• Roberto Gutiérrez Alcalá
RAGA
Mexicano. Autor de los libros de cuentos La vida y sus razones y El corrector de estilo.
  • País: Argentina
 
Por Roberto Gutiérrez Alcalá El 4 de noviembre de 1970, luego de haber ganado las elecciones presidenciales realizadas dos meses antes con 36.6 por ciento de los votos emitidos, Salvador Allende asumió la presidencia de Chile, con lo cual se instaló en este país el primer gobierno socialista elegido por la vía democrática de la historia.Sin embargo, el proyecto socialista de Allende apenas duraría poco menos de tres años, pues el martes 11 de septiembre de 1973 -hoy justo hace medio siglo-, quien había sido nombrado por él mismo comandante en jefe del Ejército de Chile, el general Augusto Pinochet, encabezó un violentísimo golpe de Estado que le arrebató el poder.¿Cuáles fueron las consecuencias de este hecho atroz en la sociedad chilena? Rubén Ruiz Guerra, director del Centro de Investigaciones sobre América Latina y el Caribe de la UNAM, responde: “En primer lugar trajo llanto, dolor, terror, desarraigo, muerte…; en segundo lugar, la cancelación de los procesos democráticos, los cuales habían imperado ininterrumpidamente en este país a lo largo de cuarenta y dos años; en tercer lugar, no sólo la desaparición de quien había sido elegido democráticamente para dirigir el destino de Chile, sino también la suspensión del Congreso, la represión salvaje del pueblo, el férreo control de la prensa, la radio y la televisión, y, sobre todo, la ruptura brutal del tejido social. En esto último, por cierto, no se ha puesto suficiente énfasis. La instauración de la dictadura de Pinochet implicó que hermanos se pelearan con hermanos, amigos con amigos, compañeros con compañeros, y que quienes eran considerados revolucionarios o militantes de la izquierda fueran denunciados ante las autoridades militares, detenidos, torturados y, no pocas veces, ajusticiados… Y en cuarto lugar trajo la implantación de lo que ahora conocemos como el modelo neoliberal, que se basa en la reducción del Estado y el domino del mercado. Así, ciertas tareas que habían sido responsabilidad de éste, como el cuidado de la salud o la jubilación de los trabajadores, pasaron al ámbito de la iniciativa privada.” Intromisión estadounidenseSalvador Allende era un político de izquierda muy relevante que antes de ganar las elecciones de 1970 ya había sido candidato a la presidencia de su país en tres ocasiones (también fue diputado, ministro de Salubridad, Previsión y Asistencia Social, cuatro veces senador y presidente del Senado).Obviamente era visto con un enorme recelo por la oligarquía chilena, pero también por el gobierno estadounidense, que en ese entonces encabezaba el republicano Richard Nixon. Cuando Allende ya había ganado las elecciones presidenciales, pero todavía no asumía el poder, Nixon entendió que, en ese momento, uno de sus principales objetivos era impedir que aquél se convirtiera en presidente de Chile. La reciente desclasificación de los documentos del Archivo de Seguridad Nacional de Estados Unidos que contienen las transcripciones de llamadas telefónicas entre Nixon y su consejero de Seguridad Nacional, Henry Kissinger, así lo confirma.“Por supuesto, esto significó la canalización de recursos y la búsqueda de aliados dentro de la oligarquía chilena, el primero de los cuales fue Agustín Edwards, dueño del periódico El Mercurio. Así pues, Nixon financió una corriente de pensamiento y de acción crítica contra Allende. Recordemos que apenas había pasado poco más de una década desde el triunfo de la Revolución Cubana, la cual causó mucho miedo tanto a las oligarquías latinoamericanas como al gobierno estadounidense, y que, a principios de los años 60, John F. Kennedy había impulsado la Alianza para el Progreso, que establecía la necesidad de hacer reformas estructurales y económicas en América Latina. En esa época, las sociedades latinoamericanas eran tan desiguales o más que ahora... En Chile, entonces, se llevó a cabo una reforma agraria que buscaba, por una parte, evitar que el pensamiento de izquierda tuviera más seguidores y, por la otra, impedir que se formara una masa crítica de campesinos y que ésta apoyara a los movimientos armados de izquierda”, dice Ruiz Guerra. InestabilidadNo obstante, Allende logró llegar a la silla presidencial y poner en marcha una serie de medidas que permitieron al Estado ejercer una clara preponderancia en la regulación de la vida económica del país, por lo que el gobierno estadounidense, en consonancia con la oligarquía chilena, incrementó sus empeños para detener este giro hacia la izquierda.“Por eso se incrementaron los ataques de la prensa al gobierno de Allende y surgieron movimientos de derecha muy significativos, y, para colmo de males, los movimientos de izquierda entraron en un diálogo no democrático con ellos. Además -y esto es fundamental-, la oligarquía comenzó a hacer uso de sus recursos para generar no sólo inestabilidad política y social, sino también crisis económicas, y los militares chilenos se fueron dando cuenta y convenciendo poco a poco de que, en esas circunstancias tan inestables, ellos podrían intervenir eventualmente para resolver las cosas”, refiere Ruiz Guerra.A pesar de esa situación de inestabilidad política, social y económica, el 4 de marzo de 1973, la Unidad Popular -la coalición de partidos políticos de izquierda que lideraba Allende- obtuvo más votos de lo esperado en las elecciones parlamentarias: 44 por ciento, lo cual supuso un respiro para el presidente y sus seguidores.Con todo, este respiro se tornó miedo, agonía y muerte el 11 de septiembre de ese mismo año, cuando los aviones de la Fuerza Aérea de Chile bombardearon el Palacio de La Moneda, sede del poder ejecutivo de esa nación, y empujaron a Allende a suicidarse.“Es necesario subrayar que el golpe de Estado en Chile fue ejecutado por los militares chilenos, sí, pero con el apoyo tanto ideológico como económico del gobierno estadounidense.” Persecuciones, allanamientos…Hablar del golpe de Estado en Chile y de los diecisiete años de dictadura de Pinochet es hablar de persecuciones, allanamientos, detenciones arbitrarias, torturas y asesinatos.