• Roberto Gutiérrez Alcalá
RAGA
Mexicano. Autor de los libros de cuentos La vida y sus razones y El corrector de estilo.
  • País: Argentina
 
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   1. Cuando Fiodor Dostoyevski tenía dieciocho años, su padre, un médico alcohólico, déspota y violento, fue asesinado por sus siervos en la aldea de Darovoye, en la provincia de Tula, Rusia. Según Sigmund Freud, a consecuencia del sentimiento de culpa que experimentaba por sus propios deseos parricidas, este trágico hecho influyó decisivamente para que, años después, el escritor ruso padeciera esquizofrenia y epilepsia. 2. A los veinticuatro años, Dostoyevski, nacido en Moscú el 30 de octubre del calendario juliano (11 de noviembre del calendario gregoriano) de 1821, se convirtió en una celebridad literaria con la publicación de su primera novela: Pobre gente. La crítica recibió esta obra con entusiasmo y catalogó a su autor como un “segundo Gogol”. No obstante, el propio Gogol dijo: “El autor tiene talento. La elección del tema demuestra sus cualidades espirituales; pero uno puede ver también que todavía es muy joven. Hay demasiada verbosidad y muy poca concentración interior. El libro me hubiera parecido mucho más vivo y fuerte si Dostoyevski hubiese apretado más su texto.” 3. El 23 de abril de 1849, Dostoyevski, quien formaba parte del Círculo Petrashevski, una comunidad intelectual cuyo objetivo era poner fin a la autocracia zarista, fue detenido, encarcelado y acusado de conspirar contra el zar Nicolás I. El 22 de diciembre de ese mismo año, luego de ser condenado a muerte, varios soldados lo condujeron a la plaza Semenovski, donde sería ejecutado. Sin embargo, en el último momento, cuando ya estaba de pie frente al pelotón de fusilamiento con los ojos vendados, llegó el indulto, aunque no se libró de cumplir una condena de cuatro años de trabajos forzados en la prisión de Omsk, Siberia. 4. Con el paso del tiempo, Dostoyevski se convirtió en un ludópata irredento. En una ocasión, mientras su primera esposa, María Dimitrievna, agonizaba en San Petersburgo a causa de la tisis, el escritor ruso viajó, en compañía de su amante Polina Suslova, a Wiesbaden, donde ganó cinco mil francos jugando a la ruleta. Pero al cabo de unos días perdió todo en Baden-Baden, por lo que debió pedir dinero prestado a Rusia e incluso empeñar su reloj y el anillo de Polina. En 1865, cuando María Dimitrievna, ya había muerto, Dostoyevski quedó de verse con Polina nuevamente en Wiesbaden, es decir, donde la suerte le había sonreído. A diferencia de la primera, esta vez perdió todo su dinero en cinco días y Polina lo abandonó definitivamente. Basado en estas amargas experiencias, Dostoyevski escribió su novela El jugador, la cual se publicó en 1866. 5. A mediados de 1878, Dostoyevski comenzó a escribir, precisamente a partir del tema del parricidio, su última novela, Los hermanos Karamazov, la cual se publicaría por entregas desde enero de 1879 hasta bien entrado 1880 en la revista literaria El Mensajero Ruso. Por cierto, Freud calificó esta obra como “la novela más grandiosa que se haya escrito”. 6. A las ocho y media de la noche del 28 de enero del calendario juliano (9 de febrero del calendario gregoriano) de 1881, Dostoyevski murió, a los 59 años, en San Petersburgo, a causa de una hemorragia pulmonar asociada a un enfisema y un ataque epiléptico. Tres días después, sus restos fueron seguidos por unas treinta mil personas hasta el monasterio de Alexandr Nevski, donde recibieron sepultura. El epitafio grabado en su tumba dice: “En verdad, en verdad os digo que si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, produce mucho fruto: Evangelio de San Juan 12:24”.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá  Por un amigo que trabajaba en el medio editorial me enteré de que alguien –un profesor universitario- preparaba una Antología de escritores a los que nadie lee. Sin falsa modestia consideré que tenía los méritos suficientes para figurar en ella. De inmediato le pedí a mi amigo que me diera el nombre del antologador y su correo electrónico, y luego pasamos a otro tema. Al llegar a casa me senté frente a mi computadora, escribí una breve semblanza personal y una relación pormenorizada de todos y cada uno de los manuscritos de cuentos y poemas de mi autoría que habían sido ignorados por decenas de editoriales, suplementos culturales y revistas literarias, y se las envié al profesor H. Sorpresivamente, éste no tardó en responderme. En su amable correo me sugería vernos al día siguiente en una cafetería localizada no lejos de donde yo vivía. Por supuesto acepté su sugerencia, y acudí a la cita esperanzado. Una vez estuvimos sentados uno delante del otro, H., un hombre ya mayor, flaco, calvo y ceremonioso, dijo: -He leído con interés la información que me ha proporcionado. De acuerdo con ella, su trayectoria literaria es impoluta. Sin embargo, déjeme insistir en la cuestión esencial: ¿realmente nadie lo lee? -Nadie. Cuando escribo algo, lo que sea, e intento mostrárselo a algún conocido o desconocido, la reacción es unánime, siempre: empieza a leer y, al poco rato, con un dejo de incomodidad, me devuelve las hojas pergeñadas por mi terco afán. Incluso mi madre, una persona en extremo benévola e indulgente conmigo, no ha pasado del primer párrafo de cualquier manuscrito mío que he dejado en sus manos.   -Bien. Como usted sabe –añadió H.-, estoy a la busca de autores genuina y perpetuamente ninguneados. Sería una pena descubrir que usted en realidad no es uno de ellos y tener que sacarlo, en el último momento, de mi antología. Discúlpeme la franqueza, pero no puedo arriesgar, por ningún motivo, mi prestigio académico. -Lo entiendo, profesor –dije. H. se llevó su taza de café a la boca, le dio un sorbo delicado al oscuro líquido y volvió a hablar: -Prepare un texto que no supere las quince cuartillas. Puede ser un cuento, un poema o un fragmento de novela. Lo que quiera. Obviamente no lo leeré, pues, de hacerlo, iría en contra de la propia naturaleza de la antología. Con todo, confío en que lo que me entregue será de calidad.  -Lo tendrá mañana mismo –dije, y a continuación, evidentemente entusiasmado, averigüé cuántos escritores más participarían en el proyecto. -En total, veinte –dijo H.-. Con usted cierro la lista. La idea es confeccionar un libro muy bello, con una portada discreta pero atractiva, seductora... Claro, el editor y yo no aspiramos a que los potenciales lectores lo lean, ni mucho menos, sino tan sólo a que lo hojeen lenta o rápidamente, al gusto, y lo coloquen en uno de los anaqueles de su biblioteca como si se tratara de un tesoro inexplorado... -¡Perfecto! En punto de las doce, H. y yo nos dimos un fuerte apretón de manos y nos despedimos. Esa misma tarde me dediqué a pulir con esmero lo que juzgaba mi mejor cuento, y al otro día, apenas amaneció, se lo envié a H. vía correo electrónico. Él tuvo la gentileza de confirmarme que lo había recibido sin problemas y decirme que pronto se pondría en contacto conmigo para firmar el contrato. Pero esto último -es decir, que pronto se pondría en contacto conmigo para firmar el contrato- no sucedió. Al cabo de ocho meses de vana espera le escribí a H. otro correo en el que, después de saludarlo y desear que su salud y la de los suyos fuera óptima, le pregunté cómo iba el proceso de edición de nuestra antología. Su respuesta, en esta ocasión, fue lacónica, fría, brutal: “El editor la canceló. Pasa por una inesperada crisis económica. Adiós.” Y así, la posibilidad de formar parte de aquella antología se desvaneció como una gota de lluvia en el mar.