• Roberto Gutiérrez Alcalá
RAGA
Mexicano. Autor de los libros de cuentos La vida y sus razones y El corrector de estilo.
  • País: Argentina
 
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   Antes del mediodía, decenas de racimos de globos verdes, blancos y rojos ascendieron lentamente desde el foso del Estadio Azteca y, al cabo de unos minutos, se perdieron de vista entre el esmog y unas cuantas nubes que sobrevolaban el sur de la ciudad. Uno de aquellos racimos de globos, sin embargo, quedó enganchado en la bocina del sonido local que se alzaba a unos treinta y cinco metros de altura sobre el círculo central de la cancha. Después, en punto de las doce horas, el primer partido del II Mundial Femenil de Futbol -México contra Argentina- dio inicio. Sentados en una de las gradas superiores del Estadio Azteca, mi padre y yo, en compañía de otros ochenta mil espectadores, comenzamos a ser testigos de la manera más bien torpe en que las mexicanas y las argentinas se disputaban el balón. De tanto en tanto, aburrido por lo que sucedía en la cancha, yo volteaba a ver los globos atrapados en la bocina del sonido local y me preguntaba cómo podrían ser liberados. Finalmente, las mexicanas ganaron tres goles a uno a las argentinas, y mi padre, medio ebrio por las cervezas que se había tomado, me llevó a casa. Mi padre y yo también vimos los triunfos de México contra Inglaterra (cuatro a cero) e Italia (dos a uno), y su dolorosa derrota contra Dinamarca (uno a tres) en la final, y, en todos esos partidos, los globos enganchados en la bocina del sonido local no dejaron de atraer mi atención y despertar en mí el deseo de que alguien los ayudara a soltarse para que prosiguieran su vuelo interrumpido. El resto del año, mi padre y yo seguimos yendo, de tarde en tarde, al Estadio Azteca, y mientras él pedía su primera cerveza al vendedor de siempre, un hombre maduro, de cabello muy corto, con unos lentes de fondo de botella y un delantal verde, yo clavaba los ojos en aquellos globos e imaginaba que con el auxilio de una escalera de bomberos subía hasta donde se hallaban atascados y los liberaba. Casi sin darnos cuenta, mi padre y yo empezamos a alejarnos uno del otro. En aquella época, él era un hombre cada vez más encerrado en sí mismo, más taciturno, más desesperado; y yo estaba abandonando la niñez para entrar paulatinamente en un periodo incomprensible, confuso y lastimoso: la adolescencia. Por supuesto, las tardes en el Estadio Azteca cesaron, así como las idas a una taquería de la colonia Álamos y los paseos en coche. Años después, cuando mi padre ya había emigrado a otra ciudad para tratar de salir a flote y yo ya llevaba en mi contabilidad personal dos ingresos en una clínica psiquiátrica, unos amigos me invitaron al Estadio Azteca. Accedí de buena gana. No sabía qué equipos se enfrentarían, ni tenía interés en averiguarlo. Lo que yo quería era distraerme, olvidarme de mí mismo y de la realidad implacable que me cercaba día a día por todos lados. Compramos los boletos más baratos y subimos por las anchas rampas del Estadio Azteca a las gradas donde mi padre y yo solíamos sentarnos. Y tomamos asiento. Unos metros más allá vi al tipo que le vendía cervezas a mi padre: le estaba entregando a un cliente un vaso de unicel rebosante de espuma. Lo identifiqué de inmediato. A pesar del paso del tiempo, no había cambiado nada: el mismo corte de cabello, los mismos lentes, el mismo delantal. Entonces me acordé de los globos atrapados en la bocina del sonido local y giré la cabeza: ahí estaban, pero, a diferencia de la última vez que los había visto aún siendo niño, lucían desinflados, por lo que apenas podía distinguirlos. Los miré durante un rato, pensando que eran la metáfora perfecta de mi vida y, también, de la de mi padre: dos vidas atrapadas en su vacuidad, abatidas, agónicas. Entretanto, uno de los equipos saltó a la cancha... Cuando la mayoría del público -incluidos mis amigos- comenzó a ovacionarlo, sin decir nada, sin despedirme de nadie, me levanté de mi asiento y me largué de aquel lugar.
Por Roberto Gutiérrez AlcaláInspirados por los editores que le enmendaron la plana a Roal Dahl en Inglaterra, integrantes del colectivo “Lo bueno es enemigo de lo mejor” pusieron manos a la obra en México para modificar el título de dos de las canciones más famosas de Francisco Gabilondo Soler, mejor conocido como Cri Cri, el Grillito Cantor. “Puesto que hemos llegado a la conclusión de que ‘La negrita Cucurumbé’ es racista y ‘La muñeca fea’ discriminatoria, ya emprendimos las acciones legales necesarias para cambiarle el nombre a la primera por el de ‘Pequeña afrodescendiente Cucurumbé’ y a la segunda por el de ‘La muñeca con cualidades estéticas diferentes’. Estamos seguros de que nuestras acciones serán apoyadas por todas aquellas personas bien nacidas que rechazan el racismo y la discriminación en todas sus manifestaciones”, declaró el vocero de dicho colectivo en una rueda de prensa.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá  Una mañana, después de una noche atroz, aquel hombre enfermo percibió, sin ningún asomo de duda, que su final era inminente. Entonces reunió las pocas fuerzas que todavía le quedaban, abandonó su cama y con paso torpe, vacilante, se dirigió a la habitación que resguardaba su no demasiado voluminosa, pero sí muy variada y rica biblioteca. Una vez allí se dejó caer exhausto sobre el mullido sillón donde solía sentarse a leer y, mientras pasaba la mirada por el lomo de los libros de literatura, historia, filosofía... que había logrado reunir a lo largo de su vida y que lucían más o menos alineados en diversos estantes de madera, con voz apenas audible les dio las gracias por todo el gozo, por toda la alegría, por todo el consuelo que le habían prodigado desde su niñez, y, al cabo de un instante, expiró.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   Cuando la tía Carmela, una de las hermanas de la abuela Amparo, cumplió cien años, sus sobrinos le organizaron -en la casona que habitaba sola en la colonia Lindavista, en el norte de la ciudad de México- una fiesta-sorpresa a la que asistieron muchísimas personas. Y, como culmen de tan maravillosa y poco probable celebración, mandaron llamar a un sacerdote cercano a la familia para que dijera una misa en su honor. Pero éste, medio atarantado, sin saber bien a bien de qué se trataba, se presentó muy triste y compungido, y con los adminículos necesarios para administrarle la extremaunción.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   La abuela Amparo solía ser muy, muy despistada (recuerdo que llegó a calzarse un par de zapatos diferentes y a preparar agua de tamarindo enchilado), pero el colmo de su inagotable distracción fue aquella vez que, en compañía de mi mamá y las tías Irma y Esmeralda, salió del edificio donde vivía en la calle de Morena, en la colonia Narvarte, y con una avasalladora naturalidad le hizo la parada a un camión de la basura, lo que dio pie para que el chofer de éste le gritara cuando pasó junto a ellas: “¡No las tire, señora, todavía están buenas!”
Por Roberto Gutiérrez Alcalá El 4 de noviembre de 1970, luego de haber ganado las elecciones presidenciales realizadas dos meses antes con 36.6 por ciento de los votos emitidos, Salvador Allende asumió la presidencia de Chile, con lo cual se instaló en este país el primer gobierno socialista elegido por la vía democrática de la historia.Sin embargo, el proyecto socialista de Allende apenas duraría poco menos de tres años, pues el martes 11 de septiembre de 1973 -hoy justo hace medio siglo-, quien había sido nombrado por él mismo comandante en jefe del Ejército de Chile, el general Augusto Pinochet, encabezó un violentísimo golpe de Estado que le arrebató el poder.¿Cuáles fueron las consecuencias de este hecho atroz en la sociedad chilena? Rubén Ruiz Guerra, director del Centro de Investigaciones sobre América Latina y el Caribe de la UNAM, responde: “En primer lugar trajo llanto, dolor, terror, desarraigo, muerte…; en segundo lugar, la cancelación de los procesos democráticos, los cuales habían imperado ininterrumpidamente en este país a lo largo de cuarenta y dos años; en tercer lugar, no sólo la desaparición de quien había sido elegido democráticamente para dirigir el destino de Chile, sino también la suspensión del Congreso, la represión salvaje del pueblo, el férreo control de la prensa, la radio y la televisión, y, sobre todo, la ruptura brutal del tejido social. En esto último, por cierto, no se ha puesto suficiente énfasis. La instauración de la dictadura de Pinochet implicó que hermanos se pelearan con hermanos, amigos con amigos, compañeros con compañeros, y que quienes eran considerados revolucionarios o militantes de la izquierda fueran denunciados ante las autoridades militares, detenidos, torturados y, no pocas veces, ajusticiados… Y en cuarto lugar trajo la implantación de lo que ahora conocemos como el modelo neoliberal, que se basa en la reducción del Estado y el domino del mercado. Así, ciertas tareas que habían sido responsabilidad de éste, como el cuidado de la salud o la jubilación de los trabajadores, pasaron al ámbito de la iniciativa privada.” Intromisión estadounidenseSalvador Allende era un político de izquierda muy relevante que antes de ganar las elecciones de 1970 ya había sido candidato a la presidencia de su país en tres ocasiones (también fue diputado, ministro de Salubridad, Previsión y Asistencia Social, cuatro veces senador y presidente del Senado).Obviamente era visto con un enorme recelo por la oligarquía chilena, pero también por el gobierno estadounidense, que en ese entonces encabezaba el republicano Richard Nixon. Cuando Allende ya había ganado las elecciones presidenciales, pero todavía no asumía el poder, Nixon entendió que, en ese momento, uno de sus principales objetivos era impedir que aquél se convirtiera en presidente de Chile. La reciente desclasificación de los documentos del Archivo de Seguridad Nacional de Estados Unidos que contienen las transcripciones de llamadas telefónicas entre Nixon y su consejero de Seguridad Nacional, Henry Kissinger, así lo confirma.“Por supuesto, esto significó la canalización de recursos y la búsqueda de aliados dentro de la oligarquía chilena, el primero de los cuales fue Agustín Edwards, dueño del periódico El Mercurio. Así pues, Nixon financió una corriente de pensamiento y de acción crítica contra Allende. Recordemos que apenas había pasado poco más de una década desde el triunfo de la Revolución Cubana, la cual causó mucho miedo tanto a las oligarquías latinoamericanas como al gobierno estadounidense, y que, a principios de los años 60, John F. Kennedy había impulsado la Alianza para el Progreso, que establecía la necesidad de hacer reformas estructurales y económicas en América Latina. En esa época, las sociedades latinoamericanas eran tan desiguales o más que ahora... En Chile, entonces, se llevó a cabo una reforma agraria que buscaba, por una parte, evitar que el pensamiento de izquierda tuviera más seguidores y, por la otra, impedir que se formara una masa crítica de campesinos y que ésta apoyara a los movimientos armados de izquierda”, dice Ruiz Guerra. InestabilidadNo obstante, Allende logró llegar a la silla presidencial y poner en marcha una serie de medidas que permitieron al Estado ejercer una clara preponderancia en la regulación de la vida económica del país, por lo que el gobierno estadounidense, en consonancia con la oligarquía chilena, incrementó sus empeños para detener este giro hacia la izquierda.“Por eso se incrementaron los ataques de la prensa al gobierno de Allende y surgieron movimientos de derecha muy significativos, y, para colmo de males, los movimientos de izquierda entraron en un diálogo no democrático con ellos. Además -y esto es fundamental-, la oligarquía comenzó a hacer uso de sus recursos para generar no sólo inestabilidad política y social, sino también crisis económicas, y los militares chilenos se fueron dando cuenta y convenciendo poco a poco de que, en esas circunstancias tan inestables, ellos podrían intervenir eventualmente para resolver las cosas”, refiere Ruiz Guerra.A pesar de esa situación de inestabilidad política, social y económica, el 4 de marzo de 1973, la Unidad Popular -la coalición de partidos políticos de izquierda que lideraba Allende- obtuvo más votos de lo esperado en las elecciones parlamentarias: 44 por ciento, lo cual supuso un respiro para el presidente y sus seguidores.Con todo, este respiro se tornó miedo, agonía y muerte el 11 de septiembre de ese mismo año, cuando los aviones de la Fuerza Aérea de Chile bombardearon el Palacio de La Moneda, sede del poder ejecutivo de esa nación, y empujaron a Allende a suicidarse.“Es necesario subrayar que el golpe de Estado en Chile fue ejecutado por los militares chilenos, sí, pero con el apoyo tanto ideológico como económico del gobierno estadounidense.” Persecuciones, allanamientos…Hablar del golpe de Estado en Chile y de los diecisiete años de dictadura de Pinochet es hablar de persecuciones, allanamientos, detenciones arbitrarias, torturas y asesinatos.“En varios pronunciamientos, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha afirmado que estas acciones no fueron eventuales, sino sistemáticas y aprobadas por Pinochet. Ahora bien, según información oficial, del 11 de septiembre de 1973 al 11 de marzo de 1990, cuando la dictadura chilena llegó a su fin, hubo entre tres mil trescientas y diez mil personas asesinadas y desaparecidas (aunque el embajador estadounidense de entonces, Nathaniel Davis, escribió alguna vez que esta cifra podría oscilar entre tres mil trescientas y ochenta mil), así como cuarenta mil torturadas y doscientas cincuenta mil exiliadas”, indica Ruiz Guerra.Uno de los argumentos que esgrimen muchos chilenos para defender la dictadura que se instauró en su país durante diecisiete años es que el 11 de septiembre de 1973 estalló una guerra, un conflicto armado. “Después del golpe de Estado sí hubo algunos focos de resistencia en Santiago y otras ciudades, pero si tomamos en cuenta que para calcular el nivel de letalidad y violencia en un conflicto armado se recurre a la ratio (relación cuantificada entre dos magnitudes que refleja su proporción), y que por cada cuarenta y ocho simpatizantes del gobierno de Allende que fueron asesinados por las Fuerzas Armadas de Chile se contabilizó únicamente un soldado muerto, se puede ver que en realidad no estalló ninguna guerra, lo cual desmiente también la idea de que la Unidad Popular estaba planeando una revolución y acaparando armas.” Sin justiciaEn opinión de Ruiz Guerra, de todas las dictaduras latinoamericanas de los años 60 y 70, la chilena es la que, con el paso a la democracia, ha sido objeto de muy pocos esfuerzos para impartir justicia a quienes la padecieron. “No ha habido juicios como los de Argentina, por ejemplo. El dictador Jorge Rafael Videla y otros militares implicados en torturas y asesinatos terminaron sus días en la cárcel. En cambio, en el caso chileno, si bien Pinochet fue capturado en el Reino Unido por una orden del juez español Baltazar Garzón, no se le enjuició y regresó sano y salvo a su país. Y en términos de memoria histórica tengo la impresión de que tampoco se ha hecho justicia. En una gran cantidad de países que han sufrido un golpe de Estado se reconoce que hubo una ruptura de la democracia, violaciones a los derechos humanos y muertes. En cuanto a Chile, la aprobación de Pinochet y su gobierno ha crecido en los últimos diez años. Hay diversas razones que explican esto. Una de ellas es que, a pesar de los cambios positivos que ha habido desde 1990, no ha sido posible establecer una pedagogía que recuerde el tema de la dictadura como un tema condenable. La derecha reivindica la figura de Pinochet y considera que fue necesario el golpe de Estado que dirigió, e incluso algunos dicen que, si se dieran las circunstancias, habría que volver a hacer algo así… Es importante que cobremos conciencia de que procesos como éste no pueden -no deben- tener lugar en una sociedad civilizada del siglo XXI. El recurso para dirimir diferencias ideológicas o relacionadas con el modelo de sociedad y nación que queremos construir no puede -no debe- ser el uso de la violencia, sino el diálogo y, en el ámbito de las definiciones políticas, la democracia”, finaliza.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá  La tía Carmen, hermana de papá, contaba que un día, en una fiesta a la que se convocó a tíos, hermanos, primos, sobrinos y nietos de la familia -muchos de los cuales, por cierto, no se conocían entre sí-, un joven se acercó al corro donde ella y otros departían alegremente, y entonces ella no pudo reprimir las ganas de abrazarlo, pellizcarle un cachete e incluso, en plan inocente, palmearle una nalga al tiempo que le preguntaba de quién era hijo, a lo que el cohibido individuo contestó: “No, señora, si yo nada más vine aquí a trabajar como mesero.”
Por Roberto Gutiérrez Alcalá    Ayer, durante un sueño, recordé con meridiana claridad una canción que no oía desde hace cuarenta y cinco años, por lo menos. Desperté tarareándola, y no se fue de mi cabeza todo el día. Una canción cursi, lánguida, tristona, que interpretaba un grupo juvenil de moda. Nunca me aprendí su título, pero de alguna manera, hace mucho, mucho tiempo, entró en mí y se alojó en lo más profundo de mi memoria. Ahí permaneció muda hasta ayer, cuando, por alguna misteriosa razón, subió a la superficie. Hoy he vuelto a olvidarla.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá  El hombre estaba sentado sobre la taza del escusado, apretando torpemente las diminutas teclas de su celular con el pulgar de la mano derecha. Intentaba escribir otro mensaje de texto. El sonido que producían aquellas teclas semejaba el de un aparato que manda señales en clave Morse.  Terminó de escribir la primera frase y empezó a buscar un signo de interrogación antes de continuar con la segunda. Unas pisadas ansiosas, primero, y luego un fuerte golpe que botó el seguro de la perilla de la puerta lo hicieron levantar la mirada. La perilla giró y la puerta se abrió bruscamente. Entonces vio a su esposa con el rostro descompuesto por la ira y blandiendo un desarmador en una mano. La mujer avanzó unos pasos y se detuvo junto al cancel de la regadera. -¡Le sigues enviando mensajitos a esa puta! –dijo, y lo señaló con el desarmador. -No sabes lo que dices -dijo el hombre al tiempo que dejaba el celular encima del depósito de agua del escusado. Después se volvió en dirección a la mujer y gritó­­-: ¡Sal de aquí! -¡Ya me lo imaginaba! ¡No te despegas un segundo de tu maldito celular! -¡Sal de aquí! -repitió él. -¡Eres un pedazo de mierda! -¡Estás loca, absolutamente loca, loca! La mujer le dio la espalda al hombre, dejó caer el desarmador sobre el piso y cruzó el pequeño vestidor que había entre el baño y la habitación que ambos compartían. El hombre se puso de pie, se subió los pantalones y la siguió. -Tere, escucha... –dijo. Aún se estaba abrochando el cinturón cuando vio que su esposa se recostaba boca abajo en la cama y comenzaba a convulsionarse levemente. De pronto, la mujer alzó la cabeza, atrajo hacia sí una almohada, apoyó la barbilla en ella y dijo con serenidad: -La voy a matar. -¡Oh, Tere, debes tranquilizarte! ¡Esto no nos lleva a ninguna parte! –dijo el hombre. -Lo que me estás haciendo es más de lo que puedo soportar. -Cálmate, mujer –insistió él-. Debemos calmarnos los dos. -Nunca pensé que me harías algo así –dijo ella. Luego se quitó un mechón de cabello que le caía sobre la cara, y añadió-: Voy a matar a esa perra. El hombre caminó hasta el lado que ocupaba en la cama cada noche, y se tendió boca arriba en ella. Mientras miraba las vigas de madera del techo de la habitación, trataba de encontrar algo que decir: una frase, una palabra que, de alguna manera –¡de alguna maldita manera!-, pudiera mitigar tan sólo un poco el dolor y la humillación que estaba sintiendo su esposa, el dolor y la vergüenza que estaba sintiendo él. Pero no las hallaba. Sabía que nunca las podría hallar. Se hizo un silencio profundo, pesado, apenas roto de vez en cuando por algún automóvil o autobús que pasaba por la avenida que corría más allá de la colonia. La mujer se removió en su lugar y apagó la luz de la habitación. El hombre continuó con la mirada clavada en las vigas del techo, sin pestañear. Así permaneció dos o tres minutos más, hasta que el celular abandonado sobre el depósito de agua del escusado anunció con un ronroneo suave, discreto, la llegada de otro mensaje.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá  El 16 de mayo de 1954 fue domingo. Ese día, mi padre -entonces un joven flacucho de escasos veintiún años- se levantó temprano y, luego de bañarse, se vistió con una camisa de manga larga blanca y un traje gris con una corbata color vino, se calzó unos zapatos negros recién boleados y se peinó con brillantina Jockey Club. La mañana era espléndida, con un cielo completamente azul, sin nubes. Desde la adolescencia, a mi padre le apasionaba la ópera y la música clásica. Con René Villanueva, un compañero de la carrera de Ingeniería Química en la UNAM que poco más de una década después fundaría el grupo Los Folkloristas, asistía todos los domingos al Palacio de Bellas Artes. Como casi nunca disponían de dinero, acostumbraban esconderse en los compartimentos de los baños hasta que comenzaba la función. Entonces salían de ellos y entraban furtivamente en la sala de conciertos. De esta manera ya habían tenido la oportunidad de escuchar a muchos de los grandes cantantes, intérpretes y directores de orquesta de la época, como María Callas, Mario del Mónaco, Walter Gieseking, Ida Haendel, Erich Kleiber, Sergiu Celibidache... Esa vez, sin embargo, mi padre y René Villanueva sí habían logrado juntar el dinero necesario para el boleto que les permitiría presenciar, sin sobresaltos, la actuación de la Orquesta Sinfónica Nacional dirigida por el célebre director de orquesta austriaco Clemens Krauss. El programa estaba integrado por la Sinfonía número 88, en sol mayor, de Haydn; El aprendiz de brujo, de Dukas; el Concierto para piano y orquesta número 2, en si bemol mayor, de Brahms (interpretado por la pianista mexicana Angélica Morales); y la Obertura Leonora número 3, de Beethoven. Mi padre bajó a la cocina, se preparó un café soluble y unos huevos revueltos con jamón, y se desayunó de prisa. No quería llegar tarde al concierto, a ese concierto, precisamente. A continuación se lavó los dientes, se asomó a la recámara de mi abuelo para avisarle que ya se iba y salió a la calle. De la colonia Lindavista, donde vivía en una casa de dos pisos con su padre (mi abuela había muerto tres años atrás) y sus tres hermanos, se trasladó en un taxi a la avenida Juárez esquina con San Juan de Letrán, en el centro de la ciudad de México. Ya de pie en la banqueta, volteó hacia arriba para echarle un vistazo a la Torre Latinoamericana, que aún estaba en construcción y ya se perfilaba como el rascacielos más alto de Iberoamérica. Mi padre se ajustó la corbata y se encaminó a la entrada del Palacio de Bellas Artes. Afuera de éste, varios grupos de personas impecablemente vestidas (ellos de esmoquin; ellas de largo, con los hombros descubiertos) platicaban y reían con discreción. Mi padre consultó su reloj de pulsera: eran las diez cuarenta y cinco. Todavía había tiempo. El concierto comenzaría en punto de las once quince. Cruzó la puerta y se detuvo en el vestíbulo inferior, a un lado de las primeras escalinatas de mármol negro. René Villanueva no tardó en llegar. Ambos se dieron un abrazo y subieron, a paso veloz, hasta el tercer piso. Allí enseñaron sus boletos y recibieron, cada uno, un programa de mano. Cuando estuvieron sentados en sus respectivas butacas, cada quien se dedicó a leer las notas que Francisco Agea había escrito para la ocasión. Unos minutos antes de la hora señalada, los miembros de la Orquesta Sinfónica Nacional empezaron a entrar en el escenario y a ocupar sus lugares. Luego entró el primer violín, quien agradeció el aplauso del público y esperó a que el primer oboe tocara un la en su instrumento para que él y los demás músicos afinaran los suyos. Por el altavoz se anunció la tercera llamada. Un silencio expectante se instaló en la sala. Mi padre y René Villanueva se adelantaron en sus butacas y dirigieron la vista hacia abajo. A las once y quince -ni un minuto más, ni un minuto menos-, un hombre maduro, alto, de cabello entrecano, hizo su aparición en el escenario del Palacio de Bellas Artes y, en medio de un aplauso atronador, saludó al público con una inclinación de cabeza, se dio la vuelta y subió al podio, desde donde, con un leve movimiento de la batuta que sostenía en la mano derecha, indicó a todos los músicos empuñar sus instrumentos. Al cabo de un instante, la música de Haydn inundó los oídos de todos los presentes. El resultado que arrojó aquella dupla vienesa no pudo ser más claro, nítido y luminoso. Cuando el último acorde del Finale: allegro con spirito se apagó, los aplausos y gritos de júbilo –incluidos, por supuesto, los de mi padre y René Villanueva- irrumpieron en la sala como un chubasco y no cesaron hasta que Clemens Krauss tomó la batuta de nuevo y ordenó a la orquesta repetir el cuarto movimiento... La obra emblemática de Dukas también concitó el entusiasmo del público, que al final aplaudió exultante hasta que el alumno de Richard Strauss y coautor del libreto de la última ópera de éste –Capriccio- ya no salió al escenario. Durante el intermedio, mi padre y René Villanueva fueron al baño y, después, se dedicaron a admirar, en el primer y segundo piso, los murales de Rivera, Siqueiros, Tamayo... Al ver que la gente regresaba a la sala, hicieron lo mismo, sin dilación. Venía el platillo principal: el Concierto para piano y orquesta número 2, de Brahms. Mi padre sentía una especial predilección por él. Así que, cuando la orquesta y el piano acometieron, bajo la mirada penetrante de Clemens Krauss, el majestuoso Allegro non tropo, mi padre experimentó un sutil estremecimiento de la cabeza a los pies. Llevada por el músico austriaco, Angélica Morales supo encarar, con maestría y pasión, los cuatro movimientos de esta bellísima obra. Por eso, apenas cesó el eco de la última nota, una aclamación estruendosa retumbó en los cuatro costados de la sala. Para cerrar con broche de oro, Clemens Krauss hizo tocar a la Orquesta Sinfónica Nacional una versión simplemente perfecta de la Obertura Leonora número 3, de Beethoven. El público, en éxtasis, se rindió a sus pies y le prodigó una ovación apoteósica a lo largo de no menos de cinco minutos. Krauss, evidentemente conmovido, agradeció aquellas muestras de afecto y admiración y, cuando lo consideró oportuno, desapareció definitivamente del escenario. Las luces de la sala se encendieron. Mi padre, con un extraño brillo en los ojos, volteó a ver a René Villanueva y dijo: -Ven, acompáñame a los camerinos. Los dos bajaron las escaleras corriendo, llegaron al vestíbulo superior, dieron vuelta a la izquierda en un estrecho pasillo y cruzaron una puerta. Una treintena de individuos ya se agolpaba en la zona de camerinos. Mi padre, seguido por René Villanueva, se abrió paso a empujones. A unos metros de él distinguió a Angélica Morales, quien respondía a las preguntas de un periodista. -Maestra Morales, ¿me podría dar su autógrafo? –dijo mientras le tendía una pluma fuente y el programa de mano, los cuales acababa de extraer del bolsillo interior de su saco. La pianista accedió encantada, estampó su nombre en la parte superior de la segunda hoja y continuó conversando con el periodista. Mi padre sonrió como un niño al que le acaban de dar un algodón de azúcar. Sin embargo, aún no estaba satisfecho. Avanzó entre aquel gentío. A lo lejos vio a su “presa” y se abalanzó sobre ella. En ese momento, Clemens Krauss y su esposa, la soprano ucraniana Viorica Ursuleac, traspusieron una estrecha puerta que daba al estacionamiento del Palacio de Bellas Artes. Como pudo, mi padre salió detrás de ellos. -Maestro Krauss, ¿me podría dar su autógrafo? –dijo mi padre, y le tendió el programa de mano al músico austriaco, cuyo porte elegante y refinado lo cohibió un poco. Éste, que no sabía una palabra de español, comprendió de inmediato lo que aquel joven nervioso y excitado le solicitaba, pero como a mi padre se le había olvidado darle también la pluma fuente, le pidió a su esposa que le prestara algo con que escribir. Viorica Ursuleac abrió su bolso, sacó una pluma atómica y se la entregó. Clemens Krauss garabateó, con tinta azul, su nombre en la parte inferior de la segunda hoja y, esbozando una sonrisa, le regresó a mi padre el programa de mano. -¡Gracias, maestro Krauss! –alcanzó a murmurar mi padre antes de que el matrimonio se subiera a un Cadillac color mostaza que ya lo esperaba con la portezuela trasera abierta. Una hora después, el director de orquesta moriría de un ataque al corazón fulminante en la habitación que ocupaba con Viorica Ursuleac en el hotel Monte Cassino, en la calle de Génova, en la colonia Juárez. A mi padre le gustaba decir que fue él, sin duda, a quien Clemens Krauss le dio su último autógrafo. Y es casi seguro que así haya sido. Ahora yo soy el poseedor del programa de mano que lo resguarda entre sus hojas.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   Toda la semana, a todas horas, los simpáticos representantes de una compañía telefónica me habían estado llamando a mi celular para tratar de venderme un plan que incluía un rico abanico de ventajas y beneficios: llamadas y mensajes de texto ilimitados; acceso a internet a la velocidad de la luz, aun desde los sitios más remotos del planeta; un completísimo protocolo de transferencia de archivos; dos entradas gratis a un parque de diversiones; cinco boletos para participar en la rifa de un auto último modelo... Cuando recibí la primera llamada, escuché con paciencia la información que fluía sin tropiezos de una voz indudablemente juvenil y entusiasta, y luego expliqué, casi con cordialidad, que no estaba interesado en dicho plan porque ya disponía de un celular más bien pequeño y austero al que cada mes le metía, en el Oxxo de la esquina, doscientos pesitos de saldo, lo cual, dadas mis necesidades, era más que suficiente para no estar del todo desconectado del mundo. A continuación di las gracias y colgué, seguro de que mi explicación de por qué rechazaba tan atractiva oferta había sido convincente. Pero me equivoqué. En la tarde volvió a sonar mi celular. En esta ocasión, una voz aguda y chillona me saludó por mi nombre y comenzó a decirme que yo era muy, muy, muy afortunado, pues la Compañía de Telefonía Celular Equis me había seleccionado para ofrecerme un súper plan que incluía... La interrumpí: -Hace unas horas, uno de sus compañeros me habló para lo mismo y le dije que no me interesaba. Muchas gracias. -Señor B., creo que no me ha entendido –dijo aquella voz-. Usted ha sido seleccionado por nuestra compañía para que contrate nuestro plan por un precio realmente irrisorio... -Creo que el que no me ha entendido es usted. ¡No quiero ningún plan de telefonía celular! ¡No lo necesito! –respondí francamente alterado, y corté la comunicación. A partir de entonces, las llamadas de los representantes de aquella compañía telefónica se sucedieron con una frecuencia asesina. Yo, por mi parte, amenacé con levantar una denuncia por acoso comercial, exigí que me dejaran en paz, suplique comprensión y piedad... Nada de eso dio resultado. A cualquier hora, por más inapropiada que fuera, mi celular, que no contaba con un identificador de llamadas, sonaba y, al contestar, pensando que algún familiar, amigo o conocido podía estar buscándome, una voz -siempre una voz masculina distinta- salía con la misma cantaleta: -¡Qué tal, señor B.! Le hablo de la Compañía de Telefonía Celular Equis para ofrecerle nuestro plan... -¡Nooo! Mi estabilidad emocional pendía de un hilo... Ahora, en lugar de ver mi celular como un simple instrumento de comunicación, lo consideraba una auténtica bomba de tiempo que con cada llamada estallaba y me ponía al borde de la locura. En ese estado de excitación y delirio imaginé por las noches, mientras, inquieto y sudoroso, daba vueltas en la cama, las más atroces y sádicas maneras de deshacerme de cada uno de aquellos sujetos que violaban impunemente lo más valioso y sagrado que tenía: mi intimidad. ¿Qué más podía hacer? La mañana del viernes desperté cansado. La jornada se vislumbraba ardua y compleja. Me bañé, me vestí y empecé a prepararme un sándwich y una taza de café para el desayuno. Entonces sonó mi celular. En ese momento sentí como si alguien me hubiera propinado un puñetazo en la boca del estómago. “¡Ahora sabrán con quién se han metido!”, pensé al cabo de un instante, y tomé el aparato en mis manos. Pero al apretar el botón para que la llamada entrara, algo parecido a un rayo de luz intensísima descendió de lo Alto y se introdujo en mi cerebro, y así, invadido repentinamente por una diáfana serenidad y poseído hasta el tuétano por una desconocida capacidad de improvisación, dije antes de que nadie pudiera pronunciar ninguna palabra del otro lado de la línea: -¡Masajes Las nalgas de Agamenón! Permítame informarle que, con motivo de la apertura de nuestro negocio, sólo este mes estará vigente una promoción única en su tipo. Por el precio de una hora de delicioso y relajante masaje -ya sea chino, tailandés, coreano, ruso o polaco-, ¡usted disfrutará dos! ¿Anda en busca de un guapo y atractivo rubio, moreno o trigueño, o prefiere los servicios de un bien dotado negrazo, para satisfacer sus más recónditas fantasías? Ha llamado al lugar adecuado. Aquí le damos gusto. Y si no queda conforme, le devolvemos su dinero, ¡no faltaba más! Usted nos dice a dónde y nosotros vamos, llueva, granice o tiemble. Nuestro horario de atención es de nueve de la mañana a diez de la noche, incluso días feriados. Aceptamos tarjetas de crédito y transferencias bancarias... Apenas terminé de hablar, alcancé a percibir una respiración entrecortada del otro lado de la línea y, después, un silencio como el que sin duda reina en las profundidades de los océanos. Aquella inspirada perorata consiguió lo que ninguna amenaza, exigencia o súplica había logrado antes: que las llamadas de los representantes de aquella compañía telefónica cesaran... hasta el día siguiente. Yo me encontraba aún en la oficina, archivando unos papeles. El timbre de mi celular sonó. Saqué el aparato de uno de los bolsillos del pantalón y, crispado, tenso, temiendo lo peor, contesté: -¿Si? Una voz susurrante, cohibida, se puso al habla: -Hola, quiero aprovechar la promoción de dos horas por el precio de una... -Un momentito, por favor -dije, y luego de una brevísima pausa comencé a tomarle sus datos-: ¿Nombre?...
