EL REPROCHE
Publicado en Dec 28, 2016
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EL REPROCHE
 
 
 
 
 
 
El comienzo del fin llegó de la manera que menos esperaba.
No fue por algo repentino, algo que se corporizó de manera irrefutable y sin retorno.
Siempre supe que el día, la oportunidad llegaría, aunque nunca imaginé todo lo que sobrevendría después.
Fue una tarde de sábado, la recuerdo fresca y soleada. La programación televisiva era un hastío insoportable; me dolía la cabeza y me sentía mas frustrada que nunca. Sentía que mi vida era un desastre, que se hallaba vacía de todo contenido, de toda ambición; que podía contar con los dedos de una mano las metas que había alcanzado desde mi nacimiento. Que el único logro importante se hallaba encarnado en lo que mi cuerpo estaba naturalmente preparado para hacer, alejado de todo merecimiento fruto de mi esfuerzo y, por qué no, del reconocimiento. Ese logro era y es mi hijo. Un hijo que amo con un amor que no sé de donde proviene, nacido de una noche de pasión con el hombre equivocado, tan único y perfecto que es, en sí, el depositario de todas mis esperanzas.
“No tenés que hacerlo. Ni siquiera es tu hijo…”
El reproche cargado de impotencia y dolor me brotó del estómago, no de la cabeza. Fue un escupitajo impensado, irreflexivo, dirigido hacia quien sabía que no podría defenderse.
Luís me observó y supe que lo había lacerado en lo mas profundo de su alma con un arma mas poderosa que el mas letal de los venenos, que el mas certero de los obuses, con el desprecio nacido de la impotencia, de la envidia y el hartazgo.
Quise decirle que lo lamentaba, que no era eso lo que había albergaba mi corazón, que solo había sido un exabrupto disconforme, pero a pesar de eso callé y en mi silencio fui cómplice de mi propia vergüenza. Refrené mis manos que intentaban consolarlo y mis labios que intentaban articular una disculpa. Y allí, altiva y soberbia me mantuve incólume y lo vi dejar el juguete que había comprado para mi hijo y tomar su campera.
Era un pequeño camioncito de plástico, de color naranja, sencillo, sin ningún agregado, que agravaba aún más mi actitud. Eran tan nimio en su importancia que no ameritaba el exabrupto.
Me hubiera gustado llorar, sentirme mal, pero en medio de toda la ansiedad provocada por la agonía, me sentí aliviada, como si hubiera estado buscando una excusa para forzar la situación, para así hallar un motivo que me permitiera acabar con esa relación que consideraba agotada y sin sentido.
Me tomé la cara entre las manos y respiré profundamente. Ignoro cuanto tiempo estuve así, con la espalda apoyada contra el marco de la puerta de la cocina, intentando acallar las voces que mi conciencia culpable gritaba dentro de mi cabeza. Podía sentir el ruido del tráfico circulando por la calle tres pisos abajo, el ladrido de un perro solitario, el ruido del ascensor, el viento filtrándose por la rendija de la ventana mal cerrada. No quería volver a mirar el interior del departamento, no quería estar allí. Y si hubiera podido remediarlo todo, hacer como que nunca había pasado, desarmar en el aire mi reproche, lo habría hecho. Pero no por mi propia tranquilidad. ¿Cómo le diría a Jorgito que Luís ya no estaba allí, que había dejado ese juguete para él y se había marchado, quizás para siempre? ¿Cómo haría para redimirme ante ese hombre bueno, extremadamente atento al que había lastimado en mi egoísmo y mi insensatez? Porque si algo no merecía Luís era que lo tratara de esa manera.
Había llegado a mi vida en el peor momento, cuando más necesitaba de la compañía de alguien. Si hubiera podido habría vendido mi alma al propio infierno para no sentirme tan sola. Nos habíamos cruzado fortuitamente en un bar, una tarde luego de una pelea con mis padres, que no aprobaban mis elecciones personales y se habían encargado de decírmelo tal vez con el mismo desprecio que le dediqué a Luís tiempo mas tarde. Me acercó una rosa roja, apenas un pimpollo aromoso, que dejó en mi mesa. No recuerdo que fue lo que me dijo. Ni siquiera se si lo escuché. Solo lo contemplé con la cara arrasada por el llanto y la impotencia y estuve a punto de abofetearlo por inmiscuirse en medio de mi angustia. Pero no lo hice. En ese estado de indefensión desesperante, ese gesto de humanidad me devolvió la calma y me permitió reconciliarme con mi propio ser interior.
