• Gonzalo Vazquez
Gonzalo Vazquez
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  • País: Argentina
 
Ese 11 de junio entre mis brazos.Ese amor que no pude contener.Esos llantos que remiten al pasado.Esa fe, que no me deja crecer. Ese cuerpo, bañado en hermosura.Esos ojos son escombros del ayer.Tu mirada aún penetra como plumael papel de mi vida y de mi ser. Se ha muerto a orillas de tu peloese sueño que siempre te quise dar. Ese 11 de junio entre mis brazos,esos labios que trasgreden la piedad.Esa calma que limpiaba las cenizas.Esas voces que no paran de llamar Esa cruel melancolía del despido,ese adiós que muy solo me dejó.Y hoy se ha muerto a orillas de tu peloel amor que con fuego nos forjó. Gonzalo Vazquez 
1     Nací el seis de agosto de mil novecientos treinta y algo en un pueblo rodeado por montañas, al oeste de la provincia de San Juan. Se equivocan si esperan que, en los renglones siguientes, aparezca una descripción engorrosa del pueblo que me vio nacer. Como sucede con todo recuerdo que carcome la mente, los detalles de aquella aglomeración de casas humildes y gente odiosa que vivía del campo se esfumaron hace mucho de mi pensamiento. Según el psicólogo que me trató hace tiempo, dichos recuerdos volaron al inconciente y se mantienen allí gracias a algo que él mismo denominó represión. Todas las noches, cuando le rezo a mi Dios, le ruego que mantenga esas vivencias en el inconciente y que nada logre revivirlas, porque, hoy en día, no tengo ganas de caer en una crisis que me condene a la sumisión del chaleco de fuerza. Mi padre murió cuando yo tenía 12 años. Creo que falleció a causa de una afección pulmonar. Él era un fumador empedernido. De todas formas, no recuerdo mucho de aquel episodio. Mamá me contó que murió en la cama un día domingo, mientras las gentes festejaban en la plaza el comienzo del verano. Me dijo, también, que yo lo acompañé hasta que su corazón dejó de latir. Recuerdo, muy por encima, algunos pormenores de su velatorio. Recuerdo que abracé, ahogado en lágrimas, a mamá; recuerdo que caminé con lentitud hasta estar cerca del ataúd; recuerdo que me asomé y vi el rostro de mi padre tan blanco como la porcelana; recuerdo que lo besé, que una lágrima mía terminó en su cachete y que un policía me llevó a la comisaría, pero no recuerdo para qué. Supongo que para nada importante. Tal vez, para que los oficiales me dieran su más sentido pésame. A mi papá lo enterraron en el cementerio de la iglesia del pueblo, que quedaba a unas cuatro o cinco cuadras de casa. No puedo decirles, motivo de mi olvido, la razón por la cual juré por la vida de mi madre que no iría a visitarlo. Ahora que me pongo a pensar, supongo que algo habrá pasado entre mi padre y yo que me llevó a tomar esa decisión. Lo cierto es que recuerdo que teníamos buena relación. Lo raro es que jamás lo extrañé. La economía familiar cambió rotundamente cuando murió mi padre. Yo tenía que trabajar en los campos al volver del colegio y mi madre tuvo que abandonar su labor de ama de casa para insertarse en el mercado laboral de la costura. Empezó a trabajar en sociedad con mi abuela paterna, una pobre vieja infeliz y desgastada que nunca recibió mucho afecto de mi parte; ella tampoco me dio mucho que digamos. Y pese a que no pasamos hambre ni un solo mes, la vida se tornó un poco complicada. Nos empezamos a repartir los quehaceres domésticos, pero a veces no llegábamos a cumplir con nuestras obligaciones. Conviví, todas las noches de mi adolescencia, con los llantos de mi madre. Si bien es cierto que ella intentaba disimular el lloriqueo de una u otra forma, la pared que separaba nuestras piezas era tan fina como el papel, y yo lograba escucharlo todo. Siempre maldecía a Dios por haberse llevado a su marido, luego culpaba a alguien por la muerte de mi padre y lloraba, lloraba y lloraba. Así se la pasaba hasta el amanecer. Llegué a pensar que el sol le transmitía energía positiva dado que se levantaba de buen humor y muy poco amargada. Pero entendí, con el tiempo, que ese humor era fruto de una actuación con la que intentaba disimular el karma que estaba viviendo. Creo que ella nunca dormía. Mi mamá le tenía temor al fuego, al vino, a la noche y a las tormentas eléctricas. Yo no le temía a ninguna de esas cosas, pero sí a ella. Era una buena mujer, pero por momentos mutaba en algo muy desagradable. Mi madre me enseñó modales, algo de ética y un poco de moral, pero me hubiese gustado no aprender todo eso a los golpes. Recuerdo las golpizas que me dio como