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   Intento escribirle una carta a Ana María. No sé, bien a bien, qué decirle. Sólo siento la necesidad de hacerlo, de establecer algún tipo de contacto con ella, no importa que sea meramente imaginario... A pesar de que ha pasado tanto tiempo desde la última vez que la vi, aún recuerdo, con plena nitidez, sus ojos, aquellos ojos del color de la resina de los árboles, que me trastornaban a tal grado que llegué a creer que perdería la razón por ellos... Ahora que pienso esto, me doy cuenta de que, si estuviera a punto de morir y se me concediera un deseo, pediría ver de nuevo aquellos inauditos ojos. Trazo su nombre sobre la hoja de papel y, un momento después, lo pronuncio en voz baja, como si fuera parte de una oración que se eleva al Cielo, sabiendo que no hay ninguna posibilidad de que obtenga respuesta. Me levanto del escritorio y camino hasta la ventana de mi estudio. Una bruma densa y grisácea ondula entre los pinos del camellón que divide la avenida por donde, ahora mismo, no transita ningún vehículo. Entonces, más allá, hacia el comienzo de la curva, vislumbro un grupo de personas que, con antorchas encendidas en las manos, avanza en dirección a mi casa. Vienen en silencio y, quizá por eso, percibo cada uno de sus pasos con atronadora claridad. Al cabo de un instante ya están debajo de mi ventana, con los ojos puestos en mí. Quiero darme la vuelta y concentrarme en la carta que tengo en mente; no obstante, casi de inmediato considero que, con dicho proceder, las cosas podrían tomar un curso indeseable... Así pues, decido abrir la ventana. Una ráfaga de aire helado entra en mi estudio y me alborota el cabello. -Tardamos, pero al fin dimos contigo –dice la voz de un hombre cuyos rasgos no alcanzo a distinguir. -Si pensaste que podías eludirnos indefinidamente -añade otra voz, ésta de mujer-, estabas muy equivocado. -¡Ahora tendrás que rendir cuentas! –clama otra más. Yo estoy molesto por la súbita irrupción de esta pequeña muchedumbre en mi domicilio; sin embargo, ya que está aquí, reflexiono, no puedo ignorarla. Estiro el cuello y entorno los ojos para mitigar mi perenne miopía. Poco a poco identifico a cada uno de sus integrantes. Ahí está el niño al que, en mi adolescencia, amarré a un poste e hice llorar con mi crueldad sin límites; y la anciana a la que despreciaba porque me parecía un ser repugnante; y los vecinos de los que, a sus espaldas, hablaba mal; y el compañero de escuela al que tiranizaba porque era débil y asustadizo; y la muchacha granienta de la que me burlaba cuando no tenía algo mejor que hacer; y los amigos a los que dejé de serles leal e, incluso, traicioné; y muchos otros individuos de los cuales no guardo memoria, pero a los que, sin duda, habré dirigido en el pasado alguna humillación, alguna ofensa, algún agravio. Mi corazón late con más rapidez, las manos me sudan y un temblor tenue pero ininterrumpido sacude mi cuerpo. Me pregunto cómo estos sujetos que se aglutinan afuera de mi casa con una actitud nada amistosa pudieron reunirse y localizarme... Es tan improbable que algo así suceda... La bruma ya flota sobre ellos y hace que la luminosidad de sus antorchas se vuelva un tanto opaca. Sin pensarlo digo lo primero que se me viene a la cabeza: -¿Puedo ofrecerles agua? -¡Agua! ¡Eso es lo que tú vas a necesitar muy pronto! –grita uno de ellos. Todos ríen al unísono, con unas carcajadas estridentes que hacen vibrar los cristales de la ventana. De repente me invade un hondo cansancio, por lo que declaro: -Si no tienen inconveniente, me gustaría irme a dormir. -Shsss, tiene sueño... –dice alguien-. ¡Cantémosle una canción de cuna! -¡Sí, y arrullémoslo hasta que sus lindos ojitos se cierren! –propone una voz chillona. -¡Duérmete, niño, duérmete ya -canturrean varios-, que viene el coco y te comerá! Alzo la vista. La luna, tan rojiza como un espejo en llamas, se asoma un instante antes de desaparecer nuevamente detrás de unas nubes negras y abigarradas. Entretanto, por encima del gentío aparece una escalera de metal que pasa de mano en mano hasta que alguien al frente la coge y la recarga en posición vertical en el muro de mi casa, a unos cuantos centímetros de la ventana; luego, el mismo individuo recibe su antorcha de otro y empieza a subir por ella en medio de una intensa gritería. Asumo que no tiene caso pedir perdón o tratar de defenderme o de justificar todas y cada una de las infames acciones que he llevado a cabo en contra de estas personas a lo largo de mi ya no tan corta existencia. Sin embargo, cuando a lo lejos veo a mis padres llegar por la avenida e incorporarse a la multitud, mis fuerzas flaquean y casi me derrumbo. -¡Papá, mamá! –grito, apoyado en la pared de mi estudio, pero ellos no parecen escucharme. Y así, abatido y exhausto –y también con la pena de no haber concluido la carta a Ana María- espero a que el hombre que sube llegue al final de la escalera y cumpla su cometido.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   La mañana del martes 11 de septiembre de 2001, cuatro aviones comerciales secuestrados y convertidos en misiles por miembros del grupo yihadista Al Qaeda protagonizaron los mayores ataques sufridos por Estados Unidos en lo que va de su historia. Dos de ellos se estrellaron contra las Torres Gemelas de Nueva York; otro se impactó contra la fachada oeste del Pentágono, sede del Departamento de Defensa de Estados Unidos, en Virginia; y otro más, cuyo objetivo era el Capitolio, sede de las dos Cámaras del Congreso, en Washington DC, cayó en un campo de Pensilvania, luego de que sus pasajeros intentaron someter a los terroristas. A veinte años de aquel suceso que cimbró al mundo entero, José Luis Valdés Ugalde, investigador del Centro de Investigaciones sobre América del Norte (CISAN) de la UNAM, afirma: “El 11-S significó, en primer lugar, la fractura de la arquitectura del sistema internacional, que encabeza la Organización de las Naciones Unidas [ONU] y que tiene en Estados Unidos uno de sus puntales más importantes. Asimismo, fue un atentado contra los actores de desarrollo y de identidad civilizatoria estadounidenses –el establishment financiero, el establishment militar y el establishment político, representados por las Torres Gemelas, el Pentágono y el Capitolio, respectivamente– y una embestida contra la seguridad de la sociedad del vecino país del norte.” En opinión de Valdés Ugalde, si los estadounidenses tenían la creencia de que Estados Unidos era un espacio seguro, un espacio en el que tanto a nivel público como a nivel privado podían poner en práctica todos sus derechos y desarrollar todas sus capacidades sin ningún obstáculo, dicha creencia se vino abajo esa mañana del 11 de septiembre de 2001. “Con el derrumbe de la Torres Gemelas, la estabilidad psicológica y emocional de los habitantes de Estados Unidos también se derrumbó. Ese día, la sociedad estadounidense en su conjunto sufrió un shock cultural, político, psicológico y emocional muy fuerte. A partir de entonces ya no se sintió protegida”, agrega.   