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   Dos horas antes de que oscurezca, unos grandes nubarrones negros y grises cubren el cielo de la Ciudad de México. La gente alza la vista y piensa que a estas alturas del año -principios de diciembre- sería muy raro que lloviera. Sin embargo, en contra de todo pronóstico, comienza a llover. La “Noche de las Estrellas”, que pronto habrá de realizarse en el Zócalo capitalino, está en peligro... Por fortuna, al cabo de unos minutos, la lluvia cesa y el viento se dedica a barrer poco a poco las nubes, como si éstas conformaran un inmenso telón que es descorrido para mostrar un escenario impecablemente claro y luminoso: el firmamento, con la Luna en lo alto a modo de perla tabladiana. Miles de personas de todas las edades se dirigen al Zócalo, mientras una multitud ya ha ingresado en él y forma varias filas para ver a través de uno de los más de 500 telescopios dispuestos en la plaza más grande del país. Otras -en familia, en pareja, solitarias…- visitan los foros “Vía Láctea” y “Andrómeda” para presenciar una conferencia en la que se hablará de la estrella de neutrones más joven conocida hasta la fecha o de los hoyos negros o de los cúmulos globulares; o participan en algunos de los talleres de astronomía, robótica o ciencia que se imparten en unas carpas más pequeñas; o van a uno de los tres planetarios móviles donde se proyectan diferentes animaciones de nuestro sistema solar. La oferta científica es rica y variada.   Ilusión Por supuesto, la ilusión de observar más cerca que nunca nuestro satélite natural o planetas como Marte, Júpiter y Saturno -ésa fue la promesa de sus padres- se percibe a simple vista en los niños y adolescentes, sobre todo. Luego de haber permanecido poco más de un minuto frente a un telescopio de la Sociedad Astronómica de la Facultad de Ingeniería (SAFIR) de la UNAM, Carlos Enrique, un niño de diez años que estudia el cuarto año de primaria en una escuela pública, le dice a su mamá con una sonrisa dibujada en los labios: “Vi muy clarito los cráteres de la Luna…” A unos metros de distancia, Liliana, una joven de quince años que cursa el primer semestre en el Colegio de Ciencias y Humanidades, plantel Vallejo, se maravilla ante lo que está observando por el ocular de otro telescopio: “¡Saturno! ¡Ahí están sus anillos! ¡No puede ser!” ¿Cuántos futuros astrónomos no saldrán de esta “Noche de las Estrellas”? Entretanto, en una pantalla gigante instalada justo de espaldas a la Catedral Metropolitana se proyecta el audiovisual El sonar de los planetas, de Noosfera, organización especializada en la divulgación de la ciencia. Todos los que lo ven quedan asombrados con los extraños e hipnóticos sonidos que emiten la Tierra y sus vecinos… Pasa el tiempo. Son casi las veintidós horas. La función astronómica, con la Luna, los planetas y otros objetos celestes como protagonistas, está a punto de terminar. El público, contento y satisfecho, empieza a abandonar el escenario. “La Noche de las Estrellas”, de regreso a su formato presencial después de dos años de pandemia, ha sido todo un éxito. ¡Bravo!
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   -¿Vas a ir a la fiesta de Pico? -No sé. -Rudy, sí. Me lo dijo Nena. -¿Y a mí qué? -¡Ay, sí! Ahora resulta que no te importa. -Cállate, estúpido. Mejor trata de salir de aquí. -No se puede. Mago bajó la ventanilla; luego reclinó su asiento y se recostó en él con los ojos cerrados. Intempestivamente, la cabina del auto se llenó de polvo. Entonces, Mago se incorporó, subió la ventanilla y volvió a recostarse. Afuera danzaron en el aire varios papeles y una que otra bolsa de plástico. Cuate estiró los brazos y las piernas, y bostezó; después prendió la radio. Anuncios. Cambió de estación. Más anuncios. Finalmente decidió apagarla.   Cuate alzó los ojos: una enorme mosca estaba posada sobre el parabrisas. El viento seguía soplando con furia. Cuate se adelantó en su asiento para observarla mejor. El insecto recorrió un tramo del vidrio, se detuvo en un punto y se frotó las patitas; luego emprendió el vuelo y se estrelló contra el parabrisas repetidas veces. Mago encendió un cigarro y se puso a hojear una revista que había sacado de su carpeta. -Dame uno, ¿no? -Tú tienes. -No, ya se me acabaron. -Compra entonces. -Ándale, nada más uno. -¡Qué bien friegas! –dijo Mago, y le extendió la cajetilla a su hermano. Durante un rato, Cuate se dedicó a echarle a la mosca el humo de su cigarro. Mago, por su parte, acabó de fumar el suyo, aventó la revista sobre el tablero y se dispuso a dormir. No había nada más que hacer.   Conforme el tiempo transcurrió, la fuerza y el empuje de la mosca disminuyeron. Ya casi no volaba para estrellarse una y otra vez contra el parabrisas; ahora más bien se dedicaba a vagar con extrema lentitud a lo largo y ancho del vidrio, como tratando de encontrar una rendija que le permitiera salir a la intemperie. De cuando en cuando zumbaba un poco.   Hacía calor, mucho calor. Un pequeño torbellino de polvo pasó bailando junto al auto, mientras a lo lejos una sirena de ambulancia empezaba a crecer como una ola. La cara y el cuello de Cuate se perlaron de sudor. Mago giró en su asiento pesadamente. -¿Ya? -No. -Carajo. -Ni modo. -¿Qué horas son? -Las tres. Cuate alargó un brazo, cogió la revista de Mago y la hojeó; luego se mordisqueó una uña y dirigió la vista al frente: la mosca proseguía deambulando de aquí para allá.   Cuando Cuate terminó de limpiar con un pedazo de papel los residuos de mosca que habían quedado embarrados en la portada de la revista, del auto de al lado descendió un hombre con el rostro pálido y convulso. El viento le alborotaba el cabello. Caminó hasta la banqueta de la avenida y se puso a vomitar; después se restregó la frente y la boca con un pañuelo y vio hacia donde estaba Cuate. Una expresión de horror concentrado saturaba sus ojos. Cuate se quedó mirándolo fijamente, como hipnotizado: le hacía recordar una película de monstruos y jorobados. El hombre guardó el pañuelo en el bolsillo trasero de su pantalón y regresó a su auto. En ese momento, la sirena de ambulancia chilló con más potencia y comenzó a alejarse poco a poco, como la resaca de una ola. Cuate se desabotonó la camisa. -Mago..., ¡Mago! -¡Qué quieres! -¿Me das otro cigarro? -No. -Por favor. -No. -Bueno, entonces...  -¡Entonces qué! -No, nada, sólo estaba pensando que a lo mejor no podré prestarte... -¡Métetelo por donde te quepa! -Está bien. Que conste, ¿eh? Yo sólo quería un cigarro, un triste y apestoso cigarro. -Sí, claro. Siempre quieres “un triste y apestoso cigarro”, pero ajeno. Así quién no. -Bueno, yo te iba a prestar... -¡Ya te dije. hazlo rollito y métetelo por donde te quepa! -¡No me grites! -¡Eres un idiota! Mago continuó dormitando en su asiento. Cuate intentó de nuevo oír algo en la radio. Anuncios. La apagó violentamente. Hacía calor, mucho calor. El viento seguía soplando.   Cuate giró la cabeza hacia la izquierda. Entonces vio que más allá de las hileras de autos se erguía, majestuoso, un edificio en construcción, de unos veinte pisos de altura, al que sólo faltaba ponerle algunos ventanales en la parte superior y pintarlo. Cuate se percató de que junto a uno de los muros laterales colgaban, a buena altura, dos albañiles en un andamio de madera. El sudor le bajaba por la frente hasta los pómulos. Cuate se lo quitó con el puño de la mano.   Aquellos albañiles apenas se distinguían a esa distancia. Uno llevaba puesta una gorra de beisbolista; el otro, un paliacate rojo amarrado a la cabeza. En medio de ellos había dos grandes botes de pintura. El andamio oscilaba ligeramente como un péndulo. Los albañiles se asían a las cuerdas que lo sostenían y pintaban con brochazos amplios el muro del edificio. Mago cambió de posición y murmuró algo ininteligible. Cuate bajó unos cuantos centímetros la ventanilla. Entró polvo pero no la subió. Tosió. En las alturas, los albañiles parecían niños balanceándose en un columpio.   Cuate notó que el albañil de la gorra intentaba pararse sobre el andamio, cuyas oscilaciones se habían vuelto más violentas y pronunciadas. De pronto, uno de sus extremos se ladeó. Una gran cantidad de pintura se vertió de los botes y produjo una mancha informe en la parte inferior del muro. La gorra del albañil voló por los aires. Entretanto, un lejano ruido de motores en marcha rasgó el silencio que imperaba en la avenida. Sin embargo, Cuate siguió sumido en la visión de aquellos albañiles que ahora trataban de equilibrar el andamio con maniobras apremiantes, desesperadas.   La pintura que quedaba en los botes se vació, agrandando la mancha que había surgido en la parte inferior del muro. La poderosa racha de viento que se había desatado momentos antes levantó una densa cortina de polvo que le impidió a Cuate seguir observando. Cuando se disipó, Cuate advirtió que los albañiles ya habían logrado bajar el andamio unos metros, pero como éste se ladeaba cada vez más y su loco vaivén no disminuía, les resultó imposible continuar tal operación. Los dos hombres empezaron a agitar los brazos en dirección a la avenida, como pidiendo auxilio. Repentinamente, la cuerda que sostenía el extremo ladeado se rompió. El albañil del paliacate cayó al vacío. El otro pudo asirse a la tabla que ahora pendía verticalmente de una sola cuerda. Así permaneció unos segundos. Luego cayó también. -¡Zas! –dijo Cuate.   Cuate se enderezó en su asiento, pues creyó oír un ruido de motores que aumentaba paulatinamente. Los autos de adelante avanzaron sobre el ardiente asfalto. Entonces, seguro de que al fin saldrían de allí, se desperezó, accionó la llave de la marcha y metió primera. -¡A casa! –gritó mientras aceleraba.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   Mi esposa y yo estamos sentados a la mesa en un restaurante italiano, en compañía de una veintena de individuos a los que acabamos de conocer por mediación de nuestro hijo, que trabaja con la mayoría de ellos en una empresa dedicada al mantenimiento de helicópteros del Ejército. El dueño y director de esta empresa nos ha invitado a comer para celebrar su exitosa participación en una feria de la aviación que durante tres días estuvo abierta al público en uno de los hangares del aeropuerto internacional de T. Frente a nosotros se encuentra una pareja –marido y mujer-, más o menos de nuestra misma edad, que comienza a hacernos plática para que nos integremos poco a poco al resto de los comensales. Pronto nos enteramos de que son padres del joven que le propuso a nuestro hijo trabajar en la empresa dedicada al mantenimiento de helicópteros del Ejército, y de una muchacha de dieciséis años, que se halla en una de las cabeceras de la mesa. Para corresponder a su gentileza y amabilidad, nosotros les informamos que, además del varón, tenemos una muchacha de dieciocho años, que no vino porque tenía que asistir a una obra de teatro como parte de sus deberes escolares... La conversación transcurre con facilidad, aunque a veces se instala entre nosotros un silencio pesado, denso, que, según mi percepción, se prolonga más de la cuenta... Y como suele ocurrirme en este tipo de circunstancias, me pongo tenso y experimento una gran incomodidad porque no sé qué más decir, qué más informar a estos dos sujetos a los que nunca había visto. Por fortuna, la mujer es quien salva, una y otra vez, la situación, al comentarnos que en este sitio sirven una sopa de mariscos exquisita o que a su marido le gusta jugar tenis los fines de semana o que su hijo va a votar por el candidato equis en las próximas elecciones... Un mesero nos entrega el menú y pregunta qué vamos a beber. Mi esposa pide una limonada; yo, una naranjada con agua mineral, sin hielo. La pareja se decide por una cerveza clara (ella) y otra oscura (él). Al rato nos enteramos, por boca del hombre, de que es el contador de la empresa donde trabajan su hijo y nuestro hijo. La mujer nos acerca el canasto del pan. Le damos las gracias. Yo tomo un pedazo de pan recién salido del horno, lo mojo en una mezcla de aceite de oliva y vinagre balsámico y, mientras me lo meto en la boca y lo mastico lentamente, abro el menú y me dedico a leer las sugerencias del chef. Sin embargo, un instante después escucho que el dueño y director de la empresa dedicada al mantenimiento de helicópteros del Ejército ha pedido varias fuentes de ensalada y de espagueti para todos. Ante esto no hay nada más que hacer. Por eso cierro el menú, levanto la mirada y, con cierto horror, me doy cuenta de que debo decir algo, lo que sea, si no quiero parecer desdeñoso, o grosero, o incivilizado, o... Una vez más, la fortuna acude en mi auxilio: mi esposa hace un comentario acerca de la feria de la aviación que recién hemos visitado, lo cual me exime, por el momento, de pronunciar nada. La mujer la secunda, diciendo que es la segunda ocasión en que la empresa participa en ella, y que, por lo que se vio, ésta, la empresa dedicada al mantenimiento de helicópteros del Ejército, donde trabajan su hijo y nuestro hijo, va viento en popa... El mesero se acerca con una charola en las manos, deposita sobre la mesa cada una de las bebidas que le pedimos y se aleja. Yo levanto mi vaso de naranjada con agua mineral, sin hielo, y le doy un trago al tiempo que acuden a mi mente toda clase de ideas suicidas. Al cabo de, digamos, medio minuto, sonrío imperceptiblemente, para mis adentros, como se dice, pues me percato de que estas ideas han hecho que me sienta menos tenso, menos incómodo... Entretanto, la mujer ha seguido hablando... Cuando vuelvo a ponerle atención, creo entender, no sin dificultad, que se está refiriendo a alguien que “ha demostrado tener una enorme capacidad para responder a sus adversarios”, o algo así. El mesero regresa con una bandeja que mantiene a la altura de su cuello, la baja a la altura de su vientre y deposita sobre la mesa una fuente de ensalada de lechuga con trocitos de tocino y queso de cabra, y otra de espagueti a la boloñesa espolvoreado generosamente con queso parmesano. Más allá, a la derecha de donde nos hallamos mi esposa y yo, el dueño de la empresa dedicada al mantenimiento de helicópteros del Ejército, donde trabajan nuestro hijo y el hijo de la pareja que está sentada frente a nosotros, levanta su copa de vino y en voz alta nos dice “¡salud!” a todos los presentes. “¡Salud!”, le respondemos al unísono, y sonreímos, y levantamos nuestras respectivas bebidas y nos las llevamos a la boca. Apenas deja su cerveza junto al plato encima del cual piensa servirse una porción de ensalada de lechuga con trocitos de tocino y queso de cabra, y otra de espagueti a la boloñesa espolvoreado generosamente con queso parmesano, la mujer retoma el hilo de su disertación. Entonces, no de inmediato, pero casi, comprendo que la persona a la que le ha reconocido tener “una enorme capacidad para responder a sus adversarios” -así como otra serie de cualidades morales y ciudadanas, de acuerdo con lo que estoy oyendo ahora mismo- es nada más y nada menos que el presidente de la República en funciones, el jefe de la nación, a partir de lo cual empiezo a experimentar una oleada de calor muy intenso que me sube desde la columna vertebral hasta el cerebro. Mi esposa desliza una mano sobre mi muslo derecho y me da unas ligeras palmaditas para que me tranquilice. Yo respiro hondo, cierro los ojos y trato de irme a otro lado con mi imaginación: a una extensa, verde y olorosa campiña suiza, al estrecho y silencioso sendero de un bosque noruego, a la cumbre nevada de una montaña en los Alpes. No obstante, como la mujer continúa exaltando las virtudes del primer mandatario, del Gran Tlatoani, de repente sé que no puedo ni quiero tranquilizarme, y empuñando bruscamente el cuchillo que me corresponde, empujo hacia atrás la silla donde he permanecido sentado los últimos veinte minutos, e intento ponerme de pie, pero no lo logro porque alguien –quizá mi esposa, nuestro hijo, el hijo de la mujer y del hombre, o algún otro empleado o familiar de alguno de los empleados de la empresa dedicada al mantenimiento de helicópteros del Ejército, con los cuales estamos reunidos en este restaurante italiano para celebrar su exitosa participación en una feria de la aviación- se abalanza sobre mí y me inmoviliza en medio de una cascada de gritos histéricos.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá Escritor totalmente desconocido, pero con un estilo sólido y adaptable a todas las necesidades habidas y por haber, ofrece su imaginación y sus servicios escriturales a aquellas personas ávidas de entrar, por la puerta grande, en el irresistible y glamuroso mundillo de la literatura. ¿Desea convertirse en el autor de una novela realmente exitosa, de un singularísimo libro de cuentos, de una plaquette de poesía inmarcesible..., y así ser admirado -y también envidiado- por críticos, reseñistas, “colegas” y aun lectores comunes y corrientes? Llámeme cuanto antes. Yo pongo la obra, usted la firma (el precio acordado incluye derechos de autor).
Por Roberto Gutiérrez Alcalá ¿Padece frecuentemente desórdenes estomacales, dolores de cuello y espalda, agotamiento físico e intelectual? ¿Su salud se ve eclipsada de tanto en tanto por ataques de migraña, asma o ansiedad, o por episodios depresivos? Recuerde a Novalis: “Toda enfermedad es un problema musical. Toda curación es una solución musical.” Diseñamos para usted los programas y recitales más acordes a sus males y requerimientos. ¡Ya no se resista a los dones curativos de una cantata de Bach, un concierto para piano de Mozart, una sinfonía de Beethoven...! ¡Abra los oídos y dé a su cuerpo y espíritu lo que piden a gritos!
Por Roberto Gutiérrez Alcalá ¿Considera que sus logros personales y profesionales carecen del reconocimiento y la admiración de los demás? ¿Está convencido de que hay una conjura de plena indiferencia hacia su persona? ¿Esto, no obstante, lo está induciendo a creer que su existencia, en efecto, es un dolorosísimo fracaso? Apártese del mundo cruel y contrate nuestro paquete “Una semana en el Paraíso”. Consta de: discurso de bienvenida, ciclo de conferencias sobre su vida y obra (con público extasiado incluido), y aplausos a su paso por cada rincón de nuestras instalaciones. No lo dude: somos especialistas en levantar al ego más vapuleado y agónico.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá ¿Se siente realmente harta de que cualquier adversidad, por insignificante que sea, desate en usted un llanto desconsolado, hondo e histérico? ¿Sueña con tener un control absoluto sobre sus emociones y enfrentar, impertérrita, toda clase de calamidades y tragedias? ¿Pagaría cualquier precio con tal de conservar sus ojos totalmente secos, libres de lágrimas, aun cuando la más profunda tristeza sofocara su ser? Inscríbase, ¡pero ya!, en nuestro curso intensivo “Bloqueo e inhibición integral de los conductos lacrimales por vía catatónica”, impartido por el profesor J., eminente oculista y psicólogo egresado de la Universidad de K. Comenzamos en febrero. Cupo limitado.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   ¿Está desesperado porque su condición de macho integérrimo le impide soltar una sola lágrima cuando padece un dolor físico o moral? ¿Desde hace mucho tiempo desea llorar a mares por cualquier cosa bella o conmovedora que presencie, pero simple y sencillamente no sabe cómo lograrlo? ¿Daría un pedazo de su alma por experimentar un súbito, espontáneo y liberador acceso de llanto incontenible? Inscríbase, ¡pero ya!, en nuestro curso “Desbloqueo de los conductos lacrimales por el método de la estimulación paroxística”, impartido por el profesor J., eminente oculista y psicólogo egresado de la Universidad de K. Comenzamos en enero. Cupo limitado.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá  Joven escritor cuasi inédito pero íntegramente desilusionado e iracundo por el ninguneo que los mandamases de casi todas las casas editoriales del país le han propinado de feo modo desde el inicio de su carrera ofrece, para su publicación inmediata en cualquier objeto impreso (libro, revista, periódico, volante o cartel publicitario), un rico surtido de textos bellamente concebidos, escritos y pulidos a mano: poemas de amor y filosóficos, cuentos breves, de misterio y terror, crónicas de la vida cotidiana, agudos aforismos... Interesados, llamen sólo por las tardes o dejen mensaje en contestadora. Trato directo, sin agentes literarios de por medio. 
