EL DESIERTO HUMANO (novela) 1ra parte
Publicado en Apr 12, 2012
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              NOTA DE LA AUTORA
    
En esta novela se describe la realidad  social  y económica  mejicana de principios del siglo XX, tal como lo hace Luís Enrique Erro en su obra "Los pies descalzos" y Jesús Silva Herzog, en su "Breve historia de la revolución mexicana", aunque los hechos y personajes de ficción, no tienen relación ni se corresponden con  ella, ni con ninguna  otra de las revoluciones que se llevaron a cabo  en América Latina.
EL "DESIERTO HUMANO", es una figura metafórica, que representa a las mayorías popula­res de  clase baja, donde no pueden germinar los ideales políticos por estar sumidas en la ignorancia.
La sucesión de gobiernos autoritarios y pseudo-democráticos, por un lado, y la subversión, por el otro, representan la eterna lucha por la libertad y es el tema de esta novela, donde he tratado de reflejar el pensamiento, de cada una de las partes que intervienen en estas contiendas y  los dis­tintos puntos de vista que las explican, sin pretender justificarlos. Y si bien no comparto las ideologías totalitarias, ni subversivas, reconozco que éstas  existen y forman parte de la historia de la humanidad.
La guerra y la violencia, nunca pueden ser justificadas, como tampoco las formas solapadas de esclavitud, que aún se manifiestan  en la época actual. Porque pienso que las verdaderas revoluciones, se logran  a través de la educación. 
Sigo creyendo que la opresión más cruel, es la que se hace fomentando la pobreza y la ignorancia popular, porque en la miseria económica, no se pueden alcanzar las ideas políticas necesarias para el logro de la capacidad democrática, que tanto se declama. Y metafóricamente, el pueblo se convierte en ese DESIERTO HUMANO, que es manipulado por los gobiernos y  por  los grupos subversivos, que se apropian de su de­recho indelegable de luchar por su libertad.

           EN UN LUGAR DE LATINOAMÉRICA
Era el año 1960 en un país cercano al  ecuador, donde el clima favorecía a los cultivos y el sol parecía enclavarse caprichosamente, oscureciendo la piel de los labradores, de los mineros y de toda esa gente que trabajaba por más de diez horas, porque  de hecho, permanecía en la  esclavitud.
Las cordilleras, las montañas y las sierras, rompían el aire detrás de aquellos llanos, que despedazaban su mansedumbre hacia el Atlántico.
Allí había dos clases sociales, la que formaban los campesinos y el pobrerío de las ciudades,  y la  que pertenecía a los dueños de la tierra, es decir, a los hacendados, al clero y a los  militares, que acumula­ban tanto la riqueza como el poder y procuraba la explotación de la tierra y del hombre, siempre que tuviera  pelo y piel  oscuros y  ojos de cabra, como decían al referirse a los  nativos, que todavía caminaban mirando al piso, como queriendo hallar la moneda que les faltaba para comprar una  tortilla.
El gobierno era militar y de facto, surgido de un golpe de estado que no sólo favorecía a sus propios intereses, sino a  los grupos extran­jeros que se llevaban los beneficios de tal explotación sometiendo a los pobres, condenándolos a la  miseria y a la ignorancia.                                       
Pero, en honor a la verdad, esto también había ocurrido con algunos "gobiernos democráticos", que surgían de elecciones, que generalmente, estaban viciadas por fraude.
La diferencia entre ambas formas de gobierno, era que en las pseudo-democracias, el pueblo tenía derecho de opinión, de huelga, de protes­ta, es decir, le permitían quejarse de sus males, aunque jamás fuera oído. Y generalmente, siempre había terminado en un desorden generalizado, debido a huelgas, sabotajes, disturbios callejeros y todo aquello que hacía aún más patética la miseria de la clase obrera.
En cambio, en los gobiernos militares de facto, la economía continuaba igual, los sufrimientos eran los mismos, pero no había caos, gracias a los abusos y crímenes que se cometían para mantener el orden.
Claro que  esto, traía aparejado una fuerte resistencia,  que no era otra cosa que la guerrilla organizada.
Ambas formas de gobierno eran, respectivamente, similares a la república y a la mo­narquía de la antigüedad. La  primera culminaba con excesos en el ejercicio de las libertades. Y como la igualdad ante la ley, no significaba igualdad de  oportunidades, la justicia no se podía garantizar para todos, menos aún, cuando en uno de los plati­llos de la balanza estaba el poder económico de los ricos y en el otro, la libertad del que nada tiene. Y en ese constante juego, la libertad del poderoso aniquilaba a la del miserable, con la misma facilidad con que el lobo se devoraba a la oveja.
Y aunque esos derechos estaban consagrados en la Constitución, ésta nada podía hacer por sus propios medios,  para evitar sus violaciones.
Por supuesto, los oprimidos recurrían a las  huelgas y provocaban  disturbios, lo que hacía que este "ejemplar sistema de vida" se convirtiera en un verdadero caos, que siempre terminaba con la intervención de las fuerzas armadas para restaurar el orden y entonces, se suspendían todas las garantías constituciona­les.
Y como en una rueda inexorable del destino, se volvía al totalitarismo, o sea, a la monarquía moderna.  Y otra vez,  los jóvenes formaban ejérci­tos subversivos.
En esta etapa estaba el país en 1960, con un gobierno militar fuerte y guerrilleros diseminados por las montañas. Y entre ambos, un pueblo que no entendía a nin­guno de los dos y que en vez de llorar de rabia, sonreía como si tuviera motivos.
Así era la vida en esa ciudad de estilo colonial, de aparente calma, donde la gente se resignaba a "servir" a familias adineradas cuyos hijos estudiaban en escuelas religiosas y eran cuidados desde el nacimiento por las "nanas", como llamaban, por entonces, a las nodrizas.
En las haciendas, los dueños de la tierra vivían en la abundancia, lo cual contrastaba con la miseria de los peones y sus familias, que apenas si lograban sobrevivir, con menos comodidades que los perros y arrumbados en taperas, que les eran provistas por sus  patrones.
La tupida vegetación de los montes y las numerosas cavernas naturales de las sierras, protegían a los grupos  subversivos que, mal alimentados y bajo entrenamiento riguroso,  estaban dispuestos a sacrificar sus vidas para liberar a los trabajadores de esa salvaje opresión.
Eran comandados por jóvenes intelectuales, que ya habían logrado victorias importantes, que preocupa­ban al ejército.
La aridez del territorio y las malas condiciones de vida, les templaba el carácter para realizar cual­quier tipo de acción, aún las más crueles, mientras el pueblo, permanecía indolente y casi ajeno a su propia desgracia.
La capital del Estado, era muy atractiva para el turismo, ya que conta­ba con hermosas playas tropicales que constituían su mayor riqueza. Pero que sólo beneficiaba a los capitales extranjeros, que las explotaban con sus cadenas de hoteles, cuyos beneficios engordaban las cajas de Bancos Multinacionales y los paraísos fiscales.
Claro, siempre con el viejo y gastado argumento de crear fuentes de tra­bajo para los pobladores, quienes  debían  encargarse de la limpieza, de la comida y de la servidumbre en general, con una paga que no alcanzaba para  diez días de alimento.
La ciudad poseía residencias amplias y lujosas. Alrededor de la plaza estaban, la iglesia, el club social y los edificios de la administración federal, como la policía, el correo y los tribunales.
En los suburbios, se hallaba "el pobrerío", o sea los trabajadores de fábricas, minas o labranzas del campo, que estaban tan mal alimentados y enfermaban frecuentemente.
El peón rural, tenía un promedio de vida de 40 años y una mortandad del 30%, vivía en pocil­gas de adobe y paja, y  era analfabeto.
Así estaban las cosas, cuando el Comandante Sol entró en acción,  dando un giro radical a la suerte de los guerrilleros, que hasta ese momento, no habían masticado las penas ni las glorias.
Gracias a su aparición en el tablero de ajedrez donde se cocinaba esta guerra, los alfiles se habían unido a los peones para sitiar al rey  y según las nuevas reglas del juego, el gobierno estaba siendo sacudido por actos  que sembraban  pánico entre las familias adine­radas o pertenecientes   al ejército.
El comandante Sol, era el jefe máximo de los grupos subversivos y resultaba una persona muy extraña, ya que jamás hablaba con la tropa, sino que sólo lo hacía con el comandante Lucas y con tres jefes que le sucedían en rango y que  eran los únicos que conocían su identidad. Era un misterio que nunca  usara botas y siempre permanecía con capucha frente a la tropa.
Todos suponían que era una persona  vinculada con el ejército regular, debido a  los datos que manejaba. Solía desaparecer del campamento durante varios meses, pero cuando  regresaba, sus planes se plasmaban en  golpes infalibles. Por esa razón, la situación del ejército se tornaba cada vez más grave.
Por esos días, se nombró Comandante Principal de la tercera parte de la milicia regular, al joven  Coronel, Juan Cruz Pizarro, que sólo tenía 40 años de edad, pero era un genial estratega que se había propuesto reivindicar al ejército y no escatimaba esfuerzos tratando de darles un golpe decisivo a los rebeldes, que terminara con ellos para siempre.
Por su parte,  el comandante Sol se preparaba para no darle tregua. Su campamento principal estaba en una zona de difícil acceso, desde donde se podía divisar cualquier despliegue de soldados regulares.
Una mañana, en el campamento, uno de los combatientes  anunció:
---El sol ha salido.
Lo que  significaba que el Primer Comandante había lle­gado. Inmediatamente, los tres subalternos principales entraron a la tienda para reunirse con él. Y después de los saludos, se dedicaron a planificar  algunos  proyectos inmediatos.
---Debemos dar un golpe pero sin enfrentarnos  directamente al ejército. Tenemos que pensar en algo que logre un gran impacto psicológico-dijo el Comandante Sol.
---- ¿Un  atentado?- preguntó Lucas
---Sí, sería perfecto en la zona de los hoteles de lujo, para que los turistas dejen de ser el negocio de nuestros enemigos -  propuso otro de los jefes.
---Debemos tener en cuenta que morirían muchos inocentes.- dijo Lucas, como pensando en voz alta
--- Sí, el costo moral sería muy alto- opinó su compañero
---Más alto es el costo de la ignorancia y de la miseria, por el que mueren niños, mujeres  y ancianos indefensos.  Pero a esos  muertos  nadie los contabiliza. Además, debemos hacerles sentir que también ellos son vulnerables - dijo el comandante Sol.
---A la gente  pobre, el tedio les devora la vida, los hace blandos y pronto se convierten en ese costal  de huesos que se arrastra por los suburbios. - dijo  Lucas.
---Es cierto, algunos escapan por las fronteras como huyendo de la peste, mientras los comicios hacen  poderosos a los peores hombres, que recogen los frutos de la mano de obra barata, con que amasan sus fortunas - agregó uno de ellos
---Y lo peor, es que ese dinero acumulado no es invertido en el país, sino depositado en bancos extranjeros que son paraísos de corrupción. A través de ellos, se realizan  préstamos a los países pobres, con intereses tan altos que llevan a los gobiernos a la sumisión, convirtiéndolos en títeres de esos grupos de poder  - dijo Lucas.
---Ellos son  dueños de todos los negocios rentables que existen y andan sembrando el agravio por  el mundo - dijo  el tercer jefe.
El Comandante Sol los escuchaba con atención. Sus hombres habían aprendido mucho y debían aleccionar a las tropas.
---Las elecciones siempre se ganan con mayorías  y ésa es la trampa en que es­tamos inmersos. Son ellas las que  decidirán. Aunque de una simple mayoría no pueda deducirse la verdad. ¿De qué sirve que unos pocos sepamos lo que nos sucede, si la mayor parte del pueblo lo ignora? -agregó el Comandante Sol.
--- Es cierto, la mayoría no sabe leer ni escribir y por eso la vida se les hizo, de pronto, ese manojo de lágrimas  y desventuras. No encuentran una tregua para oír el canto de los pájaros, ni espacio para el descanso. Aprendieron a callarse por considerar lo inútil que era  quejarse o gritar de dolor - agregó Lucas
---Eso no importa, hay que aleccionarlos hablándoles en las fábricas, en las haciendas y en las minas. La instrucción oral, es lo único que podemos darles. Debemos infiltrarnos entre ellos-señaló el Comandante Sol.
---Para eso necesitamos mucha gente y nos quedaríamos sin combatientes-dijo Lucas.
---Tienes razón. Ya no hay lugar para  el dolor  en el precipicio de sus miedos.  Y no hay otro camino que el de los atentados. El costo es bajo y haremos mucho el ruido.
--- Y el impacto psicológico es fatal - opinó otro  Jefe.
---Estoy de acuerdo - dijo Lucas.
---Comencemos con los ferrocarriles, porque transportan la mercadería de los campos y de las  minas- propuso uno de los jefes.       
---Mejor empezar con los bancos extranjeros porque debemos debilitar su poder económico.-les propuso  el Comandante Sol.
-- Sembraremos el pánico - dijo Lucas, entusiasmado.
--- Y EL SOL SALDRÁ PARA TODOS - dijeron a coro, sellando el pacto.
Y entonces  se dedicaron a planificar la acción.  El Comandan­te Sol, diseñó la estrategia para la misión y trabajó con ellos durante un  tiempo.
Era la tarde del tercer día, cuando finalizaron y entonces, montó su  caballo con rumbo desconocido. Los subalternos se dispersaron entre las tropas para dar a conocer  la planificación del  ataque.        
Como siempre, a la hora en que el sol se oculta, el calor se apaciguaba y hasta se podía disfrutar del paisaje, aún cuando resultara cargado de  matorrales y de polvo, que  se levantaba con sólo el aliento  de  una brisa.
Hacía tres años que Lucas era combatiente y miraba a los muchachos, casi sin entender qué los llevaba a estar allí, ya que en general, provenían de familias de clase media, o sea, profesionales, estudiantes, comerciantes y artesanos que residían en las ciudades y que eran los más instruidos. Por el contrario, a los ricos terratenientes  sólo les importaba el dinero y  carecían de intereses culturales.
Lucas los observaba detenidamente y no pudo dejar de pensar, que parecían niños jugando la guerra. Aunque esos hombres y mujeres no estaban allí para jugar, mucho menos para pintar mariposas o navegar con barcos de papel. Y no se daban cuenta de que en este juego se les iba la vida,  tan fácilmente, como perdían las indias su inocencia. 
Tampoco entendía por qué  él estaba allí y no en el club social o en su casa. Y en vano buscaba las razones. Mejor era pensar que todos estaban unidos por los sentimientos más desarrollados de la especie. Y  que tal vez, eran seres no materialistas, piadosos y solidarios, por naturaleza y convicción, que estaban más allá de la vida y de la muerte,  porque necesitaban desentramar el ovillo de la hipocresía y buscar la punta del hilo para remontar el barrilete, hasta una altura donde no encontraran ni rastros de la bajeza humana.
Lucas pensó, en ese instante, que había estado menos veces con él mismo, que las que había dedicado a cargar fusiles. Y a veces, hubiera preferido contar los catorce azules del océano, recostado en una playa. Pero de nada valía ahora, tirar regaños por sobre su cabeza. Porque para un combatiente rebelde, el pasado no era más que era un cúmulo de días torcidos que no podía enderezar y el futuro era sólo  un sueño, que podía o no tener. 
La luna comenzó a esbozarse, aún cuando la claridad del día permanecía en el cielo y se veía tan tenue, como  si la cara de la eternidad, quisiera infundirle paz.
Caminaba de un lado al otro, mientras sus compañeros lo observaban y le sonreían, tratando de darle ánimo. Después de cenar, conversó con un pequeño grupo que estaba de  guardia, casi hasta el amanecer. 
Mientras tanto, el Coronel Juan Cruz Pizarro no quería esperar. Necesitaba darles un golpe de gracia y por eso, mandó a llamar a sus oficiales, quienes acudieron de inmediato.
-Mi plan consiste en emplear la misma estrategia que tienen los rebeldes-les dijo   
-- ¿De qué se trata Coronel?-preguntó un teniente.
--De una emboscada. Miren este mapa- les dijo - las vías del ferrocarril atraviesan la zona donde ellos se  están haciendo fuertes.
- ¿Y qué haremos? -insistió el oficial
- Llegaremos en el tren, con 500 soldados ocultos. Y en este punto, simularemos una explosión que  detendrá al convoy. La detonación será oída por ellos. Entonces, los soldados ya habrán abandonado el tren y se habrán ubicado  detrás de estas rocas montañosas.-dijo señalando, otro punto en  el mapa.
-No entiendo-dijo un Capitán.       
-Cuando ellos se acerquen, haremos volar la máquina gracias a  una podero­sa carga de dinamita. Ese será el momento de nuestro  ataque. Luego otro tren llegará hasta allí y nos traerá de regreso.
- ¿Habrá dos explosiones? -preguntó un oficial.
-Sí, una a campo abierto que atraerá a los subversivos y otra en el tren vacío, cuando ellos se acerquen.-dijo Juan Cruz Pizarro
- Será perfecto-dijo el Capitán,
- Será un golpe fatal. Pero todo deberá estar muy bien coordinado- agregó Pizarro.
- No se imaginarán lo que les espera.-dijo un Teniente
- Nunca más iremos a una lucha frontal, porque  eso nos ha  debilita­do - agregó Juan Cruz.
Cuando él se retiró,  los oficiales sin­tieron un sabor a triunfo, que  les dibujaba una son­risa.                                  
El Ejército necesitaba recobrar credibilidad ante la población, que ansiaba  esa paz que nadie había sabido darle.      
                  LA EMBOSCADA
Los rebeldes gozaban de una clara noche junto al río, mientras el  Comandante Sol, se paseaba de un lado a otro sin quitarse la capucha, los demás gozaban de la fresca brisa que venía del Este.
Sólo sus ojos negros brillaban en la oscuridad. Era una persona más bien baja, delgada, con una  silueta que parecía la de un muchacho muy joven de estrechas espaldas. Demostraba mucha habilidad con las armas y a veces, desaparecía sin que se pudiera localizar, pero había logrado ser la máxima autoridad de las tropas rebeldes, gracias a sus certeros golpes al enemigo.
No obstante, el Ejército regular era muy fuerte, tanto en número como en  armas, por lo que la mayor parte de  los subversivos, habían tenido que replegarse hacia las afueras del país, por el Norte, donde el Comandante Sol  pretendía convocar a más voluntarios y   regresar fortalecido. Los que quedaban en el país, estaban cubriendo la retirada de la tropa principal rebelde y para ello provocaban escaramuzas y atentados, con el objeto de ocultar el movimiento de las tropas.
Una noche, en que el Comandante Sol se había reunido con  el Comandante Lucas, la conversación giró en torno a ese hecho.
- ¿Sabes Lucas? Esta revolución no será fácil y  durará  muchos años. Quizás, nosotros no vamos a ver los resul­tados. A veces, pienso que el pueblo no aprecia nuestra lucha y hasta tengo la sensación de que prefiere seguir como está, tejiendo con sus  hilos de  agonía, una historia interminable de sueños imposibles- dijo él, con cierta melancolía y desánimo.
--Es cierto, Comandante poeta, es como si se marchitaran doblándose en los campos, como si su vida no dependiera de la luz de sus ojos y  el dolor le acallara el grito o como si  no pudieran  creer que hay cometas surcando el horizonte. Tal vez, estén aturdidos con  propagandas, que lo llevan a creer que nosotros somos criminales sin piedad. Tampoco  podemos explicarles el por qué de nuestra lucha, porque no tenemos radiodifusoras ni prensa para poder hacerlo- contestó Lucas.
---- Les han quitado el derecho a la información. Es como si se conformaran con ser la sombra de un árbol, como si tuvieran el silencio acorralado en su lengua, como si lo único que merecieran fuera un jarro de agua o el maíz  humeante, la luz de una vela o el cansancio acumulado entre noches sin estrellas. Es como si no hubieran descubierto la inmensidad de su dolor y la pequeñez de un futuro, siempre postergado, tardío  y que pulula abismos. Tienen miedo a la guerra, como si morir fuera inoportuno en un mundo de vilezas, agravios y desventuras. -dijo el Comandante Sol
---- Tienen miedo  de hablar  porque creen que  las balas esquivan a los mudos. Y no saben que  ya no se lucha con fusiles sino  provocando muertes silenciosas por hambre, desnutrición y enfermedades propias de la miseria.-agregó Lucas
----- No saben que los países dominantes someten a los subdesarrollados como hacían los piratas de la antigüedad, que los atacaban para robarles -dijo el Comandante Sol. 
-Tienes razón, han creado  un sistema de dominio perfecto, para que en cualquier for­ma de gobierno, con democracia o sin ella, siempre pueda el poder recoger los bene­ficios, tener la mejor cotización de su moneda, el respaldo en oro de sus capitales y todavía, con mucho cinismo, elogian la libertad -agregó Lucas.
-Pero cuando no hay  libertad económica, ninguna libertad existe, sino que es un cuento de niños para entretener a los pobres, herederos forzosos de todas las tristezas errantes de este mundo.-dijo él.
- La ignorancia es la semilla de la esclavitud y la cárcel de la vida-señaló Lucas
-Si pudiéramos darles a conocer nuestras ideas ¿Crees  que nos apoyarían más?
-No lo sé, es difícil  entender que nuestras únicas armas, sean los actos que producen pánico y que golpean duro al corazón. No hay otro camino. Por supuesto, habrá inocentes que mueren, pero en las guerras tradicionales también los hay. En un atentado se pueden dirigir las acciones hacia determinados puntos o a familias de jefes militares y terratenientes. -dijo Lucas.     
--Ninguna guerra puede justificarse, salvo la que se hace para sacar a los seres humanos de la esclavitud, ya sea física o moral. Nosotros luchamos por eso y nuestro corazón  se deshace en pasiones que estallan por el aire. Pero nuestros adversarios no tienen perdón ni por una sola de las muertes que provoquen,  porque sus razones son crueles y diferen­tes a la nuestra.-dijo el Comandante Lucas.
---- ¿Sabes a cuántos colgados veo en los caminos por donde pasa el tren, con la lengua afuera,  suspendidos de los árboles como fruta madura en el paisaje? ¿Sabes cuántos mueren por inasistencia mé­dica y desnutrición?- insistió Lucas
-Pero ellos mueren en silencio. No salen en los titulares, ni en la primera plana de los periódicos ¿Alguna vez escuchaste o leíste que "un niño mal nutrido pereció víctima de la indiferencia gubernamental"?-  agregó el Comandante Sol.
-Es que morir destrozado por explosivos, resulta más impresionante que mo­rir de a poco. Nadie se detiene a pensar en eso. Y la  imaginación se nos puebla de esas infamias cotidianas a las que todos nos vamos acostumbrado. -agregó Lucas.
-Nada fue más terrible que las bombas atómicas arrojadas por EEUU en Japón, durante la segunda guerra mundial  y  sin embargo, hay quienes pretenden justificarlas.
-Si hasta se quiere ocultar el hecho de que sus efectos producirán cáncer, quien sabe por cuántos años. ¿No sabes lo que es­tá pasando con los japoneses? -preguntó Lucas.
-No sólo a los japoneses, sino a cualquier  habitante del mundo. Todos estuvimos expuestos, porque la atmósfera es un ámbito común. Dentro de un  tiempo, quizás en el año 2000, los casos de cáncer serán tan­tos que nadie los podrá ocultar, pero nadie pensará en esta causa, ya lo verás.
--- Tampoco me olvido cuando una multitud de harapientos, corría tras el incendio de sus casas para huir de las balas con que pretendían exterminarlos, como si se fueran mosquitos durante una  pandemia de dengue, con el pretexto de que igualmente se  iban a morir, a causa del hambre  o  del tifo, si se los dejaba vivos - dijo Lucas.
---Si han de morir que sea ya - decían ellos, como si les hicieran el favor de ahorrarles la pena. Pero mejor dejemos el tema, porque nuestro resentimiento puede transformar nuestra noble causa en  una venganza.
Luego de la plática,  el Comandante Sol tomó su caballo y se marchó rumbo a la ciudad, antes de que despuntara el alba.
No bien se hubo marchado, el café  comenzó a humear en las grandes ollas, ennegrecidas por el fuego de los leños. Todo parecía tranquilo esa mañana y los guardias apos­tados en lo alto de  la montaña ya estaban aburridos de que nada ocurriera.
Una gran extensión de chaparrales a los pies de la montaña rocosa, era todo lo que se veía por los alrededores y una tranquilidad casi agorera de maleficios, se había instalado en el campamento.
Pero no bien terminaron de disfrutar el pan recién horneado, el comandante Lucas les hi­zo conocer las órdenes que el Comandante Sol les había dejado. Para ello, desplegó un mapa sobre la mesa y junto  a otros dos Jefes, les explicó:
-Formaremos  tres grupos de ataque, el primero partirá por el Este, el segundo por el Oeste y el tercero por el centro. El último grupo, deberá dinamitar el terreno, metro a metro, hasta llegar al río. Luego retrocederá hasta aquí-dijo señalando el punto. Las tropas de Pizarro llegarán a este sitio y  las rodearemos -dijo haciendo un círculo en el lugar exacto.
- ¿Cómo sabemos que llegarán allí?-preguntó alguien.
-Nada hay que  se oculte bajo el sol-respondió Lucas, haciendo referencia a su Comandante,
- ¿Cuándo será el día? -volvió a preguntar él
-El sol saldrá a tiempo, amigo.
--- ¿Tendremos refuerzos?-preguntó un combatiente
-No. Todas nuestras fuerzas ya han cruzado la frontera Norte y tienen órdenes de no regresar por ninguna razón. Debemos resistir nosotros hasta el último hombre, para que la revolución permanezca viva. Sabemos que podemos ser derrotados, o ser carne de cañón, pero debemos hacerlo, para proteger a nuestra milicia principal en el anonimato-dijo Lucas
-Seremos mártires y nos convertiremos en héroes. Con nuestro ejemplo, atraeremos  a los indiferentes y a nuevos idealis­tas que ingresarán a nuestras filas, con muchas ganas de jugar  con balas -dijo el Comandante.
---Los héroes suelen emprender el camino del autoritarismo.-comentó uno de ellos.
---Suele ocurrir y es explicable. No es malo el autoritarismo siempre que administre justicia y equilibre los platillos de la equidad social. Es un paso previo a la libertad plena.-señaló Lucas
-Nosotros, tal vez, no podamos ver los resulta­dos de nuestro accionar, pero no entiendo por qué el Comandante Sol  no cru­za la frontera para dirigirlos-preguntó otro comandante
-Él quiere ser el ejemplo mayor. Así, cada soldado luchará para alcanzar la victoria -dijo Lucas
En ese momento, los hombres que estaban apostados en los montes, hacían las señales que indicaban que el Comandante Sol regresaba al campamento. Algo había ocurrido, no había duda, pues no regresaría si  el motivo no fuera importante.
Todos se quedaron expectantes por las noticias que él traería y que suponían, no iban a ser buenas.
Al llegar, él descendió inmediatamente del caballo y entró  a la tienda con el comandante Lucas. Todos  estaban ansiosos por saber lo que ocurría. Pero durante la reunión se escuchó una fuerte explosión que los dejó paralizados.  Los comandantes salieron de la tienda y calmaron a la tropa que se aprestaba a tomar las armas.
--Parece que fue cerca, iremos a ver -propuso Lucas
--Es una trampa. Mejor mandemos a un pequeño grupo a la zona y esperemos noticias.-dijo el Comandante Sol
Nadie iba a contradecirlo, de modo que media docena de combatientes partieron enseguida  dispuestos a rastrear la zona,  mientras todos los demás permanecieron ocultos y en posición de combate durante casi dos horas, con la ansiedad pegada en las costillas.
Y al cabo de un tiempo, que les pareció interminable, regresaba el primer caballo con uno de los hombres de la misión, que parecía estar  herido. Lucas se adelantó para  recibirlo, pero el soldado sólo  alcanzó a decir:
--Era una emboscada- mientras moría en brazos de su Jefe.

