• Guillermo Capece
GuillermoO
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  • País: Argentina
 
En la medianoche la novia de la muertecabalga.Nueve horas buscando los marfiles,el perfil fino del agua indecisa.Nueve horas en que los designiosfueron acequias de lo oculto. Pude morir pero ardí en mis ojos inexistentes,oh, garra.  Oh, vida.¿Qué quedará de mí?¿A quién acudir con mi soliloquio de penitente? Me sujeta la insistencia de mi sangre.Aún así, tengo la sensación marinera de los largos viajes.    Guillermo Capece                                                 
Medianoche
Autor: Guillermo Capece  446 Lecturas
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  Revisa mis ojos:algo se mueve en ellos en enmarañada trama.Me siento separado de la tierra, con fuego en las pupilas.Acabo de matar a un hombre.No sé qué designio me guió,pero hubo una luz trágica en mi puño,una pasión insatisfecha,una pluma de ave tocando el fondo de mi garganta,voces anudadas dirigidas a uno-atributos de poseído-bailando sobre palabras extranjeras.Oye, revisa mis ojos. Qué idioma debo hablar sino el de mis entrañas.Maté a un hombre. A Sebastián.No me arrepiento.Aquí está la sangre ineludible, el duro pozo.Fue una tropilla de angustia acosándome el pecho(tan investido de tiempo,de terror de hombre solo),y un momento pequeño en que apreté el gatillohasta la fiereza inflexible de la bala.Maté a un hombre.Mira ahora mi cuerpo lánguido lejos de algún paraíso inabordable.Mira la nieve caer sobre mis ojos.Me llamo Sebastián y mis ojos lloran.                               Guillermo Capece
En esta estación que no es inviernotengo toda la ansiedad al no poder encontrarteentre tanta gente que se busca.Por qué fijamos ese destino que nos ata,donde no sabemos si definitivamente hemos de ser uno.En secreto te amo, pero estoy sordo; inmenso y complejo nuestro amorbaja por las vías de un tren perdido,y a secas muerde unos labios deshabitadoscon huellas de otros amores.  Pasa gente sin calmar mi dolor porque no te hallo.Pasan vendedores de frutas, de globos,de cinturas, de malogrados días,y la esquina, de pronto solitaria, se abre hacia un pationunca perdonado,igual a la esquina donde yo te esperéy tal vez estuviste.Ahora los vendedores de ilusiones pasan riéndosede mi pesar. Mientras yo secretamente los maldigo.                              Guillermo Capece  
Desencuentro
Autor: Guillermo Capece  875 Lecturas
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                                           Recibe lo que hay en mí que eres tú.                                                                 Alejandra Pizarnik                                                             Yo te escribo ahora con un carbón soplado tras la hierba,buscando no sé que designios,como si estuviera dentro de un animal esperando el peligro.Me preparo para liberarme del rugido en reposo,de los secretos del frío, del alucinado.Pero el alucinado no partey sus manos cavan al pie de un árbol negras nubes pobladas, para que la mañana sustraiga un poco de agua de mi rostro,y en algún momento sepas que nada ha servidopara comprenderme;entonces guardaremos gestos que no se repetiránaliados a antiguas aventuras.Ahora que el daño está hecho,dime que tu silvestre manera de oír el acecho de la lluviano fue porque te hayas ido para volver en rebeldía,sino que tras las cadencias de mis ofrendas sabes que festejaré hasta la última gota de tus ojos,y tu boca quedará en la memoriapara que la cierre mi beso invocado por los ángeles simplesque te esperan.                                Guillermo Capece
Yo te escribo
Autor: Guillermo Capece  516 Lecturas
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               -Buenos dias, papá- y era la tercera vez que lo decía; -buenos dias, papá- volvía a repetir. Entonces saltaba de su cama, recorría el flaco pasillo y se internaba en el baño. La ducha, el agua fría, no le daba la grata euforia que necesitaba. Trataba de secarse con la amplia tohalla, y se envolvía en ella creyéndose el Marajá de Kapurtala, y mientras orinaba en el bidet, pensaba en cómo pasar ese día, vigésimo de diciembre.Ese diciembre que le calcinaba la piel, porque se presentaba caluroso y húmedo como ninguno, y ya podía ver que lo había jodido bastante al pelarle la espalda el sábado anterior, en la pileta de Ricardo.Volvió a tener ganas de orinar, pero eran ganas, nada más,porque al enfrentarse con el bidet, un chorrito indeciso se asomo por su pijita. Se la metió dentro de su calzoncillo, se miro en el espejo, se hizo alguna pregunta íntima que no contestó, y salió otra vez para atravesar el pasillo.