“En varios pronunciamientos, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha afirmado que estas acciones no fueron eventuales, sino sistemáticas y aprobadas por Pinochet. Ahora bien, según información oficial, del 11 de septiembre de 1973 al 11 de marzo de 1990, cuando la dictadura chilena llegó a su fin, hubo entre tres mil trescientas y diez mil personas asesinadas y desaparecidas (aunque el embajador estadounidense de entonces, Nathaniel Davis, escribió alguna vez que esta cifra podría oscilar entre tres mil trescientas y ochenta mil), así como cuarenta mil torturadas y doscientas cincuenta mil exiliadas”, indica Ruiz Guerra.Uno de los argumentos que esgrimen muchos chilenos para defender la dictadura que se instauró en su país durante diecisiete años es que el 11 de septiembre de 1973 estalló una guerra, un conflicto armado. “Después del golpe de Estado sí hubo algunos focos de resistencia en Santiago y otras ciudades, pero si tomamos en cuenta que para calcular el nivel de letalidad y violencia en un conflicto armado se recurre a la ratio (relación cuantificada entre dos magnitudes que refleja su proporción), y que por cada cuarenta y ocho simpatizantes del gobierno de Allende que fueron asesinados por las Fuerzas Armadas de Chile se contabilizó únicamente un soldado muerto, se puede ver que en realidad no estalló ninguna guerra, lo cual desmiente también la idea de que la Unidad Popular estaba planeando una revolución y acaparando armas.” Sin justiciaEn opinión de Ruiz Guerra, de todas las dictaduras latinoamericanas de los años 60 y 70, la chilena es la que, con el paso a la democracia, ha sido objeto de muy pocos esfuerzos para impartir justicia a quienes la padecieron. “No ha habido juicios como los de Argentina, por ejemplo. El dictador Jorge Rafael Videla y otros militares implicados en torturas y asesinatos terminaron sus días en la cárcel. En cambio, en el caso chileno, si bien Pinochet fue capturado en el Reino Unido por una orden del juez español Baltazar Garzón, no se le enjuició y regresó sano y salvo a su país. Y en términos de memoria histórica tengo la impresión de que tampoco se ha hecho justicia. En una gran cantidad de países que han sufrido un golpe de Estado se reconoce que hubo una ruptura de la democracia, violaciones a los derechos humanos y muertes. En cuanto a Chile, la aprobación de Pinochet y su gobierno ha crecido en los últimos diez años. Hay diversas razones que explican esto. Una de ellas es que, a pesar de los cambios positivos que ha habido desde 1990, no ha sido posible establecer una pedagogía que recuerde el tema de la dictadura como un tema condenable. La derecha reivindica la figura de Pinochet y considera que fue necesario el golpe de Estado que dirigió, e incluso algunos dicen que, si se dieran las circunstancias, habría que volver a hacer algo así… Es importante que cobremos conciencia de que procesos como éste no pueden -no deben- tener lugar en una sociedad civilizada del siglo XXI. El recurso para dirimir diferencias ideológicas o relacionadas con el modelo de sociedad y nación que queremos construir no puede -no debe- ser el uso de la violencia, sino el diálogo y, en el ámbito de las definiciones políticas, la democracia”, finaliza.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá  El hombre estaba sentado sobre la taza del escusado, apretando torpemente las diminutas teclas de su celular con el pulgar de la mano derecha. Intentaba escribir otro mensaje de texto. El sonido que producían aquellas teclas semejaba el de un aparato que manda señales en clave Morse.  Terminó de escribir la primera frase y empezó a buscar un signo de interrogación antes de continuar con la segunda. Unas pisadas ansiosas, primero, y luego un fuerte golpe que botó el seguro de la perilla de la puerta lo hicieron levantar la mirada. La perilla giró y la puerta se abrió bruscamente. Entonces vio a su esposa con el rostro descompuesto por la ira y blandiendo un desarmador en una mano. La mujer avanzó unos pasos y se detuvo junto al cancel de la regadera. -¡Le sigues enviando mensajitos a esa puta! –dijo, y lo señaló con el desarmador. -No sabes lo que dices -dijo el hombre al tiempo que dejaba el celular encima del depósito de agua del escusado. Después se volvió en dirección a la mujer y gritó­­-: ¡Sal de aquí! -¡Ya me lo imaginaba! ¡No te despegas un segundo de tu maldito celular! -¡Sal de aquí! -repitió él. -¡Eres un pedazo de mierda! -¡Estás loca, absolutamente loca, loca! La mujer le dio la espalda al hombre, dejó caer el desarmador sobre el piso y cruzó el pequeño vestidor que había entre el baño y la habitación que ambos compartían. El hombre se puso de pie, se subió los pantalones y la siguió. -Tere, escucha... –dijo. Aún se estaba abrochando el cinturón cuando vio que su esposa se recostaba boca abajo en la cama y comenzaba a convulsionarse levemente. De pronto, la mujer alzó la cabeza, atrajo hacia sí una almohada, apoyó la barbilla en ella y dijo con serenidad: -La voy a matar. -¡Oh, Tere, debes tranquilizarte! ¡Esto no nos lleva a ninguna parte! –dijo el hombre. -Lo que me estás haciendo es más de lo que puedo soportar. -Cálmate, mujer –insistió él-. Debemos calmarnos los dos. -Nunca pensé que me harías algo así –dijo ella. Luego se quitó un mechón de cabello que le caía sobre la cara, y añadió-: Voy a matar a esa perra. El hombre caminó hasta el lado que ocupaba en la cama cada noche, y se tendió boca arriba en ella. Mientras miraba las vigas de madera del techo de la habitación, trataba de encontrar algo que decir: una frase, una palabra que, de alguna manera –¡de alguna maldita manera!-, pudiera mitigar tan sólo un poco el dolor y la humillación que estaba sintiendo su esposa, el dolor y la vergüenza que estaba sintiendo él. Pero no las hallaba. Sabía que nunca las podría hallar. Se hizo un silencio profundo, pesado, apenas roto de vez en cuando por algún automóvil o autobús que pasaba por la avenida que corría más allá de la colonia. La mujer se removió en su lugar y apagó la luz de la habitación. El hombre continuó con la mirada clavada en las vigas del techo, sin pestañear. Así permaneció dos o tres minutos más, hasta que el celular abandonado sobre el depósito de agua del escusado anunció con un ronroneo suave, discreto, la llegada de otro mensaje.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   Dos horas antes de que oscurezca, unos grandes nubarrones negros y grises cubren el cielo de la Ciudad de México. La gente alza la vista y piensa que a estas alturas del año -principios de diciembre- sería muy raro que lloviera. Sin embargo, en contra de todo pronóstico, comienza a llover. La “Noche de las Estrellas”, que pronto habrá de realizarse en el Zócalo capitalino, está en peligro... Por fortuna, al cabo de unos minutos, la lluvia cesa y el viento se dedica a barrer poco a poco las nubes, como si éstas conformaran un inmenso telón que es descorrido para mostrar un escenario impecablemente claro y luminoso: el firmamento, con la Luna en lo alto a modo de perla tabladiana. Miles de personas de todas las edades se dirigen al Zócalo, mientras una multitud ya ha ingresado en él y forma varias filas para ver a través de uno de los más de 500 telescopios dispuestos en la plaza más grande del país. Otras -en familia, en pareja, solitarias…- visitan los foros “Vía Láctea” y “Andrómeda” para presenciar una conferencia en la que se hablará de la estrella de neutrones más joven conocida hasta la fecha o de los hoyos negros o de los cúmulos globulares; o participan en algunos de los talleres de astronomía, robótica o ciencia que se imparten en unas carpas más pequeñas; o van a uno de los tres planetarios móviles donde se proyectan diferentes animaciones de nuestro sistema solar. La oferta científica es rica y variada.   