• Martin Fedele
Martin Fedele
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  • País: Argentina
 
- VIEn la taperaLos días pasaban largos y calurosos y Florencio amasaba su nueva existencia. En Diamante; a la vera del río Paraná; en la provincia de Entre Ríos. La gringa amiga de la prima Viviana ya revestía el rango de nueva novia del primo Florencio, blanca, flaca, rubia, joven, hija nieta de ucranianos, mimosa y buena, calentona: Anabella Sliuk, lavandera, confidente de la prima Viviana: "arrimelé, primo", incitaban todas, "arrimelé a la Anabella"... Y así a lomo de su alazán (Tormenta) Florencio y Anabella recorrían casas y ranchos y fondas y atracaderos donde los Espiro ensanchaban la madriguera: vino frío, gritos de bienvenida, lágrimas, pescado a la parrilla, poesía, canoas viejas remachadas a tirones, música del río, todo envuelto en abrazos y besos y recuerdos precipitados, aturdido en el confuso vahó del verano. "Mírelo a Cototo nomá po'esto pago" concluían alegres y encendidos. Y así servían más pescado. Y más vino. Y reían.            Las noches pasaban breves y frescas y Florencio conocía más y mejor el cuerpo de la gringa Anabella, hondo, duro, chiquillo, púber, lozano en las manos áridas de Florencio. El postre está bueno, pensaba Florencio. Y pensaba también en la suerte de estar vivo, erecto, cogiendo a una muchacha, saboreando el candor de la costa entrerriana, escondido en la familia, vivo, apuesto, disfrutando de la fuga, vivo, vivo... Y pensaba y pensaba. Y la criaturita rubia dormía. Blanca. El primo Julio dio en la tecla una mañana:─Usté primo en'todavía no'aído a'visitá al viejo... ─dijo a la pasada, como distraído, devolviendo un mate. Y Florencio recogió el impulso en ese mismo preciso instante:─¿Y usted primo cree que será posible ver al viejo? ─replicó.El primo Julio hincó dientes en su porción de torta asada. Y miró severo a Florencio. Y dijo:─El viejo ainda priguntando po'usté co'ensistencia. Dice qu'váia visitarlo cuando quéira. Lo íspera en la isla.Florencio sonrió con ganas. Tomaban mate bajo la higuera.             El "viejo" insinuado era Don Gregorio Espiro, el Viejo Espiro, patriarca del clan griego arraigado en las barrancas del Paraná desde tiempos inmemoriales. Poetas. Pescadores. Cuchilleros. Hombres de honor. Mandingas de la moral.            El viejo era un viejo mal llevado, arisco, ermitaño, vivía solo y solo en una isleta apartada; lejos del pueblo, lejos de todo; el mundo entero como una molestia innecesaria. Era un viejo lunático, de costumbres paganas, amañado en aguadas y totorales, impredecible como el río. Un viejo del tiempo antiguo, hombre de a caballo y canoa, hijo del monte, descendiente secular de Pupas y Tridis Spiro: colonos en aquel margen del Paraná... Era el mismo viejo la leyenda que desde niño había teñido oídos y fantasías en el imaginario de Florencio. El mismo viejo impulsivo que grabara a fuego historias de coraje y demencia, cuentos heroicos entre cuchillos y crecidas, potros cimarrones, batallas en el bando de Urquiza. El auténtico Viejo Espiro del mito familiar que ahora oficiaba el lugar de patriarca y consejero. El viejo sin edad, sin Dios ni bandera, supremo, fuera de época, perdido en la inmensidad de su propia leyenda.          Ese era pues el viejo aludido bajo la higuera... el Viejo Espiro. Y aquella misma tarde azulada y serena Florencio fue a visitar al viejo. Fue sólo, sin Anabella. Llegó a lomo de su alazán, embarrado, guiado por balseros y pescadores, reconociendo marcas humanas en formas de la naturaleza. Llegó cayendo el sol. Llegó excitado paladeando el momento. El ansiado encuentro con la eminencia.            