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   ¿Es usted una de aquellas personas que no pierden oportunidad de decir algo -lo que sea- acerca de cualquier tema o tópico que les salga al paso en una reunión de trabajo, de amigos o de familia? ¿Apenas se halla en compañía de algún conocido (o desconocido), experimenta la impostergable necesidad de hablar hasta por los codos? ¿Su frenética incontinencia verbal ya le ha causado más de un intensísimo dolor de cabeza? ¡Cálmese! Nosotros le enseñamos a saborear las mieles del silencio... Búsquenos ahora mismo y sea capaz de mantenerse herméticamente callado aún bajo las circunstancias más tentadoras. Resultados garantizados.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá  ¿Concibió una idea descabellada pero genial, y no encuentra a la persona que pueda escucharlo con la atención y el entusiasmo que usted se merece? ¿Sufrió un desengaño amoroso y no sabe a quién confiarle el dolor y la amargura que embargan su corazón? ¿Es víctima de una innombrable injusticia y necesita hablar con un alma gemela que le muestre comprensión y piedad? ¡Olvídese de su soledad y acérquese a nosotros! Disponemos de una impresionante plantilla de oidores profesionales que le harán la vida más llevadera. Aproveche nuestra promoción de invierno y obtenga dos horas por el precio de una.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   ¿Sus expectativas de vida han quedado truncadas por la súbita aparición de una pavorosa enfermedad incurable? ¿Es incapaz de disfrutar cualquier momento de su existencia a causa de una fría y tenebrosa depresión? ¿Ha llegado, al fin, a ese punto de quiebre donde todo, absolutamente todo, carece de sentido? ¡Ya no sufra ni se angustie! Nosotros podemos ayudarlo. Contamos con el personal y el equipo técnico idóneos para proporcionarle, sin traumas innecesarios, una muerte dulce, serena, indolora... Llámenos de inmediato y permítannos ofrecerle el plan que más se ajuste a sus imperiosas necesidades. Abrimos fines de semana y días festivos.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá ¿Es usted una de aquellas personas que se dan de topes cada vez que deben redactar un memorándum para sus empleados, una carta de negocios para sus clientes, un simple recado para su secretaria? ¿O es un incipiente novelista cuyo impetuoso cauce poético en ocasiones queda atascado por culpa de esas dos malas yerbas: la sintaxis y la ortografía? Ya no se preocupe. Somos expertos en enderezar toda clase de escritos retorcidos y poner en su lugar cualquier acento fugitivo, cualquier coma indómita, cualquier punto final rejego. ¡Háblenos cuanto antes! Le brindamos una solución a sus problemas prosísticos. Seriedad absoluta.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá  ... hechos tan absurdos, extraños e improbables como la vez que estabas esperando el camión de la escuela afuera de tu casa, muy temprano, en la calle Yácatas, allá, en la colonia Narvarte, vestido con el uniforme del Simón Bolívar, impecablemente peinado con jugo de limón y tu mochila de cuero apestoso a la espalda, aunque todavía adormilado porque la noche anterior te habías desvelado viendo una película en la televisión, a pesar de que tu mamá te decía cada cinco minutos ¡ya vete a dormir!, y ahora pagabas las consecuencias, niño necio, desobediente, y a lo lejos viste cómo se acercaba el camión con las luces encendidas porque aún no amanecía del todo, y entonces pensaste que, apenas estuvieras en tu lugar, te recostarías sobre el asiento para dormir tan siquiera una media hora, que era más o menos lo que el camión tardaba en llegar al Simón Bolívar desde tu casa, y el camión frenó y se abrió la puerta, y tú subiste a él y empezaste a caminar por el pasillo, pero de pronto sentiste algo así como un mareo repentino, como cuando, después de haber permanecido un buen rato de cabeza sobre tu cama, te ponías de pie y primero todo te daba vueltas y vueltas y vueltas, y luego se te nublaba la vista por unos segundos..., y es que te diste cuenta de que en aquel camión no iban los niños de siempre, algunos de los cuales eran tus compañeros de clase, sino sólo... niñas, puras niñas que te miraban asombradas, como preguntándose ¿y éste de dónde salió?, y volteaste y viste que a unos cuantos metros de ti, por el pasillo de aquel camión que no era el tuyo, venía muy quitada de la pena Maruca, la hermana de Miguel y Poncho, tus vecinos, y Maruca se sentó junto a otra niña, mientras tú, cada vez más avergonzado, buscabas dónde esconderte, hasta que al final del pasillo descubriste un asiento vacío y lo ocupaste de inmediato, y entretanto el camión ya había llegado a la esquina, y, en vez de doblar a la derecha, lo hizo a la izquierda y tomó una ruta desconocida para ti, ¡buena la habías hecho!, pero... ¿por qué, cuando te percataste de tu error, no le dijiste al chofer que te dejara bajar, que te disculpara, que ése no era tu camión?, el temor al ridículo -que de todas maneras ya estabas haciendo- te había impedido abrir la boca, ahora lo sabías y pagabas las consecuencias de tu orgullo y tu cobardía, niño, y apoyada la cabeza sobre la ventanilla, te dio por pensar que a lo mejor ya nunca más regresarías a casa ni volverías a ver a tus papás y tu hermanita, ni a tus tíos y tías, ni a tu primos y primas, ni a nadie conocido, porque una banda de robachicos te secuestraría y te llevaría a otra ciudad a pedir limosna apenas la directora de la escuela de niñas –porque tenía que ser directora, no director- te echara a la calle por tonto, y te dieron ganas de llorar, pero te contuviste, pues no querías que el ridículo que ya estabas haciendo se agravara aun más, y el camión transitó por calles y avenidas por las cuales tú nunca habías pasado, y conforme transcurría el tiempo, el miedo y la angustia crecían dentro de ti, y también las ganas de llorar, y por eso se te salieron algunas lágrimas, no muchas, pero eso sí, en silencio, y el camión recogió a otras niñas en diferentes puntos de la ciudad, hasta que, al fin, cruzó un portón rojo y se detuvo a un lado de una cancha de basquetbol, y todas las niñas comenzaron a bajar, una a una, del camión y a dirigirse al patio de aquella escuela para integrarse a su respectivo grupo y rendirle honores a la bandera, como se hacía todos los lunes en todas las escuelas, y tú, sentado en tu lugar, muy quietecito, las observabas a través de la ventanilla y te preguntabas ¿y ahora qué va a pasar?, y de pronto oíste que alguien se aproximaba por el pasillo, y volteaste y viste al chofer que te miraba con los ojos muy abiertos, y luego, sin decir palabra, corrió y bajó del camión, y al cabo de cinco o diez minutos una señora ya grande y muy seria, vestida toda de negro y con el pelo canoso recogido en un chongo parecido al que en ocasiones se hacía la abuelita de tu amigo Martín, subió al camión seguida por el chofer y caminó hasta donde tú te hallabas, y te preguntó quién eras, cómo te llamabas, qué hacías ahí, y tú únicamente atinaste a decirle que te habías equivocado de camión, que te perdonara, que no te echara a la calle, y entonces la señora se puso a regañar al chofer y a decirle que no entendía cómo no se había fijado que un niño -¡un niño!- se hubiera subido al camión de un colegio de niñas -¡de niñas!-, y el chofer, con la cabeza baja, sólo repetía una y otra vez no volverá a ocurrir, señora directora, no volverá a ocurrir, y luego la señora bajó del camión seguida por el chofer, y tú te dijiste que, si no te echaba a la calle, la señora aquella de seguro le hablaría a la policía para que te llevara a una correccional de menores, pero resulta que, al cabo de otros cinco o diez minutos, una señorita con una bolsa de plástico en una mano subió al camión, se sentó junto a ti y te ofreció un sándwich y un jugo que sacó de la bolsa de plástico, y tú aceptaste el jugo, pero no el sándwich, pues tenías mucha sed, no hambre, y luego el chofer subió de nuevo al camión, lo encendió y lo puso en marcha, y el camión cruzó el portón rojo y avanzó por una avenida dividida por un camellón muy ancho donde unos trabajadores estaban plantando unas palmeras, mientras la señorita te iba diciendo que no te preocuparas, que pronto estarías en casa, sano y salvo, y que un incidente como aquél bien podía sucederle a cualquiera, y poco a poco, con la presencia de aquella señorita tan linda y tan amable a tu lado, tú fuiste recobrando la calma y la serenidad, e incluso, cuando el camión ya se encontraba a unas cuantas cuadras de casa, te pusiste feliz feliz feliz porque súbitamente comprendiste que, gracias a aquella aventura, ya no tendrías que ir a la escuela ese día...
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   Hasta entonces sólo dos escritores latinoamericanos habían obtenido el Premio Nobel de Literatura: la chilena Gabriela Mistral, en 1945; y el guatemalteco Miguel Ángel Asturias, en 1967. Ya bien entrado el mes de octubre, el nombre del poeta chileno Pablo Neruda comenzó a sonar, una vez más, como uno de los posibles ganadores de tan codiciado galardón. Sin embargo, a Neruda, quien acababa de llegar a París para desempeñarse como embajador de su país en Francia, ya le aburría y le irritaba que cada año se le mencionara y, a final de cuentas, sus expectativas terminaran por los suelos. Según cuenta el propio Neruda en su libro de memorias Confieso que he vivido, una noche, su compatriota Jorge Edwards, quien fungía como consejero de la embajada chilena, le propuso cruzar una apuesta: si le daban el Premio Nobel de Literatura, Neruda pagaría a Edwards y a su esposa una cena en el mejor restaurante de París; y si no, Edwards se encargaría de cubrir la cuenta de Neruda y de su esposa, Matilde. El poeta aceptó, y luego le dijo a Edwards: “Comeremos espléndidamente a costa tuya.” En la mañana del jueves 21 de octubre de 1971, una multitud de periodistas y camarógrafos de televisión invadió los salones de la embajada chilena, ansiosa por obtener alguna declaración del autor de Crepusculario, Veinte poemas de amor y una canción desesperada, Residencia en la tierra, Canto general, Los versos del capitán, Cien sonetos de amor, Cantos ceremoniales… Pero Neruda no tenía nada que decir porque la Academia Sueca aún no había hecho público el nombre del ganador. Entonces, mientras Neruda atendía una llamada telefónica del embajador sueco en la que éste le pedía verlo, una estación de radio parisina interrumpió su programación habitual para anunciar que él era el ganador del Premio Nobel de Literatura. ¡Al fin! Debido a que recién lo habían operado, Neruda lucía bastante débil. No obstante, en la noche de ese inolvidable día recibió a varios amigos provenientes de distintas partes, para cenar y celebrar a lo grande: los pintores Robero Matta y David Alfaro Siqueiros, y los escritores Gabriel García Márquez, Julio Cortázar y Miguel Otero Silva, entre otros. Poco menos de dos meses después, el 10 de diciembre, Neruda viajó a Estocolmo en compañía de su esposa para recibir de manos del rey de Suecia un diploma, una medalla y un cheque por una cantidad considerable de coronas suecas… En su discurso de recepción del Premio Nobel de Literatura dijo, entre otras cosas: “No hay soledad inexpugnable. Todos los caminos llevan al mismo punto: a la comunicación de lo que somos. Y es preciso atravesar la soledad y la aspereza, la incomunicación y el silencio para llegar al recinto mágico en que podemos danzar torpemente o cantar con melancolía: mas en esa danza o en esa canción están consumados los más antiguos ritos de la conciencia: de la conciencia de ser hombres y creer en un destino común.” Junto con Neruda, ese año ganaron los demás premios Nobel: el húngaro Dennis Gabor (Física), el canadiense de origen alemán Gerhard Herzberg (Química), el estadounidense Earl Wilbur Sutherland Jr. (Medicina), el ruso estadounidense Simon Kuznets (Economía) y el alemán Billy Brandt (de la Paz). De la cena que Neruda debió pagar a Edwards y a su esposa en el mejor restaurante de París no se tienen noticias, pero es de suponerse que fue abundante y estuvo deliciosa.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   1. En contra de lo que puede pensarse, el escritor guatemalteco Augusto Monterroso no nació en Guatemala. Él mismo lo cuenta en su libro Los buscadores de oro: “Soy, me siento y he sido siempre guatemalteco; pero mi nacimiento ocurrió en Tegucigalpa, la capital de Honduras, el 21 de diciembre de 1921. Mis padres, Vicente Monterroso, guatemalteco, y Amelia Bonilla, hondureña; mis abuelos Antonio Monterroso y Rosalía Lobos, guatemaltecos, y César Bonilla y Trinidad Valdés, hondureños. En la misma forma en que nací en Tegucigalpa, mi feliz arribo a este mundo pudo haber tenido lugar en la ciudad de Guatemala. Cuestión de tiempo y azar.” En 1936, en compañía de sus padres y hermanos, Monterroso se fue a vivir a la ciudad de Guatemala.2. “Sin empinarme, mido fácilmente un metro sesenta. Desde pequeño fui pequeño”, escribió Monterroso en “Estatura y poesía”, texto incluido en su libro Movimiento perpetuo (1972). Sin embargo, la baja estatura no le impidió participar activamente en las manifestaciones y protestas organizadas en contra del general Jorge Ubico, quien finalmente tuvo que renunciar como presidente de Guatemala el 1 de julio de 1944. El 4 de julio de ese mismo año, otro general, Federico Ponce Vaides, asumió el poder y Monterroso fue detenido por la policía y recluido en la cárcel, pero al cabo de dos meses escapó y pidió asilo político en la embajada de México. 3. Una vez concluyó la llamada Revolución de Octubre de 1944, que encabezó Jacobo Arbens, Monterroso recibió una invitación para desempeñar un cargo en el consulado de Guatemala en México, donde permaneció hasta 1953. Un año después, Arbenz fue derrocado, por lo que Monterroso debió exiliarse en Chile. En 1956 viajó de nuevo a México, donde estableció su residencia definitiva. 4. En 1959, Monterroso publicó su primer libro, Obras completas (y otros cuentos), en el que aparece “El dinosaurio”, cuento cuya fama universal se fundamenta, en buena medida, en el hecho de que es muy breve, quizás el más breve de todos los cuentos que se han publicado hasta la fecha (por lo menos en español). Ahora bien, en no pocas ocasiones, “El dinosaurio” ha sido –y sigue siendo– mal citado, y así, cuando torpemente se le añade una “Y” al inicio (que es lo que suele suceder), deja su condición de “rey del cuento brevísimo” para transformarse en una cuasi novela-río. 5. Luego del magnífico recibimiento que tuvo su primer libro, Monterroso se dedicó a pensar y a ver las nubes, hasta que un día retomó el antiguo género literario practicado por Esopo, Fedro, La Fontaine, Iriarte, Samaniego, Hartzenbusch..., lo zarandeó, lo purgó, le sacó la tediosa moraleja y con lo que quedó de él se puso a confeccionar una serie de fábulas modernas para “combatir el aburrimiento e irritar a los lectores, principio este irrenunciable”, según declararía más tarde en una entrevista. Así, en 1969 salió a la luz su opus 2: La oveja negra y demás fábulas, uno de los libros más agudos, inteligentes y divertidos de la literatura española. De él, Gabriel García Márquez dijo: “Este libro hay que leerlo manos arriba: su peligrosidad se funda en la sabiduría solapada y la belleza mortífera de la falta de seriedad.”” 6. La literatura de Monterroso se caracteriza por ser breve y precisa, y por estar dotada de un humor fino, punzante y no pocas veces melancólico, lo cual no significa que sea humorística, ni mucho menos, pues una cosa es una cosa, y otra cosa, otra. A propósito del humor, el escritor guatemalteco declaró en otra entrevista que le concedió al escritor y crítico literario peruano José Miguel Oviedo: “[…] En todo caso, el humor no es un género sino un ingrediente. Cuando el ingrediente se vuelve el fin, todo el guiso se echa a perder; pero siempre habrá quienes gusten de él, así y todo. Bueno, para las vacas la sal no es un ingrediente sino el alimento propiamente dicho, y tal vez por eso las vacas son más amables y felices, aunque no se rían.” 7. Entre los premios y reconocimientos que Monterroso recibió a lo largo de su vida, destacan el Premio Magda Donato (1970), el Premio Xavier Villaurrutia (1975), la Orden del Águila Azteca (1988), el Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo (1996), el Premio Nacional de Literatura Miguel Ángel Asturias (1997) y el Premio Príncipe de Asturias de las Letras (2000). 8. A partir de inmensas brevedades, Monterroso creó una riquísima literatura que perdurará mientras haya lectores sensibles y atentos. ¡Qué deleite releer un libro suyo –el que sea– o, mejor aún, leerlo por primera vez!
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   Hace un año, por la pandemia de la Covid-19, no se permitió visitar a la Virgen de Guadalupe en su casa. Ahora, en este 2021, sí, pero bajo ciertas condiciones. No importa. Con tal de verla y rendirle tributo, sus fieles devotos están dispuestos a hacer cualquier cosa.Son las seis de la tarde del sábado 11 de diciembre y por el andador central de la calzada de Guadalupe fluye un río interminable de niños, adolescentes, jóvenes, adultos y ancianos provenientes de distintos puntos de la Ciudad de México, pero también del país (e incluso de otros países).Algunos llevan amarrada sobre los hombros una figura de madera de la Virgen; otros, una manta en la espalda con la imagen de la también llamada Reina de América. Ninguno ha olvidado ponerse su cubreboca.En ambas riberas de este caudaloso río humano, los vendedores ofrecen sus productos a precios módicos: rosarios, estampitas sagradas, veladoras…, mientras integrantes del Operativo Basílica, de la alcaldía Gustavo A. Madero, reparten cubrebocas, toman la temperatura y proporcionan alcohol en gel.Más adelante, decenas de peregrinos forman una fila enorme para recibir, de manera gratuita, un plato con unos suculentos tacos al pastor. Asimismo, vecinos de la zona regalan café, botellas de agua, bolsas con frituras, tamales…Por un altoparlante, un integrante del Operativo Basílica le recuerda a la gente no quitarse el cubreboca, desinfectarse las manos con alcohol en gel y, en la medida de lo posible, guardar sana distancia.Escoltados por sus familiares, una media docena de peregrinos avanza de rodillas lenta, penosamente. A lo lejos, entretanto, ya se aprecia, iluminada al pie del cerro del Tepeyac, la antigua Basílica de Guadalupe, construida entre 1682 y 1708.A unos cincuenta metros de la entrada al atrio, sendos aspersores colocados a derecha e izquierda rocían a la muchedumbre con un líquido desinfectante.Conforme los peregrinos entran en el atrio, miembros de la Guardia Nacional les piden seguir caminando sin detenerse. Los peregrinos obedecen, rodean la nueva Basílica de Guadalupe, construida entre 1974 y 1976 por José Luis Benlliure y Pedro Ramírez Vázquez, entre otros arquitectos, e ingresan en ella por una puerta lateral. A la derecha, las bancas del templo lucen completamente vacías.Los peregrinos preparan la cámara fotográfica de su celular antes de llegar a la zona de los caminadores eléctricos. Luego suben en éstos y se dejan llevar… Entonces, al cabo de unos segundos, en lo alto, sobre una bandera de México, la imagen enmarcada de la Virgen de Guadalupe aparece ante sus ojos, refulgente.Unos se persignan y le toman fotos, otros la observan fijamente, otros más le lanzan besos. Una poderosa emoción los embarga. Un momento después, sin embargo, ya están del otro lado, rumbo a la salida, eso sí, conmovidos, felices, pensando que bien valió la pena el viaje, la larga caminata desde sus puntos de origen.Salen del templo y cada quien toma su respectivo camino de regreso al hogar. En la calzada de los Misterios, un padre y su hijo adolescente compran dos paquetes de gorditas dulces de maíz recién hechas, al tiempo que de las grandes bocinas de un negocio de artículos religiosos sale la voz de Juan Gabriel, interpretando “Amor eterno”.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   Hasta esas vacaciones de Semana Santa lo había tratado poco. Cuando en las mañanas yo salía de casa rumbo a la escuela y me lo encontraba en la parada del camión, lo saludaba con un “hola” apenas audible. Entonces, él respondía: -Ho... ho... hola –y bajaba los ojos, sin duda avergonzado por el tartamudeo inclemente que padecía. Se llamaba Héctor, era hijo de un comandante de la Policía Judicial de un pueblo del estado de Morelos y de una mujer chaparra, robusta, ya no tan joven, que acostumbraba calzar unas chanclas muy gastadas. A veces, si no nos completábamos para jugar una cascarita en el parque porque alguien de la palomilla seguía haciendo la tarea, íbamos a su casa y lo invitábamos a unirse a nosotros, aunque fuera un pésimo futbolista. Siempre lo acompañaba su hermanito, Sabino, quien también era tartamudo y no dejaba de sonreír y de admirarse por todo lo que veía a su alrededor. Las clases concluyeron y todos mis amigos salieron de viaje, por lo que inesperadamente me encontré solo, solo, solo... En las mañanas despertaba con una sensación de abandono espantosa e intentaba distraerme viendo televisión, armando mi Mecano u hojeando las revistas de Life en español que mi papá coleccionaba y que apilaba en un viejo revistero, pero pronto me aburría y comenzaba a deambular por toda la casa, como un oso dentro de su jaula. Un día, asomado a la ventana de la sala, pensaba que la vida, así, como se me presentaba, era infinitamente triste y tediosa. Mis padres casi nunca estaban en casa, y cuando convivía con ellos no hacían otra cosa más que recriminarme porque no me bañaba, o porque no cogía bien los cubiertos a la hora de comer, o porque no mantenía en orden mi cuarto... Y ahora, para acabarla de amolar, mis amigos se habían largado... En todo eso cavilaba cuando vi a Héctor y Sabino cruzar la calle. Corrí a la puerta, salí y los alcancé. -¿Qué van a hacer? –pregunté. -Va... va... vamos a... al pa... pa... parque a ti... ti... tirar con l... la re... re... resortera –contestó Héctor. -¿Puedo ir con ustedes? -S... sí. Llegamos. De uno de los bolsillos de su pantalón, Héctor sacó una resortera, pero no una de juguete, como las que vendían en el mercado, con la horqueta de alambre y unas ligas negras más o menos delgadas, sino una con la horqueta de madera perfectamente pulida y unas ligas de hule muy gruesas y resistentes. La contemplé extasiado. Héctor dio unos pasos y dirigió su mirada hacia la copa de uno de los árboles más altos y frondosos del parque. -¡A... a... hí hay u... u... uno! –anunció Sabino. -T... tú  ca... ca... cállate –dijo Héctor, y del otro bolsillo extrajo una pequeña piedra y la colocó en el pedazo de cuero sujeto por las ligas; luego, bien aferrada por su mano derecha, levantó la horqueta a la altura de su rostro, estiró las ligas con su mano izquierda, apuntó hacia un sitio específico de la copa del árbol y disparó. Un segundo después, algo cayó al pasto. Los tres corrimos. Un pajarito gris, con la cabeza sangrante, yacía inmóvil a nuestros pies. Yo no lo podía creer... ¡Qué puntería! Sabino recogió al pajarito e informó: -L... lo v... voy a en... te... terrar, pa... pa... para q... que n... no s... se l... lo co... co... coma ni... ni... ningún a... ni... ni... mal. Luego se arrodilló sobre el pasto, escarbó un pequeño hoyo debajo de la copa de aquel árbol, metió al pajarito en él y lo cubrió con la tierra que había escarbado. -Des... ca... ca... cansa e... en p... paz –dijo, y se puso de pie. El resto de la mañana lo dedicamos a subirnos en los columpios, a deslizarnos por la resbaladilla y a colgarnos como monos del pasamanos. Cuando sentimos sed y hambre, regresamos a la cuadra y nos despedimos.   El panorama cambió por completo porque me di cuenta de que podía pasármela muy bien con Héctor y de que la ausencia de mis amigos ya no me importaba. Era cierto que no jugaría futbol durante varios días, pero en su lugar –estaba convencido- podría hacer otras cosas igualmente -o más- divertidas con mi nuevo camarada.      Al día siguiente me levanté más temprano que de costumbre y fui a su casa a buscarlo. Su mamá abrió la puerta. -¿Está Héctor? –dije. La mujer me miró como si fuera un pordiosero o algo por el estilo, volteó ligeramente hacia atrás y gritó: -¡Te hablan! ¡No se te olvidé sacar el bote de la basura! La mujer se hizo a un lado y apareció Héctor, empujando un enorme tambo verde oscuro. -Ho... ho... hola –dijo, y acomodó el tambo al borde de la banqueta. -¿Puedes salir? ¿Quieres ir al parque? Héctor me vio un instante y desvió la mirada: -N... no, te... te... tengo q... que ir a... al me... me... mercado. -Si quieres te acompaño –dije. -Co... co... como qui... qui... quieras. Héctor entró en su casa y al rato salió de nuevo con una bolsa del mandado en una mano, seguido por Sabino, quien al verme sonrió y exclamó: -¡Ho... ho... hola! -Hola -dije yo, y empecé a caminar junto a ellos. Ya en el mercado, los tres visitamos diversos puestos de frutas y verduras en los que Héctor compró una papaya, manzanas, peras, plátanos, calabazas, chícharos, papas, cebollas... A continuación nos encaminamos a un puesto de carne y pidió medio kilo de bisteces. Mientras esperábamos a que el carnicero los cortara, Sabino dijo: -He... He... Héctor, ¿m... me co... co... compras u... un ca... ca... carrito? -¡N... no! -¿P... por q... qué? -¡P... por q... que n... no m... me a... al ca... ca... canza el di... di... dinero! Sabino hizo una mueca con la boca que presagiaba un amargo estallido de llanto, pero se contuvo. Héctor le acarició el cabello y dijo: -E... es... tá b... bien. Va... va... vamos p... por t... tu ca... ca... carrito. Compramos el carrito en un puesto de juguetes atendido por un individuo tuerto, y emprendimos el camino de vuelta a la cuadra. Sabino iba feliz con su carrito de plástico de dos pesos. No paraba de hacer un ruidito con la boca que semejaba el rugido de un motor. Al doblar una esquina, dos tipos más grandes que Héctor y yo, con pinta de cargadores, nos cortaron el paso. Uno de ellos preguntó burlonamente: -¿A dónde van, niños? Héctor se detuvo en seco, dejó la bolsa del mandado en el suelo y atrajo hacia sí a Sabino. El otro tipo le dijo a Héctor: -Dame la bolsa y no les pasará nada. Con una seña, Héctor nos indicó que nos pusiéramos atrás de él. Lo que pude ver después es que blandía en la mano derecha una navaja, de ésas a las que uno le aprieta un botoncito y la hoja se despliega de inmediato. Los dos tipos mostraron sorpresa ante aquella arma. A pesar de todo, uno de ellos, el que nos había llamado “niños”, se inclinó un poco e intentó arrebatarle la bolsa a Héctor, pero éste bajó la navaja con un movimiento rapidísimo y le propinó un corte en el brazo. El tipo gritó de dolor y retrocedió, tapándose la herida con la otra mano. Al percatarse de que también podría ser herido por Héctor, el otro echó a correr. Su compañero no tardó en hacer lo mismo. Esa noche, cuando ya me hallaba acostado en mi cama, me deleité recreando aquella escena en mi mente una y otra vez, hasta que el sueño me venció.   