Esa tarde le vomité todas mis angustias y todas mis penurias. No esperaba que eso se prolongara mas allá de esa misma jornada, una jornada que perforó en la noche con nosotros dos saboreando un café ya frío sobre la mesa, pero necesitaba hablar, necesitaba que alguien me escuchara.
Si hubiera sido menos encantador y más atractivo no me habría negado a acompañarlo a la cama esa misma noche, quizás como una manera de castigarme y de castigar a mis padres por no transformarme en lo exitosamente perfecta que debía ser, como había hecho siete años atrás con el que sería el padre de mi hijo. Pero él no me lo propuso y quizás por esa misma razón fue que todo empezó entre nosotros.
Luís no tenía un trabajo excepcional ni llamativo. Trabajaba instalando redes domiciliarias de televisión por cable. No tenía cultura extraordinaria. No había terminado siquiera la escuela media y desde muy joven había debido aventurarse en empleos mal pagados y sacrificados para mantenerse a si mismo. No era bien parecido tampoco, pero poseía un encanto innato que me atrapó cuando mas necesitaba una mano redentora. Comprendí eso cuando me sorprendí yendo a casa y descansando en mi cama mas aliviada, cansada de todo cansancio y preguntándome como había permitido que un hombre así me llegara tan profundamente como me había llegado al punto tal de concertar una cita, sin compromiso, para el fin de semana siguiente.
Supongo que su presencia me hizo bien. Los que me conocían, compañeros de trabajo, mis pocos amigos, mi familia, decían que me veían mejor, que había recuperado el semblante juvenil (¿acaso lo había perdido a los 27 años?).
Pero yo no sentía ese fuego rejuvenecedor. Estimaba a ese hombre sencillo que me había permitido respirar mejor por las mañanas, que me había dado fuerzas para remontar el día en la empresa, que me permitía soñar y sentirme amada por las noches en su compañía, pero en mi interior, muy en lo profundo de mi alma donde yo solo podía entender lo que me ocurría, donde me refugiaba cuando mas me necesitaba, sabía que no lo amaba. Porque allí, desnuda de hipocresía, sabía que estaba con él por una cuestión de costumbre y comodidad. En el poco tiempo que disfrutaba de su compañía me había acostumbrado a su atención, a sentir que poseía un alma gemela que me apoyaría en los momentos de zozobra. Y por otro lado, al saber que estaba saliendo con alguien, todas esas mismas personas que me hallaban mas juvenil, no me molestaban con sus constantes recriminaciones por mis elecciones erradas, a pesar que no toleraban del todo a Luís por considerar que se hallaba por debajo de mi nivel, tanto en lo profesional como en lo personal.
Y sabía que tenían razón.
Sabía que si le hablaba de París, una ciudad que amaba y que había visitado antes de tener a Jorgito, podía apreciar en sus ojos la perturbación por su propia falta de cultura, como se preguntaba si estaba hablándole de una ciudad situada en Europa o América. Si comentaba algo que escapara a su comprensión, veía en su mirada una sensación de incertidumbre bien disimulada que le impedía poder realizar algún aporte.
Y eso era lo que me alejaba de él.
Y era lo que no me permitía entregarme por completo a su amor.
Era como hablar sola, como dialogar con mi sombra.
Y por eso me odiaba.
Por no poder corresponder a su amor de la misma manera que él.
Y lo odiaba a él. Lo odiaba por la falta de pasión, por no transportarme lejos de esta vida mediocre, lejos de mis sueños, lejos de París…
Porque sabía que él y yo nunca llegaríamos a tener nada en concreto mas allá de esos instantes en que me engañaba pensando que todo estaba bien, que existía un futuro mas allá del horizonte.
Pero había algo que me molestaba por sobre todas las cosas. No se trataba de la forma en que él me halagaba con regalos que indefectiblemente yo consideraba errados o poco importantes pero que me enternecían a fin de cuentas. Tampoco que intentara acercarme a su mundo de fútbol, programas insulsos de televisión y charlas intrascendentes. Lo que verdaderamente me molestaba era el especial afecto que Jorgito sentía por Luís.