Nadie más regresó de esa misión, porque seguramente, todos habían sido asesinados o apresados. La tensión de la hora desbarató el silencio y amontonó el temor con la tristeza.
Mientras tanto, el Comandante Sol trataba de acomodar el desorden de sus emociones y decidió aguardar hasta el anochecer, trazando estrategias para la defensa ante un posible ataque frontal del enemigo.                       
Cavaron trincheras, dinamitaron los alrededores y aguardaron.
Comenzar una guerra era como tirar del hilo de una piñata. Nunca se sabía cuando, cómo o qué cosa caería  sobre tu cabeza o quedaría  tendido en el piso. 
Sin embargo, nada  ocurrió. Eran casi  las tres de la madrugada cuando el comandante Sol se dispuso a partir, suponiendo que ya no atacarían. Lucas lo acompañó en esa plenitud de sombras y oscuridad, que componían las nubes y los arbustos, en una  noche sin luna.
Se arrastraron al llegar a los chaparrales, tratando de verificar la presencia enemiga. El silencio era total y eso no les gustaba. Pero los caballos estaban tranquilos y  decidieron atarlos a un arbusto para seguir arrastrándose sobre los codos, tratando de divisar algo en la penumbra.
De pronto, una sombra se movió entre la escasa vegetación, a unos cincuenta metros y se quedaron quietos. No podían distinguir si se trataba de un animal o de una persona. Pero el bulto se movía en su dirección y no tuvieron alterna­tivas. El Comandante Sol colocó el silenciador a su pistola, apuntó y disparó a lo que fuere. El impacto fue certero y algo se desplomó al instante.
Por precaución permanecieron ocultos un largo rato sin que se produjera otro movimiento sospechoso. Luego se acercaron cautelosamente hasta el sitio adonde se encontraba el cuerpo,  para verlo de cerca.                        
Ayudados por una linterna divisaron algo que parecía una persona. Pero la sorpresa los dejó mudos. Se trataba de un niño de unos trece o catorce años, al parecer, un pastor de la montaña y que a esa hora, seguramente, partía para cumplir con su trabajo.
El Comandante Sol parecía querer desplomarse ante la sorpresa, mientras un sentimiento más intenso y desolado que el dolor los paralizó, los dejó sin rumbo, sin pensamientos, sin pasado memorable, sin nobleza ni estirpe de guerrero. Y a pesar de que nadie sobrevive a sus propios  fantasmas ni  a sus errores insalvables, trató de mostrarse fuerte delante de Lucas
.
--Debemos llevarlo al campamento y enterrarlo-le dijo, disimulando su conmoción interior y la turbulenta desconexión de su cerebro
.
Pero aún en la oscuridad, Lucas podía apreciar la desesperación  de su jefe, por el tono  de su voz, el  inusual  temblor en sus manos, el brillo de sus ojos atascados de lágrimas, que él quería contener a cualquier precio.
--En las guerras, siempre mueren inocentes- dijo Lucas, tratando de  conso­larlo.
--Es cierto, amigo, pero no por eso  los errores son  menos  crueles.
-- La guerra se engendra en una imperiosa necesidad y no tiene explicaciones-agregó Lucas
-- No trates de darme consuelo. Sólo trae mi caballo, por favor.-le dijo, tristemente.
Lucas regresó más de doscientos metros hasta donde se hallaban los caballos, mien­tras él se arrodillaba junto al cuerpo del muchacho como tratando de decirle con su pensamiento, lo mucho que sentía por esa  terrible equivocación. Luego, se alejó unos metros porque sentía que ese, era el mejor lugar para no estar, mientras sus  lágrimas le arrebataban los ojos. Trató de calmarse pero enseguida se dio cuenta de que nadie escapa a sus remordimientos, cuando son ciertos.
Cuando Lucas regresó, él le ayudó a subir el cuerpo al lomo de uno de los equinos y partió con el suyo, llevando a Lucas hasta el campamento.
Cuando volvió a partir, era casi el amanecer y entró a  la ciudad con el rostro descubier­to y un sombrero grande que le cubría totalmente el cabello y le llegaba hasta cejas  para ocultar su identidad.
 Dejó su caballo donde siempre y  mientras se dirigía en coche  hasta su casa, no podía dejar de pensar en el muchachito, porque  a pesar de tantos crímenes cometidos en nombre de  la libertad, aún no podía  a aceptar la muerte de inocentes.
Sólo su cerebro lo  podía  entender como  un sacrificio necesario para lograr la justicia, pero no su corazón.
Sabía que, con el tiempo, la gente se familiarizaba con la crueldad, con la muerte o la sangre y que la destrucción o los gritos de dolor ya no le causaban a la población el impacto de los primeros tiempos, pues era cosa de todos los días. Y hasta llegaban a acostumbrarse, principalmente, cuando no  esperaban de la vida cosas buenas y el infierno de vivir o de morir, resultaba  idéntico.  Y eso era lo terrible.
Sin embargo, él sentía en su conciencia  el dolor de esa guerra fraticida. Y se sentía peor después de lo ocurrido con el muchacho, que por suerte, había muerto  al instante. Y  sintió cansancio de buscar su propia muerte, en luchas que no eran propias y que a veces,  no entendía muy bien.
Era como si hubiera heredado el afán de alivianar la vida ajena  ¿O era acaso por no defraudar a sus compañeros? ¿O lo hacía  por su pueblo, que parecía tan ajeno e insensible a todo? ¿Por qué pensaba tan diferente a su familia? ¿Tanto le había afectado el recuerdo de aquél hombre cuando se hundía el barco delante de sus ojos?  Jamás había podido olvidarlo, como tampoco el rostro de ese joven pastor que acababa de asesinar.  Y hasta hubiera preferido haber muerto en la emboscada que llevar en su memoria esos ojos que alumbró con su linterna.
Pero Dios decide quien vive y quien muere, su madre siempre se lo había inculcado. Y eso parecía indiscutible.      
La  gente dormía a esa hora, sólo había algunos que caminaban hacia sus labores, lentamente, como si el sueño siguiera perturbando sus reacciones.
Y aunque se sintiera sucio de polvo y de alma, él debía continuar  pues de no ser así, la muerte del inocente hubiera sido sin ningún sentido.
Cuando entró a su casa todos dormían y ya en su recámara, abrió los grifos de la ducha y se dispuso al baño matinal, para volver a ser esa persona refinada que todos conocían y para que todo volviera a ser transparente como el mar, donde solía perder sus ojos en la contemplación de sus azules, mientras pensaba que si la muerte tuviera ese color sería maravillosa.
Solía navegar con su imaginación cuando la arena aguardaba a las olas más violentas y entonces, podía oler  su infancia.
En esa época, la vida no tenía ese aspecto tenebroso y ningún sueño era tan bello como la realidad.

