, ha­blada por un iluminado, empieza a respirar,
comienza a tener un latido propio. Cobra vida y va directamente a tu corazón,
no es una gimnasia intelectual. Pero con el discípulo es otra cuestión.


Él
mismo no está seguro de lo que está diciendo o está escribien­do. Él mismo
tiene tanta incertidumbre como tú.


Gautama
Buda es uno de los hitos en la evolución de la con­ciencia; su contribución es
enorme, inconmensurable. La idea de la compasión es lo esencial en su
contribución. Pero debes re­cordar que ser compasivo no te eleva más, si no, lo
estarás echan­do todo a perder. Se convertirá en una pretensión del ego. Re­cuerda
que el ser compasivo no puede humillar a la otra persona, de lo contrario, no
estarás siendo compasivo; detrás de las pala­bras estarás disfrutando de su
humillación.


Hay
que comprender la compasión, porque es el amor madu­ro. El amor corriente es
muy infantil; un divertido juego para adolescentes. Cuanto antes salgas de él,
mejor, porque tu amor es una fuerza biológica ciega y no tiene nada que ver con
tu creci­miento espiritual; por eso todas las historias de amor cambian de un
modo extraño, se vuelven muy amargas. Algo que te resulta­ba tan atractivo,
emocionante y provocador, algo por lo que po­días haber muerto... ahora también
podrías morir, pero no por eso, ¡sino para librarte de ello!


El
amor es una fuerza ciega. Los únicos amantes que tienen éxito son los que nunca
consiguieron a sus amados. Todas las grandes historias de amor... Laila y
Majnu, Shiri y Farhad, Soni y Mahival, son las tres grandes historias de amor
orientales com­parables a Romeo y Julieta. Pero todos estos grandes amantes
podrían formar un grupo. La sociedad, los parientes y todo lo de­más se
convirtieron en un impedimento. Y creo que seguramen­te fue mejor así. En
cuanto los amantes se casan ya no queda his­toria de amor.


Majnu
tuvo suerte de no conseguir a Laila. ¿Qué sucede cuan­do dos fuerzas ciegas se
juntan? Como ambas son ciegas e inconscientes, el resultado no puede tener
demasiada armonía. El resultado solo puede ser un campo de batalla de la
dominación, la humillación, y todo tipo de conflictos.


Pero
cuando la pasión está alerta y despierta, toda la energía del amor alcanza un
gran refinamiento y se convierte en com­pasión. El amor siempre va dirigido a
otra persona y su deseo más profundo es poseer a esa persona. Lo mismo ocurre
en el lado contrario, y esto se convierte en un infierno para las dos personas.


La
compasión no va dirigida a na­die. No es una relación sino simple­mente tu
propio ser. Disfrutas siendo compasivo con los árboles, los pája­ros, los
animales, los seres humanos, y con todo el mundo, incondicional-mente, sin
pedir nada a cambio. La compasión es libertad de la ciega bio­logía.


Antes
de iluminarte deberías estar atento a no reprimir tu energía de amor. Eso es lo
que han estado ha­ciendo las viejas religiones: enseñarte a condenar las
expresio­nes biológicas de tu amor. De manera que reprimes tu energía de amor,
¡y esa es la energía que se puede transformar en com­pasión!


Con el
rechazo no hay ninguna posibilidad de transforma­ción. Por eso vuestros santos
no tienen compasión; en sus ojos no verás compasión. Son huesos absolutamente
secos, no tienen sustancia alguna. Vivir con un santo durante veinticuatro
horas es suficiente para experimentar el infierno. Seguramente, la gente se da
cuenta de este hecho y, por eso, después de tocarle los pies salen corriendo
inmediatamente.


Uno de los grandes
filósofos de nuestra época, Bertrand Rus-sell, declaró enfáticamente: «Si hay
un cielo y un infierno, yo quiero ir al infierno». ¿Por qué? Simplemente para
no estar con los santos, porque el cielo debe de estar lleno de esos santos
muertos, aburridos y polvorientos. Y Bertrand Russell piensa: «No toleraría su
compañía ni siquiera un minuto. ¿¡Imaginarme pasar toda una eternidad rodeado
para siempre de cadáveres que no conocen el amor, que no conocen la amistad y
que nun­ca van de vacaciones...!?».


Un santo es santo
los siete días de la semana. No le está permitido divertirse como un ser humano
ni siquiera un día, aunque solo sea el domingo. No, permanece rígido y su
rigidez sigue au­mentando a medida que pasa el tiempo. Comprendo la elección de
Ber­trand Russell de ir al infierno porque entiendo lo que quiere decir. Está
di­ciendo que en el infierno te encuen­tras a las personas más divertidas del
mundo: los poetas, los pin­tores, los espíritus rebeldes, los científicos, la
gente creativa, los bailarines, los actores, los cantantes o los músicos. ¡El
infierno debe de ser realmente un cielo porque el cielo no es más que un
infierno!


Las
cosas han ido muy mal por una razón fundamental, y es que se ha reprimido la
energía de amor. La contribución de Gautama Buda es: «No reprimas tu energía de
amor. Retínala y usa la meditación para refinarla». Así, paralelamente, y a
medida que crece la meditación, esta va refinando tu energía de amor y la
convierte en compasión. Entonces, antes de que tu me­ditación alcance su punto
culminante y explote en una hermosa experiencia de iluminación, la compasión
estará muy cerca. Para la persona iluminada será posible dejar que su energía
flu­ya -y ahora tiene toda la energía del mundo- a través de las raíces de la
compasión hacia cualquier persona que esté lista para recibirla. Solamente este
tipo de personas se convierten en maestros.


Iluminarse
es sencillo pero convertirse en un maestro es un fenómeno muy complejo, porque
es preciso que haya meditación y compasión. La meditación es fácil, la
compasión también es fá­cil; pero las dos juntas, creciendo simultáneamente, es
un asun­to más complejo.


Las
personas que se iluminan y no comparten su experiencia porque no sienten
compasión, no contribuyen a la evolución de la conciencia sobre la tierra. No
elevan el nivel de la comunidad. Solamente los maestros han sido capaces de
elevar la conciencia. No importa lo pequeña que sea tu conciencia, el mérito es
de los pocos maestros que, incluso después de la iluminación, han con­seguido
seguir siendo compasivos.


No te va a resultar fácil
comprenderlo... la iluminación es tan absorbente que uno tiende a olvidarse del
resto del mundo. Uno está tan absolutamente satisfecho que no le queda espacio
para pensar en los millones de personas que están buscando la misma experiencia
a tientas, a sabiendas o no, correcta o incorrecta­mente. Pero es imposible
olvidarse de esas personas cuando la compasión sigue estando presente. De
hecho, en ese momento tienes algo que dar, algo que compartir.
Compartir es una gran alegría. Por medio de la compasión has llegado a saber,
poco a poco, que cuanto más compartes más tienes. Si también puedes compartir
tu iluminación, esta tendrá mayor riqueza, mayor vi­veza, mayor celebración y
muchas otras dimensiones.


La
iluminación puede ser unidimensional, como le ha ocurri­do a mucha gente. Eso
les satisface y desaparecen en la fuente universal. Pero la iluminación puede
ser multidimensional, pue­de producir muchas flores en el mundo. Y estás en
deuda con el mundo porque eres hijo de esta tierra.


Recuerdo
una frase de Zaratustra: «No traiciones nunca a la tierra. Incluso en tu mayor
gloria, no te olvides de la tierra, por­que es tu madre. Y no te olvides de la
gente. Pueden haberte en­torpecido el camino, pueden haber sido tus enemigos,
pueden haber intentado destruirte de todas las maneras; quizá ya te hayan
crucificado, apedreado o envenenado, pero no te olvides de ellos. Cualquier
cosa que te hayan hecho, lo han hecho de forma inconsciente. Si no les
perdonas, ¿quién les va a perdonar? Y tu perdón te enriquecerá inmensamente».



Ten
cuidado de no estar a favor de nada que vaya contra la compasión. La envidia,
la competencia o el esfuerzo por domi­nar... todas esas cosas van contra la
compasión. Y te darás cuen­ta inmediatamente porque tu compasión empezará a
tambalear­se. En cuanto sientas que tu compasión titubea, debes de estar
haciendo algo que va
contra ella. Puedes envenenar tu compa­sión con cosas estúpidas que
solamente te provocan ansiedad, angustia, lucha y el desgaste absoluto de una
vida enormemen­te valiosa.




Te voy a contar una bella
historia:



Juan
llegó a casa una hora antes que de costumbre y se encontró a su mujer desnuda
en la cama. Cuando le preguntó por qué, ella le explicó. «Estoy protestando
porque no tengo ropa bonita para ponerme.»



Juan
abrió el armario. «Eso es ridículo -dijo-, mira aquí dentro. Tienes un vestido
amarillo, un vestido rojo, un vestido estampado, un traje de chaqueta y
pantalón, un... ¡Hola, Paco! -y siguió diciendo-, un vestido verde...»



¡Eso es compasión! Compasión
hacia su mujer y compasión hacia Paco. No hay celos ni pelea, simplemente:
«¡Hola, Paco! ¿Qué tal?», y sigue con lo suyo. Ni siquiera le pregunta: «¿Qué
es­tás haciendo en mi armario?».



La
compasión es muy comprensiva. Es la comprensión más refinada que puede tener el
ser humano.



A un
hombre compasivo no deberían importunarle los peque­ños detalles de la vida que
suceden continuamente. Solo así, de forma indirecta, estás ayudando a que tus
energías compasivas se acumulen, se cristalicen, se fortalezcan y sigan
aumentan­do con tu meditación. Así cuando llegue el momento dichoso, cuando
estés lleno de luz, al menos tendrás un compañero, la compasión. A partir de
ahí tendrás un nuevo estilo de vida... por­que ahora es tanto lo que tienes que
puedes bendecir al mundo entero.


Aunque
Gautama Buda siempre insistió en no hacerla, final­mente tuvo que hacer una
división o una clasificación de sus dis­cípulos. A una categoría le da el
nombre de arhatas: son los ilu­minados, pero sin compasión. Han empleado
toda su energía en la meditación pero no han escuchado lo que Buda había dicho
acerca de la compasión. A los otros ios llama bodhisattvas: son los que han
escuchado su mensaje sobre la compasión. Están ilu­minados con compasión, de
forma que no tienen prisa por llegar a la otra orilla; quieren quedarse en esta
orilla pasando todo tipo de dificultades para ayudar a la gente. Su barco ya ha
llegado, quizá el capitán esté diciendo: «No pierdas el tiempo, ha llega­do la
llamada de la otra orilla que has estado buscando toda tu vida». Pero convencen
al capitán para que espere un poco y po­der así compartir su alegría, su
sabiduría, su luz y su amor con todas las personas que están buscando lo mismo.
En su interior, esto se convertirá en un sentimiento de confianza: «Sí,
efectiva­mente hay otra orilla, y cuando estés listo vendrá el barco para
llevarte hasta allí. Hay una orilla de inmortales, una orilla donde no existe
la desdicha, y donde la vida es simplemente una canción y una danza del
momento. Pero, antes de dejar el mundo déjame darle a estas personas algo para
que al menos lo puedan saborear».


Los
maestros han intentado aferrarse a algo de todas las for­mas posibles para no
ser arrastrados hasta la otra orilla. Según Buda, lo mejor es la compasión,
porque la compasión, si se ana­liza en profundidad, también es un deseo. La
idea de ayudar a los demás también es un deseo, siempre que tengas ese deseo no
podrás ser transportado a la otra orilla. Es un hilo muy fino que te mantiene
unido al mundo. Todo se rompe, todas las cade­nas... excepto un fino hilo de
amor. Pero Buda hacía énfasis en aferrarse en todo lo posible a ese fino hilo,
ayudar a toda la gente que sea posible. Es la única forma de elevar la
conciencia del mundo que te ha dado la vida, que te ha dado la oportunidad de
iluminarte.


Ahora
es el momento de devolverle algo, aunque no puedas devolver todo lo que la vida
te ha dado; de dar algo en agradeci­miento, aunque solo sean dos flores.






LA MEDITACIÓN ES LA FLOR Y LA COMPASIÓN ES SU
FRAGANCIA



La
meditación es la flor y la compasión es su fragancia.


Ocurre
exactamente así. La flor florece y la fragancia se espar­ce por el viento en
todas las direcciones para ser transportada hasta los confines del mundo. Pero
lo más importante es el flore­cimiento de la flor.


El
hombre también tiene un po­tencial de florecimiento. Hasta que el ser interno
del hombre florezca, no será posible la fragancia de la com­pasión. La
compasión no se puede practicar, no es una disciplina ni pue­des dirigirla.
Está más allá de ti. Si meditas, un día, súbitamente te darás cuenta de un
nuevo fenómeno, algo absolutamente extraño que sale de tu ser, es la compasión
que fluye hacia toda la existencia. Va hasta los mismos confines de la
existencia sin encami­narla, sin dirigirla.


Sin la
meditación, la energía sigue siendo pasión; con la medi­tación, la misma
energía se convierte en compasión. La pasión y la compasión no son dos
energías, sino una y la misma. Cuando esa energía pasa a través de la
meditación se transforma, se trans­figura y adquiere una cualidad diferente. La
pasión se dirige hacia abajo, la compasión se dirige hacia arriba; la pasión se
mueve a través del deseo, la compasión se mueve a través de la ausencia de
deseos; la pasión es un entretenimiento para que olvides la desdicha en la que
vives, la compasión es una celebración y una danza de realización, de
satisfacción... estás tan satisfecho que puedes compartir. Ahora ya no queda
nada; has alcanzado el destino que lle­vabas dentro de ti como un potencial o
un brote sin florecer desde hace milenios. Ahora ha florecido y está bailando.
Lo has conse­guido, estás satisfecho y ya no tienes que conseguir nada más, no
tienes que ir a ninguna parte, no tienes que hacer nada.


¿Y qué
sucederá ahora con la energía? Empezarás a compartir. La misma energía que se movía
por las capas oscuras de la pasión ahora se dirige hacia arriba con rayos
luminosos; no está conta­minada por ningún deseo ni por ningún
condicionamiento. No está corrompida por ninguna motivación, por eso la llamo
fra­gancia. La flor es limitada, pero la fragancia no. La flor tiene
limitaciones, porque en alguna parte está enraizada en las atadu­ras, pero la
fragancia no tiene ataduras. Simplemente se mueve, va por el viento; no tiene
amarres en la tierra.


La
meditación es una flor, tiene raíces y existe dentro de ti. La compasión,
cuando sucede, no está arraigada sino que se va mo­viendo. Buda desapareció
pero su compasión no. La ñor tarde o temprano morirá -es parte de la tierra y
el polvo vuelve a ser polvo- pero la fragancia que ha liberado se quedará para
siem­pre jamás. Buda ha desaparecido y Jesús ha desaparecido, pero su fragancia
no. Su compasión sigue estando, y cualquiera que esté receptivo a su compasión
sentirá su impacto inmediatamente, le afectará y le iniciará en un nuevo viaje,
una nueva peregrinación.


La
compasión no se limita a la flor; aunque proviene de la flor, no es la flor.
Llega a través de la flor, pero la flor solamente es un canal; en realidad,
viene del más allá. Sin la flor no puede existir -la flor es un estadio
necesario-, pero no pertenece a la flor. En cuanto la flor florece, libera su
fragancia.


Hay
que comprender profundamente esta insistencia, este én­fasis, porque puedes
empezar a practicar la compasión pero, si no lo comprendes, no se tratará de la
auténtica fragancia. Una com­pasión practicada es sencillamente la misma pasión
con otro nombre. Es el mismo deseo contaminado, la motivación corrom­pida y
puede ser muy peligrosa para los demás, porque en nombre de la compasión puedes
destruir, en nombre de la compasión puedes crear ataduras. No se trata de
compasión y si la practicas estarás siendo artificial y convencional; en el
fondo, un hipócrita.


Lo
primero que debes recordar es que la compasión no se puede practi­car. En esto
han fallado los seguidores de todos los grandes maestros religio­sos. Buda
alcanzó la compasión a través de la meditación, y ahora los budistas continúan
practicando la compasión. Jesús alcanzó la compasión a través de la meditación
y ahora los católicos, los misioneros católicos, continúan practicando el amor,
la compasión, el servicio a la humanidad, pero su compasión ha demostrado ser
muy


destructiva para el
mundo. Su compasión solo ha originado gue­rras y ha destruido a millones de
personas que han acabado en profundas prisiones.


La
compasión te libera y te da libertad, pero solo puede llegar a través de la
meditación, no hay otra forma. Buda dijo que la compasión es un resultado, una
consecuencia. No puedes lograr la consecuencia directamente, sino que debes
hacer algo; tienes que provocar la causa para que le siga el efecto. Si
realmente quieres
entender qué es la compasión debes entender qué es la meditación. Olvídate de
la compasión, porque llega espontánea­mente.


Intenta
comprender qué es la meditación. La compasión pue­de convertirse en el criterio
que define si la meditación ha sido correcta o no. Si la meditación ha sido
correcta, tenderá a haber compasión; eso es lo natural, ya que la sigue como si
fuera su sombra. Si la meditación no ha sido correcta entonces no habrá
compasión. La compasión puede por tanto actuar como un crite­rio para saber si
la meditación ha sido realmente correcta o no. Y puede ser que la meditación
esté mal. Las personas tienen la idea equivocada de que todas las meditaciones
son correctas, pero no es así. Las meditaciones pueden estar mal. Por ejemplo,
una me­ditación que te conduce a una concentración profunda no es correcta, y
no acabará en compasión. En vez de ir abriéndote, te irás cerrando cada vez
más. Si vas reduciendo tu conciencia, concentrándote en algo y excluyendo al
resto de la existencia, si te centras solamente en una cosa, cada vez habrá más
tensión den­tro de ti. De ahí la palabra «atención». Significa «entensión». Con­centración,
el mismo sonido de la palabra ya crea una sensación de tensión.


La concentración
tiene su utilidad pero no es meditación. Necesitas concentración para el
trabajo científico, para la inves­tigación o en un laboratorio científico.
Tienes que concentrarte en un problema y excluir todo lo demás, hasta el punto
de que casi te olvidas del resto del mundo. Tu mundo es el problema en el que
estás concentrándote. Por eso los científicos son tan des­pistados. Las
personas que se concentran demasiado suelen vol­verse despistadas, porque no
saben mantenerse abiertas al mundo.


Estaba
leyendo una anécdota:


-He
comprado una rana -dijo el profesor de zoología rebo­sante de alegría a su
clase-, recién sacada de la charca, para que podamos estudiar su apariencia
externa y luego diseccionarla.


Desenvolvió
cuidadosamente el paquete que llevaba y dentro había un sándwich. El buen
profesor lo miró asombrado.


-¡Qué
extraño! -dijo-, recuerdo perfectamente haberme tomado el almuerzo.


Esto
les sucede constantemente a los científicos. Se centran en algo, y su mente se
estrecha. Por supuesto, una mente estrecha tie­ne su utilidad: se vuelve más
penetrante, es como una afilada agu­ja que da justo en la diana, pero se pierde
la gran vida que la rodea.


Un
buda no es un hombre de concentración, sino un hombre de conocimiento. No ha
intentado estrechar su conciencia, al contrario, ha intentado eliminar todas
las barreras para estar to­talmente abierto a la existencia. Observa... la
existencia es simul-tánea. Estoy hablando aquí y a la vez está sonando el ruido
del tráfico, el tren, los pájaros, el viento que sopla en los árboles, y en
este momento converge toda la existencia. Tú me escuchas, yo te hablo, y a la
vez están sucediendo millones de cosas; la existencia es inmensamente rica.


La
concentración te centra en una cosa pero pagas un precio muy alto: se descarta
el noventa y nueve por ciento restante de la vida. Cuando estás resolviendo un
problema de matemáticas no puedes escuchar a los pájaros porque se convertirían
en una dis­tracción. Los niños que juegan alrededor y los perros que ladran en
la calle son una distracción. Gracias a la concentración la gen­te ha intentado
escapar de la vida; ir al Himalaya, a una cueva, permanecer aislado para así
poder concentrarse en Dios. Pero Dios no es un objeto. Dios es la existencia al
completo, es este momento; Dios es la totalidad. Por eso, la ciencia jamás será
ca­paz de conocer la divinidad. El método científico en sí es la con­centración,
y a causa de ese método la ciencia nunca podrá cono­cer lo divino.


Sin
embargo, sí puede conocer el detalle más mínimo. En un principio, se creía que
la molécula era la partícu­la más pequeña, pero después la divi­dieron.
Entonces se descubrió que había una parte aún más pequeña, el átomo. Después,
los métodos de concentración también lo dividieron. Ahora hay electrones,
protones, neu­trones y, antes o después, estos tam­bién se dividirán. La
ciencia va de lo pequeño a lo más pequeño, y lo más grande, lo vasto, se olvida
completa­mente. El todo se olvida comple­tamente a causa de la parte. La
ciencia nunca conocerá la divinidad, a causa de la concentración. Cuando la
gente viene y me pide: «Osho, enséñanos a concentrarnos, queremos conocer lo
divino», me sorprendo. No han comprendido lo más esencial de la búsqueda.


La
ciencia se enfoca en algo; su búsqueda es objetiva. La reli­giosidad es
simultaneidad, el objeto de la búsqueda es el todo, la totalidad. Para conocer
la totalidad debes tener una conciencia que esté abierta por todos los lados y
no esté limitada, que no mire desde una ventana, si no, el marco de la ventana se convertirá en el
marco de la existencia. La meditación es estar sencillamente bajo el sol al
cielo raso. La meditación no tiene marcos, no es una ventana ni una puerta. La
meditación no es concentración ni atención, la meditación es conciencia.


Entonces,
¿qué podemos hacer? Repetir un mantra o hacer meditación trascendental no nos
va a servir. En Estados Unidos, la meditación trascendental ha cobrado tanta
importancia por su enfoque objetivo y su mente científica. Es la única
meditación sobre la que se puede hacer una investigación científica. Se trata
de concentración y no de meditación, por eso es comprensible para la mente
científica. En las universidades, en los laboratorios y en los trabajos de
investigación psicológica se ha investigado mucho sobre la meditación
trascendental, porque no es medita­ción. Se trata de concentración, es
un método de concentración y se encuentra en la misma categoría de la
concentración cientí­fica porque entre ambas hay nexos de unión. Pero no tiene
nada que ver con la meditación. La meditación es tan amplia, tan in­mensamente
infinita, que no es posible la investigación científi­ca. Solo la compasión
podrá demostrar si una persona lo ha con­seguido o no. Las ondas alfa no serán
de gran ayuda porque siguen estando en la mente, y la meditación no es de la
mente sino del más allá.


Permíteme
que te diga algunas cosas fundamentales. Prime­ro, que la meditación no es
concentración sino relajación; sim­plemente te relajas en ti mismo. Cuanto más
te relajas, más abierto te sientes, y más vulnerable. Estás menos rígido, más
fle­xible y, de repente, la existencia empieza a penetrarte. Ya no eres como
una piedra sino que tienes ranuras. Relajación significa de­jarte llevar a un
estado en el que no haces nada, porque si haces algo, seguirá habiendo tensión.
Es un estado de no acción. Sim­plemente te relajas y disfrutas de la sensación
de relajación. Re­lájate, cierra los ojos y escucha todo lo que ocurre a tu
alrededor. No sientas que algo te está distrayendo; en el momento que sien­tes
que algo te distrae, estás negando lo divino. Ahora ha llegado hasta ti como si
fuese un pájaro. ¡No lo rechaces! En el momen­to siguiente puede hacerlo en
forma de un perro que ladra, un niño que llora y grita o un loco que se ríe. No
lo niegues, no lo rechaces.


Acéptalo, porque
cada vez que re­chazas algo te estás tensando. Todas las negaciones provocan
tensión. Acepta. Si quieres relajarte, el cami­no es la aceptación. Acepta todo
lo que esté sucediendo a tu alrededor; deja que sea un todo orgánico. Aun­que
no lo sepas, todo está interrela-cionado. Esos pájaros, esos árboles, ese
cielo, este sol, esta tierra, tú, yo... todo está relacionado. Es una unidad
orgánica. Si desaparece el sol, desa­parecerán los árboles y los pájaros; si
desaparecen los pájaros y los árboles, desaparecerás tú; no seguirás
existiendo. Esto es la ecología. Todo está íntimamente relacionado con lo
demás. De manera que no niegues nada, porque en el momento que niegas, estás
negando algo tuyo. Si niegas a esos pájaros que cantan, estás ne­gando algo de
ti.


Cuando
niegas, cuando rechazas, cuando estás distraído o en­fadado, estás rechazando
algo tuyo. Escucha de nuevo a los pájaros sin ninguna sensación de distracción
ni de enfado, y súbita­mente verás que el pájaro que hay en tu interior
responde. En­tonces, esos pájaros no son extraños o intrusos, sino que toda la
existencia se vuelve una familia. Lo es; la persona que ha llegado a comprender
que toda la existencia es una familia es la que yo llamo religiosa. Quizá no
vaya a la iglesia, ni rinda culto en nin­gún templo o rece en una mezquita o
santuario, pero eso no im­porta, es irrelevante. Si lo haces está bien y si no
lo haces mejor. Pero quien ha entendido la unidad orgánica de la existencia
está constantemente en el templo frente a lo sagrado y lo divino.


Si estás repitiendo algún
estúpido mantra, creerás que los pá­jaros son tontos. Si estás repitiendo algún
disparate dentro de ti o pensando en alguna trivialidad -puedes llamarlo
filosofía o re­ligión- entonces los pájaros serán una distracción. Sus sonidos
son divinos. No dicen nada, simplemente burbujean de deleite. Su canción no
tiene ningún sentido; es solo energía desbordan­te. Quieren compartirla con la
existencia, con los árboles, con las flores y contigo. No tienen nada que
decir, solo están ahí siendo ellos mismos.


Cuando
te relajas, aceptas; la aceptación de la existencia es la única manera de
relajarse. Si te molestan las pequeñas cosas, en­tonces es que te molesta tu
actitud. Siéntate en silencio, escucha todo lo que está ocurriendo a tu
alrededor y relájate. Acepta, re­lájate y de pronto sentirás una inmensa
energía que nace den­tro de ti. Primero, sentirás esa energía como si tu
respiración se volviera más profunda. Normalmente tu respiración es muy su­perficial
y, a veces, cuando intentas respirar profundamente o empiezas a hacer
ejercicios de yoga con tu respiración, estás haciendo un esfuerzo. Este
esfuerzo no es necesario. Sencilla­mente acepta la vida, relájate y de repente
sentirás que tu respiración se vuelve más profunda. Relájate más y la
respiración será aún más profunda. Se vuelve lenta, rítmica, casi la puedes
disfru­tar y proporciona cierto deleite. Después te darás cuenta de que la
respiración es el puente entre tú y la totalidad.


Observa
sin más y no hagas nada. Y cuando digo, observa, no intentes observar,
de lo contrario estarás tenso y empezarás a concentrarte en la respiración.
Relájate y nada más, sigue relaja­do, suelto, y observa... porque ¿qué más
puedes hacer? Estás ahí, no hay nada que hacer, nada que aceptar, nada que
negar o re­chazar, no hay lucha ni pelea, no hay conflicto, la respiración se
va haciendo profunda, ¿qué puedes hacer? Simplemente observar. Recuerda,
observa sin más. No hagas un esfuerzo para obser­var. Esto es lo que Buda ha
llamado vipassana: la observación de la respiración, atención a la
respiración o satipatthana: recordar, estar
alerta de la energía vital que se mueve con la respiración. No intentes
respirar profundamente, no intentes inhalar o exha­lar, no hagas nada. Relájate
simplemente dejando que la respira­ción fluya naturalmente -entrando y saliendo
por su cuenta-, y tendrás muchas cosas al alcance de la mano.


La
primera es que la respiración se puede entender de dos for­mas diferentes,
porque es un puente. Una parte está unida a ti y la otra está unida a la
existencia. Por eso se puede entender de dos maneras. Puedes tomarlo por un
acto voluntario. Si quieres in­halar profundamente, inhalas profundamente; si
quieres exhalar profundamente, puedes exhalar profundamente. Puedes interve­nir
en ella. Una parte está unida a ti, pero si no haces nada, la res­piración
continúa de todas formas. No es necesario que hagas nada; continúa. También es
involuntaria.


La
otra parte está unida a la existencia misma. Puedes pensar en ella como si la
estuvieses tomando, respirando, o puedes pensar justo lo contrario, como si te
estuviese respirando. Y hay que entender esta otra forma porque te llevará a
una profunda relaja­ción. No es que estés respirando, sino que la existencia te
está respirando. Es un cambio de la gestalt y sucede
espontáneamen­te. Si te sigues relajando, aceptándolo todo, aceptándote, poco a
poco, te darás cuenta de que tú no estás tomando esas respira­ciones sino que
están yendo y viniendo por su cuenta. Con tanta gracia, con tanta dignidad, con
tanto ritmo, con un ritmo tan ar­monioso. ¿Quién lo está haciendo? La
existencia está respirándo-te. Entra dentro de ti y sale de ti. A cada momento
te rejuvenece y vuelve a llenarte de vida.


De
pronto ves la respiración como un acontecer... y así es como debería crecer la
meditación. Puedes hacerlo en cualquier parte, incluso en medio de la calle,
porque ese ruido también es divino. Y si te sientas en silencio, podrás ver que
incluso en el rui­do de la calle hay cierta armonía. Ya no es una distracción.
Si es­tás en silencio puedes ver muchas cosas, enormes olas de energía
moviéndose por todas partes. Cuando lo aceptes, lo sentirás vayas donde vayas.


El
pájaro no es importante pero sentirás algo enormemente sublime, sentirás algo
sagrado, luminoso, misterioso. A tu alre­dedor se están produciendo milagros
constantemente, pero tú te los pierdes.


Cuando
la meditación se asienta en ti y sigues el ritmo de la existencia, la compasión
es una consecuencia. De repente sientes que estás enamorado de la totalidad y
que el otro ya no es el otro; tú también estás vivo en el otro. El árbol ya no
es simplemente «ese árbol»; de alguna manera está relacionado contigo. Todo
está interrelacionado. Tocas una hoja de hierba y has tocado to­das las
estrellas, porque todo está relacionado. No puede ser de otra manera. La
existencia es orgánica. Es una. Es una unidad.


Como
no estamos atentos no nos damos cuenta de lo que nos hacemos. Ocurre una cosa y
entonces empieza a suceder algo que nunca habrías pensado que estuviera
relacionado.


Precisamente
la otra noche estaba leyendo algo sobre el olfa­to. Este sentido, la capacidad
de oler, prácticamente ha desapare­cido para la humanidad pero en los animales
está muy desarro­llado. Un caballo puede oler a muchos kilómetros de distancia
y un perro puede oler más que un hombre. Solo por el olor, un perro sabe si
está viniendo su amo y después de muchos años el perro seguirá reconociendo el
olor de su amo. Sin embargo, el hombre se ha olvidado por completo.



¿Qué
le ha pasado al sentido del olfato de los seres humanos? ¿Qué calamidad ha
ocurrido? No parece haber ningún motivo para que se haya reprimido el sentido
del olfato. Conscientemen­te, ninguna cultura lo ha reprimido. Pero sí ha sido
reprimido. Se ha reprimido a causa del sexo. La humanidad vive con una se­xualidad
profundamente reprimida y el olfato está conectado con el sexo. Antes de hacer
el amor, el perro olfatea a su pareja y no hace el amor hasta que no huela una
profunda armonía entre los dos cuerpos. Cuando el olor encaja, sabe que los
cuerpos están en armonía, pueden llevarse bien y convertirse en una canción: la
unidad es posible incluso un solo instante.



Al
reprimirse el sexo en todas las partes del mundo, se ha re­primido también el sentido
del olfato. La palabra misma es un poco peyorativa. Si te dígo: «¿oyes?» o
«¿ves?», no te ofendes, pero si te digo «¿hueles?» tampoco deberías ofenderte
puesto que estás usando el mismo lenguaje. El olfato es una facultad, igual que
la vista o el oído. Cuando pregunto «¿hueles?» te ofendes porque has olvidado
que es una facultad y no un reproche.



Hay
una anécdota muy famosa de un pensador inglés, el doc­tor Johnson. Estaba
sentado en una diligencia y entró una seño­ra que le dijo: «Señor, ¡usted huele!».



Como
se trataba de un hombre de letras, un lingüista, le res­pondió: «No, señora.
Usted huele. ¡Yo apesto!».



El
olfato es una facultad. «Usted huele. Yo apesto.» Lingüísti­camente tiene
razón. Según la gramática debería ser así. Pero la palabra se ha vuelto
peyorativa. ¿Qué ha ocurrido con el olfato? En cuanto reprimes la sexualidad,
reprimes también el sentido del olfato. Este sentido está completamente
lisiado, y cuando da­ñas un sentido dañas también una parte de la mente. Si
tienes cinco sentidos, la mente tendrá las cinco partes correspondien­tes. Una
quinta parte de la mente está dañada y no lo sabemos. Eso significa que está
dañada una quinta parte de la vida. Esto tiene enormes consecuencias. Si tocas
una pequeña cosa en al­gún lugar, provocas una reverberación en todas partes.



El
olfato se ha reprimido por la represión sexual, y tu respi­ración se ha vuelto
superficial a causa de la represión sexual, porque cuando respiras
profundamente tu respiración masajea el centro sexual en tu interior. Muchos me
dicen: «Cuando res­piro hondo, me siento más sexual». Cuando haces el amor con
alguien tu respiración se vuelve más profunda, pero si mantie­nes una
respiración superficial no serás capaz de alcanzar el or­gasmo. Con la
represión de la sexualidad y de la respiración, las personas se han vuelto
incapaces de meditar.
¡Fíjate qué dispa­rate! Reprimiendo la
sexualidad, hemos reprimido la respira­ción; y la respiración es el único
puente que hay entre tú y el todo.



Gurdjieff tenía razón cuando decía que casi
todas las religio­nes se comportan de tal modo que parece que están en contra
de
Dios. Hablan de Dios pero parece que están en contra de la divi­nidad.
Su forma de comportarse va contra la divinidad.
Ahora que se ha
reprimido la respiración, se ha roto el puente. Solo puedes respirar
superficialmente, no puedes profundizar, y si no puedes profundizar en tu
interior no puedes profundizar en la existencia.


Buda convierte la
respiración en el fundamento. Una respira­ción profunda, relajada; ser
consciente de ella te proporciona un enorme silencio y relajación, poco a poco,
te fundes, te disuelves y desapareces. Ya no eres una isla se­parada sino que
empiezas a vibrar con el todo. Dejas de ser una nota suelta y pasas a formar
parte de toda esta sin­fonía. Surge la compasión.


La compasión solo surge cuando puedes ver que todo el mundo está re­lacionado
contigo. La compasión solo surge cuando tú formas parte del mundo y el mundo
forma parte de ti. Nadie está separado. Cuando desapa­rece la ilusión de la
separación, surge la compasión. La compa­sión no es una técnica.



En la
experiencia humana, la relación entre una madre y su hijo es lo más parecido a
la compasión. La gente lo llama amor, pero no debería llamarse amor. Es más
compasión que amor, por­que no hay pasión. El amor de una madre por su hijo es
lo más parecido a la compasión. ¿Por qué? Porque la madre ha sentido al niño
cuando estaba dentro de ella, y aunque el niño haya nacido y siga creciendo, la
madre sigue estando sutilmente acompasa­da con su hijo. Si el niño está enfermo
la madre se dará cuenta
aunque esté a muchos kilómetros de distancia. Quizá
no sepa qué ha ocurrido, pero empezará a sentirse deprimida: quizá no sepa que
su hijo está sufriendo, pero ella empezará a sufrir. Intentará racionalizar por
qué está sufriendo -su estómago no está bien, le duele !a cabeza o cualquier
otra cosa- pero actual­mente, la psicología profunda dice que la madre y el
hijo perma­necen unidos con ondas de energía sutil porque siguen vibrando en la
misma longitud de onda.



Entre
madre e hijo hay más telepatía que entre cualquier otro par de personas. Sucede
lo mismo con los gemelos; entre ellos hay mucha telepatía. En la Unión Soviética se
han hecho muchos experimentos sobre la telepatía, por supuesto no por motivos
reli­giosos sino porque estaban intentando descubrir si la telepa­tía se podía
usar como una técnica de guerra. Descubrieron que los gemelos tenían mucha
telepatía. Si un gemelo se resfría, el otro gemelo, a miles de kilómetros de
distancia, también se res­fría. Vibran con !a misma longitud de onda, les
afectan las mismas cosas. Es porque ambos han vivido en el mismo vientre
formando. parte del otro, han estado juntos en el vientre de la madre.


El
sentimiento de una madre hacia su hijo es más parecido a la compasión porque
siente que su hijo es suyo.


Estaba leyendo una
anécdota:


Durante
una inspección preliminar al campamento de los boy scouts, el director encontró
un paraguas escondido en el saco de dormir de un pequeño scout, que obviamente
no formaba parte de la lista de equipaje. El director llamó al chico para que
!e die­ra una explicación. El jovenzuelo lo hizo preguntándole: «Señor, ¿usted
no ha tenido una madre?».


Madre
quiere decir compasión, madre quiere decir sentir por los demás lo que uno
siente por sí mismo.

Cuando una persona medita profundamente y se ilumina, se convierte en
una madre. Buda es más parecido a una madre que a un padre. La asociación de
los cristianos con la palabra «padre» no es muy relevante ni hermosa. Llamar
«padre» a lo divino suena un poco machista. Si hay un Dios, solo puede ser una
madre y no un padre. «Padre» es algo muy institucional. El padre es una
institución.


En
la natu­raleza, el padre no existe como tal. Si le preguntas a un lingüista te
dirá que la palabra «tío» es más antigua que la palabra «pa­dre». Los tíos
existieron antes porque nadie sabía quién era el padre.



La
institución del padre entró en la vida del hombre cuan­do se estableció la
propiedad privada, cuando el matrimonio se convirtió en una forma de propiedad
privada. Es muy frágil y puede desaparecer cualquier día.
La
sociedad va cambiando y esta institución puede desaparecer como han
desaparecido mu­chas otras. Pero la madre permanecerá porque es natural.


En
Oriente hay muchas personas y tradiciones que han lla­mado madre a Dios. Su
enfoque es más relevante. Observa a Buda, su rostro recuerda más al rostro de
una mujer que al de un hombre. De hecho, por eso no se representa con barba o
bigote. Nunca verás un bigote o una barba en los rostros de Mahavira, Buda,
Krisna o Ram. No es que carezcan de las hormonas corres­pondientes -seguro que
tuvieron barba- pero no se les repre­senta con barba porque eso les daría una
apariencia mucho más masculina.


En
Oriente los hechos no nos preocupan demasiado; nos preo­cupa mucho más la
relevancia, el significado. Indudablemente, todas las estatuas de Buda que has
visto son falsas, pero eso en Oriente no nos preocupa. Es significativo porque
Buda se ha vuelto
más femenino, más mujer. Es un cambio del hemisferio izquierdo del cerebro al
hemisferio derecho del mismo, de lo masculino a lo femenino, el cambio de la
agresividad a la pasivi­dad, de lo positivo a lo negativo, del esfuerzo a la
ausencia de es­fuerzo. Buda es más femenino, más maternal. Si realmente te
conviertes en un meditador, poco a poco podrás ver muchos cambios en tu ser y
empezarás a sentirte más como una mujer que como un hombre, más agraciado, más
receptivo, no violento y cariñoso. Y la compasión surgirá continuamente de tu
ser; sim­plemente será una fragancia natural.


Normalmente,
lo que llamas compasión sigue ocultando tu pasión. Aunque a veces sientas pena
hacia la gente, observa, di­secciónala, profundiza más en tu sentimiento y en
algún lugar encontrarás que existe algún motivo. En el fondo, siempre hay algún
motivo incluso en los actos que creemos muy compasivos.


He oído contar esta
historia:


Luis
regresó a casa y se quedó desconcertado al encontrarse a su. mujer en los
brazos de otro hombre. Salió del cuarto chillando:


-Voy a
por mi pistola.


Su mujer corrió tras él a pesar
de estar desnuda, le sujetó y gritó:


-Necio,
¿por qué te alteras tanto? Mi amante es quien ha pa­gado los muebles nuevos y
mi ropa nueva. El dinero extra que te dije que había ganado con la costura,
todos los pequeños lujos que he podido comprar, ¡todo eso se lo debemos a él!


Pero
Luis se soltó de su mujer y siguió subiendo.


-¡Deja
la pistola, Luis! -gritó su mujer.


-¿Qué
pistola? -replicó Luis-. Voy a por una manta. Ese pobre se va a resfriar como
siga ahí tumbado desnudo.


Aunque sientas compasión -o
creas que la sientes, o finjas que la sientes- tendrás que profundizar y
analizarla y siempre encontrarás algún motivo. No es pura compasión. Y si no es
pura, no es compasión. La pureza es un ingrediente básico en la com­pasión, si
no, se tratará de otra cosa, será algún tipo de forma­lismo. Hemos aprendido a
ser formales: cómo comportarte con tu mujer, con tu marido, con tus hijos, con
tus amigos, con tu familia. Lo hemos aprendido todo. La compasión no es algo
que se pueda aprender. Cuando hayas desaprendido todos los forma­lismos, la
etiqueta y las buenas costumbres, nacerá en ti la com­pasión. La compasión es
salvaje; no huele a etiqueta ni a forma­lismo. Comparadas con ella, todas esas
cosas están muertas. Está muy viva y es una llama de amor.


En el
duodécimo agujero de una competición de golf muy reñida, los campos daban a la
autopista, y mientras los señores Martín y Blanco se aproximaban al campo,
vieron cómo avanzaba por la carretera la procesión de un funeral.


En
esto, Martín se detuvo, se quitó el sombrero, lo puso sobre su corazón e
inclinó la cabeza hasta que la procesión hubo desa­parecido tras la curva.


Blanco
estaba asombrado y cuando Martín volvió a ponerse el sombrero le dijo:


-Eso
ha sido muy respetuoso y delicado por tu parte, Martín.


-Bueno
-dijo Martín-, no podía hacer menos. Al fin y al cabo, he estado casado con esa
mujer durante veinte años.


La
vida se ha vuelto artificial y formal, porque tienes que hacer determinadas
cosas. Por supuesto, realizas tus tareas con desgana por eso es normal que te
pierdas gran parte de la vida, porque la vida solo es posible cuando estás
vivo, intensamente vivo. Si tu llama ha sido cubierta con formalismos, tareas y reglas que tie­nes
que satisfacer con desgana, solo puedes ir arrastrándote. Po­drás arrastrarte
cómodamente, tu vida puede ser una vida llena de comodidades, pero no estará
realmente viva.