Y allí estaba el Viejo Espiro, en la tapera, su tapera, ruinosa, hundida en un montecillo de ceibos, oscuro, espeso, relumbrando atrás el riacho verde y amarillo. Encuclillado revisaba un espinel, sombrero overo, acompasado entre el perrerío que observaba atento. Viejo ladino, pensó Florencio a la distancia. Unas bogas rojas orlaban la línea.            El ladrido de los perros en el eco sordo anunciaba la llegada del visitante. El Viejo hacía visera con una mano y con la otra atajaba el sol. Florencio alzaba mano a lo lejos y el alazán (Tormenta) corcoveaba en relincho brioso desafiando la jauría.             ─¡Pero mire usté e'loco Cototo yegando entero! ─gritaba el Viejo reconociendo a su nieto el de Buenos Aires─. ¡Víalo pué enterito y fresco! ¡já, já! ¡jú, jú! ─verdugueaba el Viejo, contento, entre el barullo de los perros, asomando bajo el cobertizo de juncos.   ─¡Buenas tardes! ¡Buenas tardes! ─reponía Florencio, feliz, atolondrado, bajando excéntrico del caballo.Un abrazo profundo fundió al abuelo con su nieto, abrazo sentencioso y rudo; el cuerpo pequeño y maltrecho del Viejo agarrotado en la apolínea ancha humanidad de Florencio: el cariño lindo de la sangre revuelta: afectuosos, brutales, dionisios sin licencia.─Siéntese si quiere m'hijo ­─invitó el Viejo en tono seco─. Siéntese si quiere ánde incuentre asiento m'hijo ─insistía agudo mientras acomodaba su cuerpito enclenque en una formidable silla de cedro.Florencio atrajo un banquito casi desecho, y allí se afirmó.─¿Y cómo va la cosa, Don Gregorio? ─preguntó Florencio amable y campechano, como entrando en confianza. ─Aquí to' me'icen Viejo ─devolvió parco y belicoso el Viejo─. Ansí pué qu'na'e bueno modale y nombre' ya'olvidadao. Yo soi'l Viejo pa' usté y pa' el qu'guste escucha' a'un viejo loco. ¿Ha entendío pué? ─inquirió (malo) el Viejo.─Muy bien, Viejo; muy bien: será Viejo nomás ─devolvió apresurado Florencio.─¿Compriendío bie'entonce'? ─insistió el Viejo.─¡Clarito como la verga de mi alazán! ─apuntó pillo el forastero. ─¡ja, já! ¡jú, jú! ─el Viejo estalló en carcajadas─... qu'lindo, qu´lindo pué... ─repetía ahogado entre hipeos y risas─... ¡tá jodoso, tá jodoso! ¡ja, já, já! ¡jú, jú, jú!, ¡la'verga, la'verga!...            Abuelo y nieto festejaban luminosos el encuentro...            Un colosal tronco de timbó servía de tizón al fuego que ardía en un rincón del cobertizo. Los perros echados en la tierra húmeda. La canoa balanceándose, lenta y aburrida, atestiguando apenas el paso del tiempo. El sol casi escondido en el ceibal de la costa santafesina. El Viejo vaciaba yerba nueva en el mate. Florencio jugaba con una ramita surcando el suelo... Hacía rato que el Viejo no hablaba. Abuelo y nieto duraban en total silencio.            ─¿Ansí qui usté Cototo ainda'n pleito con l'autorida'? ─El Viejo preguntó de golpe.            ─Así es, Viejo... ando prófugo ─confirmó Florencio.            ─Me'icen qu'usté a'liquidao a'un punto importante'n su provincia.            ─Y no le han mentido, Viejo.             ─¿Un asunto'e poyera? ─consultó el anciano.            ─No, nada de eso: más bien un asunto de respeto, de falta de respeto quiero decir.            ─Me'icen po'aí qu'la razón istaba e'su lao, ¿e'cierto pué?            ─Sí, Viejo, sí. Y yo no meo agua bendita, vea ─completó Florencio─. Pero eso de andar trampeando en los naipes es cosa de marica; y más todavía si el fullero cacarea apañado por la policía... ─El Viejo interrumpió en un gargajeo sonoro. Y escupió al suelo─... así que el coso ese se llevó su merecido ─remató brusco Florencio.            ─A cuchiyo me'icen qu'jue'lo entrevero, ¿ah?            ─Sí; a cuchillo limpio.            ─¿Y ande'an'dao' el'tajo? ─El Viejo buscaba precisiones.            ─En el hígado, primero; y al cogote un puntazo final ─detalló Florencio.            ─¿Y lo'a degollao Cototo usté?            ─Sí, Viejo: la cabeza rodó limpita por la arena.            ─¡Ajá, mierda! ─celebró el Viejo─. Caray qu'sí. Eso ta' lindo, pué, ¡linda la cabeza qu'rueda viendo mori' su propia muerte!            Ya era noche cerrada en la tapera. Carpinchos y lechuzas traían ruidos nuevos. El río bajaba lento, sombrío. Tormenta (el alazán) resoplaba inquieto. Comenzaba a lloviznar, suave, como en un letargo. Florencio atizaba el fuego y estudiaba el ruido de los bichos. Un barco carguero gemía su marcha al otro lado de la isla. Tamborileaba la lluvia sobre el cobertizo. La ventisca ahora era más y más fresca. Entonces el Viejo destapó un botellón de vino. Y después otro. Y otro...            Y allí se amanecieron. Viendo asomar el sol en pedo.
- VEl comisarioBarceló estaba hecho una furia, envilecido. Tronaba iracundo en el interior de su despacho. Odio. Odio en estado puro, sincero. El senador no entraba en razones: 72 horas del crimen del Torito Luciano y ninguna pista firme en el rastro de ese Florencio Espiro. Nada. Nada de nada. Ni un dato, ni un calzón, nada nada. El senador iba y venía (en el despacho a oscuras) sobre sus propios pasos, marcial, semblante encendido: 72 horas del crimen de su hombre de confianza y el tal Florencio Espiro cagándose de la risa: soplando un fantasma: vivito y prófugo... Barceló estaba ido, perturbado: cientos de allanamientos, razzias, alerta general. Y lo único que tenía era media docena de boludos apestando calabozos: el hermano mayor de Florencio Edgardo Espiro el primo Jacinto y el tío José María dos amigotes de la ribera y un compinche quinielero. Pero ningún puto pelo del fugitivo. Nada.            Barceló estaba que se lo llevaba el diablo. Caminaba por las paredes, maldecía. Insultaba a Dios y a la Virgen María y a todos los santos amontonados; puteaba, a los gritos, malo, oscuro. José Nicolás Ruggiero (Ruggierito) escuchaba aterrorizado. Solo.Y Barceló puteaba... Estaba cabrero. Fuera de sí.─Ubicálo a Ordóñez ─dijo de pronto.Ruggierito saltó de la silla y hundió talones en estrépito.─Ya se lo traigo ─dijo. Y salió rabioso del despacho.  Ordóñez era un ex comisario de la Policía provincial que servía al senador Barceló. Un poronga de la Fuerza retirado antes de tiempo por el mismísimo Barceló en virtud a la "infame honestidad" del Capitán Inspector Cesario Pablino Ordóñez, el Comisario Ordóñez; correntino, natural de Santo Tomé; "buen policía", decían todos, "zorro viejo", apuntaban; un sabueso astuto y mañero, empeñoso, detective de novela.            Ordóñez llegó al rato, vestido de civil, altanero, con una pomposa pulsión empírica en el semblante. Barceló estiró la mano y estrecharon inmediata reconciliación entre apodos de Negrito y Jefe querido proferidos con entusiasmo. Ruggierito respiraba en silencio.             ─Sentáte ─ordenó Barceló sonriente y distendido.            Ordóñez ensayó una nueva reverencia y tomó asiento.            ─Y vós servite unos vermú ─ordenó (ahora) a Ruggierito.            El senador no estaba para andar perdiendo tiempo en preámbulos inútiles: Barceló sabía que Ordóñez sabía lo sucedido en la ribera: la muerte de su matón: la fuga de ese tilingo de Villa San Juan. Barceló sabía que Ordóñez aunque retirado era un hombre siempre bien informado.            