-Buenos días, papá- dijo esta vez con voz más firme. Y siguió hasta la cocina: el mate, el té, el café, el vino. EL VINO. El vino era exactamente lo que conformaba su paladar aquella mañana de diciembre. Y mientras saboreaba su aspereza se le ocurrió pensar en el viejo, en la navidad que ya llegaba, en lo llagado de su espalda, en Leticia,(en la costosa Leticia) que todavía se negaba a todo, y por último en él. Aquí se sirvió otro vaso de vino. Pero, ¿quién era él? ¿El amador de Leticia, el macho de Ricardo, el hijo del viejo que aún dormía?-Buenos días,papá- pensó esta vez, y tragó apurado el vino. ¿Quién era él? Sí. Le gustaba vestir bien. Andar por el centro mostrando exactamente lo que se debe, y lo que no se debe dejarlo para Leticia (cuando se decidiera), o para Ricardo siempre que mediara un golpe de teléfono.Y mientras tanto qué? Ir al bowling, caminar hasta el puerto, o tomar sol en la costanera, y soñar con ese viaje a Río en Carnavales que le había prometido Ricardo. Después...., su vida estaba ocupada con tantos sueños...; quería navegar: irse, tal vez a Europa. Pero no por el hecho de conocer Europa. París, Roma, Milán, eran, sin duda, hermosos lugares. Pero no era eso lo que realmente importaba. El hecho substancial era viajar en barco; sí, en barco..., a semejanza de esos barcos que mamá le hacía a los ocho años, doblando con ternura la hoja de diario y dejándolo reposar en la bañera. Creía que el fondo del mar era blanco, y que las fuerzas de las olas tenían , exactamente, el ritmo que le marcaban sus pequeñas manos.Pero ahora había pasado tanto tiempo...-Buenos días, papá- dijo esta vez con bronca, mientras se servía hasta el borde otro vaso de vino. -Buenos dias, papá- gritó mientras pensaba decir cálidamente (queriendo deshacerse de ese remolino de angustia), -Buenos dias, mamá; buenos días , mamá... cómo estas hoy buena y linda como siempre, mamá, mi mamá; aquí traje el papel para los barcos...Pero la memoria de las tardes encerradas en el baño, viendo viajar ilustres barcos a los que mamá bautizaba con extraños nombres, no conseguía atenuar la tristeza grande que tenía, ni su gastada melancolía actual.Él era un hombre simple, gozador de las cosas sencillas, amante de la naturaleza, leal para los amigos...; pero había cosas en lo íntimo de su vida que no entendía, no entendía...No estaba claro para él, por ejemplo, por qué al pasar por la habitación del viejo debía saludarlo, siendo que siempre dormía, o en el mejor de los casos leía el diario, y no le contestaba. Jamás le contestaba, y había llegado a pensar que el viejo estaba sordo. Pero no. Algo golpeaba en su cabeza, y en el sentido literal de la palabra. Algo se doblaba y rompía cuando saludaba al viejo. No era importante que no lo oyera, o que lo oyera y no le contestara. Entonces, ¿qué era lo que en realidad lo perturbaba? Aquella mañana lo había descubierto en la cocina, mientras llenaba otra vez el vaso con vino: el lugar vacío al lado de la cama que ocupaba el viejo era la clave: el  lugar que ocupaba mamá en vida.-Buenos días, papá- dijo esta vez entre sollozos.-Buenos dias, hijo- dijo el padre apareciendo en el marco de la puerta.Y él se entregó a sus brazos y lo abrazaba, lo abrazaba, mientras pensaba en viajes lejanos y múltiples, en viajes claros y magníficos.-Buenos días, papá- y lo miró a los ojos llorando plenamente.-Buenos días, hijo- dijo el viejo casi con miedo, sin entender, -buenos días, hijo.                                                                              Guillermo Capece   (año 1973)     
En viaje
Autor: Guillermo Capece  1266 Lecturas
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  Ah, ni tu vida ni tu hermosa muerte,sed de sal y angustiado pensamiento,podrán borrar lo que en el alma sientomás cercano a mí mismo que tu suerte. Ahora que descansas toda inerte,que lloras sobre el agua y sobre el viento,iré a ti y con suave movimientohe de sacarte de ese sueño fuerte. Y te diré despacio y quedamente:¿no me viste señero, duro, ardiente,a solas con el alma dolorida? Y de repente el corazón vencido,vacío de impiedad y estremecido,ha de volcarse al fondo de tu vida.                        Guillermo Capece (escrito a los 17 años,                                     después de leer la obra de Alfonsina.) 