si hubiesen sido ayer. Parece que esos momentos, por una u otra razón, siguen en mi conciente. Sucede que me dijeron que es imposible borrar de la mente algo que se lleva marcado en la piel, y  los latigazos que me daba permanecen, hasta el día de la fecha, grabados en mi espalda, provocándome atrofias cuando hay humedad. Dejé de ir al colegio cuando supe leer y escribir. Me transformé, así, en la única persona del barrio capaz de descifrar la correspondencia y escribir alguna que otra carta con un vocabulario bastante sencillo. Para ese entonces, tenía 16 años. No voy a negar que fue bastante provechoso adquirir dicha habilidad, pues las viejas de los alrededores comenzaron a pagarme por escribirle un par de líneas a sus familiares, que eran oriundos de pueblos del sur. La plata que ganaba trabajando en el campo iba a parar a las manos de mamá, mientras que lo que recaudaba por escribir correspondencias terminaba en mi bolsillo, pero siempre desaparecía misteriosamente, motivo por el cual no pude disfrutar ni un solo centavo de los pesos que gané de esa forma. De todas maneras, eso nunca me disgustó demasiado. Piensen conmigo: ¿De qué le sirve la plata a una persona que no tiene con quién compartirla? Una noche de mis 17 sucedió una cosa que jamás olvidaré. Recuerdo que cenamos a las 9 en punto. Por motivo no ajeno al cansancio, me dormí antes de la medianoche. Algo me despertó en plena madrugada. No sentí miedo, pero sí intriga. Instantes después escuché un sonido. Prendí el velador y vi a mi padre sentado en el borde de la cama. Me estaba observando. -¿Qué haces acá?-le pregunté, asustado. Esa fue la primera vez que sentí un miedo mayor al que le tenía a mi madre cuando se ponía agresiva. El temor me invadió de pies a cabeza, pero nunca atiné a agachar la vista. Estaba pasmado por una extraña sensación. -Vine a verte-contestó, esbozando una diminuta sonrisa. -¿Vos no estás muerto? -Algo así, pero te extrañaba. No recuerdo lo que le contesté, pero al fin y al cabo terminamos hablando de algo que me interesó y que nunca olvidaría. -¿Cómo es el cielo?-le pregunté en una oportunidad.   -El cielo es como uno quiere que sea. -¿Te dolió morirte, papá? -Me dolió que me haya matado una persona que amo con el alma. -¿Quién fue? -Ya no importa. -Yo me acuerdo que moriste por un problema pulmonar. -Uno recuerda solo lo que le conviene. -Creo que a mi no me conviene recordar tu muerte… y sin embargo lo hago de vez en cuando. Mi padre me miró con el ceño fruncido. -Sucede que a veces se opta por mantener vivo el recuerdo para no volver a cometer el mismo error. -¿De qué error hablas, papá? Se esfumó antes de responderme. Su silueta fue desvaneciéndose de a poco hasta desaparecer por completo. Aunque aquel suceso me marcó con fuerza, decidí no darle más importancia que la que, habitualmente, le atribuyo a todo lo que sucede en mi vida. Entonces, sin elaborar algún pensamiento que me quitara el sueño, apagué el velador y volví a acostarme. Al día siguiente falté al trabajo. Tenía mucha fiebre y pocas ganas de morirme de calor en el campo. Estando en cama, me enteré que muchos de los jóvenes del pueblo iban a pasar la tarde a un arroyo que estaba a un kilómetro de distancia, pero yo no tuve ganas de ir. A decir verdad, nadie me invitó. Dicen que si alguien no te quiere el problema es de ese alguien, pero el problema pasa a ser de uno cuando no te quiere ninguno. Estoy seguro de que el inconveniente radicaba en mi actitud vergonzosa. Recuerdo que apenas saludaba cuando un conocido me estrechaba la mano. No estaría exagerando si digo que solo me dirigía a mi patrón por una cuestión de obligación. Yo era un tipo más bien cerrado. Hablaba poco y nada. Como diría mi abuela paterna, hablaba lo justo y necesario. No me gustaba llamar la atención ni figurar en el centro de las tantas fiestas que se celebraban, a las cuales iba solamente para hacerle compañía a mi madre. Ninguna de las mujeres del pueblo quiso tener algo conmigo. Creo que les molestaba mi desenvolvimiento ausente y mi falta de caballerosidad. Era un horroroso predicador de las cuestiones del amor, siendo mi error más grande la falta de ternura. Nunca, en aquella época de mi vida, pude articular cinco palabras seguidas estando frente a una mujer. Era, como decían muchos, más virgen que la mismísima María. Esperé mi cumpleaños número 19 con euforia. Creí que mi vida daría un vuelco positivo al llegar a esa edad, pero sucedió todo lo contrario a mis expectativas. El mismo día de mi cumpleaños, cuando