Barceló fue al grano. Y Ordóñez entró resuelto en sintonía:            ─Ustéd bien imaginará Jefe que yo ya recogí alguna información ─dijo.            Barceló sonreía, complaciente, odioso.            Entonces el Comisario Ordóñez atropelló decidido:            ─Cualquiera más o menos bien informado sabe que toda esa cría de los Espiro tiene madriguera en otra provincia, en Entre Ríos, en un pueblo costero llamado Diamante.             ─Ajá... ─suspiró Barceló.─Usted podría asignarme en comisión a ese lugar, Jefe ─apostó Ordóñez─ Yo le aseguro que ese Florencio Espiro está escondido entre esa prole: ¡segúro estoy Jefe que ahí se oculta! ─remató, ágil, tonito orgulloso.─Ajá... ─suspiró Barceló.─Y después está el asunto ese de la putita a la que frecuentaba últimamente Espiro ─arremetió el comisario─. Una negrita del docke; una tal Pulserita, dicen. ─El comisario gozó una pausa y siguió─. Yo ya hice mis averiguaciones, Jefe. ─Otra pausa engreída y concluyó─: a esa negrita la tienen de agregada en una casa en Villa Nueva, en la ribera de Quilmes: en la casa de unos gringos medios locos, los Ribezzo: ¡allí la tienen escondida!Un tenso silencio. El burbujeo de los vermú. Barceló quedó unos segundos tieso, rígido, como clavado en la nada, observando serio a Ordóñez. Ruggierito casi ya no respiraba.─Siempre tuviste buen olfato Negrito ladino ─dijo al fin el senador─: siempre. Un instinto natural. Nato. Así que ahora estás al frente de este caso, ¿sabés? Tenés el mando absoluto, Negrito. Todo a tu disposición. Todo. Hacé todo lo que tengas que hacer; pedí todo lo que tengas que pedir; pensá todo lo que tengas que pensar. Todo. Pedí, Negrito, pedí: guita, armas, gente, todo, contactos, fuentes, todo tuyo Negrito, todo. Pero todo, ¿entendés? ─Barceló sonrió amistoso y consumó el operativo─. Así que ahora mismo te ponés a laburar. Pasás a buscar tus papeles tu chapa por el destacamento y empezás a trabajar ya mismo. Ruggierito te va a dar una mano en todo. Dále. Casi en un parpadeo Ordóñez estaba en pie, estrechando alegre las manos de Barceló. "No se va a arrepentir, Jefe", repetía, "no se va a arrepentir".                    
- IVLos RibezzoLos cuatro hermanos Ribezzo: Krakelo, Kroke, Krauko, Krakis. Y la madre viuda apañándolos. Y dos primos: Uberto y Rudolff. Y el tío Cosme. Todos escudriñando a Pulserita, sentada ahí, temerosa, aturdida. Eran los auténticos Ribezzo: mitad tanos, mitad griegos. En la madrugada, a escondidas. Y Pulserita sentada en el living de los Ribezzo, flaquita, virgencita puta, mojada y pobre, hija nieta de Cabo Verde. Ahí estaba, sabrosa, la negrita. Encomendada por Doña Encarnación; la Señora del ambiente bien referida como "La Gallega".            Hortensio explicaba a los Ribezzo:            ─Esta pobre guachita se ha metido en un brete, Doña Ángela ─repetía como un loro loco, fija la atención en la dueña de casa─. Pobrecita, mezclada en un hecho de sangre, un pleito entre hombres, tipos bravos, matones del senador ─repetía, maquinalmente, apilando guaraní, brulotes en italiano, cocoliches del Río de la Plata. Valeroso y decidido Hortensio hacía quedar bien a su patrona. Y seguía explicando...            Los Ribezzo escuchaban en silencio, respetuosos y corteses, como mudos en exposición. Y el mensajero explicaba. Y los Ribezzo escuchaban. Callados. Apenas si intercambiaban breves cuchicheos entre ellos, en griego, en bruto helénico de los volcanes. Y nada más. Hortensio hablando, y hablando, y repitiendo una y otra vez la misma historia de cuchillos y venganza. Y los Ribezzo escuchando. Altaneros.            