                                             Juan Dichoso, changador de feria, vivía en el morro                                            Babilonia en una casilla sin número                                            Una noche entró al bar Veinte de Noviembre                                            Bebió                                            Cantó                                            Bailó                                            Después se tiró al lago Rodrigo de Freitas y                                                  murió ahogado.                                                                            Manuel Bandeira Porque no te dieron más que dos monedas,dos látigos en tu frente, tú creíste que estabas muerto,que tu destino era la seda lujosa de la muerte,y bebiste,cantaste, bailaste con ella en escandalosa cita.Tal vez se amaron antes de la definitiva llamada.Tal vez hicieron juntos el solitario proyectodel camino hacia el lago, pero considerando lo otro:la pavorosa atracción de su voz de sirenaque te llevaba al agua,apretadas las dos monedas en tu puño.En la marea angosta sumergiste tus pies.Tus ojos huecos como sombrapor un momento se extrañaron.Pero ella te empujaba suavemente,y tu coraje de siempre rodócomo el cobre que apretabas."¿Nunca más veré la mañana?""¿Nunca más tendré la mirada de mis hijos?""¿Dónde estará el sonido de la voz lejana de mi madre?""¿No hay entre mis fantasmas alguno que me salve?"Despojado,dijiste:"me llamo Juan Dichoso,pero la dicha para mí fue un mantel cerradopor el antojo de los otros,y ahora, yo, Juan, empiezo a entregar la simpleza de mi nombre breve."                                                             Guillermo Capece      
Destino de Juan
Autor: Guillermo Capece  951 Lecturas
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  Dulcísimo extremo de tu pieltus dedos son largos caminos hacia las cosas.Así,habituados a maravillarlas cuando las tocas,poco a poco se adornan de día;y cuando los llamo, las noches los vuelven espacios límpidos,llanuras imprevistas.Ellos están o se ocultan,albergan secretos de amantes,ignoradas ponencias en la vida,y fuertes nudillos con los que golpeasteaquella puerta que no se abrió, ¿recuerdas? Te regalo azahares para que los toques,viejas estrellas que quisieron reencarnarse,tierra blanca para tu tacto blanco;además, ciertas preguntas que no están en mis labios,y sobre todo la efímera noche de mayo en que tus manos                                                                me tocaron. En el pudor de mi pobreza y tu cita,la caricia que hoy evocoes sólo la inútil  cacería de un horizonte en vuelo.                                                     Guillermo Capece   
 Un poco de aromoy otro poco de perdón,mis ojos rodarán por tu cuello,y sé que en el tumulto de tu breve huída,encontraré el templo buscado,donde manzanas y caneladen a mi cuerpo el olorque tanto necesitas.                                    Guillermo Capece
Pequeño poema
Autor: Guillermo Capece  889 Lecturas
  La sombra de tu cuerpo se demora,eco fragante, centro de este lechodonde mi amor te abrió la voz y el pechobuscando el balbuceo de otra aurora. No te olvidan las sábanas, añorasu lino el rubio juego, tu deshechopelo de espigas, el ardido trechodonde la flor de la delicia mora. Bajo un silencio de topacio, el ríode nuestra doble fuga arde en su espumacada vez que mi mano se reposa en este lecho donde fuiste mío.Tu queja vuelve sobre tanta plumacomo tu sangre desde tanta rosa.                                      Julio Cortázar 
En la belleza de quien ya no está se forja el poema primero,mientras hablo de suertes pasadas,de paisajes altivos -Praga-y de alguna caricia que el placer conserva. Tengo la fortuna de querer la oscuridad como esos castillos volantes quieren la suya. Entonces recupero lo que dijeron desde adentro las palabras,y las suelto como a un violín que repite melodías en tardes ausentes y lluviosas.Esas tardes de Malá Strana. Siento mis deseos cuando sueño cierto barco en el Moldavaque no termina de naufragar. Encontrémonos.    Encontrémonos. Dónde nació este lazo cuyo amor es la zona mas hermosa de mi saqueda playa.                                                                Guillermo Capece        
En Praga
Autor: Guillermo Capece  737 Lecturas