Seguridización y desconfianza A consecuencia de los ataques del 11 de septiembre de 2001, Estados Unidos y sus aliados de occidente establecieron de inmediato ciertos mecanismos para reforzar su respectiva seguridad nacional. “Fue así como se instauró la seguridización de las relaciones internacionales, comerciales, fronterizas…, es decir, de prácticamente todas las interacciones sociales. El mundo se concibió a sí mismo de otra manera. La desconfianza en el otro permeó cualquier tipo de comunicación y trato”, apunta el investigador. Por otro lado, los habitantes de las grandes urbes, sobre todo, quedaron sometidos a una suerte de terror latente por lo que pudieran hacer los grupos terroristas islámicos. Y, por desgracia, ese terror latente se concretaría el 11 de marzo de 2004 en Madrid, España y el 7 de julio de 2005 en Londres, Inglaterra, con la ejecución de otros atentados yihadistas. Un efecto más del 11-S fue la islamofobia que surgió en Estados Unidos y que estuvo vigente con mayor fuerza hasta el 20 de enero de 2009, cuando el mandato del presidente George W. Bush llegó a su fin. “Esta islamofobia se infiltró, a partir del discurso antiislámico de Bush, en los sectores más influyentes del establishment político estadounidense. Ahora bien, hay que dejar bien claro que el islamismo no es sinónimo de terrorismo. Los ataques del 11-S fueron resultado de una acción del yihadismo radical, que ciertamente es islámico, pero que representa sólo a una minoría de los integrantes del mundo musulmán”, indica Valdés Ugalde. Para aminorar los efectos de esta islamofobia y sentar las bases de un reencuentro con el mundo musulmán, el cual es clave para la seguridad internacional, el 4 junio de 2009, el presidente Barack Obama pronunció en Egipto lo que se conoce como el discurso de El Cairo. “De algún modo, Obama logró su cometido con él. Los actores internacionales le dieron la bienvenida a esta posición conciliadora de Estados Unidos y la islamofobia se atenuó. Sin embargo, con la llegada al poder de Donald Trump en 2017, las medidas antiislámicas volvieron a intensificarse, especialmente en relación con la entrada de inmigrantes musulmanes en territorio estadounidense. Esto de nuevo estiró la liga... Los países occidentales tienen esta asignatura pendiente, que incluye asumir una actitud humanitaria ante los sectores de población árabe que son marginados, discriminados e incluso victimizados brutalmente en los países donde los yihadistas han perpetrado atentados terroristas.”   Papel de la ONU De acuerdo con el investigador universitario, desde las invasiones de Afganistán en 2001 e Irak en 2003, que se planearon y realizaron a raíz del 11-S, la ONU, la máxima representación del multilateralismo a nivel global, ha jugado un papel relativamente débil. “A pesar de que la ONU no autorizó la invasión en Irak, Estados Unidos ignoró su autoridad y sus disposiciones, así como el consenso internacional concretizado en la Asamblea General. Es más, en el propio Consejo de Seguridad, Rusia y China se opusieron a esta invasión, lo cual tuvo una implicación grave, pues debilitó a la ONU y la puso frente a un reto que ha intentado resolver de la mejor manera posible.” Valdés Ugalde cree que, para desempeñar un papel más proactivo con respecto a cualquier conflicto internacional y más defensivo con respecto a las hegemonías globales, la ONU requiere una reforma interna. “Éste es un tema que se ha discutido en muchas ocasiones. En el CISAN tenemos varias cosas escritas sobre una reforma de la ONU. Si ésta no se da pronto, el Consejo de Seguridad seguirá actuando con la impunidad con que actúa, toda vez que los que llevan la batuta allí son los cinco miembros permanentes: Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, Rusia y China”, señala. En conclusión, los ataques del 11 de septiembre de 2001 no sólo dejaron un saldo de poco menos de tres mil muertos y más de veinticinco mil heridos (muchos de ellos con heridas físicas y emocionales permanentes), sino también aterrorizaron y sumieron en la incertidumbre a gran parte de la humanidad. Y hoy en día, infortunadamente, las cosas no están mejor que entonces...
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   Hace un año, por la pandemia de la Covid-19, no se permitió visitar a la Virgen de Guadalupe en su casa. Ahora, en este 2021, sí, pero bajo ciertas condiciones. No importa. Con tal de verla y rendirle tributo, sus fieles devotos están dispuestos a hacer cualquier cosa.Son las seis de la tarde del sábado 11 de diciembre y por el andador central de la calzada de Guadalupe fluye un río interminable de niños, adolescentes, jóvenes, adultos y ancianos provenientes de distintos puntos de la Ciudad de México, pero también del país (e incluso de otros países).Algunos llevan amarrada sobre los hombros una figura de madera de la Virgen; otros, una manta en la espalda con la imagen de la también llamada Reina de América. Ninguno ha olvidado ponerse su cubreboca.En ambas riberas de este caudaloso río humano, los vendedores ofrecen sus productos a precios módicos: rosarios, estampitas sagradas, veladoras…, mientras integrantes del Operativo Basílica, de la alcaldía Gustavo A. Madero, reparten cubrebocas, toman la temperatura y proporcionan alcohol en gel.Más adelante, decenas de peregrinos forman una fila enorme para recibir, de manera gratuita, un plato con unos suculentos tacos al pastor. Asimismo, vecinos de la zona regalan café, botellas de agua, bolsas con frituras, tamales…Por un altoparlante, un integrante del Operativo Basílica le recuerda a la gente no quitarse el cubreboca, desinfectarse las manos con alcohol en gel y, en la medida de lo posible, guardar sana distancia.Escoltados por sus familiares, una media docena de peregrinos avanza de rodillas lenta, penosamente. A lo lejos, entretanto, ya se aprecia, iluminada al pie del cerro del Tepeyac, la antigua Basílica de Guadalupe, construida entre 1682 y 1708.A unos cincuenta metros de la entrada al atrio, sendos aspersores colocados a derecha e izquierda rocían a la muchedumbre con un líquido desinfectante.Conforme los peregrinos entran en el atrio, miembros de la Guardia Nacional les piden seguir caminando sin detenerse. Los peregrinos obedecen, rodean la nueva Basílica de Guadalupe, construida entre 1974 y 1976 por José Luis Benlliure y Pedro Ramírez Vázquez, entre otros arquitectos, e ingresan en ella por una puerta lateral. A la derecha, las bancas del templo lucen completamente vacías.Los peregrinos preparan la cámara fotográfica de su celular antes de llegar a la zona de los caminadores eléctricos. Luego suben en éstos y se dejan llevar… Entonces, al cabo de unos segundos, en lo alto, sobre una bandera de México, la imagen enmarcada de la Virgen de Guadalupe aparece ante sus ojos, refulgente.Unos se persignan y le toman fotos, otros la observan fijamente, otros más le lanzan besos. Una poderosa emoción los embarga. Un momento después, sin embargo, ya están del otro lado, rumbo a la salida, eso sí, conmovidos, felices, pensando que bien valió la pena el viaje, la larga caminata desde sus puntos de origen.Salen del templo y cada quien toma su respectivo camino de regreso al hogar. En la calzada de los Misterios, un padre y su hijo adolescente compran dos paquetes de gorditas dulces de maíz recién hechas, al tiempo que de las grandes bocinas de un negocio de artículos religiosos sale la voz de Juan Gabriel, interpretando “Amor eterno”.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   1. En contra de lo que puede pensarse, el escritor guatemalteco Augusto Monterroso no nació en Guatemala. Él mismo lo cuenta en su libro Los buscadores de oro: “Soy, me siento y he sido siempre guatemalteco; pero mi nacimiento ocurrió en Tegucigalpa, la capital de Honduras, el 21 de diciembre de 1921. Mis padres, Vicente Monterroso, guatemalteco, y Amelia Bonilla, hondureña; mis abuelos Antonio Monterroso y Rosalía Lobos, guatemaltecos, y César Bonilla y Trinidad Valdés, hondureños. En la misma forma en que nací en Tegucigalpa, mi feliz arribo a este mundo pudo haber tenido lugar en la ciudad de Guatemala. Cuestión de tiempo y azar.” En 1936, en compañía de sus padres y hermanos, Monterroso se fue a vivir a la ciudad de Guatemala.2. “Sin empinarme, mido fácilmente un metro sesenta. Desde pequeño fui pequeño”, escribió Monterroso en “Estatura y poesía”, texto incluido en su libro Movimiento perpetuo (1972). Sin embargo, la baja estatura no le impidió participar activamente en las manifestaciones y protestas organizadas en contra del general Jorge Ubico, quien finalmente tuvo que renunciar como presidente de Guatemala el 1 de julio de 1944. El 4 de julio de ese mismo año, otro general, Federico Ponce Vaides, asumió el poder y Monterroso fue detenido por la policía y recluido en la cárcel, pero al cabo de dos meses escapó y pidió asilo político en la embajada de México. 