Las calaveras no consiguen encarnarse con abracadabras ni con reuniones periódicas entre brujos y brujas. Ellas son el símbolo del tiempo ya transcurrido, de las oportunidades desperdiciadas a su tiempo… Abro un cuaderno y se multiplican hojas del pasado que gimen pidiendo ser presente. El tiempo las lastima letra por letra. El tiempo no podrá redimir ya las oscuridades que a menudo nos muestran nuestras sombras. La hoja muerta, la palabra que no pudo decirse, la canción que no fue cantada en su momento, la mujer bella que pasó y no atinamos a amar, el soldado que huyó, el beso tierno que caminó a otra mejilla… Todo… se transformaron en blasfemia. Son partes ya de una misma calavera que acecha al hombre. Abro mis orejas y escucho voces mías que me reclaman las cosas que no hice, los momentos felices que perdí, los lugares de mi cuerpo no cicatrizados. Cierro mis ojos que cada vez ven menos y sólo escucho de memoria recitar la Biblia a un pastor que nunca tendrá manos para extender a esos seres desesperados que se le acercan con sus diezmos “coronados…” de sufrimientos. Cierro mis ojos y escapo a otros mundos, donde las calaveras no tengan lugar para resucitar y seguir actuando detrás de cada acto como personajes y actores de un mismo circo. Abro todo y digo: ¿y quién seré yo para atreverme a tirar estas piedras que tiro? ¿Hacia dónde apunto? Hacia el blanco – dicen unos -. Hacia todo lo negro – predica otro -. Prefiero mantener los secretos encerrados en esta Luz.