 Era previsible que José tomara todas las prendas que había dejado Manuel al partir. Tomara o se adueñara de ellas. A lo mejor las usaría, a lo mejor, no. Pero José fue al tercer día y sacó trajes, camisas, la remera rayada que tan bien lucía Manuel, las camperas casi sin estrenar, y los jean que colgaban de la percha que decía Hotel Río. José acomodó todo en una gran caja con mucha pena y algo de remordimiento. Manuel ausente, pensaba. Manuel lejos, lejos. A mucha distancia. Había sido la gran decisión de Manuel, y él no se opuso. Lo miró profundamente, eso sí, para saber si Manuel decía la verdad. Pero (recuerda ahora José mientras mira las capelladas tristes de los mocasines, mientras aparta los cinturones más bonitos, mientras arregla cuidadosamente las rayas de los pantalones en el fondo de la caja), él había permanecido callado todo el tiempo, en tanto Manuel lo azotaba con aquella vieja historia de las momias fenicias, aquellas momias que Manuel quería estudiar; con esas civilizaciones que le atronaban la sangre para lo cual había que cruzar el océano, para lo cual había que sumergirse en viejas bibliotecas, conseguir determinada cantidad de dólares y separarse de todos. Porque había que irse. Cosa de algunos meses, decía Manuel.La Universidad de Egipto publicaría su trabajo, y entonces sería todo más fácil.(Ahora José retiene entre sus manos la camisa azul, la más gastada, la que había usado Manuel la noche en que se despidieron.)Era fácil pensarlo, y también repasar el inglés con Miss Weson, aquella vieja rubia del secundario, sosteniendo absurdas conversaciones que divertían tanto a Manuel. Y el hecho apasionante de trasladarse luego a Luxor o a Karnak, y viajar después a Turín, llamado por las inmensas colecciones del Museo Egipcio, o a Berlín para admirar el perfil casi transparente de Nefertiti.Pero -y Manuel se lo había dicho en infinidad de conversaciones- lo difícil era cruzar el océano, trepar sobre las olas, temblar en mitad del mar, y sonreír como ahora con una sonrisa incierta.(Ahora José mete la mano en el bolsillo de un jean de Manuel, y saca unos papeles.)Y a la salida del cine aquella noche habían discutido: viejo, por las momias, parece mentira, dijo después Manuel; claro, por Amenofis IV, por Ramsés II, o sus descendientes. Pero estaba el mar de por medio, el miedo de por medio, y también el deseo insoslayable de José, de que Manuel interrumpiera el proyectado viaje a la solitaria Abu Simbel.(Ahora José lee la carta; la lee, mientras se olvida de apilar la ropa, mientras una percha que dice Hotel Rio se descuelga y cae al fondo del guardarropas.)Pero Manuel obstinado sabía repetir a tiempo lo que quería para sí: eso del Valle de los Reyes, de los tesoros robados a los faraones.Entonces José callaba.(Y lee que la decisión está tomada. Lee que se irá por mar. Lee que el mar lo atrae, que la obscuridad de la noche lo atrae, y que la conjunción de ambas cosas es como una insolente verdad que acaba allí, donde el horizonte se quiebra obscuramente.)Entonces José callaba, porque no tenía grandes sueños en la vida. Se contentaba con poco: una salida al cine, una comida en un restaurant, unas vacaciones en la costa, quizás un viaje a Río,y ya era feliz.(Entonces lee que la decisión estaba tomada desde hacía mucho, que en cualquier momento la obscuridad del mar lo cubriría...,y,piensa José, el cuerpo de Manuel se habría empapado de agua salada, como las lágrimas que ahora derrama; y la camisa gastada, la de aquella noche, quedaría como tremenda evidencia.)                          Guillermo Capece (año 1972)      
Cuento
Autor: Guillermo Capece  1045 Lecturas
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Me asombra tu llamado, Picodiribibí. Me habías dicho que te ibas a matar, que esto era lo último. Eso dijiste: es el final. Hoy amaneció el día con un sol radiante, pero más tarde llovió. Y la lluvia y tu voz por teléfono eran dos susurros que confluían equivocadamente, Picodiribibí; porque hoy no debía llover, y vos deberías estar muerta.Sí, Picodiribibí. Tantas veces me lo dijiste, me acobardaste tantas veces, y en tantas te colgue el tubo gritándote que estaba cansado de tus amenazas, que ese juego ya no servía. Y que nos hacía pedazos a los dos.Después, me dormía con miedo. Y el miedo se hacía presente en mis sueños, y a la mañana estaba deshecho: me miraba en el espejo y no era yo. Era otro Juan Manuel, con ojeras, con barba mal crecida, arremolinándose la angustia en cada parte del cuerpo. Y sin lavarme la cara corría hasta el teléfono, y tu voz me contestaba:-Sí, Juan