3. Una vez concluyó la llamada Revolución de Octubre de 1944, que encabezó Jacobo Arbens, Monterroso recibió una invitación para desempeñar un cargo en el consulado de Guatemala en México, donde permaneció hasta 1953. Un año después, Arbenz fue derrocado, por lo que Monterroso debió exiliarse en Chile. En 1956 viajó de nuevo a México, donde estableció su residencia definitiva. 4. En 1959, Monterroso publicó su primer libro, Obras completas (y otros cuentos), en el que aparece “El dinosaurio”, cuento cuya fama universal se fundamenta, en buena medida, en el hecho de que es muy breve, quizás el más breve de todos los cuentos que se han publicado hasta la fecha (por lo menos en español). Ahora bien, en no pocas ocasiones, “El dinosaurio” ha sido –y sigue siendo– mal citado, y así, cuando torpemente se le añade una “Y” al inicio (que es lo que suele suceder), deja su condición de “rey del cuento brevísimo” para transformarse en una cuasi novela-río. 5. Luego del magnífico recibimiento que tuvo su primer libro, Monterroso se dedicó a pensar y a ver las nubes, hasta que un día retomó el antiguo género literario practicado por Esopo, Fedro, La Fontaine, Iriarte, Samaniego, Hartzenbusch..., lo zarandeó, lo purgó, le sacó la tediosa moraleja y con lo que quedó de él se puso a confeccionar una serie de fábulas modernas para “combatir el aburrimiento e irritar a los lectores, principio este irrenunciable”, según declararía más tarde en una entrevista. Así, en 1969 salió a la luz su opus 2: La oveja negra y demás fábulas, uno de los libros más agudos, inteligentes y divertidos de la literatura española. De él, Gabriel García Márquez dijo: “Este libro hay que leerlo manos arriba: su peligrosidad se funda en la sabiduría solapada y la belleza mortífera de la falta de seriedad.”” 6. La literatura de Monterroso se caracteriza por ser breve y precisa, y por estar dotada de un humor fino, punzante y no pocas veces melancólico, lo cual no significa que sea humorística, ni mucho menos, pues una cosa es una cosa, y otra cosa, otra. A propósito del humor, el escritor guatemalteco declaró en otra entrevista que le concedió al escritor y crítico literario peruano José Miguel Oviedo: “[…] En todo caso, el humor no es un género sino un ingrediente. Cuando el ingrediente se vuelve el fin, todo el guiso se echa a perder; pero siempre habrá quienes gusten de él, así y todo. Bueno, para las vacas la sal no es un ingrediente sino el alimento propiamente dicho, y tal vez por eso las vacas son más amables y felices, aunque no se rían.” 7. Entre los premios y reconocimientos que Monterroso recibió a lo largo de su vida, destacan el Premio Magda Donato (1970), el Premio Xavier Villaurrutia (1975), la Orden del Águila Azteca (1988), el Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo (1996), el Premio Nacional de Literatura Miguel Ángel Asturias (1997) y el Premio Príncipe de Asturias de las Letras (2000). 8. A partir de inmensas brevedades, Monterroso creó una riquísima literatura que perdurará mientras haya lectores sensibles y atentos. ¡Qué deleite releer un libro suyo –el que sea– o, mejor aún, leerlo por primera vez!
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   Hasta entonces sólo dos escritores latinoamericanos habían obtenido el Premio Nobel de Literatura: la chilena Gabriela Mistral, en 1945; y el guatemalteco Miguel Ángel Asturias, en 1967. Ya bien entrado el mes de octubre, el nombre del poeta chileno Pablo Neruda comenzó a sonar, una vez más, como uno de los posibles ganadores de tan codiciado galardón. Sin embargo, a Neruda, quien acababa de llegar a París para desempeñarse como embajador de su país en Francia, ya le aburría y le irritaba que cada año se le mencionara y, a final de cuentas, sus expectativas terminaran por los suelos. Según cuenta el propio Neruda en su libro de memorias Confieso que he vivido, una noche, su compatriota Jorge Edwards, quien fungía como consejero de la embajada chilena, le propuso cruzar una apuesta: si le daban el Premio Nobel de Literatura, Neruda pagaría a Edwards y a su esposa una cena en el mejor restaurante de París; y si no, Edwards se encargaría de cubrir la cuenta de Neruda y de su esposa, Matilde. El poeta aceptó, y luego le dijo a Edwards: “Comeremos espléndidamente a costa tuya.” En la mañana del jueves 21 de octubre de 1971, una multitud de periodistas y camarógrafos de televisión invadió los salones de la embajada chilena, ansiosa por obtener alguna declaración del autor de Crepusculario, Veinte poemas de amor y una canción desesperada, Residencia en la tierra, Canto general, Los versos del capitán, Cien sonetos de amor, Cantos ceremoniales… Pero Neruda no tenía nada que decir porque la Academia Sueca aún no había hecho público el nombre del ganador. Entonces, mientras Neruda atendía una llamada telefónica del embajador sueco en la que éste le pedía verlo, una estación de radio parisina interrumpió su programación habitual para anunciar que él era el ganador del Premio Nobel de Literatura. ¡Al fin! Debido a que recién lo habían operado, Neruda lucía bastante débil. No obstante, en la noche de ese inolvidable día recibió a varios amigos provenientes de distintas partes, para cenar y celebrar a lo grande: los pintores Robero Matta y David Alfaro Siqueiros, y los escritores Gabriel García Márquez, Julio Cortázar y Miguel Otero Silva, entre otros. Poco menos de dos meses después, el 10 de diciembre, Neruda viajó a Estocolmo en compañía de su esposa para recibir de manos del rey de Suecia un diploma, una medalla y un cheque por una cantidad considerable de coronas suecas… En su discurso de recepción del Premio Nobel de Literatura dijo, entre otras cosas: “No hay soledad inexpugnable. Todos los caminos llevan al mismo punto: a la comunicación de lo que somos. Y es preciso atravesar la soledad y la aspereza, la incomunicación y el silencio para llegar al recinto mágico en que podemos danzar torpemente o cantar con melancolía: mas en esa danza o en esa canción están consumados los más antiguos ritos de la conciencia: de la conciencia de ser hombres y creer en un destino común.” Junto con Neruda, ese año ganaron los demás premios Nobel: el húngaro Dennis Gabor (Física), el canadiense de origen alemán Gerhard Herzberg (Química), el estadounidense Earl Wilbur Sutherland Jr. (Medicina), el ruso estadounidense Simon Kuznets (Economía) y el alemán Billy Brandt (de la Paz). De la cena que Neruda debió pagar a Edwards y a su esposa en el mejor restaurante de París no se tienen noticias, pero es de suponerse que fue abundante y estuvo deliciosa.