• rodolfo reyes
Palau
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  • País: Chile
 
El asunto, por así decirlo, era irrisorio. Dolores miraba la calle y ese espacio tan extenso le causó un vacío en el estómago. Otra vez salir para ir en busca de la nada. Cerca de las nueve se sentó frente al espejo, recién se había duchado. Estaba desnuda y sus sonrosados pezones disparaban intimidad, mientras que sus senos algo caídos daban cuenta del paso del tiempo, del primer bebé y de los tantos voraces labios que los lamieron una y otra vez  hasta dejarlos traslúcidos como dos alas de un volcánico insecto. ¿Qué podía hacer? ¿No volver más a la esquina esa y darle un puntapié a la estúpida vida? Delineó sus ojos calmadamente, quizás con más intensidad que la noche anterior, con rabia y el trayecto oblicuo del lápiz quedó impregnado con ese sentimiento. Dora le había dicho que estaba dispuesta a todo, y ese todo significaba dejar esa mala vida, redimirse, hallar un trabajo que la amiga llamó "honesto", "Bah, pamplinas", le había dicho Dolores, "no hay un trabajo así, ni siquiera en un claustro." Los párpados de un color verde Nilo algo tirado al amarillo y dos manchas comenzaron a relampaguear en el rostro de la mujer. Se sintió al mirarse en la placa gris ya otra, no siendo ella, y ella  ¿dónde estaba?, la anterior, la que había jugado en el parque con su pequeño, la que había corrido tras el balón, la que se había columpiado como niña en los juegos, ¿dónde? Bajo los ojos describió una elipsis con un lápiz algo más claro que el verde Nilo de tal modo que empezó a aparecer la otra, la Putibombón de todas las noches que se paseaba de una esquina a otra como una malévola y seductora mujer come hombres. En el reloj, las 9:30, en la calle las luces de las farolas, en su alma, un cardumen de peces en la profundidad. Ya su nombre no existía.            Vestida como no era salió de su hogar, abrió las rejas del jardín y se subió a su auto, una lata de sardinas: el capot oxidado y color original difuminado por los rayos del sol. Giró la llave del motor de partida y el aparato comenzó a ronronear, primero con un mesurado sonido y luego, como una avión de la segunda guerra. Puso reversa y salió del estacionamiento. En la mitad de la calle maniobró y una estela de tóxico humo subió en burbujeantes nubes de color negro. En su reloj, las diez. Llegaría antes que las otras y no tendría problemas, se instalaría, esperaría en la cafetería "Dos gardenias para ti" y lo de siempre, un hombre, transacción, condiciones, pago por adelantado y tres horas soportando los gemidos de un desconocido y después de regreso a casa, pero nada de eso que siempre sucedía ocurrió. Un auto a toda velocidad, de seguro un ebrio, otro auto en persecución, tal vez la policía, el primer auto se detiene en la cafetería, el hombre tal vez ebrio baja con un revólver en su mano, dispara, una, dos o cuatro veces, el hombre del otro auto también con un revólver en mano, uno, dos, tres, disparos, Dolores cae con la cabeza ensangrentada a la superficie de la mesa, una mancha escarlata ahoga la pintura de su rostro, primero al verde Nilo, luego al más clarito y finalmente al lápiz labial. En un rincón del local una mesera atónita y al borde del colapso sostiene el café en la bandeja, es Dora.