Una
vida realmente viva es, en algún sentido, caótica. Digo en algún sentido porque
ese caos tiene su propia disciplina. No tie­ne reglas porque no las necesita.
Intrínsecamente posee la regla más básica y no necesita reglas externas.


Ahora un cuento
zen:


Un día
de invierno, un samurai llegó al templo de Eisai y suplicó:


-Soy
pobre y estoy enfermo -dijo-, y mi familia se está muriendo de hambre. Por
favor, maestro, ayúdanos.


La
vida de Eisai era muy austera ya que dependía de la limos­na de las viudas, y
no tenía nada para darle. Estaba a punto de des­pedir al samurai cuando recordó
que en la sala había una imagen de Yakushi-Buda. Subiéndose a la imagen, le
arrancó la corona y se la dio al samurai.


-Véndela
-dijo Eisai-. Te servirá para salir del apuro.


Perplejo,
el desesperado samurai la cogió y se marchó.


-¡Maestro!
-exclamó uno de los discípulos de Eisai-. ¡Eso es un sacrilegio! ¿Cómo has
podido hacer algo así?


-¿Sacrilegio?
¡Bah! Por así decirlo, solamente le he dado una utilidad a la mente de Buda que
está llena de amor y misericor­dia. Él mismo se habría cortado una extremidad
si hubiese oído a ese pobre samurái.


Es una historia muy sencilla pero
muy significativa. En pri­mer lugar, incluso cuando no tengas nada para dar,
vuelve a mirar. Siempre podrás encontrar algo. Incluso cuando no tienes nada
para dar, siempre puedes encontrar algo. Es una cuestión de actitud. Si no
puedes dar nada, al menos puedes sonreír; si no puedes dar nada, al menos
puedes sentarte con la perso­na y cogerle la mano. No es cuestión de dar algo
sino cuestión de dar.


Eisai
era un monje pobre como todos los monjes budistas. Su vida era austera y no
tenía nada para dar. Normalmente, sería un sacrilegio quitarle la corona a la
estatua de Buda para dársela a alguien. No se le pasaría por la cabeza a
ninguna persona de las que llamamos religiosas. Solo sería capaz de hacerlo
alguien que es realmente religioso; por eso la compasión no tiene reglas
y está más allá de las reglas. La compasión es salvaje y no atiende a
formalismos.


De
repente, Eisai recordó la imagen de Buda que había en la sala. En Japón y
China, a Buda le ponen una corona dorada en la cabeza para representar el aura
que hay alrededor de su cabeza. De repente, Eisai se acordó... debía adorar a
esa misma estatua todos los días.


Acercándose
hasta la estatua le arrancó la corona y se la dio al samurái.


-Véndela
-dijo Eisai-. Te servirá para salir del apuro.


Perplejo,
el desesperado samurái la cogió y se marchó.


Hasta
el samurái estaba perplejo. No se lo esperaba. Incluso él debió de pensar que
era un sacrilegio. ¿Qué clase de hom­bre es este? ¿¡Un seguidor de Buda que
destruye la estatua!? Es sacrilegio simplemente tocar la estatua y él le ha
arrancado la corona.


Esta
es la diferencia entre una persona realmente religiosa y una persona
supuestamente religiosa. Los que llamamos religio­sos siempre observan las
normas, siempre piensan en lo que es apropiado o no. Pero una persona realmente
religiosa lo vive. Para ella no hay nada que sea apropiado o que no lo sea. La
com­pasión es tan infinitamente apropiada que cualquier cosa que se haga por
compasión, será automáticamente apropiada.


-¡Maestro!
-exclamó uno de los discípulos de Eisai-. ¡Eso es un sacrilegio! ¿Cómo has
podido hacer algo así?


Hasta
el discípulo sabe que no está bien y que ha hecho algo inapropiado.


-¿Sacrilegio? ¡Bah! Por así decirlo, solamente le he dado una utilidad
a !a mente de Buda que está llena de amor y misericor­dia. Él mismo se habría
cortado una extremidad si hubiese oído a ese pobre samurái.


Entender
es diferente a obedecer. Cuando obedeces estás casi ciego; además hay reglas
que debes respetar. Cuando entiendes también obedeces pero ya no estás ciego.
Cada momento decide, tu conciencia responde en cada momento y todo lo que hagas
está bien.


Una de
las historias más bellas es la de un monje zen que en una noche de invierno
pidió que le permitiesen quedarse en un templo. Estaba tiritando porque hacía frío
y fuera estaba nevan­do. Por supuesto, el sacerdote del templo se apiadó de él
y le dijo:


-Puedes
quedarte, pero solamente una noche, porque este templo no es un hotel. Por la
mañana tendrás que marcharte.


En
mitad de la noche, de pronto, el sacerdote oyó un ruido. Fue corriendo y no
podía creer lo que estaba viendo. El monje es­taba sentado junto a un fuego que
había encendido dentro del templo. Y faltaba una estatua de Buda. En Japón las
estatuas de Buda son de madera.


El sacerdote le
preguntó:


-¿Dónde está la
estatua?


El maestro señaló
hacia el fuego y dijo:


-Tenía mucho frío y
estaba tiritando.


-¿Estás
loco? -exclamó el sacerdote-. ¿No te das cuenta de lo que has hecho? Era una
estatua de Buda. ¡Has quemado a Buda!


El
maestro miró el fuego, que estaba desapareciendo, y lo re­movió con un palo.


-¿Qué estás
haciendo? -preguntó el sacerdote.


-Estoy
tratando de encontrar los huesos de Buda -res­pondió.


-Estás
loco de remate -dijo el sacerdote-, es un Buda de madera. No tiene huesos.


Entonces el maestro
dijo:


-La
noche es larga y cada vez hace más frío. ¿Por qué no trae­mos también esos
otros dos budas?


Por
supuesto, le echaron del templo inmediatamente. ¡Ese hombre era un peligro!
Cuando le estaban echando, dijo:


-¿Qué
hacéis, estáis expulsando a un buda vivo por respeto a un buda de madera? El
buda vivo estaba sufriendo tanto que tuve que ser compasivo. Si Buda estuviese
vivo habría hecho lo mis­mo. Él mismo me habría dado esas tres estatuas. ¡Estoy
seguro! Sé que él habría hecho lo mismo.


Pero
¿quién lo escuchaba? Le echaron a la nieve y cerraron las puertas. Por la
mañana, cuando salió el sacerdote, se encontró al maestro adorando un mojón sobre el que había
colocado unas flores. El sacerdote volvió y le dijo:


-¿Y ahora qué
haces, adorar un mojón?


El maestro dijo:


-Cuando
llega la hora de rezar, creo mis budas en cualquier parte, porque están en
todas partes. Este mojón vale tanto como los budas de madera que tienes ahí
dentro.


Es una
cuestión de actitud. Cuando miras con ojos adorado­res, entonces todo se vuelve
divino.


Y
recuerda, la historia de Eisai es fácil de entender porque la compasión se
muestra hacia otra persona. Esta historia es más difícil y complicada de
entender porque la compasión es ha­cia uno mismo. Una verdadera persona de
conocimiento no es dura con los de­más y tampoco consigo misma, por­que la
energía es una y la misma. Una verdadera persona de conocimiento no es
masoquista. No es sádica ni ma-soquista. Una verdadera persona de co-


nocimiento
comprende que sencillamente no hay separación; todo es sagrado, incluido él
mismo, y vive con esta comprensión.


Vivir
una vida que se sustenta en la comprensión es compa­sión. No intentes
practicarla; solo relájate profundamente en la meditación. Durante la
meditación, permanece en un estado de relajación y de repente podrás oler la
fragancia que surge de tu ser más profundo. Entonces florece la flor y se
expande la com­pasión. La meditación es la flor y la compasión es su fragancia.






UN DESEO ES UN DESEO
ES UN DESEO -RESPUESTAS A PREGUNTAS



Por
favor, ¿podrías hablarnos del deseo de ayudar a los demás, y de las diferencias
o similitudes con otras formas de deseo?



El
deseo es el deseo, y no hay ninguna diferencia. Tanto si quieres ayudar a los
demás como si quieres hacerles daño, la naturaleza del deseo sigue siendo la
misma.


Un
buda no desea ayudar a los demás, lo hace, pero en ello no hay ningún deseo; es
algo que sucede espontáneamente. Es la fra­gancia de una flor que acaba de
florecer. La flor no está deseando soltar su fragancia a los vientos para los
demás, no le atañe que su aroma los alcance. Si alcanza a los demás solo es por
accidente, y si no lo hace también es por accidente. La flor desprende su fra­gancia
espontáneamente. Sale el sol pero no tiene el deseo de des­pertar a nadie, el
deseo de abrir las flores o el deseo de animar a los pájaros para que canten.
Todo eso sucede espontáneamente.


Un
buda no ayuda porque esté deseando ayudar, sino porque su naturaleza es la
compasión. Todos los meditadores se vuelven compasivos pero no son «siervos de
los demás». Los siervos de los demás son maliciosos; el mundo ha padecido
demasiado a estos siervos porque su servicio es deseo disfrazado de compa­sión,
y el deseo jamás podrá ser compasivo.


El
deseo es siempre una explotación. Puedes explotar en nom­bre de la compasión o
puedes explotar con otros bonitos nombres. Puedes hablar de servicio a la
humanidad y de hermandad o re­ligión, Dios y verdad. Todas esas bonitas
palabras solo provoca­rán cada vez más guerras, más derramamiento de sangre, y
cada vez más personas serán crucificadas y quemadas vivas. Eso es lo que ha estado
sucediendo hasta ahora. Y seguirá siendo así si no aportas comprensión al
mundo.


Por
eso, lo primero que hay que recordar es que desear es lo mismo, tanto si deseas
ayudar como si deseas hacer daño. No se trata del objeto del deseo, sino de la
naturaleza del deseo en sí. La naturaleza del deseo te conduce al futuro, trae
aquí el mañana. Y con el mañana vienen todas las tensiones y toda la ansiedad
de si podrás conseguirlo o no, si podrás triunfar o no. El miedo al fracaso y
la ambición de triunfar están ahí, lo mismo si deseas dinero o victo­ria como
si deseas ser compasivo ha­cia la gente o llevarles la salvación; se trata del
mismo juego. Solo cambian los nombres. Es fundamental que comprendas esto.


Un
hombre le preguntó a Buda: «Me gustaría ayudar a los demás. En­séñame». Buda le
miró y se puso muy triste. El hombre, confundido, le dijo: «¿Por qué te has
entristecido? ¿He di­cho algo que esté mal?».


Buda
dijo: «¿Cómo puedes ayudar a los demás? ¡Ni siquiera te has ayudado a ti mismo!
En nombre de la ayuda solo les vas a hacer daño».


Primero
debes llevar la luz a tu ser. Permite que la llama pren­da en tu conciencia...
y entonces no harás esa pregunta. Después,
· naturalmente, tu propia presencia
y todo lo que hagas serán de gran ayuda. 


El
deseo es el deseo. No hay un deseo material o un deseo es­piritual. Ayudar a
los demás es un deseo ególatra para ser más santo que ellos. Te vuelves más sabio que los
demás; tú eres quien sabe y ellos no. Quieres ayudar a los demás porque tú has
enten­dido y ellos son unos ignorantes que están dando tumbos en la os­curidad,
y quieres ser una luz para ellos. Quieres convertirte en su maestro
reduciéndolos así a discípulos. Si existe este deseo, no les va a servir a
ellos y tampoco te va a ayudar a ti sino que duplicará el daño. Será como una
espada de doble filo que cortará a los de­más pero también a ti. Es destructivo
y no puede ser creativo.


Hay
también otro tipo de ayuda que no surge del deseo ni de ninguna proyección del
ego. Esa ayuda, ese tipo de compasión solo sucede en la última cima de la
meditación y nunca antes. Cuando la primavera llega a tu conciencia, cuando en
tu interior solo hay flores, los demás empiezan a recibir la fragancia. No es necesario
que lo desees; en realidad, no lo puedes evitar. Aunque intentes impedirlo no
podrás hacer nada. Es inevitable que al­cance a los demás. Se convertirá en la
luz de su vida y será el he­raldo de los nuevos comienzos. Y no porque tú lo
desees, sino porque tú te has transformado.


Hay
una meditación budista que se denomina
Maitri Bhavana. Comienza
diciéndose a uno mismo: «Que tenga salud, que sea feliz, que esté libre de
enemigos, que esté libre de hacerme daño a mí mismo».
Tras ser
penetrado por el sentimiento que generan estos pensamientos, la siguiente fase
de la meditación consiste en extenderlo a los demás; para empezar, visualizando
a las per­sonas que amas y transmitiéndoles estos buenos sentimientos; después
lo mismo con las personas a las que amas menos hasta que incluso puedas sentir
compasión por aquellos a los que odias. Solía sentir que esta meditación me
abría a los demás.





Pero
dejé de hacerla porque podía ver el peligro de que se con­virtiese en una
especie de autohipnosis. Esta meditación todavía me atrae pero estoy confundido
sobre si debería volver a hacer­la, aunque quizá con una actitud diferente, o
si debería dejarla. ¿Por favor, puedes hablarme de esta meditación? Estaría muy
agradecido.



Maitri
Bhavana
es una de las meditaciones más penetrantes. No debes
tener miedo a entrar en un tipo de autohipnosis porque no lo es. En realidad,
es un tipo de deshipnosis. Parece una hipno­sis porque se trata del proceso
inverso. Es como si vinieras a ver­me desde tu casa, caminando un largo trecho,
y para regresar a tu casa volvieses a hacer el mismo camino a la inversa. La
única diferencia es que ahora estás de espaldas a mi casa. El camino es el
mismo, tú eres el mismo, pero cuando venías tu cara miraba hacia mi casa y
ahora estás de espaldas a mi casa.


El ser
humano ya está hipnotizado. No es una cuestión de es­tar hipnotizado o no,
puesto que ya lo estás. Todo el proceso de la sociedad es una especie de
hipnosis. A alguien le dicen que es ca­tólico y se lo repiten tantas veces que
su mente está condiciona­da y se cree católico. A otro le dicen que es hindú y
a otro que es musulmán; todo esto es una hipnosis. Tú ya estás hipnotizado. Si
crees que eres infeliz es una hipnosis. Si crees que tienes dema­siados
problemas es una hipnosis. Todo lo que eres es un tipo de hipnosis. La sociedad
te ha inculcado esas ideas y ahora estás lle­no de ideas y condicionamientos.


Maitri
Bhavana
es una deshipnosis, es un
intento de volver a tu mente natural, un intento de devolverte tu rostro
original, un intento de devolverte al punto en el que estabas cuando naciste y
la sociedad aún no te había corrompido. Un niño, al nacer, está en
Maitri
Bhavana. Maitri Bhavana
significa un gran sentimiento
de amistad, amor y compasión. Al nacer, el niño no conoce el odio; solo conoce
el amor. El amor es intrínseco pero el odio lo aprenderá más tarde. El amor es
intrínseco pero la rabia la apren­derá más tarde. Los celos, la posesividad y
la envidia son cosas que aprenderá más tarde. Eso es lo que la sociedad le
enseña al niño: a ser celoso, a estar lleno de odio, a estar lleno de rabia y
de violencia. Eso le enseña la sociedad.



Al
nacer, el niño es simplemente amor. Esto es así porque no conoce otra cosa. En
el vientre de su madre no se ha cruzado con ningún enemigo. Ha vivido en un
amor profundo durante nueve meses, ha estado rodeado de amor, nutrido por el
amor. No cono­ce a nadie que sea su enemigo, solo conoce a su madre y el amor
de su madre. Cuando nace, su única experiencia es de amor, ¿cómo vas a suponer
que sabe algo sobre el odio? Ese amor lo lleva con­sigo, es su rostro original.
Después se complicará todo y tendrá otras experiencias. Empezará a desconfiar
de la gente. Un niño recién nacido nace con confianza.



He oído
contar esta historia:



Un
hombre y un niño entraron juntos en una barbería. E! hom­bre, después de
recibir el tratamiento completo: afeitado, cham­pú, manicura, corte de pelo,
etc., sentó al niño en la silla.



-Me
voy a comprar una corbata -le dijo el hombre al bar­bero-. Vuelvo en unos
minutos.



Cuando
el corte de pelo del niño estaba listo, el hombre aún no había vuelto y el
barbero dijo:



-Parece
que tu padre se ha olvidado completamente de ti.



-Ese no era
mi padre -dijo el niño-, apareció, me cogió de la mano y me dijo: «¡Ven, nos
van a cortar el pelo gratis!».



Los niños son
confiados pero con el tiempo tendrán experien­cias en las que serán engañados,
se meterán en líos, tendrán en-frentamientos y sentirán miedo. Poco a poco,
aprenderán los tru­cos de la vida. Eso, más o menos, le ha ocurrido a todo el
mundo.



El Maitri
Bhavana
vuelve a crear la misma situación: es una deshipnotización. Es un
intento de deshacerse del odio, la rabia, la envidia, y volver al mundo tal
como llegaste al principio. Si si­gues haciendo esta meditación, primero
empezarás a quererte a ti mismo, porque estás más cerca de ti que nadie.
Después pro­pagarás tu amor, tu amistad, tu compasión, tu sentimiento, tus
buenos deseos, tus bendiciones y tu gracia; propagarás todo esto a la gente que
quieres, a tus amigos y tus amantes. Después, a medida que pase el tiempo, lo
extenderás a la gente que no quie­res tanto, luego a las personas que te son
indiferentes -a las que no quieres ni odias-, y más tarde a las personas que
odias. Te es­tás deshipnotizando poco a poco. Lentamente vas volviendo a crear
un vientre de amor en torno a ti mismo.


Cuando
un buda se sienta, se sienta en la existencia como si la' existencia entera se
hubiese vuelto a convertir en el vientre de su madre. No hay enemistad. Ha
alcanzado su naturaleza original. Ha llegado a conocer lo esencial de sí mismo.
Ahora puedes ma­tarle incluso, pero no podrás destruir su compasión. Aunque se
esté muriendo, seguirá lleno de compasión hacia ti. Puedes ma­tarle pero no
puedes destruir su confianza. Ahora sabe que la confianza es algo tan esencial
que si la pierdes, lo has perdido todo. Si no pierdes la confianza y has
perdido todo lo demás, entonces no habrás perdido nada. A un buda puedes
quitárselo todo, pero no puedes quitarle la confianza.


Maitri
Bhavana
es maravilloso; no es necesario que lo dejes, porque
es muy beneficioso. Es una desestructuración.


El ego
se origina con el odio, la enemistad y la lucha. Para re­nunciar al ego tendrás
que crear más sentimientos amorosos. Cuando amas, el ego desaparece. El ego
deja de existir cuando amas inmensamente, incondicionalmente, y cuando lo amas
todo. El ego es la cosa más estúpida que le ha sucedido al hombre o a la mujer,
pero una vez ocurre es muy difícil darse cuenta, por­que té nubla los ojos.


He oído contar esta
historia:


El
mulá Nasrudin y sus dos amigos esta­ban hablando sobre sus parecidos. El pri­mer
amigo dijo: «Mi cara se parece a la de Winston Churchill. A menudo me con­funden
con él».


El
segundo dijo: «En mi caso, la gente cree que soy Richard Nixon y me piden
autógrafos».


El
mulá dijo: «Eso no es nada. A mí me han confundido con el mismísimo Dios».


El primero y el segundo exclaman
a la vez: «¿Qué?».


«Bueno
-dijo el mulá Nasrudin-, cuando me condenaron y me mandaron a la cárcel por
cuarta vez, el carcelero al verme dijo: "¡Dios, ya estás aquí de
nuevo!".»


Cuando
aparece el ego, empieza a coger cosas de todas partes para seguir sintiéndose
importante, tengan sentido o no. En el amor dices: «Tú también eres importante,
no solo yo». Cuando amas a alguien, ¿qué estás diciendo? Puedes decirlo en voz
alta o no, pero ¿qué hay en el fondo de tu corazón? Con palabras o en silencio
estás diciendo: «Tú también eres importante, y tanto como yo». Si el amor
crece, dirás: «Tú eres aún más importante que yo. Si en alguna ocasión solo
pudiese sobrevivir uno de los dos, moriría por ti; me gustaría que tú
sobrevivieses». El otro se ha vuelto más importante, estás dispuesto a
sacrificar tu vida por la persona a la que amas. Y si esto se sigue propagando,
como en Maitri Bhavana, entonces llegará un punto en el que empezarás a
disolverte. Habrá muchos momentos en los que no estarás ahí, absolutamente en
silencio, sin ningún ego en absoluto, sin cen­tro, solo puramente espacio. Buda
dice: «Cuando se alcanza este estado permanentemente y te has integrado en ese espacio
puro, entonces estás iluminado».


Cuando
has perdido el ego completamente, cuando tienes tan poco ego que ni siquiera
puedes decir «Yo soy» ni puedes decir «Yo soy un ser», estás iluminado. La
palabra que usa Buda para describir este estado es anatta; sin ser, no
ser, sin identidad. Ni si­quiera puedes pronunciar «Yo», la misma palabra se
vuelve pro­fana. Cuando estás profundamente enamorado, el «yo» desapare- -ce.
Estás desestructurado.


Un niño al nacer llega sin ningún «yo». Es simplemente una hoja en
blanco, no hay nada escrito. La sociedad empieza a escri­bir y a reducir su
conciencia. La sociedad va creando, a la larga, un papel para él. «Este es tu
papel; este eres tú», y él se tendrá que ceñir a ese papel. Pero ese papel
nunca le va a permitir ser fe­liz, porque la felicidad solo es posible cuando
eres infinito. No puedes ser feliz cuando estás limitado. La felicidad no es
una ca­racterística de la limitación; la felicidad es una característica del
espacio infinito. Solo puedes ser feliz cuando abarcas tanto espa­cio que el
todo puede entrar dentro de ti.



Maitri Bhavana puede
ser de gran ayuda.










2. La Oveja Disfrazada
- Lo Que No Es Compasión



Un ciego no puede ayudar a otro ciego. Los
que están dando tumbos en la oscuridad no pueden ayudar a los demás a en­contrar
la luz. Los que no conocen la inmortalidad no pueden ayudar a los demás a
perder el miedo a la muerte. Los que no vi­ven total e intensamente, aquellos
cuya canción aún no sale del corazón, cuya sonrisa solo es una sonrisa pintada
en los labios, no pueden ayudar a los demás a ser auténticos y sinceros. Los
hi-. pócritas o farsantes no pueden ayudar a los demás a ser honestos.


Los
que todavía no son ellos mismos, los que no saben nada de sí mismos, los que no
tienen ni idea de su individualidad -y si­guen perdidos en su personalidad, que
es falsa y creada por la so­ciedad- no pueden ayudar a nadie a alcanzar la
individualidad. Aun con las mejores intenciones, esto no es posible.


Si tu
llama de la vida no está ardiendo, ¿cómo puedes encen­der las llamas apagadas
de los demás? Tienes que estar ardiendo para lograr que los demás ardan. Tienes
que ser rebelde para ex­tender la rebelión a tu alrededor. Si estás ardiendo,
si estás en lla­mas, puedes originar un gran fuego que se extienda más allá de
tu vista. Pero antes tienes que estar en llamas.


El
ciego que guía a otro ciego... el místico Kabir dice que am­bos caen en el
pozo. Sus palabras origínales son: Andha andham thelia dono koop padant. «Un
ciego guiaba a otro ciego y ambos cayeron al pozo.»


Para
llevar a un ciego al médico tienes que tener ojos, no hay otra posibilidad.
Solo puedes compartir con los demás lo que tie­nes. Si eres infeliz,
compartirás tu infelicidad. Y cuando dos infe­lices se juntan, no solo se dobla
la infelicidad, sino que se multi­plica. Lo mismo ocurre con tu dicha, con tu
rebelión y con todas las expe­riencias.


Antes
tendrás que ser el modelo de lo que quieres que sea el mundo. De­berás pasar la
prueba de fuego para de­mostrar tu filosofía de la vida con tu ejemplo. No
basta con discutir sobre ello. El razonamiento y la discusión no sirven para
nada, solo tu experien­cia puede dar a los demás una prueba del amor, la
meditación, el silencio y la religiosidad.


No
intentes ayudar a nadie sin an­tes experimentarlo tú mismo, porque solo los
confundirás aún más. Ya están confundidos. El bagaje de los siglos ha
confundido a todo el mundo. Y sería muy ama­ble por tu parte no ayudar, porque
puede ser arriesgado; tu ayu­da podría poner a la otra persona en un serio
peligro.


Antes
debes haber hecho el camino y saber perfectamente adónde conduce, solo
entonces podrás cogerlos de la mano y en­señarles el camino.


En este mundo es muy difícil
comunicarse. Debes aprender a comunicar tus experiencias para que llegue a los
demás exacta­mente lo que quieres decir; de lo contrario, quizá estés pensando
que estás compartiendo néctar y, sin embargo, estés introdu­ciendo veneno en
las vidas de los demás. ¡Ya están bastante enve­nenados!


Antes
es mejor que te limpies y que tus ojos estén más trans­parentes para poder ver
con más claridad. Quizá -y aun así, solo quizá- seas capaz de ayudar a los
demás. La intención es buena, pero el bien no ocurre solo porque haya buenas
intenciones.


Hay un
antiguo refrán que dice que el camino hacia el infier­no está hecho de buenas
intenciones. Hay millones de personas que intentan ayudar con muy buena
intención, dando consejos a los demás y sin preocuparse de seguir ellos mismos
sus propios consejos. Es tan grande la felicidad de dar consejos que ¿a quién
le importa que yo los siga?


La felicidad de dar consejos a
los demás es una felicidad muy su­til y egoísta. La persona a la que aconsejas
se convierte en un igno-rante y tú eres quien sabe. El consejo es lo único que
todo el mun­do da pero nadie sigue; y es mejor que así sea, porque quienes los
dan no saben nada, aunque no vayan con malas intenciones.


Recuerda,
si quieres cambiar el mundo tienes que cambiarte primero a ti mismo; esta es la
naturaleza de las cosas. La revolu­ción empieza por uno mismo. Solo así podrás
irradiarla a los co­razones de los demás. Primero, debes comenzar el baile y
enton­ces verás el milagro: los demás también empezarán a bailar.


El baile es contagioso, el amor
también lo es, y la gratitud, y la religiosidad, y la rebelión; todos son contagiosos.
Pero antes tienes que encender la llama que quieres ver en los ojos de los
demás.






BONDAD AMOROSA Y OTROS
DELIRIOS DE GRANDEZA



La
compasión es el florecimiento absoluto de la conciencia. Es la pasión despojada
de toda la oscuridad, liberada de todas las ata­duras, purificada de todo el
veneno. La pasión se convierte en compasión. La pasión es la semilla y la
compasión es su floreci­miento.



Pero la compasión
no es bondad y la bondad no es compasión. La bondad es una actitud que, guiada
por el ego, fortalece tu ego. Cuando eres bondadoso con alguien sientes que
tienes venta­ja. Cuando eres bondadoso con alguien hay oculto un profundo
insulto; estás humillando al otro y te sientes feliz con su humi­llación. Por
eso, la bondad no se puede perdonar nunca. De alguna forma y en algún lugar, la
persona con la que has sido bondadoso estará enfadada conti­go y se tomará
inevitablemente la re­vancha. Esto sucede porque en la su­perficie, la bondad
surge como si fuese compasión, pero en el fondo no tiene nada que ver con la
compasión. Tiene otros moti­vos ulteriores.


La
compasión es inmotivada, no tiene ningún motivo en ab­soluto. Ocurre
simplemente porque tienes, porque das, y no por­que el otro necesite
nada. En la compasión no hay ninguna con­sideración hacia el otro. Tienes tanto
que te desborda. La compasión es como la respiración, espontánea y natural. La
bon­dad es una actitud que hay que cultivar. La bondad es una especie de
artimaña, calculada y matemática.


Habrás
oído uno de los dichos más importantes que está, de una forma u otra, en casi
todas las escrituras del mundo:


«Compórtate
con los demás como te gustaría que se comporta­sen contigo». Esto es una
actitud calculada, pero no es compa­sión. No tiene nada que ver con la
religiosidad, y es un tipo de mo­ralidad muy baja, una moralidad muy mundana.
«Compórtate con los demás como te gustaría que se comportasen contigo.» Es una
especie de transacción, pero no tiene nada de religioso. Lo es­tás haciendo
sencillamente porque te gustaría recibir lo mismo a cambio. Es egoísta,
egocéntrico e inte­resado. No estás al servicio del otro, no estás amando al
otro, sino que, de una manera indirecta estás haciéndote un favor a ti mismo.
Estás utilizando al otro. Es un egoísmo iluminado, pero es egoísmo; es un egoísmo
muy inteli­gente, pero es egoísmo. La compasión es un florecimiento no
calculado, es algo que emana. Das porque no pue­des hacerlo de otra manera.


Recuerda
esto: en primer lugar, la compasión no es bondad en este sen­tido -en el
sentido en el que se usa la palabra bondad-, no es bondad. En otro sentido, la
compasión es la única


verdadera bondad.
No estás «siendo bondadoso» con alguien, simplemente eres la otra persona y te
desprendes de una energía que recibes de la totalidad. Procede de la totalidad
y vuelve a la totalidad; simplemente no te metes en medio como si fueses un
obstáculo.


Cuando
Alejandro Magno viajó a la India
fue a ver al gran mís­tico Diógenes. Diógenes estaba tumbado a la orilla del
río, tomando el sol. Alejandro siempre había abrigado el deseo de cono­cer a
Diógenes, porque había oído decir que ese hombre no tenía nada y, sin embargo,
no había nadie tan rico como él en la tierra. Tenía algo, era un ser luminoso.
La gente decía: «Es un mendigo pero, en realidad, es un emperador». De manera
que Alejandro es­taba intrigado. Mientras viajaba oyó decir que Diógenes se
hallaba cerca y fue a verle.



Al amanecer, Diógenes está
desnudo sobre la arena mientras sale el sol, y Alejandro le dice: «Me alegro de
verle. Todo lo que he oído decir parece ser verdad, nunca he visto a nadie tan
feliz. ¿Puedo hacer algo por usted, señor?». Y Diógenes dijo: «Apártate un
poco, me estás ta­pando el sol, recuerda que no debes obstruir el sol. Eres una
persona peli­grosa, puedes impedir que el sol le lle­gue a mucha gente.
Apártate un poco».
La compasión no es algo que das a los demás;
simplemente es no tapar el sol. Date cuenta de este detalle, se tra­ta
sencillamente de no obstruir la divi­nidad. Es convertirse en un vehículo de la
divinidad, permitir que lo divino fluya a través de ti. Te conviertes en un
bambú hueco y lo divino fluye a través de ti. Solo un bambú hueco se puede con­vertir
en una flauta, porque solo un bambú hueco es capaz de per­mitir que la música
fluya a través de él.


La
compasión no proviene de ti, forma parte de la existencia, de lo divino, pero
la bondad proviene de ti; esto es lo primero que debes comprender. La bondad es
algo que tú puedes hacer pero la compasión la hace la existencia. Tú
sencillamente no lo impides, no te colocas en medio. Permites que dé el sol, que penetre y lle­gue
hasta donde quiera.


La bondad
fortalece el ego, pero la compasión solo es posible si el ego ha desaparecido
del todo. No dejes que los diccionarios te confundan, en ellos encontrarás que
compasión y bondad son sinónimos, pero no es así en el verdadero diccionario de
la exis­tencia.



El zen
solo tiene un diccionario y es el del universo. El Corán son las escrituras de
los musulmanes, los hindúes tienen el Veda, los Sikhs tienen el Gurugranth, los
cristianos tienen la Bi­blia
y los judíos tienen el Talmud. Si me preguntases cuál es la escritura del zen,
te diría que el zen no tiene escrituras, sus es­crituras son el universo. Esa
es la belleza del zen. El sermón está en cada piedra, Dios está recitando en el
sonido de cada pájaro, la existencia misma está bailando en todo lo que sucede
a tu alrededor.


La compasión es cuando permites
que esta canción eterna flu­ya a través de ti, cuando permites que suene a
través de ti, cuan­do cooperas con la divinidad y vas al mismo ritmo. No tiene
nada que ver contigo y tú debes desaparecer para que pueda existir. Para que
pueda existir la compasión tienes que desaparecer abso­lutamente, porque solo
puede fluir en tu ausencia.


La
bondad cultivada te vuelve egoísta. Es evidente que las per­sonas buenas son
mucho más egoístas que las personas crueles. Es extraño pero quien es cruel al
menos tiene cierto complejo de culpabilidad, pero la persona supuestamente
buena se siente per­fectamente bien, siempre es más devota que tú y mejor que
los demás. Se siente muy segura de lo que hace, y todos los actos de bondad van
dándole más energía y poder a su ego. Cada día se vuelve mejor. Todo esto es un
engaño del ego.


Lo
primero que hay que comprender es que la compasión no es la supuesta bondad.
Contiene la parte esencial de la bondad: ser delicado, indulgente, tener
empatia, no ser duro, ser creativo y ayudar. Pero por tu parte no hay ninguna
acción, todo fluye a través de ti. Procede de la existencia y tú estás feliz y
agradecido de que la existencia te haya escogido como vehículo. Te vuelves
transparente y la bondad pasa a través de ti. Te vuelves tan trans­parente como
el cristal y permites que el sol pase a través de ti, no lo obstruyes. Es
bondad pura sin ego.


Lo
segundo es que la compasión tampoco es el supuesto amor. Tiene la calidad
esencial del amor, pero no es lo que tú conoces por amor. Tu amor no es más que
lujuria disfrazada de amor. Tu amor no tiene nada que ver con el amor; es una
especie de explo­tación del otro pero con un bonito nombre, un gran eslogan.


No
haces más que repetir, «te quiero», pero ¿alguna vez has querido a alguien?
Simplemente has utilizado a los demás, pero no los has querido. ¿Cómo es
posible que utilizar a los demás sea amor? En realidad, utilizar a los demás es
el acto más destructi­vo del mundo, porque utilizar al otro como un medio es un
acto criminal.


Immanuel
Kant, al describir su concepto de moral, dice que la utilización del otro es
inmoral, es el mayor acto inmoral. Nunca utilices al otro como un medio, porque
todo el mundo es un fin en sí mismo. Respeta al otro como un fin en sí mismo.
Cuando respetas al otro como un fin en sí mismo, lo estás amando. Cuan­do
empiezas a utilizar al otro -el marido que usa a la mujer o la mujer que usa al
marido- es porque hay algún motivo. Y esto lo puedes comprobar en cualquier
sitio.


La
gente no se destruye por odio, la gente se destruye por lo que llaman amor. No
pueden analizarlo porque lo llaman amor. Como lo llaman amor, creen que debe de ser
bueno, pero no es así. La humanidad sufre por esa enfermedad que llaman amor.
Si lo analizas en profundidad no encontrarás más que pura lujuria. La lujuria
no es amor. La lujuria quiere poseer, pero el amor quiere dar. La lujuria
insiste en «consigue todo lo que puedas dando lo menos posible. Da menos y
consigue más. Si tienes que dar, hazlo para que piquen».


La
lujuria es un buen negocio. Sí, tienes que dar algo para conseguir algo, pero
la idea es conseguir más y dar menos. Esta es una mentalidad comerciante. Si
puedes conseguir sin dar, ¡mejor! Si no puedes conseguir sin dar nada, entonces
da un po­quito; pero finge que estás dando mucho y arrebátale todo al otro.


La
lujuria es aprovechamiento. El amor no es aprovecha­miento. La compasión no es
amor en el sentido habitual y, sin embargo, es amor en el verdadero sentido. La
compasión solo da, no piensa en recibir nada a cambio, pero eso no significa
que no reciba nada a cambio, no, no se te ocurra pensarlo ni por un ins­tante.
Cuando das sin pensar en recibir nada a cambio recibes mil veces más, pero eso
es algo que no tiene nada que ver contigo. Cuando quieres recibir demasiado,
solo te decepcionas y no reci­bes nada. Al final solo consigues desilusionarte.


Todas
las aventuras amorosas acaban con una desilusión. ¿No te has dado cuenta de que
las aventuras amorosas al final te su­men en un pozo de tristeza y depresión, y
tienes la sensación de haber sido engañado? En la compasión no hay desilusión
porque la compasión no empieza con una ilusión. La compasión nunca pide nada a
cambio, no necesita nada. En primer lugar, porque la persona compasiva siente
que «no es mi energía lo que estoy dando, sino la energía de la existencia
misma. ¿Quién soy yo para pedir algo a cambio? Ni siquiera tiene sentido esperar recibir las
gracias».


Esto es lo que le ocurrió a
Jesús cuando se le acercó un hom­bre que se curó cuando lo tocó. El hombre le
dio las gracias a Jesús, naturalmente, estaba extraordinariamente agradecido.
Padecía desde hacía muchos años una enfermedad que no tenía cura y los médicos
le habían dicho «No se puede hacer nada, tie­nes que aceptarlo». ¡Y luego se
curó! Pero Jesús le dijo: «No se­ñor, no me lo agradezcas a mí, agradéceselo a
Dios. ¡Es algo que ha ocurrido entre tú y Dios! Yo no tengo nada que ver. Es tu
fe la que te ha curado y gracias a ella has podido disfrutar de la ener­gía de
Dios. Yo, como mucho, soy un puente, un puente a través del cual la energía de
Dios y tu fe se han dado la mano. No tienes que preocuparte por mí ni debes
estarme agradecido. Da gracias a lo divino, da gracias a tu propia fe. Entre tú
y lo divino ha suce­dido algo. Yo no tengo ninguna parte en esto».


Esto
es la compasión. La compasión no tiene la sensación de estar dando pero sigue
dando, no tiene la sensación de «yo soy quien da». Pero después, la existencia
responde de mil maneras. Si doy un poco de amor empieza a fluir el amor por
todas partes. El hombre compasivo no está intentando arrebatar nada, no es
codicioso. No espera nada a cambio, continúa dando. Y no para de recibir, pero
eso no está en su mente.


En
segundo lugar, la compasión no es lo que llamamos amor, sino el verdadero amor.


Y en
tercer lugar: la compasión es inteligencia pero no intelec­to. Cuando la
inteligencia se libera de todas las formas, de todas las formas lógicas, cuando
la inteligencia se libera del raciocinio, cuando se libera de la supuesta
racionalidad -porque la racio­nalidad es una reclusión-, cuando la inteligencia
es libertad, entonces
es compasión. Un hombre compasivo es terriblemente inteligente, pero no es un
intelectual. Puede ver hasta el trasfon-do, tiene una visión absoluta, tiene
verdaderos ojos para ver, no hay nada que se le pueda ocultar, pero no se trata
de adivinar. No usa la lógica ni la deducción, es porque tiene una visión
clara.


Recuérdalo:
el hombre compasivo no es un hombre falto de inteligencia pero no es un
intelectual. Tiene una extraordinaria inteligen­cia, es la personificación
misma de la inteligencia. Es puro resplandor. Sabe pero no piensa. ¿De qué
sirve pensar cuando sabes? Pensar solo es un sustituto. Cuando no sabes, pien­sas.
Pensar es un proceso sustitutivo -y recuerda que es un mero sustitu­to-. Cuando
puedes saber, cuando puedes ver, ¿para qué vas a molestarte en pensar?


El
hombre compasivo sabe; el in­telectual piensa. El intelectual es un pensador y
el hombre compasivo es un no pensador, un no intelectual. Es inteligente, tiene
una enorme inteli­gencia pero su inteligencia no funcio­na a través del patrón
del intelecto. Su inteligencia funciona intuitivamente.


Y en
cuarto lugar: la compasión no es un sentimiento, porque un sentimiento tiene
dentro de sí muchas cosas que no son com­pasión en absoluto. El sentimiento
tiene sentimentalismo y emotividad, pero estas cosas no existen en la
compasión. El hombre compasivo siente, aunque sin emociones. Siente, pero no
hay sentimentalismo. Hará lo que sea necesario hacer sin que esto le afecte.
Debemos comprender esto a fondo. Cuando comprendes lo que es la compasión,
comprendes lo que es un buda.


Si
alguien sufre, un hombre de sentimientos empezará a llo­rar. Llorar no sirve de
mucho. A alguien se le está quemando la casa, el hombre de sentimientos
empezará a gritar y a llorar, y se dará golpes en el pecho. Eso no servirá de
nada. ¡El hombre compasivo empezará a hacer algo! No llorará, porque no tiene
sentido; las lágrimas no sirven para nada. Las lágrimas no pue­den apagar el
fuego, las lágrimas no van a convertirse en medi­cinas para los que sufren, ni
pueden ayudar a un hombre que se está ahogando. Hay un hombre ahogándose en la
orilla y tú es­tás llorando y gritando, llorando y gritando desesperadamente.

Eres un hombre de sentimientos, seguro, pero no un hombre compasivo. El hombre
compasivo pasa inmediatamente a la acción. Su acción es inmediata, no lo duda
ni un instante. Su ac­ción es instantánea; en cuanto surge algo en su visión,
inmedia­tamente lo convierte en acción. No es que él mismo lo convier­ta sino
que se convierte en acción. Su comprensión y su acción son dos aspectos del
mismo fenómeno, no son dos cosas inde­pendientes. Una parte se llama
entendimiento y la otra parte se llama acción.


Por
eso digo que un hombre religioso, por su propia naturale­za, está implicado y
comprometido con la vida. No llorará o gi­moteará. Un hombre de sentimiento
aparenta ser a veces un hombre de compasión. Pero no os dejéis confundir, el
hombre de sentimientos no sirve para nada. Al contrario, complicará aún más las
cosas. No ayudará sino que aumentará la confusión; en vez de ayudar
dificultará.


El
hombre compasivo es muy perspicaz, simplemente actúa, sin lágrimas, sin
emociones. No es frío pero tampoco es caliente. Simplemente es cálido y fresco.
Esta es la paradoja del hombre compasivo. Es cálido porque es amoroso, sin
embargo se mantie­ne fresco. Pase lo que pase, nunca deja de estar fresco y
actuar desde esta calma. Puede ayudar porque conserva la calma.