Ilusión Por supuesto, la ilusión de observar más cerca que nunca nuestro satélite natural o planetas como Marte, Júpiter y Saturno -ésa fue la promesa de sus padres- se percibe a simple vista en los niños y adolescentes, sobre todo. Luego de haber permanecido poco más de un minuto frente a un telescopio de la Sociedad Astronómica de la Facultad de Ingeniería (SAFIR) de la UNAM, Carlos Enrique, un niño de diez años que estudia el cuarto año de primaria en una escuela pública, le dice a su mamá con una sonrisa dibujada en los labios: “Vi muy clarito los cráteres de la Luna…” A unos metros de distancia, Liliana, una joven de quince años que cursa el primer semestre en el Colegio de Ciencias y Humanidades, plantel Vallejo, se maravilla ante lo que está observando por el ocular de otro telescopio: “¡Saturno! ¡Ahí están sus anillos! ¡No puede ser!” ¿Cuántos futuros astrónomos no saldrán de esta “Noche de las Estrellas”? Entretanto, en una pantalla gigante instalada justo de espaldas a la Catedral Metropolitana se proyecta el audiovisual El sonar de los planetas, de Noosfera, organización especializada en la divulgación de la ciencia. Todos los que lo ven quedan asombrados con los extraños e hipnóticos sonidos que emiten la Tierra y sus vecinos… Pasa el tiempo. Son casi las veintidós horas. La función astronómica, con la Luna, los planetas y otros objetos celestes como protagonistas, está a punto de terminar. El público, contento y satisfecho, empieza a abandonar el escenario. “La Noche de las Estrellas”, de regreso a su formato presencial después de dos años de pandemia, ha sido todo un éxito. ¡Bravo!
Por Roberto Gutiérrez Alcalá  El 16 de mayo de 1954 fue domingo. Ese día, mi padre -entonces un joven flacucho de escasos veintiún años- se levantó temprano y, luego de bañarse, se vistió con una camisa de manga larga blanca y un traje gris con una corbata color vino, se calzó unos zapatos negros recién boleados y se peinó con brillantina Jockey Club. La mañana era espléndida, con un cielo completamente azul, sin nubes. Desde la adolescencia, a mi padre le apasionaba la ópera y la música clásica. Con René Villanueva, un compañero de la carrera de Ingeniería Química en la UNAM que poco más de una década después fundaría el grupo Los Folkloristas, asistía todos los domingos al Palacio de Bellas Artes. Como casi nunca disponían de dinero, acostumbraban esconderse en los compartimentos de los baños hasta que comenzaba la función. Entonces salían de ellos y entraban furtivamente en la sala de conciertos. De esta manera ya habían tenido la oportunidad de escuchar a muchos de los grandes cantantes, intérpretes y directores de orquesta de la época, como María Callas, Mario del Mónaco, Walter Gieseking, Ida Haendel, Erich Kleiber, Sergiu Celibidache... Esa vez, sin embargo, mi padre y René Villanueva sí habían logrado juntar el dinero necesario para el boleto que les permitiría presenciar, sin sobresaltos, la actuación de la Orquesta Sinfónica Nacional dirigida por el célebre director de orquesta austriaco Clemens Krauss. El programa estaba integrado por la Sinfonía número 88, en sol mayor, de Haydn; El aprendiz de brujo, de Dukas; el Concierto para piano y orquesta número 2, en si bemol mayor, de Brahms (interpretado por la pianista mexicana Angélica Morales); y la Obertura Leonora número 3, de Beethoven. Mi padre bajó a la cocina, se preparó un café soluble y unos huevos revueltos con jamón, y se desayunó de prisa. No quería llegar tarde al concierto, a ese concierto, precisamente. A continuación se lavó los dientes, se asomó a la recámara de mi abuelo para avisarle que ya se iba y salió a la calle. De la colonia Lindavista, donde vivía en una casa de dos pisos con su padre (mi abuela había muerto tres años atrás) y sus tres hermanos, se trasladó en un taxi a la avenida Juárez esquina con San Juan de Letrán, en el centro de la ciudad de México. Ya de pie en la banqueta, volteó hacia arriba para echarle un vistazo a la Torre Latinoamericana, que aún estaba en construcción y ya se perfilaba como el rascacielos más alto de Iberoamérica. Mi padre se ajustó la corbata y se encaminó a la entrada del Palacio de Bellas Artes. Afuera de éste, varios grupos de personas impecablemente vestidas (ellos de esmoquin; ellas de largo, con los hombros descubiertos) platicaban y reían con discreción. Mi padre consultó su reloj de pulsera: eran las diez cuarenta y cinco. Todavía había tiempo. El concierto comenzaría en punto de las once quince. Cruzó la puerta y se detuvo en el vestíbulo inferior, a un lado de las primeras escalinatas de mármol negro. René Villanueva no tardó en llegar. Ambos se dieron un abrazo y subieron, a paso veloz, hasta el tercer piso. Allí enseñaron sus boletos y recibieron, cada uno, un programa de mano. Cuando estuvieron sentados en sus respectivas butacas, cada quien se dedicó a leer las notas que Francisco Agea había escrito para la ocasión. Unos minutos antes de la hora señalada, los miembros de la Orquesta Sinfónica Nacional empezaron a entrar en el escenario y a ocupar sus lugares. Luego entró el primer violín, quien agradeció el aplauso del público y esperó a que el primer oboe tocara un la en su instrumento para que él y los demás músicos afinaran los suyos. Por el altavoz se anunció la tercera llamada. Un silencio expectante se instaló en la sala. Mi padre y René Villanueva se adelantaron en sus butacas y dirigieron la vista hacia abajo. A las once y quince -ni un minuto más, ni un minuto menos-, un hombre maduro, alto, de cabello entrecano, hizo su aparición en el escenario del Palacio de Bellas Artes y, en medio de un aplauso atronador, saludó al público con una inclinación de cabeza, se dio la vuelta y subió al podio, desde donde, con un leve movimiento de la batuta que sostenía en la mano derecha, indicó a todos los músicos empuñar sus instrumentos. Al cabo de un instante, la música de Haydn inundó los oídos de todos los presentes. El resultado que arrojó aquella dupla vienesa no pudo ser más claro, nítido y luminoso. Cuando el último acorde del Finale: allegro con spirito se apagó, los aplausos y gritos de júbilo –incluidos, por supuesto, los de mi padre y René Villanueva- irrumpieron en la sala como un chubasco y no cesaron hasta que Clemens Krauss tomó la batuta de nuevo y ordenó a la orquesta repetir el cuarto movimiento... La obra emblemática de Dukas también concitó el entusiasmo del público, que