Manuel. Pasé mejor la noche. Creo que hoy iré al cine con Inés, despúes de la peluquería... Porque ir a la peluquería hace sentirse bien, ¿sabés querido?Sí, ya lo sabía. La peluquería y esas cosas. Tus amenazas de suicidio. Todas falsas. Como el nombre con que te había bautizado una mañana en el Tigre jugando con el sonido de las palabras.Ahora me siento muy mal, Picodiribibí. Casi despojado, desierto; con un único dolor en el centro de la cabeza, como si el viento, zumbándome en los oídos me acusara de algo, persiguiéndome."Cuando una mujer embarazada te mira a los ojos, es porque desde lo más profundo quiere que su hijo se parezca a vos", me dijiste en otros de tus juegos.Y yo me reí porque nunca sospeche que Inés me mirara fijo, y menos por ese motivo. Siempre desconfié de los fatalismos, de las predestinaciones, de los horóscopos.Pero tu insistencia fue tan grande que me lo hiciste creer. Y a lo mejor también se lo hiciste creer a Inés. Tuve la confirmación cuando el hijo de Inés y de Carlos se llamó Juan Manuel.-Qué linda coincidencia-dijiste.Y yo estuve a punto de pensar que sí, porque no sabía hasta entonces qué impropio demonio te doblegaba hasta ser otra, Picodiribibí. El día en que salimos los tres, un brillo especial había en tus ojos. Pero no importaba la gravedad del asunto. Debíamos pasar bien el día. Distraernos.Vivir por encima. No meterse el uno con el otro. Charlar. Sonreír.Entonces comimos los tres en la costanera. Fumamos entre cafe y cafe, y tu mano no dejaba de hurgar en la cartera para sacar los sedantes, esas pastillitas pequeñas e imbéciles, con las que tantas veces me habías asustado.Inés se mostró muy complaciente conmigo durante todo el almuerzo; más todavía cuando vos decidiste retirarte porque tu presión arterial estaba altísima, segun dijiste. Al tomar otro café invite a Inés a beber una copa de coñac, y coincidimos en la marca; un rato más tarde me halagaba el hecho de que le gustara Malher y el cine de Bergman. A la tarde volví a  estremecerme cuando dijo que también ella prefería las ensoñaciones de Delvaux.Un poco antes de la noche estábamos compartiendo la misma cama de hotel de Viamonte y Paraná.Pero algo estaba allí. Presagiando no sé qué derrota. Haciendo cálculos malignos. Tratando de destruír: eras vos. Pero no tu presencia física, sino tu forma de estar entre nosotros, seguro de que habías dispuesto todo para que ese encuentro entre Inés y yo, se diera de esa forma en aquella tarde de domingo. Y ahora ella: casi quejándose, sobre la cama, desnuda, casi un ángel. De espaldas, como si fuera una cometa descendida, parecía descansar de un viaje breve pero fatigoso. ¿Quién la había traído hasta allí? ¿Quién le había puesto ese sello de adolescente, de faltante, de apenas comenzada que parecía tener? Pero tan hermosa en su desnudez, tan descalza, tan ángel.En un principio pensé en algunas de tus burlas. Picodiribibí. (Otra vez el viento zumbándome en los oídos, persiguiéndome; el viemto diciéndome cosas tuyas.)Después, cuando la vi moverse en la cama, no me acordé más de vos, y creí que decía alguna palabra, toda ella mujer, no ya adolescente.Y sí: decía "te quiero, te quise desde el primer día que te vi." Todas esas cosas que dice una mujer cuando en realidad puede creer que las dice de verdad, sobre todo cuando estaba tu sombra en todo esto, Picodiribibí.Yo la miré sonriente, y sin contestarle la volví a besar e hicimos el amor nuevamente, esta vez con violencia,  porque sabía que estaba metido en el juego maldito que vos habías inventado. Durante seis meses fui el amante de Inés, y vos ibas preparando uno a uno nuestros encuentros. Pero ya me parecía inútil y torpe tener que besarla, rodearla con mis brazos, llevarla hasta la cama, en una ceremonia que me fatigaba en lugar de alegrarme. Sin embargo pensaba todavía en ella, en el vibrar de su piel como una mariposa moviéndose. Sin embargo recordaba cuando sus brazos depositaban en mi sexo movimientos tenues, apenas creíbles, y eran como luces que me perseguían, luces alrededor de mi almohada.Y recordé, cuando una madrugada, exaltadamente, como un loco, le propuse que nos fuéramos, que abandonáramos todo, con tal de huir de la muerte a la que me sometías. (Pues otra vez oía al viento soplando lejos al principio, para ir acercándose de a poco, pero con insistecia. El viento que decia: me mato, ya vas a ver, me mato, mañana seguramente,mañana.) Y ahora Inés había faltado a la