Para
tener una visión en cuatro dimensiones de qué es la com­pasión debes comprender
estas cuatro cosas. ¿Cómo surge la compasión? La compasión no se puede
cultivar, si la cultivas se convierte en bondad. ¿Cómo se puede dar vida a esta
compasión? No puedes profundizar en las escrituras, no puedes leer, lo que ha
dicho Buda o lo que ha dicho Cristo no te puede ayudar porque eso introduce el
intelecto pero no aporta inteligencia. No puedes seguir amando del modo que has
amado hasta ahora. Si siempre vas en la misma dirección no alcanzarás la
compasión. Tu amor no va en la dirección adecuada. Si sigues yendo por el mismo
ca­mino -si escuchas a Buda hablando del amor o a Cristo hablan­do del amor y
piensas: «Bien. Tengo que seguir amando como he amado hasta ahora»- obtendrás
más cantidad, pero la calidad seguirá siendo la misma. Seguirás yendo en la
misma dirección.


Lo que
está básicamente mal es la dirección. No has amado. Cuando esto cale a fondo en
tu corazón, que «todavía no he ama­do»... Sí, es terrible sentir que «todavía
no he amado», es muy duro. Podemos pensar que los demás no han amado -eso es lo
que pensamos: «nadie me ha amado. Está bien, la gente es difícil»-, pero darte
cuenta de que no has amado te destroza el ego.


Por
eso los seres humanos no quieren darse cuenta del simple hecho de que todavía
no han amado. Y como no quieren darse cuenta, no ven. Y como no ven, nunca
podrán transformarse. Se­guirán girando en el mismo surco; seguirán repitiendo
las mismas cosas mecánicamente. Y volverán a desilusionarse una y otra vez.


¿Cómo
originar la compasión? Si se hubiese tratado solo de tu amor podrías haber
seguido en la misma dirección. Lo adecuado sería ir más rápido, correr más y
ser más veloz. Pero no estás yen­do en la dirección correcta, de manera que si
vas más deprisa, en vez de acercarte, te estarás alejando a más velocidad. La
velocidad no va a ayudarte porque, para empezar, estás yendo en la direc­ción
equivocada, que es la dirección de la lujuria y el deseo. En­tonces, ¿cómo
originar la compasión? Insisto en que tampoco es sentir; puedes llorar
amargamente, flagelarte, llorar mil y una lá­grimas por los mil y un
sufrimientos que hay a tu alrededor, pue­des convertirte en un sentimental y
que te afecte toda la gente de Vietnam, Pakistán o cualquier otro sitio, puedes
dejar que todos los pobres te afecten.


León
Tolstoi recuerda a su madre en sus memorias. Dice que era una buena mujer, muy
buena; buena en el sentido que he des­crito, pero no en el sentido de la
compasión. Era muy buena, tan buena que solía llorar siempre en el teatro. Eran
muy ricos y per­tenecían a la nobleza. Había un sirviente que solía acompañar a
la madre de León Tolstoi al teatro cargado de pañuelos, porque le hacían falta
durante toda la obra. No paraba de llorar. Tolstoi dice: «Pero me sorprendía
ver que en Rusia, incluso cuando era invierno y hacía mucho frío, con
temperaturas bajo cero y ne­vando, ella entraba en el teatro mientras el
conductor de la ca­rroza se quedaba esperando de pie, fuera de la carroza,
helándo­se de frío bajo la nieve, incluso llegando a ponerse enfermo, pero ella
nunca se acordaba de este hombre que sufría esperándola en la gélida noche,
aunque derramara lágrimas por algo que había visto en el teatro».


Son personas sentimentales,
emocionales... no les cuesta nada llorar ni sentir. Pero ser compasivo cuesta
mucho, ser com­pasivo te cuesta la vida. Una persona compasiva es una persona
muy realista. Una persona de sentimientos simplemente vive un sueño, vagas
emociones, fantasías. De manera que la compasión no puede originarse tampoco
por los sentimientos. Entonces, ¿cómo originarla? ¿Cuál es la forma zen de
originarla? La única forma de hacerlo es la meditación. Se logra a través de la
medita­ción. Por eso tenemos que entender qué es la meditación.


Gautama
Buda, el fundador del zen, el fundador de todas las grandes técnicas de
meditación del mundo, lo define con una pa­labra. Alguien le preguntó un día:
«¿Qué es la meditación? ¿De qué se trata?». Y Gautama Buda dijo una sola
palabra: «¡alto!». Esa fue su
definición de la meditación. Dijo: «Si se detiene, es meditación». La frase
completa es: «La mente enferma no se de­tiene. Si se detiene, es meditación».


La
mente enferma no se detiene, si se para, es meditación. La meditación es un
estado de conciencia sin pensamientos. La me-ditación es un estado de
conciencia no emocional, no sentimen­tal, no pensante. Simplemente estás
consciente, te conviertes en un pilar de conciencia. Simplemente estás
despierto, alerta, atento. Eres conciencia pura.


¿Cómo
se alcanza ese estado? Los que practican el zen tienen una palabra especial
para la puerta hacia ese estado, lo llaman hua t'ou. Esta palabra china
significa antes del pensamiento o antes de la palabra. La mente recibe el
nombre de hua t'ou antes de ser alterada por un pensamiento. Entre dos
pensamientos hay un intervalo, ese intervalo recibe el nombre de hua t'ou.


Observa.
Un pensamiento pasa por la pantalla de tu mente; en ese radar, un pensamiento
pasa como si fuese una nube. Primero es indefinido -va llegando, va llegando-, después aparece de repente
en la pantalla. Sigue avanzando hasta que sale de la pan­talla y vuelve a ser
indefinido, desaparece... Llega otro pensa­miento. Entre estos dos pensamientos
hay un intervalo, por un instante o una fracción de segundo no hay en la
pantalla, ningún pensamiento.


Ese estado puro de
no pensamiento recibe el nombre de hua t'ou: prepalabras,
prepensamiento, antes de que se agite la men­te. Se nos sigue escapando porque
en nuestro interior no estamos alerta; de lo contrario, la meditación sucede en
cada instante. Simplemente tienes que ver lo que sucede, darte cuenta del
tesoro que llevas dentro de ti en todo momento. No es que tengas que traer la
meditación de ningún otro sitio. La meditación ya está ahí, la se­milla está
ahí. Solo tienes que reco­nocerla, nutrirla y cuidarla para que empiece a
crecer.


El
intervalo entre dos pensamien­tos se llama hua t'ou, y es la puerta para
entrar en la meditación. Hua t'ou, este término significa li­teralmente
«cabeza de palabra». «Palabra» es una palabra habla­da y «cabeza» es lo que
precede a la palabra. Hua t'ou es el mo­mento antes de que surja el
pensamiento. En el momento que surge un pensamiento se convierte en hua wei,
que significa lite­ralmente «cola de palabra». Y después, cuando el
pensamiento o la palabra se han ido y vuelve a haber un intervalo, vuelve a ser
hua t'ou. La meditación es mirar en ese hua t'ou.


«No deberíamos tener miedo de
que surjan los pensamientos -dice Buda-, sino del retraso en percibirlos.» Este
enfoque de la mente es completamente nuevo, antes de Buda nunca se había
experimentado. Buda dice que uno no debería tener miedo de que surjan
pensamientos, sino que solo debería temer una cosa: no ser consciente de ellos,
retrasar la conciencia.


Cuando
surge un pensamiento, si además del pensamiento hay conciencia, si lo ves
surgir, ves cómo llega, ves que está ahí y lo ves marcharse, entonces no pasa
nada. El simple hecho de ver­lo se convierte, poco a poco, en tu defensa. La
propia conciencia da muchos frutos. Primero puedes ver, y cuando lo haces, te
das cuenta de que no eres el pensamiento. El pensamiento está sepa­rado de ti,
no te identificas con él. Tú eres la conciencia y el pen­samiento es el
contenido. Va y viene; es un invitado, y tú eres el anfitrión. Esta es la
primera experiencia de la meditación.


El zen
habla del «polvo extranjero». Por ejemplo: un viajero se detiene en una posada
para pasar la noche o para cenar; des­pués recoge sus cosas y continúa su viaje,
porque no puede que­darse más tiempo. Por su parte, el regente del hostal no va
a nin­gún lugar. El huésped es el que no se queda; quien se queda es el
anfitrión. Lo que no se queda es «extranjero». O dicho de otro modo: un día
claro sale el sol y los rayos entran por la ventana de la casa; se puede ver el
polvo moviéndose en los rayos de luz, pero el espacio vacío permanece inmóvil.
Lo que está quieto es el va­cío, y lo que se mueve es el polvo. «Polvo
extranjero» es el falso pensamiento y el vacío es tu propia naturaleza; el
anfitrión que no va detrás del huésped en sus idas y venidas.


Este
concepto es muy importante. La conciencia no es el con­tenido. Tú eres la
conciencia: los pensamientos vienen y van, pero tú eres el anfitrión. Los
pensamientos son los huéspedes, vienen, se quedan un rato, descansan un poco, comen o
pasan la noche, y después se van. Tú siempre estás ahí. Tú eres siempre el
mismo, no cambias, estás eternamente ahí. Eres la eternidad misma.


Fíjate.
A veces estás enfermo, a veces estás muy bien, a veces estás deprimido y a
veces estás contento. Fuiste un niño muy pe­queño, luego te convertiste en un
joven y después te hiciste viejo. Antes eras fuerte y llegará un día en el que
serás débil. Todas estas cosas van y vienen pero tu conciencia sigue siendo la
misma. Por eso, si miras en tu interior no podrás darte cuenta de tu edad, por­que
la edad no existe. Si miras en tu interior e intentas saber cuántos años
tienes, no encontrarás ninguna edad porque el tiempo no existe. De niño o
cuando eras joven eras exactamente igual; por dentro sigues siendo exactamente
igual. Para saber tu edad tienes que mirar el calendario, el diario, tu
certificado de na­cimiento o tienes que buscar algo del exterior. En tu
interior no encontrarás edad ni habrá envejecimiento. En tu interior está la
intemporalidad. Sigues siendo el mismo, tanto si pasa una nube llamada
depresión como si pasa una nube llamada alegría.


A veces en el cielo
hay nubes negras, pero el cielo no cambia a causa de esas nubes. A veces
también hay nubes blancas y el cie­lo no cambia a causa de esas nubes blancas.
Las nubes vienen y van, pero el cielo permanece. Las nubes vienen y van, pero
el cie­lo se mantiene.



eres el cielo y los pensamientos son las nubes. Si observas minuciosamente tus
pensamientos, si no se te escapan, si los mi­ras de frente, lo primero que
tendrás es esta comprensión; y se trata de una gran comprensión. Es el
principio de tu budeidad, es el principio de tu despertar. Ya no estás dormido,
ya no te identi­ficas con las nubes que vienen y van. Ahora sabes que tú te man­tienes
así para siempre. De repente, desaparece toda la ansiedad. No hay nada que te
pueda cambiar, nada te cambiará jamás; en­tonces, ¿para qué sentir ansiedad,
para qué estar angustiado? ¿De qué sirve estar preocupado? La preocupación no
te puede afectar. Son cosas que vienen y van, solo son pequeñas ondas en la su­perficie.
En el fondo de tu ser no se forma ninguna onda. Tú es­tás ahí y eres eso. Tú
eres ese ser. La gente de zen llama a ese estado el estado de ser el anfitrión.


El
sufrimiento surge porque normalmente te identificas de­masiado con los
huéspedes. Cuando llega un huésped, te apegas demasiado a él, y cuando el
huésped hace las maletas y se va, em­piezas a llorar y a lamentarte y le sigues
al menos para ver cómo se marcha y despedirte de él. Luego vuelves llorando; se
va el huésped y te sientes muy triste. Después llega otro huésped y de nuevo
vuelves a caer, te identificas con el huésped, y otra vez se va...


¡Los
huéspedes vienen y van, no se quedan! No pueden que­darse, no es necesario que
se queden, su destino no es quedarse.


¿Has
observado los pensamientos? Nunca se quedan, no se pueden quedar. Aunque quieras que se queden,
no lo harán. In­téntalo. A veces la gente intenta mantener una palabra en la
mente. Por ejemplo, quieren mantener un sonido, el sonido aum, en la
mente. Se acuerdan durante unos segundos pero des­pués el sonido se va,
desaparece. Y vuelven a pensar en su traba­jo, en su mujer y sus hijos... Y de
repente, se dan cuenta, ¿dónde está el aum?.  Se ha escapado de
la mente.


Los
huéspedes son huéspedes, no se van a quedar para siem­pre. En cuanto te das
cuenta de que todo lo que te sucede va a desaparecer, ¿para qué preocuparse?
Fíjate: déjales estar ahí, dé­jales hacer las maletas, déjales marchar. Tú te
quedas. ¿Te das cuenta de la paz que surge cuando sientes que tú siempre estás ahí? Esto es
silencio. Es un estado sin preocupaciones. Es la au­sencia de angustia. El
sufrimiento cesa en el momento que cesa la identificación; simplemente no te
identifiques. Y si te fijas en una persona que vive en esta intemporalidad
eterna, sentirás la gracia, la tranquilidad y la belleza que hay a su
alrededor.


Había
una vez... esta es una historia sobre Buda, una bella his­toria. Escúchala
atentamente porque debes entenderla.


Un día, a la hora de la comida, el muy Venerable se puso su túni­ca,
cogió su cuenco y entró en la gran ciudad de Sravasti para mendigar su comida.
Después de mendigar de puerta en puerta, se quitó la túnica y guardó el cuenco,
se lavó los pies, arregló su asiento y se sentó.


Ve despacio porque la película
va muy despacio. Es una pe­lícula de Buda, y las películas de Buda son muy
lentas. Lo voy a repetir de nuevo...


Un día, a la hora de la comida, el muy Venerable se puso su túni­ca,
cogió su cuenco y entró en la gran ciudad de Sravasti para mendigar su comida.
Después de mendigar de puerta en puer­ta, se quitó la túnica y guardó el
cuenco, se lavó los pies, arregló su asiento y se sentó.


Visualiza
al Buda haciendo todo esto y sentándose en su asiento.


Esto muestra que la vida de Buda y sus actividades diarias no eran nada
extraordinarias y se parecían a las de todos los demás. Sin embargo, hay algo
poco corriente pero que muy poca gente sabe.


¿Qué
es? ¿Cuál es esa cualidad poco corriente, única? Porque Buda está haciendo
cosas corrientes: se lava los pies, arregla su asiento, se sienta, guarda su
túnica, guarda su cuenco, se acues­ta, vuelve... son las cosas que hace todo el
mundo.


... Subhuti, que estaba en la asamblea, se levantó de su asiento,
descubrió su hombro derecho, se arrodilló sobre su rodilla dere­cha, juntó
respetuosamente las manos y le dijo a Buda: «Es ex­traordinario, ¡oh, muy
Venerable! ¡Es extraordinario!».


Sin
embargo, en la superficie no parece que haya nada raro. Buda guarda su túnica,
guarda su cuenco, arregla su asiento, se lava los pies y se sienta en la
silla... no parece haber nada extraño. Pero este hombre, Subhuti... Subhuti es
uno de los discípulos de Buda más clarividentes; muchas de las más bellas historias
so­bre Buda tienen que ver con Subhuti. Esta es una de esas his­torias y es muy
rara.


En
aquella época, el anciano Subhuti, que estaba en la asamblea, se levantó de su
asiento, se descubrió el hombro derecho, se arro­dilló sobre su rodilla
derecha, juntó respetuosamente las manos y le dijo a Buda: «Es muy raro, ¡oh,
muy Venerable! ¡Es muy raro!».


Nunca
se había visto algo parecido, es único.


Las
actividades diarias de Tathagata eran muy parecidas a las del resto de las
personas, pero había algo distinto, y los que se senta­ron frente a él no se
habían dado cuenta.


Ese
día, de repente Subhuti lo desveló, alabándolo y diciendo: «¡Qué raro! ¡Es muy
raro!».


¡Qué
lástima! Tathagata había estado treinta años con sus discí­pulos y aún no
conocían sus actos cotidianos. Como no sabían, creían que se trataba de actos
ordinarios, por lo que pasaron inadvertidos. Pensaban que era como todos los
demás y por tan­to desconfiaban de él y no creían lo que decía. Si Subhuti no
hu­biese tenido tanta claridad, ahora nadie conocería a Buda.


Esto
es lo que cuentan las escrituras. Si Subhuti no hubiese existido, nadie se
habría dado cuenta de lo que ocurría en su in­terior. Pero ¿qué estaba
ocurriendo en su interior? Buda conti­núa siendo el anfitrión. En ningún
momento pierde su eterni­dad, su intemporalidad. Buda permanece meditativo. En
ningún momento pierde su hua t'ou. Buda permanece en samadhi in­cluso
cuando se lava los pies: lo hace estando presente, estando alerta, consciente,
sabiendo perfectamente que «yo no soy estos pies», sabiendo perfectamente que
«yo no soy este cuenco», sa­biendo perfectamente que «yo no soy esta túnica»,
sabiendo per­fectamente que «yo no soy este hambre», sabiendo perfectamen­te
que «todo lo que hay a mi alrededor no soy yo. Yo solo soy un testigo, un
observador de todo ello».


De ahí
la gracia de Buda, de ahí la belleza no terrenal de Buda. Él permanece
tranquilo. Esa tranquilidad es la meditación. Se consigue estando más atento al
anfitrión, estando más atento al huésped, no identificándose con el huésped,
desconectando del huésped. Los pensamientos vienen y van, los sentimientos vie­nen
y van, los sueños vienen y van, los estados de ánimo vienen y van, el clima
cambia. Lo que no cambia eres tú.


¿Hay
algo que permanece inmutable? Eso eres tú y eso es la divinidad. Saberlo,
serlo, estar en ello, es alcanzar el samadhi. El método es la
meditación, el objetivo es el samadhi. La medi­tación, dyana, es
la técnica para destruir la identificación con el huésped. Y el samadhi es
disolverse en el anfitrión, permanecer en el anfitrión, quedarse centrado ahí.




Todas
las noches mientras uno duerme abraza a un buda,


todas
las mañanas uno se vuelve a despertar con él.


Al
levantarse o al sentarse, ambos se observan y se siguen mutuamente.


Tanto si hablan como si no,
ambos están en el mismo espacio.


No se separan ni un instante
pero son como el cuerpo y su sombra.


Si deseas conocer el paradero
del buda,


está en el sonido de tu propia
voz.


Hay un
dicho zen: «Todas las noches mientras uno duerme, abraza a un buda». El buda
siempre está ahí, el no buda también está ahí. En ti se encuentran el mundo y
el nirvana, en ti se en­cuentran lo inmaterial y la materia, en ti se
encuentran el espíritu y el cuerpo. Dentro de ti se encuentran todos los
misterios de la existencia, tú eres el punto de encuentro, tú eres el lugar
donde confluyen. De un lado, todo el mundo, y del otro, la totalidad del mundo
espiritual. Tú no eres más que un vínculo entre los dos. Solo es una cuestión
de énfasis. Si te sigues enfocando en el mundo, permanecerás en el mundo. Si
empiezas a cambiar el foco, lo desvías y empiezas a enfocarte en la conciencia,
eres dios. Solo se trata de un pequeño cambio, como un cambio de marcha en el
coche, no es nada más que eso.


«Todas
las noches abrazas a un buda al dormir, todas las ma­ñanas te vuelves a
levantar con él.» Siempre esta ahí porque la conciencia siempre está ahí, no se
pierde ni un solo instante.


«Al
levantarse o al sentarse, ambos se observan y se siguen mutuamente.» El
anfitrión y el huésped, ambos están ahí. Los huéspedes van cambiando, pero
siempre hay alguien en el hostal. Nunca está vacío, a menos que no te
identifiques con el huésped. Entonces surgirá un vacío. A veces puede ocurrir
que tu hostal esté vacío y solo esté el anfitrión sentado tranquilamente, sin
ser molestado por los huéspedes. El tráfico se detiene, no viene na­die. Esos
son momentos de beatitud, son momentos de una gran bendición.


«Tanto
si hablan como si no, ambos están en el mismo espa­cio.» Cuando estás hablando,
también hay algo en silencio den­tro de ti. Cuando estás sensual, hay algo más
allá de la sensuali­dad. Cuando estás deseando, hay alguien que no tiene deseos
en absoluto. Obsérvalo y te darás cuenta. Sí, estás muy próximo; sin embargo
eres diferente. Te encuentras y, sin embargo, no te en­cuentras. Es como el
agua y el aceite, no se juntan; la separación se mantiene. El anfitrión está
muy cerca del huésped. A veces se cogen de la mano y se abrazan, pero el anfitrión es el
anfitrión y el huésped es el huésped. El huésped es el que va y viene; el hués­ped
va cambiando. Y el anfitrión es el que se queda, el que per­manece.


«No se
separan ni un instante, pero son como el cuerpo y su sombra. Si deseas conocer
el paradero del buda, está en el sonido de tu propia voz.» Deja de buscar a
Buda en el exterior. Reside en ti y además es el anfitrión.


Pero
¿cómo llegar a este estado del anfitrión? Me gustaría ha­blarte de una técnica
muy antigua; esta técnica te será de gran ayuda. Esta es una de las sencillas fórmulas
que propuso Buda para llegar al anfitrión incognoscible, para llegar al
misterio su­premo de tu ser:


Despójate de todas las posibles relaciones y observa lo que eres.
Supón que no eres el hijo de tus padres, ni el marido de tu mujer, ni el padre
de tus hijos, ni el pariente de tu familia, ni el amigo de tus conocidos, ni un
ciudadano de tu país, y así sucesivamente... entonces, lo que queda eres tú
dentro de ti mismo.


Simplemente
desconecta. Siéntate en silencio en algún mo­mento del día y desconecta de
todas las conexiones. Desconécta­te de todas las conexiones como si estuvieses
descolgando el telé­fono. Desconecta... deja de pensar que eres el padre de tus
hijos. Ya no eres un padre para tu hijo, ya no eres un hijo para tu padre.
Desconecta de la idea de que eres un marido o una mujer; ya no eres una mujer
ni un marido. Ya no eres un jefe ni un sirviente. Ya no eres negro ni eres
blanco. Ya no eres indio, chino o alemán. Ya no eres joven ni eres viejo.
Desconecta y sigue desconectando.


Hay
mil y una conexiones; sigue desconectándote de todas ellas. Cuando lo hayas
hecho, pregúntate de repente: ¿Quién soy yo? Y no habrá ninguna respuesta
porque te has desconectado de todas las respuestas que podría haber.


«¿Quién
soy yo?», y surge la respuesta «soy un médico», pero te has desconectado de
todos tus pacientes. Surge la respuesta «soy un profesor», pero te has
desconectado de tus alumnos. Surge la respuesta «soy chino», pero te has
desconectado. Sur­ge la respuesta «soy un hombre» o «soy una mujer», pero te
has desconectado. Surge la respuesta «soy un anciano», pero te has
desconectado.


Desconecta
todo lo que hay; entonces estarás dentro de ti. Por primera vez, el anfitrión
está a solas y no hay huéspedes. A veces es muy bueno estar a solas y sin
huéspedes porque puedes ver tu calidad de anfitrión más de cerca, más
atentamente. Los huéspe­des crean confusión, los huéspedes hacen ruido, llegan
y recla­man tu atención. Los huéspedes dicen: «Haz esto, necesitamos agua
caliente, ¿dónde está el desayuno?, ¿dónde está mi cama?, ¡hay chinches!», te
exigen mil y una cosas y el anfitrión tiene que ocuparse de los huéspedes: «Sí,
por supuesto, ¡tienes que hacer­te cargo de toda esa gente!».


Cuando
estás completamente desconectado, nadie te molesta, nadie puede molestarte.
De repente, estás en toda tu soledad, en la pureza de tu soledad, esa
inmaculada pureza de la soledad. Eres como una tierra virgen, una cima virgen
del Himalaya a la que no ha subido nadie todavía.


Eso es
la virginidad. Es eso lo que quiero decir cuando digo: «Sí, la madre de Jesús
era virgen». Eso es lo que quiero decir. No estoy de acuerdo con los teólogos
católicos, lo que dicen es una tontería. Esto es la virginidad: María debió de
concebir a Jesús cuando se encontraba en un estado de desconexión. En ese
estado de desconexión, si liega un niño solo puede ser Jesús, nadie más.


En la
antigua India había varios métodos para concebir un hijo. A no ser que estés en
un estado de meditación profunda, no hagas el amor. Haz que la meditación sea
una preparación para el amor: ese es el significado del tantra. Haz que la
meditación sea la base: solo entonces debes hacer el amor, de ese modo
invitarás a almas más elevadas. Cuanto más profundo seas, más elevada será el
alma que invites.


María debía de estar
absolutamente desconectada en el mo­mento en el que Jesús entró en su cuerpo.
Debió de estar en esa virginidad; debió de ser una anfitriona. Ya
no era un huésped, no la acosaba ningún huésped ni se identificaba con ningún
hués­ped. No era el cuerpo ni era la mente, ni sus pensamientos, ni una esposa,
no era nadie. En este no ser nadie, ella estaba ahí, sentada en silencio, pura
luz, una llama sin humo alrededor, una llama sin humo. Virgen.


Cuando
fue concebido Buda o Mahavira, o Krisna, o Nanak, te digo que sucedió lo mismo,
porque no se puede concebir a este tipo de personas, de otra manera. Este tipo de personas solo
pue­den entrar en el vientre más virgen. Pero este es mi concepto de
virginidad, y no tiene nada que ver con todas las ideas absurdas que circulan
por ahí: que ella nunca hubiese hecho el amor con un hombre, que Jesús no
hubiese sido concebido con un hombre, o que Jesús no fuese el hijo de José. Por
eso los católicos dicen: «Je­sús el hijo de María». No hablan de su padre, no
era su padre. «Hijo de María» e «Hijo de Dios», pero no hablan de José. ¿Por
qué la to­man con el pobre José? Si Dios puede usar a María, ¿por qué no puede
usar también a José? ¿Qué hay de malo en ello? Usa a María por su vientre y
esto no afecta a la historia, ¿por qué no puede usar a José también? El vientre
es la mitad de la historia porque se ha usado el óvulo de la madre; ¿por qué no
usar entonces el esperma de José? ¿Por qué tanto enfado con este pobre
carpintero?


No, la
existencia usa a los dos. Pero el estado de conciencia debe haber sido el del anfitrión.
Y realmente, cuando eres el an­fitrión no es una sorpresa recibir a un huésped
importante; ¡vie­ne Jesús! Si no te identificas con todos los huéspedes, lo
divino se convierte en tu huésped. Primero te conviertes en el anfitrión, en un
anfitrión puro, entonces lo divino puede convertirse en tu huésped.


Cuando
te desconectas vuelves a ti dentro de ti. Pregúntate ahora: ¿qué es ese «ti
dentro de ti»? Nunca podrás responder a esa pregunta, no hay ninguna respuesta
porque se ha desligado de todas las relaciones que conocemos. De este modo
tropeza­mos con lo incognoscible; eso es entrar en meditación. Cuando te
estableces en ella, cuando te estableces en ella totalmente, se convierte en
iluminación.


No te será difícil
entender este cuento zen.






EL MAESTRO ZEN Y EL
LADRÓN -UNA PARÁBOLA DEL PERDÓN



Cuando
Bankei llevaba a cabo sus semanas de retiro en medita­ción, venían alumnos de
muchas partes de Japón para participar en ellas. Durante uno de esos retiros,
descubrieron a un alumno robando. Informaron a Bankei del hecho y le pidieron
la expul­sión del culpable. Bankei hizo caso omiso de este suceso.


Más
tarde el alumno fue descubierto en un acto similar y, de nuevo, Bankei volvió a
zanjar la cuestión. Esto provocó el males­tar de los demás alumnos, que hicieron
una petición pidiendo la expulsión del ladrón, manifestando que de lo contrario
se mar­charían todos ellos.


Cuando
Bankei leyó la petición les convocó a todos. «Sois her­manos sabios -les dijo-,
sabéis lo que está bien y lo que no lo está. Podéis ir a estudiar a otro lugar
si lo deseáis, pero este pobre hermano ni siquiera sabe distinguir lo bueno de
lo malo. Si no le enseño yo, ¿quién lo hará? Él se va a quedar aquí aunque os
vayáis todos los demás.»


Un
torrente de lágrimas purificó el rostro del hermano que había robado. Su deseo
de robar se había desvanecido.


Esta historia sucede en un campo
de meditación, en una se­sión de meditación, por tanto debes entender qué es la
medita­ción. Por eso he querido profundizar tanto en la meditación, si no, se
te escaparía el significado de esta historia. Estos cuentos no son cuentos
corrientes, precisan de un gran trasfondo. Si no entiendes qué es la
meditación, podrías leer: «Cuando Bankei lle­vaba a cabo sus semanas de retiro
en meditación», pero no lo comprenderías.


... venían alumnos de muchas partes de Japón para participar en ellas.
Durante uno de esos retiros descubrieron a un alumno ro­bando.


Esos
alumnos están en todas partes porque el ser humano tie­ne una mentalidad
mercantilista. Y no pienses que quien robaba era muy diferente a aquellos a los
que robaba; todos están en el mismo barco. Todos tienen mentalidad
mercantilista. Unos tie­nen dinero y el otro no tiene, pero esa es la única
diferencia. Aun-. que ambos tienen la misma mentalidad.


Informaron a Bankei del hecho y le pidieron la expulsión del cul­pable.
Bankei hizo caso omiso de este suceso.


¿Por qué desestimó la cuestión?
Porque ambos tenían una mentalidad mercantilista. Ambos son ladrones, solo se
trata de un ladrón que intenta quitarle algo a otro ladrón, eso es todo. En
este mundo, si acaparas dinero te conviertes en un ladrón, si tie­nes algo te
conviertes en un ladrón. Hay dos tipos de ladrones en el mundo: unos son los
respetables y reconocidos, aprobados, re­gistrados y autorizados por el Estado;
y los otros son los no autorizados que lo hacen por su cuenta. Robo legal e
ilegal. Los lega­les son los respetados; por supuesto, los ilegales no son
respeta­dos, porque van contra todas las normas.


Los
avispados nunca van contra las normas, buscan la forma de robar sin
transgredirlas. Pero hay algunas personas que no son tan listas y se dan cuenta
de que siguiendo las normas, nun­ca obtendrán nada, por lo que se olvidan de
ellas y empiezan a co­meter actos ilegales. Pero todos ellos son maniáticos del
dinero. Por eso Bankei desestimó la cuestión.


Más tarde el alumno fue descubierto en un acto similar y, de nue­vo,
Bankei volvió a zanjar la cuestión.


Él sabe que los dos están en el
mismo barco, y no hay mucha diferencia entre ellos.


Sorprendentemente,
cuando una persona tiene éxito en sus delitos, se convierte en una persona
respetable. Solo se convierte en un criminal cuando falla. Los ladrones con
éxito se convier­ten en reyes y los reyes fracasados se convierten en ladrones.
Solo es una cuestión de tener éxito. Si tienes mucho poder, eres un gran
emperador. ¿Quién fue Alejandro Magno? Un gran ladrón, pero tuvo éxito.


Vuestros
supuestos políticos son todos unos ladrones. Inten­tan acabar con otros
ladrones, pueden estar contra el contraban­do, contra el robo, contra esto y
aquello pero, en el fondo, son los más ladrones y los mayores contrabandistas.
Simplemente ha­cen las cosas legalmente o por lo menos consiguen aparentar que
las están haciendo legalmente. Y lo consiguen, al menos mien­tras están en el
poder. Cuando dejan de estarlo, desaparecen to­das esas bonitas historias sobre
ellos.


El
político, una vez depuesto, se convierte en un fenómeno desagradable. Puede
tratarse de Richard Nixon o de Indira Gan-dhi. Una vez depuesto, cuando
desaparece el poder, cuando ya no tienes el poder para protegerte, todo queda
en evidencia. Si sabes de qué modo se ha enriquecido alguien, no serás capaz de
respe­tarle. Pero si la persona es realmente rica puede lograr man­tener a la
gente callada. Y la gente tiene muy mala memoria, se olvidan.


He
leído, en un libro de historia, que expulsaron de Inglaterra a veinte personas
por ser piratas. ¿Y qué pasó al cabo de treinta años? De esas veinte personas,
algunas se fueron a Australia y otras se fueron a Estados Unidos. Algunas se
habían convertido en gobernadores de Estados Unidos, otras en banqueros o terra­tenientes,
pero las veinte se habían convertido en personas muy respetables.


Por
eso Bankei desestimó la cuestión. No le prestó mucha atención y la desestimó.
«No pasa nada, así es como funciona el mundo.» Alguien sin mentalidad
mercantilista lo ignora.


Esto provocó el malestar de los demás alumnos, que hicieron una
petición pidiendo la expulsión del ladrón, manifestando que de lo contrario se
marcharían todos ellos.


Esas
personas no habían ido para meditar en absoluto. Si has ido a meditar, tienes
en cuenta algunos requisitos: estar menos centrado en el dinero y conseguir
estar más desapegado de tus posesiones. No tiene mucha importancia que alguien
te quite unos céntimos, eso no importa demasiado porque no es una cuestión de
vida o muerte. Tienes que entender cómo funciona la mente y el apego al dinero
de la gente.


Estás
contra el ladrón porque te ha robado el dinero. Pero ¿cómo lo has conseguido
tú? Se lo habrás robado a alguien de una forma u otra, porque nadie nace con
dinero, todo el mundo llega con las manos vacías. Mantenemos que todo lo que
poseemos nos pertenece, pero no hay nada que pertenezca a nadie. Esa sería la
actitud de una persona que realmente ha ido a meditar, que nada pertenece a
nadie. Cada vez tiene menos apego por las cosas.


Sin
embargo, estas personas tenían una mentalidad mercan-tilista. Y cuando tienes
esa mentalidad, empieza la política. Al ver que Bankei no censuraba al ladrón
dos veces, debieron de pensar: «¿Qué clase de maestro es este? ¡Parece que está
defendiendo al ladrón!». No podían entender por qué no les escuchaba. No lo ha­cía
para mostrarles que tenían que olvidarse de centrarse en el dinero. Sí, robar
está mal, pero centrarse en el dinero tampoco está bien.


Cuando
vieron que no censuraba al ladrón dos veces se enfa­daron. Hicieron una
petición; enseguida entra la política: protes­tas, peticiones, o «pedir la
expulsión del ladrón, manifestando que de lo contrario se marcharían todos ellos».


No
habían ido a meditar en absoluto. Si realmente hubiesen ido a meditar, su forma
de abordar este problema habría sido completamente distinta. Habrían sido más
compasivos con ese hombre y con su anhelo por el dinero. Si realmente fuesen
medi-tadores habrían contribuido con su dinero para dárselo a este hombre: «Por
favor, quédate con este dinero en vez de robar». Eso habría indicado que
estaban ahí para meditar, para transfor­marse.


Pero
en su lugar hicieron una petición de expulsión del la­drón. Y no solo eso, sino
que amenazaron con irse todos si no se expulsaba al ladrón. No se puede
amenazar a un maestro como Bankei.


Cuando
Bankei leyó la petición les convocó a todos. «Sois her­manos sabios -les dijo-,
sabéis lo que está bien y lo que no lo está. Podéis ir a estudiar a otro lugar
si lo deseáis, pero este pobre hermano ni siquiera sabe distinguir lo bueno de
lo malo. Si no le enseño yo, ¿quién lo hará? Él se va a quedar aquí aunque os
vayáis todos los demás.»


Hay
que entender muchas cosas. Cuando el maestro dice:






 


  «

 



Sois hermanos
sabios», está ridiculizándolos y les está asestan­do un duro golpe. No está
diciéndoles que son sabios, sino que son absolutamente necios. Pero todos los
necios se creen sabios. De hecho, uno de los requisitos básicos para ser necio
es creerse sabio. Los sabios no piensan que son sabios. Los necios siempre
piensan que son sabios.


Todos
ellos son necios. No estaban ahí para tener dinero, no estaban ahí para
conseguir dinero, sino para algo más importan­te, más elevado, aunque se habían
olvidado completamente de ello. Ese hombre les estaba dando la oportunidad de
darse cuen­ta. Si realmente fueran meditadores se lo habrían dado todo a ese
hombre, incluso las gracias: «Nos has dado la oportunidad de ver lo mucho que
nos aferramos al dinero. ¡De qué manera nos has influenciado! Nos has hecho
olvidar completamente la medita­ción, nos has hecho olvidar el motivo por el
que habíamos veni­do aquí. Nos hemos olvidado del maestro Bankei».


Seguramente
habían viajado cientos o incluso miles de kiló­metros; China es un país enorme.
Debían haber viajado durante meses, porque en aquella época no era tan fácil
viajar. Oyeron ha­blar de este maestro y viajaron desde muy lejos para estudiar
meditación con él. ¡Y basta que alguien robe para que se olviden de todo!
Deberían haberle dado las gracias al ladrón: «Hiciste aflo­rar algo a nuestra
conciencia, ha salido a la superficie nuestro apego enfermizo al dinero».


Cuando Bankei dice:
«Sois hermanos sabios», está bromean­do. En realidad está diciendo: «Sois
absolutamente necios, pero os creéis muy sabios, creéis que sabéis distinguir
lo que está bien de lo que está mal. Incluso habéis intentado en­señarme a
lo que está bien y lo que está mal. Me estáis diciendo: "O echas a
este hombre o nos vamos". Estáis intentando imponerme condiciones. ¿Creéis
que sabéis lo que está bien y lo que está mal? En ese caso podéis ir donde
queráis, porque como sois tan sabios, podéis aprenderlo en cualquier parte.
Pero este hombre ¿dónde va a ir? ¡Él sí que es un necio!».


Date
cuenta del detalle, de la iro­nía. Recuerda que la rectitud de los rectos nunca
es correcta. Los que creen tener la razón casi siempre son estú­pidos. La vida
es tan compleja y tan sutil que no es tan fácil decidir si tienes la razón o sí
el otro está equivocado. De hecho, la persona que tenga un mínimo enten­dimiento
se dará cuenta de que nunca cae en la trampa de la rectitud.


Los
alumnos de Bankei creen saber lo que está bien y lo que está mal, el ladrón ha
hecho algo malo y el maestro debería echarle. Si el maestro no lo hace, entonces el maestro también está
equivocado. Están demasiado imbuidos en su sabiduría; creen que saben. No ven
la compasión del maestro y no ven la meditación del maestro. No ven que el
maestro se ha converti­do en un buda; Bankei es uno de los grandes maestros del
zen. No reconocen a la persona que tienen delante de ellos; protes­tan y le
amenazan.


El
hombre es tan necio que a lo largo de los tiempos ha hecho toda clase de
tonterías. Y siempre que hay un buda se cometen las mayores tonterías, porque
no entiendes, no te das cuenta de quién es la persona que tienes enfrente.
Sigues actuando de forma infantil e inmadura; sigues diciendo tonterías.


Bankei dice:


Sois
hermanos sabios, sabéis lo que está bien y lo que no lo está. Podéis ir a
estudiar a otro lugar si lo deseáis, pero este pobre her­mano ni siquiera sabe
distinguir lo bueno de lo malo. Si no le en­seño yo, ¿quién lo hará?


De
manera que os podéis ir, yo me quedaré con él y le en­señaré.


Él se
va a quedar aquí aunque os vayáis todos los demás.


A veces sucede que es
más difícil enseñar a alguien que piensa que tiene razón que a alguien que
piensa que está equivocado. Es más fácil enseñar a un criminal que a un santo.
Es más fácil en­señar a una persona que en el fondo está haciendo algo malo,
porque está dispuesto a aprender. Él mismo quiere salir del esta­do en el que
está. Pero alguien que piensa «estoy haciendo lo correcto», no quiere salir del
estado en el que está porque es com­pletamente feliz en ese estado. Es imposible
cambiarle.


¿Por
qué dice el maestro: «Os podéis ir todos pero yo me que­daré con este hombre,
este pobre hermano»? ¿Por qué lo dice? Porque este pobre hermano tiene una
posibilidad, un potencial.


Había
una vez un hombre, un terrible criminal, asesino y pe­cador, que fue a ver a
Buda para ser iniciado. Cuando llegó temía que no le dejaran entrar; tal vez
los discípulos no le permitirían ver a Buda. Por eso llegó en un momento en el
que no había mucha gente. Y no entró por la puerta principal, sino que saltó un
muro.


Dio la
casualidad de que Buda no estaba ahí porque había sa­lido a mendigar, y le
cogieron. Él dijo a los discípulos: «No he ve­nido a robar ni nada parecido,
solo temía que no me dejarais en­trar por la puerta principal. Todo el mundo me
conoce, soy un hombre famoso por aquí. Soy la persona más odiada y más te­mida
de los alrededores, todo el mundo me conoce. Por eso tenía miedo de que no me
dejaseis entrar, tal vez no creáis que quiero convertirme en discípulo de
Buda».


De
manera que lo llevaron ante uno de los grandes discípulos de Buda, Sariputra,
que también era astrólogo y tenía un talento especial, un talento telepático
para leer las vidas pasadas de la gente. Le pidieron a Sariputra: «Mira en el
interior de este hom­bre. Sabemos que en esta vida es un asesino, un pecador y
un la­drón, y que ha hecho toda clase de fechorías. Pero tal vez haya te­nido
alguna virtud en sus vidas pasadas; quizá por eso se quiere convertir en sannyasin.
Indaga en sus vidas pasadas».


Sariputra
miró dentro de sus ochenta mil vidas pasadas... ¡y siempre había sido igual!
Hasta Sariputra empezó a temblar al ver a este hombre. Era muy peligroso; había
sido un asesino y un
criminal ochenta mil veces, siempre había sido un pecador. ¡Era un
auténtico pecador! Era imposible cambiar a ese hombre, no había ninguna
posibilidad. Ni siquiera Buda podía hacer nada.


Sariputra
dijo: «Echadle, lleváoslo inmediatamente porque incluso Buda fracasará con este
hombre. Es un auténtico peca­dor. He visto ochenta mil vidas suyas y no puedo
ir más allá. ¡Es más que suficiente!».


De
modo que le expulsaron. El hombre estaba muy dolido porque para él no había
escapatoria. No podía estar cerca de Buda en vida, así que decidió suicidarse.
Se acercó al muro que había a la vuelta de la esquina de la puerta principal, y
estaba a punto de estamparse la cabeza contra la pared para matarse cuando, de
repente, Buda volvió de su ronda de mendigar y le vio. Le detuvo, se lo llevó
dentro y le inició.


La
historia cuenta que a los siete días ese hombre se convir­tió en un arhat, en
un iluminado. Todo el mundo estaba perple­jo. Sariputra fue a Buda y le dijo:
«¿Cómo puede ser? ¿Toda mi clarividencia y mi astrología no son más que un
desatino? ¡Hé indagado en ocho mil vidas de este hombre! Si puede iluminar­se
en siete días, ¿qué sentido tiene indagar en las vidas pasadas de la gente?
Entonces es todo absurdo. ¿Cómo puede ocurrir algo así?».


