• Hugo David Romero
El Fango
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 Estaba atorado en el libro séptimo parágrafo quinto de la Guerra Gálica, en traducción de Rubén Bonifaz Nuño, cuando sonó el teléfono. Era Toño preguntándome cuándo podría pagarle los trescientos pesos que le debía. —Mi esposa ya me regañó. Dijo que me quitaría la tarjeta si seguía yéndome de borracho contigo. —El que estés casado no es mi problema—le repliqué.             Colgó. La gente es muy sensible a veces. Eso me llevó a otras reflexiones: el alquiler que vencía el martes, la única lata de atún que me quedaba en la alacena, las suelas cada vez más delgadas de mis zapatos, la pata rota de mi cama. Encendí el estéreo y Aire frío de Elli Noise me hizo recordar, además, el vidrio de la ventana que había roto en una noche de borrachera y que aún no había podido reponer. ¿Qué pensaría el niño que fui del adulto en que me había convertido? Esa pregunta la leí por allí, en algún estúpido panfleto de autosuperación. Sin duda el niño que fui estaría horrorizado si pudiera verme.             El teléfono volvió a sonar. Pinche Toño, pensé. Pero no, esta vez era Fanny.             —¿Huguito?             —¿Acaso alguien más vive aquí?             —Ya sé que no, pero pensé que tal vez te habían echado.             —Gracias             Y así una hora y media del ping-pong social. Después se despidió y colgó. Ahora que lo pienso no tengo ni idea de para qué me llamó. No concertamos ninguna cita, no me reclamó nada, no me pidió nada. Mucho menos me dijo nada interesante. Apagué el estéreo y retomé la lectura. Estuve tentado a desconectar el teléfono, pero no quería privarme de mi único lujo. Maldito libro séptimo, pensé al cabo de diez minutos. Me levanté y caminé al baño. Apenas crucé el umbral de la puerta resbalé y me fui de cara sobre el lavabo. Nunca pensé que un lavabo pudiera ser algo tan duro. Alcancé a sostenerme y no llegué hasta el suelo, pero vi luces frente a mis ojos, de bellísimos colores, y sentí un dolor agudo en la cabeza. Me incorporé despacio y noté la sangre que corría por mi rostro. Me había roto la ceja. La sangre, fluyendo sin cesar, manchaba mi cara y mi camisa. Mierda, era la única camisa limpia que me quedaba. Suficiente, me dije, esto es una señal de Dios. Tomé el saco, descolgué las llaves del clavo y me guardé en la cartera los cincuenta pesos restantes de los trescientos que me habían prestado. Me puse una tirita de cinta adhesiva en la ceja y ensayé gestos rudos frente al espejo. Salí a la calle y eché llave a la puerta; la ventana no tenía vidrio, lo mismo no tenía gran cosa que me robaran, pero siempre es mejor prevenir. Llegué al Tachirín a marchas forzadas, después de veinte minutos. La barra estaba vacía, tal como me gustaba, así que me senté con aire de quien todo lo tiene y pedí un tarro de cerveza oscura. Iba ya por el segundo cuando llegó Marlene (todas mis amigas tienen nombre de teiboleras) toda cuerpo ella, restregándose contra mi costado derecho. Estaba ebria y me arrojó su aliento etílico y sexual en el rostro mientras me saludaba. —Q’onda cabrón. —Hola. —¿Cómo ‘stás? —Yo muy bien, ¿y tú? —Bien pedda. —Sí, se ve. Tomó mi tarro de la barra y se lo bebió de un trago. Vaya garganta, pensé. Charlamos un rato y, de entre sus incoherencias, deduje que llevaba varias horas tomando y que sus amigos se habían largado. Había gastado todo su dinero y no sabía que hacer. Yo tampoco tenía dinero pero vivía cerca, así que le ofrecí mi humilde departamento de soltero fracasado. Aceptó. Pagué la cuenta y nos encaminamos a mi casa. Llegamos en tiempo record. En cuanto entramos ella comenzó a elogiar, cayéndose de borracha, eso sí, y entre eructos, el insoportable vacío de mi cuarto, mi asqueroso basural, mi reguero de botellas y latas, mis libros raídos hasta el polvo, mi ropa sucia amontonada en la esquina. —¿Quieres llamar a tu casa para que pasen por ti? El teléfono es mi único lujo. —No... me quie-ro que-darr con-ti-ggo. Y bueno, pensé mientras Marlene se quitaba el abrigo, tal vez el día a pesar de todo, de las deudas, las conversaciones estúpidas, las suelas de mis zapatos y la ceja abierta, no iba a terminar tan mal. Y la Guerra Gálica, en traducción de Rubén Bonifaz Nuño, funcionó de maravilla para nivelar la pata rota de mi cama.