Otro día, Héctor me habló de su padre. Me contó, con sus palabras entrecortadas, que en una ocasión se había enfrentado a tiros con cinco maleantes que huían después de asaltar un banco, y que, al cabo de dos o tres horas de un encarnizado intercambio de plomo, los había despachado, uno a uno, al infierno, sin que él sufriera ni siquiera un rasguño. Creo que realmente llegamos a ser buenos amigos. Había algo -aún ahora no sé qué- que nos unía, nos hermanaba. Él me buscaba o yo lo buscaba, y nos íbamos por ahí, a vagar durante horas. Platicábamos, reíamos con facilidad; incluso nos confiamos mutuamente algún secreto de nuestra compartida adolescencia, mientras Sabino permanecía en silencio, observándonos y sonriendo. Una tarde volvíamos de una intensa sesión de tiro con resortera en un terreno baldío, cuando Héctor me dijo que Sabino, su madre y él irían al pueblo donde trabajaba su padre. La noticia me llenó de angustia, pues comprendí que me hundiría nuevamente en la soledad y el aburrimiento más atroces. Felizmente, mis amigos no tardaron en retornar a la ciudad y, ya todos juntos, retomamos nuestros partidos de futbol en el parque y, también -¡ah!-, nuestras espontáneas diabluras. Las vacaciones terminaron y todos nos preparamos para  reintegrarnos a nuestra respectiva escuela. La noche antes del reinicio de clases fui a casa de Héctor para saludarlo y preguntarle cómo le había ido, pero estaba completamente a oscuras, sola. Los días pasaron, y la casa de mi amigo seguía luciendo deshabitada, hasta que un viernes, de regreso de la escuela, vi a Sabino en la banqueta, jugando con su carrito de dos pesos. -Hola, Sabino –dije. -¡Ho... ho... hola! –exclamó. -¿Y Héctor? ¿Dónde está? -S... se f... fue a... al ci... ci... cielo c... con Di... Di... Diosito. Justo cuando dejó de hablar, su madre se asomó a la puerta y gritó: -¡Sabino, métete! Sabino se incorporó, se despidió de mí agitando una mano y entró en su casa. ¿Qué demonios había detrás de aquellas palabras que aquel niño acababa de pronunciar con una candidez que me heló la sangre? En ese momento no tuve ninguna oportunidad de averiguarlo.   Doña Ángeles, la vecina que vivía con su esposo y sus tres hijos en la casa ubicada justo enfrente de la nuestra y que mantenía cierta amistad con la madre de Héctor y Sabino, le refirió a mi mamá lo ocurrido: una mañana, cuando su padre ya se había ido a la comandancia, Héctor se metió a escondidas en su cuarto, abrió el ropero oloroso a humedad y, de entre camisas, pantalones y demás prendas de vestir, sacó un rifle; pero al darse la vuelta, tropezó y lo soltó. El rifle golpeó el piso, se disparó, y la bala que salió de su cañón le perforó la cabeza a Héctor y lo mató en el acto. El resto de ese año escolar no me fue bien. Una melancolía inexplicable y una pavorosa apatía hicieron presa de mí y me empujaron a volarme muchísimas clases y a dejar de hacer tareas y estudiar. Nada me atraía, nada me entusiasmaba, nada me parecía digno de atención. La vida se perfilaba ahora como una aventura extraña, ardua y dolorosa. De tanto en tanto pensaba que Héctor había corrido con suerte, pues ya no tenía que lidiar con ella... A pesar de todo, en la recta final del curso logré sobreponerme y aprobé de panzazo todas las materias. A Sabino lo vi una vez más afuera de su casa. -Hola –le dije. -¡Ho... ho... hola! –exclamó, con la misma sonrisa límpida y afectuosa de siempre. Después, su madre y él se fueron quién sabe a dónde y ya nunca más regresaron.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá El “Hombre de Acción” era un muñeco de plástico suave, de pelo castaño, barba de candado y mirada fría, impasible, que vestía un uniforme militar confeccionado con una tela gruesa y calzaba unas botas color café oscuro que le llegaban hasta abajo de las rodillas; además, podía mover la cabeza, los brazos y las piernas, y tenía un completísimo armamento integrado por una ametralladora automática, un fusil con bayoneta calada, una pistola escuadra calibre .44, una granada de mano, un cuchillo, una soga... El niño lo vio por vez primera en un anuncio de la televisión y desde entonces no hizo otra cosa que pedirle a su padre que se lo comprara. Iban al supermercado o pasaban frente a una juguetería, y ahí estaba, duro y dale, con la misma cantaleta:  -¡Cómpramelo, por favor! Pero su padre aducía que no tenía dinero o que debía pagar la renta o la colegiatura o cualquier otra cosa, y el niño se quedaba trabado por la frustración y el coraje.  Un día, sin embargo, se sorprendió cuando su padre le dijo que le habían pagado un dinerito extra y que, por lo tanto, ya podía comprarle el “Hombre de Acción”. Perfecto. Su padre lo recogería en la escuela a las dos y juntos irían por él. Eso le dijo a la hora del desayuno, un poco antes de que se fuera al trabajo. Dieron las dos. El niño cogió su mochila, salió del salón de clases y atravesó el patio. Su padre no tardó en llegar. El niño le dio un beso en la mejilla y, tomados de la mano, se encaminaron hacia el auto. El sol brillaba esplendoroso en el cielo. El niño iba muy contento, tan contento que ya no se acordaba de lo que había sucedido esa mañana. Arrancaron, recorrieron un largo tramo de una calle arbolada, dieron vuelta a la derecha y entraron en el estacionamiento del supermercado al que acostumbraban ir todos los fines de semana. Su padre apagó el motor y jaló la palanca del freno de mano. Luego, cada uno abrió su respectiva portezuela y salió al solazo vespertino. Ya de pie sobre el pavimento, el niño metió despreocupadamente la mano en el bolsillo izquierdo del pantalón. No lo hubiera hecho: algo parecido a una descarga eléctrica lo cimbró de la cabeza a los pies: allí estaba la hoja del examen de matemáticas que había reprobado, con un horroroso cero trazado por la inclemente mano de la maestra. “Tengo que deshacerme de ella”, pensó mientras veía de reojo a su padre. Al comprobar que éste no había detectado su turbación, estrujó la hoja de papel dentro del bolsillo y la sacó cubierta por su mano cerrada. Después se agachó y con rapidez la tiró debajo del auto. -¿Qué tiraste? Aunque el niño escuchó claramente la pregunta de su padre, guardó silencio. No quería moverse, ni siquiera respirar. Si hubiera podido, se habría esfumado en el aire, como lo hacían algunos personajes de las caricaturas cuando se hallaban en apuros. Pero no podía. Ahora se encontraba en el centro de una situación desesperada. Su padre insistió: -Te pregunté qué tiraste. Como no podía mantenerse callado por los siglos de los siglos, el niño respondió: -Un papel. -¿Qué clase de papel? -La envoltura de un chocolate que compré en el recreo. -Enséñamela -ordenó su padre. No había escapatoria posible. El niño volvió a agacharse, y con la mejilla al ras del suelo estiró el brazo para alcanzar la hoja de papel hecha bola. En ese instante comprendió que todo estaba perdido, que su padre no le compraría el “Hombre de Acción” y que, además, le impondría un castigo. Su padre rodeó el auto, llegó hasta el niño y le pidió la hoja de papel. Cuando la tuvo entre las manos, la desarrugó y se quedó mirando el garabato de la maestra. Al cabo de unos segundos dijo: -Vámonos. Subieron al auto. El niño se acomodó en el asiento y recargó la cabeza en la ventanilla. Deseaba llorar, implorar perdón, pero no lo hizo porque estaba convencido de que lo que había hecho era un acto deleznable, indigno, que lo situaba en una posición desde la cual no podía –ni debía- pedir ninguna clase de consideración. Cerró los ojos y se despidió del “Hombre de Acción”, para siempre.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá Ese domingo desperté con una cruda espantosa. Cada célula de mi cuerpo se contraía y temblaba sin control, aunque esto realmente me importaba muy poco. Lo que no podía dominar, lo que me sobrepasaba y me hundía en un mar de angustia era la culpa y vergüenza por todas las estupideces y locuras que había dicho y hecho la noche anterior, y aun otras noches, porque en aquel estado de fragilidad física y mental las culpas y vergüenzas pasadas se sumaban a las actuales y volvían a brotar en mi conciencia como pústulas sanguinolentas. Salí a la calle y me puse a caminar sin rumbo. La ansiedad tiraba de mí como un caballo desbocado. Vi a lo lejos un edificio muy alto, de veinte o veinticinco pisos. Me dirigí hacia él, atraído por su magnífica, espléndida arquitectura. Crucé la puerta de entrada, llamé el elevador y subí hasta la azotea. La ciudad, envuelta en una neblina densa y sucia, se desperezaba y abría los ojos a un nuevo día. Di unos pasos más y me senté en uno de los bordes de aquella azotea, con los pies colgando sobre el vacío. Entonces, un rostro se asomó a una de la innumerables ventanas del edificio y al cabo de un minuto oí una voz detrás de mí que me pedía calma. El ruido de los autos y camiones transitando por calles y avenidas subía como un suave murmullo hasta donde yo me hallaba sentado con los pies colgando sobre el vacío. Al rato más individuos -mujeres demacradas y en pantuflas, hombres despeinados y con la boca seca- se juntaron a mi espalda, todos unidos por un mismo objetivo: tratar de serenarme y convencerme de que me quitara de allí. Yo apenas les hacía caso: tan concentrado estaba en mis pensamientos, en mi desdicha, en mi escalofriante desesperación. “Tranquilo, amigo, todo tiene solución, te ayudaremos, dinos qué te pasa”, me parece que decían aquellos individuos -mujeres demacradas y en pantuflas, hombres despeinados y con la boca seca-, mientras yo permanecía en silencio, mirando el vacío que se abría a mis pies una mañana de domingo de hace más de treinta y cinco años.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   La mañana del martes 11 de septiembre de 2001, cuatro aviones comerciales secuestrados y convertidos en misiles por miembros del grupo yihadista Al Qaeda protagonizaron los mayores ataques sufridos por Estados Unidos en lo que va de su historia. Dos de ellos se estrellaron contra las Torres Gemelas de Nueva York; otro se impactó contra la fachada oeste del Pentágono, sede del Departamento de Defensa de Estados Unidos, en Virginia; y otro más, cuyo objetivo era el Capitolio, sede de las dos Cámaras del Congreso, en Washington DC, cayó en un campo de Pensilvania, luego de que sus pasajeros intentaron someter a los terroristas. A veinte años de aquel suceso que cimbró al mundo entero, José Luis Valdés Ugalde, investigador del Centro de Investigaciones sobre América del Norte (CISAN) de la UNAM, afirma: “El 11-S significó, en primer lugar, la fractura de la arquitectura del sistema internacional, que encabeza la Organización de las Naciones Unidas [ONU] y que tiene en Estados Unidos uno de sus puntales más importantes. Asimismo, fue un atentado contra los actores de desarrollo y de identidad civilizatoria estadounidenses –el establishment financiero, el establishment militar y el establishment político, representados por las Torres Gemelas, el Pentágono y el Capitolio, respectivamente– y una embestida contra la seguridad de la sociedad del vecino país del norte.” En opinión de Valdés Ugalde, si los estadounidenses tenían la creencia de que Estados Unidos era un espacio seguro, un espacio en el que tanto a nivel público como a nivel privado podían poner en práctica todos sus derechos y desarrollar todas sus capacidades sin ningún obstáculo, dicha creencia se vino abajo esa mañana del 11 de septiembre de 2001. “Con el derrumbe de la Torres Gemelas, la estabilidad psicológica y emocional de los habitantes de Estados Unidos también se derrumbó. Ese día, la sociedad estadounidense en su conjunto sufrió un shock cultural, político, psicológico y emocional muy fuerte. A partir de entonces ya no se sintió protegida”, agrega.   Seguridización y desconfianza A consecuencia de los ataques del 11 de septiembre de 2001, Estados Unidos y sus aliados de occidente establecieron de inmediato ciertos mecanismos para reforzar su respectiva seguridad nacional. “Fue así como se instauró la seguridización de las relaciones internacionales, comerciales, fronterizas…, es decir, de prácticamente todas las interacciones sociales. El mundo se concibió a sí mismo de otra manera. La desconfianza en el otro permeó cualquier tipo de comunicación y trato”, apunta el investigador. Por otro lado, los habitantes de las grandes urbes, sobre todo, quedaron sometidos a una suerte de terror latente por lo que pudieran hacer los grupos terroristas islámicos. Y, por desgracia, ese terror latente se concretaría el 11 de marzo de 2004 en Madrid, España y el 7 de julio de 2005 en Londres, Inglaterra, con la ejecución de otros atentados yihadistas. Un efecto más del 11-S fue la islamofobia que surgió en Estados Unidos y que estuvo vigente con mayor fuerza hasta el 20 de enero de 2009, cuando el mandato del presidente George W. Bush llegó a su fin. “Esta islamofobia se infiltró, a partir del discurso antiislámico de Bush, en los sectores más influyentes del establishment político estadounidense. Ahora bien, hay que dejar bien claro que el islamismo no es sinónimo de terrorismo. Los ataques del 11-S fueron resultado de una acción del yihadismo radical, que ciertamente es islámico, pero que representa sólo a una minoría de los integrantes del mundo musulmán”, indica Valdés Ugalde. Para aminorar los efectos de esta islamofobia y sentar las bases de un reencuentro con el mundo musulmán, el cual es clave para la seguridad internacional, el 4 junio de 2009, el presidente Barack Obama pronunció en Egipto lo que se conoce como el discurso de El Cairo. “De algún modo, Obama logró su cometido con él. Los actores internacionales le dieron la bienvenida a esta posición conciliadora de Estados Unidos y la islamofobia se atenuó. Sin embargo, con la llegada al poder de Donald Trump en 2017, las medidas antiislámicas volvieron a intensificarse, especialmente en relación con la entrada de inmigrantes musulmanes en territorio estadounidense. Esto de nuevo estiró la liga... Los países occidentales tienen esta asignatura pendiente, que incluye asumir una actitud humanitaria ante los sectores de población árabe que son marginados, discriminados e incluso victimizados brutalmente en los países donde los yihadistas han perpetrado atentados terroristas.”   Papel de la ONU De acuerdo con el investigador universitario, desde las invasiones de Afganistán en 2001 e Irak en 2003, que se planearon y realizaron a raíz del 11-S, la ONU, la máxima representación del multilateralismo a nivel global, ha jugado un papel relativamente débil. “A pesar de que la ONU no autorizó la invasión en Irak, Estados Unidos ignoró su autoridad y sus disposiciones, así como el consenso internacional concretizado en la Asamblea General. Es más, en el propio Consejo de Seguridad, Rusia y China se opusieron a esta invasión, lo cual tuvo una implicación grave, pues debilitó a la ONU y la puso frente a un reto que ha intentado resolver de la mejor manera posible.” Valdés Ugalde cree que, para desempeñar un papel más proactivo con respecto a cualquier conflicto internacional y más defensivo con respecto a las hegemonías globales, la ONU requiere una reforma interna. “Éste es un tema que se ha discutido en muchas ocasiones. En el CISAN tenemos varias cosas escritas sobre una reforma de la ONU. Si ésta no se da pronto, el Consejo de Seguridad seguirá actuando con la impunidad con que actúa, toda vez que los que llevan la batuta allí son los cinco miembros permanentes: Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, Rusia y China”, señala. En conclusión, los ataques del 11 de septiembre de 2001 no sólo dejaron un saldo de poco menos de tres mil muertos y más de veinticinco mil heridos (muchos de ellos con heridas físicas y emocionales permanentes), sino también aterrorizaron y sumieron en la incertidumbre a gran parte de la humanidad. Y hoy en día, infortunadamente, las cosas no están mejor que entonces...
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   A partir de lo que, miles de millones de años después, unos seres más o menos inteligentes que habitaban el planeta Tierra denominarían el Big Bang o la Gran Explosión, el universo -entonces del tamaño de una diezmilmillonésima parte de un grano de sal- había comenzado a expandirse y dar origen al espacio-tiempo, las partículas elementales, la materia, la gravedad, el plasma, las estrellas, los planetas, los hoyos negros, las galaxias... Sin embargo, llegó un momento en que el universo alcanzó su tope, por llamarlo de algún modo, y empezó a contraerse de manera inversamente proporcional a la velocidad con que se había expandido, por lo que, al cabo de un periodo igualmente largo -durante el cual las galaxias, los hoyos negros, los planetas, las estrellas, el plasma, la gravedad, la materia, las partículas elementales y el espacio-tiempo desaparecieron como tales-, volvió a adquirir el tamaño de una diezmilmillonésima parte de un grano de sal. Con su portentosa vista, Dios pudo observar sin ningún problema cómo aquella densísima partícula descendía por el éter y la recibió en la palma de la mano; a continuación bajó un poco la cabeza y la probó con la lengua. -Mmm..., sabe a sal –dijo.
Sal
Autor: Roberto Gutiérrez Alcalá  247 Lecturas
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   Intento escribirle una carta a Ana María. No sé, bien a bien, qué decirle. Sólo siento la necesidad de hacerlo, de establecer algún tipo de contacto con ella, no importa que sea meramente imaginario... A pesar de que ha pasado tanto tiempo desde la última vez que la vi, aún recuerdo, con plena nitidez, sus ojos, aquellos ojos del color de la resina de los árboles, que me trastornaban a tal grado que llegué a creer que perdería la razón por ellos... Ahora que pienso esto, me doy cuenta de que, si estuviera a punto de morir y se me concediera un deseo, pediría ver de nuevo aquellos inauditos ojos. Trazo su nombre sobre la hoja de papel y, un momento después, lo pronuncio en voz baja, como si fuera parte de una oración que se eleva al Cielo, sabiendo que no hay ninguna posibilidad de que obtenga respuesta. Me levanto del escritorio y camino hasta la ventana de mi estudio. Una bruma densa y grisácea ondula entre los pinos del camellón que divide la avenida por donde, ahora mismo, no transita ningún vehículo. Entonces, más allá, hacia el comienzo de la curva, vislumbro un grupo de personas que, con antorchas encendidas en las manos, avanza en dirección a mi casa. Vienen en silencio y, quizá por eso, percibo cada uno de sus pasos con atronadora claridad. Al cabo de un instante ya están debajo de mi ventana, con los ojos puestos en mí. Quiero darme la vuelta y concentrarme en la carta que tengo en mente; no obstante, casi de inmediato considero que, con dicho proceder, las cosas podrían tomar un curso indeseable... Así pues, decido abrir la ventana. Una ráfaga de aire helado entra en mi estudio y me alborota el cabello. -Tardamos, pero al fin dimos contigo –dice la voz de un hombre cuyos rasgos no alcanzo a distinguir. -Si pensaste que podías eludirnos indefinidamente -añade otra voz, ésta de mujer-, estabas muy equivocado. -¡Ahora tendrás que rendir cuentas! –clama otra más. Yo estoy molesto por la súbita irrupción de esta pequeña muchedumbre en mi domicilio; sin embargo, ya que está aquí, reflexiono, no puedo ignorarla. Estiro el cuello y entorno los ojos para mitigar mi perenne miopía. Poco a poco identifico a cada uno de sus integrantes. Ahí está el niño al que, en mi adolescencia, amarré a un poste e hice llorar con mi crueldad sin límites; y la anciana a la que despreciaba porque me parecía un ser repugnante; y los vecinos de los que, a sus espaldas, hablaba mal; y el compañero de escuela al que tiranizaba porque era débil y asustadizo; y la muchacha granienta de la que me burlaba cuando no tenía algo mejor que hacer; y los amigos a los que dejé de serles leal e, incluso, traicioné; y muchos otros individuos de los cuales no guardo memoria, pero a los que, sin duda, habré dirigido en el pasado alguna humillación, alguna ofensa, algún agravio. Mi corazón late con más rapidez, las manos me sudan y un temblor tenue pero ininterrumpido sacude mi cuerpo. Me pregunto cómo estos sujetos que se aglutinan afuera de mi casa con una actitud nada amistosa pudieron reunirse y localizarme... Es tan improbable que algo así suceda... La bruma ya flota sobre ellos y hace que la luminosidad de sus antorchas se vuelva un tanto opaca. Sin pensarlo digo lo primero que se me viene a la cabeza: -¿Puedo ofrecerles agua? -¡Agua! ¡Eso es lo que tú vas a necesitar muy pronto! –grita uno de ellos. Todos ríen al unísono, con unas carcajadas estridentes que hacen vibrar los cristales de la ventana. De repente me invade un hondo cansancio, por lo que declaro: -Si no tienen inconveniente, me gustaría irme a dormir. -Shsss, tiene sueño... –dice alguien-. ¡Cantémosle una canción de cuna! -¡Sí, y arrullémoslo hasta que sus lindos ojitos se cierren! –propone una voz chillona. -¡Duérmete, niño, duérmete ya -canturrean varios-, que viene el coco y te comerá! Alzo la vista. La luna, tan rojiza como un espejo en llamas, se asoma un instante antes de desaparecer nuevamente detrás de unas nubes negras y abigarradas. Entretanto, por encima del gentío aparece una escalera de metal que pasa de mano en mano hasta que alguien al frente la coge y la recarga en posición vertical en el muro de mi casa, a unos cuantos centímetros de la ventana; luego, el mismo individuo recibe su antorcha de otro y empieza a subir por ella en medio de una intensa gritería. Asumo que no tiene caso pedir perdón o tratar de defenderme o de justificar todas y cada una de las infames acciones que he llevado a cabo en contra de estas personas a lo largo de mi ya no tan corta existencia. Sin embargo, cuando a lo lejos veo a mis padres llegar por la avenida e incorporarse a la multitud, mis fuerzas flaquean y casi me derrumbo. -¡Papá, mamá! –grito, apoyado en la pared de mi estudio, pero ellos no parecen escucharme. Y así, abatido y exhausto –y también con la pena de no haber concluido la carta a Ana María- espero a que el hombre que sube llegue al final de la escalera y cumpla su cometido.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá  Por un amigo que trabajaba en el medio editorial me enteré de que alguien –un profesor universitario- preparaba una Antología de escritores a los que nadie lee. Sin falsa modestia consideré que tenía los méritos suficientes para figurar en ella. De inmediato le pedí a mi amigo que me diera el nombre del antologador y su correo electrónico, y luego pasamos a otro tema. Al llegar a casa me senté frente a mi computadora, escribí una breve semblanza personal y una relación pormenorizada de todos y cada uno de los manuscritos de cuentos y poemas de mi autoría que habían sido ignorados por decenas de editoriales, suplementos culturales y revistas literarias, y se las envié al profesor H. Sorpresivamente, éste no tardó en responderme. En su amable correo me sugería vernos al día siguiente en una cafetería localizada no lejos de donde yo vivía. Por supuesto acepté su sugerencia, y acudí a la cita esperanzado. Una vez estuvimos sentados uno delante del otro, H., un hombre ya mayor, flaco, calvo y ceremonioso, dijo: -He leído con interés la información que me ha proporcionado. De acuerdo con ella, su trayectoria literaria es impoluta. Sin embargo, déjeme insistir en la cuestión esencial: ¿realmente nadie lo lee? -Nadie. Cuando escribo algo, lo que sea, e intento mostrárselo a algún conocido o desconocido, la reacción es unánime, siempre: empieza a leer y, al poco rato, con un dejo de incomodidad, me devuelve las hojas pergeñadas por mi terco afán. Incluso mi madre, una persona en extremo benévola e indulgente conmigo, no ha pasado del primer párrafo de cualquier manuscrito mío que he dejado en sus manos.   -Bien. Como usted sabe –añadió H.-, estoy a la busca de autores genuina y perpetuamente ninguneados. Sería una pena descubrir que usted en realidad no es uno de ellos y tener que sacarlo, en el último momento, de mi antología. Discúlpeme la franqueza, pero no puedo arriesgar, por ningún motivo, mi prestigio académico. -Lo entiendo, profesor –dije. H. se llevó su taza de café a la boca, le dio un sorbo delicado al oscuro líquido y volvió a hablar: -Prepare un texto que no supere las quince cuartillas. Puede ser un cuento, un poema o un fragmento de novela. Lo que quiera. Obviamente no lo leeré, pues, de hacerlo, iría en contra de la propia naturaleza de la antología. Con todo, confío en que lo que me entregue será de calidad.  -Lo tendrá mañana mismo –dije, y a continuación, evidentemente entusiasmado, averigüé cuántos escritores más participarían en el proyecto. -En total, veinte –dijo H.-. Con usted cierro la lista. La idea es confeccionar un libro muy bello, con una portada discreta pero atractiva, seductora... Claro, el editor y yo no aspiramos a que los potenciales lectores lo lean, ni mucho menos, sino tan sólo a que lo hojeen lenta o rápidamente, al gusto, y lo coloquen en uno de los anaqueles de su biblioteca como si se tratara de un tesoro inexplorado... -¡Perfecto! En punto de las doce, H. y yo nos dimos un fuerte apretón de manos y nos despedimos. Esa misma tarde me dediqué a pulir con esmero lo que juzgaba mi mejor cuento, y al otro día, apenas amaneció, se lo envié a H. vía correo electrónico. Él tuvo la gentileza de confirmarme que lo había recibido sin problemas y decirme que pronto se pondría en contacto conmigo para firmar el contrato. Pero esto último -es decir, que pronto se pondría en contacto conmigo para firmar el contrato- no sucedió. Al cabo de ocho meses de vana espera le escribí a H. otro correo en el que, después de saludarlo y desear que su salud y la de los suyos fuera óptima, le pregunté cómo iba el proceso de edición de nuestra antología. Su respuesta, en esta ocasión, fue lacónica, fría, brutal: “El editor la canceló. Pasa por una inesperada crisis económica. Adiós.” Y así, la posibilidad de formar parte de aquella antología se desvaneció como una gota de lluvia en el mar.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   1. Cuando Fiodor Dostoyevski tenía dieciocho años, su padre, un médico alcohólico, déspota y violento, fue asesinado por sus siervos en la aldea de Darovoye, en la provincia de Tula, Rusia. Según Sigmund Freud, a consecuencia del sentimiento de culpa que experimentaba por sus propios deseos parricidas, este trágico hecho influyó decisivamente para que, años después, el escritor ruso padeciera esquizofrenia y epilepsia. 2. A los veinticuatro años, Dostoyevski, nacido en Moscú el 30 de octubre del calendario juliano (11 de noviembre del calendario gregoriano) de 1821, se convirtió en una celebridad literaria con la publicación de su primera novela: Pobre gente. La crítica recibió esta obra con entusiasmo y catalogó a su autor como un “segundo Gogol”. No obstante, el propio Gogol dijo: “El autor tiene talento. La elección del tema demuestra sus cualidades espirituales; pero uno puede ver también que todavía es muy joven. Hay demasiada verbosidad y muy poca concentración interior. El libro me hubiera parecido mucho más vivo y fuerte si Dostoyevski hubiese apretado más su texto.” 