La probabilidad, el albedro o las barajas: Captulo 23. Era el primer sentimiento, no el segundo.
Publicado en Aug 11, 2018
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EXTRACTO DE LA NOVELA: La probabilidad, el albedrío o las barajas.
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23.     Era el primer sentimiento, no el segundo  
       Llegamos y las puertas principales del colegio estaban abiertas. Subimos las escaleras hasta el segundo piso y desde fuera de nuestro salón parecía estar vacío. Nos asomamos para mirar dentro. El Camello, con tres de sus colegas de otras aulas, jugaban a algo en el fondo de la pieza.  Asustado recogió unos dados, pero el cerciorarse que éramos nosotros los volvió a soltar. No me dirá nada si estaba con Jimena, eso pensé. 
—No te olvides los dos soles de mañana —habló con su voz ronca.
No le contesté. Nos retiramos de la puerta, mientras que Jimena me miraba como esperando le explicara si se los daría. Cambié su interés en otro tema.
—¿Me esperas en el salón? voy al otro pabellón a buscar a los muchachos.
—¿Con este dentro...? Voy al quiosco, mejor. 
—¿A comprar esa mierda? —pregunté malicioso.
—Es para la noche. Me gusta fumar frente al mar.
Me acordé de Chuleta.
—Perdón. ¿Tienes dos soles?
—Sí, pero no serán para éste mierda -señaló dentro del salón-. Lo que va a recibir de mí serán dos cachetadas.
—No, por favor.
—Vas a dar el examen de Historia, ¿verdad?
Soltó las monedas en mi palma.
—¡Ya que lo he estudiado…! Ya vengo.
No tuve que buscarlos mucho, los vi desde arriba. Estaban en mi pabellón, debajo del tablero de básquet hablando, en medio del gentío, con Pancho. El auxiliar cogía la cadena de su podenco que a ratos ladraba, mientras en la otra sujetaba algo, tal vez las barajas, pensé. Saludé al estar cerca. Ninguno respondió, salvo el perro con sus ladridos.
—¡A lo dicho! Si te veo de nuevo apostando en el colegio, te expulso.
Expresó Pancho a Chuleta y se fue con su perro camino a la escalera hasta desaparecer.
—Si te veo te expulso —Pipi, con parodia afeminada—. Chupa pinga, me hubieras dejado las cartas, al menos. Que te vea en el Pez Espada borracha, buscando muchachitos, te voy a fotografiar y las pondré en el mural principal. Ya lo verás, rosquetón. Y encima me quita mis cinco soles, el muy pendejo.
—¿Qué ha pasado? —pregunté.
Chuleta volteó a mirarme muy extraño.
—Pancho le ha quitado sus barajas —Pipi me respondió—. Vámonos y terminemos esto.
—¿Cuánto estimabas ganar? —pregunté a Chuleta, mientras buscaba las monedas—. Aquí tienes dos soles, por lo menos.
Se los puse en una palma. Él me miró boquiabierto. Empezó dócil y terminó riñendo.
—Por favor, Campanita, no digas cojudeces. 
—¿Qué he hecho ahora?
—¡Psss! —Pipi, con un índice en sus labios—, no has hecho nada. Solo no hables y vámonos.
Y nos fuimos sin rumbo. ¿Y yo tenía que callar, así por así? A veces el silencio es sabio. Ya solo faltaba un día y no necesitaría sus ayudas. Sabía que debía de callar, y no por ese por favor que no valía nada, sino para no irritar a Pipi de no sé qué. Pero, una cosa era dejar de hablar y otra era que te cierren el pico sin razón. Y estos siempre lo hacían, sobre todo Pipi. Esa impotencia se transformó en orgullo para seguir hablando cualquier cojudez. 
—Tiburón no vende droga. Es el padre de Ajito. Y en el quiosco del colegio.
Chuleta no me miró, ni respondió. Pipi nuevamente llevaba su índice a sus labios. Volví a hablar, más curioso que ofendido.  
—¿Qué es El Pez Espada?
Chuleta volvió a empuñarme su mirada. Sí, mejor me callaba. Dejé a un lado mi orgullo antes que estropeara mis planes.
Llegamos al primer patio. Ningún niño jugaba en su recinto. En ese pabellón solo había oficinas del personal administrativo, la biblioteca y el salón de Artes que estaba vació. Entramos en él y nos sentamos al final del mismo. Chuleta se había serenado; él empezó el diálogo.
— Al grano. Lo que se diga hoy, será. Mañana tengo exámenes finales y quiero aprobar los dos. No quiero repetir otro año más. —Se volvió a mí para decirme—. Ya le he contado a Pipi lo del Pitbull y …
Le interrumpí dirigiéndome a Pipi.
—Yo le he dicho que no es necesario; que nosotros podemos…
Igual me objetó Chuleta.
—¿Qué no es necesario? Desapareces dos días, sin llamar, nos preocupamos nosotros de tus asuntos —empezaba a elevar su tono— ¿y encima vienes ahora a decir que no es necesario? ¿Qué cosa no es necesario pedazo de …?