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá  ... hechos tan absurdos, extraños e improbables como la vez que estabas esperando el camión de la escuela afuera de tu casa, muy temprano, en la calle Yácatas, allá, en la colonia Narvarte, vestido con el uniforme del Simón Bolívar, impecablemente peinado con jugo de limón y tu mochila de cuero apestoso a la espalda, aunque todavía adormilado porque la noche anterior te habías desvelado viendo una película en la televisión, a pesar de que tu mamá te decía cada cinco minutos ¡ya vete a dormir!, y ahora pagabas las consecuencias, niño necio, desobediente, y a lo lejos viste cómo se acercaba el camión con las luces encendidas porque aún no amanecía del todo, y entonces pensaste que, apenas estuvieras en tu lugar, te recostarías sobre el asiento para dormir tan siquiera una media hora, que era más o menos lo que el camión tardaba en llegar al Simón Bolívar desde tu casa, y el camión frenó y se abrió la puerta, y tú subiste a él y empezaste a caminar por el pasillo, pero de pronto sentiste algo así como un mareo repentino, como cuando, después de haber permanecido un buen rato de cabeza sobre tu cama, te ponías de pie y primero todo te daba vueltas y vueltas y vueltas, y luego se te nublaba la vista por unos segundos..., y es que te diste cuenta de que en aquel camión no iban los niños de siempre, algunos de los cuales eran tus compañeros de clase, sino sólo... niñas, puras niñas que te miraban asombradas, como preguntándose ¿y éste de dónde salió?, y volteaste y viste que a unos cuantos metros de ti, por el pasillo de aquel camión que no era el tuyo, venía muy quitada de la pena Maruca, la hermana de Miguel y Poncho, tus vecinos, y Maruca se sentó junto a otra niña, mientras tú, cada vez más avergonzado, buscabas dónde esconderte, hasta que al final del pasillo descubriste un asiento vacío y lo ocupaste de inmediato, y entretanto el camión ya había llegado a la esquina, y, en vez de doblar a la derecha, lo hizo a la izquierda y tomó una ruta desconocida para ti, ¡buena la habías hecho!, pero... ¿por qué, cuando te percataste de tu error, no le dijiste al chofer que te dejara bajar, que te disculpara, que ése no era tu camión?, el temor al ridículo -que de todas maneras ya estabas haciendo- te había impedido abrir la boca, ahora lo sabías y pagabas las consecuencias de tu orgullo y tu cobardía, niño, y apoyada la cabeza sobre la ventanilla, te dio por pensar que a lo mejor ya nunca más regresarías a casa ni volverías a ver a tus papás y tu hermanita, ni a tus tíos y tías, ni a tu primos y primas, ni a nadie conocido, porque una banda de robachicos te secuestraría y te llevaría a otra ciudad a pedir limosna apenas la directora de la escuela de niñas –porque tenía que ser directora, no director- te echara a la calle por tonto, y te dieron ganas de llorar, pero te contuviste, pues no querías que el ridículo que ya estabas haciendo se agravara aun más, y el camión transitó por calles y avenidas por las cuales tú nunca habías pasado, y conforme transcurría el tiempo, el miedo y la angustia crecían dentro de ti, y también las ganas de llorar, y por eso se te salieron algunas lágrimas, no muchas, pero eso sí, en silencio, y el camión recogió a otras niñas en diferentes puntos de la ciudad, hasta que, al fin, cruzó un portón rojo y se detuvo a un lado de una cancha de basquetbol, y todas las niñas comenzaron a bajar, una a una, del camión y a dirigirse al patio de aquella escuela para integrarse a su respectivo grupo y rendirle honores a la bandera, como se hacía todos los lunes en todas las escuelas, y tú, sentado en tu lugar, muy quietecito, las observabas a través de la ventanilla y te preguntabas ¿y ahora qué va a pasar?, y de pronto oíste que alguien se aproximaba por el pasillo, y volteaste y viste al chofer que te miraba con los ojos muy abiertos, y luego, sin decir palabra, corrió y bajó del camión, y al cabo de cinco o diez minutos una señora ya grande y muy seria, vestida toda de negro y con el pelo canoso recogido en un chongo parecido al que en ocasiones se hacía la abuelita de tu amigo Martín, subió al camión seguida por el chofer y caminó hasta donde tú te hallabas, y te preguntó quién eras, cómo te llamabas, qué hacías ahí, y tú únicamente atinaste a decirle que te habías equivocado de camión, que te perdonara, que no te echara a la calle, y entonces la señora se puso a regañar al chofer y a decirle que no entendía cómo no se había fijado que un niño -¡un niño!- se hubiera subido al camión de un colegio de niñas -¡de niñas!-, y el chofer, con la cabeza baja, sólo repetía una y otra vez no volverá a ocurrir, señora directora, no volverá a ocurrir, y luego la señora bajó del camión seguida por el chofer, y tú te dijiste que, si no te echaba a la calle, la señora aquella de seguro le hablaría a la policía para que te llevara a una correccional de menores, pero resulta que, al cabo de otros cinco o diez minutos, una señorita con una bolsa de plástico en una mano subió al camión, se sentó junto a ti y te ofreció un sándwich y un jugo que sacó de la bolsa de plástico, y tú aceptaste el jugo, pero no el sándwich, pues tenías mucha sed, no hambre, y luego el chofer subió de nuevo al camión, lo encendió y lo puso en marcha, y el camión cruzó el portón rojo y avanzó por una avenida dividida por un camellón muy ancho donde unos trabajadores estaban plantando unas palmeras, mientras la señorita te iba diciendo que no te preocuparas, que pronto estarías en casa, sano y salvo, y que un incidente como aquél bien podía sucederle a cualquiera, y poco a poco, con la presencia de aquella señorita tan linda y tan amable a tu lado, tú fuiste recobrando la calma y la serenidad, e incluso, cuando el camión ya se encontraba a unas cuantas cuadras de casa, te pusiste feliz feliz feliz porque súbitamente comprendiste que, gracias a aquella aventura, ya no tendrías que ir a la escuela ese día...
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   Mi esposa y yo estamos sentados a la mesa en un restaurante italiano, en compañía de una veintena de individuos a los que acabamos de conocer por mediación de nuestro hijo, que trabaja con la mayoría de ellos en una empresa dedicada al mantenimiento de helicópteros del Ejército. El dueño y director de esta empresa nos ha invitado a comer para celebrar su exitosa participación en una feria de la aviación que durante tres días estuvo abierta al público en uno de los hangares del aeropuerto internacional de T. Frente a nosotros se encuentra una pareja –marido y mujer-, más o menos de nuestra misma edad, que comienza a hacernos plática para que nos integremos poco a poco al resto de los comensales. Pronto nos enteramos de que son padres del joven que le propuso a nuestro hijo trabajar en la empresa dedicada al mantenimiento de helicópteros del Ejército, y de una muchacha de dieciséis años, que se halla en una de las cabeceras de la mesa. Para corresponder a su gentileza y amabilidad, nosotros les informamos que, además del varón, tenemos una muchacha de dieciocho años, que no vino porque tenía que asistir a una obra de teatro como parte de sus deberes escolares... La conversación transcurre con facilidad, aunque a veces se instala entre nosotros un silencio pesado, denso, que, según mi percepción, se prolonga más de la cuenta... Y como suele ocurrirme en este tipo de circunstancias, me pongo tenso y experimento una gran incomodidad porque no sé qué más decir, qué más informar a estos dos sujetos a los que nunca había visto. Por fortuna, la mujer es quien salva, una y otra vez, la situación, al comentarnos que en este sitio sirven una sopa de mariscos exquisita o que a su marido le gusta jugar tenis los fines de semana o que su hijo va a votar por el candidato equis en las próximas elecciones... Un mesero nos entrega el menú y pregunta qué vamos a beber. Mi esposa pide una limonada; yo, una naranjada con agua mineral, sin hielo. La pareja se decide por una cerveza clara (ella) y otra oscura (él). Al rato nos enteramos, por boca del hombre, de que es el contador de la empresa donde trabajan su hijo y nuestro hijo. La mujer nos acerca el canasto del pan. Le damos las gracias. Yo tomo un pedazo de pan recién salido del horno, lo mojo en una mezcla de aceite de oliva y vinagre balsámico y, mientras me lo meto en la boca y lo mastico lentamente, abro el menú y me dedico a leer las sugerencias del chef. Sin embargo, un instante después escucho que el dueño y director de la empresa dedicada al mantenimiento de helicópteros del Ejército ha pedido varias fuentes de ensalada y de espagueti para todos. Ante esto no hay nada más que hacer. Por eso cierro el menú, levanto la mirada y, con cierto horror, me doy cuenta de que debo decir algo, lo que sea, si no quiero parecer desdeñoso, o grosero, o incivilizado, o... Una vez más, la fortuna acude en mi auxilio: mi esposa hace un comentario acerca de la feria de la aviación que recién hemos visitado, lo cual me exime, por el momento, de pronunciar nada. La mujer la secunda, diciendo que es la segunda ocasión en que la empresa participa en ella, y que, por lo que se vio, ésta, la empresa dedicada al mantenimiento de helicópteros del Ejército, donde trabajan su hijo y nuestro hijo, va viento en popa... El mesero se acerca con una charola en las manos, deposita sobre la mesa cada una de las bebidas que le pedimos y se aleja. Yo levanto mi vaso de naranjada con agua mineral, sin hielo, y le doy un trago al tiempo que acuden a mi mente toda clase de ideas suicidas. Al cabo de, digamos, medio minuto, sonrío imperceptiblemente, para mis adentros, como se dice, pues me percato de que estas ideas han hecho que me sienta menos tenso, menos incómodo... Entretanto, la mujer ha seguido hablando... Cuando vuelvo a ponerle atención, creo entender, no sin dificultad, que se está refiriendo a alguien que “ha demostrado tener una enorme capacidad para responder a sus adversarios”, o algo así. El mesero regresa con una bandeja que mantiene a la altura de su cuello, la baja a la altura de su vientre y deposita sobre la mesa una fuente de ensalada de lechuga con trocitos de tocino y queso de cabra, y otra de espagueti a la boloñesa espolvoreado generosamente con queso parmesano. Más allá, a la derecha de donde nos hallamos mi esposa y yo, el dueño de la empresa dedicada al mantenimiento de helicópteros del Ejército, donde trabajan nuestro hijo y el hijo de la pareja que está sentada frente a nosotros, levanta su copa de vino y en voz alta nos dice “¡salud!” a todos los presentes. “¡Salud!”, le respondemos al unísono, y sonreímos, y levantamos nuestras respectivas bebidas y nos las llevamos a la boca. Apenas deja su cerveza junto al plato encima del cual piensa servirse una porción de ensalada de lechuga con trocitos de tocino y queso de cabra, y otra de espagueti a la boloñesa espolvoreado generosamente con queso parmesano, la mujer retoma el hilo de su disertación. Entonces, no de inmediato, pero casi, comprendo que la persona a la que le ha reconocido tener “una enorme capacidad para responder a sus adversarios” -así como otra serie de cualidades morales y ciudadanas, de acuerdo con lo que estoy oyendo ahora mismo- es nada más y nada menos que el presidente de la República en funciones, el jefe de la nación, a partir de lo cual empiezo a experimentar una oleada de calor muy intenso que me sube desde la columna vertebral hasta el cerebro. Mi esposa desliza una mano sobre mi muslo derecho y me da unas ligeras palmaditas para que me tranquilice. Yo respiro hondo, cierro los ojos y trato de irme a otro lado con mi imaginación: a una extensa, verde y olorosa campiña suiza, al estrecho y silencioso sendero de un bosque noruego, a la cumbre nevada de una montaña en los Alpes. No obstante, como la mujer continúa exaltando las virtudes del primer mandatario, del Gran Tlatoani, de repente sé que no puedo ni quiero tranquilizarme, y empuñando bruscamente el cuchillo que me corresponde, empujo hacia atrás la silla donde he permanecido sentado los últimos veinte minutos, e intento ponerme de pie, pero no lo logro porque alguien –quizá mi esposa, nuestro hijo, el hijo de la mujer y del hombre, o algún otro empleado o familiar de alguno de los empleados de la empresa dedicada al mantenimiento de helicópteros del Ejército, con los cuales estamos reunidos en este restaurante italiano para celebrar su exitosa participación en una feria de la aviación- se abalanza sobre mí y me inmoviliza en medio de una cascada de gritos histéricos.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   Dos horas antes de que oscurezca, unos grandes nubarrones negros y grises cubren el cielo de la Ciudad de México. La gente alza la vista y piensa que a estas alturas del año -principios de diciembre- sería muy raro que lloviera. Sin embargo, en contra de todo pronóstico, comienza a llover. La “Noche de las Estrellas”, que pronto habrá de realizarse en el Zócalo capitalino, está en peligro... Por fortuna, al cabo de unos minutos, la lluvia cesa y el viento se dedica a barrer poco a poco las nubes, como si éstas conformaran un inmenso telón que es descorrido para mostrar un escenario impecablemente claro y luminoso: el firmamento, con la Luna en lo alto a modo de perla tabladiana. Miles de personas de todas las edades se dirigen al Zócalo, mientras una multitud ya ha ingresado en él y forma varias filas para ver a través de uno de los más de 500 telescopios dispuestos en la plaza más grande del país. Otras -en familia, en pareja, solitarias…- visitan los foros “Vía Láctea” y “Andrómeda” para presenciar una conferencia en la que se hablará de la estrella de neutrones más joven conocida hasta la fecha o de los hoyos negros o de los cúmulos globulares; o participan en algunos de los talleres de astronomía, robótica o ciencia que se imparten en unas carpas más pequeñas; o van a uno de los tres planetarios móviles donde se proyectan diferentes animaciones de nuestro sistema solar. La oferta científica es rica y variada.   Ilusión Por supuesto, la ilusión de observar más cerca que nunca nuestro satélite natural o planetas como Marte, Júpiter y Saturno -ésa fue la promesa de sus padres- se percibe a simple vista en los niños y adolescentes, sobre todo. Luego de haber permanecido poco más de un minuto frente a un telescopio de la Sociedad Astronómica de la Facultad de Ingeniería (SAFIR) de la UNAM, Carlos Enrique, un niño de diez años que estudia el cuarto año de primaria en una escuela pública, le dice a su mamá con una sonrisa dibujada en los labios: “Vi muy clarito los cráteres de la Luna…” A unos metros de distancia, Liliana, una joven de quince años que cursa el primer semestre en el Colegio de Ciencias y Humanidades, plantel Vallejo, se maravilla ante lo que está observando por el ocular de otro telescopio: “¡Saturno! ¡Ahí están sus anillos! ¡No puede ser!” ¿Cuántos futuros astrónomos no saldrán de esta “Noche de las Estrellas”? Entretanto, en una pantalla gigante instalada justo de espaldas a la Catedral Metropolitana se proyecta el audiovisual El sonar de los planetas, de Noosfera, organización especializada en la divulgación de la ciencia. Todos los que lo ven quedan asombrados con los extraños e hipnóticos sonidos que emiten la Tierra y sus vecinos… Pasa el tiempo. Son casi las veintidós horas. La función astronómica, con la Luna, los planetas y otros objetos celestes como protagonistas, está a punto de terminar. El público, contento y satisfecho, empieza a abandonar el escenario. “La Noche de las Estrellas”, de regreso a su formato presencial después de dos años de pandemia, ha sido todo un éxito. ¡Bravo!