Entonces Doña Ángela se puso de pie. Miró al menor de sus hijos y le dijo algo breve, en griego; y se retiró a su cuarto, madraza y mediterránea. El menor de los Ribezzo consultó veloz directo con su tío Cosme, con su hermano Kroke, con el primo Uberto, y dijo a Hortensio. En un pésimo castellano:            ─Está bien. Puede quedarse. A mi madre le agrada. Va estar en esta casa como doncella de Laura nuestra hermana.            Hortensio, exagerado, atañó la escena con palabras largas e infinitas muecas de reconocimiento: "¡Madre Santa, Doña Ángela! ¡Es una Santa, es una Santa" clamaba alzando las manos al cielo: "Esa mujer es una Santa" profería el mensajero: "Una Santa" gimoteaba mientras Krakis Ribezzo lo acompañaba hasta la puerta.            ─Adiós; y muchas gracias, jovencito. Se lo digo a usted y a toda su familia Santa. ─Mundano se despidió Hortensio ya subido al carro con las riendas prestas─. Doña Encarnación sabrá recompensar esta gauchada. Acuerdesé. Yo sé bien lo que le digo.            El menor de los Ribezzo ni lo escuchó. Ya estaba cerrando la puerta.             Amanecía en Villa Nueva.                           Krakis volvió urgente a la reunión. Hermanos y primos y el tío Cosme bufaban apiñados en la cocina del fondo. Discutían. Mordaces y acalorados. Helénicos. Pulserita acomodaba sus pilchas en la pieza asignada: en el piso de arriba: donde caldeaban las cuatro habitaciones de los cuatro hermanos. Abajo la hermana Laura dormía: ni enterada de nada. La madre chusmeaba la reyerta familiar, escondida. Y los hombres gritaban. Todos. En dialecto griego.            El concilio de los Ribezzo trataba un único y urgente tema: cuál de los presentes sería el primero en acostarse con la negrita: cuál de todos: cuál... Porque estaba claro que los hombres de la casa tenían derecho a conocer y disponer de las virtudes amatorias de la negrita. La discusión entonces encendía motores: todos clamaban ser ese "cual" al que tanto buscaban: los jóvenes, por ser jóvenes, Hijos de Rodas; los viejos, por otro tanto; los más cultivados, los menos pasionales; los bellos por derecho divino y los feos sucios malos por ventaja helénica: todos alzaban razones: precisos argumentos: humanas mentiras. Todos. A tiempo que una voz arrancaba un fraseo para que todos gritaran el mismo momento. Un vendaval de histrionismo, casi teatral, Olímpico; pulsiones de la retórica sin tregua; calumnias, golpes bajos, intensas exhortaciones a la razón y la estética; brutales. Y siempre el arte (siempre) como única bandera...             Corrían las horas, el sol levantaba, dónde andaría Florencio fugando entretanto Pulserita rezaba hecha un ovillo en el rincón de la piecita. La hermana Laura sufría desvelada el barullo de los hombres. Doña Ángela (ahora) dormía. Y en la cocina de los Ribezzo encontraban un principio de acuerdo: parecía que la cordura imperaba: "pasión y melancolía". Esa era la solución. Una buena receta. El método lógico para abordar a la negrita: conquista amorosa y galantería: nada de guarangadas ni cogidas rudas. Belessa. Así entrarían allanadas todas las edades y todas las condiciones naturales, todas las virtudes, los derives mediterráneos en las artes del alma, la cocina, la Historia y la Ciencia; toda la tradición helénica entrando en juego. Toda. En Villa Nueva.            Estaba decidido, entonces: el desafío iniciaba a la hora del almuerzo.            ... mientras Pulserita afligía rezando, entregada al miedo; negrita y sola.                                 