al final aplaudió exultante hasta que el alumno de Richard Strauss y coautor del libreto de la última ópera de éste –Capriccio- ya no salió al escenario. Durante el intermedio, mi padre y René Villanueva fueron al baño y, después, se dedicaron a admirar, en el primer y segundo piso, los murales de Rivera, Siqueiros, Tamayo... Al ver que la gente regresaba a la sala, hicieron lo mismo, sin dilación. Venía el platillo principal: el Concierto para piano y orquesta número 2, de Brahms. Mi padre sentía una especial predilección por él. Así que, cuando la orquesta y el piano acometieron, bajo la mirada penetrante de Clemens Krauss, el majestuoso Allegro non tropo, mi padre experimentó un sutil estremecimiento de la cabeza a los pies. Llevada por el músico austriaco, Angélica Morales supo encarar, con maestría y pasión, los cuatro movimientos de esta bellísima obra. Por eso, apenas cesó el eco de la última nota, una aclamación estruendosa retumbó en los cuatro costados de la sala. Para cerrar con broche de oro, Clemens Krauss hizo tocar a la Orquesta Sinfónica Nacional una versión simplemente perfecta de la Obertura Leonora número 3, de Beethoven. El público, en éxtasis, se rindió a sus pies y le prodigó una ovación apoteósica a lo largo de no menos de cinco minutos. Krauss, evidentemente conmovido, agradeció aquellas muestras de afecto y admiración y, cuando lo consideró oportuno, desapareció definitivamente del escenario. Las luces de la sala se encendieron. Mi padre, con un extraño brillo en los ojos, volteó a ver a René Villanueva y dijo: -Ven, acompáñame a los camerinos. Los dos bajaron las escaleras corriendo, llegaron al vestíbulo superior, dieron vuelta a la izquierda en un estrecho pasillo y cruzaron una puerta. Una treintena de individuos ya se agolpaba en la zona de camerinos. Mi padre, seguido por René Villanueva, se abrió paso a empujones. A unos metros de él distinguió a Angélica Morales, quien respondía a las preguntas de un periodista. -Maestra Morales, ¿me podría dar su autógrafo? –dijo mientras le tendía una pluma fuente y el programa de mano, los cuales acababa de extraer del bolsillo interior de su saco. La pianista accedió encantada, estampó su nombre en la parte superior de la segunda hoja y continuó conversando con el periodista. Mi padre sonrió como un niño al que le acaban de dar un algodón de azúcar. Sin embargo, aún no estaba satisfecho. Avanzó entre aquel gentío. A lo lejos vio a su “presa” y se abalanzó sobre ella. En ese momento, Clemens Krauss y su esposa, la soprano ucraniana Viorica Ursuleac, traspusieron una estrecha puerta que daba al estacionamiento del Palacio de Bellas Artes. Como pudo, mi padre salió detrás de ellos. -Maestro Krauss, ¿me podría dar su autógrafo? –dijo mi padre, y le tendió el programa de mano al músico austriaco, cuyo porte elegante y refinado lo cohibió un poco. Éste, que no sabía una palabra de español, comprendió de inmediato lo que aquel joven nervioso y excitado le solicitaba, pero como a mi padre se le había olvidado darle también la pluma fuente, le pidió a su esposa que le prestara algo con que escribir. Viorica Ursuleac abrió su bolso, sacó una pluma atómica y se la entregó. Clemens Krauss garabateó, con tinta azul, su nombre en la parte inferior de la segunda hoja y, esbozando una sonrisa, le regresó a mi padre el programa de mano. -¡Gracias, maestro Krauss! –alcanzó a murmurar mi padre antes de que el matrimonio se subiera a un Cadillac color mostaza que ya lo esperaba con la portezuela trasera abierta. Una hora después, el director de orquesta moriría de un ataque al corazón fulminante en la habitación que ocupaba con Viorica Ursuleac en el hotel Monte Cassino, en la calle de Génova, en la colonia Juárez. A mi padre le gustaba decir que fue él, sin duda, a quien Clemens Krauss le dio su último autógrafo. Y es casi seguro que así haya sido. Ahora yo soy el poseedor del programa de mano que lo resguarda entre sus hojas.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   Toda la semana, a todas horas, los simpáticos representantes de una compañía telefónica me habían estado llamando a mi celular para tratar de venderme un plan que incluía un rico abanico de ventajas y beneficios: llamadas y mensajes de texto ilimitados; acceso a internet a la velocidad de la luz, aun desde los sitios más remotos del planeta; un completísimo protocolo de transferencia de archivos; dos entradas gratis a un parque de diversiones; cinco boletos para participar en la rifa de un auto último modelo... Cuando recibí la primera llamada, escuché con paciencia la información que fluía sin tropiezos de una voz indudablemente juvenil y entusiasta, y luego expliqué, casi con cordialidad, que no estaba interesado en dicho plan porque ya disponía de un celular más bien pequeño y austero al que cada mes le metía, en el Oxxo de la esquina, doscientos pesitos de saldo, lo cual, dadas mis necesidades, era más que suficiente para no estar del todo desconectado del mundo. A continuación di las gracias y colgué, seguro de que mi explicación de por qué rechazaba tan atractiva oferta había sido convincente. Pero me equivoqué. En la tarde volvió a sonar mi celular. En esta ocasión, una voz aguda y chillona me saludó por mi nombre y comenzó a decirme que yo era muy, muy, muy afortunado, pues la Compañía de Telefonía Celular Equis me había seleccionado para ofrecerme un súper plan que incluía... La interrumpí: -Hace unas horas, uno de sus compañeros me habló para lo mismo y le dije que no me interesaba. Muchas gracias. -Señor B., creo que no me ha entendido –dijo aquella voz-. Usted ha sido seleccionado por nuestra compañía para que contrate nuestro plan por un precio realmente irrisorio... -Creo que el que no me ha entendido es usted. ¡No quiero ningún plan de telefonía celular! ¡No lo necesito! –respondí francamente alterado, y corté la comunicación. A partir de entonces, las llamadas de los representantes de aquella compañía telefónica se sucedieron con una frecuencia asesina. Yo, por mi parte, amenacé con levantar una denuncia por acoso comercial, exigí que me dejaran en paz, suplique comprensión y piedad... Nada de eso dio resultado. A cualquier hora, por más inapropiada que fuera, mi celular, que no contaba con un identificador de llamadas, sonaba y, al contestar, pensando que algún familiar, amigo o conocido podía estar buscándome, una voz -siempre una voz masculina distinta- salía con la misma cantaleta: -¡Qué tal, señor B.! Le hablo de la Compañía de Telefonía Celular Equis para ofrecerle nuestro plan... -¡Nooo! Mi estabilidad emocional pendía de un hilo... Ahora, en lugar de ver mi celular como un simple instrumento de comunicación, lo consideraba una auténtica bomba de tiempo que con cada llamada estallaba y me ponía al borde de la locura. En ese