Había encontrado en él un interlocutor válido, un amigo y un referente masculino, algo que indudablemente yo no podría reemplazar. Se había encariñado tanto con él que en una ocasión me había preguntado si nos íbamos a casar y a darle un hermano.
Fue entonces que comprendí que había vuelto al lugar donde todo había comenzado. Nuevamente me encontraba privada de decidir sobre mi vida.
Luís me estaba arrebatando lo único que era mío y solo mío, la única persona que verdaderamente me importaba en la vida y la única que concentraba todo mi amor y mi esfuerzo. Me lo estaba quitando. No pensé entonces que podía tener en él a un compañero de ruta, un verdadero hombre que le permitiera a mi hijo ofrecerle el respaldo necesario para crecer y evolucionar. Solo pensé en que si aceptaba a Luís, me estaría encadenando a un hombre inferior a mí, que estaría perdiendo mi independencia, que me estaría desvalorizando.
Pero guardé esos temores para mi conciencia la que me pedía a gritos que acabara con esa relación antes que se ahondara y se volviera algo tan concreto como la vida misma. Intenté ser mas fría en mis tratos, mas distante, menos comunicativa, aguardando que mi rechazo se vislumbrara en cuentagotas que paulatinamente iban llenando el vaso de la discordia. Pero él no parecía darse cuenta de eso y a cada afrenta que yo intentaba esgrimir, me contestaba con un gesto bondadoso o un ademán encantador y me desarmaba por completo enfrentándome a mi propio egoísmo.
Hasta que llegó ese día en que apareció en mi departamento con el regalo para Jorgito, sin motivo alguno, tan solo porque le había parecido algo lindo para él. Justamente ese día en que había empezado a bajar la guardia y resignarme a aceptarlo en mi vida, me dio la oportunidad que estaba esperando. Y fue cruel. Y fui egoísta.
“No tenés que hacerlo. Ni siquiera es tu hijo…”
Agregué un par de pensamientos hirientes que sabía lastimaría el corazón y el ánimo de ese hombre bueno y sincero y supe que por fin lo había logrado. Me había deshecho de su bondad, su torpeza, su pedestre educación, sus modales toscos… Me había librado de él.
Luego de un año y dos meses volví a tomar el control de mi vida y mi futuro, aún a costa de hundirme en la más profunda soledad y el desprecio de mi hijo.
Me habría gustado decirle que habíamos terminado debido a que él se había comportado de manera indecorosa o había cometido un error o un crimen imperdonable, pero si bien deseaba suavizar mis motivos, aún no había caído tan bajo como para cargarle la culpa de todo a las espaldas del hombre que sin duda me había amado. Al menos le debía eso.
Intenté decirle que eran cosas que pasaban en una pareja, que pasaban incluso entre padres y madres, pero no me entendió. Quería ver a Luís y quería que volviera a salir con él. Tanto era su rechazo que hasta se vio reflejado en la relación con mis padres que hallaron en el sufrimiento de mi hijo otro motivo para lanzarme su crítica despiadada y hasta su desprecio.
Pero esta vez no dejaría que me afectara. No le daría la oportunidad a otro Luís para acercarse cuando mas vulnerable me hallaba.
Y como un faro en medio de una marejada incontrolable me mantuve firme y simulé que nada de esto me afectaba.
Intenté rehacer mi vida y me sentí culpable por encaramarme en el estado de ánimo que me había dejado Luís para afrontar el futuro. Comprendí entonces que él ciertamente había sido bueno conmigo y me había ayudado a salir a flote y me engañé diciéndome que lo último que él habría querido era que yo volviera a decaer, quitándole mérito a todo el amor que me había dado y no había sabido corresponderle.
Busqué en otros brazos y otros besos la entrega que primariamente me había impulsado a terminar con él y solo encontré placebos pasajeros para la enfermedad de mi inconformismo. Ninguno me satisfacía carnal ni espiritualmente. Tan necesitada estaba de afecto, compasión, pasión, fortaleza y reciedumbre que ninguno podía complacerme. Era como estar vacía, completamente seca como un viejo tronco ennegrecido y ya sin retoños que aflorar.