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   Toda la semana, a todas horas, los simpáticos representantes de una compañía telefónica me habían estado llamando a mi celular para tratar de venderme un plan que incluía un rico abanico de ventajas y beneficios: llamadas y mensajes de texto ilimitados; acceso a internet a la velocidad de la luz, aun desde los sitios más remotos del planeta; un completísimo protocolo de transferencia de archivos; dos entradas gratis a un parque de diversiones; cinco boletos para participar en la rifa de un auto último modelo... Cuando recibí la primera llamada, escuché con paciencia la información que fluía sin tropiezos de una voz indudablemente juvenil y entusiasta, y luego expliqué, casi con cordialidad, que no estaba interesado en dicho plan porque ya disponía de un celular más bien pequeño y austero al que cada mes le metía, en el Oxxo de la esquina, doscientos pesitos de saldo, lo cual, dadas mis necesidades, era más que suficiente para no estar del todo desconectado del mundo. A continuación di las gracias y colgué, seguro de que mi explicación de por qué rechazaba tan atractiva oferta había sido convincente. Pero me equivoqué. En la tarde volvió a sonar mi celular. En esta ocasión, una voz aguda y chillona me saludó por mi nombre y comenzó a decirme que yo era muy, muy, muy afortunado, pues la Compañía de Telefonía Celular Equis me había seleccionado para ofrecerme un súper plan que incluía... La interrumpí: -Hace unas horas, uno de sus compañeros me habló para lo mismo y le dije que no me interesaba. Muchas gracias. -Señor B., creo que no me ha entendido –dijo aquella voz-. Usted ha sido seleccionado por nuestra compañía para que contrate nuestro plan por un precio realmente irrisorio... -Creo que el que no me ha entendido es usted. ¡No quiero ningún plan de telefonía celular! ¡No lo necesito! –respondí francamente alterado, y corté la comunicación. A partir de entonces, las llamadas de los representantes de aquella compañía telefónica se sucedieron con una frecuencia asesina. Yo, por mi parte, amenacé con levantar una denuncia por acoso comercial, exigí que me dejaran en paz, suplique comprensión y piedad... Nada de eso dio resultado. A cualquier hora, por más inapropiada que fuera, mi celular, que no contaba con un identificador de llamadas, sonaba y, al contestar, pensando que algún familiar, amigo o conocido podía estar buscándome, una voz -siempre una voz masculina distinta- salía con la misma cantaleta: -¡Qué tal, señor B.! Le hablo de la Compañía de Telefonía Celular Equis para ofrecerle nuestro plan... -¡Nooo! Mi estabilidad emocional pendía de un hilo... Ahora, en lugar de ver mi celular como un simple instrumento de comunicación, lo consideraba una auténtica bomba de tiempo que con cada llamada estallaba y me ponía al borde de la locura. En ese estado de excitación y delirio imaginé por las noches, mientras, inquieto y sudoroso, daba vueltas en la cama, las más atroces y sádicas maneras de deshacerme de cada uno de aquellos sujetos que violaban impunemente lo más valioso y sagrado que tenía: mi intimidad. ¿Qué más podía hacer? La mañana del viernes desperté cansado. La jornada se vislumbraba ardua y compleja. Me bañé, me vestí y empecé a prepararme un sándwich y una taza de café para el desayuno. Entonces sonó mi celular. En ese momento sentí como si alguien me hubiera propinado un puñetazo en la boca del estómago. “¡Ahora sabrán con quién se han metido!”, pensé al cabo de un instante, y tomé el aparato en mis manos. Pero al apretar el botón para que la llamada entrara, algo parecido a un rayo de luz intensísima descendió de lo Alto y se introdujo en mi cerebro, y así, invadido repentinamente por una diáfana serenidad y poseído hasta el tuétano por una desconocida capacidad de improvisación, dije antes de que nadie pudiera pronunciar ninguna palabra del otro lado de la línea: -¡Masajes Las nalgas de Agamenón! Permítame informarle que, con motivo de la apertura de nuestro negocio, sólo este mes estará vigente una promoción única en su tipo. Por el precio de una hora de delicioso y relajante masaje -ya sea chino, tailandés, coreano, ruso o polaco-, ¡usted disfrutará dos! ¿Anda en busca de un guapo y atractivo rubio, moreno o trigueño, o prefiere los servicios de un bien dotado negrazo, para satisfacer sus más recónditas fantasías? Ha llamado al lugar adecuado. Aquí le damos gusto. Y si no queda conforme, le devolvemos su dinero, ¡no faltaba más! Usted nos dice a dónde y nosotros vamos, llueva, granice o tiemble. Nuestro horario de atención es de nueve de la mañana a diez de la noche, incluso días feriados. Aceptamos tarjetas de crédito y transferencias bancarias... Apenas terminé de hablar, alcancé a percibir una respiración entrecortada del otro lado de la línea y, después, un silencio como el que sin duda reina en las profundidades de los océanos. Aquella inspirada perorata consiguió lo que ninguna amenaza, exigencia o súplica había logrado antes: que las llamadas de los representantes de aquella compañía telefónica cesaran... hasta el día siguiente. Yo me encontraba aún en la oficina, archivando unos papeles. El timbre de mi celular sonó. Saqué el aparato de uno de los bolsillos del pantalón y, crispado, tenso, temiendo lo peor, contesté: -¿Si? Una voz susurrante, cohibida, se puso al habla: -Hola, quiero aprovechar la promoción de dos horas por el precio de una... -Un momentito, por favor -dije, y luego de una brevísima pausa comencé a tomarle sus datos-: ¿Nombre?...
Por Roberto Gutiérrez Alcalá  El hombre estaba sentado sobre la taza del escusado, apretando torpemente las diminutas teclas de su celular con el pulgar de la mano derecha. Intentaba escribir otro mensaje de texto. El sonido que producían aquellas teclas semejaba el de un aparato que manda señales en clave Morse.  Terminó de escribir la primera frase y empezó a buscar un signo de interrogación antes de continuar con la segunda. Unas pisadas ansiosas, primero, y luego un fuerte golpe que botó el seguro de la perilla de la puerta lo hicieron levantar la mirada. La perilla giró y la puerta se abrió bruscamente. Entonces vio a su esposa con el rostro descompuesto por la ira y blandiendo un desarmador en una mano. La mujer avanzó unos pasos y se detuvo junto al cancel de la regadera. -¡Le sigues enviando mensajitos a esa puta! –dijo, y lo señaló con el desarmador. -No sabes lo que dices -dijo el hombre al tiempo que dejaba el celular encima del depósito de agua del escusado. Después se volvió en dirección a la mujer y gritó­­-: ¡Sal de aquí! -¡Ya me lo imaginaba! ¡No te despegas un segundo de tu maldito celular! -¡Sal de aquí! -repitió él. -¡Eres un pedazo de mierda! -¡Estás loca, absolutamente loca, loca! La mujer le dio la espalda al hombre, dejó caer el desarmador sobre el piso y cruzó el pequeño vestidor que había entre el baño y la habitación que ambos compartían. El hombre se puso de pie, se subió los pantalones y la siguió. -Tere, escucha... –dijo. Aún se estaba abrochando el cinturón cuando vio que su esposa se recostaba boca abajo en la cama y comenzaba a convulsionarse levemente. De pronto, la mujer alzó la cabeza, atrajo hacia sí una almohada, apoyó la barbilla en ella y dijo con serenidad: -La voy a matar. -¡Oh, Tere, debes tranquilizarte! ¡Esto no nos lleva a ninguna parte! –dijo el hombre. -Lo que me estás haciendo es más de lo que puedo soportar. -Cálmate, mujer –insistió él-. Debemos calmarnos los dos. -Nunca pensé que me harías algo así –dijo ella. Luego se quitó un mechón de cabello que le caía sobre la cara, y añadió-: Voy a matar a esa perra. El hombre caminó hasta el lado que ocupaba en la cama cada noche, y se tendió boca arriba en ella. Mientras miraba las vigas de madera del techo de la habitación, trataba de encontrar algo que decir: una frase, una palabra que, de alguna manera –¡de alguna maldita manera!-, pudiera mitigar tan sólo un poco el dolor y la humillación que estaba sintiendo su esposa, el dolor y la vergüenza que estaba sintiendo él. Pero no las hallaba. Sabía que nunca las podría hallar. Se hizo un silencio profundo, pesado, apenas roto de vez en cuando por algún automóvil o autobús que pasaba por la avenida que corría más allá de la colonia. La mujer se removió en su lugar y apagó la luz de la habitación. El hombre continuó con la mirada clavada en las vigas del techo, sin pestañear. Así permaneció dos o tres minutos más, hasta que el celular abandonado sobre el depósito de agua del escusado anunció con un ronroneo suave, discreto, la llegada de otro mensaje.