                 
       
          
                        LA FIESTA
La capital del país era el reino de los ricos y del poder, el lugar más apropiado para la desproporción y los privilegios, que la colonia española había instaurado desde 1492, siguiendo los ritos del catolicismo, que llegó disfrazado de iluminismo y se convirtió en miles de martirios autorizados por la realeza europea, que exterminaron a noventa millones de indígenas americanos.
Sin embargo, allí nadie parecía percatarse de los peligros de esa guerra fraticida, porque  pensaban que los sufrimientos de los pobres era algo natural, pues alguien tenía que encargarse de trabajar, ya sea en el campo o en las ciudades.
Y hasta solían creer que ellos debían estar satisfechos y agradecer por la comida y  la vivienda que les proporcionaban, si es que podía llamarse así, a la pocilga de adobe, de dos metros  por tres que le daban como albergue.
En cambio, las familias importantes solían prepararse para la fiesta del club Social que, como todos los sábados, se realizaba desde las 22hs y a la que concurrían las personas más adineradas y que iban en busca de diversión, a pesar de los difíciles momentos que se vivían en el país.
Allí estaban los Núñez del Prado, con sus dos hijos, María Soledad y Pablo, ocupando  una mesa en el lugar principal del gran salón.
La hija, era bella y de  refinados modales y el hijo, un joven Teniente del Ejército. También estaban los Muñoz, los Saavedra, los Cornejo, entre otros destacados terratenientes y militares.
María Soledad Núñez del Prado, tenía 27 años, era soltera, atractiva y poseía una dulzura que desparramaba sonrisas. Sus ojos oscuros y sus cabellos tan claros resaltaban su belleza, que era muy codiciada por los varones, especialmente, porque Don Francisco, su padre, era un militar retirado de gran riqueza e  influencia en el gobierno.
Su madre, Doña Concepción, se abanicaba mientras aguardaban a Juan Cruz Pizarro, el joven Coronel que  era el novio de María Soledad y a su vez, el  más deseado por las muchachas, tanto por su rango como por su apuesta figura.
Por eso, no bien apareció en el salón, el aire se turbó con los suspiros de las más jóvenes, que perdieron sus ojos en la contemplación de ese hombre, que tenía la altura necesaria, los músculos en el lugar exacto, el cabello prolijo y una voz grave e  intensa.
El recién llegado se acercó a la mesa de los Núñez del Prado y se sentó junto a su novia, después de saludar a la familia.
-- ¿Cómo has estado? Te ves cansado- le dijo María Soledad, tratando de desbaratar su seriedad.
--Hoy tuve un día pesado,  pero mejor no hablemos de eso, pues quiero despejarme un poco - le respondió él.
--Estás muy elegante con ese uniforme de gala-lo halagó ella
--Y tú estás tan hermosa, que no sé si pueda esperar más para pedir­te que seas mi esposa.
--Todavía no estoy preparada para esa travesía. Últimamente nos vemos muy poco -le reprochó ella.
---Es cierto, tenemos un amor de a ratos, pero pronto terminará esta maldita guerra y no tendrás nada que reprocharme, te aseguro. Por ahora, tengo obligaciones  con mi país.- le dijo Juan Cruz
--La patria antes que el amor ¿Verdad?
--Verdad.
--Espero que pronto se acabe esta guerra, que no tiene sentido, así podremos pensar seriamente en lo nuestro.
--Mi amor es serio, el tuyo, no sé -le dijo él.
--Tengo miedo de estar toda la vida, sufriendo el riesgo de per­derte. Eso es lo que sucede, mi amor.- respondió  ella.
-- Todo acabará  pronto, te lo prometo.
--Es lo que deseo, Juan Cruz.
La música era idílica y ambos salieron a bailar para conversar más íntimamente.
Los suaves valses invitaban a acercar sus cuerpos y entonces la pasión arrasaba con cualquier preocupación.
Ella era una muchacha muy dulce y en verdad, aunque él había conocido a  muchas mujeres, a veces,  no estaba seguro del amor de María Soledad.
--Te amo-le dijo él, mientras acariciaba el suave lujo de sus cabellos
--Yo también te amo, Juan Cruz. Pero tú nunca vas a acabar con esta lucha,  ni siquiera me cuentas cómo van tus cosas y yo necesito saber qué pasa, a cada instante de tu vida.- le dijo mirándolo a los ojos, que parecían dos cielos debajo de sus cejas.
 -- Mira, si derroto a los rebeldes me convertiré en  General y me pondrán a cargo de la mitad del ejército. De allí en adelante, mi vida cambiará y podremos pensar en casarnos y en tener hijos.
-- ¿Y cuándo será eso, amor? Ya me cansé con este amor cruzado de brazos
-- Será pronto- le dijo, como en un susurro.
-- Lo dices para que no sufra.
-- Mira, recibimos información de que gran parte de los subversivos  están saliendo por el Norte hacia el país vecino,  para fortalecerse.  Y que el Comandante Sol se ha queda­do en las sierras, con un pequeño grupo para cubrirles la retirada.-  le dijo, muy despacio en  su oído
-- Yo tengo mucho miedo, Juan Cruz, son muy peligrosos.
--No temas,  porque derrotaré a ese traidor.
--¿Traidor?- preguntó, extrañada.
--Sí, porque creo que es uno de los nuestros y que conoce todos nuestros movimientos. Pero te juro, que yo mismo  lo fusilaré- le aseguró  él
--¿Lo prometes?
--- Lo juro, María Soledad.
-- Debes hacerlo. -dijo ella, con una sonrisa tan amplia como  el arco iris.
--Así será, mi amor. Yo les enseñaré a esos muchachitos, a no jugar con balas ni  fusiles.
--- Y entonces, sí  nos casaremos - le prometió ella.
 
María Soledad se mostraba orgullosa de estar a su lado aunque, últimamente, Juan Cruz estaba más retraído y prefería huir de esos lugares festivos y  tan llenos de gente. Pero ella le impedía hacer su voluntad y hasta contaba los días para poder  disfrutar del baile.
Sus amigas  la miraban desde lejos y en sus ojos se podía advertir la admiración que sentían por esa relación que ellos tenían.
La fiesta recién comenzaba y él le pidió que lo acompañara hasta  los jardines, pues allí se sentía un poco aturdido por el ruido.                  
Eligieron sentarse en los sillones de la galería y se pusieron a hablar como si el tiempo  fuera todo suyo. Y entre palabras y silencios, se besaron apasionadamente.
Sin embargo, él tuvo un presentimiento  y no quiso ocultarlo.
--Siento que tú no me amas -le dijo con la misma naturalidad con que bebía su trago.
--¿Qué dices, Juan Cruz? Eres tú el que me postergas, me ocultas cosas, el que no confía en mí. No me dices nada y no sé si mañana vas a morir en un enfrentamiento o si hoy es el último o el primer día de nuestra historia, protestó ella, como una reina que hubiera tenido que abdicar al trono, para ir tras él.
--No te inquietes amor, porque el final ya está cerca-le aseguró él, abrazándola como quién quiere medirle el  torso con sus brazos.
--Prométeme que me avisarás cuando llegue ese día, porque me siento insegura todo el tiempo.- dijo en tono de víctima.
--No quiero que eso te perturbe, mi amor.
--¿Ves que  eres tú quien no me ama? No confías en mí.-le reprochó
--Me informaron que el 29 de este mes, el Comandante se reunirá con sus tropas en el valle y  se llevarán una sorpresa.
-- Seguramente  ustedes estarán  esperándolos.- le dijo ella
--No, peor que eso, encontrarán el valle minado, centímetro a centímetro. Luego apareceremos desde la zona de las cuevas y les daremos el golpe final.
--Tendrás que llevar muchos hombres porque dicen que  ellos son numerosos.
--Contamos con cerca  de tres mil, no te preocupes- le aclaró.
-- ¿Nada te ocurrirá, verdad mi amor? ¿Te cuidarás?
--Nada va a ocurrirme. Pero no hablemos más de eso.- dijo él, que no tenía más albergue que la negrura oscura de un cielo sin luna.
---Claro, no es tema para una noche tan especial-dijo ella observando a su alrededor, bajo un cielo promiscuo que invitaba al amor.
----Quiero que seas mía... -le dijo él, mientras la besaba.
--Tráeme la cabeza de ese comandante y lo seré- le dijo ella, mientras su corazón  latía, como queriendo avivar el fuego que se acumulaba debajo de su falda.
--Lo quiero vivo.- dijo él, acariciándole las piernas por encima de la ropa.
--¿Por qué?- Preguntó ella,  tratando de quitarle sus manos de las brasas en que se iba convirtiendo su cuerpo.
--Porque no quiero que sea un mártir, ni  se convierta en  héroe. Tendrá su juicio y será ajusticiado, con todo el rigor de la ley militar.
--¿Quién te da los informes sobre ellos? ¿Es confiable? ¿Y si son ellos quienes hacen correr noticias falsas?-le preguntó angustiada
-- No te preocupes, tengo  un infiltrado en sus filas. Y es confiable.
---- ¿Cómo lo lograste?
----Nos costó mucho. Pero no hablemos de eso. - le pidió, mientras penetraba en su escote con la tibieza de sus manos.
---Tienes razón -dijo ella, mientras lo besaba entregando su lengua  a esos labios ardientes que la reclamaban.
Y luego de besarse, tocarse y  dejarse beber el uno con el otro, en la oscuridad de un jardín poblado de misterios y de árboles, retornaron al salón con los ojos brillantes y cómplices de un deseo que había quedado en suspenso.                                      
Como siempre, sus padres se habían retirado no bien terminó la cena, para dejar que sus hijos  disfrutaran de otras compañías.
La reunión solía prolongarse hasta las tres de la madrugada, pero prefirieron retirarse enseguida para no soportar el agobio de tantos deseos insatisfechos y postergados.
Cuando  llegaron a la casa de María Soledad  se despidieron con un beso y con  la esperan­za de que pronto, concretarían los  sueños de  Eros.
Cuando ella ingresó a la sala, su padre la aguardaba.
-- Llegas temprano-le dijo, al verla
-- Estoy cansada, padre - dijo para evitar las explicaciones
--Es que no estás alimentándote bien, te veo muy delgada
---Cuidaré mejor de mi dieta, te lo prometo.
Pero cuando se disponía subir para ir a su cuarto, su padre la sorprendió con una pregunta
--¿Tú  amas a Juan Cruz?
-- Sí, claro. Es el mejor candidato que he tenido.
--Te hablé de amor.-le aclaró él
--El amor se va haciendo con el tiempo padre, tú mismo me lo has dicho.
-- Así es, hija. Y tu noviazgo me pone muy feliz. Ahora, ve a dormir.- le dijo, satisfecho.     
-- A propósito, quiero decirte que mañana iré a casa de Carmen a pasar unos días, ya que Juan Cruz estará muy ocupado y no podremos vernos durante este tiempo.
--¿Es que no puedes quedarte en casa?-protestó él
--El campo me hace bien, me abre el apetito y  me calma los nervios, padre.
--Hay guerrilleros por todas partes. Tienes que tener mucho cuidado.
--Lo tendré, te lo prometo.
--Hasta mañana, hija.   
        
Ella lo besó y subió a su cuarto.
Al día siguiente, María Soledad partió con su chofer hacia la hacienda de los Fernández, donde vivía su amiga.
Ese era el territorio de los hacendados, con caminos polvorosos y labriegos doblados sobre los surcos.
El auto se detuvo un instante a la orilla de un  canal  de riego, donde unas mujeres llenaban un cubo de agua, ayudadas por una parvada de niños, que cantaban como si tuvieran algo que festejar. Ella bajó del vehículo para estirar sus piernas y se acercó a ellos. Lo primero que sintió, fue el olor hiriente de sus cuerpos, que  acumulaban sudores y miserias.
Los niños podían resguardarse todavía en su inocencia y sus madres en la desesperanzada inconciencia de sus vidas.
Eran como animales sitiados por voraces depredadores y sin embargo, dejaban salir de sus bocas una canción  de amor.
Cuando decidió continuar hacia la casa de Carmen, llevaba consigo una impotencia arrolladora en su corazón ante esas imágenes de desolación que se sucedían en el camino. Pues tenía la certeza de que nadie podía torcerle el cuello al destino, para darles alivio.
Cuando Carmen la vio llegar, salió a su encuentro con una alegría que desbordaba sus límites.                
Ambas se conocían desde niñas y  por eso, se veían frecuentemente.
    
--Qué suerte que estés aquí -le dijo, mientras la abrazaba.
--Tuve que venir Carmen, era preciso.-dijo frunciendo el entrecejo
--¿Qué ocurre?-le preguntó, al advertir su seriedad.
--¿Hay alguien en casa?  
-----No, a esta hora todos están en la iglesia ¿Pero qué te sucede?
----Tienes que ayudarme, debo encontrarme con alguien, pero nadie debe saberlo ¿Entiendes?
--¿Con  quién?
--Con el hombre que amo.
--- ¿Y no es Juan Cruz?
--- No, Carmen.
--¿Y por qué lo ocultas, María Soledad?
--Porque es pobre y mis padres lo rechazarían.
---- ¿Pero por qué tanta prisa?
--- No quiero que me descubran tus padres.
 --- Primero acomoda tus cosas, ven- le dijo ella
----  Ahora será más fácil.
-- ¿Vas a fugarte con él?
--No, sólo quiero verlo. Dame un caballo y no le digas a nadie ni una palabra. Te lo suplico, debo partir enseguida.
--Nada diré, te lo aseguro. Pero ten cuidado, hay guerrilleros rondando por los alrededores y te matarán si se sienten descubiertos.
---No temas.  Yo sé cuidarme.
María Soledad se dirigió al establo y eligió un caballo para luego desaparecer en dirección al Este. Carmen se quedó mirándola, con su bolso entre las manos. Y aunque no  la entendía, la quería tanto que accedía a cualquier pedido suyo.
Carmen era una simple muchacha de campo que nada sabía del amor. Pero quería serle fiel a su única amiga y  esperarla, para que a su regreso, le contara todo sobre su enamorado.
Quería que volviera pronto, para enterarse de las cosas que María Soledad había vivido con ese hombre por el que estaba dispuesta a hacer cualquier cosa, aún a  ser secuestrada por los subversivos.
La vida en el campo era hermosa pero demasiado tranquila para una muchacha como Carmen que necesitaba conocer más acerca de la vida. Su amiga, de tanto en tanto, la  sacaba de su hastío y le contaba sobre las costumbres de la ciudad.
María Soledad regresó antes del atardecer y después de saludar a los padres de Carmen,  las dos amigas se encerraron en el cuarto y tuvieron la plática más larga que habían tenido jamás.
Recién a la hora de la cena  salieron a  compartir su alegría de estar juntas con el resto de la familia, hasta que el cansancio las venció.