Putibombón
Autor: rodolfo reyes  342 Lecturas
Envuelto en la arrogancia más feroz se dejó caer el petulante de Giovanni en el grupo de muchachas inmersas en el texto de biología donde, entre bromas y travesuras, estudiaban el aparato reproductor masculino. El dibujo entintado daba cuenta en señeras rayas, curvas y rectas  un miembro fláccido, sonrosado, abultado y con un prepucio que más parecía una saeta mortal. Un par de muchachas se llevó las manos a la boca e hicieron arcadas con sonrisitas pícaras, las demás se mostraron incólumes y Blanca, que era conocido su gusto por lo científico, se sentía como un médico forense ante los primeros cortes en un cadáver. Es que el muchacho de pelo castaño, delgado como un tallo, de rostro ovalado, ojos claros y modales traslúcidos, era el sabelotodo, la enciclopedia viviente del curso y como alguien lo bautizó: la mente brillante. El grupo de estudiantes cerró el texto, pero Blanca se enfadó y lo volvió a abrir, y ahí, ante los ojos de Giovanni, estaba el clásico pene en el que se señalaban conductos, vías, etcétera. La prueba era pasado mañana y ya el muchacho lo sabía todo al respecto como de costumbre y dispuesto a sacarse la mejor nota y el mejor promedio del semestre, pero Blanca, que de científica tenía la virtud de llevarlo todo a la experiencia, cuando se quedó a solas con el muchacho que no le caía mal como a las demás, le propuso estudiar juntos todo lo referente a la materia para la prueba y Giovanni que de garboso tenía hasta el aire que respiraba, aceptó de buenas a primeras. El lugar indicado: la antigua cabaña del bosque en donde jugaban de niños esos juegos tan ridículos como sin cabeza, pero de sumo entretenidos. Allí antes de la hora indicada se encontraba Giovanni y también la futura científica.            - Bájate los pantalones - le dijo ella mirándolo a los ojos y adoptando un aire de científica loca. Acto seguido se enguantó ambas manos y tomó de su bolso un par de pinzas que brillaron en la escasa  luz del recinto.            Giovanni se sintió intimidado, pensó que se trataba de una broma, que tan pronto tuviera los pantalones abajo iba a aparecer la horda de muchachas burlándose de él.            - ¿Estás bromeando? - preguntó Giovanni acercándose unos cuantos metros hasta donde se encontraba ella con las pinzas en sus manos.            - No Giovanni, no estoy bromeando, tú sabes mi gusto por la biología, además una litografía es tan pálida que pensé que en vivo y directo...podría, bueno...,tú sabes, se puede aprender más.            - Estás segura que no se trata de una broma.            - ¡No!, por cierto que no, créeme.            - Bien, sólo con una condición - le manifestó Giovanni a escasos centímetros de ella, había tan poco espacio entre ellos que el muchacho recorrió con sus claras pupilas los labios sensuales y gruesos de la muchacha, la piel de su rostro, los pómulos, las aletas de la nariz subiendo y bajando, los párpados y todo ese conjunto le pareció tan bello como el amanecer inesperado de un día indeciso.            - ¿Cuál es la condición Giovanni?            - Que me dejes ver también el aparato reproductor femenino en vivo, considerando que la próxima semana tendremos la prueba. No traje pinzas ni guantes, pero prometo que será algo a la distancia.            - Lo sabía, lo sabía Giovanni - se enfadó la muchacha -, tú jamás podrás entender la ciencia, lo tuyo no es más que...            - ¿Curiosidad?            - Pues sí, nada más, como todo lo tuyo, por lo tanto...            Blanca se despojó de las bragas.            Giovanni se bajó los pantalones y el mundo científico cayó sobre ellos como una tempestad.           