estado de excitación y delirio imaginé por las noches, mientras, inquieto y sudoroso, daba vueltas en la cama, las más atroces y sádicas maneras de deshacerme de cada uno de aquellos sujetos que violaban impunemente lo más valioso y sagrado que tenía: mi intimidad. ¿Qué más podía hacer? La mañana del viernes desperté cansado. La jornada se vislumbraba ardua y compleja. Me bañé, me vestí y empecé a prepararme un sándwich y una taza de café para el desayuno. Entonces sonó mi celular. En ese momento sentí como si alguien me hubiera propinado un puñetazo en la boca del estómago. “¡Ahora sabrán con quién se han metido!”, pensé al cabo de un instante, y tomé el aparato en mis manos. Pero al apretar el botón para que la llamada entrara, algo parecido a un rayo de luz intensísima descendió de lo Alto y se introdujo en mi cerebro, y así, invadido repentinamente por una diáfana serenidad y poseído hasta el tuétano por una desconocida capacidad de improvisación, dije antes de que nadie pudiera pronunciar ninguna palabra del otro lado de la línea: -¡Masajes Las nalgas de Agamenón! Permítame informarle que, con motivo de la apertura de nuestro negocio, sólo este mes estará vigente una promoción única en su tipo. Por el precio de una hora de delicioso y relajante masaje -ya sea chino, tailandés, coreano, ruso o polaco-, ¡usted disfrutará dos! ¿Anda en busca de un guapo y atractivo rubio, moreno o trigueño, o prefiere los servicios de un bien dotado negrazo, para satisfacer sus más recónditas fantasías? Ha llamado al lugar adecuado. Aquí le damos gusto. Y si no queda conforme, le devolvemos su dinero, ¡no faltaba más! Usted nos dice a dónde y nosotros vamos, llueva, granice o tiemble. Nuestro horario de atención es de nueve de la mañana a diez de la noche, incluso días feriados. Aceptamos tarjetas de crédito y transferencias bancarias... Apenas terminé de hablar, alcancé a percibir una respiración entrecortada del otro lado de la línea y, después, un silencio como el que sin duda reina en las profundidades de los océanos. Aquella inspirada perorata consiguió lo que ninguna amenaza, exigencia o súplica había logrado antes: que las llamadas de los representantes de aquella compañía telefónica cesaran... hasta el día siguiente. Yo me encontraba aún en la oficina, archivando unos papeles. El timbre de mi celular sonó. Saqué el aparato de uno de los bolsillos del pantalón y, crispado, tenso, temiendo lo peor, contesté: -¿Si? Una voz susurrante, cohibida, se puso al habla: -Hola, quiero aprovechar la promoción de dos horas por el precio de una... -Un momentito, por favor -dije, y luego de una brevísima pausa comencé a tomarle sus datos-: ¿Nombre?...
Por Roberto Gutiérrez Alcalá  La tía Carmen, hermana de papá, contaba que un día, en una fiesta a la que se convocó a tíos, hermanos, primos, sobrinos y nietos de la familia -muchos de los cuales, por cierto, no se conocían entre sí-, un joven se acercó al corro donde ella y otros departían alegremente, y entonces ella no pudo reprimir las ganas de abrazarlo, pellizcarle un cachete e incluso, en plan inocente, palmearle una nalga al tiempo que le preguntaba de quién era hijo, a lo que el cohibido individuo contestó: “No, señora, si yo nada más vine aquí a trabajar como mesero.”
Por Roberto Gutiérrez Alcalá    Ayer, durante un sueño, recordé con meridiana claridad una canción que no oía desde hace cuarenta y cinco años, por lo menos. Desperté tarareándola, y no se fue de mi cabeza todo el día. Una canción cursi, lánguida, tristona, que interpretaba un grupo juvenil de moda. Nunca me aprendí su título, pero de alguna manera, hace mucho, mucho tiempo, entró en mí y se alojó en lo más profundo de mi memoria. Ahí permaneció muda hasta ayer, cuando, por alguna misteriosa razón, subió a la superficie. Hoy he vuelto a olvidarla.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá  Una mañana, después de una noche atroz, aquel hombre enfermo percibió, sin ningún asomo de duda, que su final era inminente. Entonces reunió las pocas fuerzas que todavía le quedaban, abandonó su cama y con paso torpe, vacilante, se dirigió a la habitación que resguardaba su no demasiado voluminosa, pero sí muy variada y rica biblioteca. Una vez allí se dejó caer exhausto sobre el mullido sillón donde solía sentarse a leer y, mientras pasaba la mirada por el lomo de los libros de literatura, historia, filosofía... que había logrado reunir a lo largo de su vida y que lucían más o menos alineados en diversos estantes de madera, con voz apenas audible les dio las gracias por todo el gozo, por toda la alegría, por todo el consuelo que le habían prodigado desde su niñez, y, al cabo de un instante, expiró.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   Ayer tuve que ir a un curso de lenguaje inclusivo en la UNAM, donde trabajo desde hace muchos años. A partir de él escribí estos apuntes. Cada vez que oigo hablar a alguien en lenguaje inclusivo (todes, amigues, hijes...) me acuerdo de la forma en que el Perro Bermúdez habla y narra un partido de futbol. Que un grupo haya creado e introducido el lenguaje inclusivo es como si otro grupo propusiera la modificación de la regla del futbol que impide la utilización de las manos a la hora de meter un gol. De proceder dicha modificación, este juego se convertiría en otra cosa. Y como a mí me gusta el futbol, yo ya no jugaría ni vería esa otra cosa... Claro, todos pueden modificar el lenguaje según su conveniencia y sus gustos. De hecho, el lenguaje es modificado constantemente por nosotros, los hablantes, igual que algunas reglas del futbol han sido modificadas con el paso del tiempo, para seguir con el símil. Pero de ahí a modificar abrupta y torpemente la naturaleza del lenguaje por un motivo político o ideológico hay un buen trecho. Joyce, por ejemplo, “destrozó” el inglés, pero por motivos artísticos y, aunque fracasó en su intento, el suyo es uno de los fracasos más maravillosos de la literatura. Cuando le pregunté a la persona que dio el curso cuál era el objetivo para evitar el uso genérico del masculino y sustituirlo con palabra tales como todes, amigues, hijes..., me respondió: “Para molestar”. Buen objetivo, sin duda, pero creo que no se ha conseguido. Por lo que a mí se refiere, no me molesta: me aburre. Y si bien me aburre el lenguaje inclusivo, tengo que aclarar que no por ello estoy en contra, ni mucho menos, de la lucha de las mujeres para alcanzar una igualdad en todos los órdenes: social, político, económico... En fin, todos somos libres de hablar y escribir como se nos pegue la gana. Eso no lo discuto. El tiempo dirá si el lenguaje inclusivo llegó para quedarse o si nada más fue una moda pasajera. Por lo pronto, como ex practicante y aficionado al futbol, yo siempre estaré en contra de que alguien meta un gol con las manos...