            
                     LA MASACRE
María Soledad permanecía en casa de Carmen, disfru­tando de esos días maravillosos de otoño pero un desasosiego interior comenzó a inquietarla cuando faltaban apenas dos días para la fecha que Juan Cruz  había fijado para el  ataque final.
Estaba nerviosa y para calmarse, nada mejor  cabalgar un rato. Su amiga quiso acompañarla, pero ella le pidió que se quedara en casa con un recado para sus padres por si  mandaban algún mensaje con su chofer.                
Desde niña, María Soledad era muy diestra con los caballos y no tuvo problemas por esos lugares, pero cuando regresó a la hacienda, decidió regresar a su casa y así se lo comunicó a Doña Haidé, la  madre de Carmen, que ya había notado su mal estado de ánimo.
--¿Qué ocurre María Soledad? Apenas hace una semana que llegaste ¿y ya quieres regresar?-le preguntó ella
--Es que no tengo noticias de Juan Cruz.
--¿Y qué es lo que temes?-le preguntó Haidé.
--Quisiera verlo antes de...       
--¿De qué? - le preguntó Carmen.
--Bueno, estoy extrañándolo, eso es todo.
Carmen no entendía a su amiga, porque ella misma le había dicho que estaba enamorada de otro. Sin embargo, se daba cuenta de que María Soledad estaba realmente preocupada.
--Está bien, esta tarde le diré al chofer que te lleve a la ciudad-le dijo Doña Haidé.
---Bueno, se lo agradezco.
María Soledad se fue al cuarto para arreglar su bolso y  Carmen la acompañó  para poder indagarla, ya que las razones esgrimidas por ella, no eran para nada claras.
--Dime la verdad. ¿Por qué quieres regresar? Yo no creo en lo que le dijiste a mamá.- le dijo a su amiga.
-- Quiero volver porque tengo un mal presentimiento.-dijo como si acunara brujas en los brazos
--- ¿Y ese hombre que amas? ¿Quién es? Prometiste contarme todo y no hemos hablado de ese tema-le reprochó Carmen.       
--Está bien, dime qué quieres saber.
--¿Cómo es? ¿Quién es?
--Es hermoso. Tiene el cabello oscuro y los ojos pardos-dijo como  embelesa­da por el recuerdo de aquel hombre, que sólo ella podía imaginar.
-- ¿Hicieron el amor?
--Eso no se pregunta.
--Dímelo.
--- Claro que  lo hicimos.
--¿Y cómo es eso?-dijo ella, con ansiedad    
--Es  maravilloso.
--Cuéntame -le pidió Carmen
--Otro día, no tengo ánimo para eso.   
--¿Me lo prometes?
-- Claro,  te lo prometo. Pero no me digas que tú no lo hiciste nunca.
--No, aquí las muchachas tenemos muchos prejuicios, ya  sabes.
--Otro día, hablaremos. Ahora voy a preparar mis cosas. ¿Me ayudas?
--Claro. Pero la próxima vez, iré contigo a la ciudad.
--Me gustaría mucho Carmen. Yo vendré a buscarte.
María Soledad  partió esa tarde y llegó a su casa por la noche. Y después de saludar a su familia se acostó enseguida, porque el viaje había sido agotador. Pero como continuaba  intranquila, no  podía  conciliar el sueño. Era casi el amanecer, cuando se durmió.
Por la mañana, la despertó un murmullo proveniente de la sala. Decidió vestirse y bajar de inmediato, al oír que las voces  se oían  alteradas.
--¿Qué ocurre?-preguntó a su padre, que estaba pálido como si hubiera visitado a Drácula y con ese rostro  desencajado, que suelen tener sus víctimas.
--Ocurrió un  desastre, hija.
--¡Qué dices padre! Dime  qué ocurrió, por favor.
--Juan Cruz fue emboscado por los guerrilleros. La derrota fue total.   
--¿Qué quieres decir?-dijo, titubeando.
-- No te preocupes, él está con vida -le dijo.
--Pero si me había dicho que la batalla sería el 29, hoy es 28, no entiendo nada.-dijo desesperada
--Algún traidor dio la noticia a los guerrilleros. Cuando fueron a dinamitar el valle, ya lo habían hecho ellos, que usaron la misma táctica planeada por  Juan Cruz. Las pérdidas fueron muchas-le aclaró Don Francisco.
--¡Qué horror! ¿Y Pablo?
----Pablo está en el Cuartel General, fue a reconocer a los muertos, mu­chos de ellos eran nuestros amigos.
--- ¿Quiénes?
---- Por ejemplo, Pedro Vargas.
María Soledad se quedó lívida. Pedro había sido su amigo desde pequeña.
--¿Qué le sucedió, padre?
--Murió en combate, pues era soldado de Juan Cruz.
--Tenía la edad de Pablo-dijo ella, como masticando rabias.
Y su llanto no se hizo esperar. Lloró y lloró  abrazada a su padre, hasta que sus lágrimas  parecieron acabarse. Lloró como nunca, o como tantas veces lo hiciera, pero sin lágrimas. Lloró como para quedar flotando, entre el dolor del presente  y la incertidumbre del futuro.
En ese instante, llegaba su hermano  con el semblante desfigurado por la  impotencia de no entender, de no poder retroceder y de no saber cómo continuar.
Le contó a María Soledad que los guerrilleros se le habían ade­lantado y los habían masacrado.
--Alguien debió darles  la información. - exclamó ella
----Juan Cruz dice que nadie lo sabía.
--No es cierto. Él me lo comentó en el club.
-- ¿Alguien pudo haberlo oído?
- -¿Quién, Pablo? Estábamos en el jardín.
-- No hay ninguna duda, hay un traidor  en nuestras filas. Pero ¿quién?
-- Alguien que haya estado espiándonos, siguiéndonos-dijo ella
--¿No se lo comentaste a papá?
--No. ¿Por qué lo dices?
--Alguien de nuestra servidumbre pudo oír ¿Estás segura de que no lo comentaste aquí?-insistió su hermano.
--Sí,  estoy segura. Debió ser en la fiesta.     
--Juan Cruz piensa lo mismo.
--- ¿Cómo está él?
 ---- Te imaginas, está abatido.
--- Tú ve a descansar un poco, Pablo.
---No, debo ayudar. Hasta luego, hermana.
--- Cuídate, por favor.
María Soledad sintió la necesidad de ir a la Iglesia para rezar por los caídos y por el alma de su amigo Pedro, a quien conocía desde su niñez.
Juntos habían corrido por los jardines jugando a quién sabe cuántos juegos, por las tardes. De modo que se vistió y salió hacia la capilla.
Allí había muchos conocidos que se habían congregado por la misma razón y permaneció varias horas acompañando a quienes habían sufrido la irreparable pérdida de  algún familiar.
Las dudas, los llantos, el encuentro fatídico con el dolor ajeno, todo era insoportable en esa iglesia tan conocida por todos, pero que ahora parecía un verdadero infierno.       
Ya de regreso, encontró a Juan Cruz en su casa, esperándola.
--Creí que no vendrías, mi amor - le dijo ella, abrazándolo.
 --- No  pude dejar de hacerlo, te necesito tanto - dijo a punto de llorar.
--Yo tenía un mal presentimiento. Sabía que  un peligro te acechaba - le dijo ella
-- Yo también  pensaba que no te vería más y saqué fuerzas para sobrevivir a ese horror  Creí que moriría.
-- Cuando escuché que los habían derrotado, sentí pánico. Y desee que estuvieras con vida para poder amarte, Juan Cruz.
Al oiría, él la tomó en sus brazos  y la besó con pasión. Ambos conocían  los peligros que él corría a diario y entendieron que no podían esperar más.
Por otra parte, él estaba destruido interiormente y necesitaba del amor para borrar las imágenes del horror.
--Vamos a mi casa, quiero que estemos juntos -le pidió él, en un susurro.
--Espera, le daré una excusa a mi padre. Quiero pasar  la noche contigo, mi amor-le dijo ella
El corazón de Juan Cruz latía con fuerzas. Por primera vez, sentía que ella lo amaba de verdad y eso lo hacía feliz a pesar del espanto que le provocaba el recuerdo de lo que  acababa de vivir en el campo de batalla.
Cuando salieron, se  dirigieron hacia el centro de la ciudad, donde Juan Cruz poseía una hermosa residencia que había heredado de sus padres. Y no bien transpusieron el umbral, él la tomó por la cintura y la hizo girar alrededor de él, en señal de felicidad. Lentamente, Juan Cruz la fue cubriendo de besos, de caricias y el éxtasis no tardó en llegar.
Era su primer encuentro en la entrega total  de sus cuerpos y de sus almas. Y a pesar de la tristeza que albergaban, pudieron sentir felicidad.
--¿Quieres casarte conmigo?- le preguntó él.
--Sí, pero cuando esta guerra  termine, por favor.
Juan Cruz  no deseaba otra cosa que  compartir su vida  con ella.
--¿Sabes que preferiría renunciar al ejército antes de perderte?- le dijo, repentinamente.
--No digas eso, yo sé que amas a tu carrera tanto como me amas a mí, sólo que ahora estás deprimido. - aseguró ella.
--No sé. A veces, no le encuentro sentido a esta lucha entre hermanos. No entiendo por qué luchan esos jóvenes que fueron formados en buenos colegios, que vienen de buenas familias, que son inteligentes y no les falta nada - dijo él
---Tal vez, porque son los únicos que pueden  entender  la diferencia entre vivir bien y mal. No te olvides que los jornaleros y mineros sólo conocen la pobreza y no pueden luchar para alcanzar un nivel de vida que  nunca conocieron.
-- Ellos no luchan porque son vagos, borrachos, les gusta vivir así. - aseguró  Juan Cruz.
--  Porque no tienen esperanzas, ni ganas de vivir. Para los pobres,  la vida es una carga pesada y triste.
-- ¿Los estás defendiendo?
--Uno de esos hombres Juan Cruz, un día me salvó la vida.
--- ¿Cómo dices?
--- Un día voy a contarte todo, ahora es mejor que no hablemos de eso. Ya estamos demasiado tristes para entristecernos más. Otro día te lo contaré,  lo prometo.
--Eres muy sensible, mi amor. Mejor tratemos de descansar un rato-le dijo, besándola en los labios, tan suavemente  como si no quisiera despertarla, a pesar de saber que estaba despierta.
-- Es cierto Juan Cruz, mañana nos espera un día terrible.
--No quiero recordar eso, mi amor-dijo él
---Te amo-dijo ella, cerrando los ojos, como si  intentara dormir.
Por la mañana, después de tomar con él un café, María Soledad regresó a su hogar y sus pies no parecían tocar el suelo, pues  acababan de vivir una pasión, que los hizo olvidar por un momento, el dolor de tantas familias que habían perdido a sus seres queridos y que ahora se disponían a sepultar, con muchas  penas, pero sin  glorias.
Todos estaban allí, conmocionados por los últimos acontecimientos. El cementerio con su lúgubre solemnidad, aguardaba a los jóvenes soldados y militares de rango que habían muerto a manos de la guerrilla.
Madres, hermanas, novias, hijos, vecinos, amigos. Nadie faltaba a la última cita.
Una salva de cañones y un clarinete, a su paso por la unidad militar. Luego, un viaje muy lento y  triste hacia la última morada, casi al  final de la tarde.
Y ese dolor que brotaba del corazón de Juan Cruz como si fueran espinas destrozando azahares. Y esas palabras, con que él despidió a sus soldados, jurando por ellos vencer a los rebeldes, fue todo lo que pudieron  llevarse al cielo.
                     DESENLACE  FATAL
Abril era un mes de clima  tan riguroso, que ni el viento, mitigaba los efectos implacables del calor  en el trópico.
Habían pasado varios meses y  Juan Cruz Pizarro, permanecía en el cuartel general para adiestrar a los voluntarios que llegaban masivamente para luchar contra los subversivos, motivados por aquella masacre injustificada, según  la mayor parte de la población.
Por eso, Juan Cruz  se preparaba para organizar, lo que sería la embestida final contra los rebeldes.
Mientras tanto, María Soledad Núñez del Prado había decidido volver a casa de Carmen, como se lo había prometido a Doña Aidé y adonde Juan Cruz podría visitarla algún fin de semana.
En la hacienda  se alegraron al verla llegar, ya que su presencia significaba mucho para Carmen, que  llevaba una vida muy solitaria, recluida en la casa, leyendo libros o escuchando música, ya que  en la estancia había sólo peones, capataces y mujeres de labranzas  con quienes no se le permitía  dialogar. Ella era una muchacha sencilla y de una belleza singular, con esos  cabellos castaños y  ojos del mismo color, que resaltaban sobre su piel muy blanca. Tenía 25 años, pero parecía menor con esa sonrisa fresca y espontánea que le daba un aspecto  casi adolescente. Sólo había ido a la ciudad  algunas veces y cuando lo hacía, no quería regresar al campo, donde se sentía aislada y sin ningún tipo de relaciones sociales.
En  casa de María Soledad, siempre  había conocido nuevos amigos, que luego había tenido que abandonar por un largo tiempo, cuando debía regresar a la hacienda, donde su vida se limitaba  a su propia familia.
Todo lo contrario pasaba con su amiga, que cuando estaba en la estancia con Doña Aidé se sentía feliz, porque era una mujer tan dulce y cariñosa, que le hacía recordar a  aquella nodriza que la había criado.
Por otra parte, amaba el aire puro, el olor a tierra mojada, el canto de los pá­jaros y esas grandes extensiones sembradas con  maíz, que la atrapaban con su encanto campestre.
Esa tarde, no bien llegara a la estancia, las dos amigas decidieron recorrer los sembradíos y para eso eligieron dos de los mejores caballos.
La gran plantación terminaba en un río y hasta allí llegaron para dejar  pastar libremente a los anima­les, mientras se sentaban sobre un tronco casi seco que, por capricho de la naturaleza, había crecido en forma paralela al piso y a muy baja altura.
--Qué hermoso es este lugar-dijo María Soledad
--Yo vengo siempre, pero a escondidas de mis padres. Ellos no quieren que me aleje demasiado del casco de la hacienda porque creen que es peligroso.
--¿Y lo es?
--No, nadie se atreve a mirarme ni a dirigirme la palabra. Mi padre es muy severo con los peones. Ya sabes, ni las mujeres pueden mirarme a los ojos. Siempre que me hablan, tienen que  mirar al piso.
--  Deberías ir un tiempo a la ciudad, si es que quieres casarte algún día.
--A ti no te va muy bien allí, porque estás enamorada de un hombre de por aquí, pero dime:
--- ¿Cuál es su nombre?
--Miguel - le mintió, para guardar la identidad del muchacho.
--¿Y cómo es Miguel?- preguntó Carmen, intrigada.
--Es humilde pero muy culto. Sus padres fueron ricos y cuando murieron, un pariente se quedó con la fortu­na mediante maniobras dolosas. Él tuvo que trabajar como peón rural, pero su patrón le ha dado mayor jerarquía que a los demás, reconociendo su nivel cultural,  de modo que lleva la contabilidad de la hacienda.
-- ¿Y cómo es que puedes ir a verlo?
--No saben quién soy, porque ni él conoce mi verdadero nombre. Para sus patrones soy una prima, que lo visita de tanto en tanto.
--¿Dices que él no conoce quien eres?
--Si  él supiera que pertenezco a una familia de alto rango, no querría continuar con lo nuestro.
--¿Por qué?
--Porque ya tuvo una experiencia anterior, donde los padres de su novia lo rechazaron por no ser de su misma condición. Y está un poco resen­tido por eso. Yo le dije que mi madre es artesana, que mi padre toca la guitarra en lugares de esparcimiento  y que mi nombre es Carmen.
--¿Carmen? ¿Te has vuelto loca?
--No se me ocurrió otro-dijo, riendo a carcajadas
--Y dime ¿Te acostaste con él?
--Pues claro, yo ya no soy una adolescente.
--Yo tampoco y sin embargo, aún no lo hice-dijo ella
--La vida en la capital es más liberada, pero no creas que mucho. Yo he viajado a Europa y a otros lugares, donde las mujeres  se sienten con iguales derechos que los hombres en cuanto al sexo.
--No puedo creer que eso sea cierto.
--Lo es, pero faltan años para que esos pensamientos lleguen a nuestro país.
--Quisiera ser como tú.
--Sé tú misma, nada tienes que anhelar de mí. No todo lo que ves es real. En el interior de cada uno está la verdad, no lo olvides nunca, Carmen.
--Hablas como si adentro tuyo ocultaras a un monstruo.
--No, pero tampoco estoy tan feliz de ser lo que soy. Pero es mejor que dejemos este tema para otro día-dijo María Soledad.
- Es preciso que volvamos a casa, mamá debe haber preparado algo para agasajarte-propuso Carmen.  
--Volvamos.
                              