Y todo se agravaba por la mirada de Jorgito que me recordaba el reproche injusto y descarnado que le había propinado al que se había transformado en su amigo.
Pasaron nueve meses, dos semanas y cinco días desde ese reproche, puedo precisarlo con exactitud pues algo como eso no se olvida, cuando la catástrofe llegó a mi vida. La marejada se había transformado en un tsunami devastador que arrasó mi espíritu, mi carne y toda mi existencia. Ya no podría ser el faro incólume que debería ser.
Jorgito se descompuso repentinamente en la escuela y fue llevado de urgencia al hospital.
Una fulminante hepatitis se había hecho presente en su cuerpo y había carcomido su hígado poniéndolo al borde de la muerte. Solo un transplante podría salvarlo.
Mis padres se ofrecieron como donantes pero existía cierta incompatibilidad que hacía imposible el transplante. Yo misma me analicé y recibí la terrible noticia que no podía hacer nada por él.
Cobardemente recordé la existencia de Dios y me lancé a la búsqueda de una solución milagrosa. Recé novenas, rosarios, busqué el apoyo y el consuelo de sacerdotes que en ese mismo interior donde Luís no había llegado tampoco ellos hacían pie y me resigné a aguardar un milagro que tal vez no merecía.
El estado de Jorgito se agravó en cuestión de días. Al cabo de diez días entró en coma y me advirtieron que me preparara para lo peor pues las condiciones necesarias para la concreción del transplante conspiraban contra el tiempo.
Mi hijo se moría.
Mi hijo se moría y yo no podía hacer nada para evitarlo.
Viví en el hospital, dejé de bañarme para no separarme de su lado; estuve dispuesta a arrancarlo de las garras de la muerte de ser necesario. No podía estar pasándome eso. No después de todos los sacrificios que había hecho por ese niño que llenaba mi vida y mi corazón. No era justo.
Pro la realidad me arrasaba y ese viernes me dijeron que apenas quedaban horas. Un sacerdote se ofreció para ayudarme en los últimos instantes, se ofreció también a darle los santos oleos. En mi impotencia no pude articular ninguna petición. Deseaba golpearlo para satisfacer mi ira contra él, contra Dios, contra la humanidad, contra mi misma. Pero solo pude llorar y gemir y hasta me sentí culpable porque dentro mío no sentía esa rabia sino una profunda decepción.
Simplemente me senté en el pasillo fuera de la habitación de mi hijo y me resigné a perderlo, hasta empecé a pensar que haría con sus cosas cuando él no estuviera. ¿Las donaría? ¿Las vendería? No soportaría verlas sabiendo que él no estaba más para disfrutarlas. Me destrozaría el corazón.
La voz me sobresaltó. Creía estar en un sueño y que la misma provenía de mi interior o de algún recuerdo que me atormentaba.
Levanté la vista y allí lo vi. No era un sueño ni una alucinación. Era Luís que me tocaba el hombro y me abrazaba. Me hubiera gustado retribuirle el abrazo pero estaba anonadada y solo atiné a preguntarle que hacía allí. Mis padres lo habían llamado para comentarle acerca del estado de Jorgito y se había acercado presuroso al hospital. Se enteró acerca del estado de mi hijo y rogó que le hicieran los análisis para saber si existía algún tipo de compatibilidad con él.
En ese momento debería haberme sentido esperanzada, alegre, contenta con esa última migaja de posibilidad, pero en su lugar me sentí incómoda. El hombre que yo había despreciado volvía para ofrecerme su mano sin más que más, completamente entregado para intentar salvar la vida del hijo de la mujer que lo había lastimado en lo más profundo del corazón.
Estaba demacrado, adolorido. Verlo me recordó mi canallada. Era como ser golpeada por mi propio egoísmo a cada segundo.
Los análisis, realizados con premura dictaminaron lo increíble.
Luís tenía un 99% de compatibilidad con mi hijo. El hecho de no ser familiar directo prohibido por la legislación vigente fue subsanado rápidamente por mi padre que utilizó sus contactos con un juez amigo para allanar el camino en lo legal.
Esa misma noche fue ingresado y de inmediato le donó parte del hígado que mi hijo necesitaba para respirar un día más al menos.
Jorgito evolucionó favorablemente.