3. El 23 de abril de 1849, Dostoyevski, quien formaba parte del Círculo Petrashevski, una comunidad intelectual cuyo objetivo era poner fin a la autocracia zarista, fue detenido, encarcelado y acusado de conspirar contra el zar Nicolás I. El 22 de diciembre de ese mismo año, luego de ser condenado a muerte, varios soldados lo condujeron a la plaza Semenovski, donde sería ejecutado. Sin embargo, en el último momento, cuando ya estaba de pie frente al pelotón de fusilamiento con los ojos vendados, llegó el indulto, aunque no se libró de cumplir una condena de cuatro años de trabajos forzados en la prisión de Omsk, Siberia. 4. Con el paso del tiempo, Dostoyevski se convirtió en un ludópata irredento. En una ocasión, mientras su primera esposa, María Dimitrievna, agonizaba en San Petersburgo a causa de la tisis, el escritor ruso viajó, en compañía de su amante Polina Suslova, a Wiesbaden, donde ganó cinco mil francos jugando a la ruleta. Pero al cabo de unos días perdió todo en Baden-Baden, por lo que debió pedir dinero prestado a Rusia e incluso empeñar su reloj y el anillo de Polina. En 1865, cuando María Dimitrievna, ya había muerto, Dostoyevski quedó de verse con Polina nuevamente en Wiesbaden, es decir, donde la suerte le había sonreído. A diferencia de la primera, esta vez perdió todo su dinero en cinco días y Polina lo abandonó definitivamente. Basado en estas amargas experiencias, Dostoyevski escribió su novela El jugador, la cual se publicó en 1866. 5. A mediados de 1878, Dostoyevski comenzó a escribir, precisamente a partir del tema del parricidio, su última novela, Los hermanos Karamazov, la cual se publicaría por entregas desde enero de 1879 hasta bien entrado 1880 en la revista literaria El Mensajero Ruso. Por cierto, Freud calificó esta obra como “la novela más grandiosa que se haya escrito”. 6. A las ocho y media de la noche del 28 de enero del calendario juliano (9 de febrero del calendario gregoriano) de 1881, Dostoyevski murió, a los 59 años, en San Petersburgo, a causa de una hemorragia pulmonar asociada a un enfisema y un ataque epiléptico. Tres días después, sus restos fueron seguidos por unas treinta mil personas hasta el monasterio de Alexandr Nevski, donde recibieron sepultura. El epitafio grabado en su tumba dice: “En verdad, en verdad os digo que si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, produce mucho fruto: Evangelio de San Juan 12:24”.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   Una vez terminó de componer Aida, cuyo fastuoso estreno se realizó el 24 de diciembre de 1871 en el Teatro de la Ópera de El Cairo, Egipto, bajo la batuta de Giovanni Bottesini, Giuseppe Verdi decidió que su carrera como compositor había llegado a su fin. Sin embargo, en 1879, un libreto de Arrigo Boito basado en la célebre tragedia de William Shakespeare, hizo que Verdi abandonara su retiro voluntario y comenzara a componer la ópera Otello, la cual se estrenó, con un rotundo éxito, el 5 de febrero de 1887 en el Teatro de La Scala de Milán. Entonces, Verdi dijo: “Después de haber masacrado implacablemente a tantos héroes y heroínas, por fin tengo derecho a reír un poco”, y se puso a escribir, con otro libreto de Arrigo Boito, la que sería su única comedia lírica y su última ópera: Falstaff, la cual se estrenó el 9 de febrero de 1893, también en La Scala, cuando el músico italiano tenía ochenta años. Verdi, nacido el 10 de octubre de 1813 en Le Roncole, en la provincia de Parma, era inmensamente rico y generoso. Por eso, a partir de 1895, mandó construir la Casa di Riposo per Musicisti, un hogar de descanso para músicos retirados, en Milán, así como un hospital en Villanova sull’Arda, en la provincia de Piacenza. A principios de 1897 padeció un ligero ataque cerebral, pero pronto empezó a recuperarse. Ese mismo año publicó sus Quatro pezzi sacri (Ave Maria, Stabat Mater, Laudi alla Vergine Maria y Te Deum) y perdió a su segunda esposa, Giuseppina Strepponi, lo que supuso un fuerte golpe anímico para él. Verdi había sido un hombre sano prácticamente toda su vida. Ahora comentaba que estaba un tanto ciego y sordo, y se quejaba de que se le escapaba cada vez más la memoria y no dormía a causa del insomnio. En la mañana del 21 de enero de 1901, en su habitación del Gran Hotel de Milán, donde vivía, sufrió una embolia que le dejó el lado derecho de su cuerpo completamente paralizado. Apenas fue divulgada la noticia de su mal estado de salud, una enorme multitud se agolpó frente al Gran Hotel. Y para evitar que se produjera cualquier ruido que pudiera molestarlo, se cubrieron con paja las calles vecinas y se redujo la circulación en la Via Manzoni. Verdi, quien había entrado en coma, ya no resistió más y murió hacia las tres de la tarde del 27 de enero, a los ochenta y siete años, rodeado por Arrigo Boito, la soprano Teresa Stolz y sus editores Giulio y Tito Ricordi, entre otras personas. En señal de luto, las banderas ondearon con listones negros, los teatros y comercios cerraron sus puertas, y los periódicos publicaron ediciones especiales en la que daban cuenta de su fallecimiento, con los bordes de sus páginas impresos en negro. Verdi fue enterrado en una ceremonia privada en el Cimitero Monumentale de Milán pero, al cabo de un mes, sus restos, junto con los de Giuseppina Strepponi, fueron exhumados y llevados a la capilla de la Casa di Riposo per Musicisti, donde aún hoy permanecen. En esta ocasión, unas trescientas mil personas acompañaron el cortejo fúnebre y la orquesta de La Scala y más de ochocientas voces interpretaron, bajo la batuta de Arturo Toscanini, el coro “Va, pensiero”, de otra de sus creaciones: Nabucco.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   Luego de abandonar Francia, país que estaba ocupado por los nazis desde hacía casi seis meses, el escritor irlandés James Joyce, su esposa, Nora, su hijo George y su nieto Stephen llegaron en tren a Ginebra, Suiza, en la noche del 14 de diciembre de 1940. Al día siguiente, los Joyce viajaron a Lausana y, dos días después, a Zürich, donde tomaron posesión de dos habitaciones del Hotel Pension Delphin. Al cabo de unos días, un amigo de Joyce llamado Paul Ruggiero fue a verlo y, como dejó su sombrero encima de la cama, el escritor nacido el 2 de febrero de 1882 en Dublín le dijo en italiano: “Ruggiero, quite ese sombrero de la cama. Soy supersticioso, y significa que alguien va a morir.” Los Joyce pasaron la Navidad en casa del matrimonio Giedion. En esa ocasión, el autor de Música de cámara, Dublineses, El retrato del artista adolescente, Exiliados, Ulises y Finnegans Wake interpretó varias canciones en irlandés y latín. El 9 de enero de 1941, después de haber visitado una exposición de pintura francesa del siglo XIX, Joyce y Nora fueron, como acostumbraban, al restaurante Kronenhalle, pero Joyce casi no habló ni probó bocado. Antes de medianoche regresaron al hotel. Entonces, Joyce comenzó a padecer un fuerte dolor de estómago que empeoró con el transcurso del tiempo. A las dos de la madrugada, George salió a buscar un médico y, a pesar de que éste le administró un poco de morfina al escritor, el dolor no disminuyó, por lo que en la mañana fue trasladado en ambulancia a un hospital de la Cruz Roja. Una radiografía mostró que Joyce tenía una úlcera duodenal perforada. Los médicos le comunicaron que era necesario operarlo de inmediato, pero él se negó en un primer momento, hasta que George lo convenció de que no había otra alternativa. Por recomendación de frau Gedion, el doctor H. Freysz se encargó de operar a Joyce. Hacia el atardecer, el escritor se recuperó de la anestesia y le comentó a Nora que había creído que no sobreviviría. También manifestó sentirse muy preocupado por el dinero que iba a costar su internamiento y la operación. El sábado 11 pareció que Joyce recobraba las fuerzas. Sin embargo, el domingo en la mañana volvió a debilitarse tanto que requirió dos transfusiones de sangre. En la tarde entró en coma. A la una de la madrugada del lunes 13 de enero de 1941, Joyce volvió en sí y le pidió a una enfermera que llamara a Nora y George; a continuación entró en coma de nuevo. Una hora y quince minutos después, cuando Nora y George aún no habían llegado al hospital, murió, a los 58 años, de una peritonitis generalizada, de acuerdo con la autopsia que se le practicó. El miércoles 15, Joyce fue enterrado en el cementerio de Fluntern, en una ceremonia austera a la que asistió un puñado de personas, entre ellas, Nora, George, el embajador inglés en Berna, lord Derwent, el poeta Max Geilinger y el tenor Max Meili, quien cantó el “Addio terra, addio cielo”, de la ópera Orfeo, de Claudio Monteverdi. La hija de Joyce, Lucia, a quien se le había diagnosticado esquizofrenia, se negó a creer en la muerte de su célebre padre. Así, cuando el escritor italiano Nino Frank la visitó, ella le dijo: “¿Qué hace ese idiota bajo tierra? ¿Cuándo piensa salir? Está vigilándonos todo el día.” Acerca de Ulises, sin duda la novela más influyente del siglo XX, el escritor italiano Italo Svevo escribió: “Muchas veces, leyendo Ulises, me pregunto por qué Joyce no quiso ser más claro, y suprimió totalmente las explicaciones. Era necesario que estuviesen ausentes, y es inútil inquirir por ello. Su ausencia hace más austera la obra de Joyce. Una sola palabra fuera de lugar demolería todas esas perfectas construcciones de representación.”
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   El 16 de diciembre de 1770, en la buhardilla de una casa localizada en el número 515 de la Bonngasse, en Bonn, Alemania, nació un niño destinado a ser un hombre que daría de qué hablar al mundo. Hijo de Maria Magdalena Keverich y de Johann van Beethoven, fue bautizado al día siguiente en la iglesia de San Remigio con el nombre de Ludwig van Beethoven. No se trató del primer Ludwig van Beethoven de la familia, sino del tercero: los otros dos fueron el viejo Ludwig van Beethoven, su abuelo y padrino, y Ludwig Maria van Beethoven, su hermano, muerto un año antes a los seis días de nacido. Según Jan Swafford, uno de los biógrafos del compositor alemán, el apellido Beethoven, con distintas variantes (Betho, Bethove, Bethof, Bethenhove, Bethoven), era común entre vendedores y taberneros del Ducado de Bravante, lugar de nacimiento de su abuelo, y podría derivar de las palabras flamencas que significan “tierra cultivada”. Tanto su abuelo como su padre fueron músicos: el primero llegó a ser Kapellmeister del electorado de Colonia; el segundo, director de la orquesta de Bonn. Frustado porque, a la muerte de su padre, no obtuvo su cargo en el electorado de Colonia, Johann, quien ya había desarrollado un alcoholismo devastador, volcó todas sus esperanzas en su hijo. Así, adoptando como modelo a Leopold Mozart, empezó a enseñarle a Ludwig, entonces de cuatro años, los rudimentos de la música, pero a golpes y gritos. Sin duda, la intención de Johann era convertir a Ludwig en músico de la corte para que, lo antes posible, pudiera ser contratado y ganarse la vida. Una vez que aprendió a tocar el klavier, el violín y la viola, Ludwig intentó crear su propia música. Se cuenta que en alguna ocasión, su padre lo sorprendió improvisando al violín, por lo que le gritó con furia: “¿Con qué estupideces estás destrozando las cuerdas? Ya sabes que no soporto el ruido. ¡Dedícate a seguir la partitura o no llegarás a ningún sitio!” El pequeño Ludwig, sin embargo, mostró una recia perseverancia y, cuando su padre no se hallaba cerca, continuó componiendo de manera furtiva. Con todo, Johann no tardó en darse cuenta de que su hijo tenía un talento musical verdaderamente excepcional. Fue así como comenzó a fantasear con la idea de que bien podría llegar a ser un niño prodigio, igual que aquel joven salzburgués que en ese momento tenía en un puño a Europa y que se llamaba Wolfgang Amadeus Mozart.   Un niño taciturno y reservado apodado el Español   Antes de cumplir los nueve años, Beethoven ya atraía la atención de la gente por sus dotes musicales. Su padre aprovechó esta circunstancia y comenzó a organizar, en casa de un amigo apellidado Fischer, unos conciertos domésticos que fueron un éxito tanto desde el punto de vista monetario como artístico. A esa edad, Beethoven ya mostraba también una personalidad taciturna y reservada, lo cual le impedía hacer amigos en la escuela a la que iba, llamada el Tirocinium. En su biografía Beethoven, Jan Swafford escribe: “En la escuela, Beethoven aprendió algo de francés y de latín, así como a escribir con una elegante caligrafía que conservó hasta después de haber cumplido los veinte años, para degenerar más tarde en un frenético garabateo. En la escuela aprendió a sumar, pero no a multiplicar ni a dividir. Hasta el final de su vida, si por ejemplo tenía que multiplicar 62 por 50, escribía 50 veces 62 en una columna y lo sumaba.” Al llegar a la conclusión de que en la escuela no estaba aprendiendo nada que valiera la pena, su padre lo sacó de ella y le dijo que de ahora en adelante sólo estudiaría y haría música. Esto, claro, resultó una bendición para el niño. A causa de su tez oscura, Beethoven era conocido por sus familiares y vecinos como der Spagnol (el Español). En casa, Beethoven jugaba con sus hermanos Caspar Carl y Nikolaus Johann, y pasaba largas y felices horas con su madre. Maria se ocupaba del cuidado del hogar, pero no le daba mucha importancia a la limpieza, por lo que sus hijos lucían desaseados frecuentemente. A pesar de todo, esta mujer poseía un carácter fuerte, indoblegable. Según Swafford, una de sus sentencias más socorridas rezaba: “Sin sufrimiento no hay lucha, sin lucha no hay victoria, sin victoria no hay coronación.” Es probable que esta sentencia se incrustara en el alma del pequeño Ludwig y lo preparara para enfrentar una vida llena de sufrimientos y penalidades... En 1781, junto con su padre y el violinista Franz Georg Rovantini, Beethoven emprendió por Renania su primera gira artística. Durante ésta y otras giras posteriores, él y Rovantini tocaron en casas modestas, pero también en suntuosos palacios campestres, como el de la familia de banqueros Meinertzhagen de Oberkassel y en el de C. J. M. Burggraf, el segundo palacio barroco más grande al norte de Los Alpes.     La carrera musical de Beethoven se iniciaba con buenos augurios.   Su primera obra: las Variaciones Dressler   En aquella época no pudo haberle ocurrido un hecho más afortunado a Beethoven: Christian Gottlob Neefe, compositor, organista, escritor y poeta originario de Leipzig, se hizo cargo de su enseñanza musical. Neefe era un hombre culto y refinado, con un carácter suave y bondadoso, que, a diferencia de Johann, su padre, supo encauzar con buenas maneras las extraordinarias aptitudes que vio en Beethoven. Gracias a él, Beethoven pudo conocer una gran cantidad de literatura musical, sobre todo de compositores alemanes como Johann Sebastian Bach y Carl Philipp Emanuel Bach. En un informe sobre la música y los músicos de Bonn, Neefe escribió: “Louis van Beethoven, hijo del mencionado tenor, es un muchacho de once años de talento más que prometedor. Toca el klavier con mucha destreza y gran dominio, lee muy bien a primera vista, y […] toca con maestría El clave bien temperado, de Sebastian Bach […]. Este joven genio está llamado a ser un segundo Wolfgang Amadeus Mozart, siempre que continúe como ha comenzado.” Bajo la tutela del que a la postre se convertiría en su mentor más importante, Beethoven publicó su primera obra propiamente dicha: las Variaciones Dressler, compuestas en la tonalidad de do menor a partir de una marcha fúnebre de Ernst Christoph Dressler. En opinión de Swafford, esta obra “es ligera y convencional, aunque impresiona la imaginación, la armonía y la técnica de teclado en un muchacho de la edad de Beethoven.” En junio de 1782, Gilles van den Eeden, organista de la corte, murió. Entonces Neefe asumió ese puesto. Al día siguiente, éste debió acompañar al elector Maximilian Friedrich a la ciudad de Münster, por lo que dejó a Beethoven como su sustituto. Esto habría de repetirse con cierta regularidad en el futuro. Al año siguiente, Beethoven publicó tres sonatas para teclado dedicadas al elector Maximilian Friedrich. Conocidas como las Sonatas electorales, muestran un avance considerable en relación con las Variaciones Dressler. Tiempo después, un crítico del Musikalischer Almanach se atrevió a comentar que las Variaciones Dressler y las Sonatas electorales “quizá podrían ser respetadas como las primeras tentativas de un principiante en música, como ejercicios de un estudiante de tercer o cuarto grado en nuestras escuelas.” Beethoven ya era organista asistente de Neefe y, también, pianista repetidor en el teatro de la corte. Neefe solicitó al elector Maximilian Friedrich que hiciera oficial el puesto de Ludwig como organista, pero dicha solicitud no prosperó. Mientras tanto, como consecuencia de su alcoholismo, Johann se mostraba cada vez más incapaz de sostener a su familia.   Abril de 1787: Beethoven conoce a Mozart en Viena   A la muerte del elector Maximilian Friedrich, un melómano lo sucedió: Maximilian Franz. Poco tiempo después, Beethoven fue contratado como músico de la corte de Bonn. De ese período son sus tres cuartetos para piano –en mi bemol mayor, re mayor y do mayor–, en los que, tomando como modelo distintas sonatas para violín y piano de Mozart, Beethoven demuestra un marcado avance compositivo con respecto a sus obras anteriores. En ellos se anuncia, de acuerdo con Swafford, “otro de los rasgos que definirán el arte de Beethoven a lo largo de su vida: llevarlo todo al límite, volver propios sus modelos en parte haciendo de cada elemento algo más. Los niveles de volumen son a la vez más altos y más bajos que los de sus modelos, todo es más intenso, más conmovedor, más impulsivo y dramático, más individual, más extenso y pesado, con contrastes más acusados y mayor virtuosismo.” Su trabajo en la corte de Bonn mantenía muy ocupado a Beethoven: hacía música en la capilla y el teatro, daba lecciones de klavier a los hijos de los nobles y de los funcionarios, tocaba en conjuntos de cámara y como solista con la orquesta... También era más sociable y contaba con un mayor número de amigos. Sin embargo, no dejaba de añorar la soledad para dedicarse a componer o dar largos paseos a orillas del río Rin. Maximilian Franz sabía perfectamente que Beethoven poseía un talento fuera de serie. Por eso decidió enviarlo a Viena. Así, el 20 de marzo de 1787, luego de despedirse de su madre enferma, de su padre y de sus hermanos, Beethoven emprendió en solitario su primer viaje a la capital europea de la música, a donde llegó el 7 de abril. Al cabo de unos días fue conducido ante Mozart, quien acababa de regresar de Praga, ciudad donde lo adoraban y donde recién había estrenado su Sinfonía número 38 en re mayor, Köechel 504, “Praga”. En un primer momento, Beethoven tocó algunas piezas de su autoría, pero el genio salzburguez se mostró frío e impasible frente a aquel adolescente de gesto huraño. A continuación, Beethoven le mostró a Mozart sus tres cuartetos para piano. Mozart quedó complacido. Finalmente, Beethoven le pidió a éste que le obsequiara un tema sobre el cual pudiera improvisar. Mozart accedió. Una vez que escuchó sus improvisaciones, Mozart quedó profundamente impresionado por la capacidad interpretativa y creativa de Beethoven. Salió de aquel salón de música y, de acuerdo con la leyenda que perdura hasta nuestros días, dijo a los que estaban ahí presentes: “Prestadle atención porque algún día dará de qué hablar al mundo.”   Beethoven pierde a su madre y conoce al conde Waldstein   Beethoven permaneció en Viena menos de dos semanas porque recibió una carta de Johann, en la que le decía que su madre estaba muy enferma y que volviera cuanto antes a Bonn. Ya de regreso en casa, Beethoven halló a su padre borracho, a sus hermanos menores aterrorizados y a María gravemente enferma de tuberculosis, un padecimiento para el cual, en aquella época, no había ningún tratamiento eficaz. Las siguientes dos semanas, Beethoven fue testigo del terrible sufrimiento de su querida madre. Finalmente, a los cuarenta años, ésta murió el 17 de julio de 1787. Entonces, con tan sólo dieciséis años a cuestas, Beethoven asumió el liderazgo de su familia. Dos meses después, en una carta dirigida a Joseph von Schaden, su nuevo amigo de Augsburgo, Beethoven escribía: “[…] Era una madre tan buena y cariñosa conmigo, además de mi mejor amigo. ¡Oh!, quién más feliz que yo cuando aún podía pronunciar el dulce nombre de madre, y ser oído y respondido. ¿A quién se lo diré ahora? ¿A la muda apariencia que de ella fabrica mi imaginación? […]” A comienzos de 1788, el conde Ferdinand Ernst Joseph Gabriel Waldstein llegó a la corte de Bonn y casi de inmediato se enteró de la existencia y del singular talento musical de Beethoven, por lo que resolvió protegerlo e impulsarlo. Con el paso del tiempo, el conde Waldstein, quien tocaba el piano y solía componer de vez en cuando alguna pieza, se convertiría en el principal mentor y mecenas de Beethoven durante su adolescencia y, también, en la persona que le permitiría conocer a otros mecenas vieneses.  En agradecimiento por su invaluable ayuda, Beethoven le dedicaría, hacia finales de 1803, su Sonata número 21 para piano en do mayor, opus 53, hoy conocida como Sonata Waldstein. En relación con esta obra, Jan Swafford escribe en su biografía del compositor alemán: “En la Waldstein, Beethoven inventó colores y texturas originales para el piano, y al mismo tiempo revisó el do mayor con una nueva perspectiva. Al ser la tonalidad más afinada de los pianos de la época, representaba generalmente lo sencillo, lo contenido, siendo adecuada también para la ecuanimidad o para la grandeza, incluso para la pompa militar, aunque no para la pasión y el entusiasmo. En esta ocasión, Beethoven la hizo sonora e intensa, gracias en parte a que la rodeó de tonalidades sorprendentes.” Originalmente, Beethoven compuso como segundo movimiento de la Sonata Waldstein un Andante grazioso con moto. Sin embargo, cuando tocó por primera vez esta sonata completa, un amigo suyo comentó que dicho movimiento era demasiado largo. Aunque Beethoven se molestó por este comentario, posteriormente estuvo de acuerdo con su amigo. Así pues, sacó ese segundo movimiento de la Sonata Waldstein, al cual le tenía un especial cariño, y lo publicó con el nombre de Andante favori (Andante favorito).   Beethoven compone sus Cantatas imperiales   A finales de 1789, ante la caída en picada de Johann por su exacerbado alcoholismo, Beethoven solicitó al elector Maximilian Franz el retiro y el cobro de la pensión de su progenitor. Dicha solicitud le fue concedida mediante un decreto en el que se estipulaba que una mitad de la pensión de Johann estaría destinada a éste y la otra al propio Beethoven. Así, con este dinero extra, sumado a su salario como músico de la corte y a lo que percibía por sus lecciones e interpretaciones públicas, Beethoven pudo hacerse cargo, sin problemas, de la manutención de sus hermanos. El 20 de febrero de 1790, el sacro emperador románico germánico José II, hermano mayor del elector Maximilian Franz y uno de los líderes más progresistas de la época, falleció en Viena. Entonces, a iniciativa de Eulogius Schneider, un antiguo monje franciscano, se comenzó a planear un programa para rendirle homenaje. El mismo Schneider escribió su Oda a José II, que sería recitada durante la ceremonia; también propuso que se incluyera una cantata fúnebre compuesta por uno de los principales músicos de Bonn, a partir de un texto del joven estudiante de teología y protegido suyo Severin Anton Averdonk. El encargo de componer esta cantata recayó en Beethoven, quien de inmediato puso manos a la obra. Sin embargo, dos días antes de la ceremonia se anunció oficialmente que no podría ser interpretada “por diversos motivos”, lo cual significaba básicamente que era demasiado compleja y difícil para la orquesta de la corte. A pesar de todo, Beethoven no se desanimó y, con la esperanza de que fuera ejecutada en otra ocasión, siguió componiendo su Cantata por la muerte del emperador José II, que terminó durante el verano. En opinión de Jan Swafford, al igual que el texto de Averdonk, la música de Beethoven es muy exaltada y revela que, a sus diecinueve años, “aún prometía mayores exaltaciones.” Y añade: “Sí, la excesiva exaltación fue un signo de su juventud, pero su expresión es ya poderosa, el manejo de la orquesta eficaz y expresivo, y su voz inconfundiblemente propia. Como signo de ese dinamismo, utilizó ideas procedentes de esa cantata una y otra vez en años posteriores.” Beethoven nunca publicó o interpretó su Cantata por la muerte del emperador José II, la cual permaneció perdida hasta la década de los años 80 del siglo XIX. Para la coronación de Leopoldo, hermano de José, Beethoven recibió otro texto con el objetivo de que compusiera otra cantata, pero ésta, llamada Cantata para la coronación del emperador Leopoldo II, tampoco fue tocada por las mismas razones que la primera. Sobre ella, Swafford escribe: “En la Cantata para la coronación del emperador Leopoldo II, Beethoven revela aun con más claridad que es un joven de notable técnica pero todavía con un escaso sentido de la forma y la proporción. Pone en música lo que pretende que el texto sea, más que lo que realmente es, con sus vuelos de ángeles y ‘la sonrisa de la humanidad dibujándose’ en los labios de Leopoldo.”   