Regresaron a paso lento, observando los detalles del paisaje. A esa hora, las chozas de adobe y paja de los peones, se veían aún más patéticas por el contraste con el bello crepúsculo.
Niños desnudos, sucios, desnutridos, arrastrando su miseria a lo largo y ancho de la hacienda, eran parte de ese conjunto desolador que formaban los campesinos, quienes pasaban 15 horas con las espaldas dobladas sobre los surcos, bajo los extenuantes rayos del sol.
María Soledad, no soportó el silencio de la hora y dijo a su amiga:
--¿Ves  a esa gente?
--Todos los días-dijo ella
--¿Cómo te sentirías en su lugar?
--Nunca lo pensé porque nunca estaré en su lugar. Cada uno, nace en una determinada posición social y eso nadie puede cambiarlo. ¿No crees?
--Hay quienes luchan para cambiar eso ¿Lo sabias?
--¿Te refieres a los guerrilleros?
--Sí, Carmen ¿Acaso tú no crees que los pobres viven como si fueran  animales?
--Mi padre dice que ésa es su vida y que si tuvieran otra no sa­brían valorarla. Que en realidad no merecen otra cosa, pues son analfabetos, ignorantes, vagos y sucios. Y además, dice que a ellos les  gusta vivir así.
--No es que les guste sino que están resignados. A ellos nada les parece bueno ni malo, porque no pueden modificar su realidad, por eso los guerrilleros han tomado en sus manos la defensa de sus derechos.
--¿Acaso tú los apoyas?- le preguntó Carmen
--No es eso, sabes que mi familia pertenece al ejército y que yo soy como ellos. Sólo que, a veces,  presiento que estamos equivocados, que nada es como debería ser, sobre todo cuando  veo esto tan de cerca, que quiero pegar de gritos. -dijo María Soledad.
-No deberías sentirlo así. Ellos están acostumbrados a esa forma de vida y no sufren. ¿Por qué habrías de hacerlo tú?
-- Es cierto lo que dices, Carmen. A veces, creo que la inteligencia sólo sirve para hacernos sufrir, que surgió de un equívoco de nuestro creador.
--Mejor dejemos este tema y regresemos, María Soledad.
Las horas parecían demorarse en ese camino poblado de flores silvestres, que embellecía a los sembradíos con la exhuberancia de sus colores. La naturaleza respiraba su aire por todas partes, pero allí se hacía más evidente, cuando alguien contemplaba el horizonte  a través de los llanos y sentía que su corazón se echaba a rodar por el cuerpo  hasta latirle en la piel.
Cuando llegaron a la casa, Doña Aidé las esperaba con la mesa servida, llena de exquisitas masas de elaboración propia, mientras Don Manuel, el padre de Carmen, sonreía  al verlas llegar.
--¿Adónde estuvieron?-les preguntó él
--Cabalgando, padre  - le respondió Carmen.
El olor a comida recién preparada, le produjo a María Soledad un poco de nostalgia, quien en esos momentos, recordaba a su nodriza. Porque no bien ella había nacido, su madre, Doña Concepción, había delegado todas las tareas en ella, pues siempre había considerado más importante, jugar a las cartas con sus amigas que atender a sus hijos.
En realidad,  así pensaban casi todas las mujeres de su condición social. Y cuando su madre regresaba de sus noches de juego, ella siempre estaba dormida. Y si alguna vez, tenía la oportunidad de hacerle un mimo, seguramente tenía jaquecas tan fuertes y dolorosas, que no la dejaban ni hablar.
Esos lejanos recuerdos, hicieron con sus emociones lo que el viento hace con el fuego. Y lloró  por dentro, sin una sola lágrima que pudiera verse. Lloró  como si  quisiera inundar los campos con un llanto amordazado, atado de pies y manos, invisible a los ojos, pero auténtico. Lloró por su infancia, por la vejez a la que  llegaría algún día, lloró por las cenizas y también por el fuego que las había creado, por las tardes de lluvias y por el cielo que las cobijaba. Lloró por los cometas y las estrellas fugaces, por los demonios escondidos tras los oscuros, por los ángeles y  los cuentos de hadas. Lloró por el príncipe que no llegó a salvarla y por aquél hombre que sí la salvó aquél día, en medio de los muertos y los gritos. Lloró hasta que sus piernas dejaron de temblar, aunque nadie notó que ella estaba llorando.
Cuando terminaron de cenar, María Soledad sintió que Carmen lo tenía todo, en esos  padres cariñosos que le dedicaban todo su tiempo. Hubiera deseado tener una familia así, tan arraigada al amor y que su madre le hubiera enseñado el nombre de las estrellas o a remontar  el barrilete de sus miedos, a navegar con barcos de papel sobre los charcos inesperados de una repentina lluvia.  Pero en verdad, estuvo jugando menos veces con ella, que estrellas fugaces pudo contar en el cielo de los veranos.
A María Soledad le costó dormirse a causa de ese destello que hacía el farol entrando por la ventana del cuarto y por aquellos  litigios sin alas que volaban de un lado a otro de su mente.
Por la mañana, desayunó con su amiga muy  temprano y luego fueron hasta el establo donde  aprovechó para decirle:
--Tengo que ver a Miguel y tienes que ayudarme.
--¿Qué quieres que haga?
--Que no me delates. Voy a decirles a tus padres, que voy a buscar algo a casa  y que luego regresaré.
 -Te mandarán con el chofer-le dijo Carmen.
--Yo me iré cuando ellos no estén. Y tú dirás que vino Juan Cruz a buscarme.
--Eso es peligroso, porque la servidumbre tiene ojos- le advirtió ella.
--Tienes razón. Entonces pensemos en algo, necesito dos días.
--¿Y si vienen a buscarte de tu casa y no estás aquí?
--Eso no ocurrirá.
-- Le pediré a Diana que me mande su chofer, para que la servidumbre piense que es el tuyo y que viene a buscarte.
--¿Y quién es Diana?
-- Es una amiga, que es hija de los Fernández, de la hacienda vecina y estoy segura de que también nos  prestará un caballo. Luego, volverás de la misma forma en que te fuiste.
--¿Tus padres, no conocen a esos vecinos?
--Sí, pero Diana ha venido aquí pocas veces.          .
--Gracias, Carmen.         
--Pero ten cuidado, mira que en el camino puedes encontrarte con campesinos que pueden atacarte, por resentimiento.
--Descuida ¿Cuándo puedo salir?
--Mis padres siempre duermen a la siesta, pero primero hablaré con Diana.
--¿Qué les dirás  cuando  despierten?
--Que no te despediste, porque dormían y que volverás en dos días.
--Tú sí que eres una amiga-le dijo, mientras le daba un beso.
--Sí, pero no quiero que tardes más de lo que me dijiste porque vas a preocuparme.
--No lo haré, puedes estar tranquila-le prometió. 
                                      
Mientras María Soledad daba cumplimiento al plan elabora­do con su amiga, Juan Cruz  preparaba las tropas de refuerzo que  habían llegado desde el Sur  y estaba listo para atacar por sorpresa a los rebeldes.                                         
Por esos días, los subversivos habían llevado a cabo una serie  de atentados en plena Capital y el terror se había instalado allí, con estallidos de bombas en las lujosas residencias de altos jefes militares o de sus familiares, como de personas adineradas o de influencia política.
En una sola noche, habían logrado un efecto de pánico entre los pobladores y Juan Cruz no descansaba ante los acontecimientos de esas horas. Tenía su alma en vilo y su lengua desataba maldiciones  y agravios. Aunque su  desconcierto era total.   Y agradecía interiormente que María Soledad estuviera en el campo.                      
Por primera vez, el gobierno era sacudido con la sangre de su propia gente y comenzaba a temer por el accio­nar de los subversivos. Esa misma noche detonaron explosivos por todas partes, unos detrás de otros, en una seguidilla infernal. Cientos de perso­nas murieron, ya sea dentro de  sus propias casas o en  lugares públicos.
Pero lo más terrible para él fue cuando en esa lista interminable de fallecidos, apareció el nombre de Doña Concepción, quien  había ido a la casa de un alto jefe del ejército a jugar a las cartas con su esposa.
Don Francisco estaba desesperado. Y mandó a buscar a su hija, a la hacienda de Don Manuel. Allí se enteraron de que ella no estaba, sino que había salido de regreso a su casa según la versión que les diera Carmen.  Pensaron en un desencuentro casual y el chofer regresó a la  ciudad.
Por suerte, Maria Soledad regresó esa tarde a la casa de Carmen  y  Don Manuel, se sorprendió al verla:
-¿Es que no estabas en tu casa?-le preguntó
--No, nos dijeron que  los subversivos estaban en la ruta y debí  regresar por otro camino - le mintió ella.
Carmen que estaba pálida y muda por temor a ser descubierta en su mentira, respiró aliviada al ver que Don Manuel le creía  y no hacía más  preguntas.            
Pero aún faltaba lo peor, ya que María Soledad ignoraba la suerte corrida por su madre  y alguien debía darle noticia.
--Debes regresar a tu casa, María Soledad. Tu madre está mal herida-Le dijo Aidé,  tratando de atenuarle  los efectos del golpe.
--¿Mal herida? ¿Qué dice Doña Aidé? -dijo ella, temblorosa.
--Anoche, los subversivos se ensañaron con explosivos por todas partes. Hay muertos y heridos por centenares en la Capital, es mejor que se preparen pues todos saldremos para allá.
         María Soledad sintió un frío intenso en su corazón, intuyó la mentira con que pretendían postergar  su dolor y dijo:
--¿Murió, verdad?
Ellos no  respondieron, pero ella supo descifrar el silencio y entonces estalló por dentro y por fuera, en temblores que pretendían contener su ira, su desconcierto, su llanto acorralado. Y no pudo más, su dolor turbó el aire y el cielo se vio gris a pesar de su celeste transparencia. Carmen no sabía la manera de consolarla y preparó algunas ropas para acompañarla durante el tiempo que fuere necesario.
Partieron de inmediato llevando consigo el equilibrio de palabras apenas pronunciadas y un montón de silencios que  gritaban.
Al verlos llegar, su hermano Pablo se abrazó a ella  y juntos se acercaron al cajón de fino roble donde su madre recibía el último adiós.
--¡Malditos sean! -decía ella
Don Francisco se veía vencido y permanecía al lado de su esposa como si el resto del mundo no existiera. Juan Cruz entraba en ese instante y al verlo, María Soledad se abrazó a él, mientras le decía:
--¡Quiero morir!  Yo tengo que estar en ese féretro, no ella.
--No hables así, mi amor, Dios decide a quien se va y quien se queda -le decía él, tiernamente
Pero ella sentía que el mundo le apretaba su garganta y con  su podredumbre le quitaba el aire, el sueño, las estrellas y no lo podía soportar. Y en un momento en que su novio fue a saludar a su padre, subió hasta su cuarto, sacó una pistola que tenía en el cajón de su cómoda y en un acto de desesperación se apuntó a la sien, dispuesta a disparar. Pero en ese instante, llegaba Pablo para decirle:
--No tiene balas.
--¡Quiero morir,  Pablo!  ¡Tengo que hacerlo!-dijo,  en un ataque desesperado.
En ese momento entraban Carmen y Juan Cruz, quienes se quedaron  con ella todo el tiempo que duraron las exequias.
Luego de las ceremonias, Juan Cruz debió regresar al Cuartel General para hacerse cargo de las operaciones militares que ya no podían esperar.
Antes de irse, ella le pidió:
---Extermínalos, Juan Cruz.
--Lo haré, yo mismo acabaré con ese maldito.
---Júralo-le pidió
 ---Lo juro.
Cuando él se marchó, Carmen  se quedó con ella sin dejarla por ninguna causa y ya en la intimidad de sus habitaciones, las dos amigas charlaron mucho durante esos días de luto y  encierro.
Pero pasada una semana, comenzaron a  salir  a la plaza y a los jardines para caminar y  tomar sol.  Si bien se veía más tranquila había adelgazado varios kilos, por lo que Carmen insistió en llevarla nuevamente a la hacienda para que se recuperara con el aire puro del campo. Ella aceptó  enseguida pues no soportaba estar en su casa.
Atendida por Aidé,  permaneció en la hacienda  por varios meses y de tanto en tanto, la visitaba Juan Cruz, cuando podía hacerlo,  ya que seguía de cerca el entrenamiento militar de sus tropas, aparte de encargarse de planeamientos y estrategias destinados a  terminar con los subversivos.
Pero había algo que a él lo deprimía y era  el poco entusiasmo que María Soledad demostraba al verlo por la estancia.  Y si bien se acostumbró a vivir con su frialdad, eso hizo que las visitas se fueran espaciando con el tiempo, hasta casi desaparecer.
De modo que se dedicó a trabajar junto  a Pablo  para planear el golpe final al ejército rebelde.
La muerte de Doña Concepción y el estado en que María Soledad había quedado, eran motivo suficiente para inspirar a ambos hombres en  lograr una ofensiva sin precedentes.
                   VOLVER A EMPEZAR
Durante los meses que permaneció en la hacienda, María Soledad se recuperó físicamente pero no espiritualmente y una triste expresión desdibujaba su rostro, casi perfecto. Su piel se había bronceado, acentuando su belleza y sus cabellos dorados le daban un aparente aspecto de debilidad, pero en realidad, ella era demasiado fuerte.
Mientras  permaneció allí no había querido visitar a su amado, a pesar de la insistencia de Carmen, que desea­ba verla feliz.
Tampoco había querido que Juan Cruz la visitara, ya que le habla pedido que dedicara todo su tiempo para acabar con los subversivos.
Pero a pesar de que vivir en el campo le sentaba de maravillas, ella despertó una mañana deseando regresar a su casa.  Necesitaba comenzar otra vez y sentirse viva.  Porque por más distancia que interpusiera entre la realidad y su memoria,  no podía borrar el recuerdo de su madre.
Y partió una mañana lluviosa, separándose de su amiga Carmen, después de un largo período de amena convivencia.
Al llegar, le impresionó ver  a su padre con la tristeza  aflorándole en los ojos, en la voz y en todas las partes por donde se reflejaba su alma, como si la muerte de Doña Concepción le hubiera envejecido hasta la vejez.
Su hermano Pablo, no estaba en la casa ya que, según le dijo su padre,  permanecía casi todo el tiempo  en el cuartel colaborando con Juan Cruz
Cuando Don Francisco salió del asombro de verla, le contó que las tropas comandadas por Juan Cruz habían logrado una seguidilla de triunfos y que ya tenían cercado al último reducto de los guerrilleros.
--- ¿Y cómo está él?   -le preguntó ella
--¿Es que no le has visto?
--No, padre. Le pedí que me dejara sola por un tiempo.
--Seguramente él te comprende hija, es tan buena persona, que me gustaría verlos casados antes de morir.
--Yo no lo amo, padre.
--¿Qué dices?
--Nunca lo amaré porque estoy enamorada de otro hombre.
--¿Te has vuelto loca?
--No te preocupes porque no voy a casarme  con nadie.
--¿Quién  es  él? ¿Lo  conozco?-preguntó, el  padre.
---No, no  lo conoces ni lo conocerás.     
--¿Vas a hablar de esto con Juan Cruz?
--No padre, ni de eso ni de ninguna cosa. Y por favor, no le digas que estoy aquí.
--Como quieras, hija. Pero no te entiendo. Creo que todavía  no has superado lo de tu madre.
--Nunca lo superaré. Ya no me interesa mi vida, ni mi felicidad.
--Tal vez, si hicieras un viaje a Europa-le dijo él, tratando de consolarla.
 Ella no respondió. Se quedó pensativa un largo rato y luego, salió al jardín a mirar el cielo y sintió que en ese azul estancado de silencio, no había ningún desorden, sino que había paz. En cambio, en la tierra, los hombres calentaban sus lenguas, tejían enredos  y censuras, mientras los jóvenes morían en las batallas y los ricos silenciaban hasta a los mudos, si eso convenía a susintereses, mientras la vida, se convertía en un  continuo litigio.
        
