• Yasna
TeresitaVerdugo
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  • País: Chile
 
    La mañana del veintiuno de diciembre del dos mil doce fue peculiarmente distinta. La gente corría de un lado para otro buscando los últimos “objetos de supervivencia” para lo que, según las profecías, se avecinaba. En realidad, nadie sabía lo que sucedería. En el último tiempo un sinfín de  oradores había desfilado por los canales de televisión alardeando tener la verdad; sus cuentos iban desde la explosión del sol, el choque de un gran meteorito, la invasión extraterrestre hasta un cambio de mentalidad mundial o la simple desaparición del cuerpo físico humano. Cada quien creía en lo que más le convencía. Lo que sí estaba claro era que el común de la gente pensaba que con litros y litros de agua y un par de linternas iba a sobrevivir. El caos era absoluto.   Marina, en cambio, se levantó antes del amanecer, se paseó desnuda por el departamento disfrutando de la libertad que eso le hacía sentir y se fue a sentar junto al ventanal. Desde allí observó las últimas estrellas de la noche y luego la salida del sol tras las montañas. Una lágrima se asomó: tal vez esta sería la última vez que vería esa hermosa escena. La noche anterior se había propuesto disfrutar al máximo la jornada siguiente, con la idea de que si algo pasaba, al menos tendría la certeza de haber aprovechado su último día con las cosas simples y hermosas que el mundo le había regalado durante sus 23 años. Luego de la ducha, se preocupó de tomar un buen desayuno, gozando de cada alimento: la textura crocante del pan tostado, el cálido olor del té de hojas con canela, el delicado placer del chocolate derritiéndose en su boca y la fiesta de colores de los cereales que flotaban en la leche. Ya se sentía en plenitud y eso que recién comenzaba el día. Se pasó la mañana en el parque central oliendo todo y jugueteando con los animales que encontraba. El fresco olor a tierra húmeda la hacía vibrar siempre, así es que se tendió en el piso con la nariz pegada a la tierra aspirando cada nota del exquisito aroma. Luego se paró junto a un árbol y con la yema de los dedos acarició sus asperezas. Cerró los ojos para concentrarse de lleno en el cantar de los pájaros. Jugó y mimó a los perros del lugar y en la pequeña laguna sumergió sus manos para sentir la frescura del agua. Llenó de aire sus pulmones y se puso a correr, para sentir cada uno de sus músculos en acción e incluso más: quería sentir cada latido de su corazón. Poco a poco notó que se agitaba y su pulso aumentaba, el viento en su cara le entregaba el oxígeno necesario para seguir hasta que llegó el momento en que el cuerpo no pudo más. Se tendió en el pasto y miró las nubes pasar ¡Realmente era hermoso! Y pensar que siempre estuvo ahí, todo dispuesto para disfrutar. Pensó que los humanos habían desperdiciado tanto tiempo en otras cosas y sintió asco, asco por la especie a la que pertenecía, esa que en sus millones de años sobre la Tierra lo único que hizo fue destruirla.   Pasó mucho tiempo pensando y mirando, no supo cuánto, lo cierto es que fue lo suficiente como para dormirse. Cuando despertó todo era extraño. Aún acostada en el pasto vió tres esferas enormes suspendidas en el cielo que, emitían un sonido parecido al de los cascabeles que hacía años le había comprado a su gato. Rápidamente se puso de pie. No sentía miedo, solo curiosidad por tales objetos ahí suspendidos. Pensó que desde su departamento los vería mejor así que emprendió la  caminata. Las calles estaban casi desiertas, solo algunos corrían despavoridos a sus casas. De pronto, el sonido de una gran trompeta inundó el ambiente.  Marina se detuvo y todo comenzó a moverse en cámara lenta. De pie en medio de la calle observó como los hombres que antes corrían ahora caminaban a paso ligero. Eran cuatro, cada uno en línea recta y en distinta dirección que los otros. Parecía que jamás podrían encontrarse entre ellos. Extrañamente recordó lo individualista que se había vuelto la gente en el último tiempo. Los cascabeles volvieron a sonar, esta vez más fuerte y de improviso comenzaron a separarse en mitades, emitiendo una luz que se hacía cada vez más cegadora. Cuando se abrió la tercera esfera el mundo se volvió blanco. Marina tuvo la sensación de que todo se congelaba en ese instante. No podía moverse, ya no podía ver a los hombres en línea recta ni a los grandes cascabeles en el cielo. En su mente las imágenes de toda su vida no paraban de mostrarse, como en un álbum de fotos. Infancia, adolescencia y la poca adultez que hasta ese momento había vivido. Cada instante reflejado en su mente, en una fracción de segundos. Ya no podía sentir su cuerpo. De repente, muchos haces de luz azul se dirigieron hacia todas partes como largos gusanitos voladores. Uno impactó de lleno el medio del pecho de Marina, sin dolor, más bien dándole una sensación de ligereza tremenda, un alivio sin comparación. Luego, otro haz le dio en la frente; esta vez tuvo una visión. Desde el espacio vio como la Tierra brillaba como un sol blanco con pequeños hilos azules envolviéndola por completo. Cuando la Tierra fue azul comenzó a elevarse una especie de manto que la cubría y a unos kilómetros de altura se enrolló formando una pelota que crecía y crecía. Un nuevo planeta se había formado pero no duró ni un par de minutos. Una nube negra envolvió al cuerpo recién formado y lo hizo desaparecer junto con ella. Marina, que lo había observado todo, no podía ver ni sentir su cuerpo, no obstante se sentía más plena que nunca. La embargaba un sinfín de sensaciones inexplicables, se sentía en sintonía con el universo, se sentía uno con el cosmos. Al fin había comprendido todo, supo que lo malo se había ido, que lo que acababa de suceder, había sido el comienzo y no el final del mundo. El universo había dicho basta a la destrucción, la Tierra se había cansado y obligó a los humanos a evolucionar. Está vez para siempre.
Re-evolución
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