—Ya para, Chule. Así no llegaremos a ninguna parte — Pipi intervino en el momento preciso—. Lo del Pitbull no está mal, después de todo.
Culminó Pipi mirándome.
—Solo quería menos gente en esto, pero si ya está dicho, que sea así —rematé. 
—Lo siento. Este cabronazo me ha quitado las cartas y los cinco soles. Y me revienta la calma.
—Los cinco soles te los debo yo si te ha molestado —hablé, no sé por qué.
—¡No, Gabriel!, lo siento yo. Discúlpame. Tú no tienes la culpa de nada, porque nunca entiendes nada —susurró Chuleta, enterrando su frente en el pupitre.
Miré a Pipi que encogía los hombros. ¿Y ahora qué? Me pregunté intrigado. Podía sacar ventaja de esa disculpa, pero, ¿para qué? Si la sentí verdadera e inmediata. Perdonarse los defectos forma parte de la amistad. ¿Cuántos defectos me verían ellos? Nunca les pregunté. Serían muchos. Aun así, estaban allí para extenderme una mano y yo despreocupándome y dejando en ellos el peso de mi desagravio. Las diferencias de carácter, ¡eso es todo!, pensé.
—No pasa nada, Chule.
—¡Claro! Hasta que pasó al venirte a buscar —dijo Chule incorporándose de un brinco.
—Ya está bien. ¿Qué me quieres decir? Ve al grano.   
—Campanita, ¿no te das cuenta? Pasas por completo de nosotros: martes y miércoles, ni viniste —intervino Pipi, reflexivo— y nosotros te llamamos. Tú, nunca. Todo está preparado como si fuera asunto nuestro. Quedaste en buscarnos en el taller antes de la segunda hora que ya casi se acaba. ¡Y nada! Al ver que no venías, hemos tenido que venir nosotros a tu propio pabellón… ¿Qué más quieres, Campanita? ¿Qué te limpiemos el culo?
—Demoré por mi…
—¿Por tu abuela?  —increpó Pipi—. Si te hemos visto llegar con la narizona. No somos tan cojudos, Gabriel.
—Somos tus amigos, Campanita. No nos utilices. Aún confío en ti. Tanto Jimena, Jimena, Jimena. Y a nosotros, una mierda. Ya está bien —censuró Chule, muy sereno.
—Discúlpenme. No es así como lo piensan.
Entendí el sofocón de Chuleta. Las barajas y los cinco soles no eran para tanto. Era yo. Desnudaron mi dejadez. Viéndome en tercera persona actuaba con un talante que ni a mí me gustaba. Qué bofetada emocional. A su manera me hicieron sentir un ser frío con la amistad y mis asuntos: les tocaba la puerta, conseguía sus servicios y me mantenía al margen. Pero así no era, aunque lo pareciera. Mi abuela enferma y Jimena no eran pretextos suficientes para mi indiferencia. Mi actitud tendría que cambiar si en verdad quería mantener la recuperada confianza de mis amigos.  ¿También les hubiera ayudado si me lo hubieran pedido? Y los quería mucho, así no se los demostrara; ¡yo solo me entiendo! La impotencia o la vergüenza me transformaban en empático, torpe y desatento. ¿Por qué no podía arreglar por mi cuenta mis problemas?, me decía. Ellos no veían mi sentimiento interno, sino el segundo, el que exteriorizaba mi conducta. Tarea difícil explicarles en aquél momento mi especial comportamiento. Así que no dije más, pero en secreto los quise tanto, en ese mismo instante, con un sentimiento profundo, aunque fingiera con otro superficial. Esperaban a que dé más explicaciones. Chuleta zigzagueó de un lado a otro del salón hasta terminar acercándose a la ventana que daba al mar. Miró su reloj. Faltarían escasos minutos para el cambio de hora. Su mechón cano se agitaba al vaivén de la brisa marina.
—Lo tenemos todo preparado. Nada se cambia —giró a mirarnos, se llevó los dedos en rastrillo para peinar su cabellera—. Gordo, no olvides que tú lo empujas.
—Esa es mi tarea. Se me da muy bien —rio mirándome. Lo miré sin expresión—. Ríete, carajo. Cambia esa cara. Sentido del humor.
—Mañana quedamos en Plaza de Armas a las dos y media. Allí nos espera el Pitbull. ¡Y tú, Gabriel!, como dijimos, no vengas con la tetitas —sus índices fueron unos pezones en su pecho—. El Camello volverá de la playa bien borracho como a las tres o a las cuatro. Lo cogemos a espaldas de la iglesia. Y todo acabado.
—Está bien, Chule, pero…, ¿y yo qué hago? —me miró impávido por unos segundos e ignorándome, luego, continuó sintetizando.
—El gordo lo empuja y una vez en el suelo solo quedan los golpes. No traeré el palo de policía de mi padre. Seguro que un solo puñete del Pitbull lo noqueará. En el suelo solo le damos golpes en la cabeza y las piernas. Que no se toquen órganos vitales, ni en el pecho, ni el estómago. Sé lo que digo.