  Por su parte, Juan Cruz, seguía librando  batallas con éxito y los rebeldes se resistían provocando  serios atentados en la capital, como último recurso. En los periódicos, era habitual ver fotografías de los caídos y listas con nombres cuyos cadáveres reclamaban los familiares al cuartel general.
Todos presentían el final de la guerra y se alegraban de que ello ocurriera. El mismo pueblo, añoraba esa paz que no sabían buscarse por sí mismos.
Una mañana, María Soledad revisaba la lista de los caídos en combate o por atentados en la capital y con sorpresa vio que la encabezaba el nombre de  alguien  que ella conocía muy bien.
Su corazón se detuvo como si quisiera escapar del mundo y de la infamia. Se sintió morir como un conejo tomado por las orejas y  quiso escapar de su piel, de sus ojos, de sus lágrimas.  
Volvió y volvió sobre las letras del periódico, como para convencerse de lo que ya no podía  negar, por más vueltas que le diera.
Sin dudas, la fotografía confirmaba que el hombre que amaba había caído a manos de los soldados regulares, en una indiscriminada acción, llevada a cabo en las sierras.
Su estupor fue evidente y la palidez de su rostro hablaba por ella.  Pero ya no tenía lágrimas. Y si bien quería  ir al cuartel general para verlo, no podía hacerlo porque allí se encontraría con Juan Cruz.
Sin saber lo que hacía, abrió la ducha y se metió en ella, como si con eso, pudiera  lavar su memoria o su conciencia. Quería salir de su casa, de su país, del mundo. Quería huir, escapar de si misma, de la verdad, del recuerdo de sus ojos y de su último beso.  Quería regresar a su infancia y a sus juegos, a sus rondas infantiles, a su delantal blanco con que iba a la escuela.
Mientras secaba su cabello y al escuchar ruidos en la planta baja, trató de recomponerse y  ató una toalla sobre la línea de sus senos y reconociendo los pasos de su padre, se tranquilizó. Por suerte, él no se dio cuenta de lo desesperada que estaba, cuando salió del baño.
-¿Cómo estás, hija?
--No muy bien. Creo que voy a viajar a Europa como tú dijiste.
--Te hará bien. Por otra parte, aquí todos corremos peligro.
--Saldré cuanto antes, padre.
--Me alegro. En unos días sale un barco, mucha gente huye,  presa del pánico.
--Tomaré ese barco.-aseguró ella.
---Me hará bien saberte a salvo, hija mía.
---Tú cuídate. ¿Me lo prometes?
---La vida no tiene sentido sin tu madre y este mundo efervescente ya no es para viejos. ¿Qué podríamos  hacer?  El tiempo transcurre  y se desborda, sin que quepamos en él.
--No digas eso. Yo te amo, padre, aunque  nunca  te lo diga. Y te necesito. Cuando yo esté mejor y todo esto termine, me dedicaré sólo a ti, te lo prometo.
---Tú debes pensar en Juan Cruz.
---Tal vez, padre,  tal vez. Pero por ahora,  no puedo prometer nada.
--Sólo piénsalo, mientras estés en Europa.
---Te lo prometo.
Afuera, la primavera tenía un olor distinto. La pólvora  mezclaba su olor con los jazmines, en una increíble contradicción. Los aires tibios que venían del mar se estrellaban en la agreste montaña. Sólo quedaban el dolor y el miedo. La soledad y los recuerdos. Y el futuro sucumbiendo a sangre y fuego.
En una semana, ella tenía  todo listo para partir y Don Francisco quería acompañarla  al puerto.
--Quédate padre, no estarás seguro en la calle. Y yo estaré más tranquila, si no te expones. Ya no se  puede andar afuera sin peligros.
--Está bien. Pero cuídate mucho. El chofer te está esperando-le dijo él, abrazándola fuertemente.
Se despidieron muy tiernamente en el jardín y su padre la saludó con la mano en alto, hasta que la vio desaparecer.
Cuando  Pablo se enteró de su partida se alegró mucho por la noticia y se lo comunicó a Juan Cruz, que por ese tiempo estaba bastante alejado de María Soledad debido a que su distanciamiento paulatino ya se había tornado definitivo.     
Con el correr de los días, María Soledad parecía haber desaparecido de la faz de la tierra. Ni una carta se había preocupado de enviar a su padre, quien vivía  de su recuerdo.
Juan Cruz le comentó que el correo solía ser interceptado por los rebeldes y le dijo que no se preocupara por la falta de noticias.
Mientras tanto, los subversivos estaban siendo vencidos en todo el territorio. Las cárceles militares estaban repletas de prisioneros, que a pesar de las torturas a que eran sometidos, no brindaban información acerca del posible paradero del Comandante rebelde, aunque se suponía estaba refugiado en la zona de las cuevas con el resto de sus tropas.
Y esto era verdad. El comandante Sol estaba allí, aguardando  el momento de la última batalla.
Presentía que el final estaba cerca y  mucho más ahora, que Lucas había sido asesinado por las tropas del ejército y eso lo había desmoralizado. Estaba quebrado en el ánimo y en la voluntad y  delegaba sus funciones en otros jefes que estaban dispuestos a morir antes que a rendirse, simplemente,  porque les resultaba menos sufrimientos que sufrir torturas o ser fusilado como traidor a la patria.
Pero una noche en que todos estaban de vigilia, dos de sus hombres atraparon a un soldado de Juan Cruz Pizarro en las inmediaciones y lo trajeron para que el comandante Sol decidiera su suerte.  Y cuando lo miró, pudo adivinar que el muchacho había reconocido su identidad, a pesar de que sólo sus ojos se veían a través de la capucha. Un silencio prolongado confirmó sus sospechas. Y antes de que él mismo pudiera advertirlo, el comandante sacó su pistola y le disparó en la nuca. Era la primera vez que él actuaba de ese modo, sin antes, interrogar al prisionero.
Luego, sin emitir palabras giró sus talones y entró en su tienda para hablar con el jefe que reemplazaba a Lucas.
Momentos más tarde, los reunió a todos para instruirlos sobre la batalla que se llevaría a cabo al amanecer.
--No podemos seguir aguardando, estamos sitiados, sin alimentos, ni reservas. El coronel   Pizarro nos está debilitando, de modo que debemos salir y darles batalla adonde quiera que ellos se encuentren- les ordenó.
--No creo que eso sea lo mejor ya que en las cuevas, estamos protegidos.-dijo Pedro, que era uno de los Jefes.
--Estamos sin agua, no podemos esperar más.-agregó él
--Deberíamos intentar cruzar la frontera y unirnos al Ejército principal--propuso otro de sus hombres.
--Enseguida nos alcanzarían y moriríamos huyendo como cobardes. Además, no podemos arriesgar el futuro de la revolución. La  semilla  germinará del otro lado del país y cuando ellos regresen, nuestra patria será grande y libre. Atacaremos al amanecer- concluyó
--No estoy de acuerdo. Es un suicidio- insistió un jefe
--Entonces, vete-le dijo - mientras le apuntaba con el arma que acababa de desenfundar.
El hombre quedó paralizado por esa reacción de su jefe, pero  no se movió del lugar. Era la segunda vez, en una misma noche que el máximo comandante tenía una reacción violenta.
Luego, como si reflexionara en voz alta, dijo:
--No voy a dispararte. Te necesito al amanecer.    
--A la orden, mi comandante- respondió  el oficial
La noche, parecía no tener fin. Y el comandante Sol, se paseaba inquieto entre las tiendas donde todos dormían, con excepción de los altos mandos.
Ellos sabían perfectamente que esa iba a ser la última noche para muchos, pero no tenían miedo ya que  nada esperaban de la vida, sólo miserias, injusticias, esclavitud, enfermedades y hasta una muerte indigna. Al menos así, se sentirían libres aunque la esperanza de un triunfo fuera efímera.
El comandante Sol se sentía abatido. Había cometido muchos crímenes y el peso de esas acciones lo llevaba a querer luchar en la primera fila, sin más resguardo que su  propia irracionalidad. 
Y durante toda la noche conversó con Pedro  como si estuviera haciendo un análisis retrospectivo de su conciencia.
--Mañana, muchos de nosotros moriremos pero la revolución continuará viva.-  dijo como pensando en voz alta.
--No quisiera irme de este mundo sin entender  por qué los poderosos no pueden ayudar a  los humildes y  aliviarlos de su miseria-dijo Pedro
---Porque nadie comprende el sufrimiento que no ha tenido- le dijo él.
-- ¿Y el pueblo tampoco lo entiende?
---Es que tampoco han conocido el bienestar y no pueden entender que tienen derecho a otra forma de vida. Sólo nosotros, los de  clase media, estamos entre la indiferencia de los ricos y la ignorancia de los pobres -dijo el comandante Sol.
--¿Gracias a  nuestra inteligencia?
--Maldita sea nuestra inteligencia- respondió  él
-¿Piensa que nuestro sacrificio ha sido inútil, comandante Sol?
--No. Pero quizás no hayamos elegido el camino correcto.
--¿Por qué lo duda Comandante?
-Porque me he dado cuenta de que el poder no está en las armas, sino en su dinero. Con él se compran voluntades. Sin dinero, no podemos hacer conocer nuestras ideas, ni  educarlos.  Y sólo así, algún día, todos entenderán y nos apoyarán. Sólo con poder se puede vencer al poder. Las palabras que definen las ideas, son más poderosas que los fusiles. Por eso la educación es la más importante de las batallas que nos faltó ganar.
-Jamás le oí hablar de ese modo, comandante.
--Jamás me sentí como esta noche. Hay un momento en la vida, en que se hace la luz  y  logras entenderlo todo. Hoy entendí que a ese poder no podemos derrotarlo con fusiles -dijo.
--No entiendo -insistió  Pedro.
---Mira, todas las personas llegamos libres a este mundo.  Y en sus orígenes los hombres cazaban y pescaban para alimentarse, tenían su albergue, su lanza y ningún otro poder que  su propia autoridad.
-- Pero eran nómades.- agregó Pedro
--Sí, pero un día se establecieron, cultivaron la tierra y dividieron el trabajo. Y con ello aparecen las diferencias entre los humanos. Los acomodados hacen los trabajos livianos a costa del esfuerzo de los otros. Después, aparece el trueque y una nueva era se comienza a gestar. Los fuertes trepan en las espaldas de los débiles y por la herencia los privilegios se hacen perpetuos. El trabajo, se divide de abajo hacia arriba, por el menor esfuerzo. Nace el hambre  y con él, las guerras infinitas. Y ni los ancianos, ni las mujeres tienen cabida en esta  epopeya del progreso.
-- ¿Y la democracia?- preguntó Pedro
--Hasta hoy, es  sólo una palabra. No hay democracia con sólo votar. No hay derechos  de opinión, sin ser oído. No hay libertad, sin libertad económica. Y la  verdad, nunca se relacionó con la cantidad, ni con  la proporción de los sufragios, ni con la suma de ignorancias que aplauden al que los somete, sin sospechar que son la causa de su miseria.- señaló el comandante Sol.
Los jefes le escuchaban con atención, mientras él continuaba:
----Los políticos pululan por todas partes, tratando de captar el voto popular para legitimar la esclavitud a la que  someten a los pobres.  Así es como el hombre se olvidó de cazar y  hoy  el guerrero se vende por el oro, convirtiéndose en el objeto  de su propia lanza. La palabra del orador se vuelve anzuelo y caña de pescar, Y ese desierto humano, sigue creyendo en la libertad que le declaman, en la democracia donde no participa, en esa blasfemia de esperanza que le prometen en cada elección. Y el pecado,  se  hereda.  - dijo con énfasis
--¿Está arrepentido de esta lucha, Comandante?- preguntó Pedro
--No, porque hemos sido sembradores de ideas y tal vez, algún día alguien con poder suficiente pueda tener la voluntad de educar al pueblo para que éste pueda ejercer sus derechos y que al fin pueda cambiar  estas pseudo-democracias que son cómplices de los poderes mundiales que nos someten.
-- Eso nunca ocurrirá comandante porque los gobernantes viven aislados y no tienen contacto con la realidad -dijo Pedro
--Yo voy a hacer el último sacrificio por mi pueblo, voy a lograr que alguien con poder  baje de su pedestal y se introduzca en esa realidad- les aseguró él
--No lo  entiendo, comandante.
--No importa, ya no tenemos tiempo para seguir con el tema, pero si tú sobrevives, lo verás. Hay  una persona  que tiene poder y lo obligaré a usarlo a favor del pueblo, aunque para eso yo deba morir.  Pero ahora, vamos a prepararnos, porque es hora de partir -le ordenó él.
--Una última pregunta, comandante. Si la democracia no es el sistema ¿cuál es?
--Yo no dije que no lo sea. Sólo que hoy no se practica. Cualquier sistema puede ser  bueno o malo, según el propósito del gobernante, fíjate que  hay grandes países  que  se hicieron bajo monarquías. Creo que hay épocas para democracia y otras no. Las formas de gobierno no son  buenas ni malas en si  mismas.
--¿Cuándo habla de poderes económicos internacionales de quiénes habla?
--  De seres que no tienen patria, ni nacionalidad, son como piratas  diseminados en el mundo. Primero llegaron con sus Bancos, prestando dinero a los campesinos para quitarle sus tierras, cuando no cumplieran con los intereses de los préstamos. Luego  se apoderaron de sus tierras y muchos quedaron desocupados, pobres y listos para ser explotados en los sembradíos.
-- Allí aparecen los rebeldes justicieros y esas historias que aparecen en el cine, pero que nacen de la verdad histórica. Surgen  los asaltantes de bancos y trenes que transportan el dinero. Y las recompensas por atraparlos. "Se busca vivo o muerto" dice debajo de una fotografía pegada por todas partes. "Se ofrece recompensa de tantos dólares" reza el cartel. Pero la mayoría de ellos eran justicieros o subversivos, en nuestro lenguaje actual.
---- Hoy esos dueños de la tierra  quieren esclavos. Sus bancos aumentan los capitales con los intereses, por  los préstamos que realizan a los países pobres. Negocian con presidentes complacientes y producen inflación o guerras para vender armas o drogas  y así levantan a las  juventudes rebeldes, siembran miserias para mantener al pueblo ignorante y por si fuera poco, también comercian con  los medicamentos para aliviar sus males.
--Es una rueda diabólica-agregó Pedro
--Lo es, pero nosotros hemos elegido ser libres y lucharemos hasta el  fin. No queremos vivir en un mundo como este- dijo el Comandante Sol,
--Así será comandante, vamos a despertar a nuestros hombres. La hora ha llegado.
El amanecer no se hizo esperar y los rebeldes avanzaron al resguardo de las montañas rocosas, porque querían tomar por sorpresa al enemigo.
La tensión aumentaba a medida que se acercaban al sitio donde el coronel Pizarro los estaba esperando. Sus helicópteros, habían divisado el movimiento de los subversivos  a pesar del camuflaje.  Desde lo alto de la montaña, los soldados regulares comenzaron a hacer señas de que los guerrilleros estaban próximos al lugar, lo cual indicaba que el momento crucial habla llegado.
                  LA ÚLTIMA BATALLA
Más de dos mil soldados se aprestaban a iniciar las acciones contra el grupo rebelde, cuyo número apenas  llegaba a quinientos hombres, pero sin embargo, se sentían fuertes como para  estampar su heroísmo en las primeras planas de los periódicos, principalmente, porque sentían que la dignidad del hombre estaba en juego. No tenían miedo.
El comandante Sol sabía que el pueblo no entendería las razones que ellos tenían para librar esa lucha, ni justificaría el modo de  realizarla, porque sus ojos estaban vendados y marchaban hacia el cadalso sin notarlo. Pero algún día, cuando salieran de su ignorancia, los comprenderían.
A medida que avanzaban, la vegetación se hacía más tupida y eso jugaba a su favor. Algunos hombres se parapetaron contra la montaña rocosa aprovechando las cavernas naturales. Todos estaban  encapuchados y sus ojos, brillaban entre las matas y arbustos, mientras el amanecer se vislumbraba.
Eran  las seis, cuando el Comandante Sol ordenó el ataque. Sus gra­nadas hicieron blanco entre los soldados  de  Pizarro, quienes reaccionaron con un despliegue circular que pretendía encerrarlos. Pero esto, era difícil de lograr, porque los guerrilleros actuaban dispersos en pequeños grupos y  sus acciones eran casi individuales. Cada uno sabía lo que debía  hacer y conocía el plan estratégico.  Luchar hasta el final, hasta el último hombre, era la consigna. Ellos sabían que esa lucha  era un  fin en sí mismo y eso los llevaba a morir con entereza y con la dicha inmensa de sentirse fieles a sus  nobles ideas.
El sol, se escondía entre las montañas y las rosadas nubes del alba, las que  parecían ser las únicas testigo de los acontecimientos.
Los disparos del Comandante Sol, eran tan eficaces que constituían  una verdadera sentencia de muerte. Los hombres de Pizarro no estaban acostumbrados a luchar tan  desordenadamente y por momentos, eso era difícil de sobrellevar. Pero los rebeldes  no tenían suficientes armas  ni  mu­niciones, además del menor número de combatientes.
A medida que crecía la mañana  la batalla se hacía más intensa, cuerpo a cuerpo, metro a metro. Los heridos y cadáveres de ambos bandos caían en cualquier parte y los disparos se cruzaban en todas direcciones. Y  si bien los rebeldes demostraban ser más diestros en este tipo de pelea, la mayor cantidad de hombres  y  la calidad del armamento de las tropas regulares culminó con la derrota  del grupo subversivo.
 Era casi  mediodía cuando todo había terminado.
Los vehículos del ejército fueron llegando para recoger heridos, procurando aliviar el trozo de cuerpo que aún respiraba vida, mientras  la pálida rigidez de la muerte se apoderaba de  algunos cuerpos que eran conducidos al cuar­tel general. La sangre dejaba sus huellas sobre el desnivelado terreno por donde regresaban a la ciudad, pero el horror cotidiano, a veces, se hace costumbre y mitiga el dolor de los que tienen experiencias sobre  masacres recientes y por eso, recogían  con naturalidad esos trozos de cuerpos mutilados, ma­nos, brazos,  dedos  y los colocaban en una gran bolsa, como si se tratara de piezas de un rompecabezas macabro.
Esa tarea, les llevó todo el resto del día. Los prisioneros fueron escasos, pero  no bien llegaron al cuartel, algunos sobrevivientes fueron torturados para tratar de que revelaran el paradero del Comandante Sol, que al parecer, se les había escapado de las manos.
Las torturas eran lo bastante crueles como para soportarlas mucho tiempo. Los gritos provenientes de esas salas, eran aterradores y se sucedieron durante toda la noche. Y por la  mañana, casi todos habían perecido.
Las emisoras radiales convocaban a las personas a reconocer los cuerpos, que eran expuestos en hileras sobre el piso del patio del cuartel como si fueran de trofeos de guerra.
A medida que los parientes los iban reconociendo, eran entregados para los funerales y al día siguiente, todo cuerpo que no hubiera sido reconocido se enterraría en una fosa común después de fotografiarlo y tomarle las impresiones digitales  Lamentablemente, la compasión no era un sentimiento de quienes se entrenaban para la guerra.
El pueblo estaba feliz de que hubiera terminado esa lucha estéril y fratricida. Entendía que ése no era el camino para reivindicar sus derechos y su profunda fe religiosa les impedía tomar la justicia en manos propias, ya que la ley de Dios era superior a la del hombre y su sabiduría, determinaba el destino de cada uno en este mundo.                                
Todo había terminado. Los torturados estaban muertos sin que ninguno diera el paradero de su Comandante y por eso, una importante suma de dinero comenzó a ofrecerse  para quien diera información. Pero eso tampoco sucedió.