Y Buda
le dijo: «Has mirado en su pasado pero no has mirado en su futuro. ¡Y el
pasado, pasado está! Una persona puede cam­biar en el momento que decida
cambiar, la propia decisión es de­cisiva. Cuando alguien ha vivido ochenta mil
vidas de miseria, lo sabe y anhela cambiar, y la intensidad de su propósito de
cambiar es infinita. Por eso puede suceder en siete días.


»Sariputra,
tú no te has iluminado. Eres un buen hombre, tienes buenas vidas, tu pasado no
es una pesada carga. Hay cierta rectitud en tu ser. Has sido brahmán durante
muchas vidas, erudito, una persona respetada. Pero fíjate en ese hombre. Esta­ba
cargado con esas ochenta mil vidas y quería ser libre. Real­mente quería ser
libre; por eso se obró el milagro y a los siete días salió de su prisión. La
intensidad de su pasado le estaba obli­gando.»


Esta
es una de las cosas básicas que hay que comprender en la transformación de las
personas. Los que se sienten culpables se pueden transformar fácilmente. Las
personas que se sienten bien y son correctas, son muy difíciles de transformar.
Las personas religiosas son muy difíciles de transformar; las no religiosas son
más fáciles de transformar. Por eso, siempre que viene a mí una persona
religiosa, no le hago mucho caso; pero cuando viene una persona no religiosa,
me tomo más interés. Me dedico a él, estoy con él y me vuelco, porque existe
una posibilidad.


Eso es lo que dice
Bankei:


«Si no le enseño yo, ¿quién lo hará? Él se va a quedar aquí aun­que os
vayáis todos los demás.»


Un
torrente de lágrimas purificó el rostro del hermano que había robado. Su deseo
de robar se había desvanecido.


Y
rociado por la compasión del maestro, el ladrón ya no es un ladrón y se
purifica absolutamente. Empezó a llorar y esas lágri­mas purificaron su
corazón. «Un torrente de lágrimas purificó el rostro del hermano que había
robado. Su deseo de robar se había desvanecido.» Este es el milagro de la
presencia del maestro. Y la historia no dice nada de qué ocurrió a toda esa
gente políti­camente correcta.


Este es el misterio
de la vida. Nunca te sientas justo ni pretendas estar en lo cierto, no te
aferres a esta idea. Y no pienses que los demás están equivocados, porque las

dos cosas van juntas, si sientes que estás en lo cierto siempre estarás
descalificando a los demás y pensando que la otra persona está equivocada. No
desca­lifiques a nadie ni te alabes a ti mismo; de lo contrario, te equi­vocarás.
Acepta a la gente como es. Eso es lo que son y ¿quién eres tú para decir si
está bien o mal? Si están equivocados sufren y si están en lo cierto son
dichosos. Pero ¿quién eres tú para cri­ticarlos?


Tu
crítica aumenta tu ego. Por eso la gente habla tanto de lo que los demás hacen
mal, porque les produce la sensación de es­tar haciendo las cosas bien. Si
alguien es un asesino eso les hace sentirse bien: «Yo no soy un asesino; por !o
menos no soy un ase­sino».


Si
alguien es un ladrón ellos se sienten bien: «Yo no soy un la­drón». Y así
sucesivamente, mientras tanto, su ego se va fortale­ciendo. La gente habla de
los pecados de los demás, de los delitos de los demás y de todo lo malo de la
vida de los demás. La gente no hace más que hablar de eso. Lo exageran y lo
disfrutan... así sienten que «yo soy bueno». Pero esta sensación pronto se con­vertirá
en una barrera.



compasivo, sé inteligente y amoroso. Mira a los demás sin juzgarlos. Y nunca
empieces a sentirte una persona recta, ni em­pieces a sentir una especie de
santidad. No te conviertas en «Su santidad». Nunca.


Mantente
común; no seas nadie. Y en ese no ser nadie llega el último huésped... en ese
no ser nadie tú te conviertes en el an­fitrión.






CORAZONES Y MENTES -
RESPUESTAS A PREGUNTAS



¿Qué
significa intentar ayudar a los demás? A menudo es más parecido a intentar
cambiarlos que a respetarlos y quererlos in-condicionalmente. ¿Puedes hablar
sobre esto?



Hay
una gran diferencia, y extraordinariamente significativa, en­tre intentar
cambiar al otro y ayudarle. Cuando ayudas a alguien le ayudas a ser él mismo;
cuando intentas cambiar a alguien, in­tentas cambiarlo de acuerdo con tus
ideas. Cuando intentas cam­biar a alguien intentas hacer una fotocopia. No te
interesa la per­sona; tú tienes cierta ideología, una idea fija, un ideal, e
intentas cambiar a la persona de acuerdo con ese ideal. Lo más importante es el
ideal, el ser humano en sí no te importa nada.


En
realidad, es violento intentar cambiar al otro de acuerdo con algún ideal. Es
una agresión, un intento de destruir al otro. No es amor ni es compasión. La
compasión siempre le permite al otro ser él mismo. La compasión no tiene
ideología, la compa­sión es una atmósfera. No te da una dirección, solo te
proporcio­na energía. Entonces te desarrollas. Entonces tu semilla tiene que
brotar según su propia naturaleza. No hay nadie que te im­ponga nada.


Cuando
digo: «Ayuda a los demás», quiero decir que les ayu­des a ser ellos mismos.
Cuando digo que el mundo no es religio­so debido a la existencia de tantos predicadores,
quiero decir que hay demasiada gente que intenta cambiar, convertir y
transfor-. mar a los demás según su propia ideología. Una idea no debería ser
más importante que una persona. Ni siquiera toda la huma­nidad tiene más
importancia que un solo ser humano. La hu­manidad es una idea; el ser humano es
una realidad.


Olvídate
de la humanidad y recuerda al ser humano; lo verda­dero, lo concreto, lo que
palpita, lo que está vivo. Es muy fácil sa­crificar a los seres humanos en
nombre de la humanidad. Es muy fácil sacrificar a los seres humanos en nombre
del islam, el cato­licismo o el hinduismo; es muy fácil sacrificarlos por la
idea de Cristo o de Buda. Ayuda pero no sacrifiques. ¿Quién eres tú para
sacrificar a nadie? Cada individuo tiene su propio fin. No lo utili­ces como un
medio.


Cuando
Jesús dice: «El sábado está hecho para el hombre, no el hombre para el sábado»,
ese es el significado. Todo está hecho para el hombre; el hombre es el valor
supremo. Incluso la idea de Dios es para el hombre; el hombre no es para la
idea de Dios. Sa­crifícalo todo para el hombre pero no sacrifiques al hombre
por ninguna cosa. Entonces estás ayudando.


Si
empiezas a sacrificar al ser hu­mano, no estarás ayudando. Estarás destruyendo
y mutilando al otro. Eres violento, eres un criminal, del mismo modo que lo son
tus llamados maes­tros religiosos que intentan cambiar a los demás. Uno solo
puede amar, ayudar, estar listo para dar in-condicionalmente.


Comparte
tu ser, pero permite que el otro vaya hacia su propio destino. Ese destino es
desconocido; nadie sabe qué va a florecer. No le des un patrón, de lo contrario
aplastarás la flor. Y recuerda que cada individuo es único. Nunca ha existido
un ser así antes y nunca
volverá a existir. La existencia no se repite, no es repetiti­va. No cesa de
inventar.


Si pretendes que un
hombre sea como Jesús estarás siendo destructivo. Jesús no podrá repetirse
nunca. ¡Y tampoco hay ninguna necesidad! Uno es hermoso pero muchos serían
senci­llamente aburridos. No intentes hacer a una persona como Buda. Déjale que
se convierta en él mismo, esa es su budeídad. Tú no sabes qué es !o que lleva
dentro de sí y él tampoco. Solo el futuro puede mostrarlo. Y no solo te
sorprenderás tú, sino que la propia persona se sorprenderá cuando se abra su
flor. Todo el mundo lleva dentro de sí una flor con un potencial infi­nito y
con un poder de infinitas posi­bilidades.


Ayúdale,
dale energía y amor. Acep­ta al otro y hazle sentirse bienvenido. No le
provoques un sentimiento de culpabilidad, no le hagas creer que lo desapruebas.
Todos los que intentan cambiarle le hacen sentir culpable y la culpabilidad es
un veneno.


Cuando
alguien dice «¡Sé como Jesús!», está rechazando tu forma de ser. Siempre que
alguien te dice que seas como otra per­sona, no te está aceptando a ti. No
eres bienvenido, eres como un intruso. No serás amado a menos que te conviertas
en otra per­sona. ¿Qué clase de amor es ese que te destruye y solo se da cuan­do
te conviertes en algo falso y no auténtico?


Si
eres auténtico, solo puedes ser tú mismo. Todo lo demás será falso, serán
máscaras, personalidades, pero no será tu esen­cia. Puedes decorarte con la
personalidad de Buda, pero nunca te llegará al corazón. No estará relacionado
contigo, no tendrá nada que ver contigo. Solo estará en el exterior. Un rostro que nunca será
tu rostro.


Quien
sea que esté intentando convertirte en otra persona y te diga «Te querré si
eres como Buda o como Cristo...», no te quiere. Tal vez ame a Cristo, pero a ti
te odia. Y su amor por Cris­to tampoco puede ser muy profundo porque si
realmente ama a Jesús habría comprendido la singularidad absoluta de cada indi­viduo.


El
amor es una comprensión profunda. Si has amado a al­guien, habrás desencadenado
dentro de ti una cualidad de visión diferente. Ahora puedes ver con claridad.
Si has amado a Jesús, te encuentres con quien te encuentres, verás la realidad
de esa persona, de ese ser humano específico, de su potencial aquí y ahora.
Amarás a esa persona, le ayudarás a convertirse en lo que él o ella pueden
convertirse. No esperarás nada más. Toda expec­tativa es una descalificación,
una negación, un rechazo. Simple­mente das tu amor sin esperar una recompensa,
sin esperar un resultado. Ayudas sin tener en la mente un futuro.


Cuando
el amor fluye sin un futuro, hay una enorme energía. El amor ayuda cuando fluye
sin motivación, y no hay nada que pueda ayudar tanto como eso. Aunque solo haya
un ser humano que te acepta, eso te hará sentirte centrado. La existencia no te
ha recibido mal. Por lo menos hay un ser humano que te quiere
in-condicionalmente. Eso te da un arraigo, te centra y te da la sen­sación de
estar en casa. Cuando estás lejos de ti mismo estás le­jos de la existencia, de
tu casa. La distancia entre tú y tu ser es la distancia entre tú y tu casa, no
hay más distancia. De manera que quienquiera que diga «Sé otra persona», te
está alejando de tu casa. Te volverás falso y te pondrás máscaras. Tendrás
personali­dades, carácter y mil otras cosas, pero no tendrás alma; no tendrás
lo esencial. No serás una conciencia sino una decepción, un seudofenómeno; no
serás auténtico.


Por
eso, cuando digo ayuda, estoy diciendo que simplemente crees una atmósfera
alrededor de las personas. Lleva esa atmós­fera de amor y compasión vayas donde
vayas y ayuda a los demás a ser ellos mismos.


Es lo más difícil
del mundo -ayudar a los demás a ser ellos mismos- porque va contra tu ego. A tu
ego le gustaría que los demás fuesen imitadores. Te gustaría que todo el mundo
te imitase; te gustaría convertirte en el arquetipo y que todo el mundo fuese como
tú. Entonces tu ego estaría muy, muy satisfecho. Te crees el original y los
demás tienen que copiarte. Te conviertes en el cen­tro y todo el mundo se
vuelve falso.


No, al ego no le
convence. Quiere cambiar a los demás con arreglo a sus ideas. Pero ¿quién eres
tú para cambiar a nadie? No te hagas responsable de eso. Es peligroso; así es
como nacen to­dos los Adolf Hitler. Son personas que se responsabilizan de
cambiar el mundo con arreglo a sus ideas. En la superficie hay una gran
diferencia entre un Mahatma Gandhi y un Adolf Hitler. Pero en el fondo no hay
ninguna dife­rencia, porque ambos quieren cambiar el mundo con arreglo a sus
ideas. Uno puede estar usando métodos violentos y el otro puede estar usando
métodos no violentos, pero los dos están usando métodos para cambiar a los
demás con arreglo a sus ideas.


Uno puede usar una bayoneta y el
otro amenazarte con que «Voy a hacer un largo ayuno si no me haces caso». Uno
puede estar amenazándote con matarte y el otro puede estar amenazándote con
matarse si no se le sigue, pero los dos están usando la fuerza. Los dos están
creando situaciones en las que pueden obligarte a ser algo que no quieres ser y
que nunca has querido ser. Los dos son políticos. Hitler no te ama, y Gandhi
tampoco. Gandhi habla del amor, pero no ama. No puede amar porque la idea en sí -el
ideal de cómo deberías ser- se lo impide.


Solo
hay una forma de amar a las persona y es amarlas tal como son. Y ahí está la
belleza: cuando las amas como son, cam­bian. No según tu criterio sino según su
propia realidad. Cuando las amas se transforman. No se convierten; se
transforman. Se vuelven algo nuevo, alcanzan nuevas alturas del ser. Pero eso
su­cede en su ser y de acuerdo con su naturaleza.


Ayuda
a la gente a ser natural, ayuda a la gente a ser libre, ayu­da a la gente a ser
ellos mismos y no intentes obligar a nadie, no intentes tirar, empujar y
manipular. Ese es el camino del ego. Y eso es política.


¿Cuándo el sentir
cariño por alguien se acaba convirtiendo en una intromisión en su vida?



En el
momento que entra la ideología se convierte en una intro­misión. El amor se
vuelve amargo, se convierte casi en un tipo de odio y tu protección se
convierte en una prisión. La ideología es la que marca la diferencia.


Por
ejemplo, si eres una madre cuidas a tu hijo. Tu hijo te ne­cesita, no puede
sobrevivir sin ti. Eres imprescindible porque necesita alimentos, amor, cariño... pero no
necesita tu ideología. No necesita tus ideales ni tu cristianismo, hinduismo,
tu islam o tu budismo. No necesita tus escrituras ni tus creencias. No nece­sita
tus ideales de cómo debería ser. Simplemente evita los idea­les, los objetivos,
las metas; entonces el cariño será hermoso, será inocente. De lo contrario,
será interesado.


Cuando
en tu cariño no hay ideologías, no quieres convertir a tu hijo en cristiano, no
quieres hacer de él esto o lo otro, comu­nista o fascista, no quieres que se
convierta en empresario, mé­dico o ingeniero... No tienes ideas preconcebidas
para tu hijo. «Yo te querré y cuando crezcas, tú elegirás -le dices-, sé lo que
naturalmente quieras ser. Seas lo que seas, tienes mi aprobación y decidas lo
que decidas, por mi parte lo acepto y lo apoyo. Esto no significa que te vaya a
querer si te conviertes en el presidente de la nación, y no te vaya a querer y
me avergüence de ti si solo eres un carpintero. No te daré una buena acogida
solo cuando llegues con una medalla de oro de la universidad, y me sentiré
avergonzado si fracasas. No vas a ser mi hijo solo si eres bueno, virtuoso,
moral, y esto y aquello, y si no es así, no tendrá nada que ver contigo y tú no
vas a tener nada que ver conmigo.


En
cuanto introduces una idea empiezas a corromper la rela­ción. El cariño es algo
hermoso, pero cuando ese cariño compor­ta alguna idea, entonces es interesado.
Es un trato, tiene sus con­diciones. Y todo nuestro amor es interesado; de ahí
la infelicidad que hay en el mundo, el infierno en el que se vive. No es que no
haya cariño, hay cariño, pero muy interesado. La madre cuida, el padre cuida,
el marido cuida, la mujer cuida, el hermano, la her­mana... todo el mundo
cuida. La gente cuida demasiado y sin em­bargo el mundo es un infierno. Aquí
debe de haber un error, algo está fundamentalmente equivocado.


¿Cuál es ese error fundamental?
¿Dónde fallan las cosas? El cariño tiene condiciones, «¡Haz esto! ¡Sé
aquello!». ¿Alguna vez has amado a alguien sin poner condiciones? ¿Alguna vez
has amado a alguien tal como es, sin querer mejorar a la persona, sin querer
cambiarla; aceptándola absolutamente, totalmente? En-tonces sabes qué es el
cariño. A través de ese cariño te sentirás sa­tisfecho y ayudarás inmensamente
al otro.


Y
recuerda, si cuidas sin ningún in­terés, sin ambición, la persona a la que
cuidas te amará para siempre. Pero si tu cariño tiene alguna intención, la
persona a la que has cuidado no será capaz de perdonarte jamás. Por eso los
niños no pueden perdonar a sus pa­dres. Pregunta a los psicólogos o a los
psicoanalistas; casi todos los casos que tratan son de personas cuyos padres
les cuidaban demasiado cuando eran niños. Y su cariño era interesado, frío y
calculado. Querían satisfacer algu­nas de sus ambiciones a través de sus hijos.


El
amor debe ser un regalo. En el momento que tiene una eti­queta con un precio
deja de ser amor.










3. La compasión en
acción



Nadie puede dejar de ser un egoísta
excepto los hipócritas. La palabra «egoísta» ha adquirido un tono de condena
porque todas las religiones la han condenado. Quieren que seas altruista, pero
¿por qué? Para ayudar a los demás...


Esto
me recuerda algo, un niño estaba hablando con su madre y la madre le dijo:
«Recuerda que siempre hay que ayudar a los demás». Y el niño preguntó: «¿Y los
demás qué harán?». La ma­dre, naturalmente, contestó: «Ayudar a los demás». El
niño dijo: «Me parece un método muy raro. ¿Por qué no ayudarte a ti mis­mo en
vez de a otro y complicar las cosas sin necesidad?».


El
egoísmo es natural. Sí, siendo egoísta llega un momento en el que estás
compartiendo. Cuando te encuentras en un estado de alegría desbordante es
cuando puedes compartir. Ahora mismo la gente infeliz está ayudando a otra
gente infeliz, los ciegos guían a otros ciegos. ¿Qué ayuda puedes ofrecer? Esta
es una idea muy peligrosa que ha prevalecido a través de los siglos.


En una pequeña
escuela, la profesora le dijo a los niños:


-Debéis
hacer una buena acción al menos una vez por semana.


Un
niño le preguntó:


-Por favor, denos al menos algún
ejemplo de buenas accio­nes porque no sabemos lo que es bueno.


De manera que ella
respondió:


-Por ejemplo: una ciega quiere
cruzar la calle y la ayudáis a cruzar la calle. Esa es una buena acción; es un
acto virtuoso.


La semana siguiente
preguntó:


-¿Alguno
de vosotros se ha acordado de hacer lo que os dije? -Tres niños levantaron la
mano-. Eso no está bien, el resto de la clase no ha obedecido, pero a pesar de
todo, al menos hay tres niños que han hecho algo bueno -dijo la profesora-.
¿Qué has hecho tú? -le preguntó al primero.


-Exactamente
lo que usted dijo -contestó-. Ayudé a cru­zar la calle a una ancianita ciega.


-Eso
está muy bien -dijo la profesora-, que Dios te bendi­ga-. ¿Qué has hecho tú?
-le preguntó al segundo.


-Lo
mismo -contestó-, ayudé a cruzar la calle a una an­cianita ciega.


La
profesora estaba un poco sorprendida, ¿dónde han encontra­do a tantas ancianas
ciegas? Pero como se trata de una gran ciudad pueden haber encontrado dos.
Preguntó al tercero y este le dijo:


-He
hecho exactamente lo que han hecho ellos, ayudar a cruzar la calle a una
ancianita ciega.


La profesora
exclamó:


-Pero ¿dónde habéis
encontrado a tres ciegas?


-No lo
entiendes -dijeron-, no había tres ciegas, solo ha­bía una y ¡fue tan difícil
ayudarla a cruzar la calle! Nos daba gol­pes gritando y chillando porque no
quería cruzar, pero nosotros estábamos empeñados en realizar una buena acción.
Se reunió un montón de gente a chillarnos, pero les dijimos: «No os preocupéis,
sólo queremos ayudarla a cruzar la calle». ¡Pero ella no quería cruzarla!


Dicen
a la gente que ayude a los demás, pero ellos mismos es­tán vacíos. Dicen a la
gente que ame a los demás -a sus vecinos, a sus enemigos- pero nunca les han
dicho que se amen a sí mis­mos. Directa o indirectamente, todas las religiones
dicen a la gente que se odie. La persona que se odia no puede amar a nadie;
solo puede fingir que ama.


Lo
fundamental es amarte tanto a ti mismo que el amor rebose y alcance a los
demás. No estoy en contra de compartir, pero estoy absolutamente en contra del
altruismo. Estoy a favor de compartir, pero primero debes te­ner algo para
compartir. De ese modo no estarás haciendo algo como una obligación hacia
nadie, sino al contra­rio, la persona que recibe algo de ti te está haciendo un
favor. Deberías estar agradecido al otro, porque podía ha­ber rechazado tu
ayuda y ha sido generoso aceptándola.


Siempre
insisto en decir que el individuo debería sentirse tan feliz, tan dichoso, tan
silencioso, tan satisfecho, que gracias a ese estado de satisfacción empieza a
compartir. Está tan pleno como una nube cargada de lluvia que debe descargarla.


Si
resulta que sacia la sed de los demás o la sed de la tierra, esto es secundario.
Si cada individuo está lleno de alegría, lleno de luz y lleno de silencio, lo
compartirá sin que nadie se lo diga, porque compartir es una felicidad. Dárselo
a alguien produce más alegría que obtenerlo.


Pero
habría que cambiar toda la estructura. No habría que decir a las personas que
fuesen altruistas. Si son desdichados, ¿qué le van a hacer? Si son ciegos, ¿qué
le van a hacer? Si han derrochado su vida, ¿qué le van a hacer? Solo pueden dar
lo que tienen. De ma­nera que la gente está dando a todo el que entra en
contacto con ellos infelicidad, sufrimiento, angustia y ansiedad. ¡Eso es el
altruis­mo! No, yo prefiero que todo el mundo sea absolutamente egoísta.


Los
árboles son egoístas: aportan agua a sus raíces, aportan sa­via a sus ramas, a
sus hojas, a sus frutos y a sus flores. Y cuando flo­recen esparcen su perfume
a todo el mundo, tanto conocido como desconocido, familiar o extraño. Cuando
están cargados de fruta, comparten y dan sus frutos. Pero si enseñases a los
árboles a ser al­truistas morirían, del mismo modo que toda la humanidad está
muerta, solo son cadáveres andantes. Y ¿hacia dónde van? Van ha­cia el
cementerio para descansar finalmente en su tumba.


La
vida debería ser una danza y la vida de todo el mundo pue­de convertirse en una
danza. Debería ser una música, y después podrás compartir; tendrás que
compartir. No es que yo lo diga, es una de las leyes fundamentales de la
existencia: cuanto más com­partes tu dicha, más crece.


Por eso enseño
egoísmo.






NO SEAS UN ABOGADO, SÉ
UN AMANTE



En
Mateo 22 se dice:


Entonces,
uno de ellos, que era doctor en leyes, le hizo una pre­gunta tentándole y
diciendo: Maestro, ¿cuál es el mandamiento más grande de la ley?


Jesús
le respondió: amarás al Señor tu Dios con todo tu cora­zón, con toda tu alma y con
toda tu mente. Este es el primer gran mandamiento. Y el segundo es similar a
este: amarás a tu próji­mo como a ti mismo.


De
estos dos mandamientos dependen toda la ley y los profetas.


Hay dos palabras -ley y amor-
que son enormemente rele­vantes. Representan dos tipos de mente, son los polos
opuestos. La mente jurídica nunca puede ser amorosa y la mente que ama nunca
puede ser jurídica. La actitud legal no es religiosa: es polí­tica, social. Y
la actitud del amor no es política ni social, sino in­dividual, personal y
religiosa.


Moisés,
Manú, Marx, Mao, son mentes jurídicas; han aportado al mundo la ley. Jesús,
Krisna, Buda, Lao Tzu, son personas de amor. No han dado un mandamiento legal
al mundo, han dado una visión completamente distinta.


He oído contar una historia
sobre Federico el Grande, rey de Prusia, que era una mente jurídica. Fue a
verle una mujer para quejarse de su marido. «Majestad -le dijo-, mi marido me
tra­ta muy mal.»


Federico el Grande
dijo: «Eso no es asunto mío».


Pero
la mujer insistía: «No solo eso. Majestad, también habla mal de usted».


Federico
el Grande contestó: «Eso no es asunto tuyo». Así es la mentalidad jurídica.


La
mente jurídica siempre está pensando en la ley y nunca en el amor. La mente
jurídica piensa en la justicia pero nunca pien­sa en la compasión; y la
justicia sin compasión nunca puede ser justa. Una justicia que no tenga
compasión está abocada a ser injusta; pero una compasión que aparentemente es
injusta no puede
ser injusta. La propia naturaleza de la compasión es ser justa; la justicia
sigue a la compasión como una sombra. Pero la compasión no sigue a la justicia
como una sombra porque la compasión es lo verdadero, el amor es lo verdadero.
Tu sombra te sigue pero tú no sigues a tu sombra. La sombra no puede guiar, la
sombra tiene que seguir. Y esta es una de las grandes controversias de la
humanidad: si Dios es amor o ley, si Dios es justo o compasivo.


La
mente jurídica dice: Dios es la ley. Pero la mente jurídica no puede saber qué
es Dios porque Dios es otra forma de decir amor. La mente jurídica no puede
alcanzar esa dimensión. La mente jurídica responsabiliza de todo a los demás: a
la sociedad, a la estructura económica y a la historia. Para la mente jurídica,
los demás siempre son culpables. El amor se hace responsable de sí mismo;
siempre soy yo el responsable, no tú.


Cuando

entiendes que tú eres el responsable empiezas a flore­cer. La ley es una
excusa. Es una astucia de la mente para que puedas seguir protegiéndote y
defendiéndote. El amor es vulne­rable, pero la ley es una medida defensiva.
Cuando amas a al­guien no hablas de leyes. Cuando amas, la ley desaparece,
porque el amor es la ley suprema. No precisa otras leyes, se basta consi­go
mismo. Y cuando el amor te protege no necesitas otra protec­ción. No seas legalista,
de lo contrarío te perderás todo lo bello de la vida. No seas un abogado, sé un
amante, de lo contrario te se­guirás protegiendo y al final te darás cuenta de
que no hay nada que proteger; solo has estado protegiendo un ego vacío. Y siem­pre
puedes encontrar medios y formas de proteger el ego vacío.


He
oído una anécdota sobre Oscar Wilde. El estreno de su pri­mera obra de teatro
fue un fracaso absoluto, un fiasco. Cuando sa­lió del teatro, sus amigos le
preguntaron: «¿Qué tal ha ido?». Él dijo: «La obra ha sido un éxito, pero el
público ha sido un fracaso».


Así es
la mentalidad jurídica, siempre está intentando proteger al ego vacío; no es
más que una pompa de jabón: dentro no tiene nada, está llena de vacío y no hay
nada. Pero la ley sigue prote­giéndolo. Recuerda, en cuanto te vuelves
legalista, en cuanto em­piezas a ver la vida a través de la ley -puede ser la
ley del gobier­no o la ley de la iglesia, eso no cambia nada-, en cuanto
empiezas a ver la vida a través de la ley, a través de un código moral, de las
escrituras o de los mandamientos, empiezas a perdértela.


Hay
que ser vulnerable para saber qué es la vida; hay que estar totalmen­te
abierto, inseguro. Hay que estar dis­puesto a morir para conocerla; solo así
podrás conocer la vida. Si tienes miedo a la muerte nunca conocerás la vida,
porque la muerte no puede conocer. Si no tienes miedo a la muerte, si estás
dispuesto a conocerla, conocerás la vida, la vida eterna que nunca muere. La
ley es miedo escondido, el amor es la expresión de la ausencia de miedo.


Cuando
amas el miedo desaparece, ¿te has dado cuenta? Cuando amas no existe el miedo.
Cuando amas a alguien el miedo desaparece. Cuanto más amas, más desaparece el
miedo. Si amas totalmente, el miedo está absolutamente ausente. El miedo solo
surge cuando no amas. El miedo es ausencia de amor, la ley es ausencia de amor
porque básicamente es una defensa de tu tembloroso corazón in­terno; tienes
miedo y quieres protegerte.


Si una
sociedad se sustenta en la ley, esa sociedad estará do­minada por el miedo.
Cuando una sociedad se sustenta en el amor, el miedo desaparece y no es necesaria
la ley, no son necesa­rios los tribunales, ni son necesarios el cielo y el
infierno. El in­fierno es una actitud jurídica; el castigo proviene de una
mentali­dad jurídica. La ley dice que si haces el mal serás castigado y si
haces el bien serás recompensado. Y luego están las llamadas reli­giones: dicen
que si cometes un pecado te mandarán al infierno. ¡Imagínate ese infierno! Las
personas que han inventado la idea del infierno deben de haber sido
profundamente sádicas. Han re­presentado el infierno de manera que han tomado
todas las medi­das posibles para que sufras. Y también han inventado el cielo;
el cielo para ellos y sus seguidores, el infierno para los que no les si­guen y
no creen en ellos. Pero estas actitudes son legalistas, es la misma actitud que
el castigo criminal. Y el castigo ha fallado.


No se
puede detener el crimen, el castigo no ha podido dete­nerlo. Sigue aumentando
porque, de hecho, la mentalidad jurí­dica y la mentalidad criminal son dos
caras de la misma moneda; no son diferentes. Todas las mentes jurídicas son
esencialmen­te criminales y todas las mentes criminales pueden convertirse en
buenas mentes jurídicas, porque tienen el potencial. No son dos mundos
independientes; forman parte del mismo mundo. El crimen sigue aumentando y la
ley se va volviendo cada vez más complicada y compleja.


El
hombre no ha cambiado debido al castigo sino que, en rea­lidad, se ha vuelto
más corrupto. Los tribunales no lo han cam­biado pero lo han corrompido más. Y
tampoco han servido los conceptos de recompensa, cielo o respetabilidad. Ya que
el infier­no depende del miedo y el cielo depende de la codicia; son estos dos
conceptos, miedo y codicia, el problema. ¿Cómo vas a cam­biar a la gente por
medio de ellos? Son enfermedades, y la mente jurídica insiste en decir que son
medicinas.


Es
necesaria una actitud completamente distinta, la actitud del amor. Cristo
aporta amor al mundo. Destruye la ley, el mismo fundamento de la ley. Ese fue
su crimen y por eso le crucificaron, porque estaba destruyendo los cimientos de
esta sociedad crimi­nal; estaba destruyendo el pilar fundamental del mundo
criminal, de las guerras, la violencia y la agresión. Proporcionó un pilar
fundamental completamente nuevo. Hay que intentar compren­der estas líneas en
toda su profundidad.


Entonces, uno de ellos, que era doctor en leyes, le hizo una pre­gunta
tentándole y diciendo...


«Tentándole.»
Quería arrastrar a Jesús a una discusión lega­lista. Hay muchas ocasiones en la
vida de Jesús en las que le ten­taron a bajar de las alturas del amor a los
oscuros valles de la ley. Y la gente que intentó tentarle era muy capciosa. Por
el tipo de preguntas que le hacían, si Jesús no hubiese sido un ser realiza­do,
habría caído en la trampa. Le planteaban lo que en la lógica se llama un
dilema: respondas lo que respondas, estás perdido. Si dices una cosa estás
perdido, pero si dices lo contrario también estás perdido.


Seguro
que conoces esta famosa historia. Él está sentado a la orilla del río, la gente
se acerca llevándole a una mujer. Le dicen que esta mujer ha cometido un
pecado: «¿Tú qué opinas?». Le es­tán tentando porque las escrituras antiguas
dicen que cuando una mujer comete un pecado, hay que lapidarla hasta la muerte.
Ahora le están dando a Jesús dos alternativas. Si sigue las escri­turas,
entonces le preguntarán: «¿Dónde ha ido a parar tu con­cepto del amor y la
compasión? ¿No eres capaz de perdonarla? ¿De manera que todo lo que dices sobre
el amor no es más que
palabrería?». No tiene salida. Pero si dice: «Perdonadla», ellos
contestarán: «Entonces estás en contra de las escrituras; y tú has estado
diciendo a la gente "Yo vendré a cumplir las escrituras, no a
destruirlas"». Esto es un dilema, estas son las dos únicas alter­nativas.


Pero
la mente jurídica no se da cuenta de que un hombre de amor tiene una tercera
alternativa que la mente jurídica no co­noce, porque la mente jurídica solo
puede pensar en opuestos. Para la mente jurídica solo existen dos alternativas,
sí o no. No sabe nada de la tercera alternativa, a la que De Bono ha denomi­nado
po; la primera sí, la segunda no y la tercera alternativa es  po. No es
ni sí ni no, sino completamente diferente. Jesús es el pri­mer hombre en el
mundo que dijo po. No
utilizó ese término, el término ha sido inventado por De Bono, pero dijopo, en
realidad lo hizo. Él dijo a la multitud: «Solo aquellos de entre vosotros que
no hayan pecado nunca y nunca hayan pensado en cometer un pecado, que den un
paso al frente. Coged las piedras con vues­tras manos y matad a esta mujer».
Pero no había ni una sola per­sona que no hubiese cometido un pecado o que
nunca hubiese pensado en cometerlo.


Tal
vez haya gente que no ha cometido nunca un pecado pero pueden estar pensando constantemente
en ello. En realidad, es inevitable que lo hagan. La gente que comete pecados
no piensa tanto en ello. Los que no lo hacen están constantemente pensan­do o
fantaseando sobre ello. Y en el fondo de tu ser, no hay nin­guna diferencia
entre pensar o actuar.


Poco a
poco la gente empezó a desaparecer. Los que estaban en primera fila se fueron
hacia atrás, los juristas expertos de la sociedad y los ciudadanos eminentes de
la ciudad empezaron a irse. Este hombre había usado una tercera alternativa. No
dijo sí ni
dijo no. Dijo: «Sí, matad a esta mujer, pero solo pueden hacer­lo quienes no
hayan cometido nunca un pecado ni hayan pensa­do en cometerlo». La multitud
desapareció. Dejaron a Jesús solo con la mujer; ella cayó a sus pies y le dijo:
«Realmente he come­tido un pecado, soy una mala mujer. Puedes castigarme».


Jesús
le respondió: «¿Quién soy yo para juzgarte? Esto es un asunto entre tú y tu
Dios. Es algo entre tú y la existencia. ¿Quién soy yo para interferir? Si te
das cuenta de que has hecho algo mal, no vuelvas a hacerlo».


Estas
situaciones se repetían continuamente. La gente solo estaba interesada en
llevar a Jesús a una disputa en la que pudie­ra salir ganadora la mente
jurídica. No puedes discutir con una mente jurídica, si lo haces te derrotará,
porque la mente jurídica es muy eficiente en la discusión. Adoptes la posición
que adoptes -eso no importa- serás derrotado.


Jesús
no podía ser derrotado porque nunca discutía. Esta era una de las señales, uno
de los signos de que había alcanzado el amor. Se mantenía en su cumbre; nunca
descendía.


Entonces,
uno de ellos, que era doctor en leyes, le hizo una pre­gunta tentándole y
diciendo: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento más grande de la ley?».


Esta
es una pregunta muy difícil. ¿Cuál es el mandamiento, más grande, cuál es el
principal mandamiento, cuál es el manda­miento fundamental de la ley? Es muy
complicado porque cada ley depende de otras, están entrelazadas. No puedes
encontrar una ley fundamental, no hay una ley fundamental. Todas depen­den de las
demás; son interdependientes.


En la India, este ha sido uno de
los grandes debates: ¿Qué es lo básico, la no violencia o !a verdad? Si te encuentras en una situa­ción
en la que tienes que escoger entre la verdad y la no violencia -si dices la
verdad habrá violencia, y si no dices la verdad se puede evitar la violencia-,
¿qué harías? ¿Dirías la verdad y per­mitirías que se cometiera la violencia?


Por
ejemplo, estás sentado en un cruce de caminos y llega un grupo de policías que
te preguntan: «¿Ha visto pasar por aquí a un hombre? Tenemos que atraparle y
matarle porque ha escapa­do de la prisión. Tiene una sentencia de muerte». Tú
le has visto. Puedes decir que sí y estarás diciendo la verdad, pero entonces
serás responsable de la muerte de ese hombre. Puedes decir que no le has visto
o puedes darle a la policía una pista equivocada; de esta manera el hombre se
salvará. Sigues siendo no violento pero has mentido. ¿Qué harías? Parece
imposible escoger, casi impo­sible. ¿Qué ley es la más fundamental?


Jesús
le respondió: amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y
con toda tu mente.


Esto
es po: no está respondiendo a la pregunta en absoluto; está respondiendo
a otra cosa. No está bajando al mundo de las leyes; se mantiene situado en su
cumbre del amor. Dice: «Este es el primer gran mandamiento. Ama a Dios con todo
tu corazón, toda tu mente y todo tu espíritu». La pregunta era sobre la ley,
pero la respuesta es sobre el amor. En realidad, no ha contestado a la
pregunta, o puedes decir que ha contestado a la pregunta, porque esta es la única
respuesta ya que no puede haber otra res­puesta.


Hay
que comprender esto. Solo se puede responder una pre­gunta de un plano más bajo
desde un plano más alto; si te quedas en el mismo plano, es imposible responder.
Por ejemplo, desde donde te encuentras surge la pregunta, surgen muchas pregun­tas.
Si le preguntas a una persona que está en tu mismo plano, no podrá responderte.
Sus respuestas pueden parecer relevantes pero no lo son, porque él está en la
misma situación que tú.


Es
como un loco ayudando a otro loco, un ciego guiando a otro ciego, un hombre
confundido intentando ayudar a otro confundi­do a alcanzar la claridad. De eso
solo surgirá más desorden, más confusión. Eso es lo que ha ocurrido en el
mundo: todo el mundo está dando consejos a ios demás. No hay nada más barato
que un consejo. De hecho, no cuesta nada, te lo dan simplemente si lo pi­des;
todo el mundo está dispuesto a darte consejos. Tú no lo pien­sas y los que te
dan consejos tampoco piensan en que ellos están en el mismo plano que tú y sus
consejos no sirven para nada. O pueden ser incluso dañinos. Solo alguien que
esté en un plano su­perior al tuyo te puede ayudar, alguien que tenga una
percepción más clara, una claridad más profunda, un ser más cristalizado. Solo
ese tipo de persona puede responder a tus preguntas.


Hay
tres posibilidades de diálogo: primero está el de dos igno­rantes que hablan.
Se habla mucho pero de ahí no sale nada; es todo ficticio. Hablan, pero no
quieren decir lo que dicen, ni si­quiera se dan cuenta de qué están diciendo,
solo están pasando el rato; se sienten bien cuando están ocupados. Están
hablando de forma mecánica, como si fuesen dos ordenadores. Después está la
posibilidad de dos personas iluminadas hablando. No hablan ni tienen necesidad
de hablar. La comunión se produce en silencio; se entienden el uno al otro sin
necesidad de palabras. Dos perso­nas ignorantes hablando: demasiadas palabras y
no hay entendi­miento. Dos personas iluminadas encontrándose: no hay pala­bras,
solo entendimiento.


La
primera situación ocurre todos los días, millones de veces en todo el mundo. La
segunda situación se da en raras ocasiones, tras miles y miles de años; rara
vez ocurre que dos personas ilu­minadas se encuentren.


Hay
una tercera posibilidad: una persona iluminada hablando con una no iluminada.
Entonces hay dos planos, uno está en la tierra y el otro está en el cielo; uno
se mueve en una carreta de bueyes y el otro vuela en avión. La persona que está
en la tierra pregunta una cosa y la persona que está en el cielo responde otra
cosa. Pero esta es la única forma, la única manera de ayudar a la persona que
está en la tierra. El hombre de leyes preguntó sobre la ley, y dijo: «Maestro,
¿cuál es el mandamiento más grande de la ley?».


No
está preguntando sobre el amor. Jesús está intentando se­ducirle hacia el amor;
ha cambiado el contexto. En cuanto estás en las manos de Jesús él te llevará a
una dimensión que no cono­ces, a lo desconocido, a lo incognoscible.


Jesús
le respondió: amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y
con toda tu mente.


«Con
todo tu corazón» quiere decir con todos tus sentimien­tos. Esto es la devoción.
Cuando todos tus sentimientos están unidos, integrados en una unidad, esto es
oración. Devoción es todo tu corazón latiendo con el deseo de lo desconocido,
latiendo con un profundo impulso, una profunda investigación de lo des­conocido,
con la devoción de cada latido de tu corazón.


«Con
toda tu mente»: este es el significado de meditación, cuando todos tus
pensamientos se vuelven uno. Cuando todos tus pensamientos se vuelven uno, el
pensamiento desaparece; cuando todos tus sentimientos se vuelven uno, el sentimiento
desaparece. Cuando hay muchos sentimientos eres un sentimen­tal. Cuando tus
sentimientos son uno, el sentimentalismo desa­parece, estás lleno de corazón
pero sin sentimentalismos. La de­voción no es sentimentalismo. La devoción es
una armonía tal de sentimientos, una unidad tal de sentimientos, que la
cualidad de los sentimientos cambia inmediatamente. Del mismo modo que cuando
pones agua en el fuego se va calentando cada vez más; hasta los noventa y nueve
grados centígrados sigue siendo agua pero llega a los cien grados y, de
repente, ocurre una transformación. El agua ya no es agua, empieza a evaporarse
e inmedia­tamente cambia de cualidad. El agua tiene la cualidad de fluir hacia
abajo; cuando se evapora, el vapor tiene la cualidad de flotar elevándose. Ha
cam­biado de dirección.


Cuando
vives en las emociones, con tantas emociones solo eres confu­sión, una casa de
locos. Cuando todas


las emociones se
integran, llega un momento de transformación. Cuando se vuelven una, has
llegado a los cien grados, a! punto de evaporación. Inmediatamente desaparece
la vieja naturaleza de las emociones, la vieja cualidad de fluir hacia abajo ya
no está ahí. Empiezas a evaporarte, y te elevas hacia el cielo como el vapor.
Esto es la devoción.