—Sí, Chule, ¿y yo qué?
—Si se queda dormidito le das un besito de buenas tardes —Pipi y su sátira, pero dio un giro—. Nada. No tienes que hacer nada. Tómalo como un regalo de tus amigos.
—¿Y la nota de …?
—No lo veo necesario, Gabriel —frenó Chule indolente.
Y yo que estaba entusiasmado en ponerle esa leyenda.
Ya más relajados, con el sosiego que da volver a tener el control, hablaron de otras cosas. Yo seguía repasando en mi mente lo del día siguiente, hasta que llegaron sus bromas, pesadas, por cierto.
—Campanita, tú siempre callado. ¡Anda!, dinos.  ¿Te estas tirando a esa narizona loca? —dijo Pipi y estallaron en risas.
—Preguntar otra cosa.
—¿A que te mete su nariz por tu culo? —el insolente de Chuleta.
—No seas degenerado.
—Se le ve que tiene unas buenas tetas. ¿Se las has chupado? —turno de Pipi.
—La he visto en El Pez Espada; debe ser una experta —señaló Chuleta.
Eso me dolió sin saber aun lo que era ese lugar, pero no había tiempo para más, sonó el timbre de final del recreo.
—Me voy. Tengo examen. 
—Campanita —me detuvo Pipi—. Si tienes, tráeme, por favor, una llave inglesa, la más grande que tengas. Mañana a segunda hora tengo examen final de mecánica y en un descuido en el taller, mientras iba al baño, me han soplado la maleta entera de mi tío. Tengo algo de herramientas mías, pero solo me falta esa llave.
—¡Claro! Hoy ceno con mi padre y le pregunto. Seguro tenemos una en el sótano.
—No te olvides. Es para mi final.
—Es difícil, pero procuraré esta vez no fallarte. Lo prometo.
—Toma Campanita —Chuleta sacó del bolsillo de su camisa blanca una baraja. Era el As de corazones—. Esta carta nadie me la quita. Es la de mi suerte y mañana te la dará a ti, con nuestra ayuda, ¿estamos? ¡Choca esas cinco! y entre nosotros no ha pasado nada.
Resoplé emocionado. Por primera vez delante de ellos sentí una turbación interna, como si una bola de emoción subiera desde la boca de mi estómago, pasara por mi tórax y se anudara en mi garganta. No pude evitar una tonta lágrima. Me miraron atónitos.
—Disculpen amigos. No sé por qué mierda me comporto así. ¿Nunca les he dicho lo mucho que los quiero? Pues los quiero —hablé desde dentro, gimoteando.
—¡Ya vez Chule? Este es el verdadero Campanita —dijo Pipi como si él tuviera ese escáner que descifra mi interior.
—Lo sé gordo. Lo sé, por eso sigo como un cojudo con el plan.
¿Quién entiende a la amistad? Los muy pendejos se estrecharon miradas y soltaron a reír. Y se fueron abrazados cantando: «Campanita maricón, maricón, maricón. Campanita maricón …»  Apreté los dientes y los puños de coraje. Me había delatado con el primer sentimiento, pero terminé con una calma interna al intuir que en algo entendían a este loco, que me conocían más de lo que yo creía, y que sabían que los querría, a mi manera, por siempre.
Regresé al salón con una rara calma por volver a tenerlo todo atado. El Camello no me molestaría jamás los pocos días que quedaban en el colegio. Dejaría de joder a medio Paita por un tiempo. Por algún medio le haría saber que yo estaba detrás de todo, así lo mantendría a raya. Por fin se haría justicia o consumaría mi venganza. Sea lo uno o lo otro deseaba actuar desde que vi su colosal bota en la cabeza de Ajito. Elegiría la justicia, aunque venganza fuera lo que escuchara por dentro. Parecen lo mismo, pero no lo son. Si lo veía como venganza no me proveía regocijo, aunque tuviera algo agradable. Era como estar hambriento y comerse un plato que no te gusta, y frío. Pero siendo mi vida como lo era en el colegio, más en esa última semana, con muchas heridas abiertas, era un sentimiento anhelado. El Camello subía las escaleras. También iría a dar el examen de Historia del Perú. Sonreía al verlo entrar al salón de clases. Sí ..., la justicia disfrazaría mi venganza. ¡Por fin!, a solo un día, horas, y todo se acababa.  
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
  
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Descripción

Captulo del manuscrito: La probabilidad, el albedro o las barajas.

Palabras Clave: samont sandro montes la probabilidad el albedro o las barajas.

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Ficcin


Creditos: Sandro Montes

Derechos de Autor: Sandro Montes

Enlace: http://www.megustaescribir.com/obra/64381/la-proba


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