La probabilidad, el albedro o las barajas: Captulo 4. El Camello.
Publicado en Jul 28, 2018
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EXTRACTO DE LA NOVELA: La probabilidad, el albedrío o las barajas.
http://www.megustaescribir.com/obra/64381/la-probabilidad-el-albedrio-o-las-barajas 
 
 


4.     El Camello  

Antes de cruzarme en el camino de Mauricio Cortez era un compañero más con el que coincidí en mi último año de clases. En el colegio no había quién desconociera sus desmanes. El respeto del miedo no es el de la admiración. Cortez tenía el poder de hacer enterrar las miradas de todos cuando entraba al salón, él lo sabía. Su mayúsculo alarde, de ese último año, consistía el haberse librado de una emboscada justo al salir al recreo, a vista de todos. Cuatro chicos de tercero de secundaria se plantaron frente a la puerta del salón esperando su salida. No terminó de decirles a los gusanos que se aparten de su camino, cuando uno lo cogió de un brazo, otro, del otro; un tercero se prendió de sus piernas como un pulpo y un boxeador se disponía a darle el golpe al saco. El Camello prensó sin aprietos sus brazos hacia su cuerpo, como una brazada de remos, arrastrando a los adheridos muñecos. Bastó solo una explosión de fuerza y dos monigotes acabaron por el suelo. Con sus manazas se deshizo del pulpo. Al ver el púgil que a su saco le salieron brazos se esfumó por los pasillos. «Lo que te has perdido mientras fuiste al baño», me dijo Jimena.   Mientras no me tocara un pelo poco me importaba, pensé.
Sus fechorías eran rumores insignificantes para mí: «El Camello me ha quitado mi bocadillo»; «El Camello me ha pedido dinero»; «El Camello le ha pegado a uno de tercero». ¿A qué colegio iba si nunca veía nada de esos hechos?  Pero basta que tires de la madeja… A mí nadie osaba molestarme; ni él, siquiera, al principio. Todos sabían que yo era el nieto de Amanda, la profesora de primaria y de historia del Perú y de geografía, en la secundaria, que solía desaprobar a todos los alumnos. Amanda empleaba el mismo perfil en el colegio que mi padre en su lancha. «Es una hija de puta», «allí viene la cara de estreñida», «ese es su nieto», qué cosas no se decían de ella. Ese aborrecimiento o respeto hacia ella se extendía a mí por esas causas que no llegamos a saber del todo. Si me sentaba en un pupitre doble, nadie quería sentarse a mi lado. En el recreo o a la salida del colegio, nadie me invitaba a jugar fútbol en su equipo.
Así que, en la secundaria casi no tuve amigos, era un niño solitario, pero a gusto conmigo mismo. En realidad, no me consideraba un antisocial, menos un niño tímido, pero en el colegio mi conversación adquiría más un sentido práctico, Buenos días, ¿me prestas un lapicero?, o, ¿Sabes si ha venido el profesor de…? Hablaba más con la gente mayor. Si ya no estaba consciente mi abuela, lo hacía con mi padre, en sus visitas; con Currito, cuando estaba en el muelle, aunque no lo veía hacía unos meses; o con Martita, por las tardes en el lonche o en el cuarto de planchar. Sus historias me resultaban más sugestiva. Podría siempre haber buscado a Chuleta y Pipi, pero desde lo del empujón…
Ese ritmo monótono en la secundaria se rompió cuando conocí a Jimena. Y mi ansiedad con el Camello, con intermitentes sobresaltos, tuvo fecha de inicio, justo los últimos meses de culminar la secundaria. Desde los inicios de ese último año acompañaba a Jimena hasta su bar y luego iba a casa o seguía hasta el muelle para esperar a mi padre. Por las tardes nos reuníamos, de nuevo en su bar, para hacer las tareas o estudiar los exámenes. Pero, mi vida adolescente volvió a dar un giro desde mediados de ese último año. El cáncer de mi abuela dio cara y la tumbó en la cama para no levantarse jamás.  Casi por contagio enfermé de ganas: los estudios, las tareas escolares y de casa; las personas, la luz de la calle, la vida fuera de casa me resultaba un agobio. Ni tan siquiera Jimena tenía el poder para empujar a mi alma sentada a mi espalda contemplando horas felices. En algo si ayudaba: en espantarme al Camello y a hervirme las hormonas.  