- IIIEn DiamanteRío Paraná. Torrentozo, atroz. Téta del amazonas. Y Florencio Espiro cruzando en la balsa... Ya no llueve; cielo abierto, todo estrellas. Unos cuantos billetes hubo de apilar el fugitivo para que los contrabandistas no hicieran preguntas indiscretas: nada más reservado que un bagayero con dinero fresco en la mano, bien sabía Florencio. Y en ese mar disfrazado de río nunca nadie juega al atrevido.  La balsa cruzaba veloz, intrépida. Florencio y su caballo arrullaban alertas en la corriente del río. Largo viaje desde el culo de Buenos Aires... ─Lind'alazán éte... El bandeiro de sombrero alado tenía ganas de hablar. Recio, al timón, su rostro húmedo resplandecía en la noche. En la balsa no ardía una vela.─Lindo animal, sí ─arrimó Florencio, apagado.─Pingo rudo'l cimarrón, ché ─insistía el bandeiro.─¿Y cual'e nombre'l pingo? ─terció, guaraní, el otro balsero.Florencio entonces dijo lo que dijo sin pensar lo que su boca decía:─Tormenta ─respondió seguro─. El potro se llama Tormenta.Los balseros asintieron en gesto solemne...La costa entrerriana blandía su monte. Ahí, oscuro, a pocos metros.El alazán empinaba (ahora) intrépido la barranca. Florencio cedía en el animal el asunto del desfiladero. Trepaban. Lunas y estrellas frescas; el rumor del río desvaneciéndose atrás. Trepaban. Prófugos. El llanero y el potro, cansados, penosos, como atontados, sucumbiendo a la carrera enferma. Las leguas. Las horas. La huída. El cuerpo desecho. (El silencio.)             ... Cuando Florencio despertó tardó algunos segundos hasta entender que había caído dormido del caballo. Y el caballo (ahora) lo miraba serio. A su lado, erguido, presto y dispuesto a seguir viaje. Florencio sonrió a su compañero y fue despertando con el sol de la mañana. En verano. En la provincia de Entre Ríos. Fugado; camino a Diamante.            Bebió largos tragos de agua; refrescó la nuca el pecho la huevera. El animal contemplaba el suceso distante, como perplejo. Florencio lo miraba. "Ya vamos, ya vamos, tranquilo compañero" decía a su caballo, lúcido y grave: "Entérese que las casas de los primos están ahí nomás, unas pocas leguas ladeando el río" prometía... Ajustó montura y avistó en lontananza el fugitivo Florencio. Cerró bien fuerte la caramañola y rebuscó entre sus pertrechos la botellita de alcohol fino. La encontró y la destapó con ganas. "Tío sabio el tío Rosendo" dijo a su caballo. Y el líquido volvió a raspar en la garganta.            El alazán (Tormenta) galopaba descansado, insolente, libertino bajo el cielo entrerriano. Y el llanero Florencio disfrutaba del paisaje, la pradera ondulada, las rabiosas tonalidades verdes, el sol picante, viril, y esa suave brisa viniendo del río. Todo parecía aclararse en la mente, el alma de Florencio, perturbado, castigado en el peligro de las circunstancias. Todo ya era bien distinto. Otro aire. Otro cielo.            Florencio llegaba a Diamante, silbaba una tonada, y restregaba en su mente aquel viejo soneto del primo Diego: el poeta Fernández Espiro...cantando su arrobante melodíaal compás de las ondas ajustadava por los campos prósperos nimbadacon un fulgente resplandor de díaen explosión de amor y de alegríasu inagotable juventud bañadase envuelve en una nube perfumadapor sagrados sahumerios de poesíasabe la libertad de su bravuraque Montiel glorifica en sus rumoresy en su cerebro la suprema alturapor eso se alza en arrogantes bríoscoronada de palmas y de floresla diosa de las selvas y los ríos             ... Y allí blanqueaba, a lo lejos, pintoresca, la encantadora Diamante de sus ancestros. La tierra que refugió a los antiguos abuelos: el clan griego de los Spiro: la indómita Familia Espiro: pescadores matreros beodos poetas astutos hombres de trabajo filósofos de la tierra hijos del monte porfiados blancos sabios cuchilleros. Allí estaba Diamante. La historia en llagas de su estirpe griega. La tradición dionisia en los colonos, polizontes, pendencieros, marinos ya sin mar en vela; sangre maldita, procaz, escarpada.              "Los Espiro", entonces. Siempre.La tía Teresa y el primo Julio y el tío Glorio y el tío Juan y el primo Juancito y el primo Carlos y el tío Pelado y la prima Edith y la prima Viviana y los hijos de éstos y aquellos y los vecinos y los ocasionales agregados dieron la bienvenida al primo Florencio, "en visita", recién llegado de Buenos Aires. Cordero asado, vino en damajuana, acordeón, guitarra, amigas lindas de las primas, baile y declamación. Todo un recibimiento especial. Alborotado. La tía Teresa y el primo Julio supieron los pormenores del "paseo" a Diamante, el crimen, el altercado con el matón de Barceló, el precio en su cabeza, la huida. Pero eso quedó ahí, olvidado, rápidamente, como si nunca nadie lo hubiera mencionado: el primo Florencio estaba de paseo.            Borracho espíritu abismal aquella noche Florencio se fue a dormir bien acompañado por una gringuita amiga de la prima Viviana. Grosero. Libidinoso. El prófugo amasó carne y cavidades de la rusita y al fin durmió como un duque. Durmió cinco sueños y soñó con el alazán cogiéndose a su gringuita amiga de la prima y con la lluvia y el río que hablaban en siseos. Y soñó con el matón degollado. Y vibró con la voz ronca de Barceló... buscándolo...            Ninguna pesadilla logró burlar el descanso profundo del fugitivo.             Ya pasado el mediodía, resucitado, entre sopor a pedos y aliento rancio Florencio salió al patio de la casa; salió enérgico, trepidante, resuelto a enfriar cabeza en el piletón de la tía Teresa. El sol alto en la siesta calentaba, emputecido. Todo quieto, indolente. El perrerío observaba, echado a la sombra, lengua afuera, fatigoso, orejeando movimientos al ilustre visitante. El calor maltrataba. Como suicida. Florencio hundió nuca y espalda en el chorro de la bomba, "aaggrrrr, aaggrrrr", chillaba bajo el espasmo del agua helada, "ááuuuu, ááuuuu", aullaba, "ggrrrmm, ggrrrmm, ggrrrmm", gimoteaba, cavernoso, primitivo...            Olor a magnolias, a jazmines, paraíso en flor. Y el rumor del río arrimando de lejos. El imán de las sandías, en la huerta, los tomates; el viejo pozo; gallinas, patos picoteando el suelo, la tierra reseca, carroneando nísperos, higos rechonchos, ciruelas. Y al fondo los manzanos. Violetas. Florencio aguzaba el devenir del patio. Florencio Espiro, fresco y aseado, recostado en una reposera, abstraído en el tufo de la siesta. Estoy vivo, pensaba, vivo. Y así era: bien vivo estaba Florencio: una flamante erección brotaba entre sus piernas: empecinada y magnífica.            La gringa amiga de la prima Viviana seguía durmiendo. Florencio retenía en la mente las formas de la rusita y en el ensueño sobaba su erección. Vivo, pensaba, estoy vivo. El sol ardía. La tía Teresa afloró en la galería y caminó sonriente buscando el patio: caminaba despacio, gorda, buena; caminaba en batón y chancletas, "como mi madre, como mi abuela", susurró (en rima) Florencio.            El mate y la pava seducían lindos en las manos de la tía Teresa.
