La excursin
Publicado en Aug 31, 2009
Caminábamos sin rumbo. Ninguno de nosotros conocía el lugar a donde nos llevaría el deseo de aventuras. Con trece años y la posibilidad de darle a ese día feriado un sentido distinto, burlamos la autoridad de los mayores y partimos a la madrugada, cuando todos dormían y la oscuridad favorecía nuestro propósito. El calor, pasado mediodía, era insoportable. Sumado a la sed, el hambre y el cansancio, no podíamos estar peor. Diego, Manuel, Mariano y yo, desfallecidos, buscamos el reparo del único árbol que pudimos encontrar. Alguien sugirió que en pleno monte, a donde llegamos después de agotar las reservas físicas, conseguiríamos perdices, vizcachas, armadillos, en último caso, algunas palomas que al volver, nos evitarían la paliza segura por abandonar las tareas asignadas y escaparnos sin permiso de los viejos. Calculé que serían pasadas las dos de la tarde, llevábamos ocho horas de caminar sin descanso, sin comida ni bebida. Me separé del grupo, con la boca seca, salí en busca de algo que mitigara esa atroz sensación. Los pastos, duros, no auguraban nada de lo que necesitábamos con urgencia, pero era tan grande mi ansiedad que no podía estar quieto. Bebía las gotas saladas, que desde la frente se escurrían hasta mi boca. A mi alrededor, se extendía el monte achaparrado con pequeños arbustos de ramas secas y retorcidas como garras extendidas, clamando al cielo por el milagro de la lluvia. Vencido, desfalleciente, con la ropa llena de abrojos, decidí pegar la vuelta para reunirme con los muchachos. Algo que sonó como un relincho, llamó mi atención, descubrí un sendero que sin pensarlo dos veces, atravesé, con renovada esperanza. Ahí nomás se levantaba un rancho en aparentes buenas condiciones, me acerqué golpeando las palmas. Un hombre, con atuendo de campo, camisa blanca, bombacha y chaleco negros, sombrero de fieltro y botas de montar, sostenía en su mano una fusta y con la otra, acariciaba el cogote de su potro que lo estiraba para beber de un balde. Tuve el impulso de precipitarme hacia el balde. Como adivinando mi intención, con un movimiento de la cabeza, el patrón me indicó el lugar, en donde un gran cántaro, entre plantas de un verde lustroso, mantenía la frescura de su maravilloso contenido. Un jarro enlozado, de color azul, atado con una cadenita, colgaba del costado del recipiente. Lo saqué chorreando el agua transparente y creo que en mi vida, nunca algo me supo tan bien. Repetí la acción, satisfecho. Lo sumergí otra vez y dejé escurrir el líquido por mi cabeza y cara, entonces fue cuando vi., en el fondo del jarro, una luna y tres pequeñas estrellas. Al mirar con detenimiento, comprobé que ese efecto lo creaban las cachaduras del enlozado. La camisa quedó empapada y alivió mi sofoco. El hombre, silencioso, entró a su rancho y al momento apareció con un enorme pan. Apoyándolo contra su pecho, con un cuchillo de mango de hasta, cortó una generosa rebanada que me ofreció. Las gallinas se ocuparon de las migas que caían al piso. Si el agua me supo bien, la superó el exquisito sabor de ese pan casero, que aún tenía en su gruesa corteza, cenizas adheridas. Devoré el pan, me ofreció otra tajada que corrió la misma suerte. Agradecí efusivamente, él siguió con su tarea, sin decir una palabra, no lo encontré raro, más bien propio de las personas montaraces. Satisfechas las necesidades, volví en busca de mis compañeros. Estaban en el mismo lugar y tan cansados y agobiados como cuando los dejé. Al verme tan animado, preguntaron la razón. -¡Vamos allí! gritaron, con el poco aliento que les quedaba, cuando terminé mi relato. Fui guiándolos entre los churquis, la esperanza de llevar algo para saciar la sed y los vacíos estómagos, aceleró la llegada. En vano, busqué el sendero que me condujo hacia el rancho. Mi sentido de la orientación me indicaba que ese era el lugar. Los pastos, altos, secos y duros arañaban brazos y piernas, yo no cejaba en mi intento de llegar hasta el rancho que les había descrito con tanto detalle y en tan breve lapso se había esfumado. Ese era el lugar, por donde estaba seguro, se abría el sendero, pero allí un extenso pajonal dificultaba el paso. Lo atravesé y a los saltos llegué hasta donde estaba enclavado el rancho. Ruinosos escombros, tapados por la áspera maleza, era todo lo que encontramos. Corrí hasta donde casi oculto entre el follaje el bendito cántaro sació mi angustiosa sed, nada de eso había. Removí los yuyos sin poder convencerme, mi mano tropezó con algo que estaba medio enterrado, y a puro forcejeo salió a la luz. Era la resquebrajada pared de un viejo cántaro unida por una oxidada cadena al jarro descolorido. Con el faldón de la camisa, limpié el fondo terroso del recipiente, donde, con un poco de imaginación, se podía ver una luna rodeada de estrellas. El viento empezó a soplar. En silencio, hicimos el penoso camino de regreso. Haydée Viernes, 15 de agosto de 2008
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