Y lo
mismo sucede cuando todos tus pensamientos se vuel­ven uno; el pensamiento se detiene.
Cuando hay muchos pensamientos, es posible pensar; cuando los pensamientos son
uno, llega un momento en que esta unidad de pensamiento se vuelve casi sinónimo
de no pensamiento. Tener un pensamiento es no tener pensamientos, porque el
pensamiento no puede existir solo. Solo puede existir con muchos otros, solo
puede existir si hay multitud. Cuando desaparece la multitud, también desapa­rece
ese único pensamiento y se llega a un estado de no pensa­miento.


Jesús, en esa
pequeña frase, ha condensado toda la religión:


«Amarás
al Señor tu Dios con todo tu corazón», de eso trata la oración.


«Con toda tu
mente», de eso trata la meditación.


«Y con
toda tu alma»... El alma es la trascendencia del pensa­miento y los
sentimientos. El alma está más allá de la oración y más allá de la meditación.
El alma es tu naturaleza, es la con­ciencia trascendental que hay en ti.


Mírate a ti mismo como si fueses
un triángulo; en la parte in­ferior están el sentimiento y el pensamiento.
Pero, hasta ahora, las únicas dos cosas que has estado experimentando son el
senti­miento y el pensamiento, y no conoces la tercera. La tercera solo se
puede conocer cuando el sentimiento se convierte en devoción y empieza a ir
hacia arriba, y cuando el pensamiento se convier­te en meditación y empieza a
ir hacia arriba. Entonces, la devo­ción y la meditación se encuentran en un
determinado punto, y ese punto es el alma. Tu corazón y tu mente se encuentran
en algún sitio: eso eres tú, eso es el más allá, eso es lo que Jesús llama
alma.


Este
es el primer gran mandamiento.


Ahora
está usando el lenguaje de un abogado. Ha dicho todo lo que quería decir; ahora
llega al lenguaje de un abogado. La primera frase pertenece al plano de Jesús;
la segunda frase per­tenece al plano del abogado. Y Jesús intenta crear un
puente entre las dos.


Este
es el primer gran mandamiento. El amor es el primer gran mandamiento. De hecho,
el amor no es un mandamiento en absoluto, porque no te pueden mandar amar, no
te pueden orde­nar mandar ni te pueden obligar. No puedes controlar y manipu­lar
el amor. El amor es más grande que tú, más elevado que tú, ¿cómo vas a
controlarlo? Y si te ordenan amar, si llegase al­guien como se hace en el
ejército: «¡Giro a la derecha! ¡Giro a la izquierda!». Si viniera alguien y
dijera, «¡Ama!», ¿qué harías? «¡Giro a la derecha!» o «¡Giro a la izquierda!»
está bien, pero si te dicen «¡Ama!», no sabes hacia dónde tienes que girarte,
hacia dónde tienes que ir. No conoces el camino, no es algo que se pue­da
ordenar.


Sí,
puedes fingir y desempeñar un papel, y es lo que sucede en este mundo. La mayor
maldición que ha caído sobre la tierra es haber obligado a amar. Desde la
primera infancia se le enseña a amar a todo el mundo, como si se pudiera
enseñar a amar: «Ama a tu madre, ama a tu padre, ama a tus hermanos y
hermanas». Ama esto, ama lo otro; y el niño lo intenta, porque ¿cómo puede
saber un niño que el amor no se puede fingir? Es algo que suce­de y no se puede
forzar.


Te
estás perdiendo el amor por intentarlo demasiado. Todo el mundo está buscando
amor, puedes llamarlo Dios, puedes lla­marlo lo que quieras, pero en el fondo
estás buscando amor. Pero no eres capaz, y no porque no lo hayas intentado sino
por haber­lo intentado demasiado.


El amor es algo que sucede; no
se puede forzar. Por haberte obligado a amar, tu amor ha sido falsificado desde
el principio, está envenenado desde su origen. No le digas nunca a un niño -no
cometas ese pecado-, «Ama a tu madre». Ama al niño y permite que suceda al
amor. No le digas: «Ámame porque soy tu madre o tu padre. Ámame». No se lo
impongas, si no tu hijo no lo conseguirá nunca. Simplemente ama a tu hijo, y en
un medio ca­riñoso sucede que un día hay sintonía. La armonía está en el ór­gano
más profundo de tu ser. Algo se pone en marcha, surge una melodía, una armonía,
y entonces sa­bes que esa es tu naturaleza. Pero no intentes crearla;
simplemente relájate y permite que salga.


Este es el primer gran mandamien­to.
Jesús está
usando el lenguaje de un abogado porque le está respondiendo, pero el amor no
es un mandamiento ni puede serlo.


Y el
segundo es similar a este: amarás a tu prójimo como a ti mismo.


El primero es, ama a tu Dios.
«Dios» quiere decir la totalidad, el Tao, Brahma. Dios no es una palabra
demasiado precisa, Tao es mucho mejor, el todo, la totalidad, la existencia.
Ama la existen­cia; eso es lo primero, lo más esencial.


Y el
segundo es similar a este: amarás a tu prójimo como a ti mismo.


...
porque es difícil encontrar a Dios y es difícil amar a Dios cuando todavía no
lo has encontrado. ¿Cómo puedes amar a Dios sí no lo conoces? ¿Cómo puedes amar
lo desconocido? Necesitas algún vínculo, necesitas tener familiaridad, ¿cómo
puedes amar a Dios? Parece absurdo y es absurdo. De ahí el segundo manda­miento.


Y el
segundo es similar a este: amarás a tu prójimo como a ti mismo.


Leí
una historia que me gustó. Un hombre docto le preguntó al rabino Abraham:


-Dicen
que das a la gente drogas misteriosas y que tus dro­gas son efectivas. Dame una
para que pueda lograr tener temor de Dios.


-No
conozco ninguna droga para el temor de Dios -res­pondió el rabino-, pero si
quieres, puedo darte una para el amor de Dios."


-¡Eso es mejor
todavía! -exclamó el erudito-. ¡Dámela!


-Es el
amor hacia nuestros semejantes -respondió el rabino.


Si
realmente quieres amar a Dios, tienes que empezar por amar a tus semejantes
porque son los que están más cerca de ti. Y, poco a poco, las ondas de tu amor
se irán expandiendo. El amor es como el guijarro que tiras a un lago tranquilo;
surgen ondas que empiezan a extenderse hasta las lejanas orillas. Pero en
primer lugar está el golpe del guijarro en el lago; cerca del guijarro surgen
las ondas que se van extendiendo a lo lejos. Pri­mero tienes que amar a los que
son como tú, porque los conoces, porque con ellos, ai menos, puedes sentir
cierta familiaridad,
cierta intimidad. Después el amor puede seguir expandiéndose. Después
puedes amar a los animales, a los árboles o a las piedras. Y solo entonces
puedes amar la existencia como tal, pero nunca antes.


De
manera que amando a los seres humanos ya has dado el primer paso. Pero en este
desafortunado mundo siempre sucede lo contrario: la gente ama a Dios y mata a
los seres humanos. Di­cen que necesitan matar por su amor a Dios. Los
cristianos ma­tan a los musulmanes, los musulmanes matan a los cristianos, los
hindúes matan a los musulmanes y los musulmanes matan a los hindúes, porque
todos aman a Dios; matan a otros seres hu­manos en nombre de Dios. Sus dioses
son falsos. Porque si tu Dios es verdadero, si realmente has conocido el
significado de la divinidad, si te has dado cuenta -aunque solo sea un poco-,
si has tenido algún vislumbre de qué es la divinidad, amarás a los seres
humanos, a los animales, a los árboles, a las rocas, ¡amarás el amor! El amor
se convertirá en tu estado natural. Pero si no puedes amar a los seres humanos,
no te engañes, los templos no te van a ayudar.


Puedes
decir no a Dios, pero nunca digas no a los seres huma­nos, porque si dices no a
los seres humanos, estarás bloqueando el camino y nunca podrás alcanzar la
divinidad. Di no a la iglesia, di no al templo -no pasa nada por eso-, pero
nunca digas no al amor, porque ese es el verdadero templo. Los demás templos
son monedas falsas, imágenes falsas, no son auténticas. Solo hay un auténtico
templo y es el templo del amor. Nunca le digas no al amor; encontrarás la
divinidad porque no podrá esconderse mu­cho tiempo.


En el
segundo mandamiento, Jesús dice: «Amarás a tu próji­mo como a ti mismo» porque,
de hecho, tú eres toda la humanidad, con muchas caras y muchas formas. ¿No te
das cuenta? Tu vecino no es otro que tú, tu propio ser con una apariencia y una
forma diferentes.


Muchos
ríos del mundo tienen nombres de colores. En China está el río Amarillo, en
alguna parte de Sudáfrica tienen el río Rojo. En Estados Unidos he oído que
está el río Blanco y el río Verde. El río en sí mismo no tiene color; el agua
es incolora, pero el río toma el color del terreno por el que pasa, el color de
los arbustos de los márgenes. Si pasa por el desierto, por supuesto tiene un
color diferente; si pasa por un bosque, se refleja el bos­que -los matorrales,
el follaje-, y tiene un color diferente. Si pasa por un terreno donde el barro
es amarillo, se vuelve amari­llo. Pero los ríos no tienen color. Y todos los
ríos, se llamen blan­co, verde o amarillo, llegan naturalmente a su fin, a su destino,
desembocan en el océano y se convierten en el océano.


Vuestras
diferencias son a causa del terreno. Vuestros colores son diferentes debido al
terreno. Pero la cualidad más íntima del ser es incolora; es la misma. Hay
negros y hay blancos, otros es­tán justo en el medio: los indios; otros son
amarillos: los chinos... hay muchos colores. Pero recuerda, estos colores son
los colores del terreno del cuerpo por el que pasas. No son tus colores, tú
eres incoloro. Tú no eres el cuerpo, tampoco eres la mente ni eres el corazón.
Vuestras mentes difieren porque tienen condi­cionamientos distintos, vuestro
cuerpo es diferente porque ha pasado por un terreno distinto, por una herencia
distinta; pero no sois diferentes.


Jesús
dice: «Ama a tu prójimo como a ti mismo». Como te amas a ti mismo, ama a tu
prójimo. Y una cosa muy básica que los católicos han olvidado completamente es
que Jesús dice «Ámate a ti mismo». A menos que te ames a ti mismo, no podrás
amar a tu prójimo.
La llamada cristiandad te ha estado enseñando el odio hacia ti mismo, el
rechazo hacia ti mismo. Ámate porque eres lo más próximo a la divinidad. Ahí es
donde tiene que surgir la pri­mera onda. ¡Ámate! Amarse a uno mismo es lo más
fundamental; si quieres ser religioso, el fundamento consiste en amarte a ti
mis­mo. Sin embargo las llamadas religiones solo te están enseñando el odio
hacia ti mismo: «Condénate a ti mismo, eres un pecador, eres culpable, esto y
aquello... no mereces nada».


No eres un pecador
pero te han hecho serlo. No eres culpable, porque te han dado interpretaciones
de la vida equivocadas. Acéptate y ámate. Solo así podrás amar a tu prójimo, si
no, no habrá ninguna posibilidad. Si no te amas a ti mismo, ¿cómo vas a amar a
otro ser? Yo te enseño a amarte. Haz simple­mente eso; si no puedes hacer nada
más... ámate a ti mismo. Y del amor a ti mismo, poco a poco, podrás ver que el
amor empieza a fluir, se empieza a expandir y alcanza a tu prójimo.


El
problema actual es que te odias y quieres amar a otra per­sona, lo cual es
imposible. Y el otro se odia a sí mismo y quiere amarte. Antes tienes que
aprender la lección del amor dentro de ti mismo.


Si
preguntas a Freud y a los psicoanalistas, ellos han des­cubierto algo muy
básico. Dicen que en un principio el niño es autoerótico, onanista, se ama a sí
mismo. Después se vuelve homosexual: los niños quieren jugar con los niños y
las niñas quieren jugar con las niñas, no quieren mezclarse unos con otros. Y
luego surge la heterosexualidad, el niño quiere mezciarse y amar a una niña; la
niña quiere conocer a un niño y amarlo. Primero es autoerótico, después
homoerótico y más tar­de heteroerótico; esto es así en cuanto al sexo. Y lo
mismo ocurre con el amor.


Primero,
te amas a ti mismo. Después amas a tu prójimo, amas a otros seres humanos. Y
después, das otro paso, y amas la existencia. Pero la base eres tú. Por tanto,
no te critiques, no te rechaces. Acéptate. Lo divino ha hecho su morada en ti.
La exis­tencia te ha amado mucho, por eso ha hecho en ti su morada. La
existencia ha hecho un templo de ti; lo divino está vivo dentro de ti. Si te
rechazas a ti mismo, rechazas lo más próximo a la divini­dad que puede haber. Y
si rechazas lo más cercano es imposible que puedas amar lo que está más lejos.


Cuando
Jesús dice: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo», está diciendo dos cosas. Primero, ámate a ti
mismo para que pue­das ser capaz de amar a tu prójimo.


De
estos dos mandamientos dependen toda la ley y los profetas.


En
realidad, es un solo mandamiento: Ama. El amor es el úni­co orden de cosas. Si
entiendes el amor, lo has entendido todo. Si no has entendido el amor, quizá
puedas saber muchas cosas, pero todo ese conocimiento está podrido. Échalo a la
basura y olvída­te de él. Empieza desde el principio. Vuelve a ser un niño y em­pieza
a quererte otra vez.


Tu
lago, como yo lo veo, no tiene ondas. No ha caído en él el primer guijarro del
amor.


He
oído una historia danesa. Recuérdala, deja que pase a for­mar parte de tu
reflexión. La historia habla de una araña que vi­vía entre las tablas de un
viejo establo. Un día se dejó caer por un largo hilo hasta una tabla más baja, donde
vio que había más moscas y era más fácil cazarlas. Decidió vivir
permanentemente en este nivel inferior y tejió una cómoda telaraña. Pero un día
se fijó en el hilo por el que había bajado que subía hasta la oscuridad de
arriba. «Ya no necesito este hilo-dijo-, solo está estorban­do.» Lo cortó y de
ese modo destruyó toda la telaraña que estaba sujeta a él.


Esta
también es la historia del hombre. Un hilo que te une con lo supremo, lo superior,
llámalo Tao, existencia o divinidad. Pue­des haber olvidado completamente que
desciendes de ahí. Pro­cedes del todo y tienes que volver a él. Todo vuelve a
su fuente ori­ginal; tiene que ser así. Entonces se cierra el círculo y uno
está completo. Y te puedes sentir incluso como esta araña a la que le estorba
el hilo que la une con lo superior. Muchas veces no pue­des hacer algunas cosas
por culpa de él, se mete en medio todo el rato. No puedes ser todo lo violento
que te gustaría; no puedes ser todo lo agresivo que te gustaría; no puedes
odiar todo lo que te gustaría; el hilo se vuelve a meter en medio. A veces
puedes sentirte como esta araña, con ganas de cortarlo, de darle un tije­retazo
para que tu camino esté despejado.


Eso es
lo que dice Nietzsche: «Dios ha muerto». Ha cortado el hilo. Pero Nietzsche se
volvió loco inmediatamente después. En el momento que dijo «Dios ha muerto», se
volvió loco, porque de ese modo te separas de la fuente original de toda la
vida. De ese modo estás privado de algo vital, esencial. Te falta algo y has
olvidado que era la base misma de tu vida. La araña cortó el hilo y con él
destruyó toda la telaraña que necesitaba ese hilo para sostenerse.


Estés
donde estés, en tu noche más oscura, un rayo de luz te sigue uniendo con la
existencia. Esa es tu vida; es lo que te mantiene vivo. Encuentra ese hilo
porque es la forma de encontrar el camino de vuelta a casa.


El 5
de junio de 1910, O'Henry se estaba muriendo. Oscurecía. Sus amigos estaban a
su alrededor. De repente, abrió los ojos y dijo: «Enciende la luz. No me quiero
ir a casa a oscuras». Encen­dieron la luz; cerró los ojos, sonrió y se fue.


El
hilo que te une, el rayo de vida que te da la vida es el cami­no de vuelta a
casa. Sigues unido con la existencia por muy lejos que te hayas ido, de lo
contrario no sería posible. Tú puedes ha­berte olvidado, pero la existencia no
se ha olvidado de ti, y eso es lo que realmente importa. Intenta buscar algo
que te una con la existencia. Búscalo y llegarás al mandamiento del que está ha­blando
Jesús. Si buscas, llegarás a saber que es el amor, y no el co­nocimiento, lo
que te une con la existencia. Y siempre que sien­tas amor serás enormemente
feliz, porque tendrás cada vez más vida a tu disposición.


Jesús
y Buda son como dos abejas. La abeja sale y encuentra hermosas flores en un
valle. Vuelve, baila una danza de éxtasis cerca de sus amigas para contarles
que ha encontrado un her­moso valle repleto de flores. «Venid, seguidme.» Jesús
es como una abeja que ha encontrado la fuente original de la vida, un va­lle de
hermosas flores, flores de eternidad. Vuelve y baila a tu lado para darte el
mensaje: «Ven, sígueme».


Si
intentas entender y buscar en tu interior, verás que el amor es la cosa más
importante, más esencial que hay en tu ser. No lo dejes morir. Ayúdalo a crecer
para que pueda convertirse en un gran árbol, para que los pájaros del cielo
puedan cobijarse bajo tu sombra, para que tú también te puedas convertir en una
abeja.


En tu
éxtasis, puedes también compartir con los demás lo que has descubierto.






CRIMEN Y CASTIGO


La
pena de muerte es una degradante prueba de lo inhumano que el es hombre para el
hombre. Es una prueba de que el hombre si­gue viviendo en la barbarie. La
civilización sigue siendo un con­cepto que todavía no se ha hecho realidad.


Tendrás
que estudiarlo desde todos los aspectos para com­prender por qué se sigue
utilizando en tantas civilizaciones, cul­turas y estados, algo tan idiota como
la pena de muerte. Inclu­so en algunos países donde había sido suprimida la han
vuelto a adoptar. En otros países ha sido suprimida y se ha sustituido por la
cadena perpetua, que es peor todavía que la pena de muer­te. Es mejor morir en
un instante que morir lentamente du­rante cincuenta o sesenta años. Cambiar la
pena de muerte por la cadena perpetua no es ser más civilizado, sino estar más
hun­dido aún en la barbarie, la oscuridad inhumana y la incons­ciencia.


Lo
primero que hay que entender es que la pena de muerte no es realmente un
castigo. Si no puedes recompensar con la vida, no puedes castigar con la
muerte. Es lógica pura y no puede ha­ber dos opiniones distintas sobre esto. Si
no puedes dar la vida a la gente, ¿con qué derecho puedes quitársela?


Esto
me recuerda una historia real. Había dos criminales que encontraron un tesoro
oculto en un castillo. Mucha gente había intentado entrar en el castillo para
robarlo, pero siempre los atrapaban; sin embargo, estos criminales lo
consiguieron. El tesoro era muy grande y uno de ellos decidió que no estaba dis­puesto
a dividirlo. Una posibilidad era matar al otro, pero al ha­cerlo le podían
pillar, y no quería arriesgarse porque el tesoro es­taba ahora en sus manos.


Lo
consiguió de una forma muy astuta. Desapareció e hizo co­rrer el rumor de que
había sido asesinado, dejando pruebas para que pareciera que el asesino había
sido su amigo. Cogieron al amigo con todas las pruebas: a su revólver le
faltaban dos balas y había huellas digitales suyas por todo el revólver. En el
lugar del crimen apareció un pañuelo con su nombre bordado... No podía demostrar
su inocencia; no había ninguna forma de hacerlo; todo estaba en su contra y le
iban a condenar a la pena de muer­te. Él sabía que no había asesinado a su
amigo; sabía que todo era una conspiración, que su amigo no estaba muerto, y
era una es­tratagema para quedarse con todo el tesoro.


Pero,
antes de su ejecución, consiguió escapar de la cárcel. Doce años más tarde,
cuando oyó que su compinche -que había cambiado de identidad y se había
convertido en un político res-petable- había muerto, fue a las autoridades y le
dijo a los tri­bunales -al mismo juez que le había condenado-: «Soy el que
sentenciaste a muerte hace doce años, pero conseguí huir. Y yo era
absolutamente inocente, pero no podía demostrarlo».


De
hecho, la inocencia no se puede demostrar. Las pruebas pueden ser a favor o
contra, pero la inocencia no se puede de­mostrar. «Ahora la persona cuya muerte
me imputasteis hace doce años ha muerto. Es la misma persona, de manera que yo
no pude haberle matado hace doce años -dijo--. El único crimen que he cometido
es huir de la cárcel, pero ¿se puede llamar cri­men a eso? Cuando castigas a un
hombre inocente a morir, ¿quién es el criminal, tú oyó?»


La
historia tiene muchas implicaciones. El hombre dijo: «¿Si después de
sentenciarme a muerte no me hubiese escapado y me hubiesen ejecutado, cuál
habría sido el caso ahora? Si se hubiese sabido que el hombre que pensabais que
estaba muerto estaba en realidad vivo, ¿me hubieseis podido devolver la vida?
Si no podéis devolverme la vida, ¿qué derecho tenéis a quitármela?».


Se
cuenta que el juez renunció a su cargo y le pidió disculpas al hombre diciendo:
«Es posible que haya cometido muchos crí­menes en mi vida».


En
todo el mundo, la realidad es que eres culpable a menos que se demuestre tu
inocencia. Esto va en contra de todos los ideales humanitarios, la democracia,
la libertad o el respeto ha­cia la individualidad; va contra todo. La ley dice
que eres ino­cente mientras no se demuestre tu culpabilidad -eso es lo que
dicen las palabras-, pero en la realidad ocurre exactamente lo contrario.


El
hombre dice una cosa y hace lo contrario. Habla de ser ci­vilizado y culto,
pero no es civilizado ni culto. La pena de muer­te es prueba fehaciente de
ello.


Es la
ley de una sociedad bárbara: ojo por ojo, cabeza por cabe­za. Si alguien corta
una de tus manos, entonces, en una sociedad bárbara, hay una estricta ley que
dice que hay que cortarle una de sus manos a quien lo hizo. Esto mismo se lleva
haciendo desde hace siglos, y la pena de muerte es lo mismo: «Ojo por ojo. Si se
cree que una persona ha asesinado a alguien, deberá ser asesina­do». Pero es
extraño: si matar a alguien es un crimen, ¿cómo vas a eliminar el crimen de la
sociedad si vuelves a cometer el mismo crimen? Antes había un hombre asesinado
y ahora hay dos. Y ni siquiera está completamente claro que este hombre haya
asesina­do a aquel, porque no es nada fácil demostrar un asesinato.


Si el
asesinato está mal, da lo mismo que lo cometa un indivi­duo o sean los
tribunales quienes lo cometen.


Ciertamente,
el asesinato es un crimen. La pena de muerte es un crimen cometido por !a
sociedad contra un individuo que está indefenso. No puedo llamarlo una pena, yo
lo llamo crimen.


Y
puedes comprender por qué se comete: es una forma de vengarse. La sociedad se
venga de que la persona no obedecie­ra las leyes. La sociedad está dispuesta a
matarle, pero a nadie parece importarle que si alguien comete un asesinato,
esto de­muestra que esa persona tiene una enfermedad psicológica. En vez de
meterlo en la cárcel o ejecu­tarle, deberían enviarle a una institu­ción donde
pudieran cuidarle física, psíquica y espiritualmente. Está en­fermo; necesita
toda la compasión de la sociedad, no se trata de imponer un castigo.


Sí, es
verdad, ha asesinado a al­guien, pero no podemos hacer nada al respecto.
¿Podemos devolverle la vida


asesinando a quien
le mató? Si eso fuese posible, yo apoyaría eli­minar al asesino -no merece ser
parte de la sociedad-, y el otro reviviría. Pero esto no es así. El otro se ha
ido para siempre y no hay forma de revivirle. Sí, lo único que puedes hacer es
también matar a ese hombre. Estás intentando lavar la sangre con sangre, el
barro con barro.


No te
das cuenta de lo que ha sucedido en la historia muchas veces. Hace trescientos
años, en muchas culturas se creía que los locos fingían. En otras muchas se
creía que estaban poseídos por los espíritus. E incluso en algunas se creía que
estaban locos, pero
que se podían curar con castigos. Así es como se trataba a los locos.


Los
trataban a base de azotes -¡vaya tratamiento!- y sacán­doles sangre. Ahora les
hacen transfusiones de sangre pero antes hacían justo lo contrario: les sacaban
sangre pensando que tenían demasiada energía. Naturalmente, se quedaban más
débiles y al mostrar signos de debilidad por toda la sangre que les habían sa­cado,
pensaban que les habían curado de su locura.


Azotándolos, naturalmente, de
vez en cuando recuperaban la cordura. Es casi como si empiezas a golpear a una
persona que está dormida y esta se despierta. Un loco se ha salido de su men­te
consciente y es posible que, si le das un azote, en algún caso vuelva a sus
cabales. Esa era la prueba de que pegarle era el tra­tamiento correcto. Aunque
solo se curaban de vez en cuando; en el noventa y nueve por ciento de los casos
les torturaban innece­sariamente. Pero esa única excepción confirmaba la regla.


Se
pensaba que los locos estaban poseídos por espíritus, por fantasmas; y en ese
caso también les daban un azote, porque si estaban poseídos por fantasmas, el
azote solo le afectaría al fan­tasma y no a la persona. No estás pegando el
cuerpo de la perso­na, sino a los fantasmas que le están poseyendo, y gracias a
esos golpes, los fantasmas huirán. Alguna que otra vez, la persona volvía a sus
cabales, pero no llegaba ni al uno por ciento de las veces.


Estuve
en un sitio famoso por tratar a los locos. Llevaban a ese lugar a cientos de
locos. Se trataba de un templo a las orillas de un río; el sacerdote de ese
templo debe de haber sido carnicero al menos en varios centenares de vidas.
Parecía un carnicero y azo­taba a todo el mundo. Los locos estaban encadenados,
les azota­ban, no les daban comida y les administraban laxantes muy fuertes. Vi
cómo de vez en cuando alguno volvía a sus cabales. Los fuertes laxantes durante
unos días y la falta de comida efectuaban una limpieza de su sistema interno.
Los azotes les devolvían un poco de conciencia. Sin comida, pasando hambre...
un hombre hambriento no puede permitirse estar loco porque su cuerpo está
pasando un suplicio. Para estar loco necesitas un mínimo de comodidad en tu
vida.


Puedes
comprobarlo, cuanto más rica es una sociedad, más lu-josa y abundante es una
cultura, más locos hay. Cuanto más pobre es una sociedad -famélica y
hambrienta-, menos gente se vuel­ve loca. La locura necesita, en primer lugar,
una mente. Pero una persona hambrienta no tiene alimento para la mente. Está
desnu­trida, de manera que su mente no está en situación de estar chi­flada.
Para estarlo, la mente necesita más energía de la necesaria para sobrevivir
normalmente. La locura es una enfermedad del hombre moderno. Los pobres no se
la pueden permitir.


Cuando
le haces pasar hambre a una persona y le administras laxantes, se limpia su
sistema interno, y esto le produce tanta hambre que solo puede centrarse en el
cuerpo. Se olvida de la mente y su principal preocupación es el cuerpo. Ya no
está inte­resado en la mente y sus juegos.


La locura es un
juego de la mente.


Por
eso, de vez en cuando, había gente que se curaba en ese templo; ese uno por
ciento que se curaba hacía que se extendie­se el rumor y que llevasen allí a
cientos de personas. El templo se enriqueció muchísimo. Yo he ido a visitarlo
muchas veces, pero solo he visto curarse a una persona. Los demás volvían a sus
ca­sas apaleados, hambrientos y desnutridos... incluso más enfer­mos aún y más
débiles; muchos murieron a causa del tratamien­to de ese sacerdote.


Cuando
un sacerdote realiza un tratamiento en un templo o en un lugar sagrado de la India, no es un crimen si
mueres. Vol­verás a nacer en un nivel más elevado de conciencia, por eso no se
considera un crimen. Hace muchos siglos que los sacerdotes están tratando a los
locos de todo el mundo con este sistema.


Ahora
sabemos que no se puede tratar a un loco de esta ma­nera. Antes solían
encerrarlos en celdas aisladas de la cárcel. Esto sigue sucediendo en todo el
mundo porque no sabemos qué ha­cer con ellos. Para esconder nuestra ignorancia
los metemos en la cárcel, así podemos olvidarnos de ellos; al menos podemos ol­vidar
que existen.


En mi
pueblo, el tío de uno de mis amigos estaba loco. Era una familia rica. Solía ir
a su casa a menudo, pero solo años más tar­de me percaté de que uno de los tíos
de mi amigo estaba encerra­do y encadenado en el sótano.


-¿Por qué está
encerrado? -les pregunté.


-Está
loco -me respondieron-, y solo teníamos dos alter­nativas: o le mantenemos
encadenado en nuestra casa... y claro, no podemos tenerlo encadenado en la
planta baja, pues todo el que venga de visita se va a alarmar y preocupar, y
además sería te­rrible para sus hijos y su mujer ver a su padre y su marido en
ese estado, o lo enviamos a la cárcel. Y enviarlo a la cárcel habría per­judicado
la reputación de la familia, así que buscamos esta solu­ción y le encerramos en
el sótano. Un sirviente le lleva la comida y, aparte de él, no ve a nadie; nadie
baja a verle.


-Me gustaría
conocer a tu tío -convencí a mi amigo.


-Pero
no puedo ir contigo -me dijo-, es peligroso, ¡está loco! Aunque está encadenado
podría hacerte daño.


-Como
mucho, puede matarme. Ponte detrás de mí para po­der escapar si me mata, pero
me gustaría verle -le dije.


Como
insistí, él consiguió la llave del sirviente que se ocupa­ba de la comida de su
tío. Yo era la única persona del mundo ex­terior que le veía desde hacía
treinta años, además del sirviente. Es posible que ese hombre estuviera loco
anteriormente -no puedo saberlo-, pero ahora no lo estaba. Nadie estaba
dispuesto a hacerle caso porque todos los locos dicen «yo no estoy loco». Por
eso, cuando le decía al sirviente: «Dile a mi familia que no estoy loco», el
sirviente se reía. Finalmente el sirviente decidió decírselo a la familia pero
nadie le hizo caso.


Cuando
le vi, me senté con él y estuve hablando. Estaba tan cuerdo como cualquier otra
persona, incluso un poco más por­que me dijo:


-Estar
aquí durante treinta años ha sido una experiencia terrible. Pero puedo ver lo
afortunado que soy alejado de vues­tro loco mundo. Creen que estoy loco,
déjales que lo piensen, no pasa nada pero, en realidad, me siento muy
afortunado de estar fuera de vuestro loco mundo. ¿Tú qué opinas? -me pre­guntó.


-Tienes
toda la razón -le contesté-. El mundo exterior está mucho más loco que cuando
lo dejaste hace treinta años. En treinta años todo ha evolucionado mucho,
también la locura. De­berías dejar de decir a la gente que no estás loco, si
no, ¡puede ser que te saquen de aquí! Estás viviendo una vida perfectamente
hermosa. Tienes sitio para moverte...


-Es el
único ejercicio que puedo hacer aquí... caminar -dijo él.


Le empecé a enseñar
a hacer vipassana.


-Estás
en la situación perfecta para convertirte en un buda: sin preocupaciones ni
molestias, ni interferencias. Eres muy afortunado -le dije.


La
última vez que le vi, antes de morir, por la expresión de su cara y sus ojos
pude ver que no era la misma persona, había su­frido una transformación, una
mutación total.


Los locos necesitan
métodos de meditación para poder esca­par de su locura. Los criminales
necesitan ayuda psicológica y apoyo espiritual. Están profundamente enfermos y
estáis casti­gando a personas enfermas. No es culpa de ellos. Si alguien ase­sina
quiere decir que lleva arrastrando la tendencia a asesinar desde hace mucho
tiempo. No es que, de repente, de la nada, asesines a alguien.


Cuando hay un
asesinato, habría que juzgar a la sociedad, se debería castigar a toda la
sociedad. ¿Por qué le ha ocurrido algo así a esta sociedad? ¿Qué habéis hecho
para que ese hom­bre se convierta en un asesino? ¿Por qué se ha vuelto
destructivo? La natu­raleza da energía creativa a todo el mundo, pero se vuelve
destructiva solo cuando se obstruye, cuando no se permite su flujo natural.
Siempre que la energía quiere seguir su cauce na­tural, la sociedad se lo
impide, la mutila, la desvía en otra direc­ción. En poco tiempo el ser humano
está confundido. No sabe qué es qué. Ya no sabe qué está haciendo ni por qué
hace lo que está haciendo. Los motivos originales se han quedado muy atrás, ha
dado tantas vueltas que ahora es un rompecabezas.


Nadie
necesita la pena de muerte y nadie la merece. En reali­dad, ni la pena de
muerte ni ningún otro castigo están bien, porque el castigo no cura a nadie. El
número de criminales aumen­ta día a día; cada día se construyen más cárceles.
Es extraño. No debería ser así. Debería ocurrir todo lo contrario, porque con
tantos tribunales y tantos castigos, y tantas cárceles debería ha­ber menos
crímenes y menos criminales. Con el tiempo, debería disminuir el número de
cárceles y juzgados. Pero no está suce­diendo.


Esto
se debe a un error de planteamiento. No se puede usar el castigo para enseñar a
la gente. Vuestros juristas, vuestros exper­tos en leyes y vuestros políticos
han estado diciendo desde hace siglos: «Si no castigamos a la gente, ¿cómo
vamos a enseñarles? Todo el mundo empezará a cometer delitos. Tenemos que casti­garlos
para que tengan miedo». Creen que el miedo es la única forma de enseñar, ¡y el
miedo no es en absoluto forma de enseñar nada a la gente! Lo que se consigue
con el castigo es que la gente se familiarice con el miedo de manera que ya no
existe el sobre­salto inicial. Ahora saben lo que les puede pasar: «Como mucho
me vas a azotar. Y si otra persona lo puede aguantar, yo también.' Además, de
cien ladrones solo puedes atrapar a uno o dos. Si ni siquiera puedo arriesgarme
a eso, teniendo un noventa y ocho por ciento de probabilidades de éxito, ¿qué
clase de hombre soy?».


Nadie
aprende nada del castigo. Ni siquiera la persona que está siendo castigada
aprende lo que quieres que aprenda. Sí, aprende algo: aprende a endurecerse.


En
cuanto alguien va a la cárcel, la cárcel se convierte en su casa porque allí
encuentra gente con una mentalidad muy pare­cida a la suya. Allí encuentra su
verdadera sociedad. Cuando estaba fuera era un extraño, pero en la cárcel está
en su mundo. Todos hablan su mismo idioma y además son expertos. Es posible que
tú seas un aficionado o un aprendiz y este sea tu primer curso.


He
oído contar una historia sobre un hombre que va a la cár­cel y ve descansando
en la oscura celda a un viejo. El viejo le pre­gunta: «¿Cuánto tiempo te toca
estar aquí?».


El recién llegado
responde: «Diez años».


El
viejo le dice: «Entonces puedes quedarte cerca de la puerta. ¡Solo diez años!
Pareces un aficionado. A mí me toca estar aquí cincuenta años, así que quédate
cerca de la puerta. Pronto esta­rás fuera».


Pero
cuando pasas diez años con expertos aprendes todas sus técnicas, estrategias y
métodos. Aprendes de su experiencia. Des­cubrirás que las cárceles son una
especie de universidad donde se enseña a delinquir a expensas del gobierno.
Encontrarás profeso­res de crimen, decanos, vicerrectores y rectores de la
facultad del crimen... personas que han cometido todos los crímenes que puedas
imaginar. Sin duda, el recién llegado empieza a aprender.


He
estado en muchas cárceles y en todas ellas la atmósfera era esencialmente la
misma. El denominador común de todas las cárceles y prisiones que he visitado
es que lo que te lleva a la cár­cel no es el crimen, sino que te atrapen. De
manera que tienes que aprender la forma correcta de hacer las cosas que están
prohibidas. No es cuestión de hacer cosas buenas, sino de hacer de forma
correcta lo que está prohibido. Y en la cárcel todos los presos aprenden la
forma correcta de hacer lo que está prohibi­do. He hablado con presos que
decían: «Estamos ansiosos de salir porque hemos aprendido tanto, que queremos
ponerlo en práctica. Solo nos falta el aspecto práctico, antes de que nos
cogieran todo era conocimiento teórico, pero necesitas que la sociedad de la
cárcel te enseñe la parte práctica».


Cuando
alguien se convierte en delincuente habitual, ya no se encontrará a gusto en
ningún otro sitio y, antes o después, volve­rá a la cárcel. Al cabo del tiempo,
la cárcel se convierte en su so­ciedad alternativa. Es más cómoda, se siente
más en casa y nadie le desprecia. Los demás también son criminales, no hay
sacerdo­tes ni sabios, ni santos. Son pobres seres humanos con todas sus
flaquezas y debilidades.


Fuera se siente
rechazado, abandonado.


En mi
pueblo, había un delincuente habitual. Era un hombre muy bello; se llamaba
Barkat Mian. Solía pasar casi nueve meses en la cárcel y tres meses fuera. En
esos tres meses tenía que pre­sentarse en la comisaría todas las semanas para
que vieran que todo estaba bien y que seguía ahí. Yo tenía una gran amistad con
ese hombre pero mi familia estaba muy enfadada conmigo y me decían:


-¿Por
qué te juntas con Barkat? Dime con quién vas y te diré quién eres -me solían
decir.


-Ya
entiendo -respondía-. Eso quiere decir que a Barkat le conocerán por ir
conmigo, y no es malo darle un poco de res­petabilidad a alguien.


-¿Cuándo
vas a ver las cosas de la forma correcta? -me re­criminaban.


-Estoy
viéndolas de la forma correcta -respondía-. En vez de degradarme Barkat a mí,
yo le estoy ensalzando a él. ¿Creéis que su maldad es más poderosa que mi
bondad? No confiáis en mi integridad sino que confiáis en la integridad de
Barkat -les dije-. Sea cual sea vuestra opinión, yo confío en mí mismo. Bar­kat
no puede hacerme ningún daño. Si alguien va a causar algún daño a alguien, seré
yo quien se lo haga a Barkat.


Realmente, era un
buen hombre, muy amable, y solía decirme:


-No deberían verte conmigo. Si
quieres que nos encontre­mos y hablemos, podemos quedar a las afueras del
pueblo, junto al río.


Él
vivía cerca del cementerio musulmán, donde no va nadie a menos que haya muerto;
solo se va una vez. No le permitían vivir en el pueblo. En el pueblo nadie
estaba dispuesto a alquilarle una casa. Por mucho que quisiera pagar, no le
alquilaban nada. Nadie quería meterle en su casa.


-¿Por qué te
convertiste en ladrón? -le pregunté a Barkat.


-La
primera vez que me metieron en la cárcel -dijo-, yo era totalmente inocente,
pero como era pobre, no podía contra­tar a un abogado y mi familia quería
meterme en la cárcel por in­tereses creados. Mi padre y mi madre murieron
cuando tenía muy pocos años, catorce o quince, y mis otros familiares querían
quedarse con todos los bienes de la familia, la casa, las tierras... pero para
hacerlo tenían que quitarme de en medio. Y lo consi­guieron. Me metieron algo
en una bolsa que tenía en casa; no hubo forma de evitarlo. Cuando encontraron
la bolsa me metie­ron en la cárcel. Al salir, ya no existía mi terreno, mi casa
había sido vendida y mis familiares habían conseguido dispersar y dis­tribuir
todo. Estaba en la calle.


»Al
principio, cuando llegué, era inocente, pero cuando salí ya no era inocente
porque me había graduado. En la cárcel le conté a todo el mundo lo que me había
pasado y me dijeron: "No te preocupes, estos nueve meses pasarán pronto
pero en ese tiempo te daremos los retoques finales y podrás vengarte de todo el
mundo".


»Primero
empecé por vengarme de todos mis parientes; no fue más que lo uno por lo otro.
Me habían obligado a convertir­me en un ladrón, y ahora podía demostrar que lo
era. Fui contra todos
mis allegados y les robé todo lo que tenían. Pero, poco a poco, me fui
involucrando más. Te puedes librar en diez casos, pero en el undécimo te
pescan. Cuanto más viejo y más eficien­te te vuelves, menos te pescan. Pero
surge un problema: la cárcel es un sitio relajante, unas vacaciones del
trabajo, de las preocu­paciones, y de todas esas cosas. Unos cuantos meses en
la cárcel son buenos para la salud... una vida disciplinada con un horario para
levantarse, ir al trabajo, y acostarse. Y comida suficiente para mantenerte
vivo.


»Nunca
me pongo enfermo en la cárcel -dijo-, excep­to cuando lo finjo para que me
manden al hospital y así te­ner unas pequeñas vacaciones. Cuando estoy fuera me
pongo enfermo, pero cuando estoy dentro nunca. El mundo de fuera es un mundo
extraño; todo el mundo es superior y yo soy inferior. Solo tengo sensación de
libertad cuando estoy en la cárcel.


¡Que raro! Cuando
dijo eso yo le pregunté:


-¿Dices que en el
cárcel te sientes libre?


-Así es
-respondió-, solo en la cárcel me siento libre.


¿Qué
clase de sociedad es esta donde la gente se siente libre en la cárcel y
aprisionada cuando está fuera?


Y esta
es la historia de cualquier delincuente. Al principio es algo insignificante
-tal vez tenía hambre o frío, necesitaba una manta y la robó-, pequeñas
necesidades que hay que satisfacer; si no fuera por eso no habría este tipo de personas
en la sociedad. Nadie le pide a la sociedad que engendre a este tipo de
personas. Por una parte cada vez hay más gente y no hay bastante comida, ni
ropa, ni cobijo para todo el mundo. Entonces, ¿qué esperabais? Estáis poniendo
a la gente en situación de verse abocados a ser delincuentes.


Si
queremos que desaparezca el crimen, hay que reducir la población del mundo a la
tercera parte.


Pero
nadie quiere que desaparezca el crimen, porque la desa­parición del crimen
implica la desaparición de vuestros jueces, abogados, expertos en leyes,
parlamentos, policías y carceleros. Crearía mucho desempleo y nadie quiere que
las cosas cambien a mejor.


Todo el mundo dice
que las cosas deberían cambiar a mejor, pero todo el mundo sigue haciendo que
vayan a peor, porque cuanto peor van las cosas, más empleados hay. Cuanto peor
van las cosas, más oportunidades tienes de sentirte bien. Los criminales son
necesarios para que os sintáis éticos y respetables. Los pecadores son ne­cesarios
para que los santos se sien­tan santos. Sin pecadores, ¿quién sería santo? Si
toda la sociedad estuviese formada por personas buenas, ¿crees que os habríais
acordado de Jesucris­to durante dos mil años? ¿Para qué? La sociedad criminal
es la que recuerda a Jesucristo durante dos mil años.