Beethoven viaja de nuevo a Viena para estudiar con Haydn   En 1791, Beethoven tomó la popular aria de ópera “Venni amore”, del compositor italiano Vincenzo Righini, para componer veinticuatro variaciones en re mayor conocidas como las Variaciones Righini. De acuerdo con Swafford, el compositor alemán transformó el tema de dicha aria “en una virtuosa exploración de colores y efectos pianísticos de una escala imaginativa superior a cuanto había escrito para piano hasta aquel momento.” El 5 de diciembre de ese mismo año, Mozart murió en Viena. Meses después, Beethoven pidió permiso al elector Maximilian Franz para ir a esa ciudad a estudiar con el gran compositor austriaco Franz Joseph Haydn, lo cual le fue concedido. Antes de partir, sus amigos y conocidos le dedicaron algunas líneas de despedida en un Stammbuch o “libro familiar”. Entre todas destacan, sin duda, las escritas por el conde Waldstein, que a la postre resultarían proféticas: “¡Querido Beethoven! Os vais por fin a Viena para realizar vuestros deseos, durante tanto tiempo frustrados. El genio de Mozart aún sigue de luto y llora la muerte de su discípulo. En el inagotable Haydn había encontrado refugio, aunque no ocupación; a través de él quiere formar una unión con otro. Por medio de un esfuerzo constante recibiréis de manos de Haydn el espíritu de Mozart. Vuestro fiel amigo, Waldstein.” En la mañana del 2 de noviembre de 1792, Beethoven subió a un carruaje con sus escasas pertenencias, entre las que había un montón de manuscritos y esbozos musicales, y viajó nuevamente a Viena. Atrás quedaron sus hermanos, que ya podían valerse por sí mismos, y Johann, su padre, cada vez más marchito y derrotado por el alcohol. Según, Gottfried Fischer, autor de unas memorias de la familia Beethoven, luego de la partida de su hijo, Johann decía a todos aquellos que quisieran escucharlo: “Mi Ludwig es ahora mi única alegría; se ha convertido en un músico y en un compositor tan consumado que todo el mundo lo mira con asombro. ¡Mi Ludwig! Algún día será un gran hombre en el mundo. ¡Vosotros que hoy estáis aquí, recordad lo que os he dicho!” Beethoven llegó a Viena con un solo objetivo en mente: convertirse, a como diera lugar, en un compositor único, distinto de todos los que había habido hasta entonces. Se instaló en una mísera buhardilla y, a continuación, se puso a revisar la lista de contactos que el conde Waldstein y otros le habían dado... Hacia finales de diciembre, mientras intentaba levantar el vuelo financieramente, Beethoven recibió una carta en la que se le anunciaba que su padre había fallecido el día 18, a causa de “una hidropesía en el pecho”. A diferencia de lo que ocurrió cuando murió su madre, no regresó a Bonn para estar presente en su funeral.   Beethoven le dedica su opus 1 al príncipe Lichnowsky   Como la mayoría de los jóvenes de entonces, Beethoven llamaba a Haydn “papá”. En mayo de 1793, el viejo compositor austriaco llevó al joven músico venido de Bonn al Palacio de los Esterházy, en Eisenstadt, para presentárselo a su patrón, el príncipe Nikolaus. Beethoven regresó a Viena y Haydn se quedó en Eisenstadt, trabajando en varias sinfonías que debía estrenar en Inglaterra. Y cuando éste volvió, seguía tan ocupado que ya no pudo reanudar las lecciones que daba a Beethoven. En aquel tiempo, Beethoven ya vivía en una acogedora habitación de una casa que pertenecía al príncipe Karl Lichnowsky, un consumado melómano. Su esposa, la princesa Maria Christiane, había tomado clases con Mozart y era una de las mejores pianistas aficionadas de Viena. En una de las veladas musicales organizadas por los Lichnowsky en su palacio –a las que, por cierto, acudía regularmente Haydn–, Beethoven interpretó El clave bien temperado, de Bach, lo cual le permitió ganarse la simpatía y la admiración del círculo de amistades de Karl y Maria Christiane. Pronto, Karl Lichnowsky se convirtió en el primer mecenas de Beethoven en Viena. El compositor respondió a este generoso gesto, dedicándole su opus 1, conformado por tres tríos para piano: en mi bemol mayor, sol mayor y do menor. Estas obras fueron interpretadas especialmente para Haydn durante otra velada musical de los Lichnowsky. Aunque “papá” Haydn se expresó bien de ellas, también comentó que él nunca le habría aconsejado a su pupilo publicar el Trío en do menor número 3, pues creía que el público no podría comprenderlo o aceptarlo. Como Beethoven consideraba que dicho trío era precisamente el mejor de los tres, montó en cólera y concluyó que el viejo compositor austriaco estaba celoso de su talento y que en realidad pretendía boicotear la obra que podía introducirlo de lleno en el mundo musical de la época. Al respecto, Swaffor comenta: “El Trío en do menor número 3 es la primera obra que demuestra hasta qué punto esa tonalidad galvanizó a Beethoven: un repertorio de efectos hacia lo violento y lo implacable, lo que vendría a llamarse su ‘carácter en do menor’. […] Después de haber divagado, rellenado y agradado en diversa medida en sus dos primeros tríos, aquí Beethoven estira el brazo y agarra por el cuello a sus oyentes.” Beethoven no se equivocó: este trío fue el que más atrajo la atención, tanto del público como de los críticos, y el que, de alguna manera, anunció lo que aquél sería capaz de componer en el futuro.   Beethoven emprende una gira por varias ciudades de Europa   A instancias de Haydn, Beethoven tomó, durante más de un año, lecciones de contrapunto con Johann Georg Albrechtsberger, Kapellmeister de la catedral de San Esteban. A principios de 1796, emprendió una gira de conciertos organizada por el príncipe Lichnowsky, que lo llevaría a Praga, Dresde, Leipzig y Berlín. En Praga pudo conseguir un piano y se puso a trabajar con un ánimo inmejorable. Entre las obras que compuso entonces sobresale Ah, perfido!, una aria de concierto para soprano y orquesta sobre un texto del escritor y poeta italiano Pietro Metastasio, la cual sería publicada posteriormente con el opus 65. Acerca de esta obra, Jan Swafford escribe: “Da la sensación de que Beethoven se divirtió mucho con esta pieza, sin sentirse forzado a ser original. En ella se ajustó en gran medida a las convenciones operísticas mozartianas e italianas, subrayando las emociones con un torrente de pirotecnias vocales y una colorida instrumentación.” Mientras tanto, al sur de Europa, un nuevo comandante llamado Napoleón Bonaparte se hacía cargo del ejército francés en Italia y barría a las tropas austriacas… En marzo de ese mismo año, Beethoven vio publicadas sus tres sonatas para piano del opus 2 (en fa menor, la mayor y do mayor), dedicadas a Haydn. De acuerdo con Swafford, ya para la sonata número 2, opus 2, “Beethoven se había liberado prácticamente de los gestos y el estilo convencionales del siglo XVIII.” De Praga, Beethoven viajó a Dresde, donde maravilló a todos los que tuvieron el privilegio de escucharlo al piano, entre ellos, el elector de Sajonia, quien no dudó en regalarle una tabaquera de oro. A continuación se trasladó, vía Leipzig, a Berlín, donde, a pedido de Federico Guillermo, rey de Prusia, compuso dos sonatas para violonchelo (en fa mayor y sol menor) que él mismo estrenó junto con el violonchelista Jean-Louis Duport y que serían publicadas en febrero del año siguiente con el opus 5. “No es extraño que esas sonatas resultaran ser obras llenas de confianza, vivaces, frescas y juveniles. En aquel momento de su vida, Beethoven tenía todos los motivos para sentirse así. Era idolatrado y muy bien pagado allá donde iba. Se sentía muy bien de salud, lo cual no era habitual en él”, apunta Swafford. Ya de regresó en Viena, Beethoven se dedicó a esbozar nuevos proyectos. El 16 de diciembre cumplió 26 años.   Ludwig van Beethoven compone su lied Adelaide   Además de las sonatas para violonchelo en fa mayor y sol menor, en febrero de 1797 fueron publicadas otras obras de Beethoven: la Sonata para piano a cuatro manos, opus 6, las Doce variaciones sobre una danza rusa, dedicadas a la condesa Anna Margarete von Browne, y el lied Adelaide, sobre un poema del poeta alemán Friedrich von Matthisson. A Beethoven le apasionaba el poema de Matthisson, y durante más de dos años trabajó arduamente para ponerle música. “Las cuatro estrofas del poema evocan imágenes de la amada inspiradas por la naturaleza, y cada verso termina con una extasiada repetición del nombre: ‘¡Adelaide!’ En el último verso, el poeta imagina su tumba y una flor púrpura brotando de las cenizas de su corazón, con el nombre ‘Adelaide’ inscrito en cada pétalo”, comenta Jan Swafford. Con el tiempo, el lied Adelaide, que probablemente fue compuesto como parte del cortejo de Beethoven a la contralto Magdalena Willmann (a quien había conocido en su ciudad natal), se convertiría en uno de los mayores éxitos en la vida del compositor. Más adelante, Beethoven concluyó la Sonata para piano número 4 en mi bemol mayor, opus 7, “Gran sonata”, dedicada a la condesa Babette de Keglevic, una alumna de piano aún adolescente a la que posteriormente le dedicaría también las Diez variaciones sobre el dueto “La stessa, la stessissima”, de la ópera Falstaff, de Antonio Salieri, el Concierto para piano número 1 en do mayor, opus 15, y las Seis variaciones sobre un tema original, opus 34. A finales de ese año, Beethoven cayó enfermo de tifus, padecimiento que en aquella época causaba casi siempre la muerte y que en muchas ocasiones afecta al oído. Apenas se recuperó al cabo de varias semanas, volvió al trabajo y terminó las Variaciones para dos oboes y corno inglés sobre el aria “La ci darem la mano”, de la ópera Don Giovanni, de Mozart, una sonata para piano que, junto con otra, integraría su opus 49, los tres Tríos para cuerdas, opus 9, las tres Sonatas para piano, opus 10, el Trío para clarinete, opus 11, y las tres Sonatas para violín, opus 12, dedicadas a Antonio Salieri. En 1798, Beethoven conoció a Carl Friedrich Amenda, quien había abandonado su carrera como violinista virtuoso para estudiar teología. Los dos se hicieron inseparables, a tal grado que, si uno aparecía solo por las calles de Viena, los transeúntes preguntaban a gritos dónde estaba el otro. Se cuenta que una vez, luego de que Beethoven improvisó al piano solamente para Amenda, éste dijo que le entristecía que una música tan maravillosa se perdiera para el mundo, a lo cual el compositor exclamó: “¡Te equivocas!”, y volvió a tocar, nota por nota, la pieza entera.   La historia oculta de la Sonata Kreutzer   Desde su adolescencia, Beethoven mostró ser un hombre que tendía a enamorarse apasionadamente. Ya dijimos que trató de conquistar a la contralto Magdalena Willmann, pero ésta lo rechazó cuando le declaró su amor (años después también intentaría enamorar a la hija de Willmann, pero tampoco tendría éxito). Según su alumno Ferdinand Ries, “Beethoven miraba con gusto a las mujeres, sobre todo a las de bello y juvenil rostro. Cuando nos cruzábamos con una muchacha encantadora, solía darse vuelta para mirarla otra vez con sus anteojos, y reía o hacía gestos cuando era sorprendido por ella.” Ahora bien, si Beethoven se veía superado por otro hombre en una lid amorosa, podía reaccionar con ira y desprecio. Así lo hizo ante el virtuoso violinista y compositor británico George Augustus Polgreen Bridgetower, a quien había conocido por intermediación del príncipe Lichnowsky. Bridgetower era un atractivo mulato de 24 años, hijo de un hombre nacido en las Antillas y de una mujer suaba. Había participado en algunos de los conciertos londinenses de Haydn y poseía una brillante técnica, gracias a la cual contaba con la admiración de, entre otros, el violinista y compositor italiano Giovanni Battista Viotti. Pronto, Beethoven y él se hicieron amigos; incluso llegaron a irse de juerga varias veces. Un día, Bridgetower le propuso a Beethoven tocar un recital juntos y éste accedió. Con el tiempo encima, Beethoven se puso a componer, de atrás hacia adelante –es decir, a partir del movimiento final que había descartado para la Sonata número 6 en la mayor, opus 30, número 1–, otra sonata para violín. Fue así como el 24 de mayo de 1803, día del recital en el gran pabellón del palacio de Augarten, en Viena, la parte correspondiente al piano del primer movimiento (Adagio sostenuto –Presto– Adagio) estaba sólo esbozada, y el movimiento lento (Andante con variazioni) tuvo que ser leído en un manuscrito con la tinta aún fresca. Con todo, la interpretación de ambos músicos fue magistral. En un principio, Beethoven dedicó la Sonata para violín número 9 en la mayor, opus 47, a Bridgetower. Sin embargo, al poco tiempo, ambos se enamoraron de una misma muchacha, y como la dama en cuestión prefirió los galanteos del apuesto mulato, Beethoven, iracundo, borró el nombre de su amigo en el manuscrito y lo sustituyó por el del violinista y compositor francés Rodolphe Kreutzer, quien, al parecer, nunca ejecutó esta sonata, pues no se sentía atraído por la música del compositor alemán. De acuerdo con Jan Swafford, la Sonata Kreutzer “iba a convertirse en una obsesión para la nueva generación romántica. En su conjunto es espléndida, pero su leyenda descansa en su arrebatador primer movimiento. Hay una especie de improvisada excitación e inmediatez, una amplitud y variedad de ideas que sorprenden y deslumbran en cada ocasión.” En 1889, el escritor ruso León Tolstoi retomaría el título de esta impetuosa sonata para publicar una novela en la que abordó precisamente el tema de los celos.   Beethoven da inicio a su faceta como sinfonista   De acuerdo con Emil Ludwig (1881-1948), otro de los grandes biógrafos de Ludwig van Beethoven, las nueve sinfonías del compositor alemán “han penetrado en el mundo más profundamente que todas las demás obras. Han llegado a ser propiedad de la humanidad occidental como ninguna otra música. En eficacia universal, sólo pueden ser comparadas con Homero o Shakespeare, con Don Quijote o Fausto; como éstos, han llegado a ser conceptos aun para la gente que no las conoce.” La faceta de Beethoven como sinfonista salió a la luz el 2 de abril de 1800, cuando presentó su Sinfonía número 1 en do mayor, opus 21, en un concierto para su propio beneficio en el Teatro de la Corte Imperial y Real de Viena. A pesar de que tiene una evidente influencia de Haydn, esta obra ya muestra ciertos rasgos innovadores que Beethoven habría de desarrollar en el futuro hasta límites nunca antes vistos o, mejor dicho, escuchados.  Esta sinfonía inaugural alcanzó un gran éxito entre el público asistente al concierto. En una nota de la época, el crítico del Allgemeine Musikalische Zeitung encontró en ella “mucho arte, novedad y una gran riqueza de ideas.” Si Haydn compuso sus doce celebérrimas sinfonías londinenses en cuatro años (de 1791 a 1795) y Mozart sus tres últimas sinfonías (la cumbre de su arte sinfónico: 39, 40 y 41, “Júpiter”) en unas cuantas semanas de 1788, Beethoven necesitó para cada una de las suyas –a excepción de la Octava–  años, y para la Novena incluso un decenio. Así, en 1800, Beethoven comenzó a componer su Sinfonía número 2 en re mayor, opus 36, en la localidad de Heiligenstadt, en las cercanías de Viena, poco antes de que se manifestaran los primeros síntomas de su sordera. Al cabo de tres años, el 5 de abril de 1803, la estrenó también en Viena. En ella prescindió, por primera vez, del término minueto para el tercer movimiento y lo sustituyó por el de scherzo, que en italiano significa “broma”. El compositor francés Héctor Berlioz escribió que esta sinfonía fue compuesta “elegante, enérgica y orgullosamente” y que exhibe “todo el fuego de la juventud de un corazón noble que ha podido, logrado mantener todas las hermosas ilusiones de la vida”. Por su lado, Jan Swaffor comenta que Beethoven “nunca más compondría otra obra parecida a la Segunda, ni siquiera en su música teatral, donde tuvo que encontrar la manera de zafarse de Mozart. Para él, la Sinfonía en re mayor era una estación en un viaje que le llevaba a un destino que desconocía cuando la empezó, pero que quizá había comenzado a comprender en el momento en que la terminó.” Para entonces ya hacía tiempo que se gestaba en la mente de Beethoven una obra absolutamente revolucionaria, para muchos la mejor sinfonía que escribiría jamás: la Tercera, en mi bemol mayor, conocida también como la Eroica (en italiano).   Beethoven compone su Sinfonía número 3   El proceso creativo es un misterio. Y en el caso de la Sinfonía número 3 en mi bemol mayor, opus 55, de Beethoven, este misterio es aun más profundo si se considera que dicha obra representa un hito en la historia de la música. Con ella quedó atrás, en definitiva, el Clasicismo, con su claridad meridiana, su simetría y su equilibrio, y subió al pedestal el Romanticismo, con su pasión incontenible, su furia y sus tempestades.  En el verano de 1802, en Heiligenstadt, Beethoven hizo algunos esbozos para los tres primeros movimientos de una nueva sinfonía; sin embargo, ninguno de ellos acabaría integrando esta obra. Un año después, en junio de 1803, el compositor alquiló en Oberdöbling, un pueblo sobre la colina ubicada junto a Heiligenstadt, tres habitaciones de una casa, y retomó su trabajo con otro cuaderno de apuntes. Para entonces, Beethoven tenía muy claro que su Tercera sinfonía se llamaría Bonaparte, en honor de quien había liberado Europa del yugo austriaco y puesto los cimientos de un nuevo orden social. Según Jan Swafford, en la Sinfonía Bonaparte, Beethoven quería evocar el carácter y la historia de un conquistador, así como la dimensión moral de lo que el “primer cónsul perpetuo francés” estaba creando por toda Europa. En la primera etapa de la escritura de esta sinfonía, Beethoven ya sabía que terminaría con un movimiento en forma de variaciones, basado en el último movimiento de la música para el ballet Las criaturas de Prometeo, opus 43, que había compuesto entre 1800 y 1801 (este tema también lo usaría en 1802 en las Quince variaciones con fuga para piano en mi bemol mayor, opus 35, conocidas como las Variaciones Eroica). Sentado ante su piano en la casa de Oberdöbling, Beethoven se dedicó a componer, en un estado emocional cercano al frenesí, el primer movimiento, Allegro con brio –el más largo y complejo primer movimiento de cualquier sinfonía escrita hasta esa fecha–, como la escenificación del drama del Héroe que enfrenta su destino. Una vez concluido éste, compuso el segundo movimiento, Marcia funebre (Adagio assai), cuyo origen se puede encontrar en el tercer movimiento, Marcia funebre sulla morte d'un Eroe, de la Sonata para piano número 12 en la bemol mayor, opus 26. Así como el segundo movimiento alude al entierro solemne de los muertos después del fragor de la batalla, Beethoven concibió el tercer movimiento, Scherzo (Allegro), “como el retorno a la vida y a la alegría”, a decir de Swafford. En él, por cierto, se utilizan, por primera vez en la historia de la orquesta sinfónica, tres cornos. Y en el Finale (Allegro molto–Poco andante–Presto), Beethoven aprovechó, como ya se dijo, el último movimiento de Las criaturas de Prometeo, para desplegarlo en once variaciones con ritmos impetuosos y culminar con una coda majestuosa. En el otoño de ese mismo año, ya de regreso en Viena, escribió la partitura orquestal de su nueva obra, y en la portada puso en italiano: “Sinfonia grande intitulata Bonaparte del Sigr. Louis van Beethoven”.   Beethoven rompe la portada de su Sinfonía Bonaparte   Un día de mayo de 1804, la desilusión y el desencanto cayeron sobre Beethoven. Su alumno Ferdinand Ries lo visitó para darle la noticia de que Napoleón Bonaparte se había hecho proclamar emperador. Iracundo, el compositor gritó: “¡No es más que un ser humano cualquiera. También él pisoteará todos los derechos para satisfacer su vanidad. Se creará superior a todos y será un tirano.” A continuación caminó hasta su mesa de trabajo, arrancó la portada de una copia de su Sinfonía Bonaparte, la rompió en dos pedazos y los aventó al suelo.    Antes de su estreno formal, programado para el domingo 7 de abril de 1805 en el Theater an der Wien, la Sinfonía número 3 en mi bemol mayor, opus 55, de Beethoven, ya había sido ejecutada varias veces en los palacios del príncipe Lobkowitz, a quien estaba dedicada, así como en casa de un melómano llamado Wirth.  Entonces empezó a correr el rumor de que algo excepcional estaba a punto de suceder en el mundo de la música. Un amigo de Haydn y reciente conocido de Beethoven, que respondía al nombre de Georg August von Griesinger, envió un informe al editor Gottfried Härtel en el que señalaba: “Se trata de la obra de un genio, dicen tanto los admiradores como los detractores de Beethoven. Algunos dicen que hay más en ella que en Haydn y Mozart, y que la sinfonía-poema ha sido alzada a nuevas cumbres. Los que están en contra dicen que al conjunto le falta consistencia; desaprueban la acumulación de ideas colosales.” Y llegó el domingo 7 de abril. Ante un público expectante, la orquesta del teatro, complementada con músicos del príncipe Lobkowitz, comenzó a tocar esta obra bajo la batuta del propio Beethoven. Según crónicas de la época, el largo y complejo primer movimiento desató una oleada de estupefacción entre el público. El pianista y compositor austriaco Carl Czerny, quien ocupaba una de las butacas del teatro, contaría después que en algún momento alguien gritó: “¡Pagaré lo que sea si paran esto!” Con la Marcia funebre, los oyentes se sintieron en terreno firme y pudieron asimilarla con facilidad. Por lo que se refiere al tercer movimiento, Scherzo (Allegro vivace), incluso arrancó el aplauso de no pocos asistentes. Sin embargo, el último movimiento, conformado por una serie de variaciones sobre un tema de música de ballet, concitó nuevamente la perplejidad del público. Una vez concluida la interpretación de la orquesta, hubo pocos aplausos. Beethoven, ofendido, se rehusó a agradecerlos y salió del escenario. Aún se conserva la portada del manuscrito original de la Tercera sinfonía donde el compositor escribió en italiano: “Sinfonia grande intitulata Bonaparte del Sigr. Louis van Beethoven”, con las palabras intitulata Bonaparte borroneadas. Pero en la parte inferior, escrito a lápiz por el propio Beethoven, se lee en alemán: “Geschrieben auf Bonaparte” (“Escrita para Bonaparte”).  Finalmente, antes de que se publicara esta obra en 1806, Beethoven rectificó de nuevo, por lo que el título definitivo quedó en italiano de esta manera: “Sinfonia Eroica, composta per festeggiare il sovvenire di un grand’uomo” (“Sinfonía Heroica, compuesta para celebrar la memoria de un gran hombre”).   Beethoven compone su Concierto para violín en re mayor, opus 61   En la cúspide de la lista de los más bellos conciertos para violín de toda la historia de la música (número 1 en re mayor, BWV 1042, de J. S. Bach, número 5 en la mayor, K. 219, de Mozart, en mi menor, opus 64, de Mendelssohn, en re mayor, opus 77, de Brahms, número 1 en sol menor, opus 26, de Bruch, en re mayor, opus 35, de Tchaikovsky…), refulge, como un diamante, el de Beethoven. Compuesto para el virtuoso violinista austriaco Franz Clement (“Concerto par Clemenza pour Clement” –“Concierto por Clemencia para Clement”–, escribió el compositor en el manuscrito) durante un periodo extraordinariamente fértil que también vio nacer la Sonata para piano número 22 en fa mayor, opus 54, el Triple concierto para piano, violín y violonchelo en do mayor, opus 56, el Concierto para piano número 4 en sol mayor, opus 58, y los tres Cuartetos Razumovsky, opus 59, entre otras obras, Beethoven lo terminó apenas dos días antes de su estreno, el cual tuvo lugar el martes 23 de diciembre de 1806 en el Theater an der Wien. Por esta razón, Clement tuvo que tocar con la partitura original –llena de tachaduras y correcciones– a la vista (asimismo, se cuenta que, en un gesto inaudito, luego del primer movimiento, Clement no interpretó el siguiente, sino una obra propia, con un violín de una sola cuerda puesto bocabajo…). Aunque el Concierto para violín en re mayor, opus 61, de Beethoven fue recibido con muchos aplausos por parte del público, los críticos no lo trataron nada bien. El del Wiener Zeitung escribió: “El juicio de los conocedores sobre el concierto de Beethoven es unánime; admiten que contiene algunos bellos pasajes, pero reconocen que frecuentemente carece de coherencia y que sus interminables repeticiones de pasajes banales llegan a cansar.” Esto sin duda influyó para que cayera en el olvido durante casi cuarenta años después de su estreno. Por fortuna, el húngaro Joseph Joachim, uno de los mejores violinistas de todos los tiempos, lo rescató en 1844 en una velada musical dirigida por Mendelssohn y lo reintegró, con todos los honores, al repertorio violinístico mundial (por cierto, a lo largo de varias décadas, Joachim fue su intérprete ideal y sus cadencias para esta obra se consideraron poco menos que obligatorias). En su libro Pensemos en Beethoven (Ediciones Monte Carmelo/CONACULTA, 2015), el escritor y melómano mexicano Eusebio Ruvalcaba escribió a propósito de este concierto: “[…] Nos sentamos a escucharlo y la belleza se desparrama. Como si un volcán hiciera erupción delante de nosotros. Las notas introductorias llaman a formar fila para recibir la hostia. Y es verdad flagrante, cada vez que los fieles aguardan que el sacerdote les dé la sagrada comunión, recuerdan en mucho a los individuos cuando están dispuestos a escuchar este concierto, que ha sido calificado como el más bello escrito hasta ahora. […]” Posteriormente, Beethoven escribió una versión para piano de esta misma obra que nunca llegó a ejecutarse mientras vivió. Innumerables son las grabaciones que se han hecho del concierto para violín de Beethoven; sin embargo, una sobresale entre todas: la del ucraniano David Oistrakh con la Orquesta de la Radio Nacional Francesa bajo la dirección de André Cluytens.   En un estado de plenitud, Beethoven compone su Sinfonía número 4   Beethoven pasó el verano de 1806, uno de los años más felices de su vida, en la residencia que la condesa Josephine von Brunswick y sus hermanos tenían en Martonvásár, Hungría. Entonces, probablemente motivado por el intenso amor que Josephine despertaba en él, compuso su Sinfonía número 4 en si bemol mayor, opus 60, que está dedicada al conde Franz von Oppersdorf. De ella, el célebre director de orquesta austriaco Josef Krips dijo: “Esta obra se aproxima al espíritu que campea en la Octava, pero mientras que esta última es la más vienesa de las nueve sinfonías, la Cuarta contiene un movimiento lento de indescriptible profundidad. Situada entre el drama de la Tercera y de la Quinta, esta sinfonía es un estudio sobre la serenidad: toda ella es la aceptación beethoveniana de la vida.” Aunque Josephine, por entonces viuda del conde Joseph von Deym, admiraba a Beethoven más que a ninguna otra persona, no sentía por él ningún sentimiento amoroso ni mucho menos atracción física. Además, casarse con un plebeyo como Beethoven hubiera significado para ella la pérdida de su título nobiliario, de sus privilegios e incluso de la custodia de sus cuatro hijos. En todo caso, Beethoven nunca se vio correspondido por esta mujer que, de acuerdo con algunos estudiosos, podría ser la Amada Inmortal, es decir, la destinataria de la famosa carta que el compositor escribió en julio de 1812 y que comienza así: “Mi ángel, mi todo, mi yo…” Pero volvamos a la Cuarta. En apariencia, está muy cerca del espíritu de Haydn y Mozart, pero sólo en apariencia... El primer movimiento, Adagio–Allegro vivace, se inicia con una lenta e introspectiva introducción que, luego de seis insistentes repeticiones de un mismo acorde, abre paso al Allegro, uno de los más gozosos y vivaces que Beethoven compusiera a lo largo de su existencia. Acerca del segundo movimiento, Adagio, Hector Berlioz comentó que “es tal la pureza de su forma, tan angelical su expresión melódica e irresistible su ternura, que la prodigiosa mano del artista queda enteramente oculta”. Por lo que se refiere al tercer movimiento, Allegro vivace–Trío. Un poco meno Allegro, es un enérgico scherzo pletórico de humor y libertad. Y el movimiento final, Allegro ma non troppo, es, en opinión de Jan Swafford, “un jadeante y alocado moto perpetuo, como la más alegre escena final de una ópera bufa.” La Sinfonía número 4 de Beethoven fue estrenada, junto con la obertura Coriolano, opus 62, en marzo de 1807, en un concierto privado que se efectuó en el palacio del príncipe Lobkowitz, en Viena. Robert Schumann se refería a ella como “una doncella griega entre dos gigantes nórdicos”, o sea, entre la Tercera y la Quinta. Cabe añadir que no pocos críticos la consideran, desde el punto de vista formal, la más perfecta sinfonía de Beethoven.   