La experiencia
Autor: rodolfo reyes  370 Lecturas
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Las moscas            Estaba tendido en la cama, mirando el techo, esparciendo su mirada por las tablas descascaradas, intentando no ser él por un minuto, luchando por lograrlo, pero tan pronto se alejaba de esa imagen tórrida e insufrible, retornaba el zumbido de las moscas que importunaban su tranquilidad. Uno tras otro los bichos oscuros iban y venían como una escuadrilla indeseable, pero él ya no tenía deseos de enfrentarlos, eran demasiados. Todas las mañanas los barría, eran cientos y durante la semana miles, también los aplastaba, sonaban en el suelo como guatapiques húmedos, esos juegos de artificio que él preparaba cuando era un niño y que lanzaba antes del año nuevo. No quería moverse de ahí, estaba cómodo. El cuerpo largo y las piernas levemente abiertas formando un ángulo de 30 grados. Cerró los ojos por si realmente se olvidaba de todo y despertaba antes que el verbo haya sido conjugado, cómo lo deseaba,  incluso antes del caos, antes del todo y él fragmentado en un universo sin límites, sin voz, sin el hágase tal cosa o hágase la otra o la de acullá o la más distante. Giró su cuerpo hacia la pared y allí estaba el sustento diario de todos los días, el que mantenía la esperanza, el que llevaba el pan a la mesa y el gas a la cocina, ahí estaba el saxo tantas veces soplado por él, en realidad donde lo llamaran. Nunca se imaginó que ese instrumento de un seudo metal: cobre y estaño, le diera la posibilidad de sobrevivir y de mantenerse en un mundo cada vez más inaudito y estrambótico.            - Te dije que Mazzoni te necesita para un evento.            Él estaba mirando el saxo y a las moscas que giraban alrededor de su instrumento.            - Lo sé.            - ¿Te sucede algo Amancio? ¿No te encuentras bien?            - No, sólo estoy un poco cansado, pero estoy bien. A las nueve parto a la cafetería y tocaré ahí hasta la medianoche y luego regresaré.            - Está bien.            Ella abrió un cajón de la cómoda y sacó su ropa interior limpia: un calzón de color negro y un sostén de color celeste, luego dejó caer la toalla y quedó desnuda, pero Amancio ni siquiera se percató de aquel breve strip tease de su compañera, se encontraba mirando el saxo.            - Estás seguro que te encuentras bien.            - Seguro, sólo estoy descansando, a las nueve le dije a Mazzoni que estaría en el local.            - Quieres que te preparé algo de comer, un sándwich, por ejemplo.            - No, comeré en la cafetería.            Amancio giró otra vez su cuerpo y volvió a quedar con la vista hacia el techo, pero esta vez deslizó su mirada hasta donde estaba ella que se abrochaba el sostén, aún no se había puesto los calzones. Esa breve visión punzó todos sus sentidos y una leve corriente alterna le llegó a su miembro y lo sintió duro entre sus piernas.            - Ana ya no quiero seguir en esto.            - Como que no quieres seguir en esto, a qué te refieres.            - Me refiero a que no quiero seguir con mi saxo, quiero dejarlo ahí por un tiempo.            - Y qué piensas hacer.            - Nada Ana, no deseo hacer nada, seguir tendido en la cama, mirando el techo y barrer las moscas que caen por el efecto del Raid. Algún día las exterminaré a todas.             - Entonces ya no quieres ser músico.            - Ya no quiero ser nada, tal vez un exterminador de moscas, sólo eso y quedarme en casa.            - Amancio, ¿te encuentras bien?            - Demasiado bien, es la primera vez en mucho tiempo que no me encuentro tan bien como ahora. Antes estaba invadido por las sombras del futuro, del querer, del ser, y llevaba a ese precipicio insólito a mi saxo, a mi fiel amigo, ahora lo quiero salvar y salvarme. ¿Por qué no te tiendes a mi lado Ana?            - El turno en la farmacia comienza a las ocho y le prometí a mi amiga llegar un poco antes.            - Hace tiempo que no estamos juntos Ana.            - El sábado, cuando llegaste algo ebrio y con ganas de hacerlo ¿lo recuerdas?            - No me lo recuerdes. Estuve muy mal.            - Luego te quedaste dormido y...            - Y tu pegada al techo, es lo que siempre dices cuando yo me acelero, ya lo sé, por eso es que te digo que te tiendas un rato conmigo.            - No Amancio, ya me he bañado. Hace frío y queda muy poco gas, dejémoslo para más tarde.            - ¿Más tarde?            - Sí, más tarde, no seas impaciente frescolín.            Ana rodeó la cama y se inclinó ante aquel cuerpo y lo besó en los labios y él sintió aquel beso como el aleteo de esos bichos que mataba con Raid.            Ana ya estaba lista, abrió la puerta del departamento y una fría brisa entró por todas las habitaciones y se marchó sin antes decirle a Amancio que en el refrigerador había algo de comida.            Amancio giró su cuerpo otra vez en la cama y se encontró con su saxo. En la mesa de noche estaba el Raid, lo tomó y pensó que apenas se posara una mosca en su instrumento la rociaría con el mortal veneno y la exterminaría sin ninguna compasión, sin embargo puso el rociador en su boca, la abrió y lanzó el veneno dentro de él.          
Las moscas
Autor: rodolfo reyes  895 Lecturas
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