A la mañana siguiente, sin más albergue que un rocío trasnochado en espejismos,  salió Pizarro con un grupo de 30 hombres hacia la zona donde se había combatido, con la mente puesta en el horizonte polvoroso del monte, para tratar de darle caza antes del anochecer.
Los hombres se internaron en la tupida vegetación y lo hicieron con cautela tratando de ver u oír algo que les in­dicara alguna presencia, tratando de olfatear en el aire algo que pudiera perturbar la tranquilidad de sus ojos.
Pero no hizo falta mucho empeño para lograrlo. Allí estaba, a  plena luz del día, sentado sobre una roca, con su figura delgada y desgarbada, su capucha negra y su pierna visiblemente ensangrentada, a pesar del improvisado vendaje. Su estatura y sus espaldas estrechas, hablaban a las claras, que se trataba del hombre, al que habían venido a buscar.
Juan Cruz Pizarro, dio órdenes de que nadie disparara y  se acercó lentamente, apuntándole  a la cabeza. Pero él no se inmutaba, era como si los estuviera esperando, con su fusil tirado en un costado. Estaba desarmado, con la vista fija en un punto, como si sobreviviera a su propio deseo de morirse. Parecía llevar mucho tiempo allí, buscando un destino que ya había perdido de antemano.
-Entrégate traidor- le gritó Juan Cruz, cuando lo tenía a escasos  metros.
Él colocó las manos detrás de su nuca en señal de rendición, si siquiera mirarlo.  Juan Cruz se acercó sigilosamente y vio la negrura profunda de esos ojos que casi se confundían con su capucha y le pareció reconocer la censura de esa mirada. 
--No disparen, lo quiero vivo- advirtió nuevamente  a sus hombres.
Y se acercó un poco más. La tensión del momento era irrepetible y única.  Juan Cruz sacó unas esposas y le dobló los brazos hacia su espalda para colocarlas en sus muñecas. Y para develar de una vez la incógnita, le arrancó la capucha de un sólo tirón.
Sus piernas se aflojaron. Todos lo vieron empalidecer, mientras el estupor le detenía  la respiración y sacudía  a su corazón  hasta agotarlo.
Los soldados se quedaron quietos e incrédulos por el efecto que les causaba la identidad del Comandante Sol, que no era otra que   María Soledad Núñez del Prado, que los miraba con esos ojos de acero, desafiándolos, sin  palabras ni explicaciones.
Juan Cruz, no pudo soportar  el impacto y la abofeteó, una y otra vez, ante la mirada atónita de los soldados.
Ella no se inmutó, mientras un  hilo de sangre se desli­zaba desde su nariz para buscar el refugio tibio de su boca y él no podía dejar de comparar esta  imagen con la de aquella mujer vestida de blanco en el  último baile del club Social, con los cabellos rizados y recogidos en la nuca, de finos modales y con esa  dulce manera de coquetear.
La que ahora tenía enfrente, no era la misma que él conocía y que según su padre estaba en Europa, sino que era otra,  vestida con esa horrible ropa de fajina, con el cabello y la boca cubier­tos de polvo, sangre y sudor. Sintió que la piel se le erizaba. Tuvo deseos de vol­ver a abofetearla, pero no lo hizo, sino que prefirió llevarla al Cuartel General y  hacer que atendieran de sus heridas.
El trayecto fue lento, pero ella no se quejó ni una sola vez, a pesar de sentir mucho dolor en la pierna, mientras  Juan Cruz trataba de convencerse a sí mismo de los terribles momentos que acababa de vivir.  Ambos iban en silencio y a la par. Ella con los ojos fijos y la cabeza erguida, él con el corazón estrujado y la piel apretada entre las manos.
No bien llegaron al cuartel, Pizarro  les pidió a sus hombres que no hablaran  sobre el tema  y luego les ordenó que le atendieran la  herida para que  fuera  trasladada a una celda militar. María Soledad  actuaba como si nada le importara.  Se sentía cansada pero no vencida,  aunque  estuviera  harta de soñar con la luna de Enero, con los lirios azules y los vientos de Mayo. No tenía miedo. Y hasta sentía alivio  de que su hora hubiera llegado. De este modo, no llegaría ni a vieja, ni al infierno, pues estaba en paz con ella y con los otros.   Juan Cruz, no salía de su estupor e instaló su desconcierto en su  despacho. Pero al cerrar la puerta, sintió una gran opresión en el pecho.
Tal era su desesperación, que  caminaba de un lado al otro, sin que pudiera todavía, comunicar la gran noti­cia sus  pares.  Hubiera preferido morir en el combate, antes de tener que  vivir esos momentos.
Se sentía humillado, estafado y pensaba, con razón, que ella había sido suya  para poder sacarle información. Y quería matarla con sus propias manos, porque no podía soportarlo.
Tenía que indagarla y saber la verdad. ¿Qué motivos la habrían impulsado? ¿Por qué  nadie había sospechado nada? Y sin pensarlo más, se dirigió a la celda, donde seguramente  la traerían  desde la enfermería.  La esperó de pie  mientras las imágenes de su captura se sucedían en su mente.
Por fin, ella apareció con un soldado que la sostenía  por  un brazo y que la ayudó a sentarse.  Le habían hecho un vendaje a la altura del muslo. Al verlo allí,  ella no movió un sólo músculo de su cara que denotara sorpresa, ni siquiera esbozó un gesto. Parecía de piedra y Pizarro la interrogó en vano. Ella no respondió  ni a las preguntas, ni a las ofensas, ni a sus epítetos.
Cuando él se retiró, con toda su ira a cuestas, puso en conocimientos de toda la plana mayor del ejército la detención y la identidad del Comandante Sol y sin pérdida de tiempo, convocó al tribunal que la iba a juzgar. Se sentía tan ofuscado y tan  confundido  que no quería volver a verla.
Por su parte, María Soledad sabía que en unas horas sería sentenciada por un tribunal  militar por traición a la patria y  que la sentencia la llevaría  a la muerte.
Había pedido que no la visitaran ni su padre ni  su hermano. De cualquier modo, su padre al enterarse, había sufrido un ataque cardíaco y se encontraba internado.
Al día siguiente, ella fue conducida hasta la sala donde una corte marcial estaba reunida y se disponía a juzgarla con la participación de Juan Cruz. Escuchó atentamente los cargos de traición a la patria, subversión a la Constitución y a las leyes de la Nación. Y cuando le preguntaron si ella se consideraba inocente o culpable, respondió:
-La constitución no puede evitar el sufrimiento del pueblo, ni su estancamiento económico y cultural. Las leyes tampoco pueden garantizarle el derecho al trabajo, a una vivienda, a la salud y a la justicia gratuita.
En todo caso, son ellas  y no yo,  las que han traicionado a la  patria, señores.
Juan Cruz la escuchaba con atención y cada palabra se  grababa a fuego  en su mente.
- ¿Considera usted que la democracia  no le brin­da esas garantías que usted solicita para su pueblo?- le preguntó el presidente del tribunal.
-No, General. En la miseria no hay democracia, ni representación. La oligarquía terrateniente no puede representar a los pobres trabajadores del campo, que tampoco pueden acceder al gobierno porque su libertad está viciada por la ignorancia.
--¿Acaso es mejor la anarquía que ustedes propician?-le preguntó Juan Cruz
--- Lo mejor no es la anarquía, pero tampoco esto que ustedes llaman democracia. Quiero la libertad de mi pueblo a través de la educación y la cultura,  porque los pueblos deben aprender  para ser libres. Pero tal como están las cosas, sólo la muerte los libera de la injusticia, de la dictadura y de estas falsas democracias, de las que se sir­ven los demagogos. La democracia sería el mejor sistema si ustedes lo dejaran existir. Por eso, yo misma me condeno a muerte. Es más, deseo morir, General, de modo que terminemos con esta farsa -agregó ella.
Juan Cruz  la miró a los ojos  conmovido por esa valentía y esa fuerza interior que nacía de sus propias convicciones. Y no pudo sentir rencor ni rabia por esa mujer que lo había traicionado más a él,  que a nadie. Cuando el tribunal se retiró a deliberar, Juan Cruz sintió un temblor indes­criptible que le recorría el cuerpo. Pero a la hora de votar en  la sentencia, se unió al resto del tribunal que la condenó.
Cuando aparecieron los oficiales en la sala dispuestos a dar el vere­dicto, María Soledad se mostraba increíblemente tranquila y escuchó la sentencia, sin inmutarse.
-Este Tribunal condena a  María Soledad Núñez del Prado, más conocida como Comandante Sol entre las filas subversivas, a morir por fusilamiento el próximo amanecer, por el delito de trai­ción a la Patria, a la Constitución y las leyes de nuestro  país.
Juan Cruz sentía una daga entrando en su pecho y  no tuvo el valor de seguir  mirándola  Fue conducida a su celda y desde ese momento, en todos los medios de difusión, se dio la noticia.  Su hermano Pablo daba gracias a Dios,  que Doña Concepción estuviera muerta antes de que hubiera pasado por ese dolor. Pero nada podía hacer, ni siquiera darle la noticia a su padre que continuaba  en el hospital.
Desde la celda, María Soledad escuchaba la algarabía popular, con que se  festejaba  la derrota de los guerrilleros. Ese era su pueblo, pensó. Tan pobre e ignorante, que se rego­cijaba de  su propia derrota. Y a su mente venía la imagen de un desierto humano, donde nunca germinarían los ideales de la justicia. y la igualdad entre los hombres. Era como esa arena estéril del desierto, dispuesta a dejarse pisotear por  los opresores. Un desierto que de tan seco, se sometía a la esclavitud por una sola gota de agua. Y era de esperar. 
Pero ella tenía la ilusión de que si sembramos ideas y las regamos, hasta los desiertos podrían florecer.
Con esos pensamientos,  había definido a su pueblo, que sumido en la ignorancia se entregaba sin pelear, y lo que era  peor, sin entender los motivos de su lucha.
                    UNA LARGA NOCHE
 El Coronel Pizarro sentía en carne propia el suplicio de esa espera. No podía entender lo que el destino le había deparado y el mundo parecía no estar bajo sus pies. Estaba desesperado, confundido, atormentado. Todo le parecía una horrible pesadilla de la que tenía que despertar. Pero el tiempo era implacable y él debía apresurarse, porque necesitaba volver  a la celda donde María Soledad pasaría sus últimas horas.
Al verlo allí, ella lo miró desafiante pero sin rencor.
- ¿Por qué lo hiciste?-le preguntó él, casi con ternura.
-Siéntate, Juan Cruz- le pidió, con tranquilidad.
- ¿Qué es lo que hice para merecer esto, María Soledad?
--Nada, Juan Cruz. Tú nunca hiciste nada aunque podías hacerlo. ¡Eso es lo que odiaba!
-No te entiendo, estás confundida. ¿Qué te hicieron?
-No tengo mucho tiempo, pero si quieres oír, oirás Juan Cruz.
-Habla.
-Cuando tenía 12 años mis padres me mandaron a pasear a Europa con unos amigos de la familia. Cuando regresábamos, el barco naufragó. Y entonces, a pesar de ser una niña pude  entender muchas cosas. El barco tenía  primera clase, con gente rica y bien educada como nosotros Y había otra y otra aún más abajo, donde estaban los trabajadores del barco, que viajaban amontonados en los depósitos y en la  bodega. Pero como no había suficientes botes ni salvavidas, los encerraron para que no intentaran arrebatarnos algo que pudiera salvarlos.
- ¿Y qué pasó?
-Mis amigos se olvidaron de mí. Tomaron a su hija y corrieron, porque esa gente elegante de  primera clase,  se olvidó de sus modales, de su educación y comenzaron a forcejear, a pisotearse  para  ganar  los primeros lugares hacia los botes. Todo eso era  un asco. Una barbarie incomprensible para los inocentes ojos de una niña, que había sido educada en las escuelas religiosas.
- ¿Y qué hiciste?
-Yo  tenía mucho miedo y lloraba sin saber lo que me ocurriría. Temblaba en un rincón, presa del pánico, pero nadie me veía.
- ¿Y qué ocurrió?
-Por suerte, uno de esos pobres hombres que habían encerrado en la bodega y que  lograron salir y arrebatar algunos salvavidas, me vio y se acercó  a mí, mientras yo gritaba, aún más, porque siempre me habían dicho que la gente pobre era  de lo peor y pensé que quería matarme. Grité y pataleé aterrorizada, mientras él me ponía el salvavidas que había conseguido  para salvarse. Yo no quería que me tocara pero me alzó en sus brazos y me arrojó  al agua. Luego, no se cómo me subieron a una embarcación. Y en el momento en que nos alejábamos de allí,  el barco ardió en llamas, mientras yo buscaba ver a ese pobre hombre  que  murió para salvarme. Nunca pude olvidar su rostro. Recuerdo sus ojos, sus ásperas manos con las que me sujetaba. Y eso me marcó para siempre, Juan cruz.
- ¿Y tanto te hizo cambiar, que te olvidaste de tu familia, de  tu rango y de tu lugar en la sociedad?
-No sólo  fue eso. Ese fue el principio, porque luego fui creciendo en la indiferencia de la riqueza. Mi madre en el Club social, jugando car­tas con sus amigas, mi padre en el cuartel y mucho dinero disponi­ble para disimular la falta de caricias.
-No creo que ese motivo sea suficiente para este suicidio que llevaste a cabo, María Soledad
-No es un suicidio, es una convicción por la que vale la pena morir. Tú no puedes darte cuenta  y no te culpo, ellos te educaron  para que tú estés ciego Juan Cruz. Voy a morir, sí. Pero conociendo la realidad. Tal vez, algún día tengas el privilegio de conocer tú también la verdad, si es que eres capaz de mirar lo que sucede a tu alrededor con tus propios ojos. Pero quién sabe si ellos lo permitirán.
- ¿Quienes son ellos?
-Los que tienen el poder y  desde hace años ma­nejan al mundo, especialmente a los países pobres, manteniéndolos en la ignorancia para que nunca puedan entender lo que les pasa. Ellos son los que  hacen de cada presidente, de cada persona con  poder, una marioneta para ma­nejarla a su antojo y en beneficio propio. ¿Cómo puedes estar tan ciego, Juan Cruz, con esos ojos de cielo tan transparentes y llenos de luz?
-- ¿Acaso no luchabas para terminar con los militares de facto?
-Mi lucha ha sido en vano, he provocado muchas muertes inútiles, incluso me siento culpable por  la de mi madre. Ahora deseo morir y  tú no sientas pena por ello. Será un alivio, Juan Cruz.
- ¿Y esos ideales que tenías, de qué sirvieron?
-De nada sirven si los demás no los entienden. Recuerda que es el número, la cantidad, lo que prevalece por encima de la razón y la justicia. Las mayorías son el ne­gocio de nuestros enemigos. La gente vota pero no decide sino sim­plemente, convalida la barbarie. Ellos manejan  las elecciones, es decir los números, pero la verdad no es matemática, ni responde a sumas, ni a restas. El pueblo vocifera, protesta, opina, pero nadie lo escucha jamás. No hay guerrilla que pueda vencer esto con las armas, Juan Cruz.
--¿Estás arrepentida?
--Nunca, porque he buscado la verdad y la he encontrado. Estoy satisfecha, sólo estoy dolida. Escucho a nuestro pueblo festejando su esclavitud. Óyelos, Juan Cruz, están contentos de que nuestra lucha por sus derechos, haya fracasado- dijo, con tristeza.
-No todo el pueblo es ignorante, muchos  pudimos ir a la escuela y  a la Universidad y sin embargo, nosotros tampoco pensamos como ustedes-dijo él     
-Es que la verdad no se halla en los libros, ni en las escuelas. Nuestros enemigos, son los dueños de las editoriales y de  la  historia. La verdad en la política está afuera de las Universidades y  es un área vedada a la ciencia. No hay verdades en la ciencia política y allí está el secreto de la domina­ción y de la manipulación de los hechos históricos, ésa es la trampa. Ellos promocionan su propia historia, la que conviene a sus fines. Trata de escribir esto que digo y verás que nadie publicará mis ideas.
-Es difícil creer en lo que dices.
--Porque te han lavado el cerebro con propa­gandas y desinformación y la voluntad de elegir en esas condiciones, es nula. Y si no lo crees, mira la realidad, una mayoría del pueblo gana las elecciones y la minoría que accede al poder se con­vierte en su verdugo. ¿Crees que eso es lo  que el pueblo eligió? ¿Y qué armas tiene el pueblo  para defenderse? Ninguna.
-Tampoco la guerra es la solución.
-Tienes razón. Este sistema perverso no puede derrotarse con  las armas, sino con un poder mayor. Hay que formar  parte de ese poder, para educar a nuestro pueblo  en la verdad. Si algún día, tú ostentas el poder, recuérdalo, porque sólo el poder puede derrotar al poder y hacer que la historia cambie. No te olvides Juan Cruz.
-No entiendo tus ideas María Soledad y lo lamento, porque me hubiera gustado comprenderte.
-No importa  sólo quiero que sepas que no quiero vivir  en este medio tan hostil a la verdad, tan injusto y endemoniado. Cuando debas dar la orden no sufras y que no tiemble tu voz, cuando debas gritar  fuego
-Voy a morir cuando lo haga, porque te amo.
-Yo no te amo. Mi amor fue Lucas, el hombre con quien compartí mis ideales y me enseñó gran parte de esta historia. Él está muerto y quiero estar con él, lo más pronto posible.
Y el silencio pasó por entre ellos como un fantasma de malos augurios, presagiando un dolor sin límites para Juan cruz, que al salir, dijo:
-Adiós,  María Soledad. Mi vida se irá contigo, aunque permanezca aquí.
-Adiós, Juan Cruz. Me hubiera amarte. Y no te olvides que deberás ser tú, quien dé la orden, así me lo prometiste, me lo juraste un día. ¿Recuerdas?      
 Juan cruz no respondió y se fue de allí como un autómata. Había algo en su cerebro que lo hacía sentir muy cerca de  la locura. Ya en su despacho, pudo llorar y llorar, como nunca antes. Y lo hizo por él, por ella, por sus días lejanos y las noches sin estrellas, por las canas de la abuela, por los hijos que no tuvo, ni  con ella ni con nadie, por la maldita memoria, por no poder   olvidarla, por sobrevivirla, por sus ganas de morirse, por su honor, por los llantos no llorados y por todo lo que vendría, después.
Cuando ella  quedó sola, sintió que su mente se agilizaba tratando de aprovechar los escasos momentos que le faltaban para dejar su agonía de vivir con la pesada carga de todas sus culpas y llamó al guardia para pedirle unas hojas y una lapicera para poder escribir una carta para su pueblo. Y allí, narró su infancia, lo ocurrido en el barco, recordó a su nodriza  y los motivos que habían alimentado su rebeldía y hasta relató sus mentiras acerca de los viajes que decía  realizar y que no eran otra cosa que sus escapadas al campamento. Relató su gran historia de amor junto a Lucas, a quien  veía  cuando iba a la estancia de Carmen y a quien había llamado Miguel, para engañar a su amiga.
Mientras ella escribía, Juan Cruz no quería sobrevivirla y tenía deseos de morirse junto a ella, al ver que  nada podía hacer para salvarla. Por otra parte, había jurado ser el que diera la orden y pensaba cumplir con su palabra.
María Soledad terminó su carta donde había plasmado sus conclusiones  y faltaban tres cuartos de hora para ser ajusticiada. Entonces tomó otra hoja  y esta vez,  dirigiéndose a Juan Cruz, escribió: "Tú tienes el poder para lograr los cambios que he buscado en vano. Úsalo, si es que alguna vez me amaste.  Desciende de ese pedestal y acércate a la gente, entra en los campos y sufre con ellos, entonces será fácil comprender, lo que hoy no entiendes. Ese día, sabrás que no pude amarte, porque tú eras "el enemigo". No sufras por mí. Recuérdame a través de esta carta que  te dejo, pero que es para mi pueblo". Firmado: COMANDANTE SOL.
            