Es
algo muy fácil de entender. ¿Por qué recordáis a Gautama Buda? Si hubiese
millones de budas, de seres iluminados en el mundo, no le daríais importancia.
¿Qué es lo que hizo sobresalir a Gautama Buda? Habría sido uno más del montón.
Pero han pa­sado veinticinco siglos y él sigue inamovible, como la cima de una
montaña, muy por encima de vuestras cabezas.


En
realidad, Buda, Jesús, Mahoma o Mahavira, no son gigan­tes; sois vosotros los
pigmeos. Y a los gigantes les interesa que tú sigas siendo un pigmeo, si no, ellos no
serían gigantes. Es una gran conspiración.


Yo
estoy en contra de esta conspiración. No soy un gigante ni un pigmeo. No tengo
intereses creados. Solo soy yo mismo. No me comparo con nadie, así no hay nadie
que sea más bajo o más alto que yo. Por este simple hecho, puedo ver
claramente; no hay intereses creados que desvíen mi vista. Y esta es mi
respuesta in­mediata a la cuestión de la pena de muerte: es simplemente una
prueba de que el ser humano todavía necesita civilizarse, necesi­ta cultivarse
y conocer los valores humanos.


En
este mundo, nadie es un criminal ni lo ha sido nunca. Sí, hay gente que
necesita compasión, pero no encarcelarlos o casti­garlos. Todas las cárceles
deberían convertirse en clínicas de cui­dados psicológicos.






CUESTIONES DE VIDA Y
MUERTE - RESPUESTAS A PREGUNTAS



Mi
hermana tuvo un accidente y, desde entonces, no se puede mover, no puede ver,
no puede oír ni hablar. ¿Sería mejor dejar­ía morir?



Esta
es una de las preguntas fundamentales que se plantea en todo el mundo de
diferentes maneras. Durante siglos hemos aceptado la idea de que habría que
evitar la muerte porque es algo siniestro, ya que la vida nos viene dada por
Dios y la muerte nos viene a través del demonio.


Incluso
en la profesión médica, los licenciados en medicina de todo el mundo tienen que
hacer el juramento hipocrático por el que se comprometen a que de ninguna manera
ayudarán a morir a nadie, e intentarán proteger la vida de todas las formas
posibles.


Esto
estaba bien en la época de Hipócrates, porque de cada diez niños que nacían,
solo uno llegaba a la edad adulta. Nueve morirían, y esa era la situación. La
población del mundo entero en la época de Gautama Buda era tan reducida que no
puedes ni hacerte una idea. Solo había doscientos millones de habitantes. En la India, ahora mismo, hay casi
mil millones de personas. En el mundo hay más de cinco mil millones de
personas. De dos­cientos millones de personas hemos pasado, en veinticinco si­glos,
a más de cinco mil millones de personas en la misma tierra. Y la ciencia médica
ha avanzado muchísimo.


Se
solía decir que la esperanza de vida era como mucho de se­tenta años. Desde
hace casi cinco mil años los científicos han es­tado buscando huesos,
esqueletos, para saber exactamente cuán­to vivía el hombre antiguamente. Y han
llegado a la conclusión de que la gente no vivía más de cuarenta años, por eso
es cierto cuando la gente dice que antiguamente, los días eran tan hermo­sos
que ningún padre veía la muerte de su propio hijo. Es natu­ral. Si todos los
padres mueren a los cuarenta años, ¿cómo es po­sible que vean la muerte de su
propio hijo?


Pero
aquí no están incluidos esos nueve niños que no vivían más de dos años. De
manera que, en realidad, cada padre estaba viendo la muerte de docenas de
hijos. Si un niño sobrevivía más de dos años, entonces tenía la posibilidad de
vivir hasta los cua­renta años. Naturalmente, mientras tanto, su padre moriría.


Ahora
hay mucha gente que ha sobrepasado los cien años de edad, y en algunas partes
del mundo puedes encontrar a personas de más de cien años que siguen trabajando
en el campo como si fuesen jóvenes. Los científicos dicen que existe la
posibilidad de que el
cuerpo del ser humano sea capaz de vivir al menos tres­cientos años, siempre
que reciba la nutrición, el ejercicio y el ambiente adecuados. Es un panorama
muy peligroso, porque in­cluso viviendo noventa o cien años acabas tan harto de
la vida, que ¿qué harías si vivieses trescientos años? No te reconocerían ni
los miembros de tu familia. En trescientos años habría tantas generaciones de
descendientes que no tendrían nada que ver contigo. La brecha sería demasiado
grande.


Y ¿qué
harás? Has vivido, has amado, has visto todo lo que contiene la vida, los
fracasos y los éxitos; los dolores y los place­res; los días y las noches. Has
visto todas las estaciones, y ahora ya no queda nada. Ahora no es más que una
repetición, la misma rueda dando vueltas.


Tenemos
que replantear el asunto de la muerte. Mi opinión personal es que si una
persona llega a un estado en el que vivir le parece absolutamente inútil,
porque ya ha vivido bastante, la muerte no debería ser ilegal sino
absolutamente permisible; en realidad, todos los hospitales deberían tener un
departamento especial para las personas que quieran ir allí a morir, para que
puedan morir en paz, en silencio, con todos los cuidados médicos que precisen.
Estos cuidados médicos no son para mantenerle vivo, sino para ayudarle a morir
de la forma más bella y más tran­quila posible.


Yo
pienso que todos los departamentos para la muerte de los hospitales deberían
tener un meditador que, antes de morir, ayu­dase a la gente a aprender a
meditar para que pudiesen morir me­ditativamente. Su muerte se podría convertir
en una experien­cia de un valor incalculable, tal vez más valiosa que toda su
vida. Y no están cometiendo ningún pecado.


Allí puedes tener
tiempo de pensar en ello. Quizá, en ese momentó, la persona se encuentre
trastornada emocionalmente. Es posible que le haya ocurrido algo que le haya
dado esa idea: «Es mejor que acabe con mi vida». Por eso, habría que darle
tiempo, habría que decirle: «Ingresa en el hospital, descansa un mes y
prepárate para tu muerte. Nosotros te ayudaremos. Pero si durante este mes
cambias de idea, tú decides. ¡Puedes levantarte y marcharte! Nadie te está
obligando».


Y
recuerda, ninguna emoción dura más de unos minutos. Cualquiera que se ha
suicidado, si hubiese esperado tan solo un minuto más, es probable que no lo
hubiese hecho. Es algo mo­mentáneo. Pero si alguien disfruta durante un mes, es
feliz y realmente espera la muerte como una aventura, entonces es nuestra
obligación permi­tirle que abandone su cuerpo con toda la gracia que sea
posible.


En respuesta a esta
pregunta, tenía que hacer esta introducción para que puedas comprender que la
muerte no es algo siniestro sino algo natural. Pero la pregunta no se refiere a
una persona mayor. La pregunta se refiere a una hermana más joven que no se
puede mover, no puede ver, y no puede oír ni hablar. Sus sentidos no responden.
¿Se le puede llamar a eso vida? Eso es simplemente vegetar. Y debe de estar
sufriendo inmensamente. No podemos comprobar­lo, porque no puede decirnos nada.
No tiene puertas para comu­nicarse. Está absolutamente sola, apartada de la
vida. ¿Qué senti­do tiene que esté en estado vegetativo durante setenta,
ochenta, noventa
años o tal vez más? Sería una carga para la familia. Sería una fuente de
tristeza y ella misma estaría viviendo en un infier­no, porque está
completamente aprisionada.


Imagínate
que fueses tú. No podría haber un campo de con­centración peor que este: te
quitan los ojos, tus oídos se cierran y no puedes hablar. Estás en coma. Hay
muchas personas en esa misma situación. Yo mismo conocí a una mujer que estuvo
en coma durante nueve meses. Los médicos decían que nunca volve­ría a recuperar
la consciencia, porque había estado tanto tiempo inconsciente, que el delicado
sistema nervioso que te mantiene consciente ya casi había muerto. Me mostraron
una ecografía de su cerebro y me dijeron que todos los puntos que te permiten
es­tar consciente habían muerto. Seguramente, se quedará incons­ciente durante
cincuenta años, porque no tenía más de treinta años cuando la vi. Ahora se ha
convertido en una carga para toda su familia, su marido y sus hijos. No pueden
hacer nada, es inú­til. Los médicos tampoco pueden hacer nada y se sienten impo­tentes.
Pero la ley les impide ayudar a morir a alguien; si lo hacen, serán asesinos.
Estarán cometiendo un crimen.


La ley es primitiva. La ley no
entiende de compasión. Esa mu­jer necesita una muerte misericordiosa. ¡Ni
siquiera puede pe­dirlo ella misma!


La
hermana de quien hace la pregunta no puede pedir su pro­pia muerte. Pero los
que la aman deberían pedírselo al gobierno de su país. Deberían llevar su caso
a los tribunales e insistir en que mantenerla con vida no es compasivo. No es
amor, es una idea absolutamente primitiva que actualmente no se sostiene. Hay
que hacerles saber que toda su familia está preparada, y que deberían liberarla
de esta prisión para que pueda tener un nuevo nacimiento, un nuevo cuerpo, ojos
y oídos, y volver a hablar y caminar. Su muerte no será una calamidad. Para ella será una
bendición.


Te
estoy dando mi punto de vista. No estoy diciendo que actúes en consecuencia,
porque en tu país tal vez esto sea ilegal. Tienes que interpelar al gobierno a
través de las leyes y convertirlo en una cuestión de estado, porque no solo
afecta a tu hermana. Pue­de haber muchos otros niños y jóvenes que sufren por
lo mismo, por la simple razón de que la ley no permite a los especialistas
médicos ayudar a alguien a dejar su cuerpo.


Es
hora de que comprendamos, la profesión médica debería comprenderlo y el
juramento hipocrático tendría que dejar de ser un juramento para los
estudiantes de medicina. Habría que hacer un juramento que ayude a una persona
a vivir si esta pue­de vivir plenamente, con más belleza, pero si una persona
no puede vivir y solo la estás ayudando a seguir respirando... Respi­rar no es
vivir. En ese caso, es mejor dejarla morir. En ambos ca­sos estás siendo
compasivo. O estás sirviendo a la vida, o estás sir­viendo a la muerte; eso no
importa. Lo que debería importarle a tu compasión es que la persona vaya a un
lugar mejor, a una vida mejor.


Todos
los países deberían acordar una ley, del mismo modo que ahora las leyes de casi
todos los países aceptan el control de la natalidad. En un extremo de la vida
se está impidiendo que nazcan más niños. Si eso ha sido aceptado, entonces, en
el otro extremo habría que aceptar que si algún anciano quiere dejar este
mundo, lo pueda hacer de una forma digna. Puede llamar a sus amigos y a toda su
familia. Puede vivir con su familia duran­te ese mes, porque ahora solo le
queda un mes de vida.


El
nacimiento no está en tus manos, pero al menos puedes ser libre de elegir tu
muerte. Algunos gobiernos están a punto de aceptar que, en el otro extremo de la vida,
también deberíamos permitir a la gente irse más rápido. El mundo está demasiado
po­blado. Por una parte impedimos que llegue más gente y por otra parte
deberíamos ayudarles a irse, para que la población y la po­breza del mundo
disminuyan.


Y no
se trata tan solo de conseguir un mundo menos pobre y menos poblado, sino
también de pensar en esas personas. En casi todos los países occidentales y,
particularmente, en Estados Uni­dos, hay cientos de miles de personas que viven
en los hospitales. Tienen noventa o cien años y no pueden vivir en sus casas,
por­que ni siquiera respiran por sus propios medios. Y seguimos manteniéndolos
con vida, ¿para qué? Les ponen respiración arti­ficial. No creo que sea
agradable para ellos. Nunca volverán a su casa; morirán en el hospital. Y no
entiendo qué sentido tiene se­guir manteniéndolos vivos con respiración
artificial. Cuando el cuerpo ya no puede respirar, ¡por favor, permítele que
deje de res­pirar! Es algo que solo les concierne a ellos.


Estáis
interfiriendo demasiado porque no les dejáis morir. Ya. están muertos y les
obligáis a seguir viviendo aunque seáis cons­cientes de que no tiene ningún
sentido. ¿Qué sentido tiene man­tener con vida a miles de personas que ocupan
innecesariamente plazas en los hospitales, el tiempo de los médicos, con tantas
má­quinas y cuidados, mientras podrían estar descansando en sus tumbas? Al cabo
de dos o tres años, incluso dejarán de querer la respiración artificial. La
rechazarán. Eso es lo que ocurrirá. Y esto es lo que se considera un servicio,
esto es lo que se conside­ra compasión. Esto es lo que se considera cristiano.
¡Esto sim­plemente es crueldad!


Dejad
morir en paz a esa pobre gente. Hay miles de personas en el mundo que están
dispuestas a dejar su cuerpo, porque para ellos el cuerpo solo es una fuente de dolor.
Con tantas enferme­dades y dolencias ya no pueden hacer nada. Ya no pueden
disfru­tar de nada.


Pero
este mundo es muy extraño. Sigue obedeciendo antiguas leyes que han dejado de
tener sentido, son solo sombras del pasa­do, y ahora están torturando a la
humanidad sin necesidad.


Yo
aconsejo que a tu hermana habría que liberarla del cuerpo, porque este cuerpo
no es más que una cárcel para ella. Si la amas, tienes que decirle adiós. Con
lágrimas, con tristeza, pero tienes que decirle adiós de todas formas, y tienes
que meditar y rezar para que encuentre un cuerpo mejor. Pero hay que exigirle
al go­bierno y crear un movimiento que ayude a otras personas, y no solo a tu
hermana. Puede haber muchas más personas en la mis­ma situación. Monta todo el
alboroto que puedas, solo así le per­mitirán a tu hermana tener una muerte
pacífica. Y no te preocu­pes, porque su ser más profundo nunca muere.


En mi

educación católica, lo más importante era ser altruista, no pensar en mí.
Ahora, al recordarme a mí mismo y sentir la necesidad de ir hacia dentro,
parece que tuviera que atravesar una capa de incomodidad, culpabilidad y
confusión. ¿Podrías hablar sobre esto?



Todas
las religiones han hecho mucho daño al crecimiento del ser humano, pero el
cristianismo es el que alcanza las cotas más altas en lo que se refiere a
perjudicar a la humanidad. Con bellas palabras han escondido actos horribles
contra ti mismo. Por ejemplo, el altruismo: decirle a alguien que no se conoce
a sí mis­mo que sea altruista es algo tan extremadamente idiota que no puedes creer que el
cristianismo haya estado haciéndolo desde hace dos mil años.


Sócrates
decía: «Conócete a ti mismo; todo lo demás es se­cundario». Si te conoces a ti
mismo, puedes ser altruista; de he­cho, serás altruista. No va a suponerte
ningún esfuerzo. Al cono­certe, no solo conocerás tu propio ser sino el de todo
el mundo. Todo es lo mismo; hay una sola conciencia, un solo continente; las
personas no son islas. Pero al no enseñar a la gente a conocer su propio ser,
el cristianismo ha juga­do un juego muy peligroso, un juego que además ha
atraído a la gente, por­que utilizan una palabra muy hermo­sa: «altruismo». Es
aparentemente re­ligioso, espiritual. Cuando digo: «Sé egoísta», no suena muy
espiritual.


¿Egoísta?


Tu
mente está condicionada a pen­sar que el altruismo es espiritual. Y sé que lo
es, pero el altruismo es imposi­ble hasta que no seas lo bastante egoís­ta como
para conocerte a ti mismo. El altruismo llegará como una conse­cuencia de
conocerte a ti mismo, de ser tú mismo. Entonces, el al­truismo no será un acto
de virtud, ni se hará para ganar recom­pensas en el cielo. El altruismo
simplemente será tu naturaleza y todos los actos altruistas serán en sí mismos
una recompensa.


Pero
el cristianismo coloca al caballo detrás del carro:mo se mueve nada, todo
está obstruido. Los caballos están obstruidos por el carro y este no se puede
mover, porque un carro no se mue­ve a menos que los caballos estén delante, tirando
de él.


Al
empezar a meditar, casi todos los católicos tienen un senti­miento de
culpabilidad... En un mundo tan lleno de problemas, donde la gente es tan
pobre, muere de inanición, sufre con el sida, ¿y tú estás meditando? ¡Eres un
cruel egoísta! Primero ayu­da a los pobres, ayuda a la gente que padece el
sida, ayuda al res­to del mundo.


Pero
la vida es muy corta. En setenta u ochenta años, ¿cuán­tos actos altruistas
puedes hacer, y cuándo vas a encontrar tiem­po para meditar? Cada vez que
empiezas a prepararte para medi­tar ves a gente pobre, aparecen nuevas
enfermedades, y hay cada vez más huérfanos y mendigos.


Una
madre le decía a su pequeño: «Ser altruista es uno de los principios de nuestra
religión. No seas egoísta, ayuda a los demás».


El
niño -los niños pequeños son más perceptivos y claros que los mayores-, el niño
pequeño dijo: «No lo entiendo bien, ¿yo debería ayudar a los demás y ellos
deberían ayudarme a mí? ¿Y por qué no lo simplificamos? Yo me ayudo a mí mismo,
y ellos que se ayuden a ellos mismos». Este principio de la religión es muy
complicado, innecesariamente complicado.


El
cristianismo ha rechazado las religiones orientales por el simple hecho de que
parecen egoístas. Mahavira, el místico jai-nista, meditó durante doce años...
debería haber estado enseñan­do en una escuela o trabajando en un hospital.
Debería estar cui­dando a los huérfanos, como la madre Teresa, y recibir así un
premio Nobel.


Está
claro que ningún meditador ha recibido nunca un pre­mio Nobel. ¿Por qué? Porque
no has hecho nada altruista. Eres la persona más egoísta del mundo; solo estás
meditando y disfru­tando de tu silencio, de tu paz y tu dicha, encontrando la
verdad, encontrando
la divinidad, liberándote de todas las prisiones. Todo esto es egoísmo. De
manera que a la mente católica le re­sulta un poco difícil aceptar la idea de
la meditación. En el cris­tianismo no existe la meditación, sino la oración.


No
pueden decir que Gautama Buda fue una persona real­mente religiosa porque
¿acaso hizo algo por los pobres? ¿Hizo algo por los enfermos? ¿Hizo algo por
los ancianos? Se iluminó, ¡y eso es sumamente egoísta! Pero en Oriente hay un
enfoque completamente distinto, mucho más lógico, razonable y com­prensible.
Oriente siempre ha creído que a menos que tengas paz, silencio en tu corazón,
una canción en tu ser o una luz que irradie tu iluminación, no podrás ser útil
a nadie. Tú mismo es­tás enfermo, tú mismo eres huérfano, porque todavía no has
en­contrado la absoluta seguridad de la existencia, la eterna protec­ción de la
vida. Tú mismo eres tan pobre que en tu interior solo hay oscuridad. ¿Cómo vas
a ayudar a los demás? Tú mismo te estás ahogando, sería peligroso intentar
ayudar a otra persona; lo más probable es que se ahogara contigo. Antes tienes
que aprender a' nadar. Solo así podrás ayudar a alguien que se está ahogando.


Mi
punto de vista es absolutamente claro. Primero sé egoísta y descubre todo lo
que contiene tu interior, todas las alegrías, la dicha y el éxtasis que hay en
ti. Después, el altruismo aparecerá igual que tu sombra va detrás de ti; porque
para tener un corazón que baila, para tener una divinidad en tu ser, tienes que
compar­tirlo. No puedes guardarlo para ti como un tacaño; la tacañería en tu
crecimiento interior es equivalente a la muerte.


El
aspecto económico del crecimiento interior es distinto al exterior. La economía
corriente dice que si sigues dando, tendrás cada vez menos. Pero la economía
espiritual dice que si no das, tendrás cada vez menos, y si das, tendrás cada
vez más. Las leyes del
mundo exterior y el mundo interior son diametralmente opuestas.


Primero debes
enriquecerte en tu interior, deberás convertir­te en un emperador. Entonces
tendrás tanto para compartir que ni siquiera podrás llamarlo altruismo. Y no
tendrás ningún deseo de recibir una recompensa, ni ahora ni en el futuro. Ni
siquiera pedirás a la persona a la que le has dado algo que te esté agrade­cida,
sino al contrario, le estarás agradecido a esa persona porque no ha rechazado
tu amor, tu dicha y tu éxtasis. Ha sido receptiva y te ha permitido verter tu
amor, tus canciones y tu música en su ser.


La
idea cristiana del altruismo es una tontería absoluta. En Oriente nunca se ha
pensado de la misma ma­nera. La historia de Oriente y su bús­queda de la verdad
es muy larga y se sustenta en una cuestión muy simple: antes de cuidar a los
demás tienes que cuidarte a ti mismo.


Quien
hace la pregunta siente cier­ta culpabilidad porque dice: «Parece que tuviera
que atravesar una capa de incomodidad, culpabilidad y confusión. ¿Podrías
hablar sobre esto?».


Es un
fenómeno muy sencillo: el cristianismo ha engañado a millones de personas con
un camino equivocado. El fundamen-talista cristiano es la persona más fanática
e intolerante que pue­das encontrar. Hoy en día, en Oriente se han olvidado de
sus mo­mentos gloriosos, la época de Buda y Mahavira. Ahora, incluso los que no
son cristianos están influidos por la ideología cristia­na. La Constitución india
dice que la caridad consiste en ayudar a los pobres, propagando la educación y
construyendo hospitales. En las enseñanzas de Gautama Buda no se puede
encontrar nin­guna de estas cosas. No es que esté en contra de ayudar a los po­bres,
pero sabe que si eres un meditador vas a ayudarles sin ne­cesidad de
jactarte de ello. Sucede de una forma simple y natural.


Enseñar
la meditación no es un acto de caridad pero abrir un hospital sí lo es. Abrir
una escuela y enseñar geografía e historia es un acto de caridad. Y ¿qué vas a
enseñar en la clase de geogra­fía? Dónde está Tombuctú, dónde está
Constantinopla. En his­toria ¿qué vas a enseñar? Hablarás de Gengis Khan,
Tamerlán, Nadir Shah, Alejandro Magno o Iván el Terrible. ¿Eso es caridad? Pero
enseñar a la gente a ser silenciosa y pacífica, amorosa y ale­gre, y estar
satisfecha y plena no es caridad. Hasta la gente que no es católica se ha
contagiado con esta enfermedad.


Mahatma
Gandhi estuvo a punto de convertirse al cristianis­mo al menos tres veces en su
vida. En realidad, era cristiano en un noventa por ciento. El doctor Ambedkar,
que redactó la Cons­titución
india, durante años pensó que él y sus seguidores, los in-, tocables, debían
convertirse al cristianismo. Finalmente decidió que se harían budistas. Pero en
la Constitución
india puede ver­se el impacto del cristianismo. En ella ni siquiera se menciona
la palabra «meditación», que ha sido la aportación de Oriente al mundo y su
contribución más importante. Sin embargo, la Cons­titución refleja mejor lo que todavía
enseñan los misioneros cris­tianos. No es un reflejo de Gautama Buda, ni un
reflejo de Kabir o de Nanak.


No entiendo cómo
puede existir la caridad sin meditación.


Tu
culpabilidad es un condicionamiento equivocado. Olvídate de ello sin pensarlo
dos veces. Siendo completamente egoísta, te volverás altruista. Primero tendrás
que enriquecerte interiormente, hacerte tan rico y desbordar tanta riqueza que tendrás
que compartir, del mismo modo que una nube cargada de lluvia tiene que
compartir su lluvia con la tierra sedienta. Pero antes la nube tiene que estar
cargada de lluvia. Es absurdo decir a las nu­bes vacías: «Deberíais ser
altruistas».


La
gente viene a verme con muy buenas intenciones y me di­cen: «Este sitio que
tienes a tu alrededor es muy raro. Deberías abrir un hospital para los pobres,
recoger a los huérfanos, distri­buir ropa entre los mendigos y ayudar a quienes
lo necesitan». Mi propuesta es completamente distinta. Puedo distribuir métodos
anticonceptivos entre los pobres para que que no haya huérfa­nos. Puedo dar la
pildora a los pobres para no haya un aumento de la población, porque no le veo
el sentido, ¿primero crear huér­fanos, luego orfanatos, y después servirles y
malgastar tu vida?


Cuando
empecé a hablar en los años sesenta, la India tenía una población de cuatrocientos
millones de personas. Desde en­tonces, he estado diciendo que el control de la
natalidad es abso­lutamente necesario. Pero los católicos están en contra del
con­trol de la natalidad y en treinta y cinco años, la India ha doblado esa
población con creces. Ha pasado de los cuatrocientos millo­nes, a novecientos
millones. Se podría haber evitado a quinientos millones de personas y no habría
sido necesaria una madre Tere­sa, ni habría necesidad de que viniese el Papa a la India a predicar el
altruismo.


Pero
la gente es muy rara, primero les dejan enfermar y luego les dan la medicina. Y
han encontrado fórmulas muy graciosas. En todos los Lions Club y Rotary Club
tienen unas cajas especia­les para los miembros: si estás enfermo, compras una
medicina, te curas y como todavía queda la mitad del bote, haces una dona­ción
para el Lions Club. Así recaudan las medicinas, y como son personas
altruistas, después las distribuyen. Su lema es el servi­cio. Pero es un
servicio muy astuto. Esas medicinas iban a ir a parar a la basura de todas
formas, ¿para qué quieres el resto de las medicinas si ya te has curado? Es una
gran idea acumular to­das esas medicinas, distribuirlas entre los pobres, y
sentir que estás haciendo un gran servicio público.


Desde
mi punto de vista, lo primero y más importante que ne­cesita el hombre es una
conciencia meditativa. Cuando tienes esa conciencia meditativa todo lo demás
que hagas será de ayuda para todo el mundo y no podrá perjudicar a nadie; sólo
podrás ha­cer actos compasivos y amorosos.


Por
eso repito: primero sé egoísta. Conócete, sé tú mismo y después tu propia vida
no podrá ser más que un compartir, un compartir altruista que no busca una
recompensa en este mun­do o en el más allá.










4. El Poder Curativo
del amor



Todo el mundo ha sido educado para
convertirse en un idealis­ta. No hay nadie que sea realista. El idealismo es la
enferme­dad común a toda la humanidad.


La educación es tal, que todo el
mundo piensa que tiene que hacer algo, ser alguien, en algún momento del
futuro. Te dan una imagen y tienes que ser como ella. Eso te produce tensión,
por­que no eres esa imagen sino otra cosa; sin embargo, tienes que ser eso.


El
ideal se convierte en una permanente pesadilla porque te sigue castigando. Como
tienes un idea! de perfección, todo lo que haces es imperfecto. Nada de lo que
haces te satisface porque tie­nes unas expectativas que no se pueden
satisfacer.


Eres
humano, tienes un tiempo, un espacio y ciertas limita­ciones. Acepta esas
limitaciones. Los perfeccionistas están siem­pre a un paso de la locura. Son
obsesivos; hagan lo que hagan no es lo suficientemente bueno. Y no existe la
manera de hacer algo perfecto, la perfección no es humanamente posible. De
hecho, la imperfección es la única forma que existe.


¿Que enseño yo
aquí? Yo no enseño perfección, enseño totalidad. Es algo Completamente distinto.
Sé total. No te preocupes por la perfección. Cuando digo sé total, quiero decir
sé real, qué­date aquí; hagas lo que hagas, hazlo con totalidad. Serás imper­fecto,
pero tu imperfección estará llena de belleza y llena de tu to­talidad.


No intentes ser perfecto,
de lo contrario, será una fuente de ansiedad. Ya hay bastantes problemas, no te
crees más. He oído esta historia:


Había
una vez un individuo desarrapado y preocupado que estaba sentado en un tren con
un niño de tres años. Cada poco tiempo le pegaba al niño.


-Como
vuelva a pegar al niño -dijo una mujer que estaba sentada enfrente-, ¡va a
tener usted un problema!


-¿Un
problema? -dijo el tipo-. ¿Me habla usted de problemas? Señora, mi co­lega me
ha robado todo el dinero, y ha huido con mi mujer y mi coche. Mi hija está en
el coche cama, embarazada de seis meses y no tiene marido. He perdido mi
equipaje, me he equivocado de tren y este pequeño mocoso se acaba de co­mer los
billetes y me ha vomitado encima. Y, ¿usted me habla de problemas?


¿Qué
más problemas puede haber? ¿No te parece que son suficientes?


La
vida misma es muy complicada, por favor, sé un poco más amable contigo mismo.
No persigas ideales. En la vida ya hay bastantes problemas, pero se pueden resolver.
Si te has equivoca­do de tren, te puedes cambiar; si has perdido los billetes,
puedes comprarlos de nuevo; si tu mujer ha huido, puedes encontrar otra. Todos
los problemas que se presentan en la vida tienen so­lución, pero los problemas
que te plantea el idealismo no se pue­den resolver nunca; es imposible.


Alguien está intentando
convertirse en Jesús... No hay forma de hacerlo; no ocurre de ese modo, porque
la naturaleza no lo permite. Solo hay un Jesús; la naturaleza no tolera las
repeticio­nes. Alguien se está intentando convertir en Buda; está intentando
hacer algo imposible. Simplemente no sucede, no puede suceder, porque va contra
la naturaleza. Solo puedes ser tú mismo. Por eso tienes que ser total. Estés
donde estés y hagas lo que hagas, hazlo con totalidad. Implícate en lo que
estás haciendo, permite que se convierta en tu meditación. No te preocupes de
si es per­fecto o no; nunca será perfecto. Es suficiente con que seas total. Si
has sido total, habrás disfrutado haciéndolo, te habrás sentido satisfecho, te
habrás implicado, te habrá absorbido y habrás sali­do como nuevo, fresco, joven
y rejuvenecido.


Todos
los actos que se hacen con totalidad rejuvenecen; y los actos que se hacen con
totalidad no esclavizan. Ama con totali­dad y no surgirá ningún apego; ama
parcialmente, y entonces surgirá el apego. Vive con totalidad y no tendrás
miedo a la muer­te; vive parcialmente y tendrás miedo a la muerte.


Pero
olvídate de la palabra «perfección». Es una de las pala­bras más dañinas que
existen. Esta palabra debería desaparecer de todos los idiomas del mundo,
debería desaparecer de la mente humana. Nunca ha existido nadie perfecto y
nunca existirá. ¿No te das cuenta? Si apareciese Dios y te encontrases con él,
¿no en­contrarías fallos en su creación? Hay muchos, por eso se esconde. Casi
te tiene miedo. Un fallo detrás de otro. ¿Eres capaz de contarlos? Encontrarás
un número infinito de fallos. En reali­dad, eres un descubridor de fallos y no
encuentras nada que esté bien, en el momento adecuado, o en el sitio correcto.
Todo es un caos. Ni siquiera Dios es perfecto; Dios es total. Disfrutó cuando
lo hacía y sigue disfrutando haciéndolo, pero no es perfecto. Si fuese perfecto
la creación no podría ser imperfecta. De la perfec­ción solo puede salir
perfección.


Todas
las religiones del mundo dicen que Dios es perfecto. Yo no digo eso. Yo digo
que Dios es completo, Dios es sagrado, Dios es total, pero no es perfecto.
Aunque quizá lo siga intentando... ¿Cómo puede ser perfecto? Si lo fuera, el
mundo ya estaría muer­to. Cuando algo es perfecto sobreviene la muerte, porque
no hay ningún futuro, no hay un recorrido. Los árboles siguen crecien­do, los
niños siguen naciendo... el mundo sigue. Y él sigue per­feccionándolo. ¿No ves
las mejoras? Él lo sigue mejorando todo. Ese es el significado de evolución:
las cosas van progresando. Los monos se convierten en hombres; eso es un
progreso. Después el hombre se volverá divino y se convertirá en Dios; eso es
la evo­lución.


Teilhard
de Chardin dice que hay un punto omega en el que todo será perfecto. Pero eso
no existe; no existe ese punto omega, ni puede existir. El mundo siempre está
en proceso, hay una evo­lución; estamos aproximándonos cada vez más pero nunca
llega­mos, porque el día que lo hagamos, se habrá acabado. Dios sigue buscando
nuevas maneras, sigue progresando.


Hay
una cosa irrefutable: está contento con su trabajo por­que si no ya lo habría
dejado. Sigue esforzándose. Si Dios está contento contigo, es un disparate
absoluto que tú no estés con­tento contigo mismo. Debes estar contento contigo
mismo.


Deja
que la felicidad sea el valor supremo. Yo soy un hedonista. Recuerda que el
criterio es siempre la felicidad. Hagas lo que hagas, sé feliz, eso es todo. No
te preocupes de si es perfecto o no lo es.


¿Por qué estás tan obsesionado
con la perfección? Así siem­pre estarás tenso, ansioso, nervioso, inquieto y en
conflicto. La palabra «agonía» significa estar en conflicto, estar luchando
contigo mismo constantemente; ese es el significado de ago­nía. Si no estás
tranquilo contigo mismo estarás en agonía. No pidas lo imposible, sé natural,
tranquilo, quiérete y quiere a los demás.


Y
recuerda, una persona que se está condenando no puede amarse, y tampoco puede
amar a los demás. Un perfeccionista no es perfeccionista solo consigo mismo,
sino también con los de­más. Un hombre que es duro consigo mismo
inevitablemente será duro con los demás. Sus exigencias son imposibles.


En
India vivía Mahatma Gandhi que era un perfeccionista, casi un neurótico. Y era
muy duro con sus discípulos, ni siquiera les permitía tomar té. ¡Té! No, porque
contiene cafeína. Cuando alguien tomaba té en su ashram estaba
cometiendo un gran pe­cado. No se permitía el amor. Si alguien se enamoraba de
otra persona, era un pecado tan grande que parecía que se iba a hun­dir el
mundo por su culpa. Espiaba a sus discípulos continua­mente, siempre estaba
mirando por el agujero de la cerradura. Pero él también era así consigo mismo.
Solo puedes ser con los demás como eres contigo mismo.


No
estoy aquí para ayudarte a ser perfecto; no tengo nada que ver con un disparate
así. Solo estoy aquí para ayudarte a ser tú mismo. Si eres imperfecto, no hay
ningún problema; si eres per­fecto, tampoco hay ningún problema.


No
intentes ser imperfecto, porque eso también se puede con­vertir en un ideal.
Tal vez ya seas perfecto, ¡en ese caso escuchar­me puede crearte confusión!
«Este hombre dice que sea imper­fecto». No es necesario. Si eres perfecto,
¡acéptalo también!


Intenta
quererte. No condenes. Cuando la humanidad empie­ce a aceptarse, desaparecerán
todas las iglesias, los políticos y los sacerdotes.


He oído esta
anécdota:


Un
hombre estaba pescando en las mon­tañas, y una noche, alrededor del fuego, el
guía le contó que una vez, en una excur­sión de pesca, había servido de guía a
un sacerdote.


-Sí
-dijo el guía-, era un buen hombre excepto que blasfemaba.


-¿No
me estarás diciendo que el sa­cerdote era inmoral? -preguntó el pes­cador.


-Ah,
pues sí lo era -protestó el guía-. Una vez pescó una gran lubina. Cuando estaba
a punto de echarla al bar­co, el pez se le escurrió del anzuelo.


-¡Maldita
la gracia! -le dije-. «¡Desde luego!», respondió el sacerdote. Pero esa fue la
única vez que le oí usar ese lenguaje.


Esta
es la mente de un perfeccionista. ¡El sacerdote no ha­bía dicho nada!
Simplemente había asentido: «¡Desde luego!». Pero para un perfeccionista eso es
suficiente para encontrarle una falta.


Un perfeccionista
es un neurótico. Y no solo es un neurótico, sino que crea tendencias neuróticas a su
alrededor. No seas per­feccionista y si alguien a tu alrededor lo es, escapa en
cuanto pue­das, antes de que esa persona contamine tu mente.


El
perfeccionismo es una especie de profundo viaje del ego. Pensar en ti mismo en
términos de ideales y perfección no es otra cosa que decorar tu ego hasta el
extremo. Una persona humil­de acepta que la vida no es perfecta. Una persona
humilde, una auténtica persona religiosa, acepta que todos tenemos limi­taciones.


Esa es
mi definición de humildad. Ser humilde es no intentar ser perfecto. Una persona
humilde se vuelve cada vez más total, porque no tiene nada que negar, nada que
rechazar. Acepta lo que hay, sea bueno o malo. Una persona humilde es muy rica,
porque acepta su totalidad, su enfado, su sexualidad o su codicia; se acepta
totalmente. En esa profunda aceptación ocurre una gran transformación
alquímica. Todo lo feo va desapareciendo, poco a poco, por su propia cuenta. Se
vuelve cada vez más ar­mónico y total.


No
estoy a favor de los santos pero estoy a favor de las perso­nas sagradas. Un
santo es un perfeccionista; una persona sagra­da es completamente distinta. Los
maestros zen son sagrados; los santos católicos son santos. La misma palabra
«santo» es ho­rrible. Viene de una palabra que significa que la persona ha sido
ratificada por la autoridad. ¿Quién puede autorizar a alguien a ser santo? Se
trata de una especie de grado, de certificado? Pero la Iglesia se dedica a hacer
cosas así de absurdas. ¡Incluso dan ca­lificaciones postumas! Un santo puede
haber muerto hace tres­cientos años, y la Iglesia reconsidera después sus ideas. El mun­do ha
cambiado, al cabo de trescientos años, pero la Iglesia le da un
certificado postumo, ratifica que esa persona fue realmente un santo aunque en
su momento no lo pudiéramos entender. Y ¡es posible que la propia Iglesia le
haya matado! Así se convir­tió en santa Juana de Arco; la mataron pero luego
les resultó di­fícil no aceptarla. Primero la mataron, después la santificaron.
Al cabo de cientos de años, encontraron sus huesos y los santifi­caron. Pero la
habían quemado las mismas personas, la misma Iglesia.


No, la
palabra «santo» no es una buena palabra. Una persona sagrada lo es gracias a sí
misma, por sí misma, no porque una Iglesia decida recompensarla con santidad.


Me han contado esta
anécdota:


Jacobson,
que tenía noventa años, había sobrevivido a los apalea­mientos en las matanzas
de Polonia, a los campos de concentra­ción de Alemania y a docenas de
experiencias antisemíticas.


-¡Dios
mío! -rezaba sentado en una sinagoga-, ¿es verdad que somos el pueblo elegido?


Y oyó
una voz del cielo que dijo:


-Sí,
Jacobson, ¡los judíos sois mi pueblo elegido!


-Entonces
-sollozó-, ¿no sería hora de que escogieses a otros?


Los
perfeccionistas son los elegidos de Dios, no lo olvides. De hecho, el día que
entiendas que estás creando tu propia desdicha a costa de tus ideales, te
distanciarás de ellos. Entonces simple­mente vivirás tu realidad, sea cual sea.
Esa es la gran transfor­mación.


No
intentes ser el elegido de Dios, sé simplemente humano.






SOLO LA COMPASIÓN ES
TERAPÉUTICA



Todo
aquello que está enfermo en el ser humano se debe a la ausencia de amor. Todo
lo que va mal en el ser humano está aso­ciado al amor. Porque no ha sido capaz
de amar, no ha sido ca­paz de recibir amor o no ha sido capaz de compartir su
ser. Esa es la desdicha. Esto es lo que crea en su interior todo tipo de
complejos.


Las
heridas internas pueden salir a la superficie de muchas maneras. Pueden
convertirse en enfermedades físicas o en enfer­medades mentales, pero en el
fondo, el hombre sufre por falta de amor. Del mismo modo que el alimento es
necesario para el cuer­po, el amor es necesario para el alma. El cuerpo no
puede sobre­vivir sin alimento y el alma no puede sobrevivir sin amor. En rea­lidad
si no hay amor, el alma no puede llegar a nacer, no se trata de una cuestión de
supervivencia.


Crees que
tienes un alma, por tu temor a la muerte piensas que tienes un alma. Pero no lo
sabrás hasta que hayas amado. Solo cuando amas puedes llegar a saber que eres
algo más que el cuerpo, algo más que la mente.


Solo
la compasión es terapéutica. ¿Qué es la compasión? La compasión es la forma más
pura de amor. El sexo es una forma inferior del amor, la compasión es una forma
superior del amor. En el sexo, el contacto es principalmente físico; en la
compasión el contacto es principalmente espiritual. En el amor, la compa­sión y
el sexo están entremezclados, lo físico y lo espiritual están mezclados. El
amor está a mitad de camino entre el sexo y la compasión.


También
puedes llamar meditación a la compasión. La forma de energía más elevada es la
compasión.


La
palabra «compasión» es preciosa: la mitad es «pasión»; de alguna manera la
pasión se ha refinado tanto que ya no es pasión, se ha convertido en compasión.


En el
sexo, utilizas a la otra persona, reduces al otro a un me­dio, reduces al otro
a un objeto. Por eso, en una relación sexual te sientes culpable. Y esa
culpabilidad es más profunda que fas enseñanzas religiosas. En una relación
sexual como tal te sientes culpable, y te sientes culpable por estar
reduciendo a un ser hu­mano a una cosa, a un producto de usar y tirar.


Por
eso en el sexo también sientes una especie de esclavitud, tú también estás
siendo reducido a una cosa. Y tu libertad desa­parece cuando eres una cosa,
porque tu libertad solo existe cuan­do eres una persona. Cuanto más seas una
persona, más libre se­rás; cuanto más seas una cosa, menos libre serás.


Los
muebles de tu cuarto no son libres. Si cierras el cuarto con llave y vuelves al
cabo de muchos años, los muebles seguirán estando en el mismo sitio; no se
habrán recolocado de otra ma­nera. No son libres. Pero si dejas a una persona
en la habitación, cuando vuelvas la persona no estará igual, ni siquiera al día
si­guiente o al- momento siguiente. No volverás a encontrar a la misma persona.
El viejo Heráclito decía: «No puedes cruzar dos veces el mismo río». No puedes
cruzarte dos veces a la misma persona. Es imposible encontrarte con la misma
persona dos veces, porque el ser humano es como un río, está fluyendo
constantemente. Nunca sabes qué va a suceder. El futuro está sin definir.


Para
una cosa el futuro está definido. Una piedra seguirá sien­do una piedra. No
tiene un potencial de crecimiento. No puede cambiar, no puede evolucionar. El
ser humano no permanece igual, puede ir hacia atrás o ir hacia delante; puede
ir al infierno o al
cielo, pero nunca permanece igual. Va cambiando de un modo u otro.