cita, porque de algún modo ella también comprendía que era otra pieza de la pluralidad siniestra a la que dolorosamente nos habíamos acostumbrado.Sí, Picodiribibí: no sé por qué tengo que decírtelo. Tal vez por el vino que tomé desde temprano.Lo cierto es que no voy a contestar a ninguna de tus preguntas, y espero que no tientes frases entrecortadas para hacerme sentir que lo comprendés todo. Y quizas lo comprendas, y el único que no entienda sea yo, que trato de explicármelo, pero sale una pregunta que es Inés y otra pregunta que es Picodiribibí, y el viento empieza a pasearse en mi cabeza, me martilla, me martilla las sienes, y ya no soy yo, ya no soy Juan Manuel, sino otro, otro total e insignificante, un minúsculo hombre con mucho miedo de que te mates, un hombre pobre y nauseabundo,el mismo que sabe que Inés no vendrá, porque en el último encuentro que tuvimos, entre besos mal dados y caricias, yo le acerqué ese revólver y la obligué a usarlo.                                                     Guillermo Capece (año 1972)    
 "perdoname Majo", de un graffiti en Carranza y Paraguay (Bs. Aires) Majo, perdóname: la sombra de una rosa no es la rosa.(Me voy retirando, Majo:en las inmediaciones de mi alma un pájaro devora su altura.)¿En qué año nací, Majo?¿Hace un año? ¿Acaso un mes?Soy un ciego en algún punto del paraíso.Contempla tú como nunca mi destino.Abárcame, hasta que se levante mi obscuridad y vuelva a serel absurdo caminante que te esperaba, el corazón en mi pecholevemente en marcha:"bienvenida, Majo". No me compares con el aire ni con el final de un cuento nunca leídoa la luz del sol en plena noche,porque aire y sol son partes del universo,y yo estoy -hace apenas dos minutos- más alla de todo cosmos,viendo con ojos de ciegolos cuerpos untados con aceites chinos para huír del poderoso olor de la muerte. (Labio de la muerte, aléjate.) Así y todo, cuando apague este poema no sé qué quedará de tí.De mí, te dije que lloré sobre mis pies con mis ojos de viejo hace sólo dos minutos.La vida es ésto: un bodegón desierto donde hasta el vino es ausente,un gran tiempo que pasa entre caricias duras.El decapitado amor. Tú estuviste más allá, junto a los árboles que barrían mi montón de estigmas.Conoces la forma de decir adiós, un sábado en la pequeña tarde que llovía.Yo conozco la zeta,úlima letra con la que escribozálvenme.                      Guillermo Capece      que
Arma blanca
Autor: Guillermo Capece  943 Lecturas
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 En la intensidad del sueñoalgo se pierde.Es el último recuerdo que tuvimos del día,el entusiasmo de un magnífico instante,los grandes ojos tibios donde reflejamosnuestras dudas,quizás el triste ruego de piedadpara que la ciudad no caigasobre nosotros.El sueño mueve su hilo pendular.El recuerdo final escapa:esa vaga historia de nosotrosy de los otros,la repetida historia de la infamiay del amor;quizás la historia que hablaba de infinitos,y sólo fue un puñado de salen la laguna de unos ojos.Tantos inacabables nombres,y detrás de nuestras espaldastantas hojas caídassin otra explicación que el otoño.Tantas ignoradas estrofasque quedaron sin decir.El sueño duerme.Algo que jamás podremos recogerqueda detenido.                            Guillermo Capece
Poema XXII
Autor: Guillermo Capece  922 Lecturas
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 Me asomo al puerto y me abarca como una sonrisa.Quiero dejar silencios en lo pródigo de las naves fondeadas,mientras el río titila.Te asombras de que nadie venga a salvartey los gatos cercanos señalan el largo camino a Éfeso.Sin embargo los amantes cavilan bajo la luna.Tal vez un gran perdón, y ninguna, ninguna pregunta.                                           Guillermo Capece                                          
 Me amas,y sientes el cielo como una gran luz que tiembla.Todo rencor se desvanece, y tu rostro solitario se refleja.Me amas, dices.Desiertas tus manos cubren hogueras de múltiples espantos,vastos mundos cayéndose al vacío, ojos donde se perdieron ilusiones,lentitudes e infranqueables deseos.Me amas, y vives el instantáneo soplo, el imprevisto momentode perder.                    Guillermo Capece  
 Vivo embarcándome entre fieras.Mi rostro copiado me acecha.Yo fui el que corrió sin remedio traficando despojos.Dos minutos de cielo solamente.Lo demás fue un pan zurcido para que alcanzara.                                Guillermo Capece.        