Sus ojos que, creí, jamás volvería a ver, me observaron y hasta parecieron sonreírme. Estaba a salvo.
Luís se recuperó rápidamente y trató de evitarme en el hospital. Supongo que no quería que yo volviera a reprocharle nada, aunque se hizo un tiempo para pasar a ver a mi hijo en un momento en que yo no estaba. Ignoro acerca de que hablaron.
Dejamos el hospital un mes después. El nuevo hígado funcionaba a la perfección.
Volvimos a la rutina aunque ya nada era como entonces. Cada vez que observaba los ojos de mi niño, no podía dejar de pensar en el hombre que desinteresadamente lo había salvado. Y volvía a mí cada noche, como llamándome, como preguntando por mí.
Mi madre me preguntó por él también. Su opinión acerca de ese hombre tosco había cambiado radicalmente elevándolo a la categoría de semidiós. Y me lo hizo saber en cuanta ocasión tuvimos de charlar. Hasta mi padre me insinuó que había sido injusta con él por dejarlo partir de mi lado. Mis amigos, los padres de los compañeros de mi hijo, todo el mundo a final de cuentas quería conocer al hombre que había prolongado la existencia de Jorgito. Sin duda alguna es un santo, parecían decir todos de una u otra manera.
Y pensé bien en lo que había pasado. Medité acerca de lo ocurrido y comprendí que había sido injusta para con Luís. El lo había salvado y yo ni siquiera le había dado las gracias. Al fin y al cabo se lo debía.
La cara del niño se iluminó cuando le dije que lo había invitado a cenar un sábado por la noche. Apareció por casa con un regalo para èl y un postre.
Durante la cena lo observé y observé a mi hijo. Y en ese instante supe que ya no podría ser dueña de mi destino, que por más que lo intentara jamás podría olvidar lo que había hecho por nosotros. No estaba enamorada de él, pero sabía que él era lo mejor que podría conseguir y me resigné a aceptarlo tal como era. Y me resigné a dejar la pasión y el refinamiento. Me resigné a obtener algo mejor. Como si alguien me lo susurrara al oído, como un mantra, me convencí que mi vida estaba y está junto a él.
Para siempre…
Excepto en las noches.
Porque es en las noches que todo cobra sentido…
Y no puedo huir.
Es en las noches que las manos huesudas laceran mi carne y los ojos rojos y llameantes me obligan a mirarlo al rostro demoníaco y feroz, y yo no puedo evitarlo.
Sumida en el más profundo sueño veo el verdadero rostro del que gestó nuestra unión. Y como todas las noches la historia me es contada y al despertar no recordaré nada salvo el amargo sabor de la rutina y la desazón en mis labios. O en estos momentos, en estos poquísimos segundos antes del sueño en que se me permite revivir todo para que contemple la verdad.
Luis hizo un pacto por su alma y la intercambió por tenerme a mí de vuelta. Y me tiene, salvo en las noches que desciende al infierno y el ángel caído ocupa su lugar junto a mí en nuestro lecho.
Todas las noches lo veo al rostro y no puedo evitar el terror que me invade cuando su lengua bífida recorre cada centímetro de mi piel.
Y aunque a la mañana no recordaré nada, en ese mismo rincón de mi conciencia donde me escondía para huir de Luís, Satán me aguarda pacientemente.
Y pienso en Luís y como sacrificó todo por volver a estar conmigo. Sacrificó su santidad por el amor. Y eso, a pesar de todo, me llena de orgullo. Y también me muestra la magnitud de mi infortunio y mis desaciertos.
Yo no pude pensar en sacrificar mi alma por la salud de Jorgito.
Pero la habría entregado gustosa para acabar con mi angustia antes de conocer  a Luís cuando lloraba desconsolada en una mesa de bar.
Y en estos segundos en que el cuerpo se me paraliza antes de ingresar al terror de todas las noches, en que quiero gritar pero no puedo, entiendo que este quizás sea mi infierno.
Un infierno que gesté ese día en que lancé un reproche injusto, egoísta y desafortunado… 
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Foto del autor AlvaroJuanOjeda
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Miembro desde: Mar 26, 2013
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Descripción

Una mujer y su hijo enfermo

Palabras Clave: Agona reproche

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Ficcin



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