Yo había cumplido en noviembre dieciséis años y el Camello ya tenía dieciocho. Se sentaba en un pupitre individual en el centro del salón de clases; cuatro filas más atrás, en la última, se sentaba Jimena. Si él daba un giro a su cuello de cuarenta y cinco grados a su derecha se encontraba, a veces, con mi mirada serena e indiferente mientras que, a él, casi siempre, le acompañaba una sonrisa glacial.  Mi martirio escolar empezó aquél primer lunes de noviembre en que no vino Jimena al colegio. Como desconocía el porqué de su falta decidí ir como un rayo, al término de clases al bar de su madre, por si le había pasado algo. A plena salida, en las puertas del colegio, una muchedumbre de muchachos hacía un círculo y azuzaban a alguien diciéndole «pégale al chino, patea al jalado». Bongo entró huyendo al colegio, con el rabo entre sus piernas; Tiburón se marchaba empujando con prisa su carrito de sándwich. La escena atrapó mi curiosidad. Me acerqué y pude ver a mi compañero de clases Mauricio Cortez, con el dorso descubierto, reduciendo a Ajito Camuso, el hijo del japonés del quiosco, quien terminó en la tierra revuelto de polvo. Cinco chicos, secuaces de Cortez, dentro del círculo, procuraban que nadie salte a defender al infortunado descendiente oriental. Entre el bullicio escuché a Cortez decirle que a partir de ese instante le tenía que dar tres soles todos los viernes, para defenderlo o dejarlo en paz. La turba seguía avivando, «pégale, pégale, pégale…».  
—Si te los voy a dar, pero déjeme ir —suplicó Ajito, con su cabeza entre el polvo y unas tremendas botas militares.
La escena me conmovió más porque el sol, de lleno, daba en la cara de Ajito. Parecía estar viendo una película de bandoleros.
—No, mejor me darás cinco soles porque tu padre vende la mierda esa y tiene dinero.
¿La mierda esa? ¿A qué se refería? Se me esfumó rápido la curiosidad cuando hablo Ajito.
—¡Está bien!, te los doy, pero déjame ya, por favor.
Le había dicho por favor, pero ni incluso así el Camello se ablandó.
Era innecesario lo que hizo Cortez, levantó la mirada y la giró de oreja a oreja hacia el gentío. Ya se había asegurado que le darían el dinero, pero quizá quería rematar su espectáculo obedeciendo al clamor del remolino humano, como si fuese un gladiador vitoreado en un anfiteatro para dar muerte o indulto a su competidor. Él era temido, odiado y respetado por esa turba. Su ego y reputación crecía con los halagos de sus aduladores. No los podía defraudar.  Retiró el pie derecho de la cabeza de Ajito y con esa misma bota se preparó para patearlo en las piernas. Ajito se encogió como una oruga advirtiendo el dolor, con lo que el puntapié fue a parar en sus genitales: soltó un alarido de dolor al que siguió un llanto. Yo no podía soportar ese circo, un circo, pensé.
—Ya está bien —grité como nunca.
Todos los serviles enmudecieron. Los secuaces del Camello no me detuvieron cuando dejé sobre la tierra mi mochila y caminé hacia el adolorido.  Cortez me miraba boquiabierto.
—Esto era innecesario Cortez —proseguí clavándole la mirada, cara a cara.
—¿Pero qué mierda haces? —dijo Cortez.
—¿Ya has terminado tu espectáculo? ¿No ves que ya lo has reventado? —Señalé con mi cabeza hacia Ajito—. Ahora vete y déjalo tranquilo.
La multitud solo miraba, enmudecidos. Levanté la vista y en el redondel humano vi a Juanito. Estaba como enojado. Supuse, solo al verlo, que me había metido en problemas. No me importaba, ya había actuado. Tenía que seguir procediendo con frialdad y rapidez, manejando la situación. No debía de manifestar el más mínimo temor.
—¿Pero qué carajo dices? ¿Quién te crees para atreverte a darme órdenes? —dijo Cortez, reposando sus manos en sus caderas.
Frente a frente pensé, por un instante, que me daría un recto de derecha. No lo hizo. Ajito no lloraba de impotencia, sino de dolor. Me conmovía verlo llorar, más aún por esas circunstancias. Me acerqué sacándome un pañuelo y me incliné para limpiarle la cara llena de polvo y lágrimas, para volver a levantar mi mirada desde mi posición, fruncir la frente y volver a repetirle:
—Esto era innecesario, Cortez.
—¿Qué dices, mi vida? —habló con cierta gracia.
Quizá quería recuperar el control. Mi intervención no estaría en su guion.
—Que la patada era innecesaria. Y te lo pidió por favor. Eso te quiero decir, imbécil —lo grité a todo pulmón.
El Camello enmudeció, me miró irritado enseñando sus dientes del color a vela ahumada. Oprimía sus puños para resaltar su musculatura. Un golpe de aire caliente levantó un poco de polvo que respiré con molestia. Su pandilla lo observaba como esperando recibir alguna orden. Pero a los pocos segundos el círculo empezó a deshacerse. Cortez perdía público hasta que solo quedaron sus seguidores y Juanito. Sin público Cortez parecía perder la chulería, su ímpetu abusivo, daba vueltas sobre su sitio como un perro intentando morderse la cola. Uno de sus incondicionales se atrevió a decirle que era hora de marcharse antes de que salga algún profesor y los llevara a la Dirección.
—Ya nos veremos muchachito. Te has buscado problemas. No sabes con quién te has metido.
Yo había pensado lo mismo solo al ver a Juanito entre el público. Tal fue mi sorpresa al discernir que estaba de mi lado. Juanito miraba furioso, pero no a mí, sino al Camello. Sería la primera vez en que su aparición no me infundía un mal augurio.
—Nos volveremos a ver, ¡seguro! Estamos en el mismo salón —dije encogiendo los hombros. 
Se alejó dando pasitos hacia atrás, manteniendo el ceño fruncido y una sonrisa zorruna, hasta que desapareció por completo. Juanito se había esfumado sin darme cuenta.
Ayudé a Ajito Camuso a ponerse de pie y le limpié el polvo en su ropa. Supuse que el dolor físico lo tendría por unos días y su autoestima se le vendría abajo, a ratos; más aún cuando tendría que pagar esos cinco soles cada viernes. No hacía falta que me lo dijera. Ajito era un joven tímido y educado. Me olvidé de ir a ver a Jimena ese día. Preferí acompañar a Ajito algunas calles en dirección a su casa y le aconsejé que hablara con sus padres para que pongan una queja al director del colegio. Por temor a otra paliza y por otra causa noble nunca lo hizo. Él pagaría los cinco soles los viernes a la salida del colegio y esperaría culminar su calvario al término de ese año escolar. Solo serían un mes y medio y todo se acabaría.
Ese mismo fin de semana me lo encontré comprando fruta en el mercado. Me dio las gracias por socorrerlo. «Por favor, nunca le cuentes de esto a mi padre», me dijo. Tan solo haría falta pedir un favor a su colonia —giró el pulgar derecho hacia abajo, como enterrando una espada en la arena, mientras me lo decía— y el Camello desaparecería sin dejar rastro. No quise preguntar cómo lo harían. Me conmovió descubrir que Ajito, después de todo, tenía algún resquicio de piedad por ese imbécil. Permitía el ultraje de aquél estúpido a consentir que lo mataran. Esas fueron sus palabras. «Créeme, si te digo que son tan profesionales que lo matarían sin dejar rastros.» Yo tragué saliva al escucharlo.  Desde aquél día Cortez dejó de ser tal para mí y pasó a ser el Camello. No merecía mi respeto. «Te debo una. No dudes en buscar mi ayuda si es que la necesitas, por más pequeña que sea», dijo Ajito. Nunca se la pedí, pero se habría sentido tanto en deuda conmigo que me hizo justicia y me enteraría de ello pocas semanas, después. 
A una semana de ese incidente, en horas del recreo, iba de camino a la biblioteca para pedir prestado un libro de historia del Perú. El colegio era grande, pero pequeño a la vez. Después de sus amenazas adquirí una prevención inconsciente: si iba solo miraba al frente, atrás y a los lados, antes de dar un paso. Empezaba a vivir intranquilo, pero aún no era el tiempo de ansiar un desquite. Eso sería más adelante. En el colegio no podías esconderte por siempre. Dentro del salón no había molestias. El Camello no se atrevía a ponerme mano encima a vista de todos. El problema era en el recreo o a la salida, pero en ese último año casi siempre me acompañaba Jimena que, por alguna razón que desconozco, repelía al Camello. ¿Sería por la expresión siempre agreste de Jimena? Tal vez.