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   La abuela Amparo solía ser muy, muy despistada (recuerdo que llegó a calzarse un par de zapatos diferentes y a preparar agua de tamarindo enchilado), pero el colmo de su inagotable distracción fue aquella vez que, en compañía de mi mamá y las tías Irma y Esmeralda, salió del edificio donde vivía en la calle de Morena, en la colonia Narvarte, y con una avasalladora naturalidad le hizo la parada a un camión de la basura, lo que dio pie para que el chofer de éste le gritara cuando pasó junto a ellas: “¡No las tire, señora, todavía están buenas!”
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   Cuando la tía Carmela, una de las hermanas de la abuela Amparo, cumplió cien años, sus sobrinos le organizaron -en la casona que habitaba sola en la colonia Lindavista, en el norte de la ciudad de México- una fiesta-sorpresa a la que asistieron muchísimas personas. Y, como culmen de tan maravillosa y poco probable celebración, mandaron llamar a un sacerdote cercano a la familia para que dijera una misa en su honor. Pero éste, medio atarantado, sin saber bien a bien de qué se trataba, se presentó muy triste y compungido, y con los adminículos necesarios para administrarle la extremaunción.
Por Roberto Gutiérrez AlcaláInspirados por los editores que le enmendaron la plana a Roal Dahl en Inglaterra, integrantes del colectivo “Lo bueno es enemigo de lo mejor” pusieron manos a la obra en México para modificar el título de dos de las canciones más famosas de Francisco Gabilondo Soler, mejor conocido como Cri Cri, el Grillito Cantor. “Puesto que hemos llegado a la conclusión de que ‘La negrita Cucurumbé’ es racista y ‘La muñeca fea’ discriminatoria, ya emprendimos las acciones legales necesarias para cambiarle el nombre a la primera por el de ‘Pequeña afrodescendiente Cucurumbé’ y a la segunda por el de ‘La muñeca con cualidades estéticas diferentes’. Estamos seguros de que nuestras acciones serán apoyadas por todas aquellas personas bien nacidas que rechazan el racismo y la discriminación en todas sus manifestaciones”, declaró el vocero de dicho colectivo en una rueda de prensa.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   Antes del mediodía, decenas de racimos de globos verdes, blancos y rojos ascendieron lentamente desde el foso del Estadio Azteca y, al cabo de unos minutos, se perdieron de vista entre el esmog y unas cuantas nubes que sobrevolaban el sur de la ciudad. Uno de aquellos racimos de globos, sin embargo, quedó enganchado en la bocina del sonido local que se alzaba a unos treinta y cinco metros de altura sobre el círculo central de la cancha. Después, en punto de las doce horas, el primer partido del II Mundial Femenil de Futbol -México contra Argentina- dio inicio. Sentados en una de las gradas superiores del Estadio Azteca, mi padre y yo, en compañía de otros ochenta mil espectadores, comenzamos a ser testigos de la manera más bien torpe en que las mexicanas y las argentinas se disputaban el balón. De tanto en tanto, aburrido por lo que sucedía en la cancha, yo volteaba a ver los globos atrapados en la bocina del sonido local y me preguntaba cómo podrían ser liberados. Finalmente, las mexicanas ganaron tres goles a uno a las argentinas, y mi padre, medio ebrio por las cervezas que se había tomado, me llevó a casa. Mi padre y yo también vimos los triunfos de México contra Inglaterra (cuatro a cero) e Italia (dos a uno), y su dolorosa derrota contra Dinamarca (uno a tres) en la final, y, en todos esos partidos, los globos enganchados en la bocina del sonido local no dejaron de atraer mi atención y despertar en mí el deseo de que alguien los ayudara a soltarse para que prosiguieran su vuelo interrumpido. El resto del año, mi padre y yo seguimos yendo, de tarde en tarde, al Estadio Azteca, y mientras él pedía su primera cerveza al vendedor de siempre, un hombre maduro, de cabello muy corto, con unos lentes de fondo de botella y un delantal verde, yo clavaba los ojos en aquellos globos e imaginaba que con el auxilio de una escalera de bomberos subía hasta donde se hallaban atascados y los liberaba. Casi sin darnos cuenta, mi padre y yo empezamos a alejarnos uno del otro. En aquella época, él era un hombre cada vez más encerrado en sí mismo, más taciturno, más desesperado; y yo estaba abandonando la niñez para entrar paulatinamente en un periodo incomprensible, confuso y lastimoso: la adolescencia. Por supuesto, las tardes en el Estadio Azteca cesaron, así como las idas a una taquería de la colonia Álamos y los paseos en coche. Años después, cuando mi padre ya había emigrado a otra ciudad para tratar de salir a flote y yo ya llevaba en mi contabilidad personal dos ingresos en una clínica psiquiátrica, unos amigos me invitaron al Estadio Azteca. Accedí de buena gana. No sabía qué equipos se enfrentarían, ni tenía interés en averiguarlo. Lo que yo quería era distraerme, olvidarme de mí mismo y de la realidad implacable que me cercaba día a día por todos lados. Compramos los boletos más baratos y subimos por las anchas rampas del Estadio Azteca a las gradas donde mi padre y yo solíamos sentarnos. Y tomamos asiento. Unos metros más allá vi al tipo que le vendía cervezas a mi padre: le estaba entregando a un cliente un vaso de unicel rebosante de espuma. Lo identifiqué de inmediato. A pesar del paso del tiempo, no había cambiado nada: el mismo corte de cabello, los mismos lentes, el mismo delantal. Entonces me acordé de los globos atrapados en la bocina del sonido local y giré la cabeza: ahí estaban, pero, a diferencia de la última vez que los había visto aún siendo niño, lucían desinflados, por lo que apenas podía distinguirlos. Los miré durante un rato, pensando que eran la metáfora perfecta de mi vida y, también, de la de mi padre: dos vidas atrapadas en su vacuidad, abatidas, agónicas. Entretanto, uno de los equipos saltó a la cancha... Cuando la mayoría del público -incluidos mis amigos- comenzó a ovacionarlo, sin decir nada, sin despedirme de nadie, me levanté de mi asiento y me largué de aquel lugar.