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   Antes del mediodía, decenas de racimos de globos verdes, blancos y rojos ascendieron lentamente desde el foso del Estadio Azteca y, al cabo de unos minutos, se perdieron de vista entre el esmog y unas cuantas nubes que sobrevolaban el sur de la ciudad. Uno de aquellos racimos de globos, sin embargo, quedó enganchado en la bocina del sonido local que se alzaba a unos treinta y cinco metros de altura sobre el círculo central de la cancha. Después, en punto de las doce horas, el primer partido del II Mundial Femenil de Futbol -México contra Argentina- dio inicio. Sentados en una de las gradas superiores del Estadio Azteca, mi padre y yo, en compañía de otros ochenta mil espectadores, comenzamos a ser testigos de la manera más bien torpe en que las mexicanas y las argentinas se disputaban el balón. De tanto en tanto, aburrido por lo que sucedía en la cancha, yo volteaba a ver los globos atrapados en la bocina del sonido local y me preguntaba cómo podrían ser liberados. Finalmente, las mexicanas ganaron tres goles a uno a las argentinas, y mi padre, medio ebrio por las cervezas que se había tomado, me llevó a casa. Mi padre y yo también vimos los triunfos de México contra Inglaterra (cuatro a cero) e Italia (dos a uno), y su dolorosa derrota contra Dinamarca (uno a tres) en la final, y, en todos esos partidos, los globos enganchados en la bocina del sonido local no dejaron de atraer mi atención y despertar en mí el deseo de que alguien los ayudara a soltarse para que prosiguieran su vuelo interrumpido. El resto del año, mi padre y yo seguimos yendo, de tarde en tarde, al Estadio Azteca, y mientras él pedía su primera cerveza al vendedor de siempre, un hombre maduro, de cabello muy corto, con unos lentes de fondo de botella y un delantal verde, yo clavaba los ojos en aquellos globos e imaginaba que con el auxilio de una escalera de bomberos subía hasta donde se hallaban atascados y los liberaba. Casi sin darnos cuenta, mi padre y yo empezamos a alejarnos uno del otro. En aquella época, él era un hombre cada vez más encerrado en sí mismo, más taciturno, más desesperado; y yo estaba abandonando la niñez para entrar paulatinamente en un periodo incomprensible, confuso y lastimoso: la adolescencia. Por supuesto, las tardes en el Estadio Azteca cesaron, así como las idas a una taquería de la colonia Álamos y los paseos en coche. Años después, cuando mi padre ya había emigrado a otra ciudad para tratar de salir a flote y yo ya llevaba en mi contabilidad personal dos ingresos en una clínica psiquiátrica, unos amigos me invitaron al Estadio Azteca. Accedí de buena gana. No sabía qué equipos se enfrentarían, ni tenía interés en averiguarlo. Lo que yo quería era distraerme, olvidarme de mí mismo y de la realidad implacable que me cercaba día a día por todos lados. Compramos los boletos más baratos y subimos por las anchas rampas del Estadio Azteca a las gradas donde mi padre y yo solíamos sentarnos. Y tomamos asiento. Unos metros más allá vi al tipo que le vendía cervezas a mi padre: le estaba entregando a un cliente un vaso de unicel rebosante de espuma. Lo identifiqué de inmediato. A pesar del paso del tiempo, no había cambiado nada: el mismo corte de cabello, los mismos lentes, el mismo delantal. Entonces me acordé de los globos atrapados en la bocina del sonido local y giré la cabeza: ahí estaban, pero, a diferencia de la última vez que los había visto aún siendo niño, lucían desinflados, por lo que apenas podía distinguirlos. Los miré durante un rato, pensando que eran la metáfora perfecta de mi vida y, también, de la de mi padre: dos vidas atrapadas en su vacuidad, abatidas, agónicas. Entretanto, uno de los equipos saltó a la cancha... Cuando la mayoría del público -incluidos mis amigos- comenzó a ovacionarlo, sin decir nada, sin despedirme de nadie, me levanté de mi asiento y me largué de aquel lugar.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   10:47 a.m. Faltan ocho minutos para que comience el eclipse parcial de Sol en la Ciudad de México y, en el salón 102 de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, en Ciudad Universitaria, una profesora, sentada sobre el escritorio en posición de flor de loto, imparte clases a siete alumnos que no le quitan la vista desde su respectivo pupitre. Uno pensaría que este caso es único, pero no: en los salones 104 y 112, así como en los marcados con el 204 y el 205 -estos últimos llenos hasta el tope- tampoco se han interrumpido las clases, todavía… Entretanto, por los pasillos y escaleras que desembocan en el “aeropuerto” transitan cada vez más jóvenes que buscan la salida. Les urge estar a la intemperie para presenciar, en vivo, el fenómeno astronómico más importante del año. En cambio, otros -los menos- deciden permanecer frente a los balcones que dan a Las Islas, desde donde también podrán verlo en todo su esplendor. Afuera, la escalera que lleva al andador que conecta las facultades de Filosofía y Letras y la de Derecho luce atestada de gente que se dirige a Las Islas, donde miles de personas de todas las edades ya esperan -muchas de ellas resguardadas bajo sombrillas o pequeñas casas de campaña- el inicio del eclipse. Durante este lento trayecto, un padre le dice a su hijo pequeño: “No mires directamente el Sol, ¿de acuerdo?”   Advertencia 10:55 a.m. El Sol empieza a ser devorado por la Luna. Por todos lados se ve a alguien usar sus lentes especiales o su filtro de soldador del número 14, para admirar, sólo durante unos cuantos segundos, este extraordinario fenómeno natural. En la Facultad de Derecho, las clases continúan en las aulas “Lic. José de Jesús López Monroy”, “Dr. Raúl Ortiz Urquidi” y “Dr. Jorge Sánchez Cordero”, si bien es cierto que el número de alumnos que ocupa un pupitre en cada una de ellas va desde uno hasta no más de quince.Y en el Jardín de los Eméritos, bajo los árboles, varios grupos de estudiantes toman café, comen un sándwich o ven el eclipse en su celular. Justo frente al auditorio Alfonso Caso, en cuyo frontispicio está el mural La conquista de la energía, de José Chávez Morado, hay, sobre las baldosas del suelo, un charco de agua y, asomados a él, dos adultos mayores (hombre y mujer). -¡No miren el eclipse reflejado en el agua! ¡Puede afectarles la vista! -les advierte un hombre maduro que se les ha acercado. -¿Quién lo dice? -pregunta la mujer, un tanto incrédula. -Lo dicen los científicos de la UNAM -responde aquél. -¡Ah!   En estampida 11:42 a.m. En la explanada de la Facultad de Medicina se levanta una carpa frente a la cual se han formado dos filas muy largas de niños, jóvenes, adultos y ancianos que esperan a que les presten unos lentes especiales o, bien, una caja oscura, para ver el beso del Sol y la Luna. Los pasillos de la Facultad de Medicina están vacíos. De pronto, la puerta de un salón se abre y unos veinte estudiantes salen en estampida y bajan por una de las rampas del edificio principal. Se les nota ansiosos, apurados. Entonces, uno de ellos comenta: “¡Ya faltan pocos minutos!”   Punto culminante 12:14 p.m. La Luna cubre 79 por ciento de la superficie del astro rey, con lo cual el eclipse parcial de Sol en la Ciudad de México llega a su punto culminante. Ahora se hace más evidente el hecho de que la intensidad de la luz solar ha disminuido un poco -sólo un poco-, como cuando uno entra en una habitación y hace girar una perilla para bajar un poco -sólo un poco- la intensidad del foco que la ilumina. En la azotea del edificio principal de la Facultad de Medicina y en la del edificio B de la Facultad de Química, decenas de estudiantes con los ojos cubiertos con unos lentes especiales o un filtro de soldador del número 14 miran extasiados el eclipse... Enfundados en sus batas blancas, alrededor de doscientos cincuenta estudiantes de la Facultad de Química han invadido el patio del edificio A. Tampoco han querido perderse este gran acontecimiento astronómico. Una mujer ya mayor se aproxima a un grupo de ellos y les dice que si pueden prestarle un momento los lentes que están usando para observarlo. -¡Claro! -responde uno de aquellos jóvenes, y se los alarga. La mujer se los pone y alza la vista al cielo. Al cabo de unos segundos se los quita y se los regresa al joven. -¡Es maravilloso! -exclama, y luego agrega-: Creo que el próximo eclipse total de Sol que se podrá contemplar en México ocurrirá dentro de veintiocho años. Ustedes sí lo verán, pero yo ya no.   Regreso a la normalidad 13:36 p.m. El eclipse parcial de Sol en la capital del país finaliza. El gentío que abarrota Las Islas comienza a moverse en distintas direcciones. Paulatinamente, todo vuelve a la normalidad, una normalidad que se manifiesta en las palabras que un estudiante les dirige a unos amigos: “Me voy. Nos van a pasar lista otra vez...”
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