el reloj marcó las siete de la tarde, mamá, sentada a mi lado en la mesa de nuestro living, me dijo: -Me detectaron un tumor maligno en un pecho hace un par de días. Está bastante avanzado. Voy a morir en unos meses. No recuerdo de qué forma reaccioné. Como por arte de magia, de mi mente se borraron los momentos que le sucedieron a esa declaración tan dolorosa. Calculo que habré llorado hasta la deshidratación y maldecido a Dios, pero no puedo decirles, en verdad, qué ocurrió. No sería de extrañar que me haya desmayado. La noticia me golpeó tan fuerte que decidí dejar el trabajo para pasar más tiempo con mi madre. Además, tomé la iniciativa de no salir de casa por nada del mundo. De todas formas, no debía preocuparme por las compras, porque el pueblo entero se portó muy bien con nosotros. Los vecinos se solidarizaron cuando se enteraron de la enfermedad que padecía mi mamá, y todos los días nos traían comida y se ofrecían para lavarnos la ropa. No tengo nada para reprochar en ese actuar. Ella dejó de pegarme de un día a otro. Supuse que la enfermedad la había vuelto misericordiosa, pero me di cuenta que no era así. Lloré tres noches seguidas cuando advertí que la verdadera causa radicaba en que el cáncer le estaba quitando las fuerzas. Llegué a jurarle a Dios que dejaría que me azote con el látigo todos los días si la enfermedad desaparecía de su cuerpo. Pero Dios no escuchó mis plegarias, y si las escuchó optó por lo contrario a lo que le había pedido, porque ella empezó a estar cada vez peor. Una tarde vino a casa el médico del pueblo. Lo acompañé hasta el cuarto donde yacía mi madre y la puerta se cerró. Cuando ésta volvió a abrirse, al cabo de un cuarto de hora, le clavé la mirada y lo escolté hasta el zaguán del umbral que había que cruzar para abandonar la vivienda. Su cara parecía traducir el estado de salud de la paciente. Me preocupé. -¿Qué va a pasar?-pregunté, mientras sacaba la traba. -Lamento tener que decírtelo, Federico… -¡Le pido que se apure! -Bueno, Federico… -¡Dígalo de una vez!-grité con furia. Su tono, más bien pausado y tranquilo, me molestaba demasiado. -Le quedan dos o tres semanas de vida, como mucho. Lo invité a salir de mi casa con un empujón y cerré la puerta sin saludarlo. Tuve muchas ganas de matar al médico. Todavía no entiendo para qué existe la medicina si nadie pudo hacer nada para salvarle la vida a la mujer que más amaba. Luego de la visita del doctor, mamá no volvió a levantarse de la cama. De más está decir que no le comuniqué lo que me había dicho el médico, pero creo que, también, está de más aclarar que sabía que su final se acercaba. Ella dormía durante gran parte del día, y yo estaba autorizado a despertarla solamente por las tardes, cuando le llevaba un té con limón. Entonces, aprovechaba esos minutos para charlarle. -¿Por qué no te levantas?-le preguntaba a diario. -Apenas puedo hacer fuerza para hablarte, hijo. Era increíble la cantidad de lágrimas que derramaba cuando recordaba, ya en la cocina, su contestación. Sabía que esa respuesta se repetiría cuantas veces le hiciera la misma pregunta, pero escuchar su voz me daba algo de paz. Ese comenzó a ser, una semana después de la visita del médico, el único intercambio de palabras que teníamos a lo largo del día. Una semana anterior a la muerte de mamá, cumplí a rajatabla todo lo que me pidió. Ordené la casa, lave los pisos, cambié de lugar los muebles, le leí un par de cuentos, cociné sus platos preferidos y hasta lloramos juntos, mientras la luna nos espiaba por la ventana. Mamá falleció en mis brazos la mañana de un 29 de enero. Recuerdo que sus últimas palabras fueron: -Sos un inútil.  Su corazón había dejado de latir cuando advertí el insulto, de forma tal que no llegué a responderle. Ese día lloré como nunca. Lloré, en parte, por su muerte y, en parte, porque no tuve tiempo de contestarle el agravio. Llegué a la conclusión de que no serviría de nada gritar lo que mi corazón tenía ganas de decir, porque Dios no había cumplido mi petitorio de salvarla, entonces Dios no existía. A la pena de haber perdido a mi madre se le sumó el remordimiento de no haberle dicho algo que nunca le había confesado por vergüenza. No podría cargar con tanta culpa de ninguna manera. Ese mensaje debía llegar a ella de una forma u otra. Tomé, luego de reflexionar, la mejor decisión. Le tatúe en la piel, con el filo del cuchillo, la siguiente frase: “Este inútil te ama y no te guarda rencor” Gonzalo Vazquez 

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