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   10:47 a.m. Faltan ocho minutos para que comience el eclipse parcial de Sol en la Ciudad de México y, en el salón 102 de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, en Ciudad Universitaria, una profesora, sentada sobre el escritorio en posición de flor de loto, imparte clases a siete alumnos que no le quitan la vista desde su respectivo pupitre. Uno pensaría que este caso es único, pero no: en los salones 104 y 112, así como en los marcados con el 204 y el 205 -estos últimos llenos hasta el tope- tampoco se han interrumpido las clases, todavía… Entretanto, por los pasillos y escaleras que desembocan en el “aeropuerto” transitan cada vez más jóvenes que buscan la salida. Les urge estar a la intemperie para presenciar, en vivo, el fenómeno astronómico más importante del año. En cambio, otros -los menos- deciden permanecer frente a los balcones que dan a Las Islas, desde donde también podrán verlo en todo su esplendor. Afuera, la escalera que lleva al andador que conecta las facultades de Filosofía y Letras y la de Derecho luce atestada de gente que se dirige a Las Islas, donde miles de personas de todas las edades ya esperan -muchas de ellas resguardadas bajo sombrillas o pequeñas casas de campaña- el inicio del eclipse. Durante este lento trayecto, un padre le dice a su hijo pequeño: “No mires directamente el Sol, ¿de acuerdo?”   Advertencia 10:55 a.m. El Sol empieza a ser devorado por la Luna. Por todos lados se ve a alguien usar sus lentes especiales o su filtro de soldador del número 14, para admirar, sólo durante unos cuantos segundos, este extraordinario fenómeno natural. En la Facultad de Derecho, las clases continúan en las aulas “Lic. José de Jesús López Monroy”, “Dr. Raúl Ortiz Urquidi” y “Dr. Jorge Sánchez Cordero”, si bien es cierto que el número de alumnos que ocupa un pupitre en cada una de ellas va desde uno hasta no más de quince.Y en el Jardín de los Eméritos, bajo los árboles, varios grupos de estudiantes toman café, comen un sándwich o ven el eclipse en su celular. Justo frente al auditorio Alfonso Caso, en cuyo frontispicio está el mural La conquista de la energía, de José Chávez Morado, hay, sobre las baldosas del suelo, un charco de agua y, asomados a él, dos adultos mayores (hombre y mujer). -¡No miren el eclipse reflejado en el agua! ¡Puede afectarles la vista! -les advierte un hombre maduro que se les ha acercado. -¿Quién lo dice? -pregunta la mujer, un tanto incrédula. -Lo dicen los científicos de la UNAM -responde aquél. -¡Ah!   En estampida 11:42 a.m. En la explanada de la Facultad de Medicina se levanta una carpa frente a la cual se han formado dos filas muy largas de niños, jóvenes, adultos y ancianos que esperan a que les presten unos lentes especiales o, bien, una caja oscura, para ver el beso del Sol y la Luna. Los pasillos de la Facultad de Medicina están vacíos. De pronto, la puerta de un salón se abre y unos veinte estudiantes salen en estampida y bajan por una de las rampas del edificio principal. Se les nota ansiosos, apurados. Entonces, uno de ellos comenta: “¡Ya faltan pocos minutos!”   Punto culminante 12:14 p.m. La Luna cubre 79 por ciento de la superficie del astro rey, con lo cual el eclipse parcial de Sol en la Ciudad de México llega a su punto culminante. Ahora se hace más evidente el hecho de que la intensidad de la luz solar ha disminuido un poco -sólo un poco-, como cuando uno entra en una habitación y hace girar una perilla para bajar un poco -sólo un poco- la intensidad del foco que la ilumina. En la azotea del edificio principal de la Facultad de Medicina y en la del edificio B de la Facultad de Química, decenas de estudiantes con los ojos cubiertos con unos lentes especiales o un filtro de soldador del número 14 miran extasiados el eclipse... Enfundados en sus batas blancas, alrededor de doscientos cincuenta estudiantes de la Facultad de Química han invadido el patio del edificio A. Tampoco han querido perderse este gran acontecimiento astronómico. Una mujer ya mayor se aproxima a un grupo de ellos y les dice que si pueden prestarle un momento los lentes que están usando para observarlo. -¡Claro! -responde uno de aquellos jóvenes, y se los alarga. La mujer se los pone y alza la vista al cielo. Al cabo de unos segundos se los quita y se los regresa al joven. -¡Es maravilloso! -exclama, y luego agrega-: Creo que el próximo eclipse total de Sol que se podrá contemplar en México ocurrirá dentro de veintiocho años. Ustedes sí lo verán, pero yo ya no.   Regreso a la normalidad 13:36 p.m. El eclipse parcial de Sol en la capital del país finaliza. El gentío que abarrota Las Islas comienza a moverse en distintas direcciones. Paulatinamente, todo vuelve a la normalidad, una normalidad que se manifiesta en las palabras que un estudiante les dirige a unos amigos: “Me voy. Nos van a pasar lista otra vez...”