Apenas bajaba las escaleras y Juanito terminaba de subir la misma por mi derecha. ¿Juanito? Ni me mira. ¿Qué problema tendré ahora?; no terminaba de preguntármelo cuando tropecé de frente con el Camello en el descansillo, que subía con cuatro de sus compinches.
La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida, hay Dios —dijo entonando.
Una de sus manos fue a mi muñeca izquierda; la otra, al lado izquierdo de mi cintura.
—¡Pero, qué haces?
—¿no te gusta bailar salsa, muñequita?
Me zarandeó. Desde muy niño me enseñaron a controlar mis miedos. Intenté emplear la fuerza para liberarme. Fue una tarea imposible. El Camello era muy fuerte. Sus amigos reían. Algunos alumnos subían y bajaban las escaleras. Nadie se metía. Me arrinconó como a un saco a la pared. Cogió mi camisa a la altura de mi pecho y uno de sus puños se perfiló en ángulo recto hacia mi cara. «Estás frito, pescadito», dijo empapado de rabia. Lo que tenía que ser sucedería. No me inmuté, ni me encogí como Ajito Camuso antes de advertir el golpe.  Solo estaba indignado. «La libertad de alguien termina donde empieza la libertad de los demás», decía Amanda cuando algunos de sus conceptos de libertad los sentía amenazados. Nunca me hubiera atrevido a semejante atropello con uno más débil que yo. Justo en ese instante, mirándolo a los ojos y sin libertad de maniobra, vi digno mi instinto de vengarme. La fuerza no sería el recurso que yo emplearía contra el Camello, sino la astucia, aunque no en aquel momento.
—Déjame, imbécil, que no te he hecho nada.
Otros alumnos intentaron subir por la escalera, pero al ver la escena desistieron.
—¿Tu abuelita no te ha enseñado a no meterte donde no te llaman?
—Vete a la mierda.
—¿No me tienes miedo?
—No —respondí a secas.
Tenía su peculiar sonrisa forzada y sus cejas arqueadas.
—¿Sabes que eres un bicho raro? ¿Quién carajo te mandó defender al japonés? Eso fue un error. ¿Y la loca de tu enamorada con la que paras de arriba a abajo? Esa es otro bicho raro.
—Si vas a pegarme hazlo ya y terminemos todo. Ya veré cómo…
—¡Cómo qué? ¿Me estás amenazando? ¡Ja, ja, ja! —fingía reírse—. Escuchen, este mequetrefe me está amenazando.
Su pandilla carcajeó para seguirlo. Si quería pegarme ya lo habría hecho. Demoraba mucho en dar el golpe. ¿Por qué no me pega de una vez?, pensé, hasta que sonó un pito.
—Cortez, deja al chico.
Era el auxiliar Pancho, desde arriba. Los amigos del Camello se hicieron humo escaleras abajo. Cortez miró a Pancho que seguía con el pito en la boca. Volvió a mirarme, soltó mi camisa y bajó el puño
—¿Pasa algo muchacho? ¿Te molesta Cortez? —inquirió Pancho.
—¡No!, no es nada auxiliar, solo hablábamos, me enseñaba a bailar. Eso es todo —respondí muy serio, mientras le hacía un guiño cómplice al Camello.
—¿A bailar? Así que bailando. ¡Bueno, bueno! ¿Hoy me han visto la cara de tonto? Lárguense de mi vista, ahora mismo, antes que los haga bailar de verdad —gritó encendido.
—Muy astuto, pero nadie te libra de la paliza que te espera.
El Camello habló en voz baja, sin mover los labios ni los músculos de la cara, antes de esfumarse hacia abajo. Yo lo hice hacia arriba, renunciando a ir a la biblioteca. Pasé por el lado de Pancho.
—¿Cómo sigue tu Amanda? —preguntó estando a su alcance.
—Bien.
—¿Por qué proteges a esa mierda? —seguí caminando. No quise responderle. Volví al salón de clase. 
Sentado en mi pupitre profundizaba en que ya era tiempo de ir pensando en algo. En cualquier momento sería víctima de sus puños y sus patadas. Algo tengo que hacer, rumiaba. El Camello iba a por mí y yo no permitiría que me tenga en estado de permanente vigilia. Me resultaba incómodo, molesto y vergonzoso vivir así. ¡Pero…!, ¿a quién recurriría? Qué importaba. Lo sustancial era que fui consciente que debía de hacer algo en cualquier momento. Mi primera avidez de venganza me asfixiaba. Cuál fue mi sorpresa el descubrir la frialdad con la que decidí llevarla a cabo.
 