Cuando
tienes una relación sexual con alguien, reduces a esa persona a un objeto. Y al
reducir al otro a un objeto te reduces también a ti mismo, porque es un
compromiso mutuo: «Yo te permito que me reduzcas a un objeto y tú me permites
que te re­duzca a un objeto. Te permito que me uses y tú me permites que te
use. Nos usamos mutuamente. Los dos nos hemos convertido en cosas».


Observa
a dos amantes cuando todavía no están viviendo jun­tos, cuando el romance
todavía está vivo y aún no ha terminado la luna de miel; verás a dos personas
que vibran con la vida, dis­puestos a explorar lo desconocido. Después observa
a las parejas casadas, marido y mujer, y verás dos cosas muertas, dos cemen­terios
uno al lado del otro, ayudándose a seguir muertos, obli­gándose el uno al otro
a permanecer muertos. Ese es el conflicto constante del matrimonio. ¡Nadie
quiere ser reducido a una cosa!


El
sexo es la forma más inferior de la energía «X». Si eres reli­gioso,
lo llamas «divinidad»; si eres científico lo llamas «X». Esta energía X puede convertirse
en amor. Cuando se convierte en amor, empiezas a respetar a la otra persona.
Sí, a veces utilizas a la otra persona, pero te sientes agradecido. Sin
embargo, nunca das las gracias a una cosa. Cuando estás enamorado de una mu­jer,
haces el amor con ella y le das las gracias. Cuando haces el amor con tu mujer,
¿le das las gracias alguna vez? No, lo das por hecho. ¿Te ha dado las gracias
tu mujer alguna vez? Tal vez, hace muchos años, puedes acordarte de un tiempo
en el que todavía estabas indeciso, cortejándola, estabais intentando
seduciros, tal vez. Pero en cuanto te has asentado, ¿le das las gracias por
algo? Tú has hecho tantas cosas por ella, y ella ha hecho tantas cosas por ti... Los dos
estáis viviendo para el otro, pero la gratitud ha desaparecido.


En el
amor hay gratitud, hay una profunda gratitud. Sabes que el otro no es una cosa.
Sabes que el otro tiene una grandeza, un espíritu, una individualidad. En el
amor le das al otro libertad completa. Por supuesto, tomas y das; es una
relación de dar y to­mar, pero con respeto. El sexo es una relación de dar y
tomar, pero sin respeto.


En la compasión
simplemente das. En tu mente no hay nin­guna expectativa de recibir nada, simplemente
compartes. ¡No es que no recibas nada! Lo recibes de vuelta multiplicado por un
mi­llón, pero es accidental, es una con­secuencia natural. No estás deseando
recibirlo.


En el
amor, cuando das algo, en el fondo estás esperando recibirlo de vuelta. Si no
te lo devuelven, te que­jas. Tal vez no digas nada, pero se puede saber de mil
y una maneras que estás refunfuñando y que te sientes engañado. El amor es como
un trato sutil.


En la
compasión simplemente das. En el amor estás agradeci­do porque el otro te ha
dado algo. En la compasión estás agrade­cido porque el otro ha aceptado algo
tuyo; estás agradecido por­que el otro no te ha rechazado. Tú habías llegado
con energía para dar, habías llegado con muchas flores para compartir, y el
otro te lo ha permitido, el otro ha sido receptivo. Estás agradeci­do porque el
otro ha sido receptivo.


La compasión es !a
forma más elevada del amor. Recibes mucho a cambio -te aseguro que multiplicado
por un millón-pero no se trata de eso, no estás deseando recibir nada a cambio.
Si no recibes nada, no te quejas. ¡Y si te llega algo, simplemente te
sorprendes! Si llega es increíble, si no llega no pasa nada; no le has dado tu
corazón a alguien como parte de un trato. Das gene­rosamente porque tienes.
Tienes tanto que si no lo dieras sería una carga para ti. Es igual que una nube
cargada de lluvia que tie­ne que descargar. La próxima vez que veas una nube
descargan­do lluvia, observa en silencio, siempre podrás oír a la nube
di-ciéndole a la tierra: «Gracias». La tierra ha ayudado a la nube a
descargarse.


Cuando
florece una flor, tiene que esparcir su perfume a los cuatro vientos. ¡Eso es
natural! No es un trato ni un negocio, ¡simplemente es natural! Cuando una flor
está llena de perfume, ¿qué puede hacer? Si la flor se guardara su perfume se
sentiría muy tensa, se sentiría profundamente angustiada. La mayor an­gustia de
la vida es cuando no puedes expresarte, cuando no pue­des comunicarte, cuando
no puedes compartir. La persona más' pobre es aquella que no tiene nada que
compartir, o sí tiene, pero ha perdido la capacidad, el arte de compartir;
entonces esa perso­na es pobre.


El hombre sexual es muy pobre.
El hombre amoroso es com­parativamente más rico. Y el más rico es el hombre
compasivo, está en la cima del mundo. No tiene confines ni limitaciones.
Simplemente da, y sigue su camino. Ni siquiera espera que le des las gracias.
Comparte su energía con un enorme amor.


Esto es lo que yo
llamo terapéutico.


Los
católicos creen que Jesús hizo muchos milagros. Yo no puedo imaginármelo
haciendo milagros. Su compasión era el milagro, Si ocurría algo, ocurría sin
que él hiciera nada. Si sucede algo en el plano más elevado del ser, siempre
sucede sin nin­gún esfuerzo. Jesús se movía; lo veía todo tipo de gente. Era
como una enorme piscina de energía, cualquiera que estuviese listo para
compartirlo, lo compartía.


¡Ocurrían
milagros! Él era terapéutico. Fue uno de los gran­des sanadores que ha habido
en el mundo. Buda, Mahavira o Krisna fueron grandes sanadores a diferentes
niveles. Pero en la vida de Buda no podrás encontrar ningún milagro de curación
de una persona enferma, la curación de un ciego o que le devolviese la vida a
un muerto. Es sorprendente: ¿la compasión de Jesús era mayor que la de Buda?
¿Qué sucedía? ¿Por qué no se curaba mu­cha gente por medio de la energía de
Buda? No, no es una cues­tión de más o menos compasión. La compasión de Buda
funcio­naba a otro nivel. Su audiencia era diferente a la de Jesús, y a su
alrededor había otro tipo de personas.


Veo cómo vienen a mí ríos de
gente desde Occidente, pero casi nunca me piden nada para su cuerpo. No me
dicen: «Tengo un dolor de cabeza crónico, ¡Osho, ayúdame, haz algo!». O «mis
ojos están cansados», «no me concentro bien», o «estoy perdiendo la memoria».
No, nunca. Los indios, sin embargo, siempre vienen con algún problema físico.
Ha tenido problemas digestivos desde hace años, «Osho, ¡haz algo!».


Casi
siempre pienso: ¿Por qué? ¿Qué le ha pasado a la India? ¿Por qué vienen solo
para resolver problemas físicos o corpora­les? Solo tienen ese tipo de
problemas. Un país pobre, muy pobre, no tiene problemas espirituales. Un país
rico tiene problemas espirituales y un país pobre tiene problemas físicos.


Los
tiempos de Buda fueron la época dorada de la India. En aquellos
tiempos la India
estaba en la cúspide. El país era rico, enormemente rico y próspero. El resto
del mundo era pobre,
pero la India
era muy rica. La gente iba a ver a Buda con proble­mas espirituales. Sí,
también tenían heridas, pero eran heridas espirituales.


Jesús
estaba en un país muy pobre, vivía en un país muy po­bre. La gente que iba a
verle no tenía problemas espirituales, en efecto, porque para tener problemas
espirituales tienes que ha­ber alcanzado cierto nivel de vida. De lo contrario, tus problemas
estarán relacionados con niveles inferiores. Un pobre tiene otro tipo de
problemas.


Un
pariente mío estuvo aquí durante un mes, meditando y haciendo cosas, y el
último día de su visita yo esperaba que me preguntara algo importante. ¿Qué me
preguntó? Me dijo que a su hijo no le iba bien económicamente. Después de vivir
aquí y escucharme durante un mes esa fue la única pregunta que se le ocurrió: a
su hijo no le iba muy bien. Conduce un taxi y el coche que ha comprado siempre
le está dando un problema u otro, en­tonces me pidió: «Osho, ¡haz algo!».


¡Yo no
soy mecánico! «Vende el coche y consigúete otro», le . dije. Pero él me
contestó: «Nadie me lo va a comprar, por favor, ¡haz algo!».


Cuando
la gente es pobre tiene problemas terrenales. Cuando la gente es rica, sus
problemas son de una calidad superior. Solo un país próspero puede ser
realmente espiritual; un país pobre no.


No
estoy diciendo que un pobre no pueda serlo -sí, una per­sona pobre puede ser
realmente espiritual, hay excepciones-- pero no un país pobre. Un país pobre,
en su conjunto, piensa en términos de dinero, medicina, casas, coches, esto y
lo otro. ¡Y es natural, es lógico!


Jesús
vivía en un país muy pobre. La gente buscaba soluciones a sus problemas. Muchos
recibían ayuda; no es que Jesús ayudara sino que recibían esa ayuda. Jesús
repite una y otra vez. «Es vuestra fe la que os ha curado.» Cuando tienes fe,
la compasión puede recaer en ti. Cuando tienes fe, estás abierto a la
compasión. Buda hizo milagros, pero eran milagros de lo invisible. Mahavira
hizo milagros, pero
eran milagros de lo invisible. No son visibles, solo los ve la persona sobre la
que recaen.


Pero
la compasión siempre es terapéutica; sea cual sea el nivel en el que estés, te
ayuda. La compasión es amor purificado, tan purificado que puedes dar sin pedir
nada a cambio.


Buda
solía decir a sus discípulos: «Después de cada medita­ción, sed compasivos
-inmediatamente después-, porque cuando meditas, crece el amor y el corazón se
llena. Después de cada meditación, siente compasión por todo el mundo para que
puedas compartir tu amor y liberar la energía a la atmósfera, y para que esa
energía pueda ser útil a los demás».


A mí
también me gustaría decirte eso: después de cada medita­ción, cuando empieces a
celebrar, siente compasión. Siente que tu energía debería ayudar a la gente del
modo que lo necesiten. ¡Libé­rala simplemente! Te sentirás más ligero, muy
relajado, tranquilo y silencioso, y las vibraciones que has liberado ayudarán a
mucha gente. Acaba tus meditaciones siempre con la compasión.


La compasión
es incondicional. No puedes ser compasivo solo con los que son amables contigo
o los que están relacionados contigo.


Esto
sucedió en China: cuando Bodhidharma fue a China, se le acercó un hombre que le
dijo: «He seguido tus enseñanzas: medito y siento compasión por todo el
Universo, no solo por los hombres, sino también por los animales, las piedras y
los ríos. Pero hay un problema: no siento compasión por mi vecino. No, ¡es
imposible! Por eso te pregunto, ¿puedo excluir a mi vecino de la compasión? Incluyo
a toda la existencia, conocida y descono­cida, pero ¿puedo excluir a mi vecino?
Porque me resulta muy di­fícil, es imposible. No puedo sentir compasión por
él».


Bodhidharma
le dijo: «Entonces, olvídate de la meditación, porque si la compasión excluye a
alguien ya no existe».


La
compasión incluye a todo, es intrínsecamente inclusiva. Si no sientes compasión
por tu prójimo es mejor que te olvides de ello, porque no tiene que ver con
nadie en particular. Tiene que ver con tu estado interno. compasión,
incondicionalmente, sin ninguna dirección, sin dirigirla a nadie. Entonces te
convertirás en una fuerza curadora en este mundo de desdicha.


Jesús
repetía una y otra vez, «ama a tu prójimo como a ti mismo». Y tam­bién decía,
«ama a tu enemigo como a ti mismo». Si analizas las dos frases juntas,
descubrirás que ¡el prójimo y el enemigo son casi siempre la misma persona!
«Ama a tu prójimo como a ti mismo», y «ama a tu enemigo como a ti mismo».


¿Qué está queriendo
decir?


Simplemente
quiere decir que no pongas barreras a tu com­pasión, a tu amor. Del mismo modo
que te amas a ti mismo, ama a toda la existencia, porque en el análisis final,
toda la existencia eres tú mismo reflejado en muchos espejos. Eres tú, no está
se­parada de ti. Tu prójimo solo es otra forma de ti mismo; tu ene­migo también
es otra forma de ti mismo. En todo lo que te en­cuentres te encontrarás contigo
mismo. Quizá no lo reconozcas porque no estás muy alerta, posiblemente no seas capaz de verte en el
otro, pero eso quiere decir que tienes algún problema en la vista; a tus ojos
les ocurre algo.


La
compasión es terapéutica. Y ser compasivo es tener com­pasión por uno mismo
antes que nada. Si no te quieres a ti mis­mo nunca serás capaz de querer a
nadie. Si no eres amable con­tigo mismo nunca podrás ser amable con nadie.
Vuestros mal llamados santos que fueron tan duros con ellos mismos, solo fin­gían
ser amables con los demás. Eso no es posible; psicológica­mente es imposible.
Si no puedes ser amable contigo mismo, ¿cómo vas a serlo con los demás?


Todo
lo que seas contigo mismo, lo serás con los demás. Deja que este sea el
pensamiento principal. Si te odias a ti mismo, odia­rás a los demás; y te han
enseñado a odiarte. Nadie te ha dicho ja­más, «¡quiérete!». La idea en sí nos
parece absurda, ¿amarnos a no­sotros mismos? No tiene sentido, ¿amarse a uno
mismo? Siempre creemos que el amor necesita a otro, pero si no lo aprendes
conti­go mismo, no serás capaz de practicarlo con los demás.


Te han
dicho que no vales nada para condicionarte. Desde to­dos los lugares te han
enseñado y te han dicho que eres indigno, que no eres lo que deberías ser, que
no te aceptan como eres. Encima de tus hombros hay muchos deberías, y esos
deberías son casi imposibles de cumplir. Y cuando no los puedes cumplir, cuando
no llegas, te sientes culpable. Surge en tu interior un profundo odio hacia ti
mismo.


¿Cómo
vas a querer a los demás? ¿Dónde vas a encontrar amor si estás tan lleno de
odio? Solo puedes fingirlo, aparentas estar enamorado, pero en el fondo ni
estás enamorado de nadie ni pue­des estarlo. Esas pretensiones te valen durante
unos días, pero luego el color desaparece y la realidad se impone.


Todas
las relaciones amorosas se estropean. Antes o después, las relaciones amorosas
se envenenan. ¿Por qué se envenenan tanto? Las dos personas fingen estar
amando, los dos dicen que aman. El padre dice que quiere a su hijo y el hijo
dice que quiere a su padre. La madre dice que quiere a su hija y la hija dice
lo mis­mo. Los hermanos dicen que se quieren. Todo el mundo habla de amor,
canta sobre el amor. ¿Existe algún lugar donde haya me­nos amor? No hay ni una
gota de amor, no hay más que monta­ñas de palabrería, unos Himaíayas de poesía
sobre el amor.


Al
parecer, toda esa poesía solo es para compensar. Como no amamos, de alguna
forma tenemos que creer que amamos, por medio de la poesía o por medio de la
música. Lo que nos falta en la vida lo traducimos a poesía. Lo que nos perdemos
en la vida, lo trasladamos a películas o a novelas. El amor está absolutamente
ausente porque no se ha dado todavía el primer paso.


El
primer paso es aceptarte como eres; olvídate de todos los deberías. ¡No cargues
con ningún «debería» en tu corazón! No tienes que ser otra persona; no tienes
por qué hacer algo que no te corresponde, solo tienes que ser tú mismo.
Relájate y sé tú mismo. Respeta tu individualidad y ten la valentía de firmar
con tu propia firma. No copies las firmas de los demás.


No
tienes por qué convertirte en un Jesús, un Buda o un Ra-makrisna, simplemente
tienes que convertirte en ti mismo. Me­nos mal que Ramakrisna nunca intentó
convertirse en otra per­sona, porque así se convirtió en Ramakrisna. Menos mal
que Jesús no intentó convertirse en Abraham o en Moisés, porque así se
convirtió en Jesús. Menos mal que Buda no intentó convertir­se en Patanjali o
en Krisna, porque así se convirtió en Buda.


Cuando
no estás intentando convertirte en otra persona, sim­plemente te relajas y
surge la gracia. Cuando estás lleno de magnificencia, esplendor y armonía
-porque no hay ningún conflic­to, no hay que ir a ningún sitio, no hay que
luchar por nada, ni hay que imponerse violentamente a nada-, te vuelves
inocente. En esa inocencia sentirás compasión y amor hacia ti mismo. Te
sentirás tan feliz contigo mismo que incluso si viniera Dios y lla­mara a tu
puerta diciendo: «¿Te gustaría ser otra persona?», tú le dirías: «¿Te has
vuelto loco? Soy perfecto. Muchas gracias, pero ni lo intentes, soy perfecto
tal como soy».


Ese momento en el
que puedes decir a la existencia: «Soy per­fecto tal como soy, me siento feliz
de ser como soy», lo llamamos shraddha en Oriente. Entonces te has
aceptado como eres y en esta aceptación has aceptado la existencia.


Cuando
te rechazas, estás recha­zando la existencia que te ha creado. En cuanto dices:
«Debería ser así», estás intentando mejorar la existen­cia. Cuando dices: «Has
cometido un disparate, yo debería ser de este modo, ¿por qué me has hecho
así?», estás intentando mejorar la existencia. Eso no es posible. Tu lucha es
inútil, estás abocado a fracasar.


Y
cuanto más fracasas, más odias. Cuanto más fallas, más re­chazado te sientes.
Cuanto más fallas, más impotente te sientes. Y ¿cómo puede surgir compasión de
ese odio y esa impotencia? La compasión surge cuando estás perfectamente
centrado en tu ser. Cuando dices: «Sí, yo soy así», y no tienes que satisfacer
nin­gún ideal, entonces ¡la satisfacción empieza a suceder inmedia­tamente!


Las rosas florecen con tanta
belleza porque no están inten­tando convertirse en flores de loto. Y las flores
de loto florecen con tanta belleza porque no han estado oyendo leyendas sobre
otras flores. En la naturaleza todo va maravillosamente bien por su propia
cuenta, porque nadie intenta competir con nadie, nadie intenta convertirse en
otro. Todo es como es.


¡Compréndelo!
Sé tú mismo y recuerda que, hagas lo que ha­gas, no puedes ser distinto.
Cualquier esfuerzo es inútil. Solo tie­nes que ser tú mismo.


Solo
hay dos caminos. Uno es que a! rechazar, puedes seguir siendo el mismo; al
descalificar, puedes seguir siendo el mismo. El otro es que al aceptar,
rendirte, disfrutar y deleitarte, puedes seguir siendo el mismo. Tu actitud
puede ser diferente pero vas a seguir siendo como eres, seguirás siendo quien
eres. En cuanto lo aceptas surge la compasión. ¡Y entonces empiezas a aceptar a
los demás!


¿Has
observado que es muy, muy difícil vivir con un santo? Puedes vivir con un
pecador pero no puedes vivir con un santo, porque el santo te estará condenando
constantemente con sus gestos, con sus ojos, con la forma de mirarte y con la
forma de ha­blarte. Un santo nunca habla contigo, te habla a ti. Nunca
te mira sino que tiene un ideal en sus ojos que le nubla la vista. Nunca te ve.
Hay algo en el fondo de su mente y siempre te compara con ello, y por supuesto,
te quedas corto. ¡Su mirada te convierte en un pecador! Es muy difícil vivir
con él porque no se acepta, ¿cómo te va a aceptar a ti? Dentro de él hay muchas
cosas, notas discordantes que siente que tiene que superar. Por supuesto, en ti
ve las mismas cosas pero amplificadas.


Pero
para mí, solo es santa la persona que se ha aceptado, y en esta aceptación ha
aceptado a todo el mundo. Para mí, ese es el estado mental de la santidad; el estado de
aceptación total. Y eso es sanador, terapéutico. Simplemente estar con alguien
que te acepte totalmente es terapéutico. Te sanará.


Ve
despacio, con cuidado, observando, y sé amoroso. Si eres sexual, no te digo que
dejes el sexo, sino que lo hagas de una for­ma más atenta, de una forma más
devota, que sea más profundo para que se pueda convertir en amor. Si eres
amoroso, hazlo incluso con más agradecimiento; aporta una gratitud más pro­funda,
alegría, celebración y meditación, para que se pueda con­vertir en compasión.


Hasta
que no surja la compasión no creas que has vivido correctamente o que has
vivido en absoluto. La compasión es el florecimiento. Y cuando surge la
compasión en una persona, millones de personas se curan. Todo el que se acerque
se cura.


La compasión es
terapéutica.






POR ENCIMA DE TODO SIN
JUICIOS DE VALOR: LA
COMPASIÓN DEL ZEN



Una
noche, mientras Shichiri Kojun estaba recitando sutras, en­tró un ladrón armado
con una afilada espada y le exigió el dinero o la vida.


Shichiri
le respondió: «No me molestes. Puedes encontrar el dinero en ese cajón», y
siguió recitando.


Poco
después se detuvo y le dijo: «Mañana tengo que pagar unos impuestos, no te lo
lleves todo».


El
intruso recogió la mayor parte del dinero y se disponía a marchar, cuando
Shichiri añadió: «Cuando te hacen un regalo debes dar las gracias». El hombre
le dio las gracias y se marchó.


Unos
días más tarde atraparon al tipo que confesó, entre otros, el delito contra
Shichiri. Cuando llamaron a Shichiri como testigo, este dijo: «En lo que a mí respecta,
este hombre no es un ladrón. Yo le di el dinero y él me dio las gracias».


Cuando
cumplió su condena y salió de la cárcel, este hombre se convirtió en discípulo
de Shichiri.


Jesús
dijo: «No juzguéis». Esto sería totalmente zen si lo hu­biese dejado ahí. Pero
añadió: «...para no ser juzgados», quizá porque estaba hablando a los judíos y
tenía que expresarse en sus términos. Ha dejado de ser una historia zen y se ha
convertido en un trato. Este añadido ha destruido su calidad y profundidad.


«No
juzguéis» es suficiente; y no había necesidad de añadir nada. «No juzguéis»
significa sin juicios. «No juzguéis» significa mirar la vida sin evaluarla. No
valores, no digas «esto es bueno» o «esto es malo», no seas moralista, no
califiques ciertas cosas como divinas y otras como malignas. «No juzguéis» es
una afir­mación extraordinaria que indica que no hay Dios ni Demonio.


Si
Jesús lo hubiese dejado ahí, en esta pequeña frase, en estas dos palabras, «no
juzguéis» habría transformado toda la natu­raleza del cristianismo. Pero añadió
algo que lo destruyó. Dijo: «... para no ser juzgados». Ahora es condicional. Ya
no está ausente de juicios y se ha convertido en un trato, «para no ser
juzgados». Ahora es un negocio.


No
juzgues por miedo, por miedo a ser juzgado. Pero ¿cómo puedes dejar de juzgar
por miedo o por codicia? Si no quieres ser juzgado, no juzgues, pero la codicia
y el miedo no podrán hacer que no tengas valores. Es egocéntrico, «no juzguéis
para no ser juzgados». Es egoísta. Se ha destruido toda la belleza del zen, ha
desaparecido el sabor zen y se ha vuelto algo ordinario. Se ha convertido en un
buen consejo, pero no conlleva ninguna revo­lución; es un consejo paternal. Es
un buen consejo pero no es en absoluto esencial. La segunda cláusula es la crucifixión de la afir­mación
esencial.


El zen
se detiene ahí: no juzguéis. Porque el zen dice que todo es lo que es, y no hay
nada bueno ni nada malo. Las cosas son como son. Algunos árboles son altos y
otros árboles son bajos. Al­gunas personas son morales y otras inmorales.
Algunas rezan y otras roban. Así son las cosas. Pero, ¡fíjate en lo
revolucionario de todo esto! Te dará miedo, te asustará. Por eso el zen no
tiene mandamientos. No dice: haz esto y no hagas lo otro; no habla de lo que
debemos hacer o no hacer. No ha creado esa prisión del «deberías».


El zen
no es perfeccionista. Y ahora, el psicoanálisis ha de­mostrado que el
perfeccionismo es una especie de neurosis. El zen es la única religión que no
es neurótica. El zen acepta. Su aceptación es total, tan absolutamente total
que ni siquiera llama ladrón al ladrón, ni asesino al asesino. Intenta ver la pureza
de su espíritu y su absoluta trascendencia. Todo es como es.


El
zen, por encima de todo, no valora; si pones una condición lo estás
malinterpretando. En el zen no hay miedo ni codicia. En el zen no hay Dios ni
Demonio, en el zen no hay cielo ni infierno. No despierta la codicia de la
gente ni la soborna prometiéndoles una recompensa en el cielo. Y no asusta a la
gente ni la atemori­za creando un infierno de pesadilla.


El zen
no te soborna con recompensas ni te castiga con tortu­ras. Simplemente te da la
lucidez necesaria para analizar las co­sas, y esa lucidez te libera. Esa
lucidez no se basa en la codicia ni en el miedo. Todas las demás religiones
fomentan la codicia, y en el fondo, todas se basan en el miedo. Por eso cuando
hablamos de una persona religiosa decimos que tiene «temor de Dios», una
persona religiosa teme a Dios,


¿Cómo puede ser religioso el
miedo? Es imposible. El miedo nunca podrá ser religioso, y solo podrá la
ausencia de miedo ser religiosa. Pero si tienes el concepto de bueno y malo
nunca po­drás ser valiente. Tu idea de bueno y malo hace que la gente se sienta
culpable, los convierte en inválidos y los paraliza. ¿Cómo vas a ayudar a que
se liberen de todo ese miedo? Es imposible porque estás provocando más miedo.


Por lo
general, las personas no religiosas tienen menos mie­do, dentro de su ser
tienen menos miedo que las personas llama­das religiosas. Las personas llamadas
religiosas están constan­temente temblando por dentro, siempre angustiadas por
si lo lograrán o si fracasarán. ¿Será expulsado al infierno o consegui­rá hacer
lo imposible y entrar en el paraíso?


Incluso
cuando Jesús estaba despidiéndose de sus amigos y discípulos, la mayor
preocupación de los discípulos era el lugar que iban a ocupar en el cielo. Se
volverán a encontrar en el cielo, pero ¿cuál será su lugar? ¿Quién será quién?
Por supuesto, acce­den a que Jesús esté sentado a la derecha de Dios, pero
¿quién se va a sentar a su lado? Esta preocupación es fruto de su codicia y de
su miedo. No les preocupa demasiado que Jesús vaya a ser cru­cificado al día
siguiente, están mucho más preocupados por sus propios intereses.


Todas
las demás religiones se basan en una codicia y un mie­do muy vulgares. La misma
codicia que sientes por el dinero se transforma un día en codicia de Dios.
Antes, Dios era tu dinero y ahora el dinero es tu Dios, pero esa es la única
diferencia. Des­pués Dios se convierte en el dinero. Ahora tienes miedo del
Esta­do, de la policía, de esto y lo otro... y luego empiezas a tener miedo del
infierno, del tribunal supremo, de la corte final suprema de Dios y del día del
juicio final.


Los
mal llamados santos cristianos están constantemente temblando, incluso en los
últimos momentos de su vida, ¿lo lo­grarán o no lo lograrán?


El
zen, por encima de todo, está libre de los juicios de valor. Deja que esto
penetre profundamente en tu ser porque también es mi punto de vista. Solo deseo
que lo comprendas, nada más. Basta con comprenderlo. Deja que la comprensión
sea la única ley; no hay ninguna otra. No vivas guiado por el miedo; de lo con­trario,
estarás vagando en la oscuridad. No vivas con arreglo a la codicia, porque la
codicia no es más que la otra cara del miedo. Son dos aspectos de la misma
cosa: por un lado es codicia y por el otro lado es miedo. La persona miedosa
siempre es codiciosa, y la persona codiciosa es miedosa. Siempre van juntos.


Solo
la comprensión, el darse cuenta, la capacidad de ver las cosas como son... ¿No
puedes aceptar la existencia tal como es? Pero no aceptarla no cambia nada.
¿Qué es lo que cambia? He­mos estado rechazando cosas desde hace miles de años
pero si­guen estando ahí, incluso con más fuerza. No han desaparecido los
ladrones ni los asesinos. No ha cambiado nada; las cosas si­guen siendo las
mismas de siempre. Las cárceles siguen aumen­tando. Las leyes se siguen
ampliando y haciéndose cada vez más complejas. Y a causa de estas leyes tan
complejas, cada vez se contrata a más ladrones: los abogados y jueces... Esto
no ha cam­biado nada en absoluto. Todo el sistema penitenciario no ha he­cho
ningún bien; en realidad, ha sido muy perjudicial. El sistema penitenciario se
ha convertido en la universidad del crimen; es el lugar donde se aprende a
delinquir y donde están los maestros que enseñan a delinquir.


Cuando
una persona entra en la cárcel una vez ya se convier­te en un visitante
periódico. Una vez que ha estado en la cárcel, vuelve a ella una y otra vez. Es muy raro
encontrar a alguien que haya estado en la cárcel y nunca vuelva a ella. Cuando
sale de la cárcel tiene más maestría. Cuando sale de la cárcel tiene más ideas
de cómo hacer lo mismo de una forma más experta. Cuan­do sale de la cárcel ya
no es un aficionado. Sale de la cárcel con un título; la salida de la cárcel es
una especie de título del crimen. Ahora sabe más, y sabe cómo hacerlo mejor.
Ahora sabe lo que tiene que hacer para que no le pesquen. Ahora ya conoce las
fisu­ras del sistema jurídico.


Y los
encargados de que se cumpla la ley son tan delincuentes como los demás, en
realidad, son más delincuentes que ninguno, porque para tratar con
delincuentes tienen que ser más delin­cuentes. La policía, los carceleros y los
guardias penitenciarios son más criminales que las personas obligadas a estar
en la cár­cel; es necesario que lo sean.


No ha
cambiado nada. Esta no es la forma de cambiar las co­sas y ha demostrado ser un
fracaso rotundo.


El zen
dice que el cambio viene a través de la comprensión y no de la imposición.


¿Y qué
son vuestro cielo y vuestro infierno? No son nada más que el mismo concepto
trasladado a la vida del más allá. El mismo concepto de prisión se convierte en
vuestro concepto de infierno. Y el mismo concepto de recompensa -recompensas
guberna­mentales, recompensas presidenciales, medallas de oro, esto y lo otro-,
ese mismo concepto se traslada al cielo, al paraíso, firdaus. Pero la
idea sigue siendo la misma.


El zen
destruye de raíz esa forma de pensar. El zen no condena nada, es comprensivo,
dice que hay que intentar comprender que las cosas son como son. Intenta
comprender al ser humano como es y no le impongas ningún ideal, no digas cómo
debería ser.




En el
momento que dices cómo debería ser, te ciegas a la rea­lidad de lo que es. El
«debería» se convierte en una barrera. En­tonces, no puedes ver la realidad, no
puedes ver lo que es porque tu «debería» se convierte en algo opresivo. Tienes
un ideal, un ideal perfeccionista y, naturalmente, todas las personas quedan
por debajo de ese ideal. De ese modo condenas a todo el mundo. Y las personas
egoístas que consiguen de alguna manera en­cajar en ese ideal -aunque sea
superficialmente o exteriormen-te- se convierten en grandes santos. Pero solo
son egoístas, y si les miras a los ojos, encontrarás una única cuali­dad:
soy-más-santo-que-tú. Son los elegidos, los elegidos de Dios y están aquí para
condenarte y transformarte. El zen no está interesado en la transformación de
nadie pero la para­doja es que transforma. No le interesa qué deberías ser,
sino qué eres. Ana­lízalo, analízalo con una mirada carga­da de amor y cariño.
Intenta compren­derlo y de esta comprensión surgirá la transformación. La
transformación es natural, no tienes que hacer nada, su­cede espontáneamente.
El zen transforma pero no habla de la transformación. Cam­bia, pero no le
preocupa el cambio. Aporta más beatitud a los se­res humanos que ninguna otra
cosa, pero no le preocupa en ab­soluto. Llega como una gracia, como un regalo.
Es el resultado de la comprensión. Esa es la belleza del zen, que por encima de
todo no tiene valores. La valoración es una enfermedad de la mente, eso es lo
que dice el zen. No hay nada bueno ni malo, las cosas son exactamente como son.
Todo es como es.


El zen
abre una dimensión completamente nueva: la dimen­sión de la transformación sin
esfuerzo. La dimensión de la trans­formación que llega naturalmente cuando
tienes los ojos lim­pios, cuando hay claridad, cuando estudias la naturaleza de
las cosas directamente sin el obstáculo de los prejuicios.


En
cuanto dices que una persona es buena es que has dejado de mirarla. Ya le has
puesto una etiqueta, la has encasillado y la has clasificado. En cuanto dices
que «ese hombre es malo», ¿cómo puedes volver a mirarle a los ojos? Has
decidido de ante­mano acabar con esa persona, esa persona ha dejado de ser un
misterio. Has resuelto el misterio escribiéndole encima «malo» o «bueno» y ahora
estás relacionándote con esas etiquetas y no con las realidades.


Un
hombre bueno se puede volver malo y uno malo se puede volver bueno. Sucede a
cada instante; por la mañana el hombre era bueno, por la tarde es malo y por la
noche volverá a ser bue­no. Pero ahora tendrás que comportarte con arreglo a la
etique­ta que le has puesto. No estarás hablando con el hombre en sí, sino que
estarás hablando con la etiqueta que le has impuesto, con la imagen que has
fabricado.


Por
supuesto, sigues sin percibir las realidades y a las verdade­ras personas, y
esto origina mil y un problemas y complicaciones. Problemas que no tienen
solución. ¿Realmente hablas con tu mu­jer? Cuando estás en la cama con tu
mujer, ¿con quién estás en la cama realmente, con tu mujer o con determinada
imagen? Tengo la sensación de que en cualquier lugar que se encuentren dos per­sonas,
en vez de dos personas, en realidad hay una multitud. Por lo menos cuatro
personas ya que también están ahí tu imagen del otro y la imagen que el otro tiene de ti. Y
además nunca concuer-dan, porque la verdadera persona va cambiando, es un
flujo. La verdadera persona es un río que va cambiando de color. ¡La verda­dera
persona está viva! El hecho de que le hayas puesto una eti­queta no significa
que haya muerto; sigue estando viva.


Una vez, alguien
preguntó a Chuang Tzu: «¿Has acabado tu trabajo?». Él respondió: «¡Cómo voy a
haberlo terminado si todavía estoy vivo!».


Analiza
lo que dice: «¿Cómo voy a haberlo terminado? Todavía estoy vivo. Solo se habrá
acabado el día que muera; mientras siga fluyendo, segui­rán ocurriendo cosas».


Mientras un árbol
esté vivo le sal­drán flores, hojas nuevas, irán nuevos pájaros para hacer en
él sus nidos, irán nuevos viajeros que pasarán la noche debajo de él... las
cosas irán cambiando. Mientras estás vivo todo es posible. Pero en cuanto
clasificas a una persona como buena, mala, mo­ral, inmoral, religiosa,
irreligiosa, teísta, ateísta, esto y lo otro, estás pen­sando como si la
persona hubiese muerto. Solo deberías poner etiquetas a la persona cuando haya
muerto. Puedes etiquetar a una persona cuando esté en la tumba, pero no antes.
Puedes ir a su tumba y escribir: «Esta persona es esto». Ahora ya no te pue­de
contradecir, porque todo se ha acabado; ha llegado al final. El río ha dejado
de fluir.


Pero
mientras alguien siga estando vivo... Pero no dejamos de poner etiquetas,
incluso a los niños, a los niños pequeños. Deci­mos: «Este niño es obediente y
este otro es muy desobediente. Este niño es una delicia y este otro es un
problema». Estás po­niendo etiquetas, y recuerda, al hacerlo estás creando
muchos problemas. En primer lugar porque cuando le pones una etique­ta a
alguien estás exigiéndole que se comporte de acuerdo con la etiqueta que le has
puesto, ahora empieza a sentir que tiene la obligación de demostrar que estás
en lo cierto. Si el padre dice: «Mi hijo es un problema», el hijo piensa:
«Ahora tengo que de­mostrar que soy un problema, si no, se demostrará que mi
padre no tenía razón». Este razonamiento es inconsciente, ¿cómo pue­de pensar
un niño que su padre no tiene razón? Por eso el niño causa más problemas para
que el padre pueda decir: «¿Ves? Este niño es un problema».


Tres
mujeres estaban hablando y, como hacen todas las muje­res, se jactaban de sus
respectivos hijos. Una dijo: «Mi hijo solo tiene cinco años y escribe poesía.
Son unos poemas tan hermo­sos que hasta los poetas consumados sentirían
vergüenza».


La
segunda dijo: «Eso no es. nada. Mi hijo solo tiene cuatro años y pinta unos
cuadros tan modernos, tan ultramodernos, que ni siquiera Picasso les
encontraría ni pies ni cabeza. Y ni siquie­ra usa pincel, lo hace todo con las
manos. A veces solo lanza la pintura contra el lienzo y de la nada sale algo
precioso. Mi hijo es un impresionista, es un pintor muy original».


La
tercera mujer dijo: «Eso no es nada. Mi hijo solo tiene tres años y va al
psicoanalista él sólito».


Conseguirás
volver loco al niño poniéndole etiquetas... lo des­truirás. Todas las etiquetas
son destructivas. No le pongas nunca la etiqueta de pecador o de santo a nadie.
Cuando hay demasiada
gente que pone determinada etiqueta a alguien... Y los seres hu­manos
tendemos a pensar colectivamente; la gente no tiene ideas propias. Oyes un
rumor de que alguien es un pecador y lo aceptas. Y después se lo pasas a otro,
y lo acepta. Y el rumor se va difundiendo, la etiqueta va adquiriendo mayores
proporciones. Y un día esa persona lleva una etiqueta de «Pecador» con letras
mayúsculas, con luces de neón, de manera que él mismo la lee y tiene que
comportarse de acuerdo con esa etiqueta. Toda la so­ciedad espera que se
comporte de ese modo, de lo contrario, la gente se enfadaría. «¿Qué haces?
¡Eres un pecador y estás inten­tando ser un santo! ¡Compórtate como es debido!»


Sutilmente,
la sociedad saca partido de su clasificación: «¡Compórtate! No hagas nada que
vaya contra la idea que tene­mos de ti». Es algo tácito, pero está ahí.


En
segundo lugar, cuando etiquetas a alguien, por mucho que intente comportarse de
acuerdo con su etiqueta, no podrá hacer­lo. No podrá hacerlo a la perfección,
es imposible. Realmente es algo que no se puede hacer; solo se puede fingir. En
ocasiones, cuando no está fingiendo, o está más relajado -si está de vaca­ciones
o de picnic-, se impone la realidad. Entonces te sientes engañado: ese hombre
es un impostor. Creías que era bueno y te ha robado el dinero. Durante años has
pensado que era bueno, que era un santo, ¡y ahora resulta que te ha robado!


¿Crees
que te ha engañado? No, es tu clasificación la que te ha engañado. Él está
actuando según su realidad. Durante mucho tiempo ha estado intentando encajar
en tu esquema, pero tarde o temprano sale de ese esquema. Todo el mundo tiene
que hacer las cosas que quiere hacer.


Nadie
está aquí para satisfacer tus expectativas. Solamente los más cobardes intentan
satisfacer las expectativas de los demás. Un hombre de verdad destruye todas las
expectativas que tienen sobre él los demás, porque no está aquí para que le
aprisionen las ideas de nadie. Prefiere ser libre. Prefiere ser incoherente;
eso es la libertad. Hoy hará una cosa y mañana hará exactamente lo contrario
para que no puedas hacerte una idea fija sobre él. Un verdadero y genuino ser
humano es incoherente. Solo los falsos seres humanos son coherentes. Un
verdadero y genuino ser hu­mano está lleno de contradicciones. Es la libertad
absoluta. Es tan libre que puede ser esto y también puede ser todo lo contra­rio.
Puede elegir, si quiere ser de izquierdas lo será, si quiere ser de derechas,
se hará de derechas. No hay nada que se lo impida. Si quiere estar dentro puede
estar dentro, si quiere estar fuera puede estar fuera. Es libre. Puede ser
extravertido o puede ser in­trovertido, puede hacer lo que quiera. Su libertad
escoge en cada momento lo que debe hacer.


Pero a los seres humanos les
imponemos un patrón que les exige ser coherentes. Se da mucho valor a la
coherencia. Deci­mos: «Ese hombre es tan coherente... Es una gran persona, es
muy coherente». Pero ¿qué quieres decir con «coherencia»? Co­herencia significa
que esa persona está muerta, que ya no está viva. El día que se volvió
coherente dejó de estar viva y desde en­tonces no ha vuelto a vivir.


Cuando
dices, «En mi marido se puede confiar», ¿qué estás queriendo decir? Que ha
dejado de querer, que ha dejado de vivir y ahora ya no le atrae ninguna otra
mujer. Si no le atraen otras mujeres, ¿cómo puede ser que tú le sigas
atrayendo? Tú también eres una mujer. En realidad, ahora está fingiendo. Si un
hombre está vivo y ama, cuando ve a una mujer hermosa se siente atraí­do.
Cuando una mujer está viva, ama y tiene energía, si ve a un hombre guapo, ¿cómo
no va a sentirse atraída? ¡Es tan natural! No digo que tenga que irse con él, pero la
atracción es algo natu­ral. Puede decidir no irse con él, pero negar la
atracción es negar la vida misma.


El zen
dice: mantente fiel a tu libertad. Entonces surge en ti un tipo de ser
completamente distinto, inesperado, imprevisible. Religioso, pero no moral. No
es inmoral sino amoral: está más allá de la moralidad, más allá de la
inmoralidad.


Esta
es la nueva dimensión de la vida que nos ofrece el zen. Hasta ahora has vivido
en una realidad completamente distinta y esta realidad no tiene nada que ver
con aquella. Tiene una cuali­dad nueva, esa cualidad es la ausencia de
carácter.


Esta
palabra a veces hace mucho daño, porque durante dema­siado tiempo nos ha
gustado la palabra «carácter». Decimos: «Ese hombre tiene carácter». Pero ¿has
observado qué sucede? Una persona con carácter es una persona muerta. Una
persona con carácter se puede encasillar porque es una persona previsi­ble. Una
persona con carácter no tiene futuro, solo tiene pasado.