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   El 7 de mayo de 1824 fue viernes. Ese día -ese histórico día- el mundo de la música experimentó algo así como un terremoto cuando las notas de la Sinfonía número 9 en re menor, opus 125, “Coral”, de Ludwig van Beethoven, sonaron por primera vez en el Theater am Kärntnertor de Viena, Austria, bajo la batuta del compositor y director de orquesta austriaco Michael Umlauf, pero con el músico alemán también en el escenario, marcando el tiempo. Según las crónicas de la época, tras la conclusión del primer movimiento de la nueva sinfonía beethoveniana se oyó una salva de aplausos atronadores; el segundo movimiento también concitó una entusiasta ovación y tuvo que ser interrumpido y retomado por la orquesta desde el principio; el tercero, con su enternecedora belleza, enamoró a la concurrencia; pero el cuarto, que comienza con lo que Wagner llamó una “fanfarria del terror” y más adelante incorpora cuatro voces solistas (soprano, contralto, tenor y bajo) y un coro a la orquesta, hizo que los oyentes simple y sencillamente enloquecieran. Se cuenta que, una vez que la Novena llegó a su fin, Beethoven –para entonces ya completamente sordo– todavía se hallaba absorto en la partitura, por lo que la contralto Karoline Unger debió tomarlo del brazo y hacer que se volviera en dirección al público, que gritaba y aplaudía fuera de sí.   Cambio en el orden tradicional Beethoven compuso la Novena entre 1817 y 1824 (fue su última sinfonía completa; posteriormente dejaría inconclusa la Décima), aunque terminó la mayor parte entre 1823 y 1824, después de las Variaciones Diabelli en do mayor, opus 120, y al mismo tiempo que la Missa solemnis en re mayor, opus 123. “Es interesante destacar que, si bien, de algún modo, Beethoven siguió en la Novena la forma usual de la sinfonía clásica, pues tiene cuatro movimientos, cambió el orden tradicional de éstos. Normalmente, en una sinfonía clásica (de Haydn o Mozart), el primer movimiento es rápido (Allegro), el segundo, lento (Andante); el tercero, bailable o juguetón (Menuetto o Scherzo); y el cuarto, rápido (Allegro). Beethoven abrió con un movimiento no demasiado rápido (Allegro ma non troppo, un poco maestoso), pero sustituyó el segundo movimiento (lento) por uno rápido (Molto vivace) y el tercero (bailable o juguetón) por uno lento (Adagio molto e cantabile)”, dice Gabriela Villa Walls, académica de la Facultad de Música de la UNAM. Ahora bien, de acuerdo con la académica, lo verdaderamente innovador en esta sinfonía es el cuarto y último movimiento (Presto – Allegro ma non tropo – Allegro assai), porque Beethoven introdujo en él cuatro voces solistas y un coro para cantar la Ode an die Freude (“Oda a la alegría”), escrita por el poeta alemán Friedrich Schiller en 1785. “Beethoven conoció este poema cuando era joven y durante muchos años tuvo la intención de ponerle música. En cuanto a la melodía del igualmente llamado ‘Himno a la alegría’ de la Novena, una melodía sencilla, con rasgos de la música tradicional alemana, tiene dos antecedentes en la obra del mismo compositor: el lied Gegenliebe (“Amor correspondido”), compuesto en 1795, y la Fantasía para piano, voces solistas, coro y orquesta en do menor, opus 80, “Fantasía coral”, compuesta en 1808, en la que Beethoven usó la misma melodía de Gegenliebe. Por otro lado, se puede afirmar que el cuarto y último movimiento de la Novena tiene rasgos religiosos... No hay que olvidar que Beethoven trabajó, al mismo tiempo, la Missa solemnis y esta sinfonía, debido a lo cual ambas composiciones comparten, además de la exaltación religiosa, ciertos recursos musicales”, indica Villa Walls.   Punto de partida Sin duda, la Novena es el punto de partida de diversas obras sinfónicas con voces solistas y/o coro compuestas en los siglos XIX y XX por Berlioz, Liszt y Mahler, entre otros compositores. “Si estaban interesados en componer una sinfonía, todos los músicos que sucedieron a Beethoven se las tenían que ver con lo que éste había hecho. Schubert, quien por cierto estuvo en el estreno de la Novena, dijo: ‘¿Quién puede hacer algo después de Beethoven?’. Asimismo, para Brahms, el peso del compositor nacido en Bonn era casi abrumador. En la cultura occidental, Beethoven es una figura gigantesca, aunque el entusiasmo por sus obras ha variado a lo largo de los años. Sin embargo, si la consideramos específicamente, la idea dominante en la Novena –la de la fraternidad universal–, con su aura religiosa y optimista, siempre ha sido muy atractiva. Por eso, en 1985, el Consejo Europeo adoptó la melodía de la ‘Oda a la alegría’ como el Himno de la Unión Europea y, en diciembre de 1989, a unos días de la caída del muro de Berlín, Leonard Bernstein dirigió la Novena en dicha ciudad para celebrar tan trascendental acontecimiento”, comenta la académica universitaria.   Melodía sencilla, cantable Incluso la gente que no gusta de lo que se conoce como “música clásica” identifica de inmediato el cuarto y último movimiento de la Novena y a su autor. ¿A qué puede atribuirse este fenómeno? Villa Walls responde: “Creo que a la naturaleza de la melodía de la ‘Oda a la alegría’, la cual fue el resultado de años y años de trabajo de Beethoven. Como ya señalé, es una melodía sencilla, cantable, reconocible, optimista, que permite que cualquiera que la escuche se la apropie. Pero a esto también hay que sumarle el hecho de que, en la cultura occidental, la figura de Beethoven es casi mítica.” La partitura original de la Novena, compuesta por casi doscientas páginas, es uno de los tesoros más valiosos de la Biblioteca Estatal de Berlín. Y desde el 12 de enero del 2003, esta sinfonía, dedicada por Beethoven a Federico Guillermo III de Prusia, está inscrita en la lista del Patrimonio de la Humanidad de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO, por sus siglas en inglés).   El pañuelo de Furtwängler El 19 de abril de 1942, en la capital del Tercer Reich, la Orquesta Filarmónica de Berlín, dirigida por Wilhelm Furtwängler, interpretó la Novena de Beethoven en un concierto en honor de Adolf Hitler, quien ese día cumplía 53 años. Si bien el Führer no asistió, numerosos jerarcas nazis, entre ellos Joseph Goebbels, sí fueron a la sala de conciertos y ocuparon buena parte de las butacas. Cuando se escuchó el último compás de esta sinfonía y los asistentes empezaron a aplaudir, Goebbels se levantó de su asiento y fue a saludar de mano a Furtwängler, quien segundos después, de acuerdo con la filmación que hay del suceso (y que fue incluida en la película Réquiem por un imperio, de Itsván Zsabó), se limpió la mano con su pañuelo para que no quedara en ella rastro alguno del hombrecito encargado del Ministerio para la Ilustración Pública y Propaganda del Tercer Reich.   Obra predecesora El escritor estadounidense Robert W. Gutman, autor de sendas biografías de Wagner y Mozart, aseguraba que el Offertorium de tempore “Misericordias Domini” en re menor, para cuatro voces, pequeña orquesta, bajo y órgano, Köchel 222, compuesto por Mozart en 1775, contiene una melodía que anticipa con claridad la “Oda a la alegría”.
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