- IILa noticiaIrene comentaba la noticia a Pulserita. En el burdel de La Gallega:─¿Pero cómo que no escuchaste nada?─Nada, no escuché nada ─Pulserita ya empezaba a asustarse.─Florencio mató a Luciano Méndez, y ahora lo buscan por todos lados...Pulserita sintió un nudo en el estómago, un mareo, sudor áspero en la espalda. Florencio estaba muerto, pensó. Y ya no quiso pensar más. Prefirió seguir escuchando a Irene.─... y ahora nadie sabe dónde está, lo buscan por todos lados ─repetía Irene aflautando la voz.─¿Quién lo busca? ─preguntó Pulserita.─ ¡Ay, pero nena, no seas boluda!─¿Quién? ─insistió.─Los matones de Barceló, nena: ese Luciano Méndez, el finado, era hombre de Barceló; así que ahora, imagináte, andan todos atrás de Florencio... pobrecito...─Ah, sí, claro ─dijo Pulserita, como abstraída.Irene tomó con firmeza las manos de la joven pupila. Y ordenó:─Ahora vos tenés que rajar de acá, desaparecer, esconderte, no sé, algo, salir ya de este lugar y esconderte.Pulserita atendía con la vista lejana. Fantasmal. ─¿Me estás escuchando, nena? ─Irene la devolvía a la realidad; sacudones y palabras imperativas, duras─. Esos tipos van a averiguar o capaz ya averiguaron que Florencio venía visitando seguidito este lugar para ver a una negrita, ¿entendés?, esa negrita sos vos, vos sos la negrita a la que frecuenta Florencio Espiro, ¿entendés?, en este lugar, en este burdel de La Gallega, ¿entendés?Pulserita entendía todo, entendía todo muy bien; desde el principio, desde el momento mismo en que Irene le preguntó si había escuchado la mala noticia que envolvía a Florencio... sí, la negrita era ella, sí... en el prostíbulo de La Gallega... sí, sí...Entonces entró Inés. Y trajo más malas noticias:─Llegó el Bochita del río ─gritó─. Dice que alguien nombró tu nombre, Pulserita. Y el Bochita dice que vienen para acá; te andan buscando, dice.Pulserita entonces no sabia encontrar ni buscar coraje. Sentía desmayarse, irse, sorda, ajena. Vivía las piernas flojas. Un estado espiritual y orgánico dónde nada era ni probable ni insólito. Desfallecía la negra ansiada en una patota de Barceló: la hembra de Espiro: la pupila delatada.─¡Hóstia qu'aquí na' va a'armá escándalo! ─Irrumpió La Gallega─ . ¡Ni escándalo ni escandaléte ni na'! ─sentenció. Pulserita pensó que caería (redondamente) muerta. Pero La Gallega entraba en ganas de jactar en su bien ganada fama de buena patrona. Ya tenía todo arreglado. Y dijo:─Tú, negrita, recoge'nseguía tu ropa y tu mugre y te'e sube ya mism'al carro ‘e Hortensio. ¡Enseguía, jode'!Pulserita olvidó todo eso de los mareos la angustia la muerte. Como un animal salió corriendo a su cucha y amontonó en segundos trapitos y catinga vieja. Así le gustó a la madamma, que observó en silencio como su chica trepaba al carro. Era la pupila más linda del burdel. Eso lo sabía bien La Gallega. Conocía que esa negrita brillosa enloquecía a sus hombres. Linda. Fresca. Hortensio crispó las riendas y el carro echó a andar. Pulserita dio un último (tímido) golpe de vista: allí quedaban la Señora, Irene, Inés: allí alzaban la mano: saludaban. El carro traqueteaba sobre el puentecito. La Gallega respiró aliviada. Intuyó que en el interior de aquella criaturita habitaba algún santo protector. Estaría a salvo. Bendita.La vieja no pudo con su genio. Y ordenó zorra a sus chicas:─¡Y aóra toíta'entro, hostia!... ¡Qu'esta jodía noche ya'e perdío'un dinerá!  Irene Inés marcharon prontas al garito. La Gallega rajó un último bufido, y masculló entre dientes: "¡Jode', viene tormenta!". Irene Ines temblaron mudas.El andar del carro ya se perdía entre los primeros truenos.  
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