Escucha:
una persona con carácter solo tiene pasado, porque carácter significa pasado.
La persona sigue repitiendo el pasado como si fuese un disco rayado. Repite lo
mismo una y otra vez. No tiene nada nuevo que decir. No tiene nada nuevo que
vivir, no tiene nada nuevo que ser. Y decimos que esa persona es una per­sona
con carácter. Puedes confiar en ella, puedes contar con ella. No faltará a sus
promesas, sí, eso es verdad. Esa persona resulta muy práctica, tiene una gran
utilidad social, pero está muerta, es una máquina.


Las
máquinas tienen carácter, puedes contar con ellas. Ese es el motivo por el que,
poco a poco, vamos sustituyendo a los seres humanos por máquinas. Las máquinas
son más previsibles, tie­nen mejor carácter, puedes contar con ellas.


No se
puede confiar en un caballo tanto como en un coche. El caballo tiene cierta
personalidad: hay días que no está de buen humor, otras veces no quiere ir por
donde tú quieres y otras ve­ces está muy rebelde. A veces simplemente se planta
y no quiere moverse. Tiene alma; no siempre puedes contar con él. Pero un coche
no tiene alma. Es un conjunto de piezas ensambladas, no tiene un centro. Va por
donde tú quieras que vaya. Si quieres que el coche se tire por un acantilado,
el coche lo hará. El caballo te dirá: «¡Espera! Si quieres suicidarte puedes
hacerlo tú solo por­que yo no voy a hacerlo. Salta si quieres. Yo no pienso
saltar». Pero el coche no te dirá que no, no tiene alma para decir que no.
Nunca dice ni sí ni no.


A
veces, ni siquiera la mente de un gran matemático quiere funcionar. Pero el
ordenador seguirá trabajando las veinticuatro horas del día, día tras día, año
tras año; no se le ocurre dejar de trabajar. Una máquina tiene carácter, un
carácter en el que se puede confiar. Eso es lo que hemos estado intentando
hacer. Pri­mero, hemos intentado convertir a las personas en máquinas pero como
no lo hemos conseguido al cien por cien, poco a poco, hemos empezado a inventar
máquinas con las que podamos sustituir a las personas. Antes o después, las
personas serán reemplazadas por máquinas en todas partes. Las máquinas lo harán
mucho mejor, de forma más eficiente, más fiable y más rápido.


El ser
humano tiene estados de ánimo porque tiene alma. Como tiene alma, solamente
puede ser auténtico si no tiene ca­rácter. ¿A qué me refiero cuando digo «no
tener carácter»? Me re­fiero a que el hombre se olvida de su pasado, no vive de
acuerdo con su pasado y por eso es imprevisible. Vive momento a mo­mento, en el
presente. Ve lo que hay a su alrededor y vive, mira lo que tiene alrededor
y vive, siente lo que tiene alrededor y vive. No tiene ideas fijas sobre la
forma de vivir, sino intuición. Su vida es una corriente constante. Es
espontáneo, a eso me refiero cuando digo que un hombre no tiene carácter. Es
espontáneo.


Sabe
responder y, cuando le dices algo, responde sin repetir una fórmula. Te
responde, en este momento, a esta pregunta, a esta situación.
No está respondiendo a otra situación aprendida. Te responde a ti, te observa.
No está reaccionando sino que está respondiendo. La reacción es algo que surge
del pasado.


Un
maestro zen preguntó una vez: «¿Cuál es el secreto de Buda? ¿Qué es lo que
transmitió a Mahakashyapa cuando le dio una flor? ¿Por qué dijo "Le
entrego a Mahakashyapa lo que no he conseguido darle a nadie más, porque los
demás solamente com­prenden las palabras mientras que Mahakashyapa comprende el
silencio"?».


Buda
llegó ese día con una flor de loto en las manos. Todos sus discípulos no hacían
más que mirar; estaban preocupados y cada vez más inquietos. Buda no decía
nada, simplemente miraba la flor de loto... como si se hubiese olvidado de toda
la gente que es­taba ahí reunida.


Pasaron
los minutos, pasó una hora, y todos empezaron a es­tar muy impacientes.
Entonces, Mahakashyapa se echó a reír. Buda le llamó, le entregó la flor y le
dijo: «Todo lo que puedo transmitir a través de las palabras se lo he dado a
los demás. Lo que no puedo transmitir a través de las palabras te lo doy a ti,
Ma­hakashyapa. Guárdalo hasta que encuentres a alguien que pueda recibir el
mensaje en silencio».


El
maestro zen preguntó a sus discípulos: «¿Cuál era el se­creto? ¿Qué es lo que
le entregó con la flor de loto? ¿Qué suce­dió en ese momento?». Un discípulo se
puso de pie, empezó a
bailar y salió corriendo. Y el maestro dijo: «Muy bien, es exac­tamente
eso».


Pero,
esa noche, otro maestro del mismo monasterio fue a ver a este maestro y le
dijo: «No deberías estar de acuerdo tan rápido; sospecho que has dado tu
aprobación demasiado pronto».


Entonces
el maestro buscó al discípulo que se había puesto a bailar y al que le había
dicho: «Es exactamente eso», y por la no­che volvió a hacerle la misma
pregunta: «¿Qué es lo que Buda le entregó a Mahakashyapa con la flor de loto?
¿Qué es lo que Mahakashyapa comprendió cuando sonrió? ¿Qué fue? Dame la
respuesta».


El
joven se puso a bailar y, ¡el maestro le propinó un golpe! «Estás equivocado,
completamente equivocado», dijo el maestro.


El
discípulo respondió: «Pero, si esta mañana me has dicho que tenía razón».


«Sí
-dijo el maestro-, por la mañana estaba bien, pero por la noche está mal. Estás
repitiendo. Por la mañana creí que era una respuesta, pero ahora sé que ha sido
una reacción.»


Cada
vez que se hace la pregunta, la respuesta, si es una res­puesta, tiene que ser
diferente. La pregunta puede ser la misma, pero todo lo demás no es lo mismo.
Por, la mañana, cuando el maestro preguntó, estaba saliendo el sol, los pájaros
estaban can­tando y la gente que estaba reunida... había mil monjes sentados
meditando; era un mundo completamente distinto. Sí, la pre­gunta es la misma,
la formulación lingüística es la misma, pero todo el resto ha cambiado, la gestalt
ha cambiado. Por la noche es completamente diferente; el maestro está
solo con su discípu­lo en su celda. El so! ya no está en el cielo, los pájaros
ya no están cantando y no hay nadie más. El maestro ha cambiado. En esas pocas
horas el río ha corrido, ha bañado nuevos prados y ha entrado en nuevos
territorios. La pregunta aparentemente es la misma, pero el discípulo no
ha variado porque piensa: «Ya sé la respuesta».


No, en
la vida real nadie conoce las respuestas, en la vida real tienes que responder.
En la vida real no puedes tener las respues­tas preparadas de antemano,
respuestas fijas, fórmulas. En la vida real tienes que estar abierto, pero el
discípulo no lo com­prendió.


Un
hombre sin carácter es un hombre que no tiene respues­tas ni filosofía, ni una
idea preconcebida de cómo deberían ser las cosas. Sea lo que sea, él permanece
abierto. Es un espejo que refleja.


¿No lo
has observado? Cuando te pones delante de un espejo, si estás enfadado el
espejo reflejará tu rostro enfadado; si estás sonriente el espejo reflejará tu
rostro sonriente. Si eres viejo el espejo reflejará tus años, si eres joven el
espejo reflejará tu ju­ventud. No puedes decirle al espejo: «Ayer me reflejaste
riendo, y ¿hoy por qué me estás reflejando enfadado y triste? ¿Qué quieres
decir? No eres consecuente. ¡No tienes carácter! Me voy a desha­cer de ti».


El
espejo no tiene carácter, y el hombre de verdad es como un espejo.


El zen
no juzga. El zen no valora. El zen no impone a nadie un carácter, porque para
imponer un carácter tienes que haber valo­rado: bueno o malo. Para imponer un
carácter tienes que crear deberías y no deberías; tienes que crear unos
mandamientos. Para imponer un carácter tienes que ser un Moisés, no puedes ser
un Bodhidharma. Para imponer un carácter tienes que provocar miedo y codicia.
Si no ¿quién te va a escuchar? Tienes que ser como B. F. Skinner y tratar a las
personas como si fuesen ratas, entrenarlas, castigarlas, recompensarlas, para obligarles a com­portarse
según un patrón determinado.


Eso es
lo que han hecho con vosotros. Vuestros padres lo han hecho, vuestra educación
lo ha hecho, y lo han hecho vuestra so­ciedad y vuestros estados. El zen dice:
ya está bien, salta de ahí, abandona todo ese sin sentido, empieza a ser tú
mismo. No sig­nifica que el zen te deje sumido en el caos, sino todo lo
contrario. El zen, en vez de darte un carácter y una conciencia que pueda
manipular ese carácter, te ofrece un estado consciente.


Esta
es la diferencia que hay que tener en cuenta y recordar. Las demás religiones
te ofrecen conciencia. El zen brinda un es­tado consciente. Conciencia significa:
«Esto es bueno y esto es malo. Haz esto y no hagas lo otro». Pero estado
consciente sim­plemente significa: «Sé un espejo, refleja y responde». La res­puesta
es correcta, la reacción es incorrecta. Ser responsable no significa obedecer
ciertas normas; ser responsable significa tener capacidad de respuesta.


El zen
te vuelve luminoso desde tu interior, no es una imposi­ción del exterior, no se
cultiva desde fuera ni constituye una ar­madura o un mecanismo de defensa. No se ocupa de la
periferia, sino que simplemente enciende una lámpara en tu interior, en el
centro mismo de tu ser; esa luz se va expandiendo... y llega un momento en el
que toda tu personalidad es luminosa.


¿Cómo
surgió esa perspectiva o ese enfoque zen? Surgió de la meditación. Es la cima
suprema de la conciencia meditativa. Si meditas verás que, poco a poco, todo
está bien, todo es lo que de­bería ser. Surge tathata, o la visión de
que las cosas son como son. Entonces, al ver a un ladrón no piensas que tendría
que transformarse, sino que respondes simplemente. Ya no piensas que es malo.
Cuando no piensas que una persona es mala, malvada, estás dándole la
oportunidad de transformarse. Estás acep­tando al ser humano tal como es, y esa
aceptación trae consigo la transformación.


¿Has observado que
eso ocurre también en tu vida? Cuando alguien te acepta totalmente,
incondicionalmente, empiezas a cambiar. Esta aceptación te da la valentía...
cuando alguien te quiere simplemente como eres, ¿no has comprobado que algo
cambia milagrosamente y empieza a cambiar de una manera muy rápida? Simplemente
la aceptación de ser querido tal como eres -sin esperar nada de ti-, te da
alma, te equilibra, te de­vuelve la confianza y te da fe. Te hace sentir que eres,
que no tienes que cumplir expectativas, que puedes ser y que tu ser original es respetado.


Incluso aunque solo
encuentres una sola persona que te respete total­mente -porque todo juicio es
una falta de respeto-, que te acepta como eres, que no te exige nada y que
dice: «Sé como eres. Sé auténticamente tú mismo. Te quiero. Te quiero a ti y no
lo que haces. Te quiero tal como eres en tu esencia más profunda. No me
interesa tu apa­riencia ni tu ropa. Amo tu ser y no lo que posees. No me
interesa lo que posees, solo me interesa una cosa y es lo que eres. Y eres
inmensamente bello...»


Eso es
el amor. Por eso el amor es tan nutritivo. Cuando en­cuentras a una mujer o a
un hombre que simplemente te quie­re -por ningún motivo en concreto, por el
placer de amar-, el amor te transforma. De repente aparece otra persona, al­guien
que nunca has sido. De repente desaparece toda la tristeza y la apatía. De
repente encuentras el paso en tu danza, la can­ción en tu corazón. Empiezas a
actuar de un modo distinto, surge la gracia.


Obsérvalo:
cada vez que alguien te ama, basta con el fenóme­no del amor. Desaparece la
frialdad y empiezas a sentir calidez. Tu corazón ya no es indiferente al mundo.
Empiezas a mirar más las flores, miras más el cielo y el cielo tiene un
mensaje... porque una mujer o un hombre te ha mirado a los ojos y te ha
aceptado totalmente, sin tener ninguna expectativa. Pero, a causa de la ig­norancia
del ser humano, ese estado no perdura. Esa luna de miel, más pronto o más
tarde, desaparece; dura una semana, dos semanas, tres como máximo. Antes o
después, la mujer y el hom­bre empiezan a tener expectativas: «Haz esto. No
hagas eso». Y de nuevo vuelves donde estabas, ya no estás en el cielo. Vuelves
a ir cargado y el amor ha desaparecido. Ahora la mujer está más inte­resada en
tu cartera y el hombre está más interesado en su comi­da. Ahora es necesario
velar por la familia, ordenar la casa y mil y un detalles más, pero ya no hay
armonía entre los dos seres.


Si
logras mantener esa armonía, todo irá bien. Podrás seguir haciendo mil y una cosas sin que pase
nada. Pero la armonía se ha perdido; empezáis a dar por hecho que el otro está
ahí. En esas tres semanas os habéis puesto etiquetas el uno al otro. El día que
la clasificación está completa se acabó la luna de miel.


El zen
cree en el amor pero no cree en las normas ni en las re­glas. No cree en una
disciplina exterior sino en la interior. Surge del amor, surge del respeto y de
la confianza. Cuando meditas, empiezas a tener fe en la existencia. Observa la
diferencia: si le preguntas a un católico o a un hindú te dirá que el primer
requi­sito es la fe. Te dice: «Ten fe en la existencia y así conocerás a Dios».
En el zen el primer requisito no es la fe. El zen dice: «Medita». De la
meditación nace la fe y la fe hace que la existencia sea divina. Surge tathata,
surge el ser tal como es.


¿Cómo
puedes seguir condenando si sabes que todo es divino? Los vedantistas de la India dicen: «Todo es
Brahma», pero siguen criticando. Siguen diciendo que uno es un pecador y otro
es un santo, y que el santo irá al cielo y el pecador al infierno. Todo esto es
absurdo considerando que todo es Brahma, que todo es Dios. Entonces, ¿cómo
puedes ser un pecador? En ese caso, el Dios que llevamos dentro es pecador.
¿Cómo es posible que Dios vaya al infierno?


El zen
dice: el día que reconozcas que todo es divino, sabrás que todo es Dios. Y no
usan la palabra «dios», porque las demás reli­giones han viciado la palabra, la
han contaminado, la han corrom­pido y la han envenenado. No usan la palabra
«dios». Cuando me­ditas, poco a poco, empiezas a darte cuenta de que las cosas
son como son, y empiezas a confiar en las cosas y a respetarlas tal como son,
surge la confianza. Esa confianza es tathata, todo es como es.


Tathata
te lleva a una visión de la existencia en la que todo está
estrechamente relacionado. Todo el universo es una unidad que funciona de una
manera orgánica. Tienen una expresión concreta para esto, lo llaman jiji muge hokkai; es
cuando llegas a comprender que toda la existencia es unitaria, realmente es un
universo y no un multiverso. Todo está unido al resto; pecadores y santos
forman parte de un entramado, no están separados; el bien y el mal están
unidos. Del mismo modo que la oscuridad y la luz están unidas, del mismo modo
que la vida y la muerte están unidas, también lo están el bien y el mal.


Todo está
interconectado. Es una red, un hermoso patrón.


Escucha estas
palabras de Berenson:




Era
una mañana de comienzos del verano. Una neblina plateada brillaba tenuemente
vibrando sobre los tilos. Una caricia impreg­naba el aire. Recuerdo que... me
subí al tronco de un árbol y, de repente, me sentí inmerso en «ser eso». Ni
siquiera lo llamé por ese nombre porque en ese estado mental no había palabras.
Ni si­quiera se trataba de un sentimiento. No tenía necesidad de pala­bras. Eso
y yo éramos uno. Simplemente estaba ahí como una bendición.


Tathata
significa alcanzar ese instante en el que, súbitamen­te, te das cuenta
de que la existencia es una, está interconectada, fundida en una sola danza
como una orquesta. Y todo es necesa­rio, tanto lo malo como lo bueno. Jesús por
sí solo no basta. Ju­das también es necesario. Sin Judas, Jesús no sería tan
valioso. Si quitas a Judas de la
Biblia, la
Biblia pierde mucho. Quita a Judas de la Biblia y ¿dónde estará
Jesús? ¿Qué es Jesús? Judas crea el contraste; es el telón de fondo. Se
convierte en la nube negra de la que Jesús es el halo plateado. Sin la nube
negra no habría halo plateado. Jesús debe estar agradecido a Judas. Y no es
casualidad que, al lavar los pies de sus discípulos, el primero fuese Judas.
Después, cuando se estaba despidiendo y diciendo adiós, abrazó a Judas más que
a los demás y le besó más que a ningún otro. Era su discípulo preferido.


Esto es un misterio dentro de un
misterio. En los círculos eso­téricos hay rumores, desde hace siglos, de que
Jesús mismo lo planeó. Gurdjieff creía firmemente en ello. Y es posible que
Judas simplemente estuviese obedeciendo las órdenes de Jesús: traicio­narle y
venderle a sus enemigos. Eso parece tener más lógica. Porque, por muy malo que
fuese Judas, ¿vender a Jesús por ape­nas treinta monedas de plata? Esto es
excesivo. Judas había estado con Jesús desde hacía mucho tiempo y era el
discípulo más in­teligente de todos. Era el único que tenía cultura, el único
que podría calificarse de intelectual. De hecho, era más culto que el propio
Jesús. Era el erudito del grupo.


Parece
excesivo, vender a Jesús solo por treinta monedas de plata. ¿Y sabes qué
ocurrió? Cuando crucificaron a Jesús, Judas se suicidó... al día siguiente. Los
cristianos no hablan mucho de ello, pero hay que hablar de esto. ¿Por qué se
suicidó? Su labor había terminado y podía irse con su maestro. Un hombre que ha
sido capaz de vender a su maestro por treinta monedas de plata, ¿te lo imaginas
sintiéndose tan culpable como para suicidarse? Eso es imposible. ¿Para qué iba
a molestarse? No, sencillamente había seguido las órdenes de su maestro. No
podía negarse pues eso formaba parte de su entrega a él. Tenía que acceder. No
se puede decir «no» a un maestro. Estaba todo planeado. Hay un motivo: el
mensaje de Jesús solo ha pervivido en el mundo gra­cias a su crucifixión. Sin
la crucifixión no habría existido el cris­tianismo. Por eso llamo al
cristianismo «cruzianismo». No es cristianismo porque no bastaba con Cristo
sino que fue necesaria la cruz para que esto sucediera.


Cuando
ves la interconexión de todas las cosas, te das cuenta de que Judas forma parte
del juego al que pertenece Jesús. En­tonces, el mal forma parte del bien.
Entonces, el Demonio no es más que un ángel de Dios; yo no lo llamo el ángel
caído. Tal vez tenga una gran misión en el mundo y haya sido enviado por Dios
mismo, tal vez sea su discípulo más cercano.


La
palabra «demonio» proviene de la misma raíz que «divi­no». Esto es muy
significativo. Sí, el Demonio también es divino.


Sasaki cuenta lo
siguiente:


Cuando
mi profesor me estaba hablando de esto, dijo: «Piensa ahora en ti mismo. Crees
que eres un ser independiente, una isla, pero no lo eres. Sin tu padre y tu
madre no existirías. Sin sus pa­dres y sus madres ellos tampoco habrían
existido, y tú no existi­rías».


Y así
sucesivamente... puedes llegar hasta el principio sin principio. Puedes seguir
yendo hacia atrás y verás que todo lo que ha sucedido en la existencia hasta
ahora, ha ocurrido para que tú estés aquí. Si no tú no existirías. Estás
in-terconectado. Solo eres una pequeña parte de una cadena infinita. Todo lo
que existe está implícito en ti, todo lo que ya pasó, está implícito en ti. Tú
eres el ápice, en este momento, de todo lo que te ha precedido. En ti exis­te
todo el pasado. Pero eso no es todo. De ti vendrán tus hijos, y los hijos de
tus hijos... y así sucesivamente.


Todas
tus acciones provocarán ac­ciones resultantes, y de las acciones resultantes
habrá otros resultados, y de los otros resultados otras acciones. Tú
desaparecerás, pero todo lo que hagas continuará. Tendrá repercusiones a lo
largo del tiempo, hasta el final.


De
manera que todo el pasado está implícito en ti y todo el fu­turo también. En
este momento el pasado y el futuro se encuen­tran en ti, hasta el infinito, en
las dos direcciones. Dentro de ti se encuentra la semilla de la que surgirá el
futuro, del mismo modo
que, en este momento, eres la totalidad del pasado. Por tanto, también
eres la totalidad del futuro. Este momento lo es todo, tú lo eres todo. Como la
totalidad está implícita en ti, todo está en juego dentro de ti. La totalidad
se entrecruza en ti.


Dicen
que cuando tocas una brizna de hierba, has tocado to­das las estrellas. Como
todo está implícito en todo lo demás, todo está dentro de todo.


El zen
dice que esta implicación de la totalidad en cada una de sus partes es jiji
muge hokkai.
Se ilustra con el concepto de una red universal. En
India, esta red recibe el nombre de la «red de Indra», una gran red que se
extiende por el universo, vertical-mente para representar el tiempo y
horizontalmente para repre­sentar el espacio. En cada punto donde se cruzan los
hilos de la red hay una cuenta de cristal, símbolo de una existencia indivi­dual.
Cada cuenta de cristal refleja en su superficie no solo el res­to de las
cuentas de la red, sino el reflejo del reflejo de cada cuenta sobre cada
cuenta. Los incontables reflejos de uno en el otro, es lo que se llama  jiji muge hokkai.


Cuando
Gautama Buda se presentó con la flor de loto en la mano, estaba mostrando este jiji
muge hokkai.
Mahakashyapa lo comprendió. Ese era el mensaje, en una pequeña
flor estaba implícito todo: estaba implícito todo el pasado, todo el futuro y
todas las dimensiones. En esta pequeña flor de loto ha floreci­do todo, y todo
lo que florezca algún día está contenido en esta pequeña flor de loto.
Mahakashyapa se rió; había comprendi­do el mensaje: jiji muge hokkai. Por
eso la flor que recibió Mahakashyapa es un símbolo de la transmisión más allá
de las palabras.


De ahí
la compasión budista por todo, la gratitud por todo y el respeto por todo,
porque todo está contenido en lo demás.


Ahora,
volvamos a nuestra historia zen.


Una
noche, mientras Shichiri Kojun estaba recitando sutras, en­tró un ladrón armado
con una afilada espada y le exigió el dinero o la vida.


Shichiri
le respondió: «No me molestes. Puedes encontrar el dinero en ese cajón», y
siguió recitando.


No hay
reproche ni juicio, sino simple aceptación, como si hubiese entrado una brisa y
no un ladrón. No se produce ni un li­gero cambio en su mirada, como si en vez
de un ladrón hubiese entrado un amigo. No hay ningún cambio en su actitud.
Dice: «No me molestes. Puedes encontrar el dinero en ese cajón. ¿No ves que
estoy recitando mis sutras? Al menos, podías ser un poco más respetuoso y no
molestar a un hombre que está recitando sus sutras por algo tan insignificante
como el dinero. ¡Ve y cóge­lo tú mismo! Y no me molestes».


Observa:
no está en contra del ladrón porque haya ido a robar. No está en contra del
ladrón porque quiera su dinero o porque esté obsesionado con el dinero, no,
nada de eso. Simplemente hay aceptación: él es así. ¿Y quién sabe? Él tiene que ser así. ¿Por qué le voy a
recriminar? ¿Quién soy yo para hacerlo? Si es tan amable de no molestarme, es
suficiente, eso es más de lo que es­pero de cualquiera. Así que no me molestes.


Poco
después se detuvo y le dijo: «Mañana tengo que pagar unos impuestos, no te lo
lleves todo».


Observa
qué gracia y qué amabilidad. No hay enemistad algu­na. Y como no hay enemistad
no hay temor. No hay desaprobación sino un respeto profundo, puede confiar en
que se marcha­rá. Cuando das de todo corazón, puedes confiar, hasta la peor de
las personas tendrá respeto por tu respeto hacía ella. Puedes es­tar seguro de
que te respetará. Cuando confías en alguien, cuan­do no juzgas ni criticas,
puedes confiar en que confiarán en ti. Simplemente dijo: «Mañana tengo que
pagar unos impuestos, no te lo lleves todo».


El
intruso recogió la mayor parte del dinero y se disponía a mar­char, cuando
Shichiri añadió: «Cuando te hacen un regalo de­bes dar las gracias...»


Observa la compasión de este
hombre. No lo califica de robo sino que dice: «Cuando te hacen un regalo debes
dar las gracias». Esto es transformador; su visión es completamente distinta
por­que no quiere que este hombre se sienta culpable. Tiene una enorme
compasión. Sabe que sí no, antes o después, empezará a sentirse culpable.
Inevitablemente se sentirá culpable... robarle a un pobre monje o a un pobre
mendigo que no tiene casi nada; ro­barle a alguien que está tan dispuesto a dar
y cuya aceptación es tan total... Ese hombre se sentirá culpable, ese hombre se
arre­pentirá. Cuando llegue a su casa no podrá dormir. Tal vez tenga que volver
al día siguiente para ser perdonado.


No,
eso no está bien. El zen no quiere crear culpabilidad de ningún tipo. De eso se
trata el zen: es una religión que no crea culpa. Es muy fácil crear una
religión con la culpa; eso es lo que han hecho el resto de las religiones. Pero
cuando creas la culpa, creas algo mucho peor que lo que estás intentando curar.
El zen no crea ninguna culpa y procura no hacer sentir culpable a nadie.


Ahora
dice: «Debes darle las gracias a la persona que te hace un regalo. ¡Es un
regalo! ¿No sabes ni eso? Te lo estoy dando; no me lo estás robando». ¡Qué
diferencia tratándose del mismo acto!


Esto
es lo que dice el zen: da, en lugar de que te lo arrebaten. Y esta es su visión
de la vida. Antes de que llegue la muerte, dalo todo para que la muerte no se
sienta culpable. Da tu vida a la muerte como si fuese un regalo. Esto es la
renuncia del zen. Es completamente distinta a la renuncia hindú o cristiana;
ellos dan para recibir. El zen da para no crear culpabilidad en ningún lugar
del mundo; no deja tras de sí ninguna culpa.


El
hombre le dio las gracias y se marchó. Unos días más tarde, atraparon al tipo,
que confesó, entre otros, el delito contra Shi-chiri. Cuando llamaron a
Shichiri como testigo, este dijo: «En lo que a mí respecta, este hombre no es
un ladrón. Yo le di el dine­ro y él me dio las gracias».


¿Te
has dado cuenta del detalle? ¡Qué respeto! ¡Qué inmenso respeto! ¡Qué respeto
incondicional hacia una persona... hacia un ladrón!


Si
Shichiri hubiese sido un santo cristiano habría amenazado a este hombre con el
infierno, el infierno durante toda la eterni­dad. Si hubiese sido un santo
hindú le habría sermoneado contra el robo y amenazado con los fuegos del
infierno. Le habría hecho una descripción horripilante del infierno y le habría
sermoneado sobre la inutilidad del dinero.


Veamos:
el maestro zen no dice nada sobre la inutilidad del di­nero. En realidad, dice:
«Déjame un poco a mí; porque mañana voy a necesitarlo». El dinero tiene un
propósito. No hay que estar obsesionado a favor ni en contra, en este sentido o en el otro. El
dinero es útil. No hace falta que vivas solo por el dinero, ni que estés en
contra del dinero, simplemente es útil. Por eso, mi acti­tud hacia el dinero es
que el dinero está ahí para ser utilizado, se trata de un instrumento.


En
todas las religiones se crítica mucho el dinero, las perso­nas religiosas le
tienen mucho miedo. Ese miedo no es más que la otra cara de la codicia. Es la
misma codicia, pero ahora llena de miedo. Si vas a ver a un santo hindú con
dinero en las ma­nos, él cerrará los ojos. ¿Tanto miedo le tiene al dinero?
¿Por qué cierra los ojos? Dice que el dinero es sucio, pero nunca cie­rra los
ojos cuando ve suciedad. Esto no es lógico. De hecho, si el dinero fuese sucio
debería cerrar los ojos las veinticuatro ho­ras del día, porque hay suciedad en
todas partes. ¿El dinero es sucio? ¿Y por qué le tiene tanto miedo a la
suciedad? ¿A qué le tiene miedo?


El zen
tiene una perspectiva fundamental y completamente distinta. El maestro no dice
que el dinero sea sucio y que no de­berías ir detrás del dinero de los demás.
¿Qué tiene el dinero que ver con los demás? El dinero no es de nadie. Por eso,
decirle a alguien: «Tú eres un ladrón», es creer en la propiedad privada. Es
creer que alguien lo puede tener justamente y otro injustamen­te, que alguien
tiene el derecho de poseerlo y otro no.


Robar
está mal visto a consecuencia de la mentalidad capita­lista del mundo; forma
parte de la mente capitalista. La mente capitalista dice que el dinero
pertenece a alguien; pertenece a al­guien por derecho y nadie se lo debería
quitar.


Pero
el zen dice que nada pertenece a nadie, nadie tiene nada por derecho. ¿Cómo
puedes ser dueño del mundo? Llegas al mundo con las manos vacías y te vas con
las manos vacías, no
puede pertenecerte. No pertenece a nadie; todos lo usamos. Y es­tamos
todos aquí juntos para usarlo. Este es el mensaje: «¡Toma el dinero! Pero
déjame un poco a mí también. Yo también estoy aquí para usarlo, tanto como tú».


¡Qué actitud más práctica, más
empírica! ¡Y qué desapegada del dinero! En el juicio dijo: «... este hombre no
es un ladrón...» ha convertido al ladrón en un amigo. Dice: «En lo que a mí res­pecta...
No puedo hablar por los demás, ¿cómo voy a hablar por los demás? Solo sé que yo
le di el dine­ro y él me dio las gracias. Y se acabó, las cuentas están claras.
Ya no me debe nada. Me ha dado las gracias, ¿qué más puedo pedir?».


Como
mucho, podemos dar las gracias. Podemos dar las gracias a la existencia por
todo lo que nos ha dado, ¿qué más podemos hacer?


Cuando
cumplió su condena y salió de la cárcel, este hombre se convir­tió en discípulo
de Shichiri.


¿Qué
más puedes hacer con alguien como Shichiri? Tienes que convertirte en su
discípulo. Ha convertido al ladrón en un sannyasin. Esta es la alquimia
del maestro, nunca pierde una oportunidad. Utiliza cualquier oportunidad que se
presente; in­cluso si es un ladrón quien llega hasta el maestro, acabará con­virtiéndose
en sannyasin.


Entrar
en contacto con un maestro es transformarse. Tal vez hayas ido por otro motivo,
tal vez no hayas ido por el maestro; el ladrón no estaba allí por el maestro. En
realidad, si hubiese sabi­do que en esa choza vivía un maestro no se habría
atrevido a en­trar. Solo iba en busca de dinero y se tropezó con el maestro por
casualidad. Pero aunque te encuentres con un buda por casua­lidad, te cambiará
totalmente. Nunca volverás a ser la misma persona.


Muchos
de vosotros estáis aquí por casualidad. No me estabais buscando, no estabais
detrás de mí. Habéis llegado aquí por mil y una casualidades. Pero cada vez se
hace más difícil irse.


Un
maestro no predica, nunca dice qué hay que hacer. Bodhi-dharma dice: «El zen no
tiene nada que decir, pero el zen tiene mucho que mostrar». Este maestro le
mostró al ladrón un cami­no. Le transformó, y lo hizo con una gran habilidad.
Debía de ser un gran cirujano porque operó a este hombre del corazón... sin
hacer el menor ruido. Destruyó completamente a este hombre y lo volvió a crear.
Y el hombre ni siquiera se dio cuenta de qué ha­bía sucedido. Esto es el
milagro de un maestro.


Hay un
sutra del zen que dice: «El hombre de conocimiento no rechaza el error». Cuando
lo conocí, mi corazón saltó de ale­gría. Recita este sutra en el fondo de tu
corazón: el hombre de co­nocimiento no rechaza el error.


Y otro
maestro, hablando sobre este sutra -se llamaba Oha-sama-, comentó: «No es
necesario buscar la verdad en primer lugar, porque está presente en todas
partes, incluso en el error. Por eso, quien rechaza el error está rechazando la
verdad».


¡Estas
personas son asombrosas! Quien rechaza el error re­chaza la verdad. ¿Puedes ver
la belleza que hay en ello? ¿Ves el punto de vista tan radical y
revolucionario? Shichiri no rechazó al hombre porque fuese un ladrón ni por su
error, porque detrás de ese error hay una existencia divina, un dios. Si
rechazas el error también rechazas al dios. Al rechazar el error estás recha­zando
la verdad que hay oculta dentro de él.


Él
acepta el error para aceptar la verdad. Cuando la verdad aflora, cuando se
acepta y se extiende, el error desaparece espon­táneamente. No tienes que
luchar con la oscuridad; ese es el sig­nificado, simplemente enciende una vela.
No tienes que luchar con la oscuridad, basta con que enciendas una vela. El
maestro encendió una vela en el interior de ese hombre.


Hay
otra historia exactamente igual sobre otro maestro pero todavía un poco más
zen:


A
medianoche, mientras el maestro Taigan estaba escribiendo una carta, un ladrón
entró en su habitación con una espada de­senvainada. Mirando al ladrón, el
maestro dijo: «¿Qué quieres, el dinero o la vida?».


Esta
historia es más zen porque al ladrón no le da la oportu­nidad de decir nada.
Shichiri al menos le dio una última oportu-. nidad; el ladrón pudo preguntarle
a Shichiri:«... entró un ladrón armado con una afilada espada y le exigió el
dinero o la vida». Tai­gan ha mejorado la historia. Tal vez, Taigan apareció un
poco más tarde y conocía la historia de Shichiri. No brinda muchas opor­tunidades
al ladrón sino que sencillamente le dice: «¿Qué quie­res, el dinero o la vida?
Las dos cosas son irrelevantes, llévate lo que necesites, tú eliges».


«He
venido a por el dinero», respondió el ladrón un poco asustado.


Ese hombre -nunca se había
encontrado con un dragón como este- dijo: «¿Qué quieres, el dinero o mi vida?».
Estaba dispuesto a darlo todo: «Puedes escoger». Sin reproche
ni nada por el estilo. Aunque hubiese escogido su vida, Taigan se la habría
dado. Todo lo que nos puede ser quitado es mejor darlo. Tarde o temprano, has­ta
la vida misma desaparecerá, ¿para qué preocuparse por ello? La muerte llegará;
deja que el ladrón disfrute un momento.


«He
venido a por el dinero», respondió el ladrón un poco asus­tado.


El
maestro sacó su bolsa y se la entregó diciendo: «¡Tómalo!». Después siguió
escribiendo su carta como si no pasara nada.


El
ladrón empezó a sentirse incómodo con tantas facilidades y se marchó de la
habitación muy sorprendido. «¡Eh! ¡Espera un momento!», dijo el maestro.


El
ladrón dio un paso atrás estremeciéndose. «¿Por qué no cierras la puerta?», le
dijo el maestro.


Días
más tarde, el ladrón fue capturado por la policía y dijo: «Llevo años robando
pero nunca he tenido tanto miedo como cuando ese maestro budista me llamó y
dijo: "¡Eh! ¡Espera un momento!"; todavía estoy temblando de miedo».


«Ese
hombre es muy peligroso y no podré olvidarlo jamás. El día que salga de la
prisión iré a buscarle. Nunca había conoci­do a alguien como él, ¡de esa
calidad! Yo tenía en la mano una es­pada desenvainada, pero eso no es nada. Él
sí que es una espada desenvainada.»


Solo
estas palabras: «¡Eh! ¡Espera un momento!», y el ladrón dijo: «Todavía estoy
temblando de miedo».


Cuando
te encuentras con un maestro, es el maestro quien te mata. ¿Cómo puedes matar a
un maestro? Aunque hayas desen­vainado tu espada no podrás matar a un maestro;
el maestro te matará a ti. Y mata de una forma tan sutil que nunca te darás cuenta de que te ha
matado. Solo te darás cuenta cuando vuelvas a nacer. De repente, un día ya no
eres el mismo. De repente, un día, tu viejo yo ha desaparecido. De repente, un
día, todo es nue­vo, los pájaros cantan y te salen hojas nuevas. El río
estancado fluye de nuevo y va hacia el mar. Y otra historia:


Un
maestro zen había estado en la cárcel varias veces.


... ¡Ahora un paso más! Estas
personas zen realmente son ex­céntricas, locas, pero hacen cosas maravillosas.
«Un maestro zen había estado en la cárcel varias veces.» Bueno, una cosa es per­donarle
a un ladrón, creer que no es malo, pero otra muy dife­rente es que él mismo
vaya a la cárcel. Y no solamente una vez, sino muchas, por robar a sus vecinos
cosas insignificantes. Los vecinos lo sabían y estaban un poco perplejos: ¿por
qué nos roba este hombre y, para colmo, cosas insignificantes? Pero en cuanto
salía de la cárcel volvía a robar y acababa de nuevo entre rejas. Hasta los
jueces estaban desconcertados. Pero su deber era man­darle a la cárcel puesto
que él confesaba su delito. Nunca decía: «Yo no he robado».


Finalmente,
los vecinos se reunieron y le dijeron: «Señor, no siga robando.


»Se
está haciendo viejo y nosotros podemos proporcionarle todo lo que necesite, sea
lo que sea. ¡Deje de hacerlo! Estamos muy preocupados y muy tristes. ¿Por qué
sigue haciendo esas cosas?»


El
anciano se rió y dijo:


-Robo
para poder estar con los presos y así llevarles el men­saje interior.


»¿Quién
les va a ayudar? Aquí fuera, para vosotros los presos de fuera, hay muchos
maestros. Pero dentro de la cárcel no hay ninguno. ¿Decidme, quién les va a
ayudar? Esa es la forma de en­trar y ayudar a esta gente. Por eso, cuando se
acaba mi condena y me expulsan, tengo que robar de nuevo para volver a ir a la
cár­cel. Y pienso seguir haciéndolo. Además, en la cárcel he encon­trado almas
hermosas, almas inocentes, a veces, mucho más ino­centes...


Una
vez nombraron a uno de mis amigos gobernador de un estado de la India y él me permitió
visitar todas las cárceles de ese estado. Las estuve visi­tando durantes años y
me quedé sor­prendido al ver que las personas que están en la cárcel son mucho
más ino­centes que los políticos, los ricos y los mal llamados santos. Conozco
a casi todos los santos de la
India y son más astutos. He descubierto que las almas de los
criminales son mucho más ino­centes... Comprendo perfectamente el
comportamiento del viejo maestro zen que robaba y se dejaba atrapar para poder
llevarles el mensa­je. «Robo para poder estar con los presos y así llevarles el
mensaje interior.»


El zen
no tiene un sistema de valores. El zen solo aporta una cosa al mundo y es
entendimiento, conciencia. A través de la con­ciencia llega la inocencia. La
inocencia es inocente con respecto a lo bueno y a lo malo. La inocencia simplemente
es inocencia, no sabe de distinciones.


La
última historia es sobre Ryokan. Él era un gran amante de los niños. Como se
puede esperar de un personaje como él, tam­bién él era como un niño. Era el
niño del que habla Jesús, tan su­mamente inocente que nadie creería que puede
haber alguien así. No tenía astucia ni malicia. Era tan inocente que la gente
so­lía pensar que estaba un poco loco.


A
Ryokan le gustaba jugar con los niños. Jugaba al escondite, ju­gaba al tamari y
también al balonmano. Una tarde le tocaba esconderse a él, y se ocultó bajo un
montón de paja que había en el campo. Estaba oscureciendo y los niños, como no
le podían encontrar, se fueron a casa.


A la
mañana siguiente, un campesino llegó temprano para mover el montón de paja y
empezar con su trabajo. Al encontrar­se ahí a Ryokan exclamó: «¡Oh,
Ryokan-sama! ¿Qué estás hacien­do ahí?».


El maestro contestó: «¡Cállate!
No hables tan alto que me van a encontrar los niños».


¡Se
había pasado toda la noche debajo de la paja esperando a que los niños lo
encontraran! El zen es así de inocente y esa ino­cencia es divina. Esa
inocencia no hace distinciones entre el bien y el mal, no hace distinciones
entre este mundo y el otro, ni hace distinciones entre esto y aquello. Esa
inocencia es ser como se es.


Y ese ser las cosas como son constituye la
esencia misma de la religiosidad.










ÍNDICE


Prólogo                                                                                                              9




1.
COMPASIÓN, ENERGÍA Y DESEO



La
compasión es el amor maduro                                                                      13


La meditación es la
flor y la compasión es su fragancia                         23


Un deseo es un
deseo es un deseo - Respuestas a preguntas 
...                                    46




2. LA OVEJA DISFRAZADA
- LO QUE NO ES COMPASIÓN



Bondad
amorosa y otros delirios de grandeza                                                  58


El maestro zen y el
ladrón - Una parábola del perdón                                       82


Corazones y mentes
- Respuestas a preguntas                                                  94




3. LA COMPASIÓN EN ACCIÓN


No
seas un abogado, sé un amante                                                                    106


Crimen y castigo                                                                                                128


Cuestiones de vida
y muerte - Respuestas a preguntas                                                 143




4.   El. PODER CURATIVO DEL AMOR


Solo
la compasión es terapéutica                                                           167


Por encima de todo
sin juicios de valor: la compasión del zen ..                       180


Acerca del autor                                                                                           217


Resort de Meditación Osho International                                              219








Traducción
de Esperanza Morriones




Título
original: Compassion Primer» edición: febrero, 2007


© 2006, Osho International
Foundation. Todos los derechos reservados.


Publicado por
acuerdo con Osho International Founda­tion, Bahnhofstr 52, Zúrich, Suiza.


©
2007, Random House Mondadori, S. A. Travessera de Gracia, 47-49. 08021
Barcelona


© 2007, Esperanza
Moriones, por la traducción


©
2007, Editorial Random House Mondadori Ltda. Av. Cr. 9 No. 100-07, Piso 7,
Bogotá, D.C.


Printed
in Colombia - Impreso en Colombia




ISBN: 978-958-639-427-7


Impreso
por: Editorial Nomos S.A


Grijalbo
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Foto del autor Juan Jose Castillo
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Descripción

COMPASIN: El Florecimiento Supremo del Amor

Palabras Clave: COMPASION-OSHO

Categoría: Conocimiento

Subcategoría: Instrucciones



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