La Quinta de Beethoven: de la oscuridad a la luz   De acuerdo con Anton Schindler, el primer biógrafo de Beethoven, éste habría dicho con respecto a las famosas cuatro notas (tres breves y una larga) que dan comienzo a su Sinfonía número 5 en do menor, opus 67: “Así llama el destino a la puerta…” Y en efecto, el primer movimiento de esta obra, Allegro con brio, “implica una historia acerca de algo parecido a la acción del destino sobre la vida de un individuo, una acometida que no puede ser rechazada sino tan sólo soportada, resistida y trascendida desde dentro”, en palabras de Jan Swafford. Por lo demás, estas primeras cuatro notas no sólo dominan el Allegro con brio, sino también reaparecen una y otra vez en los momentos más dramáticos de los tres movimientos restantes. El segundo movimiento, Andante con moto, es una serie de variaciones sobre dos temas que alternan y contrastan entre sí. El primero de ellos, interpretado por las violas y los violonchelos, es una melodía de gracia y encanto femeninos; el segundo es fuerte y viril.   El comienzo y la conclusión del Scherzo. Allegro son tenebrosos. Y como para acentuar todavía más la interdependencia de los distintos movimientos, Beethoven encadena el tercero con el finale, Allegro, y retoma brevemente una parte de aquél hacia el luminoso remate de la sinfonía. Es posible que Beethoven tuviera en mente algo así como un guión dramático de su Quinta sinfonía, pero luego llegó a la conclusión de que ésta no tenía que seguir al pie de la letra una narración definida. Así pues, a partir de un plan general, iría de la oscuridad más profunda, de la desgracia del destino inexorable, a la luz más brillante, al triunfo total y exaltado.    A diferencia de la Tercera, en la que se describe la victoria del héroe que habrá de dar paso a un mundo mejor, más justo y libre, la Quinta cuenta la historia de una victoria personal ante el destino incierto y los embates de la vida. No por nada ésta es la obra más representativa del espíritu revolucionario y romántico. Beethoven comenzó a componer su Quinta sinfonía en 1803 y la terminó en 1807. Está dedicada al príncipe Lobkowitz y al conde Andrei Razumovsky. Su estreno se llevó a cabo el jueves 22 de diciembre de 1808 en el Theater an der Wien, en un concierto maratónico de cuatro horas de duración que incluyó exclusivamente obras del compositor alemán. El programa de esa tarde-noche gélida y memorable en la que Beethoven dirigió y tocó como solista, estuvo conformado de la siguiente manera: Sinfonía número 6 en fa mayor, opus 68, “Pastoral” (estreno), aria Ah, pérfido, opus, 65, Gloria de la Misa en do mayor, opus 86, Concierto para piano número 4 en sol mayor, opus 58 (estreno), Sinfonía número 5 en do menor, opus 67, Sanctus de la Misa en do mayor, opus 86, una improvisación para piano solo y Fantasía coral, opus 80 (estreno). Por cierto, después de esa velada musical, Beethoven nunca más volvería a tocar ningún concierto en público. La versión de la Quinta dirigida en 1974 por Carlos Kleiber al frente de la Orquesta Filarmónica de Viena es considerada la mejor de todas por muchos críticos y melómanos, aunque no hay que olvidar las versiones de Erich Kleiber (padre de aquél) con la Orquesta del Concertgebouw de Amsterdam (1950) y la de Wilhelm Furtwängler con la Orquesta Filarmónica de Berlín (1947).   Otras obras de Beethoven se estrenan en un concierto extraordinario   El concierto del jueves 22 de diciembre de 1808 en el Theater an der Wien ha quedado registrado en la historia de la música como uno de los más extraordinarios de todos los tiempos porque, además de la Quinta sinfonía de Beethoven, se estrenaron otras grandes obras del compositor alemán: su Sinfonía número 6 en fa mayor, opus 68, “Pastoral”, su Concierto para piano número 4 en sol mayor, opus 58, y su Fantasía coral, opus 80. A diferencia de su predecesora, la Sexta es suave y serena. Hacia 1806, en los esbozos de esta sinfonía, Beethoven hizo las siguientes anotaciones: “Se deja que el oyente descubra la situación […] Sin descripciones, el conjunto será percibido más como sentimiento que como pintura con sonidos […] Quien sea sensible a cualquier idea sobre la vida en el campo descubrirá por sí mismo las intenciones del autor […]”   Beethoven la terminó en la primavera de 1808, en un departamento de la Kirchengasse, en Heiligenstadt. En la primera edición de Breitkopf & Härtel recibió el nombre de “Sinfonía pastoral o Remembranzas de la vida en el campo, una expresión de sentimientos más que una descripción”. Al igual que la Quinta, está dedicada al príncipe Lobkowitz y al conde Andrei Razumovsky. Cada uno de sus cinco movimientos es una estampa de un día en el campo. Al primero lo llamó “Despertar de los alegres sentimientos al llegar al campo” –Allegro ma non tropo; al segundo, “Escena junto al arrollo” –Andante molto mosso; al tercero, “Alegre reunión de campesinos” –Allegro; al cuarto, “La tormenta” –Allegro; y al último, “Canción de los pastores tras la tormenta” –Allegreto. Si bien es cierto que Beethoven ya había escrito música sacra, como el oratorio Cristo en el Monte de los Olivos, opus 85, y la Misa en do mayor, opus 86, se puede decir que con su Sexta sinfonía también se acercó a Dios, pero ahora desde la naturaleza, a la que amaba intensamente. En cuanto a su Cuarto concierto para piano, Beethoven lo terminó en la primavera de 1807 y está considerado uno de los más bellos del repertorio mundial. Si en el anterior (en do menor, opus 37), el compositor no pudo deshacerse por completo de la influencia de Mozart, en éste al fin lo consiguió. Luego de su estreno, el crítico del Allgemeine Musikalische Zeitung, escribió: “Es el concierto más maravilloso, insólito, artístico y difícil de todos cuantos Beethoven ha compuesto. El segundo movimiento es extraordinariamente expresivo en su hermosa sencillez y el tercero alcanza la exuberancia por medio de una poderosa alegría.”    Según Carl Czerny, en la tarde-noche del estreno, Beethoven tocó la parte del piano con más ornamentaciones de las que finalmente saldrían en la partitura impresa. Con todo, después de esa ocasión, este concierto entró en un largo y oscuro periodo de olvido, hasta que en 1836 fue rescatado por Felix Mendelssohn. Por lo que se refiere a la Fantasía coral, Beethoven la compuso a toda prisa para cerrar el concierto del 22 de diciembre de 1808 en el Theater an der Wien, a partir de su lied Gegenliebe. Los versos del coro final fueron escritos por el poeta Christoph Kuffner cuando la música ya había sido terminada. Cabe añadir que esta obra –cuya meta simbólica, a decir de Jan Swafford, era reunir el amor y la fuerza por medio de la música– es precursora del último movimiento de la Sinfonía número 9 en re menor, opus 129, “Coral”.   Una sinfonía quizá compuesta bajo la influencia de la Amada Inmortal   Wagner la llamó “la apoteosis de la danza” por su tremendo poderío rítmico que no cesa en ninguno de sus cuatro movimientos (Poco sostenuto –Vivace, Allegretto, Presto y Allegro con brio). Hablamos, por supuesto, de la Sinfonía número 7 en la menor, opus 92, de Beethoven. De acuerdo con varios musicólogos, es posible que la Amada Inmortal, aquella mujer de identidad incierta hasta la fecha y de la que Beethoven estaba perdidamente enamorado, haya sido quien desató el impulso creador que dio como resultado esta sinfonía. Beethoven, ya con serios problemas de sordera, la terminó en el verano de 1812. Y el miércoles 8 de diciembre de 1813, bajo la dirección del propio compositor –y con Louis Spohr, Giacomo Meyerbeer, Mauro Giuliani, Johann Nepomuk Hummel, Antonio Salieri, Ignaz Moscheles, Doménico Dragonetti e Ignaz Schuppanzigh como integrantes de la orquesta–, se estrenó en el salón de actos de la Universidad de Viena, durante un concierto en beneficio de los soldados austriacos y bávaros que habían resultado heridos el 30 y 31 de octubre de ese mismo año al combatir a las tropas de Napoleón en la batalla de Hanau. Esa noche, sin embargo, el salón de actos de la Universidad de Viena estaba repleto no tanto por la nueva sinfonía del genio de Bonn, como por La victoria de Wellington (o La batalla de Vitoria), opus 91, espectacular obra orquestal compuesta a toda prisa por Beethoven para celebrar el triunfo de las tropas británicas, españolas y portuguesas, lideradas por Arthur Wellesley, futuro duque de Wellington, sobre el ejército francés en Vitoria, España (tiempo después, al leer, en un periódico, una crítica negativa de La victoria de Wellington, Beethoven, quien ciertamente la consideraba una tontería, escribió: “Nada más que una obra de circunstancias […] Ah, miserables granujas, mi mierda es mejor que cualquier cosa que podáis imaginar”). Como era de suponerse, en aquel ambiente victorioso y patriótico, La victoria de Wellington se llevó el aplauso más entusiasta del público, aunque la Séptima no fue recibida con indiferencia, ni mucho menos. Incluso, ante la insistencia de los presentes, el segundo movimiento, Allegretto, tuvo que interpretarse de nuevo, algo no muy común con los movimientos lentos (otro apunte acerca de este Allegretto: pronto se volvió tan popular que, en muchos conciertos, los directores lo tocaban en lugar de los movimientos lentos de la Segunda y la Octava). El compositor mexicano Joaquín Gutiérrez Heras (1927-2012) escribió sobre esta sinfonía: “La Séptima ocupa un lugar especial en la obra de Beethoven. Su desbordante energía la coloca cerca de la Tercera y la Quinta, pero en ella no encontramos los acentos trágicos o combativos que caracterizan a aquéllas. Es la expresión de un genio en el pináculo de su potencia creadora y se mueve en un plano que ha dejado muy atrás las connotaciones autobiográficas. En este sentido es una obra similar a la Sinfonía “Júpiter”, de Mozart –el juego del espíritu puramente musical.” Y otro mexicano, el escritor Eusebio Ruvalcaba, le dedicó el siguiente poema que forma parte de su libro Pensemos en Beethoven (Ediciones Monte Carmelo/CONACULTA, 2015).   Aún bajo los efectos del alcohol, un hombre escucha el Allegro con brio de la Séptima sinfonía   ¿De dónde proviene ese ritmo trepidante, Dios mío? Es como si una estampida de búfalos se aproximara. Las notas se suceden a una velocidad frenética. El aparato de sonido despide relámpagos y truenos. Como si fuera la voz colérica de Dios. De ese Dios iracundo e inclemente de que nos habla la Biblia. A una oleada de rápidos furiosos se avecina otra. Me sumerjo en esa agua que bulle bajo un impulso incontenible. Estoy pronto a ahogarme. No hay salvación posible. Excepto que piense en el sufrimiento de Beethoven, en lo que tuvo que haber pasado para darle a la música este dramatismo sublime.   El Testamento de Heiligenstadt: un escrito desde la desesperanza   En el verano de 1802, por consejo de su médico, Beethoven, entonces de treinta y dos años, se trasladó a Heiligenstadt, localidad ubicada en los alrededores de Viena, para descansar y estar en contacto con la naturaleza. En cuanto a su creatividad, el compositor pasaba por uno de sus periodos más fecundos (la Sonata para piano número 17 en re menor, opus 32, número 2, “La tempestad”, es, entre otras obras, de esa época). Sin embargo, su sordera no dejaba de avanzar de manera avasalladora. Hacia comienzos de octubre, Beethoven debió de haber intuido que se quedaría completamente sordo más temprano que tarde y cayó en una profunda crisis depresiva. Fue así como el día 6 de ese mes redactó una carta de tres páginas dirigida a sus hermanos Karl y Johann, la cual se conoce como el Testamento de Heiligenstadt. Sin duda, Beethoven esperaba que, luego de que sus hermanos la leyeran, fuera publicada para que el mundo supiera cómo había sido injustamente despreciado y malentendido por sus semejantes. Pero, a final de cuentas, esta carta nunca fue puesta en el correo y Beethoven la conservó el resto de su vida entre sus papeles privados. En marzo de 1827, después de su muerte, Anton Schindler y Stephan von Breuning la sustrajeron, junto con otros documentos y objetos, de su habitación y la publicaron en octubre de ese mismo año. Como ya dijimos, Beethoven la dirigió a sus hermanos Karl y Johann, pero en los tres lugares donde tendría que leerse el nombre de este último hay un espacio en blanco, porque aquél odiaba escribir un nombre o una palabra que le causara dolor, y en ese momento Johann seguramente le estaba causando un gran dolor. En ella se puede leer: “[…] Ah, ¿cómo podría aceptar una enfermedad en el único de los sentidos que, en mi caso, debe ser más perfecto que los otros, un sentido que antes poseía en la más alta perfección, una perfección como pocos en mi profesión han gozado? Oh, no puedo hacerlo, y por ello os pido que me perdonéis cuando veis que me retiro, pese a que hubiera estado encantado de unirme a vosotros. Y mi desgracia es doblemente dolorosa porque estoy destinado a ser mal comprendido: no puedo sentirme relajado con mis semejantes, no puedo asistir a cultas conversaciones, no puedo participar en el mutuo intercambio de ideas. Solo, completamente solo, no entro en la vida hasta que me lo exige una necesidad imperiosa; y debo vivir como un proscrito. Si me acerco a una tertulia, el miedo de que puedan advertir mi estado me sobrecoge con una angustia espantosa. […]” Más adelante, Beethoven admite que, ante la desesperación que ha experimentado, poco faltó para que se quitara la vida. Y agrega: “Sólo mi arte me ha detenido. Oh, me parecía imposible dejar este mundo antes de haber creado todo aquello que soy capaz de crear; por ello he decidido prolongar esta miserable existencia, en verdad miserable para un cuerpo tan sensible que cualquier cambio súbito puede precipitarlo del mejor al peor de los estados. […]” El 10 de octubre, Beethoven le añadió las siguientes palabras: “¡Con qué tristeza me despido de ti, Heiglnstadt [sic], con qué tristeza! La amable esperanza de cura que aquí me trajo, o al menos de alivio, debe morir del todo. De igual manera que las hojas del otoño caen y se marchitan, mi ilusión se me ha secado. Me voy casi como vine. El mismo esforzado valor que a menudo me socorría en los días bellos del estío se ha desvanecido del todo ¡Dios mío, concédeme, por una sola vez, un día de alegría! ¡Hace tanto tiempo que el profundo eco de la alegría verdadera me es desconocido! ¡Oh, cuándo, Señor, cuándo podría yo oírlo en el Templo de la naturaleza y de los hombres. ¿Nunca? ¡No! Esto sería demasiado cruel.” Al poco tiempo, Beethoven regresó a Viena, incomprensiblemente se instaló en una casa que se localizaba en una de las esquinas de la plaza de San Pedro, donde las campanas de la catedral de San Esteban, por un lado, y de la iglesia de San Pedro, por el otro, torturaban sus oídos con cierta frecuencia, y, como si nada hubiera sucedido, se puso a trabajar de nuevo. El original del Testamento de Heiligenstadt terminó en manos de Johanna, la viuda de Karl van Beethoven. En 1840, Franz List ayudó a Johanna a encontrar a alguien que se lo comprara. Finalmente, este conmovedor documento que pone al descubierto el corazón del compositor quedó en posesión de la célebre soprano sueca Jenny Lind. Hoy en día está bajo resguardo de la Biblioteca Estatal y Universitaria de Hamburgo.   La Octava: la más vienesa de todas las sinfonías de Beethoven   La Sinfonía número 8 en fa mayor, opus 93, es la más vienesa de todas las que compuso Beethoven, pues en ella retomó varios rasgos característicos del espíritu de Mozart y Haydn. Para distinguirla de la Sexta, también en fa mayor, Beethoven se refería a ella como “mi pequeña sinfonía en fa”. Sin dedicatoria y con una duración de menos de treinta minutos, el compositor la terminó en 1812, si bien no la estrenó hasta el 27 de febrero de 1814 en la Grosser Redoutensaal de Viena, en un concierto para su propio beneficio, cuyo programa incluyó, además, la Séptima y La victoria de Wellington. Al lado de estas dos obras, más acordes con el momento celebratorio que se vivía entonces por el fin de la guerra con los franceses y, también, más representativas del carácter típicamente beethoveniano, la nueva sinfonía no causó furor entre el público. Según Carl Czerny, ante el hecho de que la Octava no hubiera sido recibida con tanto entusiasmo como la Séptima, Beethoven exclamó socarronamente: “¡Eso se debe a que es mucho mejor!” Hacia fines de la primavera de 1812, varios amigos de Beethoven le ofrecieron una cena de despedida porque estaba a punto de emprender un viaje. Uno de ellos, el mecánico e inventor alemán Johann Mälzel, describió durante la velada el funcionamiento de un instrumento de su creación, el cronómetro musical, que precedió al metrónomo. Así, basado en el “ta ta ta” del instrumento de Mälzel, Beethoven improvisó un canon al que de inmediato se unieron alegremente los demás asistentes. Este canon sería aprovechado más tarde por el compositor para escribir el segundo movimiento, Allegreto scherzando, de la Octava. Sobre esta sinfonía, el compositor mexicano Joaquín Gutiérrez Heras escribió: “[…] si en sus temas el compositor parece regresar a su juventud, la manera de desarrollarlos es tan formidable y sorprendente como en las demás obras de su madurez, especialmente en el último  movimiento. En éste, partiendo de un tema vivaz y despreocupado, Beethoven nos abre en el desarrollo y en la coda imponentes e insospechadas perspectivas. Tal parece como si en esta obra el compositor, retomando el lenguaje de una etapa superada, concentrara sus energías para el salto gigantesco a su siguiente sinfonía.” Casi un mes y medio después del estreno de la Octava, el 11 de abril de 1814, Beethoven se empeñó en tocar la parte del piano en el estreno de su Trío en si bemol mayor, opus 97, “Archiduque”, pero, a decir del compositor Luis Spohr, “no fue gran cosa porque, en primer lugar, el piano estaba horriblemente desafinado, lo que a Beethoven le preocupó bien poco, puesto que no puede oírlo.” Una etapa especialmente convulsa y llena de momentos oscuros y difíciles estaba a punto de comenzar en la vida de Beethoven.   Beethoven se hace cargo de su sobrino Karl   Antes de morir el 15 de noviembre de 1815 de tisis (tuberculosis), Karl van Beethoven, hermano del compositor, dejó establecido por escrito que quería que su hijo, también de nombre Karl, de nueve años, quedara bajo la custodia compartida de su esposa, Johanna, y de Ludwig. Sin embargo, Beethoven estaba convencido de que Johanna era un ser inmoral y una madre indigna (incluso le endilgó el apodo de “Reina de la Noche”, en referencia al malvado personaje de la ópera La flauta mágica, de Mozart), por lo que, dos semanas después del fallecimiento de su hermano, pidió al Landrecht, el tribunal de la nobleza, que lo designara único custodio de su sobrino. El Landrecht falló a favor de Beethoven el 19 de enero de 1816. El compositor, entonces, se presentó ante dicho tribunal y juró “con solemnidad” cumplir con su deber. Beethoven inscribió al pequeño Karl en un afamado internado local y suplicó a su director, Cajetan Giannatasio del Rio, que no le permitiera a su madre, bajo ninguna circunstancia, ejercer sobre él la más mínima influencia; además, le dijo con firmeza que no podía visitarlo ahí... Beethoven, a quien le gustaba repetir una y otra vez: “Karl es mi hijo, yo soy su verdadero padre”, amaba realmente al niño y, de alguna manera, deseaba hacer de él otra de sus creaciones. El año anterior, las enfermedades, la sordera y la inseguridad en su capacidad creativa lo habían acercado peligrosamente al suicidio. Ahora, Karl le daba una razón para vivir y seguir componiendo. Así pues, con el ánimo renovado, Beethoven concluyó, en la primavera de 1816, An die ferne Geliebte (A la amada lejana), opus 98, su único ciclo de lieder. Basado en poemas de Alois Isidor Jeitteles, está considerado formalmente el primer ciclo de lieder de la historia de la música. En An die ferne Geliebte se aborda el dolor por la separación de la amada. Es muy probable que, para componerlo, Beethoven se haya inspirado en el tormento que le causaba el recuerdo de aquella mujer cuya identidad se desconoce hasta la fecha y a la que él llamaba simplemente la Amada Inmortal. De este ciclo de lieder, Jan Swafford dice: “Ninguna de las canciones puede ser extraída del conjunto; cada una conduce a la siguiente. Como en su música instrumental, hay motivos internos, tonalidades interrelacionadas y un regreso al final.”   Beethoven compone la más grande de todas sus sonatas para piano   En noviembre de 1817, Beethoven concluyó su Sonata número 28 en la mayor, opus 101, con la cual abrió un nuevo camino –más íntimo, personal e introspectivo– en su producción musical. Dedicada a la baronesa Dorothea Ertmann, el compositor Johann Friedrich Reichardt (1752-1814) escribió acerca de ella: “No he hallado jamás tanta fuerza unida a tan exquisita belleza.” Inmediatamente después, Beethoven comenzó a componer otra sonata para piano. Quería que fuera la más grande de todas... Entretanto, en enero del año siguiente, al fin logró realizar el plan que había concebido poco antes: sacar a su sobrino Karl del internado de Cajetan Giannatasio del Rio y llevarlo a vivir con él. En el verano de 1818, mientras Beethoven y Karl se encontraban en Mödling, una pequeña ciudad medieval ubicada al sur de Viena, el dueño de la firma inglesa John Broadwood & Sons le envió como regalo un espléndido piano, encima de cuyas teclas se podía leer, grabada sobre un placa de metal, esta inscripción latina: “Hoc Instrumentum est Thomae Broadwood (Londini) donum propter Ingenium illustrissimi Beethoven” (Este instrumento es un regalo de Thomas Broadwood de Londres para el ilustrísimo Beethoven”). Al respecto, Jan Swafford escribe: “Igual que en la década anterior su Érard le había ayudado a inspirarse para la Waldstein y la Appassionata, quizá el Broadwood, el piano más robusto en construcción y sonido que jamás había tenido, le ayudó a situarle en la dirección correcta para escribir la sonata para piano más colosal de su vida.” En el otoño de ese mismo año, una vez de regreso en Viena, Beethoven terminó la Sonata número 29 en si bemol mayor, opus 106, a la que llamó Grosse Sonate fur das Hammerklavier, es decir, Gran Sonata para Pianoforte. Fue entonces cuando el compositor alemán dijo: “Ahora ya sé cómo componer”. Con el tiempo, esta obra única en su género sería conocida simplemente como la Hammerklavier. Está dedicada al archiduque Rodolfo de Austria y lo de grande se refiere tanto a su dimensiones –es la más larga de todas las que compuso: dura alrededor de cuarenta y cinco minutos– como a su complejidad técnica. En su libro Pensemos en Beethoven (Ediciones Monte Carmelo/CONACULTA), 2015), Eusebio Ruvalcaba escribe: “Pocas obras nos quitan el sueño. Contadísimas obras se inoculan en nuestra sangre y nos perturban como una droga incontrolable. Exactamente lo que sucede con la sonata Hammerklavier de Beethoven, prueba de fuego para el que toca y para el que escucha. Como ninguna otra, esta sonata es un volcán en erupción. No hay más el Beethoven de las concesiones por el lado del romanticismo, y menos todavía por el lado de la experimentación. La Hammerklavier es la suma de todos los Beethoven: el de la Patética, el de la Appassionata, el de la Waldstein, pero aun, y lo que es inaudito, el de las sonatas que sobrevendrían más allá de la Hammerklavier.”   Beethoven comienza a componer las Variaciones Diabelli   La vida que Karl llevaba junto a Beethoven no le resultaba nada grata, por lo que el 3 de diciembre de 1818 huyó y se refugió con su madre. A la mañana siguiente, Beethoven fue a casa de Johanna y exigió que Karl volviera con él. Johanna presentó otra solicitud al Landrech, el tribunal de la nobleza, para recuperar a su hijo, alegando que Beethoven pretendía mandarlo lejos de ella para que no pudiera verlo. Una vez que este tribunal llamó a los tres para interrogarlos y descubrió que Beethoven no pertenecía a la nobleza, trasladó el caso al Magistrat. En enero de 1819, el Magistrat resolvió que Beethoven dejara de ser el tutor de Karl y que se buscara otro. Karl, por su lado, debía regresar a vivir con su madre. En marzo del mismo año, Beethoven y otros compositores vieneses fueron convocados por el músico austriaco Anton Diabelli para que cada uno escribiera una variación sobre una melodía de vals del propio Diabelli. Todas las variaciones resultantes serían publicadas en distintas entregas por una editorial de la que Diabelli era socio (por cierto, a los compositores que participaron en este proyecto musical se les agrupó bajo el nombre de Sociedad Patriótica de Artistas). A pesar de los problemas y líos legales que debía enfrentar, Beethoven le respondió a Diabelli que, a partir de lo que él calificaba de “remiendo de zapatero” (Schusterfleck), no compondría una sola variación, sino un conjunto entero, y puso manos a la obra. A principios del verano ya había escrito más de veinte variaciones; no obstante, al considerar que la obra estaba prácticamente terminada, la abandonó y se dedicó a esbozar las primeras secciones de lo que a la postre sería su Missa solemnis en re mayor, opus 123.   Mientras tanto, Karl ingresó en un internado y un amigo de Beethoven, Mathias von Tuscher, se convirtió en su nuevo tutor, pero pronto renunció a su cargo y el Magistrat designó a Johanna tutora única de su hijo. Al cabo de un año, Karl ya estudiaba en una escuela de Viena dirigida por Joseph Blöchlinger, quien era seguidor de Johann Heinrich Pestalozzi, el famoso pedagogo suizo que revolucionó la educación con sus ideas progresistas. Sin embargo, bajo el peso del disturbio emocional que suponía para él la disputa por su tutoría, Karl empezó a dar muestras de rebeldía y falta de interés en los estudios. En una libreta de conversaciones, el mismo Blöchlinger le informaba a Beethoven: “He tenido mucho problemas para lograr que se ponga de nuevo a trabajar; las buenas palabra son a menudo inútiles con él y no logran sacarlo de su indolencia.”   Beethoven continúa la composición de su Missa solemnis   Beethoven se encolerizaba y sufría mucho porque Karl no respondía a las cartas que le enviaba y porque, además, no mostraba ningún deseo de verlo o de hablar con él. A pesar de todo, siguió trabajando en su Missa solemnis y, también, como un último intento de “salvar” a su sobrino, preparó, con la ayuda de su abogado, Johann Baptist Bach, otro memorándum legal para el Tribunal de Apelación. Por esas fechas (fines de 1819), el compositor leyó en un periódico las palabras que Emmanuel Kant había escrito en la “Conclusión” de su obra Crítica a la razón práctica y que sirvieron como su epitafio: “Dos cosas colman el ánimo con una admiración y una veneración siempre renovadas y crecientes, cuanto más frecuente y continuadamente reflexionamos en ellas: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí”. Beethoven quedó tan subyugado con ellas que las resumió así en una de sus libretas de conversaciones: “‘La ley moral en nuestro interior, el cielo estrellado sobre nosotros.’ ¡¡¡Kant!!!” Al respecto, Jean Swafford escribe: “Su obsesión con los imperativos morales, con la necesidad de la bondad personal y su férreo sentido del deber, que Kant y su época habían predicado, se unificaban con Dios en esas palabras en un radiante intercambio que enlazaba la Tierra con el cielo. Esas ideas iban a resultar centrales en la Missa solemnis, en la que Beethoven llevaba trabajando casi un año, y la idea, exaltada y exaltante, de la humanidad erguida sobre la tierra, elevando su mirada hacia las estrellas, iba a convertirse en una imagen familiar en la música que escribiría el resto de su vida.”  Meses después, el 8 de abril de 1820, su lucha por la custodia de Karl rindió frutos: el Tribunal de Apelación falló a su favor. Johanna fue hecha a un lado, y él y su amigo Karl Peters fueron nombrados cotutores del adolescente. Karl permaneció internado en el colegio de Joseph Blöchlinger, donde su espíritu rebelde y la aversión que sentía por su tío no dejaron de crecer. Mientras tanto, Beethoven vivía agobiado por los gastos que implicaban la manutención del muchacho y sus propios tratamientos médicos, entre otras cosas. Por eso envió al editor Nikolaus Simrock una de las obritas que componía para una venta rápida y que llamaba “nimiedades”: las Variaciones sobre canciones folclóricas nacionales para piano y flauta, opus 107, y le pidió trescientos quince florines por ella. Y más tarde, a cambio de un adelanto de cien luises de oro, le ofreció la misa que aún no terminaba. Para entonces, debido a su sordera, ya no era capaz de componer directamente en el piano, sino que tenía que hacerlo nota a nota, lo cual le exigía un enorme esfuerzo.   Beethoven y Rossini se conocen en Viena   Hacia 1822, cuando tenía sólo treinta años, Gioachino Rossini ya era un compositor idolatrado en toda Europa y, también, el único que opacaba la fama de Beethoven. Por lo demás, el italiano admiraba varias obras del alemán, como sus sonatas para piano, sus cuartetos para cuerda y, sobre todo, su Sinfonía Eroica. Por lo contrario, Beethoven no apreciaba mucho el quehacer artístico de Rossini. En alguna ocasión había afirmado: “Su música se adapta al frívolo y sensual espíritu de la época, y su productividad es tan grande que para escribir una ópera necesita tantas semanas como años necesitan los alemanes.” En abril de ese año, Rossini visitó por vez primera Viena, donde fue recibido con un gran entusiasmo. A los pocos días de su llegada, el editor Dominico Artaria lo llevó a casa de Beethoven para que lo conociera. A pesar de que sabía que aquel joven le estaba haciendo sombra, Beethoven lo recibió con alegría y cordialidad, y si bien no pudo oír nada de lo que Rossini le decía, lo felicitó por El barbero de Sevilla y le aseguró que, mientras existiera la ópera italiana, se seguiría interpretando. Asimismo, luego de hojear algunas de sus óperas serias, le dijo que no intentara escribir nada que no fuera opera buffa, pues cualquier otro estilo iría en contra de su naturaleza. Al final de aquel encuentro, Rossini abandonó la casa de Beethoven profundamente emocionado. Más tarde diría: “Beethoven es un gigante que a veces le da a uno puñetazos en el costado, mientras que Mozart siempre es digno de admiración.” Por aquellos días, Beethoven entregó al editor Schlesinger las sonatas para piano número 31 en la bemol mayor, opus 110, y número 32 en do menor, opus 111. A decir de Jan Swafford, junto con la número 30 en mi mayor, opus 109, esta sonatas “marcan el punto final de su evolución en cada dimensión: técnica pianística, expresiva y espiritual. Cada una posee un carácter individual, y las tres comparten una preocupación por el contrapunto, una yuxtaposición de extremos, un final culminante y una no menos extraordinaria variedad combinada con una extraordinaria integración […] En otros momentos exhiben una simplicidad y una franqueza casi infantiles.” El pianista ruso Sviatoslav Richter –nacido el 20 de marzo de 1915 en Zhytómyr y muerto el 1 de agosto de 1997 en Moscú– ha sido uno de los mejores intérpretes de estas tres últimas sonatas para piano de Beethoven.   Beethoven termina dos cumbres de la música   En abril de 1823, Beethoven terminó al fin una de las obras para piano más excelsas de todos los tiempos: las Variaciones Diabelli, opus 120, elaboradas sobre la melodía de un vals más bien insignificante del músico y editor Anton Diabelli. Una vez tuvo la partitura de esta obra en sus manos, el mismo Diabelli comprendió de inmediato que lo que había hecho Beethoven a partir de su rudimentario tema musical era algo que tocaba lo sublime y lo eterno. Por eso, cuando la publicó bajo el sello de su editorial, incluyó la siguiente nota: “Presentamos al mundo unas Variaciones que no pertenecen al tipo común, sino que constituyen una gran e importante obra maestra que se situará entre las creaciones inmortales de los Clásicos del pasado […] más interesantes por el hecho de haber sido concebidas a partir de un tema que nadie podría suponer susceptible de una elaboración semejante […] Todas estas variaciones […] se aseguran un lugar de privilegio junto a la obra maestra de Sebastian Bach [las Variaciones Goldberg].” Cada una de las treinta y tres variaciones que conforman esta singularísima obra encierra en sí misma un universo que deja traslucir diferentes estados de ánimo: jocoso, melancólico, ensoñador, alocado, risueño, nostálgico, triste… Por lo que se refiere a la Missa solemnis en re mayor, opus 123, otra de las cumbres de la música, Beethoven la concluyó también por aquella época. En un primer momento fue pensada para ser interpretada en la ceremonia de investidura del archiduque Rodolfo de Austria como arzobispo de Olomouc, pero el compositor no la acabó a tiempo. Beethoven creía que era su mejor obra. Con todo, debido a sus dimensiones (dura casi una hora y media) y a las dificultades técnicas que conlleva, aún hoy en día es poco interpretada. Consta de cinco partes: Kyrie, Gloria, Credo, Sanctus y Agnus Dei, y en ella intervienen, además de los músicos de la orquesta, una soprano, una contralto, un tenor, un bajo y un coro mixto. Acerca de esta obra, Jan Swafford escribe: “La Missa solemnis es una obra desde el corazón de Beethoven al corazón de los oyentes, a través del tiempo. Puesto que el propio Beethoven quería tratar con Dios de hombre a hombre, no hay en ella ninguna devota plegaria a Dios para que la acepte, ningún ‘… terminado con la ayuda de Dios’. Se trata de la declaración de fe de un hombre en la forma del texto litúrgico central de la Iglesia católica, y está dirigida no a los fieles, sino a toda la humanidad.” Se cuenta que, cuando se convenció a sí mismo de que no era capaz de obtener un resultado que hiciera justicia a la esencia espiritual y la magnificencia de esta obra que, junto con la Misa en si menor, de Bach, y la Gran Misa en do mayor y el Requiem, de Mozart, es una de las joyas de la música sacra, el director de orquesta alemán Wilhelm Furtwängler la retiró de su repertorio.   Beethoven comienza a componer la Novena   Alguna vez, durante su adolescencia, Beethoven dijo a unos amigos que tenía la intención de ponerle música al poema “An die Freude” (“Oda a la alegría”), de Friedrich Schiller (esto, por cierto, lo harían, además de él, otros compositores, entre ellos Franz Schubert, quien en 1815 compuso un lied titulado precisamente “An die Freude”, que lleva el número de catálogo Deutsch 189). En 1812, a los cuarenta y dos años, el compositor alemán escribió los primeros esbozos de lo que llegaría a ser la Sinfonía número 9 en re menor, opus 125, “Coral”. En el invierno de 1817-1818 apuntó otros nuevos esbozos y en el transcurso de este último año dejó bien asentada la idea de que el finale o uno de los movimientos anteriores contaría con la participación, inédita hasta entonces en una sinfonía, de un coro y voces solistas. En noviembre de 1822, la Sociedad Filarmónica de Londres aceptó la propuesta de Beethoven de componer una sinfonía para ella, lo cual le causó un gran entusiasmo y lo impulsó a seguir adelante con su proyecto. Hacia abril de 1823, una vez terminadas las Variaciones Diabelli, Beethoven escribió nuevos esbozos y apuntes, y, durante los once meses siguientes se entregó por completo a la conclusión de su más grandiosa sinfonía. Pero había un problema: si, como dice Swafford, había decidido que la Novena estuviera dirigida a un final con un coro y voces solistas, es decir, si el finale y su tema debían ser el objetivo, la música tenía que presagiarlo desde el comienzo. “Así que antes de avanzar demasiado en el primer movimiento –añade Swafford–, debía encontrar el tema del finale. En ese sentido, la sinfonía se escribiría de atrás hacia delante, como había sucedido con la Heroica y con la Sonata Kreutzer: las ideas principales del inicio se desarrollarían a partir del tema principal del finale.” Fue así como Beethoven se dedicó a trabajar arduamente hasta concebir la frase inicial que ponía en música los cuatro primeros versos del poema de Schiller… Los cuatro movimiento de la Novena son: I) Allegro ma non troppo, un poco maestoso; II) Molto vivace; III) Adagio molto e cantabile; y IV) Presto – Allegro ma non tropo – Allegro assai.  En una interpretación del valor simbólico de esta sinfonía, al primer movimiento se le da el título de “Destino, la inexorable trama del universo”; al segundo, “Fuerza y plenitud”; al tercero, “Amor”; y al cuarto y último, “Júbilo, el júbilo de la fraternidad humana”. La partitura original de esta obra, compuesta por casi doscientas páginas, es uno de los tesoros más valiosos de la Biblioteca Nacional de Berlín. Asimismo, desde el 12 de enero del 2003, la Novena está inscrita en la lista del Patrimonio de la Humanidad de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO, por sus siglas en inglés).   7 de mayo de 1824: se estrena la Novena de Beethoven   Como sus últimas composiciones no habían sido bien recibidas en Viena (“Hace mucho que no están de moda y la moda lo hace todo”, decía), Beethoven concibió un plan: estrenar su Sinfonía número 9 en re menor, opus 125, “Coral”, en Prusia. Pronto, sin embargo, dicho plan se divulgó por toda Viena y llegó a oídos de varios “amantes del arte” que de inmediato se reunieron y redactaron una carta que se publicó en febrero de 1824 en el Theater Zeitung y el Wiener musikalische allgemeine Zeitung, bajo el título “Llamamiento de sus admiradores”. En ella le decían a Beethoven, entre otras cosas: “Sabemos que la corona de sus grandes sinfonías se ha visto aumentada con una flor inmortal. Desde hace ya años, desde que se aplacó el trueno de la batalla de Vitoria [La Victoria de Wellington], aguardamos y esperamos. Abra de nuevo el tesoro de su inspiración y extiéndalo sobre nosotros como antaño. No defraude durante más tiempo las expectativas públicas. Acreciente el precio de sus obras incomparables dándonoslas a conocer en persona. No querrá que los hijos de su genio sean arrancados de su patria para ser presentados primero ante extraños. ¡Aparezca entre nosotros, muéstrese en su gloria y acuda a alegrar a sus amigos, a sus ardientes y respetuosos admiradores!” Finalmente, emocionado por aquella excepcional muestra de afecto y admiración, Beethoven accedió a estrenar la Novena en el Theater am Kärntnertor, en Viena, el 7 de mayo de 1824. Ese día –ese histórico día–, el programa estuvo compuesto por su obertura La consagración de la casa, opus 124, el Kyrie, el Gloria y el Credo de su Missa solemnis en re mayor, opus 123 (se interpretaron también por primera vez, pero como “himnos”, debido a que entonces no se podía tocar música sacra en recintos no religiosos) y, como último número, la Novena. Los solistas fueron la soprano Henriette Sontag, la contralto Karoline Unger, el tenor Anton Haitzinger y el bajo Joseph Seipelt, con la orquesta y el coro del Theater am Kärntnertor, reforzados por aficionados, todos bajo la batuta de Michael Umlauf, pero con Beethoven también en el escenario, marcando el tiempo. De acuerdo con Schindler, el teatro estaba lleno. “Un solo palco –añade– permaneció vacío: el del Emperador, a pesar de que el maestro y yo mismo habíamos invitado personalmente a todos los miembros de la familia imperial y de que algunos habían prometido acudir.” Tras la conclusión del primer movimiento de la nueva sinfonía beethoveniana se oyó una salva de aplausos atronadores; el segundo movimiento también concitó una entusiasta ovación y tuvo que ser interrumpido y retomado por la orquesta desde el principio; el tercero, con su enternecedora belleza, enamoró a la concurrencia; pero el cuarto, que comienza con lo que Wagner llamó una “fanfarria del terror” y más adelante incorpora las voces solistas y el coro a la orquesta, simple y sencillamente la enloqueció. Se cuenta que, una vez que la Novena llegó a su fin, Beethoven todavía se hallaba absorto en la partitura, por lo que la contralto Karoline Unger debió tomarlo del brazo y hacer que se volviera en dirección al público, que gritaba y aplaudía rabiosamente. Al respecto: Swafford escribe: “Era como si los asistentes estuvieran rompiéndose la voz para hacerle comprender que aquél era su triunfo a pesar de todo; a pesar de la deficiente ejecución, de la dificilísima música, de los asientos abandonados, de su oído perdido. Sucediese o no de esa manera, pensar en ello produce una infinita tristeza.” En 1826, año en que la editorial Schott e Hijos hizo la primera impresión de la partitura de la Novena, Beethoven tomó una distancia definitiva de la monarquía austriaca al dedicar esta obra al rey de Prusia Guillermo III.   El pañuelo de Furtwängler El 19 de abril de 1942, en la capital del Tercer Reich, la Orquesta Filarmónica de Berlín, dirigida por Wilhelm Furtwängler, interpretó la Novena de Beethoven en un concierto en honor de Adolf Hitler, quien ese día cumplía cincuenta y tres años.   Aunque el Führer no asistió, numerosos jerarcas nazis, entre ellos Joseph Goebbels, sí fueron a la sala de conciertos y ocuparon buena parte de las butacas.   Cuando la orquesta dejó de tocar, Goebbels se levantó de su asiento y fue a saludar de mano a Furtwängler, quien segundos después, de acuerdo con la filmación que hay del suceso (y que fue incluida en la película Réquiem por un imperio, de Itsván Zsabó), se limpió la mano con su pañuelo para que no quedara en ella rastro alguno del hombrecito encargado del Ministerio para la Ilustración Pública y Propaganda del Tercer Reich.   Se estrena el Cuarteto para cuerdas número 13 de Beethoven   Si Beethoven sólo hubiera compuesto a lo largo de su vida los diecisiete cuartetos para cuerdas (dos violines, una viola y un violonchelo) que legó a la posteridad, igualmente sería uno de los compositores más geniales de la historia de la música. Los cuartetos beethovenianos han sido divididos en tres grupos: los iniciales, compuestos entre 1798 y 1800: 1, 2, 3, 4, 5 y 6, opus 18; los centrales, compuestos entre 1806 y 1811: 7, 8 y 9, opus 59, “Razumovsky”; 10, opus 74, “Las arpas”; y 11, opus 95, “Serioso”; y los últimos, compuestos entre 1822 y 1826: 12, opus 127; 13, opus 130; 14, opus 131; 15, opus 132; 16, opus 135; y la “Gran fuga”, opus 133, que en un primer momento constituyó el último movimiento del 13. El 21 de marzo de 1826, el Cuarteto número 13 en si bemol mayor, opus 130, fue estrenado por el cuarteto de Ignaz Schuppanzigh en Viena. Debido a que ya no podía oír absolutamente nada, Beethoven decidió no asistir al concierto y esperar el regreso de sus amigos en una taberna cercana. Cuando los amigos del músico llegaron a la taberna, le informaron que la mayor parte del cuarteto había gustado mucho a los oyentes, y que incluso el segundo y el cuarto movimientos habían sido repetidos. Beethoven, entonces, les preguntó por la fuga, a lo cual le respondieron que no había gustado. “¡Es lo único que deberían haber repetido! ¡Imbéciles!”, grito furioso. Más adelante, el editor Matthias Artaria convenció a Beethoven de que publicara la fuga como una obra independiente y escribiera otro final menos largo, denso y difícil para el Cuarteto número 13. Beethoven también compondría una transcripción para piano a cuatro manos de la “Gran fuga”, que lleva el opus 134. De esta singular fuga, Igor Stravinsky dijo: “Se me antoja el más perfecto milagro de toda la música. Sólo por su ritmo es una composición incluso más sabia y refinada que cualquier música concebida durante mi siglo. Música contemporánea que siempre será contemporánea.” El Cuarteto número 13 consta de seis movimientos: 1. Adagio ma non troppo – Allegro. 2. Presto. 3. Andante con moto ma non troppo. Poco scherzando. 4. Alla danza tedesca (Alegro assai). 5. Cavatina (Adagio molto espressivo). 6. Finale (Allegro). En cuanto a la Cavatina, una de las melodías más expresivas y conmovedoras jamás compuestas, el mismo Beethoven comentó poco antes de morir: “He escrito esta música en la mayor desolación. Y su lectura me conmueve hasta las lágrimas.” Y por lo que se refiere al Finale (Allegro), que reemplazó a la “Gran fuga”, fue la última pieza musical completa que Beethoven compuso en su vida (hacia finales de 1826).   Karl, el sobrino de Beethoven, intenta suicidarse   En mayo de 1826, harto de la presión que Beethoven ejercía sobre él, Karl, quien entonces tenía diecinueve años y vivía en una casa de huéspedes, golpeó a su tío y se refugió unos días con su madre. Y a finales de julio, por la época en que puso punto final al Cuarteto número 14 en do sostenido menor, opus 131, Beethoven recibió una nota del casero de Karl. “He sabido hoy que su sobrino tiene intención de pegarse un tiro, como muy tarde el próximo domingo”, leyó. De inmediato, Beethoven le pidió a su asistente Karl Holz que recogiera a su sobrino; sin embargo, éste logró escapar. Poco después, Beethoven se enteró de que Karl no aparecía por ningún lado. Enloquecido por la desesperación, se dirigió a la casa de Johanna, madre de aquél, donde lo halló tendido en la cama, con una bala en la parte izquierda de la frente, pero vivo. Bajo arresto, puesto que en aquellos tiempos el suicidio se consideraba un crimen, y aún semiinconciente, Karl fue trasladado al Hospital General de Viena, donde, a pregunta expresa de un policía, indicó que había intentado matarse porque su tío lo hostigaba. Cuando, encolerizado, Beethoven se presentó en su cuarto y dijo que Johanna era la culpable de aquella situación, Karl escribió en uno de sus cuadernos de conversaciones: “No quiero oír nada malo sobre ella. No me corresponde a mí juzgarla. Si tuviera que pasar con ella el poco tiempo que estaré aquí, sólo sería una pequeña recompensa por todo lo que ha sufrido por mi causa.” Finalmente, Beethoven, sin duda devastado por un profundo sentimiento de culpa –y también presionado por su amigo Stephan von Breuning, quien se convertiría en custodio oficial de Karl, y por el mismo Holz–, aceptó que su sobrino se hiciera soldado. Al saber esto, Karl le escribió desde el hospital: “Mi situación actual es tal, que te pediría que hables lo menos posible de lo que ha sucedido y ya no puede cambiarse. Si mi deseo de seguir una carrera militar puede ser satisfecho, me sentiré muy feliz; en todo caso, lo considero aquello con lo que podría vivir y sentirme realizado.” Por su parte, Beethoven le escribió a Holtz: “En general, no estoy en absoluto a favor del ejército como profesión […] Me siento desgarrado; y la felicidad no volverá junto a mí durante un largo periodo […] Todas mis esperanzas se han desvanecido, todas mis esperanzas de tener junto a mí a alguien que pudiera parecerse a mí, al menos en mis mejores cualidades.” Con todo, el compositor recurrió a su nombre e influencia, y comenzó a hacer todo lo necesario para que su sobrino se incorporara, con las mayores ventajas, al ejército. Según Anton Schindler, luego del intento de suicidio de Karl, Beethoven envejeció tanto en tan pocos días que parecía un hombre de setenta años años.   Un relámpago seguido por un trueno anteceden la muerte de Beethoven   Hacia finales de 1826, Beethoven trabajaba en otra sinfonía y en un quinteto para cuerdas, pero su salud estaba muy deteriorada debido a los problemas estomacales y de hígado que venía padeciendo desde hacía tiempo. Fue por aquellos días también cuando le envió a Karl Holz sus últimas notas musicales: un canon en cuatro compases titulado Wir irren allesamt, ein jeder irrt anders (“Todos nos equivocamos, pero cada uno se equivoca de modo distinto”). Para empeorar las cosas, un acceso de ira le ocasionó ictericia, vómitos y diarrea, y a partir de entonces empezó a hincharse por el líquido acumulado en el abdomen a causa de su enfermedad hepática, por lo que lo drenaron varias veces. Acostado en su cama, Beethoven se la pasaba hojeando los innumerables tomos de las obras de Händel que le había enviado un admirador inglés, o leyendo a Walter Scott, Homero y otros autores griegos y latinos. El 18 de febrero de 1827 le escribió a su antiguo asistente el barón Zmeskall, quien sufría gota: “No desespero. Lo más doloroso de todo es el cese de cualquier actividad […] Quiera el cielo que obtengáis un alivio en vuestra dolorosa existencia. Quizá la salud nos sea devuelta a ambos y podamos vernos de nuevo en feliz intimidad.” Beethoven vivió algunos periodos de mejoría que, a final de cuentas, no impidieron que su condición se agravara dramáticamente. El 22 de marzo, el doctor Andreas Wawruch le sugirió que un sacerdote le administrase la extremaunción, a lo cual accedió. Y, luego de la ceremonia, todavía tuvo la presencia de ánimo para decirle al cura en tono de broma: “¡Os estoy muy agradecido, espectral señor! ¡Me habéis proporcionado un gran bienestar!” Dos días después logró incorporarse y declamar sarcásticamente la fórmula empleada para concluir las comedias latinas: “Plaudite, amici, comoedia finita est” (“Aplaudid, amigos, la comedia ha terminado”). Al cabo de unas horas llegaron unas botellas de vino del Rin que había pedido semanas antes. Schindler las acomodó en una mesa, junto a su cama. Beethoven abrió los ojos y dijo lo que serían sus últimas palabras: “Demasiado tarde…” Al rato comenzó a delirar. En la tarde del 26 de marzo, una implacable tormenta se desató sobre Viena, con relámpagos, nieve y granizo. En ese momento, el joven compositor Anselm Hüttenbrenner y una mujer (una versión dice que Johanna, la madre de Karl; otra, que Sali, la doncella de Beethoven) le hacían compañía a éste. Hacia las 17:45 horas, según la versión de Hüttenbrenner, un relámpago iluminó la habitación y, un segundo después, se oyó el estallido de un trueno. Inopinadamente, Beethoven recobró la conciencia, abrió los ojos y levantó un brazo con el puño cerrado. A continuación, dejó caer la mano y sus ojos se cerraron. La muerte lo había hecho suyo. El funeral –al que acudieron más de veinte mil personas, entre ellas Franz Schubert, quien moriría al año siguiente y descansa al lado de su amado Beethoven– se llevó a cabo el 29 de marzo. Antes de que el féretro fuera bajado a la fosa abierta en el Cementerio Central de Viena, el actor Heinrich Anschütz leyó una oración fúnebre escrita por el poeta y dramaturgo Franz Grillparzer. En el monumento-lápida que corona la tumba del genial compositor alemán se lee, a manera de epitafio, una sola y refulgente palabra: Beethoven.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá   1. Lunes 8 de diciembre de 1980. Los Delfines de Miami y los Patriotas de Nueva Inglaterra se enfrentan en el estadio Orange Bowl, en Miami, Florida, en un partido de la National Football League (NFL). 2. Poco después de las veintitrés horas, cuando ambos equipos disputan el último cuarto, el comentarista de televisión Howard Cosell toma el micrófono y dice al aire: “Tenemos que decirlo. Recuerden que esto es solamente un juego de futbol, no importa quién gane o pierda. Una tragedia inenarrable ha sido confirmada por ABC News en la ciudad de Nueva York: John Lennon, afuera de su edificio, en el West Side de Nueva York, el más famoso, quizás, integrante de The Beatles, recibió dos disparos en la espalda. Fue llevado rápidamente al Hospital Roosevelt, donde murió. Es muy difícil regresar al juego tras el anuncio de esta noticia…”. 3. En ese momento, el sueño que comenzó veinte años antes en el sótano de un club musical para adolescentes, en Liverpool, Inglaterra –y que ha transformado de manera radical la vida tanto pública como privada de toda una generación–, cesa abruptamente.    4. Conmocionados unos, incrédulos otros, cientos de jóvenes y adultos que han crecido escuchando la música de The Beatles y, una vez que éstos se separaron en 1970, también la de Lennon, así como decenas de reporteros de prensa, radio y televisión, empiezan a concentrarse delante del edificio Dakota, en el número 1 de la calle 72, frente a Central Park. 5. Hace menos de una hora que Lennon ha sido víctima de la estupidez y la insania de un sujeto que responde al nombre de Mark David Chapman. 6. Las cosas han sucedido así: luego de pedirle que le autografiara una copia de su recién publicado álbum Double Fantasy, Chapman, dominado por la obsesión que le inspiraba el ex Beatle, lo esperó afuera del Dakota hasta que éste regresó acompañado por su mujer, Yoko Ono. 7. Lennon bajó de su limusina y, precedido por Yoko Ono, se encaminó despreocupadamente a la entrada del Dakota. Entonces, Chapman sacó un revólver calibre .38 de uno de los bolsillos de su pantalón y accionó cinco veces el gatillo de su arma. Cuatro balas impactaron en la espalda y el hombro izquierdo de Lennon. 8. Aunque, sin pérdida de tiempo, unos policías lo trasladaron en una patrulla al St. Luke's-Roosevelt Hospital Center, Lennon fue declarado muerto a las 23:07 horas. 9. Quienes conforman la multitud concentrada delante del Dakota muestran el rostro descompuesto o desolado o bañado en lágrimas... El sueño se ha convertido en una pesadilla absurdamente real. 10. De pronto, en medio de aquel indecible dolor que aumenta a medida que pasan los minutos, comienzan a surgir varias velas encendidas que no tardan en multiplicarse. Es necesario iluminar la partida de John, alumbrar el camino de su último viaje. 11. Domingo 14 de diciembre de 1980. Alrededor de todo el mundo, millones de personas responden al llamado de Yoko Ono y guardan diez minutos de silencio en honor a quien dio tanto al mundo con su música, con su maravillosa música. 12. Cada 8 de diciembre, Yoko Ono coloca una vela encendida frente a la ventana del cuarto de Lennon en el Dakota.
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