Lo que acrecentó mi decisión fue el abuso hacia el perro del auxiliar. Bongo era un canino dócil, bonachón y sin pedigrí del colegio. Solo cuando acompañaba al auxiliar Pancho ladraba embravecido a los alumnos que este reprimía. «Nadie se meta con mi podenco», decía Pancho. ¿Podenco?, me preguntaba con sátira. Se notaba que lo adoraba. No era más que un perro chusco. Pancho no sabía que quien iba a matar al perro, de susto o de hambre, sería el mismo Camello. Cuando se abrían las puertas principales del colegio, al término de clases, el animal salía disparado, moviendo la cola y sacando la lengua, al puesto ambulante de Tiburón que siempre lo recibía con un plato combinado de pan, atún y tomate. El menjunje no le duraba ni cinco segundos. Un miércoles, a mediados de noviembre, las puertas del colegio se abrieron. El primero en salir como una bala fue bongo, directo a su plato. Jimena y yo detuvimos unos segundos la marcha para que el Camello y sus incondicionales tomaran distancia. Al pasar por nuestro lado me miró con desprecio y volvió su vista adelante. Se quitó la camisa y la llevaba en su mano izquierda. Tenía una descomunal musculatura. Arqueaba sus largos brazos y caminaba en balanza -un estúpido cinegenético-. Llegó hasta el puesto ambulante. A bongo no le dio tiempo de levantar la mirada. El Camello pateó el plato con asco lanzando la comida a todas direcciones como el estallido del Big Bang y llevándose consigo unos dos metros al perro adelante, que aturdido se incorporó para regresar aullando al colegio. Aún no había acabado el infame. Cogió un bocadillo del carrito de sándwich e invitó a sus colegas a que hicieran lo mismo, sin pagar, ¡claro! Tiburón tragó saliva y no les dijo nada. Hasta que prosiguieron su camino, como si nada hubiera sucedido.
Desde aquél suceso había enfermado de indignación, sin cura. No había día en que no despertara y me acostara pensando en él. No veía las horas de vengarme, aunque esa palabra no ritmara con mi talante. Aún tendría que venir otro desagradable encuentro para tomar en serio un desquite, mejor dicho, para empezar a prepararlo, incluso pidiendo ayuda si fuere necesario. O me curaba vengándome o moriría cobarde. Aquél siguiente suceso desquició mi sosiego, había llegado al fondo del pozo. Nunca habría imaginado que Jimena iba a sacarme de encima al Camello. No era machista, pero ¡que me defienda una mujer…! ¡Qué vergüenza! ¿Y si Pipi y Chuleta me decían que no? Los habría comprendido, pero sería la ocasión de recordarles, si fuere necesario, que había entre nosotros un juramento eterno; en mi caso una promesa.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
  
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Descripción

Cuarto captulo del manuscrito: La probabilidad, el albedro o las barajas.

Palabras Clave: samont La probabilidad el albedro o las barajas.

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Ficcin


Creditos: Sandro Montes

Derechos de Autor: Sandro Montes

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