• Adriana V. Caruso
Adriana V. Caruso
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  • País: Argentina
 
           Se paró frente a las cajas de la mudanza. Buscó los vasos de whisky y los apoyó sobre la mesa haciéndose lugar entre los papeles de diario. Abrió la puerta de la heladera y tocó el agua de la cubetera. El hielo estaba a medio hacer pero no diría nada. El amigo no se daría cuenta. Era un buen amigo después de todo, uno de esos que siempre están en momentos como éste. Vertió  el whisky en dos vasos, escuchando el líquido salir de la botella como la voz de otro buen amigo.          Apoyó los vasos sobre una bandeja y la bandeja sobre una silla.            –Ya vuelvo –dijo.           Fue a la habitación y se arrodilló al lado de la cama del hijo. Le gustaba mirarlo dormir. Un momento más, pensó, y luego apagaría la luz. Muy despacio, le quitó el libro que había quedado abierto sobre el pecho. Cuando terminó de deslizarlo por debajo de las manos, el hijo frunció los ojos sin abrirlos y cerró los dedos como pequeñas garras.          –¿Mami?          –Acá está papá.          El hijo volvió a relajar los párpados. El padre le acomodó la ropa de cama y apagó la luz.          Abrió la puerta del living y vio al amigo sirviendo otros dos vasos de whisky. Miró hacia la mesada. La cubetera estaba exactamente como la había dejado. Se imaginó al amigo abriendo la heladera, descubriendo que no había hielo y volviendo al living donde está ahora. Pero también se imaginó otra escena: se imaginó al amigo abriendo la heladera, descubriendo que no había hielo, poniéndose el abrigo, saliendo por la puerta y arrancando el auto para ir a comprar hielo a alguna estación de servicio. Porque eso era lo único que deseaba, algo de hielo para un whisky digno.            –¿Así que se atrevió a llamar a tu casa? Qué perra.          –¿Prendo la tele?         –Y contestó tu mujer… ¿Vos pensaste alguna vez que se iba a atrever a llamar?          –Claro que no. ¿Pido algo para comer? Capaz que pueden traernos hielo.          Encendió la televisión y puso un canal de videos. Bajó el volumen del todo y quedó sólo la imagen. Era un video en blanco y negro de los años ’80 que él conocía de memoria. La banda tocaba en el borde de un acantilado en el desierto. Había varios primeros planos del cantante con sus anteojos de sol mirando hacia el horizonte. El cantante sólo modulaba, sin sacar el aire necesario para cantar. Era ridículo, casi gracioso. Pero después de un rato, ya no le parecía ridículo sino distinto. Eso era todo. Distinto. Y empezaba a gustarle.             –Traje lo que prometí –le dijo el amigo apoyando en el piso los vasos que estaban en la bandeja. Allí mismo, sobre la bandeja, armó un cigarrillo–. ¿Ya se acostumbró a tu nueva casa? –preguntó levantando la cabeza y mirando hacia la habitación.          –Es la primera noche que pasa acá.          Los videos se sucedían sin comerciales ni presentadores. El living se había llenado de humo. Abrió la ventana y el humo se escapó hacia el aire fresco. Volvió a pensar en el hielo. Se sirvió otro whisky anhelando hielo más que cualquier otra cosa en el mundo.               –Ya vuelvo –le dijo poniéndose la campera.          Con las llaves del auto en la mano bajó el picaporte de la puerta de entrada, se quedó así un momento y luego lo soltó. Guardó las llaves en el bolsillo y con la campera todavía puesta fue a la habitación donde dormía el hijo.                Prendió el velador y se sentó en el piso. El hijo no se movió ni frunció los ojos. Los labios estaban separados y su rostro se notaba plácido. El padre se acercó a la boca del hijo y fijó la mirada dentro de la oscuridad más allá de los labios, oliendo y absorbiendo el aliento dulce y tibio.          Apoyó la cabeza sobre el brazo del hijo y cerró los ojos. Trató de imaginarse sus sueños. Llevó su mente de un lugar a otro, deteniéndose en momentos que habían compartido, en detalles que creía haber olvidado. Cuando abrió los ojos, la luz del velador se veía húmeda.            Fue en ese momento cuando prestó atención a lo que sus ojos habían estado viendo sin darse cuenta. La almohada del hijo era demasiado alta. Se paró, se sacó la campera, la dejó tirada en el piso y fue a buscar otra almohada a su habitación. Pasó la mano por debajo de la cabeza y la levantó lo suficiente para poder cambiar las almohadas. La cabeza suspendida en el aire era más pesada de lo que parecía. El hijo no se movió ni frunció los párpados esta vez.          Cuando volvió al living, el amigo estaba sentado en el piso, con la cara a veinte centímetros del televisor, sosteniendo el vaso inclinado. La ventana abierta dejaba entrar el canto de los pájaros a lo lejos. Fijó su mirada en un punto rojo que titilaba en lo alto de un edificio. Se sentía mejor. No estaba haciendo las cosas tan mal después de todo.  Todo va a estar bien, pensó. Luego, mirando el vaso vacío dijo en voz alta:           –Todo va a estar bien.   
Hielo
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