Jamás había sido infiel, pero para todo hay una primera vez. Eso, al menos, es lo que dicta la voz del pueblo. Por supuesto no estoy de acuerdo. Ahora mismo me vienen a la mente una veintena de cosas en las que nunca he tenido, ni tendré, ni quisiera tener, una primera vez. Confesaré, no obstante, que esa máxima de la cultura popular fue mi justificación para poder seguir mirándome la cara al espejo después de haber concertado vía telefónica aquella cita con Esther. De todos modos, la conciencia me estaba matando por tantas mentiras: mi adorada esposa pensaba que Esther y yo éramos amigos de años, pensaba que era fea como una resaca en lunes y, para peor, pensaba que ese día y a esa hora yo me dirigía todo arregladito a una entrevista de trabajo. Porque estaba desempleado. Al menos eso, lo del desempleo, era verdad. Antes, cuando mi situación económica era buena, apenas tenía tiempo para hacerle el amor a mi mujer, y cuando lo hacíamos era rápido y mal. No hay nada más triste que una esposa mal cogida. Decía, pues, que entre la oficina y esos coitos desabridos no tenía tiempo para ninguna otra, eso sin mencionar que, en aquellos días, la mayoría de ellas ni siquiera me miraban. Supongo que para las mujeres no era sino un tipo con traje, cara de aburrido, pelusas en el ombligo y poco oxigeno en el cerebro, abotagado por la corbata. Entonces la compañía se declaró en quiebra. Quién sabe si por moda, por la recesión mundial o por los fraudes millonarios pero muchas compañías se estaban declarando en quiebra. Perdí mi empleo y aunque mi esposa trabajaba también tuvimos que rentar el departamento, que ni siquiera habíamos terminado de pagar, vender uno de los autos y mudarnos a casa de su mamá. Ella salía a trabajar todas las mañanas. Yo me aburría tanto que me volví adicto a los programas de cocina que transmiten por televisión, a los paseos en las tardes por el parque y a las miradas de reproche de mi suegra todo el tiempo. A eso y a cogerme a mi mujer por lo menos dos y hasta cuatro veces todas las noches. Los lunes, miércoles y viernes hasta echábamos uno mañanero antes de que saliera a trabajar. El desempleo, a diferencia de lo que cualquiera podría pensar, me ponía muy caliente. Fue en uno de los paseos por el parque cuando la conocí. Llevaba una falda larga y floreada, una blusa blanca con bordados de colores que resaltaba su aire hippie, el cabello castaño, al hombro, aretes largos y un perro de esos pequeñísimos y sin pelo que tanto asco me dan. Era muy joven. Se acercó hasta la banca dónde yo leía el periódico de la tarde y me preguntó si la fuente del parque aún funcionaba o había funcionado alguna vez. Creía que yo era alguna especie de trabajador de intendencia. Aclarado el punto nos reímos. Su risa era mágica, era todas las aves del mundo alzando el vuelo. Charlamos y paseamos a su perro hasta que comenzó a oscurecer. Hicimos lo mismo todas las tardes durante una semana. Ella me contó de sus estudios, de sus ilusiones, de su familia y de sus gustos. Yo le hablé de mi desempleo, de mi afición al buen vino y de mi feliz matrimonio. Entonces ella me dio su número. Su cabello olía a almendras. Aquella noche me cogí a mi esposa como nunca y al día siguiente llamé a Esther:             —Hola.             —Hola, David, ¿cómo estás?             —Pues más o menos.             —¿Y eso por qué?             —Porque te extraño Se burló de mi simpleza, pero por el tono de la voz sé cuando una mujer se siente halagada y ella lo estaba. Nos citamos a las cuatro en el café El Olivo.Estaba nervioso. Ella lo notó y le dio risa. Sabía que era casado y no le importó, al contrario, me parecía que aquella circunstancia no constituía ningún inconveniente sino que contribuía a hacerme más apetecible. Esther me miraba con ojos pícaros y reía. Las mujeres son el diablo; entre ellas, sobre todo. Y se odian y compiten por principio. Dos cappuccinos y una dona de chocolate más tarde nos encaminamos al hotel.             Mientras nos desnudábamos, preguntó:             —¿Qué haría tu esposa si se enterara?             —Me dejaría, sin duda.             —¿Y te da miedo?             —Por supuesto que sí, ¡amo a mi esposa!            Lo peor es que era cierto. Amaba a mi esposa y no era mi culpa que fuera a serle infiel. La culpa era de los fraudes millonarios, de la crisis mundial, del desempleo, de las miradas de reproche de mi suegra, de los programas de cocina en la TV, de las mujeres que se odian entre ellas, de la puta sabiduría popular que sentencia que para todo hay una primera vez, del olor a almendras, del cabello, de la tersura de la piel, de la risa como pájaros alzando el vuelo de la mujer que no era mi mujer y que se retorcía gimiendo y sudando mientras me abrazaba y me apresaba entre sus piernas. La culpa era de todo eso que yo me repetía para aliviar mi conciencia mientras la penetraba una y otra y otra vez hasta terminar en un lento y prolongado orgasmo que nos salpicó el sexo y el alma y las ilusiones y los sueños y el tedio de todo matrimonio feliz. Sí, la culpa era de la crisis. Maldito imperio.             Cuando regresé a casa mi esposa me recibió con una sonrisa y una copa de vino.             —¿Cómo te fue en la entrevista? Tienes muy buena cara.             —Bastante bien. Ahora sólo espero que me llamen..             Soy una mierda.

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