CINCUENTA AOS DESPUES
Publicado en Dec 15, 2012
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Como siempre el dilema: no sé si decir que en la cafetería de la facultad, las mesas estaban medio llenas o medio vacías, de todos modos la mañana había amanecido fría. Una tenue llovizna, salpicaba los techos, salpicaba las aceras y de alguna manera, salpicaba mi alma. Siempre sucedía lo mismo, cuando el cielo se encapotaba, sin querer me llenaba de sentimientos nostálgicos, quizás debido al hecho de haber nacido en una ciudad costera donde el sol se desparramaba como una verdolaga y al medio día, el calor hacía que uno se derritiera en medio del bochorno. Era por ejemplo contradictorio almorzar una sopa, porque uno mismo se convertía en una, en lluvia de sudor que caía donde uno se encontrara, sobre la mesa, sobre la silla, empapaba la camisa y si uno se descuidaba, corría como río por las calles: Que calor tan persistente. El estar ubicado en toda la esquina de la confluencia entre el mar Caribe y el inmenso río Magdalena, le daba a la ciudad esa humedad agobiante que solo se calmaba por las tardes cuando soplaba la brisa fresca que venía del mar y levantaba los pequeños remolinos de arena, movía tenuemente los arboles de matarratón, de mango y las espigadas palmeras. Esa era la arenosa, donde el empuje de la modernidad y el progreso, había derrumbado los frondoso árboles de almendro, plantados allí desde sus inicios, para darle paso a las calles y aceras pavimentadas de concreto, incrementando la temperatura en más de dos grados y quitando para siempre, el lugar de la siesta de los perros callejeros. El estar allí sentado en medio de un rumor indescifrable de conversaciones infinitas, me trasladaba en un segundo en el tiempo, treinta años atrás, cuando al igual que estos muchachos de risa fácil, con su cargamento de ilusiones a cuestas, soñábamos despiertos con proyectos fantásticos de casas en el aire, como la que le hizo Rafael Escalona a su hija Luz. Con una hora de retraso llegó mi colega, tomamos un último café que me empañó los lentes y luego de averiguar algunas cosas, cada uno siguió por su lado con sus propias prisas y sus propios pensamientos con una promesa de vernos en otra ocasión, lo cual casi con certeza, a lo mejor nunca se daría… Ese sábado como todos los sábados, de los últimos cinco años, me dispuse a escuchar de nuevo las cientos de historias acumuladas en el baúl de los recuerdos, de cada uno de mis ancestros reunidos en aquella vieja e inmensa casa bautizada por todos los que vivían por allí como “La casa de los viejos”. Esta casa, levantada ladrillo a ladrillo, hombro a hombro, tolete a tolete, con el sudor de infinitas faenas de duro trabajo, cocida a fuego lento en miles de comidas hechas alrededor de aquel fogón vetusto y por supuesto, con la secuencia interminable de incontables historias contadas por cada tío, tía, abuelo, esposa del tío y uno que otro nieto, en una suma de años que debían rondar sin mucha dificultad, un milenio. El primero en hablar, también como siempre, fue mi tío Luis Magín, hermano de mi abuelo, quien después de pedir sin mucha cortesía un bocadillo para darle más énfasis a su narración, ponía orden en la sala y decía con todo lo democrático que era capaz, que el hablaría primero, que para eso “él era el dueño de la casa!”. Las protestas de los demás, no tardaban en llegar, en medio de múltiples argumentos y razones válidas algunas veces, otras, negadas por completo con la razón y esgrimidas tan solo con el propósito, de poder tener un público cautivo, para trasmitir tanta experiencia vivida y tanto cuento no contado. Mi tío, quien ya rondaba con facilidad los cien, por lo general empezaba diciendo “cuando yo tenía cuatro años y llegue a Barranquilla, las calles estaban llenas de una arena muy blanca, las aceras estaban sembradas de frondosos árboles de almendra y yo era tan pequeño que mi abuela me traía guardado dentro de una caja de madera en uno de los costados de la mula” Era la época en que los turcos cargaban bultos de telas en el hombro, aún no se habían metido a la política, ocupado curules en el congreso y acumulado fortunas infinitas, sino caminaban por el medio de la calle con un inmenso bulto sobre la espalda negociando cortes de tela a crédito, para pagarlos por cuotas semanales. Con el tiempo, el comenzó su propio negocio, cambiaba botellas vacías, por pelotitas de dulce, barajitas de papel y una que otra fantasía conseguida en cualquier parte. Luego aprendió algo de construcción y estuvo encaramado con unas cuerdas doscientos metros por encima del piso mientras se construían las torres de la iglesia San Roque, algo de soldadura, plomería, electricidad, zapatero remendón, vendedor de pan en bicicleta y todo aquello que pudiera generarle alguna ganancia, que al entrar en aquel bolsillo de su pantalón de dril, se sumergía en aquellas profundidades y no había poder humano para retornar al exterior, ni saldría de allí por más esfuerzo que se hiciese, ni siquiera para asolearse, los billetes. Ahora cuando los recuerdos se tornan claro oscuros y casi se pierden entre las marismas del tiempo y estos llegan a confundirse entre las verdades y los sueños, cuando la música de treinta años atrás nos llena de nostalgia, vuelven los recuerdos de hechos sucedidos hace tiempo, mientras por instantes se me olvida siquiera para donde voy, si estoy de ida o si regreso para mi casa….
Caracas, Febrero 21 de 2001.
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Foto del autor Javier Herrera
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Descripción

Recordando historias

Palabras Clave: Visitando ancestros

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Relatos



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