  despuéscuando tus brazos se hayan dormidoven a mí(no ceso de escribirlo)con flores rojas a turbarme el alma trescientos habitantes comotrescientos caballos derrumbados será cierto que así es el invierno lo que antes fue canción y bodashoy es doblez   una enorme ciudadmojada  te pedí tan poco(no ceso de escribirlo)recibí delirio   muroslaberintosviolentamente laberintosun color de hiena persiguiéndomeecos de la sombra de una hienala sombra de la risa de una hienapersiguiéndome queda el recurso de llorar ahorapero qué lágrimas poner en mis ojossino las que tú perdisteal entrar al mundo        Guillermo Capece                                                  
Después
Autor: Guillermo Capece  656 Lecturas
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 recompongo mi traje blanquecinoy de a poco monedas doradas se obscureceny vuelan a cumplir su finmuy quieto observola enramada luzmiro la lluvia que me siguey me doy por muertome enmaraño en hojas de la noche,y en la plaza, soy Juan  el sucio  con sus manos llagadasy también la cantante locaque allí se aplaudesoy todosy tambien yoque llevo hacia tí mi pensamiento:si volvieras como una gota de lluviacomo un palacio   o una tardecita apenas                             Guillermo Capece
En la plaza
Autor: Guillermo Capece  671 Lecturas
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                No veo más que a un niño callando su nombremientras la ciudad grita en lo inesperado de la noche. Cuando todos queman hojas a sus pies el niño florece dentro de la lluvia. La locura de ser otro se agiganta cuando estoy solo.                                         Guillermo Capece
Islas
Autor: Guillermo Capece  560 Lecturas
           Siempre habrá una gota de separación cuando la lluvia moje los árboles y el campo esté tan lejos,como ese pájaro suicida que canta por sus ojos el poema y se pierde en la palabra vagabunda.Entonces, debajo de la piel, algo nos desangra y es una manera de ir envejeciendo.La lluvia estará sola sin otro recuerdo que su propio espejismo,como una fogata de recuerdos que se consume sin saberlo.                                                 Guillermo Capece  
Vaticinio
Autor: Guillermo Capece  919 Lecturas
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Imagen
Adán
Autor: Guillermo Capece  926 Lecturas
                             Ven.Atrévete a cruzar el río que sacude,y trae contigo las cuentas de agua de colorescon las que jugábamos al alba.Ponte el hábito de humo que lucías echado en el follaje de bosques en la lluvia. Yo elijo octubre para que vengas,porque en octubre  las mariposas maduraspara obsequiarte estarán listashasta que el aire las atrape,y las transforme en un sola palabra,hasta que en mis ojossiga cayendo la avidez del instinto,y se hayan limpiado o node sus maravillosas visiones. Ven, bajo el castigo que nadie percibe,pero tú sí, porque el castigo te conocecomo alguien que ha pactado en secreto. Cumple entonces con el cometido.Saca ese cuchillo de las doce,y con dulzura pero con impiedad,clávalo allí,donde mis audacias fueron múltiples,donde tengo más dolor que corazón,y despliega mi cuerpo prontamenteen el momento más anónimo del amor.   Guillermo Capece                                                              
Modos prohibidos
Autor: Guillermo Capece  1727 Lecturas
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