          
                    LA EJECUCIÓN
El pelotón, aguardaba en silencio que la comandante "Sol", fuera traída y colocada delante del  paredón, que había sido alguna vez de color blanco, pero que ahora se veía de un  gris amarillento. En  la parte  inferior  podían apreciarse manchas  de distintos   tamaños  y  variadas   formas, pero de la misma sustancia. El color rojo oscuro, casi negro, de  la sangre salpicada contra esos muros, hablaba a las claras de la cantidad de  personas que  eran  ejecutadas  a diario por los  comandos militares.
Tan deprimente era, como las  salas  de   torturas que contaban con viejos  y modernos  aparatos preparados para ese fin. Pero lo más horri­ble era  escuchar los  gritos  de dolor desde las  celdas vecinas, donde  los  prisioneros  aguardaban  su  turno.
Uno de  los  más  antiguos instrumentos  de tortura era  el látigo, capaz de transformar la más dura musculatura en una masa fofa y sin consistencia, o de destrozar los  órganos  vitales por el  sólo  efecto de sus  vibraciones.
También estaba el  subibaja, que consistía  en un tablón  apoyado  sobre  un taco,  que estaba colocado al borde  de una  fosa llena  de agua y en un extremo  se paraba un militar y en  el  otro, se ataba al  prisionero con  la  cabeza hacia el borde de la fosa para que permaneciera  hundida debajo  del  agua, por casi dos minutos. Luego se  lo  levantaba pisando el otro extremo y se  lo  interrogaba. Y así, tantas  veces, como  sus pulmones  lo permitieran, que por suerte, no eran muchas. Paradójicamente, este aparato  se usaba, en las plazas para juegos  infantiles.
A la  hora exacta, la  comandante  "Sol", fue  llevada  frente al paredón de  fusilamientos,  sin que  fuera nece­sario vendarle  los  ojos   ni  atarle  las manos. Ella  había preferido mirarlos a la cara y demostrar la valentía que correspondía al más  alto  jefe de los  rebeldes.
Las primeras  luces del  amanecer se  filtraban  por entre  los  grandes  árboles  y ella había  fijado su mirada  en Juan Cruz, como si desde  su silencio, quisiera transmitirle valor. Y una sonrisa, que más  bien  parecía una mueca, se dibujó  en  la  boca  de   ella    en  el momento en que  él debía dar la orden.
Sin pensarlo más, él se dirigió al pelotón y rápidamente, ordenó:
-----Preparados... apunten... ¡fuego!
Pero el  pecho parecía abrírsele con los  disparos. Y en un  impulso  incontrolado  corrió hacia  ella para tomarla entre  sus  brazos.
María Soledad expiraba  en  ese mismo  instante, pero sus  ojos  alcanzaron  a mirarlo con  una expresión que  él  jamás  po­dría olvidar.  Las lágrimas afloraron  a los ojos de Juan Cruz y no pudo contener el  grito de dolor que  estallaba en su  pecho. Y lloró como un niño, aferrado a su palidez definitiva, sin importarle las conjeturas ajenas. Su sangre, aún tibia brotaba de su  cuerpo y se esparcía sobre su pecho y sus brazos. Los soldados también lloraban en silencio sin moverse y luego se retiraron con el peso del mundo sobre sus espaldas.
Juan Cruz se quedó allí,  hasta que ella comenzó  a enfriarse.  Entonces,  ordenó el  retiro de su cuerpo para correr a refugiarse  en su despacho. 
Estuvo allí mucho tiempo hasta que se quitó la ropa ensangrentada y luego,  intentó calmarse tomando un baño tibio.
Luego, miró  al Cristo que colgaba en la pared y  una voz  interior le decía que había sido castigado por tantos  crímenes y torturas  que él mismo había llevado a cabo. Era la  justicia de Dios la que le provocaba tanto sufrimiento. Y se sintió aliviado con ese pensamiento. Parecía que  su deuda con Él ya estaba salda­da y comenzaba a nacer de nuevo en ese  instante. Casi como un  sonámbulo, sacó  un  formulario del  cajón   y haciendo constar los da­tos de Sol, ordenó el   traslado de su cuerpo al panteón de sus familiares para evitar que fuera  enterrada  en una fosa común.
Su padre seguía internado y su hermano Pablo permanecía a su lado. Juan Cruz, decidió  entonces  darle  sepultura por su cuenta en el cementerio de la ciudad. Allí la despidió esa  junto a pablo y a algunos  soldados, que habían querido acompañarlo. La mañana  era lluviosa y  una  tristeza  recién nacida se apoderó de su alma al recordar a esa mujer, a quien seguía amando.               
Cuando regresó a su casa, recordó  la carta que ella le había  entregado antes de  la ejecución. En el  sobre, se  leía de su puño y letra: "Carta para mi  pueblo". En  ese  instante, sintió que no  tenía derecho a leerla, pero no pudo  evitarlo. Sus  manos   temblaron al  extraer las hojas  que comenzó a leer, con  avidez.   Cuando terminó de hacerlo, la apretó contra su pecho como  si   estuviera  abrazando  su  recuerdo.                                                          
A  partir de   entonces, Juan Cruz no pudo conciliar el  sueño, aunque sus  pesadillas apenas  comenzaban. El   rostro de Sol y su cuerpo  bañado de sangre lo persegui­rían  dormido y despierto, de día y de noche, con sol o con lluvia.
No había  transcurrido  un mes, cuando  el  Jefe supremo del  ejército, supo  compensar su valor y lo ascendió  al  cargo de General  de División. Así fue como Juan Cruz pasó a comandar  a la  mitad  del  ejército, ya que  las fuerzas totales se concentraban en dos  divisiones principales, una de  las  cuales estaba   a su cargo.
Él había tenido  el  coraje de apresar y  fusilar a su novia por amor a la  pa­tria y  por esa causa era considerado un héroe.
Sin  embargo, el   flamante General no podía sentirse peor y se pasaba horas leyen­do libros de  historia. Tenía que  hallar las causas que llevaron a María Soledad a entrar en la guerrilla.
Con el transcurso del tiempo, dejó de concurrir a las reuniones habituales de los comandos militares o del  club social. Y  paulatinamente, comenzó a ver todas  las  cosas de  otro modo. Porque si bien él,  había sido un   militar que  sólo  entendía de   tácticas  de  guerra, ahora necesita­ba saber algo más, pues quería entenderlo todo. 
La carta de Sol le había hecho formularse  cientos de interrogantes acerca de las relaciones internacionales, de política y de  economía, de los gobiernos cómplices, del sufrimiento de las clases bajas y de todo aquello que tan bien describía  María Soledad en el extenso legado que había dejado para su pueblo. Y poco  a   poco, fue empapándose  de  las  grandes   revoluciones del  mundo. Y  pudo verificar que, tal  como  ella decía, en  los  programas de  estudio de su país, se habían "olvidado" de ciertas cosas. Los profesionales eran  formados para la dependencia exterior y el  estancamiento  interior. Y fuera  quien  fuere el  que llegara al  poder, estaría tan domesticado como para seguir ciertas  pautas, que con­ducirían al  pueblo a la miseria.
Juan Cruz ya no podía ser el mismo y poco  a  poco,   se  convirtió  en un  hombre  callado, pensante y sentimental. Claro que  el  moti­vo de  su cambio era atribuido,  por los  demás, a su tristeza y a su soledad.  Pero él  no  estaba solo, pues la recordaba a cada instante. Y se preguntaba: ¿Dónde  estaría ella? ¿Qué había querido decirle en   esos   escasos  minutos  que  permaneció viva  entre  sus  brazos? ¿Y  los  hijos  que   había soñado  tener con  ella, acaso él  también los  había matado?
La  imaginaba  con  sus  hermosos vestidos, la  escuchaba  reír entre   la gente, la  soñaba despierto en sus  noches  de  insomnio y como en una  pesadilla, veía su  cuerpo desnudo bañado de sangre apretándose al suyo.
Juan Cruz, estaba cada día más  delgado y  sus  ojeras acentuaban  la tristeza de  sus  ojos. Y  no había  mujer en  el   mundo capaz  de despertarle  el  mínimo  interés por más hermosa que  fuere, porque  María Soledad seguía siendo su único amor y con ella, había asesinado  a  todas   las  demás.
Pero  otras preguntas alimentaban su ira: ¿Cómo había podido mentirle de ese modo? ¿Por qué  se  había dejado amar por él,  si  tanto  lo había odiado?   ¿Cuánta  información le  había sacado  con sus besos?   ¿Y  a  cuántos otros? ¿Cómo  pudo hacerlo si estaba   enamorada de Lucas? ¿Cómo  pudo  él haberlo  consentido?                             
Juan Cruz no  podía  dejar de  atormentarse. Había pedido licencia en el ejército. Se había abandonado a su suerte y  estaba tan agobiado por el  dolor que ya ni  se afeitaba.      
 De  pronto, una   idea  comenzó a dar vueltas   en  su cabeza: tenía que  vivir lo que  ella había vivido  para   comprenderla   y estaba   dispuesto  a llevar a cabo cualquier acción que despejara sus dudas. Necesitaba hacerlo para  seguir viviendo.  
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Foto del autor NORMA ESTELA FERREYRA
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Descripción

Novela de tema poltico social, que describe gobiernos dictatoriales enfrentados a la guerrilla. La trama posee romanticismo y muchas situaiones dramticas.

Palabras Clave: amor- guerrila- dictadura-diferencia de clases

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Ficcin



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